(Maestro tejedor del Perú)
PÁGINA 1 –
REFLEXIONES
EDUARDO GALEANO
(Uruguay/1940-2015)
RECUPERAR EL ARCOÍRIS TERRESTRE.
Lo que más me fascina de la
condición humana es su diversidad, y yo escribo para tratar de recuperarla. En
todo lo que he escrito hay una tentativa de recuperación de los colores del
arcoíris terrestre. Yo creo que el arcoíris terrestre tiene muchos más fulgores
y colores que el arcoíris celeste, pero estamos ciegos, no lo vemos. Hemos sido
mutilados, el arcoíris terrestre ha sido mutilado. En el fondo, pecan de
arrogancia, de pedantería hueca los que emiten juicios sobre América Latina con
esa facilidad, que a mí me irrita mucho, me indigna a veces. Y es que esa
realidad de realidades que se está viviendo en general ahora en casi todos, en
buena parte de los países latinoamericanos es un periodo que yo pienso que es
fecundo, que es una buena época de resurrección, algo así como un renacimiento
de nuestras tierras, que empiezan por fin a verse al espejo sin escupirlo, sin
auto-despreciarse, y sin aceptar la peor de las herencias coloniales como si
fuera un destino: que es esa suerte de cultura de la impotencia que nos hace
creer que no somos capaces de cambiar nada, ni de cambiarnos, que estamos
condenados a repetir la historia, pero que no podemos hacerla. Y esto tiene que
ver con, pues con una especie de refundación de países como, por ponerte un ejemplo,
Bolivia, que se redescubre como un país de mayoría indígena, y que por fin
tiene un indígena de presidente, o cuando Chile tiene una presidenta mujer, que
fue Michelle Bachelet. Son grandes saltos históricos que se han dado, y que
anuncian otros saltos más hondos, más largos y más duraderos.
PÁGINA 2 –
POESÍA ARGENTINA: SANTA FE
BELKYS SORBELLINI
(Santa Fe-Argentina)
Sé que hay una
persona compuesta de mis partes,
a la que integro
cuando va mi talle
cabalgando en su
exacta piedrecilla.
César Vallejo
Sé que me has llamado una, dos, tres
y cien veces
Sé que me has pedido que asistiera,
que estuviese presente
Pero aquí estoy, contando mis
costillas, hurgando entre mis huesos
Y entiendo que no alcanza, no llego,
aunque lo cuente
una, dos, tres y cien veces.
Sé que necesitas mi presencia, que
mis partes completen tu figura
Que mi sombra se sumerja en la tuya y
juntas oscurezcan la pálida pared
Del
cuarto en que me citas.
Ahora no puedo comprender por qué la
ausencia.
Ahora no puedo separar las formas,
aún siento tus costillas en las mías
Aún silbo por las noches cuando la
luna aparece y creo que subes presurosa.
Sé que prometí alcanzarte, más no
pude, el ocaso me atrapó en sus fauces.
Sé que prometí no escabullirme, pero
el trazo no es firme, los pasos no me llevan a ninguna parte y tus pies no se
acomodan.
Siento que una piedra en tus zapatos
alejan tus pasos de los míos.
CARINA SEDEVICH
(Santa Fe-Argentina)
ENCIENDO LA LÁMPARA
de
sal de la montañajunto a mi cama.
Me suelto el pelo
recordando las canas invisibles.
Me acuesto entre las sábanas de hilo
con la bata dorada de la China.
Debajo mi piel blanca no desea
ni en sus botones rosados
ni en sus lunares pálidos.
Sobre la almohada se escuchan mis anillos
porque está fresco, quizás,
y se afinaron mis dedos.
El oro, la plata, la amatista.
Afuera la noche se ha espesado
porque terminó la luna llena.
Empieza el mes que precede al invierno.
Qué ligera que soy sin tus deseos.
Qué dulce corre el alma
en mi esqueleto.
Qué cierta es esta cara y estos flancos
qué ciertos que son,
qué delicados.
Me admira mi gata, blanca y parda,
y yo la admiro a ella en su silencio.
Hasta el perfume rojo de las flores
tengo.
Qué ligera que soy sin mis deseos.
CELIA FONTÁN
(Rosario-Santa Fe-Argentina)
LA MUJER MÁS VIEJA DEL MUNDO
La mujer más vieja del mundo,
la negra
nacida esclava,
que padeció castigos,
vejaciones,
el tormento del cepo,
pide cumplir
un último,
un íntimo deseo,
emblema de su alma:
ver el mar.
Y allá va
seguida
de un alegre cortejo
de hombres jóvenes
que se mueven
como en una película muda
en blanco y negro.
La esclava, ahora vieja liberta,
la negra
mínima, agudísima, encorvada,
la mujer más vieja del mundo
llega al mar
y lo oye,
y lo aspira
y sumerge sus negros pies en esa espuma
y ella,
que es en ese instante el universo,
dice:
hasta aquí he llegado.
la negra
nacida esclava,
que padeció castigos,
vejaciones,
el tormento del cepo,
pide cumplir
un último,
un íntimo deseo,
emblema de su alma:
ver el mar.
Y allá va
seguida
de un alegre cortejo
de hombres jóvenes
que se mueven
como en una película muda
en blanco y negro.
La esclava, ahora vieja liberta,
la negra
mínima, agudísima, encorvada,
la mujer más vieja del mundo
llega al mar
y lo oye,
y lo aspira
y sumerge sus negros pies en esa espuma
y ella,
que es en ese instante el universo,
dice:
hasta aquí he llegado.
JORGELINA PALADINI
(Rosario-Santa Fe-Argentina)
PENETRAR LA
TIERRA
Una lluvia de ojos titilantes
cae en la avidez
de la tierra sedienta
alcanza
profundidades secretas
descubre
oscuros laberintos
penetra
hasta iluminar
la memoria de los muertos.
SANDRA GUDIÑO
(Santa Fe-Argentina)
PRÓRROGA
Retazos del cielo nocturno
revolotean la mirada.
Arremango los silencios
a la altura de los párpados.
El ángel de mi guarda
orina escondido detrás
de la revolución y su rabia.
¿Puedo quedarme sola
con el desamparo en las llagas?
Siempre lo supe:
hay soledades que se gestan
en el vientre,
otras, en el alero desvencijado
del alma.
Esas no tienden la cama
ni se lavan los dientes,
aúllan a la hora
del viento subversivo
para que el alba
y su instinto las arrulle
espantando malos sueños.
Temblor de cola de barrilete
por debajo de los labios.
Desparpajo de lágrimas
preguntando al viento.
¿Tiro el corazón a la hoguera encendida
o ya no tiene prórroga esta historia?
A esta hora de la tarde
emerge altivo
mi poema absoluto.
ANA DANICH
(Rosario-Santa Fe-Argentina)
PARA FUMAR OTRA VEZ UN CIGARRILLO
Para fumar otra vez un cigarrillo
tuve que pasar tres noches de vigilia
cargar bolsas en mi hombro como si fueran la cruz
esperar el diagnóstico de mi propio sufrimiento
quemar mis alas de mariposa / su pequeño aleteo
¿hay una vela encendida que nunca se apagará?
no cerrar los ojos jamás aunque el viento arrecie
darme tiempo para aceptar mi ingrávida lucidez
sentarme en el banco del parque donde cuaja la orina del perro
es su dueño el que todas las mañanas despierta alcoholizado
habiendo dormido una noche vigorosa con sueños de botellas
recorrer sonámbula la triste calle del puerto
donde se apiñan los muchachos callejeros
hacerme buches de sal para paliar el desamor
y poner tapones de perfume barato en mis fosas nasales
es demasiada la anarquía que reina en este mundo
de los que arrojan hielo y huevos desde las ventanas…
a los miserables de la tierra que reclaman por justicia
frotar mis manos con el virus para después masajear
cada centímetro de mis recovecos e infectarlos
para entender que se siente cuando se siente miedo
ahorrarme la energía de la limpieza cotidiana
restregarme los ojos para que mengue la telaraña
que teje la desmesurada araña del despojo
y ver que hay adentro de la habitación del inquisidor
sentirme acorralada entre la mujer y la bestia
y romper a patadas las puertas que me separan
de aquellos ciegos de mirada quemada por la avaricia
una víctima no es suficiente para los verdugos que
exigen más números en la lista de esclavos negros
y van por más porque la venganza goza cuando muestra sus
colmillos
Entonces transcurren los tres días hasta que llega el anunciado
fumo a bocanadas el último cigarrillo permitido
tránsito corrosivo que retumba en mis vísceras y fluidos
porque hoy decidí caminar sobre las brasas encendidas
con pies de hierro como si fueran cuchillos que punzan
ante el holocausto de temores que me acechan.
La oscuridad se avecina y recién me di cuenta.
PÁGINA 3 –
ENSAYO
FERNANDO
RENDÓN
(Medellín-Colombia)
UNA REVOLUCIÓN POÉTICA MUNDIAL
El Movimiento Poético Mundial se
declara en rebeldía ante la lamentable historia humana.
Nos oponemos a la historia
guerrera de las bárbaras civilizaciones,
que han producido cientos de millones de muertos a través de la mal llamada
evolución humana sobre la Tierra.
Nos oponemos a las mezquinas y
peligrosas prácticas de la expoliación de la Naturaleza y de los pueblos del
mundo, que han deteriorado y dañado los océanos, lagos y ríos, la atmósfera y
el clima y derribado los bosques, invitando a avanzar a los desiertos sobre el
glorioso verde del planeta, y aprisionando a la especie humana en una dimensión
miserable.
Nos oponemos a la esclavitud
material y a los rígidos dogmas religiosos, que han destrozado la libertad y la
dignidad de millones de personas encadenándolas al abatimiento a la
desesperanza.
Contra el fracaso de los modelos
económicos, políticos, sociales y culturales que nos aprisionan, llamamos a la
humanidad a desarrollar una Revolución Poética Mundial.
Llamamos a los seres humanos a
levantarse desde el polvo de la derrota y a construir con gran energía, antes
que sea irremediablemente tarde, un mundo superior, colmado de poesía, justicia
social, dignidad y verdad, belleza y plenitud, un mundo esplendoroso
emancipado, en el abrazo de la fraternidad y la confluencia del mutuo
reconocimiento.
Prepararemos gradualmente un
Festival Mundial Nómada, de país en país, de continente en continente.
Construiremos una Escuela Mundial de Poesía. La poesía se expresará masivamente
en todas las calles de todos los países, en todos los idiomas, en las bocas de
todos, niños, mujeres, hombres y ancianos, para anticipar el día de la victoria
definitiva de la vida sobre la muerte.
Invitamos a los poetas y a los
artistas del mundo, a sus organizaciones, a las organizaciones sociales del
mundo, a los pueblos originarios, a tomar parte en una continuada acción
espiritual y cultural internacional, por un planeta sin guerras y sin hambre,
por una Tierra emancipada y justa, en el abrazo indestructible de una
Revolución Poética Mundial.
Comité Coordinador del Movimiento
Poético Mundial
PÁGINA 4 –
POESÍA ARGENTINA: RÍO NEGRO
RAMÓN MINIERI
(Río Colorado-Río Negro-Argentina)
DÍA DE NIEBLA CON CABALLO
DÍA DE NIEBLA CON CABALLO
1
el día
encapuzado
por la niebla
como esos pájaros
que apenas
pían
mi corazón
un poco
se debate
pregunta
qué hora es
si falta mucho
para la hora del canto
2
para más
un caballo
del color del salitre
del color
de la nada
del color
del descolor
el que se come
a todos
los colores
todos los pastos
todos
los caballos
3
y mi tierra
este patio
del universo
tan
espacio
no se percata
cuando el tiempo
se desmanda
se desborda
le besa
orlas de islas
las
disuelve
4
pero
cómo
podría haber sabido
que el mundo
nació espacio
que el tiempo
es
una enfermedad
de las cosas.
SILVIA CASTRO
(General Roca-Río Negro-Argentina)
DESCENSO
Simula desgano la pregunta
por mi pasado reciente
mis viajes
los libros que llegaron de lejos
los que se mudaron
cada vez más cerca de mi cama
los que leímos
cada cual por su lado
el que empecé esta noche
y él terminó hace mucho.
Hay un libro de Broch
él lo tiene en la mano
como quien tiene algo en la mano
algo que no sé qué es
pero no para de moverse.
Lo encontré
buscando otra cosa
seguramente no una mano
y mucho menos
una mano menos.
Él no sabe que lo ví
tampoco tengo vista
la cicatriz
tampoco tengo vista
la cicatriz
del pasado lejano
-no tan lejano como Eneas
pero casi-
de la muñeca cayendo
inocente
contra una botella rota.
Todo está tranquilo arriba
la carne apoyada en el filo
Virgilio en el séptimo sueño
River volviendo de la B
con todas las letras.
La lluvia resbala en el vidrio
y cae
no pide que le abran
sólo nos quita el sueño
como esos libros
de los que no se puede
apartar los ojos
o esos héroes que vuelven
contra todo pronóstico
en busca del averno
perdidos
empapados
empapados
casi olvidados.
BENEDICTO COTARO ÑANCU RUPAI
(Bariloche-Río Negro-Argentina)
Mojar tu almohada
con lágrimas que te arden
los ojos
Sentirte solo
lastimado a muerte en tu corazón
pensar / recordar
Buscar respuestas
encontrar más preguntas
indescifrables
como el silencio tibio que te envuelve
el alma
IRIS
GIMÉNEZ
(Viedma-Río Negro-Argentina)
I
(de “Luz primera” (1993-95) Inédito)
......
Esperaban sólo una viscosa placenta
las contracciones de la soledad
Las partes del cuerpo
acabaron llamándome por mi nombre
......
Me levanto por la noche
al amparo del insomnio
refiriéndome a mí
como quien espera encontrarse en una brújula
......
En forma de lluvia
andan mis pasos por esta casa
vuelta a construir
tantas veces
en los ojos
.......
Gira la brújula desorientada
y las ánimas de las cosas se espantan
como palomas de los niños
Pero siempre vuelven
.......
Un hedor
inquietante
me secuestra de la sombra
que aunque fresca
sombra
y sin quererlo
me rescata
.......
No es temor a la muerte
Es que no quisiera recordar la vida
como a la niñez
y extrañarla para siempre
(de “Luz primera” (1993-95) Inédito)
......
Esperaban sólo una viscosa placenta
las contracciones de la soledad
Las partes del cuerpo
acabaron llamándome por mi nombre
......
Me levanto por la noche
al amparo del insomnio
refiriéndome a mí
como quien espera encontrarse en una brújula
......
En forma de lluvia
andan mis pasos por esta casa
vuelta a construir
tantas veces
en los ojos
.......
Gira la brújula desorientada
y las ánimas de las cosas se espantan
como palomas de los niños
Pero siempre vuelven
.......
Un hedor
inquietante
me secuestra de la sombra
que aunque fresca
sombra
y sin quererlo
me rescata
.......
No es temor a la muerte
Es que no quisiera recordar la vida
como a la niñez
y extrañarla para siempre
SEBASTIÁN GONZÁLEZ
(General Roca-Río Negro-Argentina)
chamán
podés seguir disponiendo de todo
tu arsenal en contra mío
pero quiero que sepas
que logré el equilibrio
y la armonía total.
vibré en otra cuerda y me limpié entero
pero quiero que sepas
que logré el equilibrio
y la armonía total.
vibré en otra cuerda y me limpié entero
si te callaras un poco y miraras
hacia el cielo
verías que la noche es negra
y profunda
y las estrellas son muchas.
el viento es fresco
viento de la costa
verías que la noche es negra
y profunda
y las estrellas son muchas.
el viento es fresco
viento de la costa
podés disparar directamente acá
mirá mi dedo
acá
mirá mi dedo
acá
me dejé fluir y percibí un hecho
energético
acepté
una verdad irreductible
acepté
una verdad irreductible
ahora soy pura mística
una endemoniada máquina recicladora de mierda.
lo convierto todo en amor
en amor
una endemoniada máquina recicladora de mierda.
lo convierto todo en amor
en amor
la noche es negra
es profunda
la estrellas son muchas…
esa cosa que se erige monumental y blanca junto a la puerta
lo enfría todo
es profunda
la estrellas son muchas…
esa cosa que se erige monumental y blanca junto a la puerta
lo enfría todo
shhh
escuchá
escuchá el motor
escuchá
escuchá el motor
mirá esas botellas de plástico
colgando del peral
mirá la parra
cartones en el piso
escombros
glamour
mirá la parra
cartones en el piso
escombros
glamour
puedo quedarme sentado acá afuera
durante horas
puedo matar un mosquito en plena oscuridad.
me valí de un elemento externo con el fin de obtener
ooooooouna percepción peculiar
y alcancé un estado de realidad no ordinaria
puedo matar un mosquito en plena oscuridad.
me valí de un elemento externo con el fin de obtener
ooooooouna percepción peculiar
y alcancé un estado de realidad no ordinaria
escuchá la chapa enfriándose
las hojas
escuchá el viento pasándote información
datos sensoriales
las hojas
escuchá el viento pasándote información
datos sensoriales
ahora estos son mis dominios
mi reino particular
mi reino particular
escuchá
por acá los animales andan todos
sueltos, mujer
todos sueltos
todos sueltos
ahhh… soy un romántico
vi la dilatación en progreso, la
joya marmolada
la iluminación celeste y fría…
en este momento podría recorrer toda china caminando
y ofrecer mis servicios por una jarra de vino
un cuenco de arroz
opio
la iluminación celeste y fría…
en este momento podría recorrer toda china caminando
y ofrecer mis servicios por una jarra de vino
un cuenco de arroz
opio
yo te propondría que te calmes un
poco
que escuches el flujo de los acontecimientos
que escuches el flujo de los acontecimientos
shhh
silencio
silencio
podés llamarlo como quieras:
llamalo reacomodamiento íntegro de los esquemas vitales
supervivencia porque fumé colillas y robé sobrecitos de sal
llamalo reacomodamiento íntegro de los esquemas vitales
supervivencia porque fumé colillas y robé sobrecitos de sal
mirá mi dedo:
tengo tanto para dar
tengo tanto para dar
esto es dialéctica nómade, mujer
la explosión del elemento y mis desperdicios yéndose para siempre
la explosión del elemento y mis desperdicios yéndose para siempre
la noche es negra
es profunda
viento
viento de la costa
es profunda
viento
viento de la costa
shhh
escuchá
escuchá
MARYLENA CAMBARIERI.
(Viedma-Río Negro-Argentina)
II
Escribo y rezo la escritura
desde la rasgadura de la nostalgia.
La mirada huye de mi refugio
y busca la protección
de la noche del árbol.
Intuye su última metáfora
el descalabro de la imagen
el suicidio de la palabra.
Plena de furia
tierra mujer la protege de sus hijos.
La única lágrima
devora la ausencia
confiesa la herida.
Rezo un Dios
que me libere del espanto.
Rezo un Dios.
Rezo un Dios
que me sueña.
Rezo un Dios
que sueña que lo rezo.
Rezo un Dios
que sueña que lo rezo y me sueña.
Dejo de soñar en el sueño de un Dios.
Dejo de rezar
un Dios que me sueña.
Dejo de soñar un Dios que reza.
Dejo de rezar.
Dejo un Dios.
Entierro mi corazón.
Con una cruz
disimulo su latido
mientras la tarde
se desmaya sobre la montaña.
PÁGINA 5
– NARRATIVA
JORGE ISAÍAS
(Los Quirquinchos-Santa Fe-Argentina)
VERANOS CERCANOS
En los veranos de mi pueblo, los amaneceres siempre eran
cercanos, el sol estallaba detrás del pino que supo tener don José Vélez y
cuando se paraba sobre el eucalipto de don Faustino López comenzaba el
concierto atronador de las cigarras sobre los fresnos que daban refugio a las
calandrias.
El fresno –lo he escrito siempre– era el árbol preferido de mi
padre, no solo por el ocre suave, pálido, como sosteniendo pequeños soles en
sus nervaduras numerosas, sino porque él siempre agregaba un toque práctico a
sus preferencias. “En otoño –repetía– esas hojas caen todas juntas”. Pero tal
vez le gustara amontonarlas en un claro del patio para encenderlas con su
Avanti, cuando todavía fumaba, y ver cómo las llamitas ganaban el aire y se
hacían cielo sin quererlo.
Mi padre gustaba de los perros porque eran guardianes y de los
teros (que nunca faltaban en casa) porque eran muy vigilantes. No quería a los
gatos, pero siempre teníamos uno, porque espantaban a las ratas y mantenían el
equilibrio ecológico. De las comadrejas se ocupaba personalmente, como de los
gatos ajenos que entrampaba con un cajón y con un dispositivo que había inventado
pasaban a una bolsa; el lector puede imaginar el fin de los pobres bichos.
Cuando mi madre le reprochaba su crueldad, él se encogía de hombros y decía que
le iban a comer gallinas, huevos y pollitos. Lo cual era verdad, pero la
simpleza de mi padre no admitía ninguna sutileza.
Yo querría escribir sobre los amaneceres y cómo los pájaros
caían sobre la hierba en busca de gusanitos, hasta que el gato, que estaba
agazapado, los descubría y daba un gran salto en el aire. Ocasión en que
alguien de la familia lo veía y pegaba el grito. Como un zorro, disimulaba y se
iba a echar bajo una magnolia que era el orgullo de mi madre, como quien no
quiere la cosa a esperar una oportunidad más propicia.
En verano, tempranamente me buscaban los amigos con sus
tramperas, que íbamos a colocar en los tamariscos que rodeaban la quinta de don
Juan Peralta, justo donde comenzaba el “Camino del diablo”, que era como la
puerta de los bañados donde nos esperaban los bagres y las mojarritas que irían
a ocupar la sartén diestramente dirigidos por las hacendosas manos de mi madre,
siempre cercana al manjar con su imaginación de pobre para armar una comida que
los productos de su quinta volvían más rico.
Nosotros en ese tiempo preferíamos el verano porque no íbamos a
la escuela y ese largo claror que nos esperaba mucho tiempo era óptimo para los
juegos al aire libre, era como vivir dos días en uno. Y cuando el llamado de mi
madre nos instaba a la cena, hacía rato que el sol había muerto degollado
detrás de aquellas vías amarillas.
PÁGINA 6 –
POESÍA ARGENTINA: TIERRA DEL FUEGO
AIXA RAVA
(Río Grande-Tierra del Fuego-Argentina)
LA LUZ NO SE CORTA COMO EL PAPEL
La luz no se corta como el papel
que está sobre la mesa
o en el piso, así desfigurado
como lo dejamos.
La luz no, ya no existe en esta casa
al menos por un rato, inestimable.
La luz no se corta como el papel
¿Y si lo hiciera?
¿Sería un trozo liviano como esta
hoja?
¿Caería sobre el suelo
así sin hacer ruido? ¿Y ahí
distante de mis manos
se quedaría?
La natural, que igual se compra
entra ahora por la ventana
y se pierde
entre los muebles de la casa.
Nos ayuda a encontrar todas las
partes
de papel trasfiguradas.
Entonces es verdad
que la muerte mora en lo oscuro
y con la luz viene la vida.
Los niños duermen su siesta,
nosotras barremos la sala.
Juntamos los envoltorios de
caramelos,
los glasés, los diarios, las
revistas.
El sol se va a apagar un día
—decís
mirando afuera.
No vamos a estar. ¿O sí?
¿Y qué sería
si la luz no se cortase ya
ni siquiera como ahora, por un
rato?
ALEJANDRO PINTO
(Río Grande - Tierra del Fuego-Argentina)
A
partir
de un
filoso
témpano blanco
anclado
en el sacrificio
de la lengua
removiendo
no Escarcha
nieve suelta
tan simbólica
y callada
que se fue
cuando apenas
una roja
semilla
en la dentadura
del paisaje
era el viento.
témpano blanco
anclado
en el sacrificio
de la lengua
removiendo
no Escarcha
nieve suelta
tan simbólica
y callada
que se fue
cuando apenas
una roja
semilla
en la dentadura
del paisaje
era el viento.
DANIEL QUINTERO
(Ushuaia-Tierra del Fuego-Argentina)
CINCO LARGOS AÑOS
Daría mis piernas por tocar como Eric Clapton.
Pero no como mi viejo que hace cinco años
perdió una pierna por abusar de las grasas y los dulces.
Y eso que mi madre le decía:
"Joaquín cuidate del azúcar,
hacete los análisis",
pero Joaquín como si nada.
"Qué me va a pasar a mí" decía.
Entonces se le vino la glucosa,
entonces el pie diabético,
entonces la gangrena,
y así fue que una mañana
cuando sonaba Five Long Years
a Joaquín le amputaban la pierna izquierda.
Ahora toda la dulzura de Clapton viene por mí,
"tenemos un trato" me dice y me pide las piernas.
Y yo no siento en mis manos
talentos musicales ni acordes de blues,
sólo una Fender me anuncia
valores subidos de glucosa.
Y no tendré más remedio que entregar mis piernas,
en una mañana cualquiera
mientras suena Five Long Years
en un concierto de Clapton juntando fondos
para la lucha contra la omnipotencia.
PRISCILA VALLONE
(Río Grande-Tierra del Fuego-Argentina)
DILUVIAR
Hay
cuerpos
que se hacen en la tormenta
gota a gota construyen una piel
con cada árbol caído edifican un hueso
con cada hueso una casa
con cada casa un volver
que se hacen en la tormenta
gota a gota construyen una piel
con cada árbol caído edifican un hueso
con cada hueso una casa
con cada casa un volver
Hay otros
cuerpos
que no necesitan hacerse
gotean piel
hacen hueso
queman la casa
para no volver
que no necesitan hacerse
gotean piel
hacen hueso
queman la casa
para no volver
Y hay
otros cuerpos
que truenan
y nos caen
en los ojos
para vernos
en vértigo
que truenan
y nos caen
en los ojos
para vernos
en vértigo
para
hacernos
temblar
temblar
JULIO JOSÉ LEITE
(Ushuaia-Tierra del Fuego-Argentina)
Lloro en
esta noche
mirando la
ampolleta,
y veo
pececitos de luz.
Acercate,
papá,
pescámelos,
Vos fuiste
y sos
el gran
pescador.
Cálzate
esas botas largas
de
persistencia
y pescame
las lágrimas
una a una.
Soy todo
un río por mis ojos
cargados
de peces que me pesan.
Levántate,
papá.
Levántate,
Vital,
que tengo
tanto sueño
como vos.
Sentate a
la vera
de mi pena
meandro
y
encontrame el pozón
que nunca
hallaste en mí,
que
siempre me creí
tu mejor
río,
y eso que
te miraba
con estos
ojos profundos…
De nada
sirvió,
fuiste a
buscar tu mejor pieza
allí
al fondo
del caño
de esa
“Tala” calibre 22
que me
taló
para toda
la vida
la
felicidad.
Acercate,
papá,
de una vez
y para siempre,
pescame
estas lágrimas
una a una,
hoy soy
todo tu río
por mis
ojos.
LUIS COMIS
(Ushuaia-Tierra del Fuego-Argentina)
MAR DEL OLVIDO
Me preguntaría o te preguntaría
qué ha sido de nosotros
seres individuales
que luchábamos por ser
y nos olvidábamos
el sernos y hacernos
qué ha sido de nuestro amor
invisible invencible indivisible
el que nos hacía uno esencial
1+1=1
sé que al verte (ahora)
encontraría en tus ojos
vestigios de vos (de antes)
familiaridad de vos
un aire tuyo imperceptible...
y en medio de esta soledad
de mi celda (alma)
sigo haciendo preguntas
en un papelito que arrollaré luego
para ponerlo en esta botella...
botella
al mar
del olvido.
PÁGINA 7– NARRATIVA
JUAN MANUEL ROCA
(Medellín-Colombia)
FELIZ NAVIDAD, SEÑOR AMÉZQUITA
“Tan cerca de la casa y el horror”
Juan Carlos Onetti
Juan Carlos Onetti
Ahora recuerdo al viejo y virtuoso
violinista vencido por la soledad y el alcohol, la primera tarareándole a
capella tonadas rotas, y el segundo haciéndole todas las muecas y calaveradas
propias de sus calenturientos y embotellados demonios.
El señor Amézquita era el único sobreviviente de una familia aristocrática que caminaba por la vieja ciudad de la neblina y los paraguas. En aquellos azorados y estúpidos tiempos el que sabía manejar con gracia un paraguas a veces llegaba a ocupar el cargo de presidente de la República. El señor Amézquita iba, como lo hiciera su parentela, caminando entre tenderetes de baratijas y frituras, pero se sentía merodeando a su aire por los jardines de Luxemburgo. Todos en su casa caminaban saboreando el espacio con pasos muy lentos: cada uno era un irrepetible paseante que llevaba en su andadura un paisaje sublevado, una forma de estar siempre en otra parte. De manera que semanas santas y navidades le daban lo mismo al viejo violinista. El señor Amézquita vivía, más que en un oasis, en los bordes acuosos de sus espejismos. Y en las orillas de unas atronadoras borracheras en las que luchaban y hacían tablas la memoria y el olvido.
No era raro que amara con furor a Rubén Darío, al poeta del que sus enemigos denostaban con los más infamantes epítetos porque cruzaba por un gallinero de Managua pero veía cisnes, porque paseaba entre indígenas chorotegas desdentadas pero pensaba que eran princesas de una corte de Versalles, con lo cual hubieran condenado, decía el señor Amézquita, al de la magra figura que trocaba molinos en gigantes y mujeres de una espléndida fealdad en arquetipos de inigualable belleza.
El señor Amézquita agregaba de paso que esos siervos de la realidad y de la razón también condenarían al inventor del violín, que era gitano, según lo afirmaban los gitanos, un bohemio de carromato y de caballos, de navaja y
trampería que a fuerza de virtuosismo logró con un violín y bajo los auspicios del diablo engañoso y parricida, perfeccionar el arte de atrapar la lejanía.
El triste, el aguileño señor Amézquita, de tanto haber inclinado hacia un lado el cuello para acomodar su violín, parecía una pieza de ajedrez, algo así como un alfil marfileño que siempre comía de lado al sentarse a la mesa. Por la cabeza ladeada, que a su vez parecía empeñada en ladear el horizonte, se podría suponer que le hubieran robado el instrumento y que continuara en una posición rígida como si emulara la estatua pedestre de un Paganini de piedra.
Algunos lo bautizaron, sin que él se diera por enterado, con el gráfico y eficaz nombre de las 6 y 15, pues su hirsuta cabeza parecía siempre un minutero parado en esa hora, como si también se negara a guardarle servidumbre a los relojes.
La historia del señor Amézquita era tan desolada como terminó siéndolo su espejo. Caído en las desgracias lacustres del dipsómano, un día encontró su Shyllok, su inesperado mercader de una pobre Venecia sin agua.
El viejo de los abarrotes, igual de aguileño que él pero sin la barba rojiza y ensortijada, tenía ojos de pájaro de cetrería y una prominente nariz olfateadora de minas y becerros de oro. El usurero se encontró al señor Amézquita a la salida de uno de los profundos fosos negros de sus borracheras, y un poco en broma pero un poco más en serio, le propuso cambiarle una ventana de su casa, un ojo de aquella morada que antaño estaba llena de esplendor, de bailes, de sonatas y romanzas y mujeres trajeadas con vestidos recamados de lentejuelas, por un mercado que incluiría, por supuesto, botellas de brandy para el frío sabanero y de aguardiente anisado para pastorear las horas de su soledad.
Ya el señor Amézquita había empeñado su violín, y el poco orgullo que le había quedado como herencia de sus ancestros lo había ido gastando a cuentagotas, siempre a cuentagotas, en pequeñas y sordas mezquindades. De manera que, se dijo, una ventana menos, para lo poco que había que mirar hacia el afuera del mundo, no significaba una pérdida irreparable. Total, no ver pasar los desfiles ostentosos y un tanto bufos del batallón de la guardia presidencial con su desafinada música militar, ni dedicar una buena lonja de su tiempo a ventanear a la vieja muchacha que ya se había hecho más anciana que su espejo, eran cosas nimias que no constituían ninguna gran pérdida.
Ni siquiera la luna llena entre los raleados árboles de su calle, que en otros tiempos comparaba con un inmenso gong de plata, le merecía una mediana atención.
De otra parte, aún al perder la ventana del frente de su casa, le quedaba la que miraba al poniente y al sol de los venados del verano que algunas tardes desalojaba la niebla, una silueteadora niebla que era igual a la nata gris de su vida.
Todo esto fue primero un alivio para el señor Amézquita: no tendría ya que preocuparse por salir a reñir con sus modales de “andante cantabile” a los muchachos que golpeaban una y otra vez con sus balones los vidrios ya rotos y las maderas despintadas. Se limitó entonces a clausurar los gritos chillones que corrían sin cesar tras la pelota.
Al mes siguiente fue la pequeña terraza de ropas la que pasó a manos del mercader, del usurero que tenía un inmenso agujero negro en la conciencia, el comerciante dicharachero y vivaz y timador de apellido Escobar a quien en algunos lampos de lucidez alcohólica el señor Amézquita llamaba “el oscuro Pawnbroker”, en recuerdo de una vieja película blanquinegra en la que actuaba como prestamista su héroe de la pantalla, Rod Steiger.
El señor Amézquita se dijo: -las escasas camisas que conservo, mis camisas blancas de concertista al paso de los días son más un fetiche que un ropaje, y aún me queda la chimenea, así que puedo prescindir de la terraza y de las cuerdas donde cuelgo como un pentagrama mis ropas, para secarlas mejor junto al fuego.
Pero luego fue la misma chimenea la que desapareció, la que pasó a ser propiedad de Escobar. Fue en un glacial noviembre cuando su cuello tubular dejó de levantar, en otra muestra de abandono del señor Amézquita, y del saqueo corsario del comerciante, la bandera negra del humo. Ah, el humo denso de su chimenea que siempre había sido un peculiar heraldo, el negro estandarte de su soledad.
El señor Amézquita era el único sobreviviente de una familia aristocrática que caminaba por la vieja ciudad de la neblina y los paraguas. En aquellos azorados y estúpidos tiempos el que sabía manejar con gracia un paraguas a veces llegaba a ocupar el cargo de presidente de la República. El señor Amézquita iba, como lo hiciera su parentela, caminando entre tenderetes de baratijas y frituras, pero se sentía merodeando a su aire por los jardines de Luxemburgo. Todos en su casa caminaban saboreando el espacio con pasos muy lentos: cada uno era un irrepetible paseante que llevaba en su andadura un paisaje sublevado, una forma de estar siempre en otra parte. De manera que semanas santas y navidades le daban lo mismo al viejo violinista. El señor Amézquita vivía, más que en un oasis, en los bordes acuosos de sus espejismos. Y en las orillas de unas atronadoras borracheras en las que luchaban y hacían tablas la memoria y el olvido.
No era raro que amara con furor a Rubén Darío, al poeta del que sus enemigos denostaban con los más infamantes epítetos porque cruzaba por un gallinero de Managua pero veía cisnes, porque paseaba entre indígenas chorotegas desdentadas pero pensaba que eran princesas de una corte de Versalles, con lo cual hubieran condenado, decía el señor Amézquita, al de la magra figura que trocaba molinos en gigantes y mujeres de una espléndida fealdad en arquetipos de inigualable belleza.
El señor Amézquita agregaba de paso que esos siervos de la realidad y de la razón también condenarían al inventor del violín, que era gitano, según lo afirmaban los gitanos, un bohemio de carromato y de caballos, de navaja y
trampería que a fuerza de virtuosismo logró con un violín y bajo los auspicios del diablo engañoso y parricida, perfeccionar el arte de atrapar la lejanía.
El triste, el aguileño señor Amézquita, de tanto haber inclinado hacia un lado el cuello para acomodar su violín, parecía una pieza de ajedrez, algo así como un alfil marfileño que siempre comía de lado al sentarse a la mesa. Por la cabeza ladeada, que a su vez parecía empeñada en ladear el horizonte, se podría suponer que le hubieran robado el instrumento y que continuara en una posición rígida como si emulara la estatua pedestre de un Paganini de piedra.
Algunos lo bautizaron, sin que él se diera por enterado, con el gráfico y eficaz nombre de las 6 y 15, pues su hirsuta cabeza parecía siempre un minutero parado en esa hora, como si también se negara a guardarle servidumbre a los relojes.
La historia del señor Amézquita era tan desolada como terminó siéndolo su espejo. Caído en las desgracias lacustres del dipsómano, un día encontró su Shyllok, su inesperado mercader de una pobre Venecia sin agua.
El viejo de los abarrotes, igual de aguileño que él pero sin la barba rojiza y ensortijada, tenía ojos de pájaro de cetrería y una prominente nariz olfateadora de minas y becerros de oro. El usurero se encontró al señor Amézquita a la salida de uno de los profundos fosos negros de sus borracheras, y un poco en broma pero un poco más en serio, le propuso cambiarle una ventana de su casa, un ojo de aquella morada que antaño estaba llena de esplendor, de bailes, de sonatas y romanzas y mujeres trajeadas con vestidos recamados de lentejuelas, por un mercado que incluiría, por supuesto, botellas de brandy para el frío sabanero y de aguardiente anisado para pastorear las horas de su soledad.
Ya el señor Amézquita había empeñado su violín, y el poco orgullo que le había quedado como herencia de sus ancestros lo había ido gastando a cuentagotas, siempre a cuentagotas, en pequeñas y sordas mezquindades. De manera que, se dijo, una ventana menos, para lo poco que había que mirar hacia el afuera del mundo, no significaba una pérdida irreparable. Total, no ver pasar los desfiles ostentosos y un tanto bufos del batallón de la guardia presidencial con su desafinada música militar, ni dedicar una buena lonja de su tiempo a ventanear a la vieja muchacha que ya se había hecho más anciana que su espejo, eran cosas nimias que no constituían ninguna gran pérdida.
Ni siquiera la luna llena entre los raleados árboles de su calle, que en otros tiempos comparaba con un inmenso gong de plata, le merecía una mediana atención.
De otra parte, aún al perder la ventana del frente de su casa, le quedaba la que miraba al poniente y al sol de los venados del verano que algunas tardes desalojaba la niebla, una silueteadora niebla que era igual a la nata gris de su vida.
Todo esto fue primero un alivio para el señor Amézquita: no tendría ya que preocuparse por salir a reñir con sus modales de “andante cantabile” a los muchachos que golpeaban una y otra vez con sus balones los vidrios ya rotos y las maderas despintadas. Se limitó entonces a clausurar los gritos chillones que corrían sin cesar tras la pelota.
Al mes siguiente fue la pequeña terraza de ropas la que pasó a manos del mercader, del usurero que tenía un inmenso agujero negro en la conciencia, el comerciante dicharachero y vivaz y timador de apellido Escobar a quien en algunos lampos de lucidez alcohólica el señor Amézquita llamaba “el oscuro Pawnbroker”, en recuerdo de una vieja película blanquinegra en la que actuaba como prestamista su héroe de la pantalla, Rod Steiger.
El señor Amézquita se dijo: -las escasas camisas que conservo, mis camisas blancas de concertista al paso de los días son más un fetiche que un ropaje, y aún me queda la chimenea, así que puedo prescindir de la terraza y de las cuerdas donde cuelgo como un pentagrama mis ropas, para secarlas mejor junto al fuego.
Pero luego fue la misma chimenea la que desapareció, la que pasó a ser propiedad de Escobar. Fue en un glacial noviembre cuando su cuello tubular dejó de levantar, en otra muestra de abandono del señor Amézquita, y del saqueo corsario del comerciante, la bandera negra del humo. Ah, el humo denso de su chimenea que siempre había sido un peculiar heraldo, el negro estandarte de su soledad.
-Cosas aleatorias, decía una y
otra vez el señor Amézquita.
Y firmaba un nuevo acuerdo con
Escobar para entregarle una nueva parte de su casa. Escobar era un tipejo con
tan pocos escrúpulos que pasaba algunas temporadas de recreo –y se dice que
hasta vivió varios años escondido allí- en una novela de sicarios.
-Mientras tenga el cobijo de mi
alcoba, la ducha que es como una emisaria del río en el cubículo de un cuarto,
mientras tenga una pequeña cocina y la puerta de entrada, puedo ir angostando
el mundo, mi precario mundo cada vez más cercano a las cuatro tablas de la
muerte. Quien va a morir mira todas las cosas con sincero desprendimiento, como
el adiós silencioso de un amante, de manera que no está mal ir fraguando sin
alardes, y poco a poco, la despedida.
De tal manera hablaba consigo
mismo el señor Amézquita, triscando el tiempo, monologando, aleccionando su
futuro, diciéndole adiós a su casa desmembrada, como si el mundo todo fuera una
inmensa mesa de disección. Compararlo con el poverello de Asís no sería justo,
pues no lo asistía ninguna beatitud, pero sin quererlo vivía como un mandato su
despojo.
Fueron largos y oscuros esos meses en los que fue cambiando por mercados -en cada uno de ellos progresivamente abundaba mucho más el alcohol que el condumio- zonas y objetos de su casa, como si iniciara sin saberlo un penumbroso y constante desdibujo. Como si alguien pasara un borrador por la antigua y gloriosa memoria familiar.
Un día, tras la niebla de una de sus turbias resacas, fue a mirarse en el espejo y pudo constatar que no existía, que ni el espejo, ni el baño, ni la alcoba, ni el cuarto de estar, ni la terraza ni el patio le pertenecían, y que ese exilio en casa ni siquiera ya era suyo. Volvía entonces al alcohol, en una cadena infernal que ataba la caída de una parte de su casa a su propia caída en el olvido y la miseria. Beber era para él acortar distancias con Dios, con un Dios oscuro y salvaje que rehacía su tarea, que en un cuaderno de contabilidad corregía su espantosa creación.
Volaron calendarios. Cuando el aprehensivo y nervioso mercader ingresó por la hoja que quedaba de la puerta principal y le pidió que abandonara sus estancias, que ya le pertenecían en su totalidad –ya no había sino un cuarto con su cama y su armario, ya le había dado tarascazos a sus ventanas, al baño, a la cocina, a la última de las habitaciones y a su viejo sillón, ya había destechado la sala y el comedor que ahora eran parte del patio, en realidad toda la casa ya era una suerte de patio o de solar –el señor Amézquita, el antiguo y olvidado concertista, el palúdico viejo del violín, no dijo nada. Sólo se limitó a sacar la maleta que guardaba en el hueco que fuera su armario, una maleta de cuero cuarteado y descolorido, y mezcló en un doloroso barullo su carpeta con partituras arrugadas y programas de mano, un haz de ropa que nunca fue de moda, y el barrio dejó sin pena ni gloria de contemplar su ladeada sombra peregrina.
Cuando Escobar y su mujer cerraron la puerta tras su espalda, el señor Amézquita miró hacia el cielo de diciembre y vio un globo elevándose, balanceándose con un ritmo de balandra. Tenía la forma de un trompo y volaba rodeado de un intenso azul de cobalto. La vecina gorda que proyectaba la curiosa sensación de que todo lo miraba con gula, paisajes, hombres, nubes, niños, animales y objetos cobraban a su mirada un aspecto de lujuriosa cena, le dio paso en el andén al violinista, que a todas estas seguía mirando el balanceo del globo de pliegos rojos y verdes. La mujer gorda, vestida con una saya de grandes flores estampadas que parecían engullir un colibrí, detuvo su turbia mirada en la figura magra –un tanto fantasmal- y en la espalda encorvada del viejo violinista. Con una expresión mecánica y desprovista de interés, mientras mordisqueaba una manzana bañada en una capa de crujiente caramelo, le dijo con su voz lejana, asordinada:
Fueron largos y oscuros esos meses en los que fue cambiando por mercados -en cada uno de ellos progresivamente abundaba mucho más el alcohol que el condumio- zonas y objetos de su casa, como si iniciara sin saberlo un penumbroso y constante desdibujo. Como si alguien pasara un borrador por la antigua y gloriosa memoria familiar.
Un día, tras la niebla de una de sus turbias resacas, fue a mirarse en el espejo y pudo constatar que no existía, que ni el espejo, ni el baño, ni la alcoba, ni el cuarto de estar, ni la terraza ni el patio le pertenecían, y que ese exilio en casa ni siquiera ya era suyo. Volvía entonces al alcohol, en una cadena infernal que ataba la caída de una parte de su casa a su propia caída en el olvido y la miseria. Beber era para él acortar distancias con Dios, con un Dios oscuro y salvaje que rehacía su tarea, que en un cuaderno de contabilidad corregía su espantosa creación.
Volaron calendarios. Cuando el aprehensivo y nervioso mercader ingresó por la hoja que quedaba de la puerta principal y le pidió que abandonara sus estancias, que ya le pertenecían en su totalidad –ya no había sino un cuarto con su cama y su armario, ya le había dado tarascazos a sus ventanas, al baño, a la cocina, a la última de las habitaciones y a su viejo sillón, ya había destechado la sala y el comedor que ahora eran parte del patio, en realidad toda la casa ya era una suerte de patio o de solar –el señor Amézquita, el antiguo y olvidado concertista, el palúdico viejo del violín, no dijo nada. Sólo se limitó a sacar la maleta que guardaba en el hueco que fuera su armario, una maleta de cuero cuarteado y descolorido, y mezcló en un doloroso barullo su carpeta con partituras arrugadas y programas de mano, un haz de ropa que nunca fue de moda, y el barrio dejó sin pena ni gloria de contemplar su ladeada sombra peregrina.
Cuando Escobar y su mujer cerraron la puerta tras su espalda, el señor Amézquita miró hacia el cielo de diciembre y vio un globo elevándose, balanceándose con un ritmo de balandra. Tenía la forma de un trompo y volaba rodeado de un intenso azul de cobalto. La vecina gorda que proyectaba la curiosa sensación de que todo lo miraba con gula, paisajes, hombres, nubes, niños, animales y objetos cobraban a su mirada un aspecto de lujuriosa cena, le dio paso en el andén al violinista, que a todas estas seguía mirando el balanceo del globo de pliegos rojos y verdes. La mujer gorda, vestida con una saya de grandes flores estampadas que parecían engullir un colibrí, detuvo su turbia mirada en la figura magra –un tanto fantasmal- y en la espalda encorvada del viejo violinista. Con una expresión mecánica y desprovista de interés, mientras mordisqueaba una manzana bañada en una capa de crujiente caramelo, le dijo con su voz lejana, asordinada:
-Feliz navidad, señor Amézquita.
PÁGINA 8 –
POESÍA ARGENTINA: LA RIOJA
TERESITA FLORES
(Sanagasta-La Rioja-Argentina)
DUENDES
DE SANAGASTA
Urden los duendes la siesta, en
Sanagasta.
El aire es un contrapunto de guitarras
cuando pasa la copla
por los cántaros frescos de la
vidala.
Es la segunda jornada del
“entierro”,
la de la edad primera del rudo pan
de fuego,
feraz, ensimismada; casi de humo
fantasmal,
como de música desatada en
silencio;
esta pequeña patria de la chaya
desanda en los vapores de febrero.
Y no sé por qué
no le tallan un nombre al salitral
del vino
si en el anonimato de cantar y
embriagarse
les surte por los poros
el alcohol de una vida trajinada y
tranquila.
Algunas viejas peinan el violín
con la espina sonora de la caja
y las chicharras
sacrifican la seda triunfal de la
algarroba
bajo el innúmero sol de la belleza.
Será -tal vez- porque el vino
les acerca un olvido juguetón y
asesino,
pura suerte, no más, de enfrentar
el camino.
Será, tal vez, porque la chaya se
morirá también plantándole un horcón a la tristeza.
ANÍBAL ALBORNOZ ÁVILA
(Aimogasta-La Rioja-Argentina)
MADRIGAL DE LA
NIEVE OSCURA
En la casa del minero muerto
su ropa huérfana tiene un silencio de maderas.
En los pliegues de una camisa,
la luz, en su porfía, desabriga
para siempre una llaga
de alma rota;
y desde su bufanda, de gris viejo,
cuelga una melancolía de lana
sin aliento.
(La ropa siempre es un desconsuelo en la casa
de un hombre que ya no llegará con sus pasos).
En una puerta, al fondo del silencio,
en donde los zapatos aún tienen su nieve,
y los abrigos del perchero
cobijan desamparos,
un recuerdo, como una palabra efímera,
despierta en una foto:
¡Una fiesta y corderos entre el fuego,
y árboles y mineros y tréboles
y diciembre, de algún año!
Nada más que eso. Nada más.
Y la inclemencia.
Sobre las ventanas de la intemperie nevada,
el viento bestial tiene el instinto del fuego
cuando va hacia su ceniza,
y poco a poco,
aquí y allá,
muere entre la noche y los techos,
como un blanco animal que abarca
el cielo.
En la casa, en una habitación trémula,
un pañuelo es un adiós en un bolsillo,
y una lámpara añeja bosteza
una oscuridad irremediable entre una cama
y el espeso maderal de los postigos.
La angustia del metal de un caño, como un deudo
de las cosas, deja oír en el silencio
la obstinación abismal
de una gota de agua
cayendo y
cayendo en la cocina;
agua que será de ahí en más una lágrima
insistente en el litoral de los sollozos.
Hasta que un día de cualquier tiempo,
alguien, en esa casa, nombrará
al hombre muerto,
y, desde entonces, incesante,
como un credo, el recuerdo habitará
la nostalgia para siempre.
En los pueblos de la cuenca, por los deshojados
pañuelos de los vientos,
llora la noche conmovida.
Nada más que eso. Nada más.
Y la tristeza.
En la casa del minero muerto
su ropa huérfana tiene un silencio de maderas.
En los pliegues de una camisa,
la luz, en su porfía, desabriga
para siempre una llaga
de alma rota;
y desde su bufanda, de gris viejo,
cuelga una melancolía de lana
sin aliento.
(La ropa siempre es un desconsuelo en la casa
de un hombre que ya no llegará con sus pasos).
En una puerta, al fondo del silencio,
en donde los zapatos aún tienen su nieve,
y los abrigos del perchero
cobijan desamparos,
un recuerdo, como una palabra efímera,
despierta en una foto:
¡Una fiesta y corderos entre el fuego,
y árboles y mineros y tréboles
y diciembre, de algún año!
Nada más que eso. Nada más.
Y la inclemencia.
Sobre las ventanas de la intemperie nevada,
el viento bestial tiene el instinto del fuego
cuando va hacia su ceniza,
y poco a poco,
aquí y allá,
muere entre la noche y los techos,
como un blanco animal que abarca
el cielo.
En la casa, en una habitación trémula,
un pañuelo es un adiós en un bolsillo,
y una lámpara añeja bosteza
una oscuridad irremediable entre una cama
y el espeso maderal de los postigos.
La angustia del metal de un caño, como un deudo
de las cosas, deja oír en el silencio
la obstinación abismal
de una gota de agua
cayendo y
cayendo en la cocina;
agua que será de ahí en más una lágrima
insistente en el litoral de los sollozos.
Hasta que un día de cualquier tiempo,
alguien, en esa casa, nombrará
al hombre muerto,
y, desde entonces, incesante,
como un credo, el recuerdo habitará
la nostalgia para siempre.
En los pueblos de la cuenca, por los deshojados
pañuelos de los vientos,
llora la noche conmovida.
Nada más que eso. Nada más.
Y la tristeza.
LUCÍA CARMONA
(Chilecito-La Rioja-Argentina)
HASTA LOS CIMIENTOS
Esta ausencia de savia
Hasta en el mismo corazón del árbol
azotado por los vientos de cal
fecundizados,
me regresa la sombra desde el alba
hasta un común destino.
Desde la gris corteza hasta la nube blanca
y con este ancestral dolor de la simiente
porque no sé si en tu surco
está la llaga,
este fin invernal
o la pasión desierta.
Y al fin cada uno tiene
un mundo de salina en cada mano,
si al fin la miel se funde
con la sed poderosa,
impostergable.
Si al fin el grito
desde el cuerpo de mujer desorientado
nos mojará las manos de desiertos.
Y debajo de un viento maduro
apagaré mi antorcha nuevamente,
desataré mi ser anticipado
con milenarios signos de silencio.
Adonde queme el hambre
las hogueras del sol calcinaran la idea
y seré rojo náufrago
agitado, inicial,
como en un destruir las primaveras.
Y la paz buscaré calladamente,
otra vez animal,
de nuevo bestia,
lavándome la angustia con el agua
que brota desde el aire hasta la frente.
Así carnal semilla levantaré con ansias
los cimientos extraños de la tierra.
Esta ausencia de savia
Hasta en el mismo corazón del árbol
azotado por los vientos de cal
fecundizados,
me regresa la sombra desde el alba
hasta un común destino.
Desde la gris corteza hasta la nube blanca
y con este ancestral dolor de la simiente
porque no sé si en tu surco
está la llaga,
este fin invernal
o la pasión desierta.
Y al fin cada uno tiene
un mundo de salina en cada mano,
si al fin la miel se funde
con la sed poderosa,
impostergable.
Si al fin el grito
desde el cuerpo de mujer desorientado
nos mojará las manos de desiertos.
Y debajo de un viento maduro
apagaré mi antorcha nuevamente,
desataré mi ser anticipado
con milenarios signos de silencio.
Adonde queme el hambre
las hogueras del sol calcinaran la idea
y seré rojo náufrago
agitado, inicial,
como en un destruir las primaveras.
Y la paz buscaré calladamente,
otra vez animal,
de nuevo bestia,
lavándome la angustia con el agua
que brota desde el aire hasta la frente.
Así carnal semilla levantaré con ansias
los cimientos extraños de la tierra.
NICOLÁS ROJO
PÁGINA 9 –
ENSAYO
PEDRO LUIS
IBÁÑEZ LÉRIDA
(Sevilla-España)
LA OBRA DE
ROBERTO BOLAÑO: INDÓMITA Y SOLITARIA
Roberto Bolaño persiste en su
desafío. La aparición de la obra inédita El espíritu de la ciencia-ficción
revierte en su incipiente pero decidida aserción por el interrogante de todo
proceso literario.
La dimensión literaria es asombro.
Emotivo suceso adentrarse en el texto literario que viste
nuestra imaginación, pensamiento y fabulación. La correspondencia anónima que
nutre tanto a escritores como a lectores posee, entre otras, la cualidad
fragmentaria de individualizar su pretensión ante el mundo, partiendo de un
todo. La obra literaria es ese todo. Un meteorito que atraviesa el intemporal
cielo del olvido. No basta tener fe en su errabunda trayectoria. Y ese zumbido
que crece vertiginosamente en los oídos antes de hacer patente su devastadora
presencia y, tal vez, colisionar con el lector, provocando ese asombro y
admiración que subyace en toda creación. El golpe es furibundo y el cráter que
deja su impacto es signo providencial de hallazgo. La lectura de una buena obra
nos cambia como lectores. La exigencia se incorpora y define nuestra
orientación hacia futuras obras. La selección muta de calibre. Todo no es
válido. El tiempo es preciso y precioso para el lector. Tiempo de escritor y
lector que convergen en el ámbito de la soledad.
La obra de Roberto Bolaño es indómita
y solitaria. ¿Acaso puede ser de otra manera? Su única salida la labró con
la penuria remarcada en la montura de las gafas y el humo de los impenitentes
cigarrillos que nublaba los cristales mientras montaba el revólver de su
palabra incandescente. The New York Times señala que es “uno de los más grandes
e influyentes escritores contemporáneos”. La certeza en la apreciación del
influyente periódico norteamericano se diluye ante el robusto pensamiento del
autor, “Yo no me siento el mejor narrador chileno, ni siquiera me preocupa eso.
A mí lo único que me interesa en el momento de escribir es hacerlo con una
mínima decencia, que no me avergüence al cabo de un tiempo de lo que he
escrito, no lanzar palabras al vacío”. Desmitificarse a sí mismo y torcer el
gesto lacónico como de sonrisa hiriente. En el aliento del autor de Estrella
distante vibra la poesía, mientras acelera el paso ante el enfrentamiento
último, el de la derrota. Amarga derrota que, paradójicamente, lo hace
inalcanzable e invencible en la lectura, “Escribir no es normal. Lo normal es
leer y lo placentero es leer; incluso lo elegante es leer. Escribir es un
ejercicio de masoquismo; leer a veces puede ser un ejercicio de sadismo, pero
generalmente es una ocupación interesantísima”. El “hepático Bolaño” como lo
menciona Raúl Zurita en su obra Cuadernos de guerra representa la sed de
la literatura en la pretensión más decididamente desprendida: destejer la
arbitrariedad del propio autor y abrirlo en canal como sus obras. Todo queda al
descubierto. Incluso los heterónimos. La literatura es un cúmulo de apuestas
perdidas: no hay absolución.
El exilio persistente en la obra
del autor.
Su lectura transmite ese indefinible espacio donde nada es lo
que parece y, sin embargo, hay una invitación expresa a la realidad
circundante. La expresión poética es la afirmación rotunda y épica de ese
distanciamiento consigo mismo: inconformismo y desencanto para emprender la
aventura literaria hacia lugares únicos y arremeter con notorio y medido
pensamiento crítico contra el escaparatismo literario. Más allá de las disputas
e intereses económicos y controversias que recientemente se han suscitado en
torno a su obra, el espíritu de Roberto Bolaño sobrevuela este quehacer
impenitente de los vivos con el lacónico ejercicio de identidad de su oficio
solitario tejiendo la mortaja con su palabra. Quizás la reciente publicación de
su obra inédita El espíritu de la ciencia-ficción, desande la
perspectiva de un tiempo mortal empozoñado por la disputa entre débitos y
haberes, para investirlo de novedosa frescura fabuladora. Sorprende la
capacidad de resistencia y el vigor que concentra para arañar su propia ceniza
y embaucarnos en la clarividencia que destilan sus personajes. Oscar Fate
–heterónimo de Quincy Willians- habla, como tantos otros, por él. Es el
periodista negro que en 2666 se interesa por los asesinatos de mujeres
que se cometen en Santa Teresa, “La vida es de una tristeza insoportable, ¿no
le parece?”. Autor y personaje confunden los roles para asentir en la quiebra
existencial.
PÁGINA 10
– POESÍA ARGENTINA: SAN LUIS
GUSTAVO ROMERO BORRI
(San Luis-San Luis-Argentina)
LETANIA Y ELOGIO DEL RIO FUNDADOR
Un cauce quebradizo deja que tu agua humilde
Discurra inadvertida en su certeza de agua.
Huraña es tu corriente como un dios alejado
Rozando, memoriosa, tus orillas agrestes.
Tu cauce es un tatuaje grabado en la intemperie
Un tajo que divide la ciudad donde habitas.
Ajeno a los progresos solamente te alienta
Atender, obstinado, tu destino de río.
Te ha lastimado el viento en los crueles inviernos
Y el abrazo quemante del sol en los veranos.
Te parieron sequías tan duras como piedras
Pero tus aguas buenas perseveran, airosas.
Berta Elena se apiada de tu alcurnia sufrida
Y Agüero en su inventario de ríos ni te nombra.
Por años fuiste un triste confín de desperdicios,
Una frontera en ruinas hacia lo no querido.
Ni una leyenda cuenta tu presencia de siglos,
Tus aguas, en voz baja, maldicen ese olvido.
Testigo insobornable de la ciudad crecida
Que en las noches te olvida, y en los días te ignora.
Allá en los tiempos idos te nombraron Rio Seco
Fundando la rutina de dejarte de lado.
Pero también guardabas un nombre soterrado
Unido a la ciudad que nació a tu costado.
Río San Luis exacto fervor desatendido,
Mensajero de un tiempo anterior a los relojes.
Río desconocido por un cielo que finge acariciarte
Con su amplitud de estrellas o su luz borroneada.
Tu orgullo es el orgullo de quien no necesita
Mendigar por su sed en los viejos desiertos.
Tu rumor es tan hosco como si un desacuerdo
Entre el cielo y la tierra te hubiera bautizado.
Si hablaras tu argumento lo entendería el viento.
En tu silencio gritan su nombre los olvidos.
Tus aguas pensativas resguardan una pena:
La inolvidable ausencia del venado primero.
Desde tu lecho rudo se avistan casi azules
Las sierras donde nacen las auroras puntuales.
Inalcanzablemente tu pasado se acerca:
Leyenda y sentimiento, porvenir, cosa cierta.
Río San Luis fundante pensamiento perdido
Que tímido persiste, como si la fragancia
De una flor extinguida perdurara en el aire.
Tus aguas conmemoran la memoria del agua
El altivo regreso del sol sobre tus pastos.
En todos tus ayeres están nuestras mañanas
Y el intacto mañana que nos hace puntanos.
Un cauce quebradizo deja que tu agua humilde
Discurra inadvertida en su certeza de agua.
Huraña es tu corriente como un dios alejado
Rozando, memoriosa, tus orillas agrestes.
Tu cauce es un tatuaje grabado en la intemperie
Un tajo que divide la ciudad donde habitas.
Ajeno a los progresos solamente te alienta
Atender, obstinado, tu destino de río.
Te ha lastimado el viento en los crueles inviernos
Y el abrazo quemante del sol en los veranos.
Te parieron sequías tan duras como piedras
Pero tus aguas buenas perseveran, airosas.
Berta Elena se apiada de tu alcurnia sufrida
Y Agüero en su inventario de ríos ni te nombra.
Por años fuiste un triste confín de desperdicios,
Una frontera en ruinas hacia lo no querido.
Ni una leyenda cuenta tu presencia de siglos,
Tus aguas, en voz baja, maldicen ese olvido.
Testigo insobornable de la ciudad crecida
Que en las noches te olvida, y en los días te ignora.
Allá en los tiempos idos te nombraron Rio Seco
Fundando la rutina de dejarte de lado.
Pero también guardabas un nombre soterrado
Unido a la ciudad que nació a tu costado.
Río San Luis exacto fervor desatendido,
Mensajero de un tiempo anterior a los relojes.
Río desconocido por un cielo que finge acariciarte
Con su amplitud de estrellas o su luz borroneada.
Tu orgullo es el orgullo de quien no necesita
Mendigar por su sed en los viejos desiertos.
Tu rumor es tan hosco como si un desacuerdo
Entre el cielo y la tierra te hubiera bautizado.
Si hablaras tu argumento lo entendería el viento.
En tu silencio gritan su nombre los olvidos.
Tus aguas pensativas resguardan una pena:
La inolvidable ausencia del venado primero.
Desde tu lecho rudo se avistan casi azules
Las sierras donde nacen las auroras puntuales.
Inalcanzablemente tu pasado se acerca:
Leyenda y sentimiento, porvenir, cosa cierta.
Río San Luis fundante pensamiento perdido
Que tímido persiste, como si la fragancia
De una flor extinguida perdurara en el aire.
Tus aguas conmemoran la memoria del agua
El altivo regreso del sol sobre tus pastos.
En todos tus ayeres están nuestras mañanas
Y el intacto mañana que nos hace puntanos.
MONICA ALGARBE
(San Luis-San Luis-Argentina)
TESTIMONIO
Nuestra manera de decir ¡NO!
a las injusticias de todo tipo planteadas por este sistema.
Nuestra manera de decir ¡NO!
a las hipocresías bien plantadas por este sistema.
Nuestra manera de decir ¡NO!
a los triunfos ridículos de ser una cuatro por cuatro.
Nuestra manera de decir ¡NO!
al consumismo que destruye el planeta.
Mi manera, por ahora, de dar
batalla y resistir
contra los insanos gobernantes del mundo.
Remover a los incoherentes.
Elevar la vida y la lucha.
Sentir, pensar, y hacer en una
misma dirección.
Insistir en recomponer el mundo.
Suplicar porque no dejes de amarme.
Tirar todos juntos del mismo lado.
Inundar de alegría la lucha.
Rumiar y rumiar, hasta encontrarle
la vuelta.
LUIS REYNALDO VILCHEZ
(San Luis-San Luis-Argentina)
AMIGO
BIENVENIDO POR MIS VERSOS
Al poeta Jorge Bustos
Barbudo grandulón y bonachón
poeta admirador del Che Guevara
fanático de Agüero y de Neruda
café con leche por las madrugadas
poeta introvertido que se anima
a repartir canciones que pretenden
sanar las nanas de un niño que duerme
en la vereda de una plaza pública
tu voz ha renacido de las flores
tu profunda mirada - tus dolores
tus pasos largos como mis batallas
amigo bienvenido por mis versos
poeta de San Luis (poeta inmenso)
metonimias de un río de sonetos
SILVANA MERLO
(Villa Mercedes-San Luis-Argentina)
LENGUA ENCENDIDA
Me voy como quien se va
descosiéndose los huesos
repartiendo sus plumas
contando lo poco que queda:
números
y desilusiones
metáforas heridas
pulverizando mi alma.
descosiéndose los huesos
repartiendo sus plumas
contando lo poco que queda:
números
y desilusiones
metáforas heridas
pulverizando mi alma.
Jamás quise ser ésta, la del viento,
la que golpea con ráfagas sus propias vivencias.
Pero un día me levantaré
y perseguiré a todos los espectadores
dentro de la obediencia.
Enmudeceré
consciente de mi vigilia.
Llegaré a ser esa fugitiva inmadura que se adelanta
al camino único de las expulsadas de la tierra.
Hoy, de andar, tengo los pies despedazados
arañados de fracasos.
Sólo me queda atar las palabras al nudo de mi garganta
indigestarme de evocaciones perdidas:
con ellas acuso las formas oscuras
pronunciadas por el silencio.
Formas que vienen por mí.
la que golpea con ráfagas sus propias vivencias.
Pero un día me levantaré
y perseguiré a todos los espectadores
dentro de la obediencia.
Enmudeceré
consciente de mi vigilia.
Llegaré a ser esa fugitiva inmadura que se adelanta
al camino único de las expulsadas de la tierra.
Hoy, de andar, tengo los pies despedazados
arañados de fracasos.
Sólo me queda atar las palabras al nudo de mi garganta
indigestarme de evocaciones perdidas:
con ellas acuso las formas oscuras
pronunciadas por el silencio.
Formas que vienen por mí.
Cuando
desfilan héroes en tu nombre
te convierten en un gesto abierto:
se dobla en mi boca al pronunciarte
es mi voz que ruega los siete pecados
y ahora peregrina en tu cuerpo al conquistarte
es esta tierra
bautizada por mis versos extranjeros
aquí aprendí a esculpir un avatar de piedra
dispuesta a combinar elementos de una leyenda
y a crear revoluciones que ilustren silencios
como una verdad
te convierten en un gesto abierto:
se dobla en mi boca al pronunciarte
es mi voz que ruega los siete pecados
y ahora peregrina en tu cuerpo al conquistarte
es esta tierra
bautizada por mis versos extranjeros
aquí aprendí a esculpir un avatar de piedra
dispuesta a combinar elementos de una leyenda
y a crear revoluciones que ilustren silencios
como una verdad
quién no puede estremecerse
con esta locura que guardan tus ojos.
con esta locura que guardan tus ojos.
DARÍO OLIVA
(Villa Mercedes-San Luis-Argentina))
Prensa amarillista
ojeo el diario
hojeo la realidad
debajo de la piel
del calendario
hojeo la realidad
debajo de la piel
del calendario
lo nuevo y lo viejo son noticia
titulares de ansiedad y desengaño
titulares de ansiedad y desengaño
a humor de perros
huelen las editoriales
a tinta fresca el llanto
huelen las editoriales
a tinta fresca el llanto
cada palabra un ladrido
cada letra ladrillo del caos
cada letra ladrillo del caos
camina contrariado el tiempo
sordo y ciego el mundo es una foto
en la suela del zapato.-
en la suela del zapato.-
AMELIA ARELLANO
(San Luis-San Luis-Argentina)
RECUÉRDAME COMO ERA
Recuérdame cómo era antes, amor.
Antes del barro compartido.
Cómo era, lo que ya no soy.
Cómo era lo que sigo siendo.
La que acercaba su voz de hierba a tu silencio.
Pigmalión no ha encontrado a Galatea.
La estatuilla, yace fragmentada. Ya no está.
Tampoco está el hombre de los ojos tristes.
El amor ha pasado como pasa la infancia.
El viento, los naufragios, el temblor de los astros.
Ha callado el crepitar sonoro del brocal de greda.
Me han llamado, otras voces, otros viajes.
Me entregado y he sido prisionera.
Errante, amante, prisionera.
He elegido, la voz que no me llama.
Se me ha dado lo que se me ha quitado.
Más, lo que se me ha quitado es lo que se me ha dado.
Tierra se me ha quitado. Tierra se me ha dado.
Y aquí me tienes, de vuelta, amor.
Fatigado corazón de tierra, aún palpitante.
Antes del barro compartido.
Cómo era, lo que ya no soy.
Cómo era lo que sigo siendo.
La que acercaba su voz de hierba a tu silencio.
Pigmalión no ha encontrado a Galatea.
La estatuilla, yace fragmentada. Ya no está.
Tampoco está el hombre de los ojos tristes.
El amor ha pasado como pasa la infancia.
El viento, los naufragios, el temblor de los astros.
Ha callado el crepitar sonoro del brocal de greda.
Me han llamado, otras voces, otros viajes.
Me entregado y he sido prisionera.
Errante, amante, prisionera.
He elegido, la voz que no me llama.
Se me ha dado lo que se me ha quitado.
Más, lo que se me ha quitado es lo que se me ha dado.
Tierra se me ha quitado. Tierra se me ha dado.
Y aquí me tienes, de vuelta, amor.
Fatigado corazón de tierra, aún palpitante.
PÁGINA 11
– NARRATIVA
LILIANA DÍAZ MINDURRY
(CABA-Buenos Aires-Argentina)
MARTHA ROMER
La señora Regina entra como dar
por concluido su paseo digestivo de la tarde por las inmediaciones de Primera
Junta. Apenas ha terminado de cambiarse la ropa destinada al paseo digestivo de
la tarde por la ropa destinada a los trabajos hogareños del atardecer, cuando
la aturden a la vez el campanilleo del teléfono y el grito del timbre. Nadie en
el teléfono y eso no le gusta a la señora Regina porque no puede abandonar el
pensamiento de que la llama una especie de nada, un agujero negro. Quizás
piensa que detrás de la puerta, el agujero puede repetirse y mira con miedo la
mirilla. Le parece ver a una mujer de oscuro, una especie de rodete, aspecto de
vendedora de Biblias o de Apóstol que viene con el mensaje de Dios: ha visto a
otras con ese disfraz. En realidad, no la ve muy bien porque el pasillo está en
sombras, o porque no tiene ganas de verla bien ni de abrir la puerta a la hora
de cumplir las tareas del planchado de los viernes. Está todo calculado para
que a las veinte en punto pueda disfrutar la película que está esperando, la
reposición de El Séptimo Sello de Bergman. Pero hay algo raro, la mujer del
otro lado de la puerta llora. ¿A quién busca? Del otro lado sale una voz que
pide casi a gritos que la dejen pasar, que debe hablar por teléfono con el
marido, que en la escalera la han violado, le han desgarrado la ropa y es
urgente que el marido venga a buscarla con otra ropa, que necesita verlo, que
está con un ataque de nervios, que está por volverse loca, que por favor, que
por favor. La señora Regina abre sin rechistar. Ahora ve a la luz que la mujer
con aspecto de mensajera de la Palabra de Dios, tiene efectivamente la ropa
desgarrada y en desorden y lastimaduras en la cara. La señora Regina cierra la
puerta no sin dejar de decir qué horror, que monstruosidad, o algo por el
estilo. Espere, le dice con almíbar en la voz, siéntese, trate de calmarse
primero, tranquila, tómese un té y después hablará con su marido y le acerca un
batón blanco, le pasa la mano por el rodete, milagrosamente intacto y amarillo,
tan intacto milagrosamente como un rosario que le cuelga del cuello, pero la
mujer grita el teléfono, el teléfono y se le mueven lo ojos redondos y
celestes, de un celeste líquido, completamente vacío, como si no tuviera ojos.
Puede ser el rosario, o la frente estrecha, o las cejas casi unidas muy cerca
del nacimiento de las crines amarillas y atadas en el rodete, o los dedos
gordos en la mano como una pasta blanca, o la pequeñez de la boca semiabierta,
o la blancura de leche fermentada, o el olor a leche fermentada en la piel, o
la animalidad de la nariz que respira con avidez de fosas dilatadas, o más
probablemente la voz, la voz inconfundible treinta años después, la voz salida
no de la garganta sino, quién sabe, del cerebro de un pájaro, la voz de pájaro,
el chillido entre las sílabas, que hace hablar a la señora Regina, que la hace
descorrer cortinas, ¿Martha Romer?, y debe ser efectivamente Martha Romer
treinta años después, la estúpida Martha Romer, porque se interrumpe el
chillido y hasta el agua que sale sin tregua del celeste vacío, y el dedo gordo
se detiene en unas piezas de ajedrez que reposan sobre una mesa, listas para la
partida, y entonces la señora Regina sigue y no puede evitar decir que es
Regina Montes y que parece mentira después de treinta años o treinta y uno,
ahora que lo piensa bien, y Martha Romer no llora, y se la queda mirando, el
celeste más vacío que nunca, la frente más estrecha que nunca, la fosas
dilatadas de la nariz, la boca abierta de niña dormida y roncando, y Regina
piensa en la voz monocorde con asomos de chillido de una Martha Romer de once
años, la voz que se extendía en el pupitre para decir, no importa para decir
qué, o rezar el rosario por los animales, ese rosario que usa como un collar,
Porque yo amo a los animales, y las burlas de las otras niñas, y la voz
extendida para decir o explorar quién sabe, explorar cualquier cosa, el fondo
de la noche, el libro de ciencias naturales, la palabra que se esconde debajo
de las palabras, el destello de la tiza en el pizarrón, el rosario, pobre
Martha Romer, quién no se reía de Martha Romer aquellas mañanas de Córdoba,
pero ella era un poco la madre, la que la protegía, porque la otra, la mujer de
cara redonda y ojos acuosos, la mujer como la que ahora se llamaba Martha
Romer, la madre, quién sabe si la protegía, Martha Romer la unía a sombras y
obscenidades, porque a veces la obscenidad, cierta obscenidad unida a la
estupidez salía de la boca abierta de niña dormida y roncando, y siempre estaba
la madre, la mujer de cara redonda y rodete amarillo. Tomá un té conmigo,
Martha. Después llamás. Mirá que casualidad, encontrarnos. Contame lo que te
sucedió. Qué hacías aquí. Martha Romer con el batón blanco parece la Martha
Romer de once años con el delantal blanco y el rosario colgado del cuello, rezo
por los animales, la mirada de alarma y desamparo, los ojos que succionaban
todas las formas de la tristeza para volverse vacíos, huecos. Sinuoso el
espacio donde Martha Romer vuelve a desplegar la voz monocorde donde duerme el
chillido de pájaro: Yo voy por las casas llevando la Palabra de Dios. Soy
evangélica. Entré aquí y en el descanso de la escalera me agarró un muchacho
muy alto, me insultó y después me rompió el vestido. Decile a tu Dios que te
ayude, vieja idiota, me dijo. Regina la lleva a la cocina y le prepara un té de
anís, manzanilla y menta. Martha Romer no hace más que mirar a Regina con el
vacío del ojo, completamente calmada, como si hubiera llegado de una vez con su
madre, con su mamá Regina, al descanso final. Recuerda en silencio la dulce
costumbre de escuchar la estupidez de Martha Romer, la absurda Martha Romer, la
que rezaba todo el día el rosario por los animales, la risita nerviosa parecida
al llanto o que era un llanto permanente con gritos de pájaros que hacían reír
a todo el mundo, quién no se reía de Martha Romer, entonces ella la protegería
de cualquier modo, del filo de las risas, del cuadrilátero de sol que por las
mañanas le iluminaba la cara redonda, el celeste vacío, el olor a leche
fermentada, el rosario, la boca abierta, la nariz abierta, la torpeza. La
protegería como a los conejitos que Martha Romer había descubierto en una
vidriera, los conejitos tan estúpido como ella, los conejitos enjaulados que le
había regalado Regina, y la otra, la madre verdadera, la de cara redonda había
arrojado a la basura. Te compraré otros y los guardaré en mi casa, le había
dicho mamá Regina y le había guardado los conejitos en la casa, pero en esa
época Martha Romer había contado que la madre había muerto, la matadora de
conejitos había muerto, y ahora vivía con el padre, se lo había dicho a ella, a
las otras niñas y a la misma maestra, que la madre había muerto, la matadora de
conejitas de la cara redonda, le habían dado el pésame, habían dejado de reírse
un poco, Regina le había entregado los conejitos, pero la mañana de la fiesta
de la escuela, estaba la mujer de cara redonda, la matadora de conejitos, como
si nada, y la maestra no quería que volviera a la escuela. Nos ha engañado a
todos, incluso al señor inspector, había dicho. Ahora Martha Romer toma el té
con manzanilla, anís y menta, y mamá Regina le pregunta por los conejitos, y
nadie habla de la violación en el descanso de la escalera, sino de los
conejitos, te acordás de los conejitos, dice Regina y Martha Romer: Rezo
siempre el rosario a la Virgen por aquellos conejitos y por todos los animales,
a Regina le parece raro, acaso no había dicho que era evangélica, los
protestantes no rezan rosarios a la Virgen, no me importa yo creo en la Virgen
porque es madre y las madres son buenas, no la mía pero si creo en vos, yo te
llamaba mamá Regina, te acordás, y Regina sonríe, mira la pequeña sonrisa de Martha,
tan vacía como el celeste, oye los saltitos de pájaro de la voz que habla de
quién sabe de qué crónica estupidez, el destello de la tiza en el pizarrón, el
rosario por los conejitos, el libro de ciencias naturales, el fondo de la
noche, la palabra que se esconde debajo de las palabras, el placer de las
mentiras, la flojedad de su mundo, de sus días destinados a nada y habla y
habla, la voz se extiende sobre la mesa con las piezas de ajedrez, habla hasta
que Regina Montes ya transformada en la señora Regina le recuerda el teléfono,
la comunicación con el marido, y Martha Romer la mira, el celeste vacío, como
si no entendiera, el teléfono, ah sí, el teléfono, ya me olvidaba, y el dedo
gordo marca números. Y vuelve la voz monocorde con saltos de pájaro: Arturo,
soy yo Martha, estoy en el ochocientos cuarenta y uno de la calle Rosario,
segundo piso, letra”A”, estaba haciendo lo mío, no sabés la cosa terrible que
me pasó, traéme ropa por favor, no me preguntes, te contaré después, vení a
buscarme, enseguida, por favor, enseguida, después te contaré. Después hay un
silencio o hablan de algo, quizás del ajedrez, o de la película que ya la
señora Regina se ha perdido porque son más de las veinte, hay un ruido de
timbre, un hombre atrás de la puerta, bajo, pecoso, el mismo aspecto torpe de
Martha Romer. Buenas noches, Arturo, empieza a decir la señora Regina mientras
cierra la puerta y espera el relato de Martha Romer porque el hombre le entrega
un vestido a los dedos gordos, y ya la señora Regina quiere ayudar, cuando
sucede algo raro, el hombre pequeño y torpe saca un revólver y le apunta. Que
entregue dinero, objetos de valor, de inmediato. Martha Romer se viste, la
señora Regina va en busca de lo que el hombre pide, asombrada. El asombro es
una boca gigantesca, enorme. Una vez entrega lo requerido, Martha Romer saca
otro revólver de su nueva ropa, el celeste vacío. Apunta a la señora Regina y
dispara. La señora Regina grita, pero no muy fuerte. Es un grito raro, un
remedo de grito. Cae como si asustara de su propio grito, de la explosión suave
del grito, casi ingrávido, sostenido apenas en el aire de la noche. Cae, como
si no hubiese existido nunca. Como si nunca hubiese nacido Regina Montes ni la
señora Regina. Martha Romer se limpia las salpicaduras de sangre, mientras el
hombre pequeño y torpe le reprocha en voz inaudible: Deben haber oído el
disparo, no necesitabas matarla. Martha Romer contesta en un soplido de pájaro:
Es una maldita casualidad pero me conocía. El hombre pequeño y torpe que no se
llama Arturo se encoge de hombros mientras Martha Romer mira a la muñeca inerte
con el celeste vacío: Era mamá Regina, la de los conejitos. El hombre pequeño y
torpe que no se llama Arturo no la escucha. Dice que hay que salir enseguida,
antes que los descubran.
(De mi
libro de relatos "Ultimo tango en Malos Ayres", Libros del Zahir,
1998, reedición Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2008)
PÁGINA 12
– POESÍA AMERICANA: REPÚBLICA DOMINICANA
JAEL URIBE
(Santo Domingo-República Dominicana)
SE DETIENE EL MUNDO CUANDO PASAS
Dicen que en tu voz
se detiene
el mundo
La armonía constante del eje
indetenible
El
alba deseosa de los cuentos cortos
Y la incansable paciencia de las
largas historias.
Dicen que el universo se posó a
mirarte,
Que un
rayo purpúreo se trepó a tu vientre
Y trasmutó el germinar de la tierra
por los siglos de los siglos
Que su trova cantó hasta donde
termina el ombligo de los montes
Trepándose en las montañas
Allí donde la prisa es humo
Y el tiempo es fragancia
EDUARDO LANTIGUA
(Villa Altagracia- República Dominicana)
ANCIANO
Un anciano da de comer a las palomas en el parque y hace frío.
Esta ciudad, donde tantas veces abro la ventana
para escupir al mundo,
aletea sigilosa como un enorme pájaro de piedra.
Aquí, en el Bronx, pegadito al Yankee Stadium,
en mi fosa húmeda, exhausto,
sin poder descifrar signos que se aprovechan de amantes ciegos,
arrojo este festín del cobarde que tiende al único destino.
Un anciano da de comer a las palomas en el parque y hace frío.
Nada les hace imaginar, que les palpo fríos
en esta temperatura de seis grados Celsius bajo cero.
Desde mis ojos, vuelan trocitos de melancolía.
No te miento, madre. Te aseguro que mañana, tempranito,
abriré de nuevo la ventana para escupir al mundo.
ANGELA HERNANDEZ NUÑEZ
(Buena Vista-Jarabacoa-R. Dominicana)
CIUDAD
Borracha
la ciudad se levanta la falda
y muestra
sin rubor sus laberintos:
vertederos
inmensos del vacío,
ministerios
atávicos de niebla,
iglesias
resoplantes,
y sus
cárceles.
Tocada en
las sienes por el humo
violeta
del delirio,
en
crecimiento
cimbreante
de caderas,
con el
bello
furor del
vértigo
desgarra
el tapiz
vegetal del ciclo y de la forma…
Enfurece
la ciudad
frente a
los muros.
Retornan
desde adentro los viajeros del olvido:
historias
palpitantes de la herida iluminada.
Loca boca
del abismo,
descubre
la ciudad sus cadáveres ocultos.
Y en el
rostro cobarde del espejo que pregunta,
estrella
desde el fondo
un pájaro
de sangre…
OSIRIS VALLEJO
(Santo Domingo-República Dominicana)
LA HORA DEL INSOMNE
(fragmento)
Para escapar del vientre, exiguo, raro, incierto
De este Plutón azul que ayer era y hoy no.
Levantarte y andar como anda todo el mundo,
Por la ruta imprecisa que es eterno regreso
Y no decir que siempre,
Desde el instante roto de ese salto al vacío
De este lago de muertos, cojeas de realidad,
Emerges, naufragas en el cosmos sutil, imperceptible
Y ya casi obsoleto de poetizar la muerte.
Qué acariciable encanto hay en ese perfil
De hombre solo y lejano que eres a cada paso,
Silente, sigiloso, en puntillas,
Dejándote abrazar por hija madre hermano
Sin que adviertan siquiera el olor a derrumbe
La nada la hecatombe de ser desorientado
Que no habita la queja, ni el grito, ni el teatro,
Pero se sabe insomne, muerto, mítico, incierto.
Y esa casa vacía que a veces aparece
Como fantasma hermoso que gravita tu sueño,
No volverá a ser tuya como ya lo es del tiempo remoto y sin espejos
Todo es y será polvo.
Búhos, águilas, halcones,
Pueblan el cielo raso del lúgubre aposento.
¿Es acaso posible el eterno retorno
A la oquedad inmensa y virginal de su sótano?
No es hora de mirar ese final de siglo
Ni el remoto existir ni este ahora en tus parpados,
¿Dónde habitar, entonces, qué paredes, qué puerto
Abrazar sin el ay?
…y susurra el misterio.
Pero se sabe insomne, muerto, mítico, incierto.
Y esa casa vacía que a veces aparece
Como fantasma hermoso que gravita tu sueño,
No volverá a ser tuya como ya lo es del tiempo remoto y sin espejos
Todo es y será polvo.
Búhos, águilas, halcones,
Pueblan el cielo raso del lúgubre aposento.
¿Es acaso posible el eterno retorno
A la oquedad inmensa y virginal de su sótano?
No es hora de mirar ese final de siglo
Ni el remoto existir ni este ahora en tus parpados,
¿Dónde habitar, entonces, qué paredes, qué puerto
Abrazar sin el ay?
…y susurra el misterio.
ISIS
AQUINO
(Santo
Domingo-República Dominicana)
ESTE MONSTRUO
Este
monstruo desea comerme viva
desde
mi cabello mal teñido
hasta
el tuétano mismo de mis huesos
Este
espectro no respeta ya
mis
pentagramas a la inversa
ni
al mismo Lucifer que me acompaña a cada paso
Desea
sorber mi alma por fragmentos
matar
cada sonrisa nonata sin anestesia
Este
engendro del destino y la desdicha
no
desea otra cosa que verme desangrada en mis angustias
Succionar
los colores de mi aura sin clemencia
dejarme
huerfana de todo
sin
esperanza por un dia venidero
Este
monstruo hecho de soledades
saca
lágrimas de sangre
a
mi alma
JIMMY VALDEZ-OSAKU
(Mao-Valverde-República Dominicana)
LA POESÍA NO LE SIRVE A NADIE, ESTAMOS
MUERTOS
Existe la suerte del día, la mía es levantarme con la cabeza
llena de pájaros: Doy los días a la asfixia, al primer trasto en el pasillo, a
los números en rojo, al contrabando de perversas resinas, a lo rival de este
corazón tuerto, vejestorio, reptil malhumorado, incapaz de góndolas, clavado por
lo lastre de las indiferencias, lo que grita y no resplandece, pues de tantas
oscuridades se ha llenado la casa que hacer señales de humo emana en lo
desacierto.Vivo la noche cuadrada, trescientos sesenta y cinco cubos al año, y
apenas he sido lo revuelto, el belicista de las bombas en racimo, príncipe de
este antro, fecundo como el moho, manchando las paredes, las sábanas, el
estribillo que ya produce nauseas, el formato originar de este culo de mundo
que aún osa merecerse las odas.
A estas alturas en la que he donado parte de mi cuerpo a la ciencia, vísceras y cerebro, corazón incluido, pues el resto, desde el tobillo hasta el cráneo irán a parar a la primera fábrica de embutidos que se digne, lo que menos quiero es alarde, ya quisiera tener la voz suave y certera del que responde a los reproches de la serpiente sacándole la lengua.
A estas alturas en la que he donado parte de mi cuerpo a la ciencia, vísceras y cerebro, corazón incluido, pues el resto, desde el tobillo hasta el cráneo irán a parar a la primera fábrica de embutidos que se digne, lo que menos quiero es alarde, ya quisiera tener la voz suave y certera del que responde a los reproches de la serpiente sacándole la lengua.
PÁGINA 13
– NARRATIVA
SONIA
CATELA
(Rosario-Santa
Fe-Argentina)
VELAS
Quizá se
trate de que Cáceres los toma como ratones de algún experimento, o tal vez se
le descosió el saco de sus caprichos cuando ordena: --Mañana véngase con velas
a la clase.
Siglo XX cambalache, siglo XXI
¿medioevo?
Iluminarse con cirios en la
universidad, vaya, pero sigámosle el juego para ver qué se trae entre manos
nuestro colega ingeniero.
Ambos, Julio y Claudio, se
acomodan en el mismo podio junto al profesor, colegas, aunque no pasen de
alumnos y el otro sea catedrático del postgrado, pero, trío de ingenieros al
fin.
Tampoco es cuestión de que el
compañero de cuarto de repente enloquezca y le toquetee los glúteos a Julio,
¿qué llovió anoche, un aguacero colectivo de locura? El ultrajado devuelve una
trompada que él otro alcanza a frenar: este se explica: -¿No entendés?
Representaba una metáfora de lo que pretende de nosotros Cáceres, "el
arrogante": manosearnos.
Julio refunfuña, juego de manos...
Y llevan cirios a la clase nocturna
de la Universidad para ver qué maquina el profesor, mientras las manos de los
asistentes sentados se pasan en la oscuridad un periódico que alumbran con
encendedores, este diario maúlla y muerde con sus titulares ¿serán así las
cosas, a ese punto hemos llegado? ¿Velas?
Ya Cáceres, desde su escritorio,
indica: --Procedan.
Encienden los tubos de glicerina
como les enseñaron sus viejos, las vuelven boca abajo para que escurran el
líquido que vierten, y las refriegan sobre los pupitres con el fin de pegarlas
sobre la madera cuando cuaje el fluido. Un par de estudiantes se las clavan
encima de su palma izquierda.
--Ya creado está el ambiente para
nuestra santa misa -ironiza Claudio.
Candelas titilando en la noche.
Cáceres menea la cabeza. Saca una
linterna. La apunta hacia el pizarrón, donde dispone números y signos. --Van a
resolver esta integral, señores. Tienen diez minutos a partir de ahora-
controla y vigila el reloj bajo su foquito. Pero su voz trepada a un alto
tobogán resbala y se cae a toda velocidad rompiéndose en fragmentos amargados.
Clase con velas. Ajuste.
Esta Universidad no puede pagar la
luz. Por rencores políticos es discriminada y las autoridades demoran el envío
de fondos que le corresponde según el presupuesto. Esta Universidad se queda en
tinieblas. Le suspenden el servicio eléctrico hasta tanto regularice la
situación de facturas no saldadas.
--¿Y ahora cuál serán las
novedades? ¿Acaso habrá que mover los aparatos que usamos y hacer que anden
encendiendo un fósforo? -grita uno de los estudiantes.
Las protestas se expanden.
--¿Deberemos colgarnos de la luz como hacen los pobres y marginados a los que
íbamos a rescatar? ¿No alardeábamos de cómo cambiaríamos este estado de cosas?
Un silencio total se desploma
sobre la clase, estrella su estrépito contra cada oído. Ninguno de los
presentes escribe, ni hace caso a la integral o los diez minutos de plazo para
resolverla.
Cáceres, de pie, embalsamado.
Y ya que se hallan en misa, a
prosternarse y suplicar perdón. Julio alza su cirio en lo alto y marcha hacia
el escritorio arrastrándose sobre sus rodillas. --Perdón -grita con ira
batiendo el brazo libre contra los mosaicos.
Pero cae encima del auditorio un
nuevo telón: El "basta" desciende de Ana. --Resistir es buscar
soluciones, dispara.
--¿Solucionar algo ante oídos
sordos?
--Generadores...Tenemos que
fabricarlos, señores ingenieros- apunta Camilo.
--¡Eso! Busquemos estrategias-
adhiere Marcos.
--Yo tengo un tío que dirige la
parte técnica de la Empresa de Energía. Puede asesorarnos...
--¡De acuerdo! ¡Busquemos
posibilidades en la tecnología! Juntémonos con los profes y esa gente de la EPE
para analizarlas.
--¡Resistiremos!- se apoya por
unanimidad.
--Pero resistir pasa por otras
esquinas -señala el índice de Julio-. Por la lucha, compañeros.
--¿Qué decís?
--Lo que ustedes proponen es
infantil. Debemos voltear un par de torres de transmisión de la energía
eléctrica, se aflojan los angulares que las sostienen, y apártense, ¡caen! Se
hizo en Argentina en 1992, 1993 y en el '94. Cuando las torres se desploman,
una ciudad entera se queda sin luz. Entonces, los que nos tienen friéndonos en
su sartén, entenderán por dónde pasa la cosa.
--Para nada. Autoabastecerse con
generadores es la solución de base.
--Claro. Como si tuviéramos
autonomía económica para encarar eso...
No. Sí.
Disenso. Puños en alto.
El cisma los secciona, unos se
empecinan con las estrategias técnicas. Otros, en los sabotajes.
--¿Su opinión al respecto,
ingeniero Cáceres?
Sin palabras, algo le enciende a
Cáceres una dudosa pero sonrisa al fin, y mientras se espanta los gritos como a
mosquitos que zumban y clavan sus aguijones, da su asentimiento a ambas
facciones, cabeza que gira como un péndulo, en sus "sí, sí"; sus
"podremos", sus "lo intentaremos", sus "nunca se
sabe". Y se distancia: --Sufraguen, decidan, y organícense. Mañana nos
reunimos.
La votación con papeles
manuscritos se acaba en un santiamén. Pero los que pierden por pocos sufragios
se niegan a aceptar el resultado. Cada bando se empecina en su postura.
--¡Y traemos velas! -golpean sus
manos contra los bancos y acomodan sus carpetas para acometer la resolución de
las integrales, del mismo modo con el que, mañana, buscarán zanjar la fractura
que los divide y coincidir en una estrategia para subsistir. Dos posiciones.
Dos tajadas de la misma carne. Cara y cruz de una moneda. El ingeniero se
coloca el sobretodo. Recomienda: --Señores: no se olviden de traer las velas.
Ellos discuten. Buscarán
respuestas. No será una. Cada grupo lo intentará a su manera. En remolinos se
repliegan, se dispersan. "No nos vencerán", porfía Claudio y un coro
machaca al unísono ese "no". Unánime negativa que los une en este
momento quizá volátil, quizá instante que se prolonga en horas, semanas, y se
vuelve tiempo. Quizá.
PÁGINA 14 - POESÍA AMERICANA: URUGUAY
ROCÍO CARDOZO
(Montevideo-Uruguay)
II
LA CASA de mi infancia
está en silencio
meciendo un tiempo
de misterio
está en silencio
meciendo un tiempo
de misterio
en las ventanas
habitan miradas
que despiertan
en horas diferentes
habitan miradas
que despiertan
en horas diferentes
figuras se deslizan
en fragmentos
haciendo surcos infinitos
sobre mis pasos
en fragmentos
haciendo surcos infinitos
sobre mis pasos
un dolor
recorre mi cuerpo
dejando mis manos vacías
recorre mi cuerpo
dejando mis manos vacías
solo los retratos
son testigos mudos
de mi infancia.
son testigos mudos
de mi infancia.
CRISTINA PERI ROSSI
(Montevideo-Uruguay)
ESCORIACIÓN
Herida que queda, luego del amor, al costado del cuerpo.
Tajo profundo, lleno de peces y bocas rojas,
donde la sal duele, y arde el yodo,
que corre todo a lo largo del buque,
que deja pasar la espuma,
que tiene un ojo triste en el centro.
En la actividad de navegar,
como en el ejercicio del amor,
ningún marino, ningún capitán,
ningún armador, ningún amante,
han podido evitar esa suerte de heridas,
escoriaciones profundas, que tienen el largo del cuerpo
y la profundidad del mar,
cuya cicatriz no desaparece nunca,
y llevamos como estigmas de pasadas navegaciones,
de otras travesías. Por el número de escoriaciones
del buque, conocemos la cantidad de sus viajes;
por las escoriaciones de nuestra piel,
cuántas veces hemos amado.
DOLORES MEIJUEIRO
(Montevideo-Uruguay)
SUMATORIA Y PAN
esta madrugada la ciudad está
mojada
sobre el jardín las ramas caídas
del pino
y un zapato en el cordón de mi
vereda
junto al árbol de la esquina
botellas tiradas
vidrios incrustados noche a noche
filo agridulce labio sobre labio
que fue de boca en boca
entre cartón y nylon aún el
caminante
adormece sobre el muro
por la avenida un hombre sale del
contenedor
caballo que tira del carro del
hombre deambulará por la ciudad
las cabezas giran hacia un aullido
rojo
trepan al ómnibus
el eco encendido se aleja
olvidan la basura
un par de jeringas están clavadas
en el cantero de la plaza
restos frágiles de solitario
apetito
latas vacías herrumbradas
señales para la travesía de alguna
plegaria
amanece
desde lejos el luminoso de la
farmacia se distingue
aún llueve sobre las azoteas
vacías
mis pies dentro del charco
sobre la estatua enredada a la
calle
los jirones de un paraguas rojo
van merced de la corriente
las
colillas de los cigarros se acumulan hacia la negra boca de tormenta
un corazón retoma su
latido y
una vez más mi vecina barre
charcos hojarasca de
su puerta
en breve paseará su perro de
mirada vacuna
y en su bolsa de mandados cargará
una flauta de pan
ALFREDO FRESSIA
(Montevideo-Uruguay)
POETA EN EL EDÉN
No, Señor,
nunca
huiré del Paraíso, tengo en mí
la leche
eterna de los padres y los hijos,
y escribo
poemas para la nostalgia.
No, Señor,
nunca
seguiré el rumbo imprudente
de los
cuatro ríos, el que impele a los nautas
hacia el
mar de monstruosas criaturas.
Habían podado
las ramas de oro
que
brillaban en el árbol de la vida.
Y ahora me
llaman como almas.
No, Señor,
nunca
comeré del árbol prohibido.
Apreté
tantas veces en mi mano
las frutas
suculentas. Aspiro
los
perfumes seductores,
—Et
d´autres, corrompus, riches et triomphants—
Nada sabes
de mis íntimos
paraísos
artificiales, y te ofrezco las costillas
húmedas y
turgentes
para que
sigas modelando al mundo
mientras
duermo.
Soy un
niño inmenso
escribiendo
dócilmente en el barro del Edén.
Tengo un
muñeco de porcelana blanca.
Balbucea.
PÁGINA 15 - NARRATIVA
LILIANA HEKER
(CABA-Buenos Aires-Argentina)
CUANDO TODO BRILLE
Todo
empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento.
El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como congelado en la
actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en
los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta situación pero al
fin aulló. Fue sorprendente. Durante varios segundos los dos permanecieron
estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro
lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con familiaridad,
casi con ternura, como si en cierto modo nada hubiera pasado, apoyó una mano
en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano
daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fieltro,
eliminaba del piso el polvo que había entrado.
—¿Cómo
te fue hoy, querido? —preguntó.
Y lo
preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una
respuesta, y tampoco la obtuvo) que por restablecer un rito. Necesitaba
comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta
habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embargo. Nada ha
pasado. Nada nuevo puede pasar:
Acabó
de limpiar la entrada v soltó el brazo de su marido. El se alejó muy rápido
camino del dormitorio y le dejó la impresión que deja en los dedos una
mariposa a la que se ha tenido sujeta por las alas y a la que de pronto se
libera. No había usado los patines para desplazarse; así pudo verificar Margarita
que su marido estaba furioso. Sin duda exageraba: ella no le había pedido que
se arrojara desnudo desde lo alto del obelisco al fin y al cabo. Pero no le
dijo nada. Con sus propios patines fue limpiando las marcas de zapatos que él
había dejado. Sin embargo al dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle
leña al fuego. Justo en la puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más
tarde encontraría el momento oportuno para hablarle del viento.
Ya
había terminado de preparar la cena (al principio, sólo por complacerlo y a
pesar de que era miércoles había pensado en unos bifes con papas fritas, pero
enseguida desistió: la grasa vaporizada impregna las alacenas, impregna las
paredes, impregna hasta las ganas de vivir; si una la deja desde un miércoles
hasta un lunes, que es el día de la limpieza profunda, la grasitud tiene tiempo
de penetrar hasta el fondo de los poros de las cosas y se queda para siempre;
de modo que al fin Margarita sacó una tarta de la heladera y la puso en el
horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que su marido entraba al baño. Un
minuto después, como un buen agüero, el alegre zumbido de la ducha resonaba en
la casa.
Era el
momento de ir al dormitorio. Apenas entró, Margarita pudo comprobar que él
había dejado todo en desorden. Cepilló el saco, cepilló el pantalón, los colgó,
hizo un montoncito con la camisa y las medias, y fue a golpear la puerta del
baño.
—Voy a
entrar, querido —dijo con dulzura.
El no
contestó, pero canturreaba. Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y
los agregó al montoncito. Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo
oyó a él, en el living, tarareando el vals Sobre las olas. La tormenta
había pasado.
Sin
embargo recién a la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, medio
riéndose como para restarle importancia a la escena del día anterior, Margarita
mencionó lo del viento. Una bobada, ella estaba dispuesta a admitirlo, pero
costaba tan poco, ¿sí? El no tenía que pensar que eso le iba a complicar la
vida de algún modo. Simplemente, ella le pedía que cuando el viento soplaba
del norte él entrara por la puerta del fondo que daba al sur; y cuando soplaba
del sur, entrara por la puerta del frente, que daba al norte. Un caprichito,
si a él le gustaba llamarlo así, pero la ayudaría tanto, él ni se imaginaba.
Ella había notado que, por más que barriera y lustrara, el piso de la entrada
siempre se llenaba de tierra cuando había viento norte. Por supuesto, él podía
entrar por donde se le antojase cuando el viento soplara del este o del oeste.
Y ni que hablar de cuando no había viento.
—Vio mi
salvaje, vio mi protestón que no era para hacer tanto escándalo —dijo.
Rió
traviesamente.
Él se
puso de pie como quien va a pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad,
casi con delectación. Después inclinó levemente el torso, escupió en el suelo,
recuperó su posición erguida y, con pasos mesurados, salió de la cocina.
Margarita
se quedó mirando el redondel, refulgente a la luz del sol matinal, como se debe
mirar a un diminuto ser de otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de
nuestra cocina. Una puerta se cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos
cruzaron la casa, otra puerta se cerró con estrépito. El cerebro de Margarita
apenas detectó estos acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia
el pequeño foco del suelo. Foco infeccioso. La expresión aleteó livianamente
en su cabeza, se expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando
la gente tose desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora
de millares de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de
gérmenes se agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo.
Mecánicamente Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De
rodillas en el piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más
que frotaba la zona pegajosa resaltaba como un estigma. Gérmenes achatados
arrastrándose como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue
a embeber una esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y
echó un balde de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había
estado loca ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil
que es llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la
contempló con pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de
modo que llenó una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta
adentro.
Estaba
friccionando la mesa con desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo
en contacto con la mesa) cuando sonó el teléfono. Fue a atender y apenas
traspuso la puerta del dormitorio captó algo inusual, algo que se le manifestó
bajo la forma de una opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar
hasta que colgó el teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces sí lo supo
con certeza, la ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente
bien, ¿iba a llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos
y tirarse de cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho
menos iba a tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya
pérdida hay que lamentar? Tan desprolijos como son, tan sucios, cortan el pan
sobre la mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas
contra el viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia,
el cuerpo, una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias
babosas, oh su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor,
por qué, Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el
cuerpo de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado
de basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas
de la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió
almohadones, apiló carpetas.
Margarita
fregó y sacudió y cepilló hasta que se le enrojecieron los nudillos y se le
acalambraron los brazos. Lavó paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó
resplandores solares de las cacerolas, otorgó un centelleo diamantino a los
caireles, bañó como a hijos adorados a bucólicas pastoras de porcelana, pulió
maderas, perfumó armarios, blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Ya las
siete de la tarde, como un pintor que le pone la firma al cuadro con que había
soñado toda su vida, empuñó el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.
Después
respiró profundamente el aire embalsamado de cera. Echó una lenta mirada de satisfacción
a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias,
advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacudir el
escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De
nuevo sacudió el escobillón, pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni
una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a
guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente suele ser
ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le
ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza adherida a su superficie.
Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido
oscuro se desparramó sobre la pileta. Margarita hizo correr el agua pero
quedaba como una especie de encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo
enjabonado, enjuagó la pileta y lavó el trapo. Entonces se acordó del
cepillo. Lo lavó y se volvió a ensuciar la pileta. Fregó la pileta con el
trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a
ser un cuento de nunca acabar. Lo más razonable era quemar el trapo. Primero lo
secó con el secador del pelo y después lo sacó a la calle y le prendió fuego.
Justo cuando entraba a la casa vino un golpe de viento norte y Margarita no
pudo evitar que algo de ceniza entrara en el living.
Era
mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó un trapito con
un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad de prenderles
fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró, extendió la cera
a una zona más amplia: todo fue inútil.
Aproximadamente
a las cinco de la mañana los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un
polvo rojo flotaba en el aire, cubría los muebles, se había adherido a los
zócalos. Margarita abrió las ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar
el escobillón y en el peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de
lavar los zócalos cuando advirtió que un poco de agua se había derramado. Miró
con desaliento las manchas de humedad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el
color del cielo debían ser casi las siete de la mañana. Decidió dejar eso para
más tarde, con buena suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra
vez. Se tiró en la cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente
las sábanas) y se durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandieron,
se ablandaron, extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde
Margarita se hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni
media hora. Se levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero
no habían desaparecido. Rasqueteó la zona pero nunca quedaba del mismo color.
Un ligero desvanecimiento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos,
vislumbró las vetas blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido
nada en las últimas veinticuatro horas.
Se
levantó y fue a la cocina. Una comida caliente tal vez la haría sentir mejor
pero no: después hay que lavar las ollas. Abrió la heladera e iba a sacar una
manzana cuando la invadió una ola de terror: no había barrido el polvo del
rasqueteo y las ventanas estaban abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la
heladera y tiró una canastita con huevos. Observó el charco amarillo que se
dilataba lenta y viscosamente. Creyó que iba a llorar. De ninguna manera: cada
cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el polvo del rasqueteo; ya le llegaría su turno
al piso de la cocina, no hay como el orden. Buscó el escobillón y la pala, fue
hasta el living y cuando estaba por ponerse a barrer, reparó en las suelas de
sus zapatos; sin duda no estaban limpias: habían trazado sobre el parquet un
discontinuo senderito de huevo. A Margarita casi le dio risa verse con el
escobillón y la pala. Polvo del rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo.
Recordó que todavía no había comido nada, dejó el escobillón y la pala y se fue
para la cocina.
La
manzana estaba en el centro del charco amarillo. Margarita la alzó, ávidamente
le dio unos mordiscos, y de golpe descubrió que era absurdo no prepararse una
comida caliente, ahora que todo estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el
fuego, peló papas (era agradable dejar que las largas tiras en espiral se
hundieran esponjosamente en las yemas y las claras ahora que las cosas habían
empezado a ensuciarse y de cualquier manera habría que limpiar todo más tarde).
Puso un bife sobre la plancha y aceite en la sartén. La grasa se achicharró
alegremente, las papas chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había
olvidado de abrir la ventana de la cocina pero de cualquier modo era demasiado
tarde: la grasa vaporizada ya había penetrado en los poros de las cosas, y en
sus propios poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire.
Margarita aspiró profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su
nariz, la anegó, la hizo enloquecer de deleite.
La
impaciencia puede volver a la gente un poco torpe. Algo de aceite se le volcó
a Margarita al sacar las papas; ella disimuladamente lo desparramó con el pie,
sacó el bife, se le cayó al suelo, al levantarlo la cercanía, el contacto, el
maravilloso aroma de la carne asada la embriagaron: no pudo resistir darle
algunas dentelladas antes de colocarlo en el plato.
Comió
con ferocidad. Puso las cosas sucias en la pileta pero no las lavó: tenía mucho
sueño, ya llegaría el momento de lavar todo. Abrió la canilla para que el agua
corriera y se fue para el dormitorio. No llegó. Antes de salir de la cocina el
aceite de las suelas la hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se
sentía muy cómoda en el suelo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó
dormida. La despertó el agua. Ligeramente aceitosa, el agua serpenteaba por la
cocina, se ramificaba en sutiles hilos por las junturas de los mosaicos y,
adelgazándose pero persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía
un poco la cabeza. Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció
el cuello, sacó la lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora
ya se sentía mejor. Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para
levantarse e ir al baño. Todo estaba ya bastante sucio de todos modos. No
debía ensuciarse el vestidito. Margarita tenía seis años y no debía
ensuciarse el vestidito. Ni las rodillas. Debía tener mucho cuidado de no
ensuciarse las rodillas. Hasta que al caer la noche una voz gritaba: ¡a
bañarse!, entonces ella corría frenéticamente al fondo de la casa, se
revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y las orejas de tierra,
ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de su cuerpo estaba sucio
para poder hundirse después en el baño purificador, el baño que arrastrará
toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y radiante como un
pimpollo. ¿Hay pimpollos de margarita, mamá? Sintió una inefable sensación de
bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba tendida y tuvo ganas de
reírse. Su dedo señaló un lugar, próximo a ella, sobre el suelo. Caca, dijo. Su
dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su nombre sobre el suelo.
Margarita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se levantó, ahora sin
esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó: Margarita. Después envolvió
toda la leyenda en un gran corazón. Una corriente en la espalda la hizo
estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas, arrastraba el polvo
de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería a las paredes y a su
nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba con el agua que
corría en el comedor, entraba por su nariz y por sus orejas y por sus ojos, le
ensuciaba el vestidito.
Cinco
días después, un luminoso día de sol con el cielo gloriosamente azul y pájaros
cantando, el marido de Margarita se detuvo ante un puesto de flores.
—Margaritas
—le dijo al puestero—. Las más blancas. Muchas margaritas.
Y con
el ramo enorme caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una
travesura, un gesto pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una
esposa amante que estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo
índice y, levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento.
Venía del norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, paladeando de
antemano el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa.
Silbando una canción festiva abrió la puerta. Un chapoteo blando, gorgoteante,
le llegó desde la cocina.
PÁGINA 16 - POESÍA AMERICANA: VENEZUELA
ADALBER SALAS
(Caracas-Venezuela)
no quiero cruzar la
próxima esquina
sé que ahí
a unos pasos
en una espera sin tiempo
me aguarda eso que es más mío
en lugares como éste
que no tocan las palabras
a unos pasos
en una espera sin tiempo
me aguarda eso que es más mío
en lugares como éste
que no tocan las palabras
esa luz dura
esa nitidez imposible
que nos salva de lo turbio
y nos fulmina
esa nitidez imposible
que nos salva de lo turbio
y nos fulmina
LAURA CRACCO
(Barquisimeto-Venezuela)
EXTRANJERA
“exilio que domos et dulcia limina mutant
atque alio patriam quaerunt sub sole iacentem”
VIRGILIO
atque alio patriam quaerunt sub sole iacentem”
VIRGILIO
Decía la voz pegada a su espalda,
el mar metido bajo su camisa.
Entonces supo que debía marchar aunque nunca supo a dónde,
porque no conservaba ni tilos ni flores ni retratos
empolvados en la infancia.
“Lo primero que vi fue una isla rodeada de diamantes,
quise tocar la costa y los diamantes eran lanzas
y el agua, cieno.
Más adelante una ciudad enloquecía de luces,
las aceras semejaban alfombras persas,
cuando pisé entendí que caminaban hacia sí mismas.
De nuevo me encontré en el fondo del mar,
el timón seguía su propio curso.
Levité sobre las olas y vi una nueva ilusión cerrando el paso,
¿era Atenas o Nueva York?
Unos hombres lanzaban desde el muelle tomates podridos.
¡Extranjera!,
susurraba el mar a mis oídos,
¡extranjera!”
el mar metido bajo su camisa.
Entonces supo que debía marchar aunque nunca supo a dónde,
porque no conservaba ni tilos ni flores ni retratos
empolvados en la infancia.
“Lo primero que vi fue una isla rodeada de diamantes,
quise tocar la costa y los diamantes eran lanzas
y el agua, cieno.
Más adelante una ciudad enloquecía de luces,
las aceras semejaban alfombras persas,
cuando pisé entendí que caminaban hacia sí mismas.
De nuevo me encontré en el fondo del mar,
el timón seguía su propio curso.
Levité sobre las olas y vi una nueva ilusión cerrando el paso,
¿era Atenas o Nueva York?
Unos hombres lanzaban desde el muelle tomates podridos.
¡Extranjera!,
susurraba el mar a mis oídos,
¡extranjera!”
Entonces gritó sobre la popa y su grito
rajó el teatro en dos mitades:
“Extranjeros los rayos de sol quemando mi rostro,
extranjero el cielo encerrado en la cúpula de las nubes
para pasto de aves y miradas voraces,
extranjera el agua que moja los cabellos y no puede detenerse
ni asentar su humedad en un lugar específico,
extranjero el mar que es tumba y vientre de sí”.
¡Extranjera!, gritó de nuevo la voz
y vi sus huesos blancos volverse polvo
llevado por los vientos.
Porque comeremos castañas de navidad en cualquier rincón del globo
y tú seguirás perteneciendo a la inmensa raza que carece de suelo
de flores y sólo recibe letanía de mar come castañas y pavos asados
mientras hunde su cerebro en la soledad del mar.
rajó el teatro en dos mitades:
“Extranjeros los rayos de sol quemando mi rostro,
extranjero el cielo encerrado en la cúpula de las nubes
para pasto de aves y miradas voraces,
extranjera el agua que moja los cabellos y no puede detenerse
ni asentar su humedad en un lugar específico,
extranjero el mar que es tumba y vientre de sí”.
¡Extranjera!, gritó de nuevo la voz
y vi sus huesos blancos volverse polvo
llevado por los vientos.
Porque comeremos castañas de navidad en cualquier rincón del globo
y tú seguirás perteneciendo a la inmensa raza que carece de suelo
de flores y sólo recibe letanía de mar come castañas y pavos asados
mientras hunde su cerebro en la soledad del mar.
DANIEL PRADILLA RIVERO
(Caracas-Venezuela)
Vivo en la calle de las mujeres culito apretao
la que no es de nacimiento lo termina siendo
tan pronto consigue al niño rico que la va a sacar de abajo.
Después de eso, ni siquiera voltean a mirarlo a uno
solo aprietan duro y aceleran el paso.
la que no es de nacimiento lo termina siendo
tan pronto consigue al niño rico que la va a sacar de abajo.
Después de eso, ni siquiera voltean a mirarlo a uno
solo aprietan duro y aceleran el paso.
CLARED NAVARRO
(Valencia-Carabobo-Venezuela)
Me piden que tome nota
que camine con elegancia
que sea educada y sutil
eficaz y prudente
que utilice sólo colores
que se vean bien en mi piel papelón
que aprenda a callar
a plastificarme los dientes
y hacerlos brillar frente a los amigos
que camine con elegancia
que sea educada y sutil
eficaz y prudente
que utilice sólo colores
que se vean bien en mi piel papelón
que aprenda a callar
a plastificarme los dientes
y hacerlos brillar frente a los amigos
Me piden que guarde
todo registro administrativo de la familia
y cosa con dulzura pantalones rotos
que cocine sin agregar lágrimas a la salsa
y acepte con emoción regalos
como planchas
lámparas
floreros
todo registro administrativo de la familia
y cosa con dulzura pantalones rotos
que cocine sin agregar lágrimas a la salsa
y acepte con emoción regalos
como planchas
lámparas
floreros
Y yo cumplo con el modelo
al pie de la letra
empleada del mes cada mes
ejemplar como ninguna otra
al pie de la letra
empleada del mes cada mes
ejemplar como ninguna otra
Pero ah,
cuando me canse
cuando decida
- cuando realmente decida
cuando reviente
cuando me canse
cuando decida
- cuando realmente decida
cuando reviente
Volverán a tragarme los grandes
demonios
y aunque traten
no se dormirá de nuevo el animal
y aunque traten
no se dormirá de nuevo el animal
ENIO ESCAURIZA
(La Guaira-Venezuela)
El pantalón encima de la blusa
La cartera encima del bolso
Una cédula aplasta a otra cédula
El aire acondicionado no es suficiente gas para dormir dos sudores
Vienen de largas peleas con la ciudad
Levantarse más temprano que el sol
Arrugarse los ojos de tanto leer
Y sin embargo, leen los surcos que deja el nombre de un hotel arrugado
Con la espalda, con los codos, con la boca
Son viajes que siempre quisieron hacer y no hicieron
Sólo les alcanzó para una rápida pomarrosa
Porque aún no padecen una luna de miel
Hay cosas fugaces que son más dulces
Como la toalla tirada en el baño
El reloj apresurado secándose desvestido como ellos
Cuando recuerden aquel recital de habitación 17
Saldrán corriendo a contar brevemente lo fantástico.
La cartera encima del bolso
Una cédula aplasta a otra cédula
El aire acondicionado no es suficiente gas para dormir dos sudores
Vienen de largas peleas con la ciudad
Levantarse más temprano que el sol
Arrugarse los ojos de tanto leer
Y sin embargo, leen los surcos que deja el nombre de un hotel arrugado
Con la espalda, con los codos, con la boca
Son viajes que siempre quisieron hacer y no hicieron
Sólo les alcanzó para una rápida pomarrosa
Porque aún no padecen una luna de miel
Hay cosas fugaces que son más dulces
Como la toalla tirada en el baño
El reloj apresurado secándose desvestido como ellos
Cuando recuerden aquel recital de habitación 17
Saldrán corriendo a contar brevemente lo fantástico.
AMERICA VICTORIA MARTINEZ FERRER
(Táchira-Venezuela)
De todos los nombres que puedo
darte
se me ha llenado la boca
Pero el olvido me besa
Impronunciable, oscureces
a la sombra de esos días
que no fuimos
Sin haber caminado lo suficiente
para sentir hambre
y colmar de tierra mis poros
descubro ahora
que estoy en el descenso
de mi salto mortal
Imagen en abismo:
Una tristeza repetida
me mira
desde el fondo de tus ojos
PÁGINA 17 – NARRATIVA
ABELARDO CASTILLO
(San Pedro-Buenos Aires-Argentina)
FERMÍN
Fermín no era mejor que nadie, al contrario, tal vez fuera peor
que muchos. No necesitaba estar muy borracho para romperle las costillas a su
mujer, y prefería ir a gastarse la plata al quilombo en vez de comprarle
alpargatas al chico. Era sucio, pendenciero y analfabeto. Opinaba que no se
precisa ir al colegio para aprender a juntar fruta.
Sí, indudablemente Fermín no era una excepción en los montes del francés. Según contaban los juntadores, debía una muerte. Había sido en Santa Lucía, en un baile. Al otro le decían el chileno. Fermín, en pedo, le manoseó la mujer, y el chileno cuando quiso echar mano ya tenía medio metro de tripa por el piso. Claro que ésa no era la única historia fea que corría por los montes, varios había con asuntos parecidos. Por eso, cuando para las elecciones vino ese político y gritó ustedes los trabajadores son la esperanza de la patria porque en ustedes todo es puro, auténtico, porque ustedes todavía no están corrompidos, Fermín no pudo reprimir una sonrisita maliciosa. Y no sólo a él le dio risa.
–Ni en las casas me piropean tanto –comentó bajito.
Y era cierto. En su casa también sospechaban que Fermín no era, del todo, un varón ejemplar. Borracho putañero, eso sí le decían. El día menos pensado me lo agarro a mi hijo y no nos ves más el pelo. Eso sí le decían. Eso sí que sonaba auténtico. Pero la Paula no era capaz de irse, por qué se iba a ir, si el Fermín la quería. Además, unos cuantos garrotazos por el lomo y la mujer se calma. Desde que había hablado el político, sin embargo, Fermín no les pegaba, ni a la Paula ni al malandrín de su hijo. Al fin de cuentas, cosas que dijo el hombre no daban risa, sobre todo cuando Cardozo el más chico medio lo provocó y él, de ahí nomás de la tribuna, vea, le dijo, eso no es ser guapo, amigo, seguro que si el francés los grita no hacen la pata ancha. Y que la hombría se les despertaba en casa, con la mujer. Esa parte le había gustado, porque no era del discurso; le había gustado que dijera pata ancha. Y además tenía razón. Claro que en todo no tenía razón. A veces es un desahogo dar vuelta la mesa de una patada, o reventar un plato contra la pared.
El siete y medio también es un desahogo. Porque a Fermín, como a cualquiera, le gustaba el siete y medio. De noche, en el almacén del zarateño se armaban lindas tenidas. El tallador era un chinón, clinudo, que imitaba los modales de los compadres puebleros, rápido para la baraja casi tanto como para el chumbo. Una sola vez lo habían visto actuar; el finado Ortega le gritó aquella noche: “¡Dame mi plata! Yo sé que estás acomodado con el francés pero, lo que es a mí, no me volvés a robar.” Y no volvió a robarle. El otro lo mató ahí nomás, en defensa propia: Ortega tenía el cuchillo en la mano cuando se refaló junto a la mesa. El comisario de San Pedro tomó cartas en el asunto, se lo vio conversando con el francés: a partir de esa noche quedó prohibido entrar en la trastienda del boliche, con cuchillo.
El político también habló de eso. Según dijo, venía a tener razón el finado Ortega. Claro que el político era del pueblo (veinte kilómetros hasta el monte más cercano) y que en el pueblo uno podía divertirse de otra manera; dos cines, dicen que había.
Sea como sea, de una semana atrás que Fermín andaba pensativo. Y esa tarde, al cobrar, se quedó un rato con la plata en la mano, mirándola. ¿Venís a lo del zarateño?, oyó a la pasada y no supo qué contestar, se le atragantó una especie de gruñido. En el almacén de Ramos Generales había visto un vestido colorado, a lunares grandes. Lindo.
–A que se lo llevo a la Paula –decidió de golpe.
Y entró, y salió con el paquete bajo el brazo, y no compró alpargatas para el chico de casualidad. Iba a pedirlas pero le dio risa. Cha, qué bárbaro, se escuchó decir.
–Ni sé el número –dijo.
Cha que bárbaro, realmente. Ahora, en el camino hacia su casa, arrastrando el paso, mirándose fascinado el dedo que asomaba abajo, en la punta de la zapatilla, Fermín pensaba.
–¿Andas enfermo, Fermín?
–Eh, no. ¿Por?
–Digo. Por el tranco –el otro lo miraba, con intención–. Y como te volvías tan temprano.
Era cierto, gran siete. Desde el otro sábado que le debía un trago al Ramón. Entonces lo convidó al boliche. Y Ramón dijo que sí, después dijo:
–¿Y ese paquete?
–El qué. –Fermín se encogió de hombros y sacó el labio inferior hacia afuera, medio sonriendo. –Nada.
Lo del zarateño estaba lindo. Al fin de cuentas la Paula no lo esperaba hasta mucho más tarde y no era cosa de darle un susto, y una ginebra no le hace mal a nadie, ¿no?
Iban tres vueltas. Entonces Fermín se dio cuenta de que, de este modo, seguía debiendo una copa.
–Ginebra, zarateño, pa mí y pal hombre. Con el dedo índice tocó al hombre en el pecho y, echándose hacia adelante, agregó:
–Porque yo soy de ley, amigo.
La ginebra es áspera. Por eso, después del cuarto trago, la voz de Ramón era un poco más solemne que de costumbre:
–Yo también soy de ley, Fermín… ¡A ver, patrón!: dos ginebras.
–Ta bien, hermano; los dos somos de ley. Pero, la próxima, yo pago, y quedamos hechos.
–Ta bien.
Fermín tenía los ojos clavados en la cortina de la trastienda; vio en seguida cuando los hermanos Peralta salieron del interior. Eso significaba: dos sitios.
–¿Probamos?
–Probemos…
–Al siete y medio, pago.
La mano del tallador, morena y flaca, con una uña agresivamente larga en el meñique, levantó de la mesa los mugrientos pesos que se apelotonaban junto a los naipes.
Se le achicaron, amarillos, los ojitos a Fermín. Ya hacía rato que el aire estaba caliente bajo la lámpara, espeso de humo y de ginebra. Fermín agachó la cabeza. Después, mirando al morocho por entre las cejas, preguntó, pausadamente:
–¿Qué era lo que decía Ortega? En la mesa hubo como un sacudón.
El chinón, despacito, se abrió la camisa hasta la altura del cinto. Luego, también despacito, comenzó a pasarse un pañuelo por el pecho sudoroso. Junto al ombligo, ingenuamente asomaba la culata del Smith & Wesson.
–¿Andas con ganas de ir a preguntárselo?
El morocho era filoso. Fermín sintió que la cara le ardía como si le hubieran pegado un tajo. Miró alrededor. Los hombres –Ramón también– rehuyeron sus ojos. A todos los había cacheteado la fanfarronada del moreno.
–Ta bien –murmuró Fermín–. Ta bien, me vuelvo a casa. Vos, Ramón, ¿venís? No, mejor quédate. Todavía no te robaron todo.
Dio la espalda a la mesa y, arreglándose el pantalón a dos manos, encaró la cortina. Lo paró en seco la voz del morocho:
–¡Che!
Fermín se dio vuelta como tiro, buscando en la cintura el cuchillo que no tenía. Al otro le había aparecido el revólver en la mano. Sonrió:
–Te olvidas de algo –dijo, señalando con el caño hacia un rincón. Fermín se agachó a recoger el paquete de la Paula.
Me han basureao gran puta el político de mierda ese tenía razón somos guapos en las casas nos roban la plata y tamos contentos. Fermín estaba parado en la puerta del prostíbulo.
Llamó de nuevo.
–Che, ¿te crees que nosotras no dormimos? –la voz opaca de doña María precedió a su rostro que, hinchado, asomó detrás de la puerta a medio abrir:
–¿A quién buscas?
–A la pueblera.
–No se puede, ya no atiende. Está acostada.
–Mejor si está acostada…
La mujer frunció la boca, dubitativa; luego, repentinamente desconfiada, preguntó:
–¿Traes plata?
–No.
–¡Ah, no m’hijito! A esta hora y con libreta, no. Fermín puso el pie antes de que la puerta se cerrara:
–Oí… Traigo esto. Si te va apretao, lo cambias mañana. Y le alcanzó el paquete.
Sí, indudablemente Fermín no era una excepción en los montes del francés. Según contaban los juntadores, debía una muerte. Había sido en Santa Lucía, en un baile. Al otro le decían el chileno. Fermín, en pedo, le manoseó la mujer, y el chileno cuando quiso echar mano ya tenía medio metro de tripa por el piso. Claro que ésa no era la única historia fea que corría por los montes, varios había con asuntos parecidos. Por eso, cuando para las elecciones vino ese político y gritó ustedes los trabajadores son la esperanza de la patria porque en ustedes todo es puro, auténtico, porque ustedes todavía no están corrompidos, Fermín no pudo reprimir una sonrisita maliciosa. Y no sólo a él le dio risa.
–Ni en las casas me piropean tanto –comentó bajito.
Y era cierto. En su casa también sospechaban que Fermín no era, del todo, un varón ejemplar. Borracho putañero, eso sí le decían. El día menos pensado me lo agarro a mi hijo y no nos ves más el pelo. Eso sí le decían. Eso sí que sonaba auténtico. Pero la Paula no era capaz de irse, por qué se iba a ir, si el Fermín la quería. Además, unos cuantos garrotazos por el lomo y la mujer se calma. Desde que había hablado el político, sin embargo, Fermín no les pegaba, ni a la Paula ni al malandrín de su hijo. Al fin de cuentas, cosas que dijo el hombre no daban risa, sobre todo cuando Cardozo el más chico medio lo provocó y él, de ahí nomás de la tribuna, vea, le dijo, eso no es ser guapo, amigo, seguro que si el francés los grita no hacen la pata ancha. Y que la hombría se les despertaba en casa, con la mujer. Esa parte le había gustado, porque no era del discurso; le había gustado que dijera pata ancha. Y además tenía razón. Claro que en todo no tenía razón. A veces es un desahogo dar vuelta la mesa de una patada, o reventar un plato contra la pared.
El siete y medio también es un desahogo. Porque a Fermín, como a cualquiera, le gustaba el siete y medio. De noche, en el almacén del zarateño se armaban lindas tenidas. El tallador era un chinón, clinudo, que imitaba los modales de los compadres puebleros, rápido para la baraja casi tanto como para el chumbo. Una sola vez lo habían visto actuar; el finado Ortega le gritó aquella noche: “¡Dame mi plata! Yo sé que estás acomodado con el francés pero, lo que es a mí, no me volvés a robar.” Y no volvió a robarle. El otro lo mató ahí nomás, en defensa propia: Ortega tenía el cuchillo en la mano cuando se refaló junto a la mesa. El comisario de San Pedro tomó cartas en el asunto, se lo vio conversando con el francés: a partir de esa noche quedó prohibido entrar en la trastienda del boliche, con cuchillo.
El político también habló de eso. Según dijo, venía a tener razón el finado Ortega. Claro que el político era del pueblo (veinte kilómetros hasta el monte más cercano) y que en el pueblo uno podía divertirse de otra manera; dos cines, dicen que había.
Sea como sea, de una semana atrás que Fermín andaba pensativo. Y esa tarde, al cobrar, se quedó un rato con la plata en la mano, mirándola. ¿Venís a lo del zarateño?, oyó a la pasada y no supo qué contestar, se le atragantó una especie de gruñido. En el almacén de Ramos Generales había visto un vestido colorado, a lunares grandes. Lindo.
–A que se lo llevo a la Paula –decidió de golpe.
Y entró, y salió con el paquete bajo el brazo, y no compró alpargatas para el chico de casualidad. Iba a pedirlas pero le dio risa. Cha, qué bárbaro, se escuchó decir.
–Ni sé el número –dijo.
Cha que bárbaro, realmente. Ahora, en el camino hacia su casa, arrastrando el paso, mirándose fascinado el dedo que asomaba abajo, en la punta de la zapatilla, Fermín pensaba.
–¿Andas enfermo, Fermín?
–Eh, no. ¿Por?
–Digo. Por el tranco –el otro lo miraba, con intención–. Y como te volvías tan temprano.
Era cierto, gran siete. Desde el otro sábado que le debía un trago al Ramón. Entonces lo convidó al boliche. Y Ramón dijo que sí, después dijo:
–¿Y ese paquete?
–El qué. –Fermín se encogió de hombros y sacó el labio inferior hacia afuera, medio sonriendo. –Nada.
Lo del zarateño estaba lindo. Al fin de cuentas la Paula no lo esperaba hasta mucho más tarde y no era cosa de darle un susto, y una ginebra no le hace mal a nadie, ¿no?
Iban tres vueltas. Entonces Fermín se dio cuenta de que, de este modo, seguía debiendo una copa.
–Ginebra, zarateño, pa mí y pal hombre. Con el dedo índice tocó al hombre en el pecho y, echándose hacia adelante, agregó:
–Porque yo soy de ley, amigo.
La ginebra es áspera. Por eso, después del cuarto trago, la voz de Ramón era un poco más solemne que de costumbre:
–Yo también soy de ley, Fermín… ¡A ver, patrón!: dos ginebras.
–Ta bien, hermano; los dos somos de ley. Pero, la próxima, yo pago, y quedamos hechos.
–Ta bien.
Fermín tenía los ojos clavados en la cortina de la trastienda; vio en seguida cuando los hermanos Peralta salieron del interior. Eso significaba: dos sitios.
–¿Probamos?
–Probemos…
–Al siete y medio, pago.
La mano del tallador, morena y flaca, con una uña agresivamente larga en el meñique, levantó de la mesa los mugrientos pesos que se apelotonaban junto a los naipes.
Se le achicaron, amarillos, los ojitos a Fermín. Ya hacía rato que el aire estaba caliente bajo la lámpara, espeso de humo y de ginebra. Fermín agachó la cabeza. Después, mirando al morocho por entre las cejas, preguntó, pausadamente:
–¿Qué era lo que decía Ortega? En la mesa hubo como un sacudón.
El chinón, despacito, se abrió la camisa hasta la altura del cinto. Luego, también despacito, comenzó a pasarse un pañuelo por el pecho sudoroso. Junto al ombligo, ingenuamente asomaba la culata del Smith & Wesson.
–¿Andas con ganas de ir a preguntárselo?
El morocho era filoso. Fermín sintió que la cara le ardía como si le hubieran pegado un tajo. Miró alrededor. Los hombres –Ramón también– rehuyeron sus ojos. A todos los había cacheteado la fanfarronada del moreno.
–Ta bien –murmuró Fermín–. Ta bien, me vuelvo a casa. Vos, Ramón, ¿venís? No, mejor quédate. Todavía no te robaron todo.
Dio la espalda a la mesa y, arreglándose el pantalón a dos manos, encaró la cortina. Lo paró en seco la voz del morocho:
–¡Che!
Fermín se dio vuelta como tiro, buscando en la cintura el cuchillo que no tenía. Al otro le había aparecido el revólver en la mano. Sonrió:
–Te olvidas de algo –dijo, señalando con el caño hacia un rincón. Fermín se agachó a recoger el paquete de la Paula.
Me han basureao gran puta el político de mierda ese tenía razón somos guapos en las casas nos roban la plata y tamos contentos. Fermín estaba parado en la puerta del prostíbulo.
Llamó de nuevo.
–Che, ¿te crees que nosotras no dormimos? –la voz opaca de doña María precedió a su rostro que, hinchado, asomó detrás de la puerta a medio abrir:
–¿A quién buscas?
–A la pueblera.
–No se puede, ya no atiende. Está acostada.
–Mejor si está acostada…
La mujer frunció la boca, dubitativa; luego, repentinamente desconfiada, preguntó:
–¿Traes plata?
–No.
–¡Ah, no m’hijito! A esta hora y con libreta, no. Fermín puso el pie antes de que la puerta se cerrara:
–Oí… Traigo esto. Si te va apretao, lo cambias mañana. Y le alcanzó el paquete.
SUPLEMENTO INFANTIL Y JUVENIL
PÁGINA 18 -RELATO
NORMA
SEGADES-MANIAS
(Santa
Fe-Argentina)
LAS QUE
HABITAN EL AIRE
Las sílfides son hadas de la altura. Espíritus del aire. Tienen
la distinción de las libélulas. De errantes mariposas.
La perenne textura de sus alas las eleva como una llamarada por los senderos de las siemprevivas. Trepan como fragancia de magnolias o plegarias de blancas azucenas o cánticos de calas obstinadas bajo la fluorescencia de la luna.
Un enigma de siglos esboza a sus espaldas los códices precisos de la vida. Por eso es que a su paso maduran aleluyas. Y se nombran los nombres primordiales. Y estallan melodías. Y los amaneceres se tornan imperiosos, necesarios.
Dominan los idiomas ancestrales. El de los magos. El de las elfinas. El de los seres feéricos.
Y construyen sus nidos en cada promontorio, ladera de montaña, oquedades de antiguas serranías. Siempre lejos de todos los humanos. Siempre lejos de todo. Siempre lejos.
Eternamente jóvenes, no conocen los días de la muerte.
Un día después de su primer milenio se envuelven en los velos de la ausencia. Evolucionan hacia los silencios. Hacia la desmesura de la escarcha. Hacia los horizontes de la noche. Cierran sus ojos largamente verdes. Y nunca más regresan.
Aunque a veces horadan la piel de los espejos y dejan que la sangre de su sangre adivine sus huellas.
¿Las has visto, Morena?
La perenne textura de sus alas las eleva como una llamarada por los senderos de las siemprevivas. Trepan como fragancia de magnolias o plegarias de blancas azucenas o cánticos de calas obstinadas bajo la fluorescencia de la luna.
Un enigma de siglos esboza a sus espaldas los códices precisos de la vida. Por eso es que a su paso maduran aleluyas. Y se nombran los nombres primordiales. Y estallan melodías. Y los amaneceres se tornan imperiosos, necesarios.
Dominan los idiomas ancestrales. El de los magos. El de las elfinas. El de los seres feéricos.
Y construyen sus nidos en cada promontorio, ladera de montaña, oquedades de antiguas serranías. Siempre lejos de todos los humanos. Siempre lejos de todo. Siempre lejos.
Eternamente jóvenes, no conocen los días de la muerte.
Un día después de su primer milenio se envuelven en los velos de la ausencia. Evolucionan hacia los silencios. Hacia la desmesura de la escarcha. Hacia los horizontes de la noche. Cierran sus ojos largamente verdes. Y nunca más regresan.
Aunque a veces horadan la piel de los espejos y dejan que la sangre de su sangre adivine sus huellas.
¿Las has visto, Morena?
PÁGINA 19 -POESÍA
MARIA ELENA WALSH
(Ciudad Autónoma-Buenos Aires-Argentina)
(1930-2011)
En una cajita de fósforos
se pueden guardar muchas cosas.
Un rayo de sol, por ejemplo
(pero hay que encerrarlo muy rápido,
si no, se lo come la sombra)
Un poco de copo de nieve,
quizá una moneda de luna,
botones del traje del viento,
y mucho, muchísimo más.
Les voy a contar un secreto.
En una cajita de fósforos
yo tengo guardada una lágrima,
y nadie, por suerte la ve.
Es claro que ya no me sirve
Es cierto que está muy gastada.
Lo sé, pero que voy a hacer
tirarla me da mucha lástima.
Tal vez las personas mayores
no entiendan jamás de tesoros
Basura, dirán, cachivaches
no se porque juntan todo esto.
No importa, que ustedes y yo
igual seguiremos guardando
palitos, pelusas, botones,
tachuelas, virutas de lápiz,
carozos, tapitas, papeles,
piolín, carreteles, trapitos,
hilachas, cascotes y bichos.
En una cajita de fósforos
se pueden guardar muchas cosas.
Las cosas no tienen mamá.
se pueden guardar muchas cosas.
Un rayo de sol, por ejemplo
(pero hay que encerrarlo muy rápido,
si no, se lo come la sombra)
Un poco de copo de nieve,
quizá una moneda de luna,
botones del traje del viento,
y mucho, muchísimo más.
Les voy a contar un secreto.
En una cajita de fósforos
yo tengo guardada una lágrima,
y nadie, por suerte la ve.
Es claro que ya no me sirve
Es cierto que está muy gastada.
Lo sé, pero que voy a hacer
tirarla me da mucha lástima.
Tal vez las personas mayores
no entiendan jamás de tesoros
Basura, dirán, cachivaches
no se porque juntan todo esto.
No importa, que ustedes y yo
igual seguiremos guardando
palitos, pelusas, botones,
tachuelas, virutas de lápiz,
carozos, tapitas, papeles,
piolín, carreteles, trapitos,
hilachas, cascotes y bichos.
En una cajita de fósforos
se pueden guardar muchas cosas.
Las cosas no tienen mamá.
PÁGINA 20 – NOVELA JUVENIL
MARÍA TERESA ANDRUETTO
(Arroyo Cabral-Córdoba-Argentina)
VELADURAS
A Josefina
¿Fui yo algo en alguna parte? Dímelo, porque no tengo quien lo diga: Ni madre,
ni padre, ni memoria. Horacio Castillo
CAPÍTULO I
Cuando vi a Gregoria se me vinieron encima los recuerdos y el
tiempo en que vivía mi padre y llegábamos aquí a pasar las fiestas con mi
abuela; las fiestas y también mi cumpleaños que es en febrero, para la época de
los carnavales.
Llegábamos a San Salvador y ya antes de salir hacia Tumbaya se
me aparecía el silencio de los cerros. Hubiera podido andar con los ojos
cerrados, igual sabía que estábamos en La Quebrada, porque el silencio se me
metía dentro de los huesos y había como un olor a melaza y a tamales por todas
partes.
Mi abuela tocaba la quena y cantaba bagualas, pero eso era antes,
cuando mi hermana y yo éramos chicas y veníamos acá y mi papá golpeaba la caja
y tocaba el charango. Le había quedado eso de cuando era un niño, la música,
que aquí es de la gente y es de todos.
Eso es algo que se le quedó adentro, doctora; como le queda a la
gente de acá, y después lo guardó para siempre, en el pecho lo guardó, y se fue
para la ciudad, buscando con qué ganarse el pan.
Así fue que mi padre llegó a Córdoba y allá anduvo solo, de un
lado para el otro, sin casa y sin trabajo, haciendo un poco de todo, changas
más que nada, hasta que se casó con mi mamá y consiguió ese trabajo de portero
en la escuela que está pasando la costa del canal, cerca de donde era antes
nuestra casa.
Aunque se fue de aquí cuando era joven, un muchacho casi, a mi
padre se le quedó en el alma todo esto y quiso que nosotras guardáramos muy
adentro la música de la Quebrada, las bagualas que son como un lloro de estas
piedras, y el amor a los colores de acá, y a las cosas que tenía mi abuela, las
cosas de adentro de uno, del corazón, quiero decir. Es que, como digo, se le
habían quedado en el alma estos cerros y nos dio eso a nosotras para siempre,
porque no sé a mi hermana pero lo que es a mí me vino para no irse el amor a
esta tierra.
Veníamos con mi madre y con mi hermana y se nos amarraba el
mundo de mi padre y todo esto se hacía más grande cada vez. Casi siempre
llegábamos para el nacimiento del Niño, o unos días antes, para la época en que
se preparan los pesebres en las casas, y se cubren las piedras con arpillera y
después se esparcen con arcilla y con ceniza, y los pastores buscan sus trajes.
Pero también solíamos venir en febrero, para carnavalear en las cacharpayas y
para comer empanadillas y beber agua de chuño.
Siempre era así, como le digo, todas las veces era así: veíamos
el nacimiento del Niño en el cerro y el pesebre que mandaba hacer el cura de
Susques que es el poblado que está más cerca, y mirábamos a los pastores
bajando el cerro, cabestreando las mulas bajo los candiles, y a la Pachamama,
Baltasar y San José, bien acomodados en las laderas.
Después, cuando el Niño ya había nacido, mi abuela nos llevaba
hasta Susques a oír la misa. Eso nos gustaba, porque también en la iglesia
había música y nosotras teníamos el recuerdo de las bagualas y de los huainos,
y el sonido de las quenas y los charangos y de todo lo que es de acá. Más
amarrados tuvimos esos recuerdos que la memoria de mi madre y la de mis abuelos
de Córdoba, más que ésa tuvimos esta memoria y todo sucedió de esa manera
porque mi padre así lo quiso y a lo mejor porque lo quiso también así mi madre.
Gregoria también era de acá, sí que lo era, de aquí bien cerca,
de estos cerros, y cantaba con voz chillona que es como cantan aquí las mujeres
y nadie más canta en ninguna parte, esa voz como de grito que tenía mi abuela y
que tienen las mujeres acá...
Si me voy
pa’los cerros...
También a mí me gusta cantar, doctora, pero no tengo buena voz.
Me parece que es por eso, porque Gregoria cantaba, que las cosas pasaron de ese
modo entre mi padre y ella, que es como decir entre mi padre y este mundo que
no se parece a ninguno. Digo esto porque mi mamá no cantaba ni hacía sus
cacharritos ni las comidas que le gustaban a mi padre y que también a mí me
gustan; ella no sabía hacer chanfaina, ni tamales, ni empanadillas de pelones,
ni tabletas, ni dulces de cayote...
Cuando vi a Gregoria, camino a San Pedrito, otra vez se me
vinieron encima los recuerdos. La vi de espaldas, un poco achaparrada, pero era
ella y llevaba a un niño de la mano. Era de mañana, como las diez. Yo había ido
a San Salvador a llevar estos ángeles que estoy reparando y a mostrar cómo
habían quedado las pátinas. Como le digo, por el camino a San Pedrito la vi,
subiendo el cerro, mientras arreaba a un niño de la mano. Un momento nomás y luego
me distraje y entonces ella se volteó hacia alguna parte y dobló en una calle y
la perdí.
Cuando olvidé por fin mis extravíos, quise apurarme y
alcanzarla, pero ya no estaba en ningún sitio. Pensé primero si de verdad la
habría visto, o si soy yo que a veces me pierdo en estos pensamientos, pero
después me pregunté: ¿Cuántos años tendrá ese niño, Rosa?
Lo pensé un rato y me contesté que cinco. Y entonces me dije:
Es ella.
No le vi la cara, porque estaba de espaldas, pero sí las piernas
y el cuello, y me fijé también en el pelo, como me fijaba antes, como la
miramos aquella tarde mi hermana y yo, desde la ventana de nuestra casa, en
Córdoba, viendo cómo se llevaba sus cosas.
En ese tiempo, ella tenía el pelo pesado, brillante, y le caía
sobre la espalda hasta la pollera. Se lo corría de la cara con un amago, era
como un vicio que tenía de tirarse el pelo hacia atrás, porque sabía que a mi
padre y a nosotras nos gustaba. Luego venían las piernas flacas y un poco
cortas y el cuerpo de colla, como tiene mi hermana y como acá tienen todas las
mujeres.
Ahora el pelo ya no le cae hasta la pollera y me parece que
tampoco tiene el brillo que tenía en aquel tiempo. Lo lleva atado en la nuca y
también lleva sombrero de ala ancha. Yo, de atrás que estaba, le miré el cuello
y la espalda y vi la mano que tomaba al niño y la manta de llama que llevaba y
entonces supe que era ella, nomás la que era, como era antes.
No sé qué diría ahora mi padre si la viera, porque me parece que
ha cambiado mucho, el andar que antes tenía se ha vuelto seguro, firme, y hasta
me parece que no le ha quedado nada del miedo de aquel tiempo, y muy poco, por
no decir nada, de la vergüenza que le daba mirar a la gente a los ojos.
Todo eso me parece que se
le ha ido, que no le ha quedado ni siquiera un ramalazo, y que ahora todo lo
que tiene –el andar, el pelo recogido y el sombrero negro de ala– es del modo y
la manera que tienen las mujeres de acá.
Pienso en los ángeles de la Capilla y en las labores que voy
haciendo, y en las veladuras y en las pátinas también pienso. Es lo que me
viene al pensamiento, ahora que todo lo que tengo es lo que fue de mi padre y
de mi abuela, desde que mi abuela Rosa arregló este rancho que era de su madre
para protegerse de las ventoleras y aquí trajo sus llamas y sus guanaquitos y
se instaló, antes que pasara un hombre que iba hacia el norte se instaló, antes
que la preñara el hombre, y desde aquel tiempo esto fue de ella y de mi padre y
ahora es también mío.
En este último tiempo he aprendido a hacer las veladuras y a
dorar. Es lo que encontré cuando vine a vivir al norte, después que amainó la
pelea con mi madre y empezaron a acabar las discusiones. En cambio, todo lo que
le cuento comenzó hace mucho, cuando Gregoria fue a vivir a nuestra casa y
llegaron con ella los problemas, porque no vino sola sino con todo lo que era,
y entonces pasó aquello con mi padre.
Como le digo, todo empezó por aquel tiempo y terminó, es un
decir, muchos años después, cuando saqué el dinero de la Casa de Descanso y me
escapé. Entonces fue que vine para este lado y hablé con las monjas para hacer
estas pátinas y estos falsos acabados que bien les quedan a sus ángeles y a los
santos de la Capilla.
Luego, una vez que arreglé lo del trabajo en el taller de las
hermanas, vine hasta aquí, a vivir en los linderos de Susques, a la casa que
era de mi abuela, y empecé a trabajar.
Desde entonces bajo una vez al mes hasta Jujuy: me lleva un
capataz que viene desde Jama, el paso que está más arriba, para el lado de
Chile, y él mismo me regresa al otro día cuando vuelve hacia el alto. De este
modo me traigo las labores y hago los falsos acabados, en el silencio de las
piedras, lejos de los chillidos de esos pájaros que me perseguían en la ciudad,
unos graznidos que llegaban de quién sabe dónde y me turbaban.
Estoy muy agradecida a las monjas, porque fueron ellas las que
me enseñaron a arreglar lo que estaba roto, a componer las imágenes y reparar
lo más menguado, lo que suele echarse a perder. Ahora que he aprendido, me dan
ya por fortuna las imágenes y entonces yo las traigo aquí donde trabajo, entre
estos cerros, en estos linderos que están cerca de Susques, apenas más abajo
del Paso de Jama, como ha visto, en medio mismo del silencio, lejos de los
gritos de esos pájaros que nunca supe si venían de afuera o venían de adentro.
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