GACETA LITERARIA Nº 22 – Octubre de 2008 – Año II – Nº 10
Imágenes: Ilustraciones de Alejandro Sirio -Nicanor Balbino Alvarez Díaz (Oviedo-España 1890 / Buenos Aires 1953)
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PÁGINA EDITORIAL
Algunas verdades olvidadas
Por Eduardo Galeano (Montevideo/Uruguay)
Cuando fueron desalojados del Paraíso, Adán y Eva se mudaron al África, no a París.
Algún tiempo después, cuando ya sus hijos se habían lanzado a los caminos del mundo, se inventó la escritura. En Irak, no en Texas.
También el álgebra se inventó en Irak. La fundó Mohamed al-Jwarizmi, hace mil 200 años, y las palabras algoritmo y guarismo derivan de su nombre.
Los nombres suelen no coincidir con lo que nombran. En el British Museum, pongamos por caso, las esculturas del Partenón se llaman ‘mármoles de Elgin’, pero son mármoles de Fidias. Elgin se llamaba el inglés que las vendió al museo.
Las tres novedades que hicieron posible el Renacimiento europeo, la brújula, la pólvora y la imprenta, habían sido inventadas por los chinos, que también inventaron casi todo lo que Europa reinventó.
Los hindúes habían sabido antes que nadie que la Tierra era redonda y los mayas habían creado el calendario más exacto de todos los tiempos.
En 1493, el Vaticano regaló América a España y obsequió el África negra a Portugal, ‘para que las naciones bárbaras sean reducidas a la fe católica’. Por entonces, América tenía 15 veces más habitantes que España y el África negra 100 veces más que Portugal.
Tal como había mandado el Papa, las naciones bárbaras fueron reducidas. Y muy.
Tenochtitlán, el centro del imperio azteca, era de agua. Hernán Cortés demolió la ciudad, piedra por piedra, y con los escombros tapó los canales por donde navegaban 200 mil canoas. Ésta fue la primera guerra del agua en América. Ahora Tenochtitlán se llama México DF. Por donde corría el agua, corren los autos.
El monumento más alto de la Argentina se ha erigido en homenaje al general Roca, que en el siglo XIX exterminó a los indios de la Patagonia.
La avenida más larga del Uruguay lleva el nombre del general Rivera, que en el siglo XIX exterminó a los últimos indios charrúas.
John Locke, el filósofo de la libertad, era accionista de la Royal Africa Company, que compraba y vendía esclavos.
Mientras nacía el siglo XVIII, el primero de los borbones, Felipe V, estrenó su trono firmando un contrato con su primo, el rey de Francia, para que la Compagnie de Guinée vendiera negros en América. Cada monarca llevaba un 25 por ciento de las ganancias.
Nombres de algunos navíos negreros: Voltaire, Rousseau, Jesús, Esperanza, Igualdad, Amistad.
Dos de los Padres Fundadores de Estados Unidos se desvanecieron en la niebla de la historia oficial. Nadie recuerda a Robert Carter ni a Gouverner Morris. La amnesia recompensó sus actos. Carter fue el único prócer de la independencia que liberó a sus esclavos. Morris, redactor de la Constitución, se opuso a la cláusula que estableció que un esclavo equivalía a las tres quintas partes de una persona.
El nacimiento de una nación, la primera superproducción de Hollywood, se estrenó en 1915, en la Casa Blanca. El presidente Woodrow Wilson la aplaudió de pie. Él era el autor de los textos de la película, un himno racista de alabanza al Ku Klux Klan.
Desde el año 1234, y durante los siete siglos siguientes, la Iglesia católica prohibió que las mujeres cantaran en los templos. Eran impuras sus voces, por aquel asunto de Eva y el pecado original.
En el año 1783, el rey de España decretó que no eran deshonrosos los trabajos manuales, los llamados ‘oficios viles’, que hasta entonces implicaban la pérdida de la hidalguía.
Hasta el año 1986 fue legal el castigo de los niños en las escuelas de Inglaterra, con correas, varas y cachiporras.
En nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad, la Revolución Francesa proclamó en 1793 la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Entonces, la militante revolucionaria Olympia de Gouges propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. La guillotina le cortó la cabeza.
Medio siglo después, otro gobierno revolucionario, durante la Primera Comuna de París, proclamó el sufragio universal. Al mismo tiempo, negó el derecho de voto a las mujeres, por unanimidad menos uno: 899 votos en contra, uno a favor.
La emperatriz cristiana Teodora nunca dijo ser revolucionaria, ni cosa por el estilo. Pero hace mil 500 años el imperio bizantino fue, gracias a ella, el primer lugar del mundo donde el aborto y el divorcio fueron derechos de las mujeres.
El general Ulises Grant, vencedor en la guerra del norte industrial contra el sur esclavista, fue luego presidente de Estados Unidos. En 1875, respondiendo a las presiones británicas, contestó:
–Dentro de 200 años, cuando hayamos obtenido del proteccionismo todo lo que nos puede ofrecer, también nosotros adoptaremos la libertad de comercio.
Así pues, en el año 2075, la nación más proteccionista del mundo adoptará la libertad de comercio.
Lootie, Botincito, fue el primer perro pequinés que llegó a Europa. Viajó a Londres en 1860. Los ingleses lo bautizaron así, porque era parte del botín arrancado a China, al cabo de las dos largas guerras del opio.
Victoria, la reina narcotraficante, había impuesto el opio a cañonazos. China fue convertida en una nación de drogadictos, en nombre de la libertad, la libertad de comercio.
En nombre de la libertad, la libertad de comercio, Paraguay fue aniquilado en 1870. Al cabo de una guerra de cinco años, este país, el único país de las Américas que no debía un centavo a nadie, inauguró su deuda externa. A sus ruinas humeantes llegó, desde Londres, el primer préstamo. Fue destinado a pagar una enorme indemnización a Brasil, Argentina y Uruguay. El país asesinado pagó a los países asesinos, por el trabajo que se habían tomado asesinándolo.
Haití también pagó una enorme indemnización. Desde que en 1804 conquistó su independencia, la nueva nación arrasada tuvo que pagar a Francia una fortuna, durante un siglo y medio, para expiar el pecado de su libertad.
Las grandes empresas tienen derechos humanos en Estados Unidos. En 1886, la Suprema Corte de Justicia extendió los derechos humanos a las corporaciones privadas, y así sigue siendo.
Pocos años después, en defensa de los derechos humanos de sus empresas, Estados Unidos invadió 10 países, en diversos mares del mundo.
Entonces Mark Twain, dirigente de la Liga Antiimperialista, propuso una nueva bandera, con calaveritas en lugar de estrellas, y otro escritor, Ambrose Bierce, comprobó:
–La guerra es el camino que Dios ha elegido para enseñarnos geografía.
Los campos de concentración nacieron en África. Los ingleses iniciaron el experimento, y los alemanes lo desarrollaron. Después Hermann Göring aplicó, en Alemania, el modelo que su papá había ensayado, en 1904, en Namibia. Los maestros de Joseph Mengele habían estudiado, en el campo de concentración de Namibia, la anatomía de las razas inferiores. Los cobayos eran todos negros.
En 1936, el Comité Olímpico Internacional no toleraba insolencias. En las Olimpiadas de 1936, organizadas por Hitler, la selección de futbol de Perú derrotó 4 a 2 a la selección de Austria, el país natal del Führer. El Comité Olímpico anuló el partido.
A Hitler no le faltaron amigos. La Fundación Rockefeller financió investigaciones raciales y racistas de la medicina nazi. La Coca-Cola inventó la Fanta, en plena guerra, para el mercado alemán. La IBM hizo posible la identificación y clasificación de los judíos, y ésa fue la primera hazaña en gran escala del sistema de tarjetas perforadas.
En 1953 estalló la protesta de la clase trabajadora en la Alemania Socialista. Los trabajadores se lanzaron a las calles y los tanques soviéticos se ocuparon de callarles la boca. Entonces Bertolt Brecht propuso: ¿No sería más fácil que el gobierno disuelva al pueblo y elija otro?
Operaciones de marketing. La opinión pública es el target. Las guerras se venden mintiendo, como se venden los autos.
En 1964, Estados Unidos invadió Vietnam, porque Vietnam había atacado dos buques de Estados Unidos en el golfo de Tonkin. Cuando ya la guerra había destripado a una multitud de vietnamitas, el ministro de Defensa, Robert McNamara, reconoció que el ataque de Tonkin no había existido.
Cuarenta años después, la historia se repitió en Irak.
Miles de años antes de que la invasión estadounidense llevara su ‘Civilización’ a Irak, en esa tierra bárbara había nacido el primer poema de amor de la historia universal. En lengua sumeria, escrito en el barro, el poema narró el encuentro de una diosa y un pastor. Inanna, la diosa, amó esa noche como si fuera mortal. Dumuzi, el pastor, fue inmortal mientras duró esa noche.
El Aleijadinho, el hombre más feo del Brasil, creó las más hermosas esculturas de la era colonial americana.
El libro de viajes de Marco Polo, aventura de la libertad, fue escrito en la cárcel de Génova.
Don Quijote de La Mancha, otra aventura de la libertad, nació en la cárcel de Sevilla.
Fueron nietos de esclavos los negros que generaron el jazz, la más libre de las músicas. Uno de los mejores guitarristas de jazz, el gitano Django Reinhardt, tenía no más que dos dedos en su mano izquierda.
No tenía manos Grimod de la Reynière, el gran maestro de la cocina francesa. Con garfios escribía, cocinaba y comía.
PÁGINA 2 – NUESTRA POESÍA
Jorgelina Paladini (Rosario-Santa Fe/Argentina)
Mulata de ojos tristes
Ritmo de caderas oscilantes
va la mulata de ojos tristes
por el sur de Harlem.
Amarillo en los rizos morenos
en los labios
una flor rojo sangre.
Acompaña su paso
el gospel olvidado
en la tarde del domingo
y el retumbe de tambores
de sus ancestros sometidos
en la noche de la infamia.
Morir en New York
El parque
guarda su estrella
su Strawberry Fiels
a un paso de la bala
a la distancia incomprensible
de la locura.
Y allí quedó John
acaso soñando que
"... amor
es todo lo que se necesita... "
Réquiem para una ciudad herida
Herida a cielo abierto
sangrante de escombros
y olores nauseabundos.
Desmoronados templos
de riqueza, sepultaron,
entre cadáveres anónimos
los fingidos oropeles
de la abundancia.
Certeras heridas
se hundieron en sus cuerpos
desgarrando el cemento
desmoronando el poderío
junto a las vidas
que cayeron con ellas.
En el cráter
abierto por el odio
llora Manhattan
frente al símbolo estatuario
que sobre el agua
la mira
más allá del asombro.
PÁGINA 3 – CUENTO
Nimbo
Por Rolando Revagliatti (Buenos Aires/Argentina)
Era enorme y bueno. Trabajaba y residía en un taller mecánico. Entre sus pertenencias figuraban un colchoncito con cotín engrasado como él y unas frazadas asquerosas. Dos gatos dormían a su lado. Cocinaba huevos y sopa y se calentaba mate cocido con una garrafa. A los chicos del barrio les producía curiosidad. Un día, ese hombre que se trasladaba bamboleándose, que sonreía y silbaba, que apretaba con los dientes un toscano, ese hombre de paz, muerto, apareció nimbado, semi-empotrado en un pilar, inapacible, limpio, con alígero nimbo de barniz selenita.
PÁGINA 4 – ENSAYO
Balada de la cárcel de Reading y otros poemas (Lima, PUCP, 2008)
de Oscar Wilde*
Por Rosina Valcárcel (Lima/Perú)
Oscar Wilde (Dublín 18 de octubre de 1854 París 30 de noviembre de 1900), fue hijo de Sir Williams Robert Wills Wilde, un destacado médico, y de Jane Francesca Elgee, conocida entonces como la escritora que, bajo el pseudónimo de Speranza, defendía la causa nacionalista irlandesa tanto en su poesía como en su labor como anfitriona de un concurrido salón literario. Gran escritor, poeta y dramaturgo irlandés Wilde está considerado como uno de los dramaturgos más destacados del Londres victoriano tardío; además, fue una celebridad de la época debido a su puntilloso y gran ingenio. Su reputación se vio “hundida” tras ser condenado a dos años de trabajos forzados en un famoso juicio en el que fue acusado de “indecencia” grave por una comisión inquisitoria de actos homosexuales.
En el cementerio de Père Lachaise. reposa Wilde, maestro de la ironía, el ingenio y el humor. Al observar el monumento que cubre sus restos, no puedo evitar recordar las peripecias que terminaron llevándolo hasta la capital francesa donde, pobre y olvidado, dejó huérfanos a lectores de todo el mundo (2).
Hace poco tiempo recibí por correo el ejemplar # 497 de la Balada de la cárcel de Reading y otros poemas, PUCP, 66, El manantial oculto, de la pulcra y bella Colección dirigida por el escritor y promotor cultural Ricardo Silva-Santisteban, edición auspiciada por el Rectorado de la Pontificia Universidad Católica del Perú, gracias a su representante el Dr. Luis Guzmán Barrón S.
Tras una lectura pude advertir que la vida literaria de Wilde tuvo su origen y su apocalipsis en la poesía. Sus primeros dos libros fueron de poemas, el último la famosa Balada…Empero, la poesía de Wilde jamás había tenido un interés crítico importante. Valentino Gianuzzi señala que el olvido se puede justificar si se argumenta que no es la poesía de Wilde donde hallamos el espíritu wildeano más reconocible: es poco lo que en su poesía se puede encontrar del escritor aforístico, ingenioso, satírico y extravagante que se asocia como prototípico de Wilde (3). Sin embargo, tal vez no sea muy arriesgado afirmar que es en la poesía de Oscar Wilde donde se han graficado, de manera más evidente, los vaivenes de su pensamiento artístico (4).
Según Seamos Heaney, la Balada, como poema catártico, no es tanto un cambio drástico en una visión poética, sino más bien un despertar de intereses recónditos que había nutrido a Wilde desde su niñez. Ese cariz propagandístico y denunciador presente en la Balada sería reflejo de la influencia que la poesía de su madre, la poeta nacionalista Speranza, y de la de los contertulios de ésta, tuvieron en sus opiniones sobre cuál era el verdadero propósito del arte. El Wilde que alguna vez había escrito que “todo arte es inútil” tenía ahora a la poesía como arma para mover las conciencias de los lectores y motivar cambios en la sociedad. La Balada es el testimonio y la denuncia de un hecho verdadero, que está textualizado en el epígrafe del poema: la ejecución del soldado de la guardia real de caballería Charles Thomas Woolridge, condenado a muerte por haber asesinado a su esposa. La publicación del poema coincidió con cartas abiertas en las que Wilde denunciaba las inhumanas medidas carcelarias y la injusticia de la pena capital (5).
El rotundo éxito de la Balada fue la última satisfacción literaria de la que gozó Oscar Wilde, quien como nos dice Joyce, “deshonrado y en exilio, escucharía el coro de los justos recitar su nombre junto con el de los de espíritu inmundo”. Él, que de joven había intentado alcanzar la fama escribiendo poemas esteticistas, terminó por conseguirla gracias a un poema que poco tenía que ver con el ideal de belleza que predicó durante gran parte de su vida. Si sus versos son vitales y memorables hoy, es porque son producto de un intenso y sacrificado autodescubrimiento poético (6).
Leamos un fragmento:
En la ciudad de Reading y en su cárcel,
de infamia y de vergüenza hay una tumba,
en ella yace un hombre miserable
a quien dientes de llama le trituran,
ardiente es su mortaja, y en su fosa
no hay inscripción alguna. (7)
PÁGINA 5 – NUESTRA POESÍA
Patricia Severín (Reconquista/Santa Fe)
Abuela y la niña
La infancia es el peor lugar en que me encuentro
I
La casa tenía un balcón antiguo
columnas griegas daban a la calle
jamás tuvo una flor
una hojita
un árbol
nunca un pájaro
el vuelo de un águila
una mariposa
tía dormita su sueño de arañas
mamá se calza el antifaz
papá da vueltas en el aire
abuela desenreda el lazo
tía vive en la oscuridad con un pozo de barro en la cabeza
a la abuela le asoman colmillos y una sonrisa prestada para nosotros
los huéspedes
por las noches
en puntas de pie
salgo al balcón a respirar
y se me borran los pies en las baldosas
de a poco
el aire llena los pulmones
abuela sigilosa que me empuja
con pavor veo pasar columnas griegas
aguijones
latas oxidadas
el cariño de mi madre
la vida que no tendría
II
el vértigo corría por mi boca
abuela empuña el hígado que nada en el borde del potaje
estrangulando mi garganta
yo tragaba
mamá daba clases a los otros
tía corría a las arañas
papá enmudecía
abuela restrega sangre encima de mi lengua
que era por mi bien decía
para que crezcas fuerte
decía
III
abuela dice que el diablo cuelga del crucifijo al borde de la cama
los ojos salieron por mi nuca
olí la bruma que reptaba sobre sus largas uñas negras
apagó el velador
dio dos vueltas de llave
IV
la leche teje sus arrugas en la espuma del tazón
se adhiere a los bordes de porcelana
el vapor del humito golpea mi nariz
clin clin cluac cluac
la cucharita mordió flotó quitó
el emplasto blanco navegó en un charco
las babas del diablo
mi oreja se partió en dos entre las uñas negras de la negra abuela
V
espiaba por la cerradura
espío hacia la calle
no hay ventanas
ni puertas
ni muebles
ni nada
sólo un haz de luz se filtra por el agujero
el agujero tapó mi ojo que espía hacia la calle
caballos
desfile de amapolas
dios que cruza en bikini con un cartel que dice
BASTA
VI
los ojos de la abuela son estacas que perforan mis trenzas
en el centro de la mesa en la fuente ovalada de arabescos
la gallina
saca una lengua puntiaguda que cuelga sobre el mantel de navidad
la gallina tiene plumas fucsias prendidas a las garras
canta desde el buche con la voz de la abuela
VII
la gallina tiene la panza repleta de huevecillos sin nacer
son míos grité
los tragaba en racimos
minúsculas lunas
trofeo de hienas
la tía corrió desde el balcón custodiada por su séquito de arañas
hundió sus dedos en mi estómago
se sentó
estrábica
a devorar la ponzoña
VIII
papá
miraba hacia otro lado
contaba las estrellas
quedaba parado por las noches
su redondo mundo de terraza
podía hablar sin voz
podía ser transparente
cruzar las paredes
caminar sin ojos sin
papá
tomaba el espéculo
que no era espéculo
era un tubo largo
con cristales en la punta
por donde se mira el universo
papá miraba el universo
sabía cual era cual de las constelaciones y de la Osa Mayor y de la Osa Menor y la estrella Polar
papá sabía que no sabía otras aritméticas
una mano sobre el pelo a la luz del atardecer
un portafolio con turrones
besos
globos con oxígeno
risa
XIX
mamá nunca se saca el antifaz
dos orificios detrás de los orificios de la máscara
entra sale ordena nadie escucha
se coloca otro antifaz sobre el antifaz y sale
mamá da clases a los otros
zapatea en las baldosas
sube el cierre de su vestido gris
me pone vestido gris de cartón con cierre que pellizca entre mis cejas
luego prende un fósforo y lo arrima a mi cabeza
quemaré tus fantasías
dice
PÁGINA 6 – CUENTO
Transparencia
Por Susana Ballaris (Gálvez-Santa Fe/Argentina)
La figura femenina lleva su vestido largo ancho diría plumoso. Hay un leve movimiento en el hombre en su sombrero al viento.
El sol esquiva cada rincón de la habitación y medio adormecido encuentra un lugar en algunos pliegues de los espejos redondos.
Están allí: esperando que uno le hable al otro.
Pero siguen serios, y yo no sé qué hacer si quedarme en silencio o decir algo, aunque sea bien bajito.
Naranjas opacas están caídas en el suelo y otras perdieron su rumbo al pasar por la ventana. .
Si entrara, detrás de mí habría una puerta..
¿qué hago?, ¿sigo mi camino? ¿O los dejo?.
Ellos están empecinados en no decir nada.. Los pies del hombre están como clavados en el suelo medio amarronado y la mujer sigue tal cual tan elegante con su vestido largo diría plumoso.
Mientras tanto, el sol sigue reflejándose usando su habilidad para inmiscuirse en los intersticios de los muebles, del cortinado, en la madera del piso.
Decido dar unos pasos.
Y giro mi cabeza hacia atrás.
Los miro.
Ellos me miran.
El sol está quieto.
Solamente se observa un movimiento sutil en el sombrero del hombre.
Las naranjas siguen allí. Nadie se ha animado a quitarlas del lugar.
Y allí en ese instante, me doy cuenta de que el óleo le ha dado una transparencia inusual a la escena.
PÁGINA 7 – ENSAYO
En "estado de literatura"
Por Estanislao Giménez Corte (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)
I
A nadie escapa que, durante demasiados años, el binomio "literatura y compromiso" hizo las delicias de los polemistas y los expositores de seminarios. Por décadas, el entrecomillado refirió a un tamiz netamente ideológico, que relacionaba una actitud -el compromiso-, con una decisión de índole política y una "ubicación" en el mapa de esa ciencia y práctica. Tratábase, esencialmente, de que escritores e intelectuales manifestaran apologías y rechazos frente a regímenes, procesos, revoluciones, en abierta sintonía con los vaivenes y obligaciones de pertenecer a derechas e izquierdas. Se decía, con insistencia, que aquello era importante porque indicaba "desde dónde" escribía un escritor. Todo el siglo XX se caracterizó por esta puja. Muchos, empero, no compartieron este debate omnipresente; desde los márgenes, gritaron su disidencia. La soledad, la bohemia, la lectura, la corrección, enumeraron, son los tópicos fundantes de una obra, no la política. Hubo, además, quienes entendieron que el compromiso no es otra cosa que una incesante búsqueda estilística. Nada, sin embargo, es comparable a la cruzada con que arremetió, en los 70, el ignoto portugués residente en Brasil Jorge de Vila-Lobos.
II
Tuve noticias suyas casi de casualidad. Súbitamente despertó en mi curiosidad y, cuando lo leí, una perturbada admiración. Vila-Lobos partió de un principio, en apariencia, delirante. En los cafés de Fortaleza o Coimbra concibió un plan de acción sencillo de exponer, extremo y tal vez imposible de concretar: quería, para que su literatura se nutriera como ninguna otra, "vivir" sus relatos, poner el cuerpo, ser a la vez narrador y protagonista. Así, comenzó una cruzada desquiciada. En Curitiba, en uno de sus muchos viajes, decidió escribir un relato sobre la pobreza. Se internó en las villas: sintió en su cuerpo el calor, el hambre, la violencia, únicamente para escribirlo. Siguieron luego textos sobre la vida en la selva, en las grandes ciudades, en los conventos. En todos los casos pasaba largas temporadas "viviendo como". Pronto fue por más. Lo explicó así, en una carta: "hasta ahora he experimentado con situaciones de tipo social. Esto no difiere en demasía del trabajo de un cronista. Ahora pretendo explorar al hombre: las obsesiones, las fobias, los miedos". Primero, dijo en ese texto, escribiría sobre la traición. Fue desmesurado: para hacerlo, no sin dolor, traicionó a sus amigos. Debió huir y se sumergió en una existencia pesadillesca, solo y odiado. Como consecuencia, creó su mejor relato. Quebrado pero firme, pensaba que sólo así se acercaba a su objetivo, personificando su literatura, a cualquier costo. Siguieron luego episodios (y textos) sobre la infidelidad, la ambición, el juego, las drogas. Perdió todo, lo golpearon, lo amenazaron. Sus textos de entonces, desgarradores, harían empalidecer a los poetas malditos. Luego, arruinado ya, como no podía ser de otra manera, comenzó a obsesionarlo el tema de la muerte. Quiso escribir sobre un asesino y para ello, claro, él mismo mató. Dice la leyenda que dio forma a su relato escapando de la policía, tras dar muerte a un hombre de voluminoso prontuario. Se guareció en una villa. De allí procede su última historia, inconclusa, por supuesto. Se titula "Divagaciones antes del suicidio".
PÁGINA 8 – CUENTO
Perros callejeros
Por Lidia Castro Hernando (Mar del Plata/Buenos Aires)
Escondida atrás de un árbol de la Plaza Rocha, de cada plaza que él elige una semana, otra, y otra, para tocar ese violín desafinado y atado con alambre, lo espiás. Te costó encontrarlo después de que se rajó de Buenos Aires. Pero el odio siguió. Y cómo. Lo buscaste en Rosario, en Neuquén, en Mendoza, en La Plata. Vos sabías que era puntero, pero la cana no había hecho nada. Era tu hombre y murió por el pico de una botella que este otario le clavó en el cuello, y vos no perdonás. Veintiún años penando, te mantuvieron. Te ves vieja con tus sesenta arrugados, tu pelo lavandina, flaca, fané y descangayada a fuerza de comer salteado, trabajando en la cama cuando algún chabón busca calor, sin que le importe tu edad. Nunca tuviste más familia que aquél, “el Pibe”, y te lo quitaron.
Cuando alguien en la plaza Mitre lo llamó “Guito”, pensaste por fin. Ahora estabas segura. Tenías que arrimarte más, lo sabías. No podías perderlo.
Tus ojos grises y tu voz son los mismos de aquel entonces y seguís siendo “la Susy”. Querés que te vea, te reconozca y tiemble. Más que nunca.
Estás tan cerca de ese tipo con su traje a rayitas, el pañuelo sucio, los zapatos rotos y el mismo sombrero ridículo. Pero el tiempo pasó. Por más que se tape las canas con cera de zapatos, que no se afeite, por más que lo veas sombrío y enfermizo, están los mismos ojos negros, los mismos rasgos duros, la nariz puntiaguda, inconfundible. Te animás, y le pedís una milonga. La toca como si nada. ¿Es o se hace? Ni una señal que te diga que se dio cuenta de quién sos.
En la semana te hacés ver cada vez más. La ansiedad te está matando. Una mañana te aguantás dos horas sentada al lado del perro que lo acompaña, escuchando esos tangos que reavivan tu amargura. Le preguntás cómo se llama. No te contesta. ¿Los años también lo habrán dejado sordo? Eso explicaría tanto desafine.
Te le plantás y le decís que sos Susana. Qué raro: usaste un nombre viejo. Así no vas a ningún lado; cualquiera puede llamarse Susana, hasta una perdida como vos. Cortás el sánguche de mortadela, le das un pedazo y le pasás un mate. Le tiembla la mano. ¿Será que te reconoció? Querés que te vea los ojos. Mira nada más que el piso, y chupa con su boca desdentada. Te vas decepcionada de él y de vos.
Desaparecés unos días. No sabés qué te pasa. Eso es mentira; sí, sabés: el calvario está por terminar y todo final es triste.
Una noche lo ves sentado debajo de un árbol, tomando vino con otros perros callejeros. Te vas acercando de a poco. Es la primera vez que lo ves hablando. Está contando algo sobre una mina como vos, un pibe, una vida de mierda. Todos se pasan la cajita y escuchan. Te hace una seña para que te juntes. Te tirás en el pasto y te ponés a llorar. Por tu infancia, porque te das cuenta de que habla de él, porque te da bronca que tenga una historia como la tuya.
Ya no sabés cómo salirte. Estás perdiendo eso que te hizo seguir viva: que se vuelva loco o se mate. Te sentís menos ahora que él te siente más. Varias tardes lo seguís de lejos, como al principio, pero ahora ves que recorre el lugar con los ojos entrecerrados, como buscándote. Te cuesta admitirlo. A veces, pasás con tus vestidos viejos, deslucidos y fuera de moda, intentando mostrar desprecio o al menos indiferencia. Y toca “Madreselvas” o “Pequeña”.
Estás confundida. No aportás durante días, y te la pasás en la pensión tomando whisky barato y haciendo fuerza para acordarte del motivo de tu repudio. Pero después de tantos años de vivir acompañada por una sombra, ahora te sentís vacía de odio. Y no te gusta.
Volvés a la Mitre. No está. Lo buscás en las otras. Tampoco está. Preguntás, y te baten que lo llevaron al hospital por el cuore.
No. No querías que terminara así, enfermo. Lo querías muerto de miedo, no de dolor. Vas al Interzonal.
--Guito, soy la Susy.
--¿Susy?... ¿la Susy?
--Sí, soy yo.
Suspira aliviado. Estira el brazo lleno de cables. No querés tocarlo, pero igual le guardás la mano entre las tuyas. La masajeás.
--Susy…hacé lo que tengas que hacer.
No decís nada. Te sentás en una silla en ese cuarto frío, y volvés a llorar. No querés que tu hombre se te muera otra vez.
PÁGINA 9 – ENSAYO
Encomio de los cuernos
Por Alejandro Maciel (Corrientes/Argentina)
El doctor Justo Ovelia, conocido sinólogo del barrio y obsesivo estudioso de las “Técnicas de engarrafar agua mineral (1) entre los beréberes” ha debido de viajar al extranjero y como vive solo tomó antes la previsión de pedir a mi familia el cuidado de la casa, depositar algún dinero para solventar gastos durante su ausencia prevista en no menos de seis meses y dejarme una escueta saluda caligrafiada agradeciéndome resolver cualquier situación “de índole judicial o policial” que pudiera presentarse en este lapso. Siempre me sorprendieron las reacciones de mi vecino pero este supuesto allanamiento de la gendarmería forense me produjo cierta zozobra no exenta de curiosidad.
Que una patrulla de la comisaría decidiera súbitamente agraviar con sospechas el domicilio de un hombre que vive estudiando el rotulado de la Dinastía Shang y las diversas manipulaciones previas al envasado de agua bajo los diferentes sucesivos califatos me parecía propio de una mentalidad obtusa, muy lejos de las previsiones de mi ilustre aunque anónimo vecino.
Entre las discordes y tenuemente contradictorias directivas que nos adscribió figuraba una inspección ocular (así lo dejó escrito, como si yo o mi familia fuésemos a tantear mobiliarios y enseres en la oscuridad) de toda la casa cada diez días. En una de esas excursiones por la mansión, (que es amplia, tiene dos plantas y quizás unas veinte habitaciones que ocupan alternativamente el doctor Ovelia y su gato al que llevó consigo librándonos de la fastidiosa tarea de cuidarlo, ya que se trata de un cuadrúpedo áspero y lesivo), encontré el escrito que figura bajo el turbador título de “Encomio de los cuernos”; panfleto que supongo traducido de alguna homilía procaz al uso oriental o de quién sabe qué fuente tan original como el pecado. Pongo las manos en el fuego en nombre del sinólogo a quien conocemos desde que nos mudamos al elegante barrio “Las Gardenias” hace unos veinte años. El doctor Justo, justo es decirlo, se aplica con insistencia casi malsana a los dictámenes de su ética protestante y jamás condescendería a redactar algo nocivo o con intenciones aviesas o traviesas.
Aunque milito en el cursillismo católico, me considero una especie de revisionista dogmático y la copia y divulgación de este curioso documento no zahiere mi alma inmunizada por el salterio y el Libro de Job. Queden en paz los doctores de la Iglesia; todas las vírgenes que soportaron con ahínco el asalto de sus pudores por parte de –casi siempre- lúbricos italianos en tiempos del Imperio; castos y legales concúbitos que jamás mancillaron los ajuares domésticos con intromisiones de terceros o terceras. Quede en paz todo el mundo de los probos contra esta prueba activa de la canallería sensual elevada a misión redentora por quién sabe qué oscuro oriental pervertido de ojos y moral oblicuos. No me mueve más que la curiosidad y el sentido de la solidaridad al propagar esta advertencia. Vaya la prédica para amonestación de los justos ya que el inicuo, con pasión contumaz, jamás se dejará persuadir acerca de las ventajas de la vida conyugal libre del león del adulterio. Ignoro con qué intenciones el doctor Justo Ovelia recopiló esta pancarta malsana ya que nadie más libre que él, soltero consuetudinario, de las acechanzas de la infidelidad conyugal. Tal vez fue estafado en su buena fe y lo compró, como suele hacerlo, en un bazar magrebí a un buhonero que lo anunciaba como reliquia autógrafa del Emir de Tesalónica. Quizás abonaba la intención de hacérmela llegar o propalar entre los vecinos pacíficos el libelo adulterino para advertir el peligro. Adulterado en sus formas, ya que no me pude resistir a retocar el estilo decorativamente gentil que usaba el autor, lo doy a la prédica de todos, que es la forma más sencilla de decir nadie.
Supo el sabio Ab-ahl-ami que entre los axiomas del difundo Euclides Geómetra figuraba uno que enunciaba que “dos líneas paralelas jamás se cruzarán aunque se las prolongue hasta el infinito” y, contra tal precepto que confirma la razón hasta del hombre más torpe, por ser evidente en sí mismo sin requisitos de demostración, se alza la voz de un Imán, un pastor, un Papa o un Pope quienes, amparados en rutinarias escrituras anónimas, quieren cruzar dos destinos y no conforme con hacer de ellos una cruz, reclaman atarlos de por vida hasta el infinito.
Lo que no puede la Geometría –ciencia de las mediciones demostrables- lo quiere la Teología, ciencia de las afirmaciones indemostrables.
El lazo matrimonial asfixia por igual al hombre y a la mujer. Basta repasar con neutral criterio la historia entera para saber que los amores más apasionados nacieron y ardieron lejos del lecho conyugal. La alcoba marital es el patíbulo de cualquier pasión, por ardiente que fuere. El sexo se sustenta en las sombras, respira en la clandestinidad, se abona con el fermento del anonimato o la ocultación. La posesión anatómica del cuerpo ajeno se basa en el vil traslado del derecho a la propiedad privada extendido indebidamente al dominio físico de otra persona y si reaccionamos enfáticamente contra la esclavitud, ¿por qué nos resignamos a seguir pasivamente con la mala costumbre de atar la gente de por vida en yuntas como si fuesen bestias de tiro? ¿No constituye otra flagrante forma de mita, encomienda o yanaconazgo cívico-sexual esta donación de nuestra libertad individual más íntima; esta capitulación de nuestra patria-potestad erótica?
Yace hace milenios la sensualidad humana sepultada bajo la lápida del consorcio marital. Miles de hombres y mujeres se agostan inútilmente siguiendo la receta ajada de la fidelidad al vínculo dual amparándose en la cuestión material de la propiedad privada. El razonamiento que sustenta esta hiperbólica costumbre social degenerada en jurisprudencia podría resumirse de este modo: Toda persona es mortal, soy persona: luego, moriré y mis bienes quedarán bajo la custodia de mis hijos. Si soy fiel tendré la seguridad de que mis hijos son míos y así, el arduo esfuerzo de mi trabajo no beneficiará a un extraño.
Analizando bajo sospecha este razonamiento comprobaremos que sólo tiene vigencia para la mujer y descansa en un cálculo materialista y mezquino. Ya está dividiendo la sociedad entre “mis hijos legítimos” y “los otros”. Como es costumbre ancestral, deposita los deberes en la mujer y los derechos en el hombre. La fidelidad del esposo no es fundamental para asegurar la paternidad y esto culmina en la doble vida que todos sabemos llevar y callar entre caballeros. Pero aún si la mujer decidiera quebrantar esta norma anormal y devinieran frutos foráneos en la casa familiar, ¿no estaríamos cumpliendo el ideal que el finado Platón programó en su “República”? Los hijos serían un bien público al que todos deberíamos prestar asistencia obligatoria ya que el niño rollizo de la vecina que alguna vez visitó mi lecho bien podría ser mi progenie, como así también la cándida escolar que cada mañana me saluda creyéndome un simpático conocido cuando soy nada más y nada menos que su padre biológico aunque ambos lo ignoremos.
De esta manera desaparecerían los niños de la calle por los que tantas ONGs, fundaciones y fundiciones laboran en confortables oficinas acondicionadas imprimiendo folletos con instrucciones sociales, elaborando estadísticas, arduas investigaciones acerca de causas y consecuencias sin dar con la salida al laberinto de perdición que es la calle en la que cada vez más y más niños y niñas adquieren destrezas poco recomendables.
Decir fidelidad es contradecir celos, ese castigo antediluviano de la raza que amargó más de una vida decente con la sombra de la sospecha elevada a hipóstasis de la existencia. En la mente de quien padece celos la coyunda sexual pasa (para exponerlo en términos aristotélicos) de la potencia al acto en cuestión de segundos y todos sabemos entre caballeros lo arduo que resulta a veces pasar al acto por falta de potencia cosa que nuestras esposas/dueñas/amas ignoran en su imaginación facinerosa. Esposa que no sospecha de su mejor amiga, tiene ojos torvos para con nuestras colegas de trabajo, las vecinas, las ex camaradas de colegiatura, ni qué decir de las secretarias o auxiliares de cualquier índole. Nada escapa al ojo suspicaz de quien duda metódica y cartesianamente de la fidelidad. ¿No será una incubación de su propia mente deseando caballeros ajenos lo que hace suspicaz a las consortes sin suertes? ¿No será que recela en el otro lo que desea para sí? Y esto nos lleva a sugerir que la infidelidad, respetables lectores, anida por igual en hombres y mujeres aunque unos la lleven sistemáticamente a la práctica y las otras se queden casi siempre en el camino envenenado de la teoría. Lo que daña el alma es la intención y ambos por igual son reos de duplicidad que estafa el juramento nupcial inmortal, que se vuelve inmoral.
Pero, ¿es naturalmente indispensable la monogamia “quo ad vitam”? Fuera de los considerandos hipotecarios y sucesorios, ¿fortalece los vínculos sociales o antes bien, es un factor permanente de sospechas, disputas, rencillas y hasta refriegas domésticas que no pocas veces culminan en tragedias que estampan las portadas de los diarios sensacionalistas? ¿Por qué empecinarnos en cargar sobre los hombros de hombres y mujeres este pesado yugo que ni siquiera Moisés pudo soportar en las tablas de piedra que, como cuenta la historia si algún judío no la retorció, terminó arrojándolas al becerro, símbolo de la fertilidad natural de la raza?
La felicidad queridísimos lectores es en sí, efímera. ¿Por qué habría de ser eterno el amor que no es más que un estado de felicidad vivido a dúo? Pasa, ínclitos lectores. Cede su sitio a la rutina, a la misma mesa, a la misma cama, a las mismas posiciones anatómicas, al desgaste y la usura de los años.
Y ya que dijimos años, la edad es la piedra de Sísifo a la que natura nos condenó inocentemente: nada le hemos hecho al nacer para sufrir la maldición del desgaste, las artrosis, la próstata, la menopausia, los taponamientos arteriales, la diabetes o la gota. Si algo alivia al hombre y la mujer en la edad madura es el bálsamo de la juventud, aunque fuese prestada. ¿Quién, aunque hubiese propasado la barrera de la cuarentena no se inflama de ardores juveniles junto a una cándida joven de veinte años? Y Viceversa. Hemos sido testigos de verdaderas resurrecciones hormonales en señoras cincuentonas que adoptaron un entenado de veinte. ¿Qué futuro le espera a esta digna señora al lado del hombre averiado de sesenta años al que las leyes humanas y divinas ataron de por vida? Este mismo señor deteriorado ya hallará recursos de reparación junto a una joven mujer de treinta con olor a espliego y salud.
Hasta aquí la traducción del sinólogo, siempre metido entre los vericuetos de su conciencia que alberga, como lo acabamos de constatar, ideas casi subversivas y altamente peligrosas para la paz social basada en la sagrada familia. Copié la traducción traicionando alguna que otra frase para seguir los dictámenes del autor tan contrario a la fidelidad. En cuanto al misterio del doctor Ovelia sigue pareciéndome sospechosa la aplicación insana que invirtió en trasladar al español esta receta impía que, de acatarse derrumbaría los muros de Jericó que defienden el orden, los pilares de la sociedad, la democracia, la participación ciudadana en la responsabilidad pública, la estabilidad de los títulos bursátiles, las sociedades de fomento barriales, las cooperadoras escolares y quién sabe cuántas cosas más que podrían averiarse si malgastáramos el bien ganancial que es la base del capitalismo. No sé qué otra excusa agregar para silenciar mi conciencia y, en consecuencia, la del sinólogo.
Ya saben qué esperar de ahora en más de un hombre que vive con un gato.
PÁGINA 10 – POESÍA ARGENTINA
Beatriz Valerio (Concepción del Uruguay-Entre Ríos/Argentina)
"Mi destino es vivir el drama del sentimiento y de la imaginación, de la realidad y de la irrealidad." Anais Nin
El beso
Olvidando el tumulto parisino
buscando un muelle cómplice
olvidando el frío que impera,
y los vientos audaces
que sacuden los árboles,
llega el beso ardientemente.
Atrás un velero con turistas
suspirando la libertad de amar,
nace la emoción y desaparece
y se plasma en una fotografía
que perdurará en los tiempos.
Vienen más besos y sonrisas,
un cerrar la puerta de adentro,
de una desconocida pieza.
Los sorprende la madrugada
escribiendo un nuevo libro,
y un cuadro a medio terminar.
Tatúame al tacto
Juntemos tu aliento a mi aliento
unámonos a la luz bebiendo la copa,
que las ganas serpenteen montañas,
valles, praderas y llegue a ti, a mí.
Enreda en mis pelos los rayos del sol,
detenme allí, a la luz de la luna,
hazme cosquillas en mi corazón,
saboreando, despacio, lento, tu sentir.
Bésame en el centro de mi vientre,
has de mi piel un sendero de tus besos,
entra en mí y hazme sentir tu alma
arquéandome toda, quedando en mi ser.
Y allí detente, en el umbral del poseer,
apriétame fuerte, fuerte, y dime, sí,
como sólo tú sabes decirme dulce, tierno:
-uis mi bea que rica y bésame, bésame...
Tatuándome al tacto suave, despacio...
Acariciar tus pensamientos
Déjame acariciar tus pensamientos
mientras suena una canción de Arjona,
o mientras lees a la Vilariño,
y así juntos, unidos en la inmensidad,
disimulando este tremendo amor
sentimos tu latir en mi latir.
Déjame viajar con vos por los mares,
mojar los piés entre las olas,
recoger esas caracolas de atardecer,
y ponerlas en tu oído, en mi oído,
soñar, soñar, soñar de a dos,
dos locos testarudos amándose.
Déjame acariciar tus pensamientos
mientras el agua de la ducha cae,
recorriendo tu espalda, ligera,
resbalando entre tus piernas
y quedes en mis manos adueñándose
de este salpicar salvaje del jabón.
Sin darme cuenta querido amor mío,
me fui perdiendo en tu fuego
sintiendo la llama encender mi cuerpo,
dejándome entregar en toda tu magia
lo que soy, lo que siento, mis ansias,
y sólo sueño con ese día que ancles
tus manos en mis manos...
Tango en París
Diecinueve de junio entre lloviznas
elevando mi emoción en brazos
a un cielo gris plata, ilusionada,
bajando a la vida más lúcida.
Entro al sueño del tango en Paris.
Mientras gotea la tristeza
surge la esperanza única
el ritmo se rescata a tus pasos,
que me introducen al escaparate.
Me entrego a tu languidez.
Es el puerto de la nostalgia,
en la ciudad luz oculta,
aunque en un lugar del ser
en mi corazón y el tuyo.
Nos une en la distancia el baile.
Hay alguien que nos escucha,
abre las ventanas y contempla
nuestro embarco audaz y pícaro,
que nos lleva y nos aísla del mundo.
PÁGINA 11 – CUENTO
Barrio Las Delicias
Por Jorge Isaías (Rosario-Santa Fe/Argentina)
Hacia las quintas era más cercano el cielo, el verde más intenso y la explosión de pájaros un regalo que tal vez en ese tiempo no valoráramos.
A veces, al atardecer, como quien va hacia Puente Gallego, nos llegábamos con las tramperas para cazar pájaros a un hondo callejón que en los planos municipales figurarían como calle Battle y Ordóñez o tal vez Muñoz, o alguna otra cuyo nombre olvidé. Por ese callejón había algo que tiraba como un imán, como un regalo preciado, la quinta de Imperiale, y allí nos esperaban las mandarinas y naranjas en hileras sin fin, donde nos hartábamos de comer sus pulpas de dulzor jugoso. Otros chicos, como el “Diente”, “el Chueco”, los hermanos Fregapane, llevaban una bolsa de arpillera y confiscaban unas cuantas docenas para salir a vender casa por casa o se paraban en Oroño y Arijón a vocear su mercadería. En especial los Fregapane, a cuya madre viuda –flaca, seca, morena, áspera como un látigo- ayudaban.
Los hurtos eran tan inveterados y populosos –quién de mi edad y en aquellos años puede decir que no distrajo una mandarina de la quinta de Imperiale- que los quinteros hartos, nos tiraron un par de escopetazos. Oigo aún el ruido de las municiones en las hojas inocentes de los mandarinos que brillaban, verdes, muy verdes, bajo el sol de aquel atardecer de Octubre.
Aún no estaba la avenida de circunvalación y hacia Puente Gallego todo eran quintas u hornos de ladrillos y caballos sueltos con su pájaro en el lomo. El balneario “Los ángeles” estaba abandonado (¿quién le habrá puesto tan hermoso nombre?). Nosotros tomábamos el colectivo número 61, un hipante Leyland de la segunda Guerra, de color verde aburrido o en bullanguera barra y a pie nos íbamos a bañar al arroyo Saladillo, justo debajo del puente por donde Ovidio Lagos se hunde en el campo o en las barrancas cercanas hacia donde prefiguraban los potreros con vacas, luego de sortear los primitivos basurales que hoy son escarnio.
Allí íbamos los domingos con mis padres –mi viejo era amante del agua y gran nadador- cuando se llenaba de familias con sus canastas de comida y sus fueguitos para el asado o el mate, yo me extasiaba admirando aquellas muchachitas con sus mallas de baño, sus muslos de peces fríos, que en ingenua seducción, mostraban.
Si había alguna que llamara nuestra atención y en aquel tiempo, para ser sincero, su condición de belleza inesperada no nos hacía muy exigentes, la tarde estaba perdida para el chapuzón torpe y el baño, porque nuestras miradas iban hacia allí, mecánicamente y sin ningún disimulo. Mirábamos esos grupos chillones de muchachitas que con seguridad esa noche nos quitaban el sueño.
En los atardeceres de aquellos veranos remotos nos reuníamos en la esquina de Caburé y Cortada Catalina (como se dice hoy: Madre Cabrini y Cortada Arangreen) o en Arijón y Lagos, frente al Restaurante de Pinatti, con los hermanos Ferrari –Carlitos y Raúl-, con el nieto del verdulero Fagotti, cuyo nombre olvidé, allí veíamos pasar el tranvía 26 con su estela esplendente de luces que cruzaba por Lagos como un barco ebrio, a los barquinazos, hacia el cruce de Muñoz donde terminaba el recorrido, justo frente a la cancha del club Peñarol.
En ese núcleo de Arijón y Lagos, con su esquina donde había una serie de puestos de verdura que llamaban La Feria, hecha de maderas y chapas y pintados todos de verde furioso, allí nos sentíamos a nuestras anchas, allí no dejábamos de encontrarnos y desde allí observábamos con sumo interés lo que nosotros creíamos, era “la vida”.
Cerca estaban, el cine Venus, la bicicletería de Temperini, uno de cuyos hijos jugó en las inferiores de Central, la fábrica de frenos de bicicletas de don Pepino Basile, papá de Paulita quien sería con los años mi compañera de facultad y mi amiga, pero en aquel tiempo faltaban “muchos camellos en la edad de orar” como diría el Cholo Vallejo.
Allí se juntaban otros chicos: Pascualito Dimarco, los hermanos Anelli, los Lajara y un muchacho rubio, a quien llamaban “Larita”, que murió aplastado por un camión en esa misma esquina, estúpidamente, mientras esperaba la “F” para ir a una escuela Técnica donde estudiaba.
El recuerdo flota allí a veces denso como una mancha oscura, a veces luminoso como en las noches de carnaval donde acudíamos con los pomos arrojadores de agua y los globos repletos para hacer estallar en la espalda de alguna muchachita distraída, aunque la mayoría se rompía en las chapas solitarias a esa hora, de la Feria.
Los corsos abarcaban desde esa esquina hasta Arijón y Oroño, de tierra en aquellos tiempos en que ese barrio se llamaba “Mercedes de San Martín”, según rezaba una placa en un monolito de cemento que estaba justo en la esquina.
De cualquier modo, cuando el recuerdo me visita como un perro fiel no puedo dejar de pensar que en ese tiempo, el “centro” para nosotros era como un imán remoto, ya que el objetivo máximo era –con el permiso paterno- la esquina de Tupungato y San Martín, donde llegábamos con el 61 antes nombrado y que allí terminaba su recorrido y en mi memoria viene también, como un tropel de otros recuerdos de esa esquina, que hoy discretamente callo, porque pertenecen a otra época de mi vida que por hoy no me interesa relatar aquí.
PÁGINA 12 – ENSAYO
El poeta, domador del viento
Por Graciela Maturo (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)
porque domar un potro
es como templar una guitarra
Leopoldo Marechal
Hace cien años nacía, en el porteño barrio del Abasto, Leopoldo Marechal, uno de los grandes de la literatura argentina e hispanoamericana. Nadie puede negar que es una figura fuerte y conflictiva, como lo han sido Lugones, Castellani y el propio Borges. A fines de la década del 30 había obtenido los Premios Nacional y Municipal, y en España era considerado el mayor escritor de la Argentina. Su militancia política lo alejó de sus pares, hasta que fue reivindicado en 1965, durante un breve tramo próximo a su muerte. Sin embargo, parecería que sigue siendo una presencia molesta para la conciencia de los argentinos, y un escritor incómodo para algunos críticos. Unos no toleran su posición política, otros su fe religiosa, algunos su humor corrosivo, otros su fuerte convicción teológica paradójicamente rechazada por aquellos que se sienten dueños de la ortodoxia.
Marechal es fundamentalmente un poeta, es decir un hombre tocado por una vocación contemplativa y reflexiva que se tiende al mundo y a sí mismo para indagar en su significación última: alguien, también, que apuesta al lenguaje confiando en su virtualidad revelatoria. En él asoma tempranamente una actitud de fe, naturalista, espontánea, que nunca se ve totalmente resquebrajada pese a la aparición de la pregunta y el cuestionamiento. Esa fe juvenil, acrecentada en la adolescencia del muchacho autodidacta, infatigable lector de bibliotecas barriales y también bibliotecario en una de ellas, ostenta cierto toque nietzscheano aprendido en Darío y en los simbolistas . Entiendo que esa peculiar torsión, que lleva a Marechal hacia las fuentes griegas, marcó su postura filosófica aún después de haber pasado por los filtros penitenciales de su conversión, y por la formación doctrinaria de los Cursos de Cultura Cristiana. Esta peculiar actitud temperamental y filosófica diferencia el catolicismo de Leopoldo del de su gran amigo Francisco Luis Bernárdez, considerado el poeta de la liturgia católica. Sin diferenciarlos en forma abrupta, diría que la audacia vital de Marechal y su tendencia ecuménica anticipaba pasos tardíos de la Iglesia, conduciendo a nuestro poeta a la superación del idealismo y a una progresiva comprensión del mundo, la política y la cotidianidad, a través de un descenso que será subrayado en su poética y expresado por el humor. Esta visión debía buscar su cauce expresivo en géneros como la novela, el cuento, el ensayo y el drama.
Por tratarse de un congreso de poetas he elegido como tema la poesía y la poética de Marechal, que a partir de los años 30 marcharon unidas.
No todos los poetas son capaces de elaborar una poética, y no todos hacen de ella el centro de su existencia pero recordemos ante todo que no se trata en absoluto de una preceptiva poemática sino de una concepción -mística y filosófica - del poetizar.
Marechal partió de un moldeado literario modernista, si accedemos a la categorización siempre revisable que se ha adjudicado a la poesía hispanoamericana de fines del siglo XIX a través de su peculiar torsión romántico-simbolista. En rigor, se trataba de un movimiento que pese a su denominación de modernista se perfilaba como un auténtico posmodernismo si se piensa en su libertad para remozar y reinterpretar los cancioneros medievales, la lírica del siglo de Oro y los clásicos antiguos dentro de una nueva atmósfera.
El autor de Los aguiluchos conoció esa fuente a través de las obras de Lugones, en especial Las montañas del Oro, que es el texto magistral oculto en su libro Los Aguiluchos, de Darío cuyo libro Azul dice haber leído con deslumbramiento, y de otros autores no todos nombrados pero seguramente leídos como Alfonsina Storni, Baldomero Fernández Moreno, Almafuerte, Carriego. Marechal no traicionó del todo esa fuente, si se piensa en su moderado vanguardismo, su pronta recuperación de la tradición hispánica medieval y barroca, su afición a la parábola y su inclinación cada vez mayor a una poesía didáctica.
Los aguiluchos es libro modernista, que rinde culto a Capdevila y a Rojas, a un admirado Lugones, pese a que su posterior relación con el maestro fue distante y conflictiva. Lugones, que había practicado audazmente el verso libre y las demasías metafóricas en sus dos primeros libros, era en los años del ultraísmo argentino la figura señera a ser destruida por la generación del 22.
El temple demiúrgico y nietzscheano de Marechal se muestra plenamente en su segundo libro, Días como flechas. Su euforia imaginista corre pareja en esta obra con una constante exaltación del yo y una consiguiente configuración del mito del poeta que prosperará en su novela Adán Buenosayres, ya cernido en los filtros penitenciales de la conversión.
La tercera obra de Marechal es su libro Odas para el hombre y la mujer (1929). Es este a mi ver el último eslabón de su primera etapa modernista-vanguardista, y a la vez el comienzo de una poesía trascendente que lleva la marca de un cambio espiritual profundo. Marechal había pasado de la inicial religiosidad naturalista, propia del ámbito anarco-libertario de su adolescencia y de su frecuentación del simbolismo poético, al acto de fe nacido de hondas experiencias personales.
A fines de 1929 viajó Marechal a Europa donde pasaría ese año de conmoción política en la Argentina. El había formado parte, junto con Borges, de un Comité de afirmación irigoyenista en los prolegómenos de la segunda elección de Irigoyen. Al volver de ese año de bohemia y estudio en París, el país se hallaba cambiado. Marechal también.
Un artículo de Bernárdez recuerda esa visita a París donde se encuentra con su inseparable amigo y también con otros artistas:
"Antes de conocer la gran novela de Joyce, Leopoldo pensaba en escribir la suya. estábamos en París desde los últimos meses de 1926, y nuestros días (que bien podrían llamarse Días como flechas ) se repartían entre los cafés usuales, es decir, La Rotonde, La Coupole, Le Dômme, La Cigogne, etcétera, y una librería que con el nombre de L`Esthétique abría sus puertas sobre el boulevard Montparnasse, cerca de la estación ferroviaria del mismo nombre, y cuyo modernísimo recinto, presidido por Suzanne y su hermana, y frecuentado por una fauna desde Tzara hasta Prampolini, pasando por Vicente Huidobro, acogía benignamente nuestro ocio y, muy a menudo, la fantasía de mi amigo, estimulada constantemente por la curiosidad de las dueñas de casa.
"¿Es verdad -decían ellas- que en Buenos Aires los hombres tocan la guitarra junto a la reja de sus enamoradas?" y Leopoldo: "Sí. Y, además, los vigilantes usan lazo para agarrar a los delincuentes. Por otra parte, hay allá unos vehículos muy prácticos: algo así como autobuses, montados sobre elefantes. Estos paquidermos se echan mansamente al llegar a las esquinas, para que la gente suba y baje." Las hermanas libreras abrían grandes ojos, el chileno tomaba la cosa como si fuese un poema creacionista, y Prampolini vacilaba. Vivíamos mitológicamente desde los días martinfierristas.
Pero el reciente triunfo de Ulysses y hasta la proximidad de su autor, cuya barbita luciferina atisbábamos entre pipas nórdicas, en torno a cierta mesa de aquel bar Viking que medio se escondía en una esquina del boulevard Raspail, acabó de exasperar nuestras llamas. Y Adán Buenosayres se anunció en sueños premonitorios que Marechal no me sabía explicar ordenadamente, pero que yo casi adivinaba."(1970).(1)
Luego de su año europeo, dedicado al vivir poético con amigos artistas, pero también a jornadas de estudio en que descubre a Plotino, Dionisio y la tradición a la que pertenecen, Marechal vuelve dispuesto al acto de contrición y reconciliación que hace el centro de su novela Adán Buenosayres, iniciada entonces. Parejamente prosperan, en sorprendente unidad, su poesía, su bouquin autobiográfico, como él lo llama, y su tratado estético.
Descubierto el hilo conductor - su ético-estética de base metafísica - se enlazan armoniosamente los distintos aspectos de su vida y su pensamiento. Produce una objetivación poética de su proceso espiritual en el Laberinto de amor, de estirpe dantesca, y un canto a la tierra y sus hombres en sus Cinco Poemas australes.
No se piense que en este libro, dedicado a evocar a los hombres del Sur conocidos en los viajes de su adolescencia, cuando acompañaba a su tío por los pagos de Maipú vendiendo "frutos del país", abandona el poeta sus preocupaciones estéticas y metafísicas. Siempre lo encontraremos sosteniendo su pensamiento con las imágenes del mundo, y especialmente en la figura del domador de caballos, que compara con el poeta en su acción de otorgar peso y medida al impulso salvaje del caos. Así lo expresa en el poema A un domador de caballos:
El caballo es hermoso como un viento
que se hiciera visible
pero domar el viento es más hermoso
y el domador lo sabe
Del caos al cosmos, de la guerra a la armonía (flor de guerra) tal el camino de Marechal, tal el núcleo de su estética.
Aborda una poética de contención y rigor intelectual en sus admirables Sonetos a Sophia y da una nueva vuelta de tuerca a su modernismo helenista al escribir El Centauro, velado homenaje a su primer maestro, Rubén Darío, al que contesta exaltando al nuevo centauro, el Cristo. Ambos libros, anticipados en La Nación, fueron publicados en 1940 y valieron a su autor el Premio Nacional de Literatura.
No olvidemos tampoco que en el año 1939, como ya lo hemos dicho, publica Leopoldo la primera edición en libro de su tratado Descenso y ascenso del alma por la belleza.
Detengámonos en esta poética metafísica o viaje del alma, en que Marechal continúa a San Isidoro de Sevilla, descubierto en la Historia de las ideas estéticas en España de Menéndez y Pelayo, y se remonta a través de él a una tradición místico-filosófico-poética nacida en Platón y reformulada en Plotino, Dionisio, San Agustín y otros filósofos y poetas posteriores como Dante Alighieri, quien es - junto con el viejo Homero - el gran maestro de Marechal. Tempranamente había descubierto Leopoldo las versiones españolas de la Ilíada y la Odisea en las bibliotecas barriales que frecuentó, antes de releerlas en la versión francesa del parnasiano Lecomte de Lisle. Todo ello aparece admirablemente sintetizado en su tratado, que es a mi ver una joya de la estética americana, no aislada en su rumbo sino acompañada de grandes poéticas del pasado y el presente como señalaré.
Marechal reconoció en la épica homérica su verdadero sentido espiritual, expuesto como viaje por el mundo a través de peripecias. Ya los antiguos daban cuatro sentidos al viaje de Ulises; el cuarto, el más escondido de ellos, era anagógico, espiritual. Nacía de esta interpretación la natural conjunción de Ulises y Cristo, que puede parecer forzada al lector no iniciado en las profundidades de la poesía clásica, heredada por la corriente del humanismo.
Expone la doctrina del descubrimiento de Dios a través de la forma del Creador impresa en el hombre - con lo cual hemos arriesgado su relación con la fenomenología, que redescubre la intuición, el nous, sobre la razón discursiva. Al hablar de intuición cabría precisar que se trata de distintos niveles de la intuición, que se apoya en las percepciones para avanzar en el reconocimiento afectivo y alcanzar la instancia intelectual del conocimiento superior.
Pero no es este el momento de desarrollar este tema. Digamos solamente que Marechal, al desplegar el itinerario del alma - con momentos autobiográficos que hacen del tratado un camino personal como lo he señalado solitariamente - habla del desbordamiento del sentido en las criaturas, y nos permite también prefigurar la alétheia o revelación enunciada por Heidegger. Nos hallamos lejos de las teorías del arte que hacen del artista un productor de artefactos bellos, o bien un productor de significaciones. Estamos en el seno del logos tal como lo intuye el alma religiosa, ese logos cuyos fueros pretendió dar por abolidos el filósofo Jacques Derrida, haciéndose intérprete de un tramo de la cultura europea que a mi juicio no es justo adoptar miméticamente desde América.
Leopoldo se dirige especialmente a los artistas, y es conveniente que se lo escuche ahora: A los artistas hablo sobre todo, a los artistas que trabajan con la hermosura como con un fuego. Tal vez logre yo hacerles conocer la pena de jugar con el fuego sin quemarse.
Si ese fuego existe, bien vale la pena arder en él. Así lo han hecho los grandes poetas, desde Virgilio a San Juan de la Cruz y Garcilaso, desde Luis de León a Hölderlin y Rilke, o en nuestras tierras Fijman, Molinari, Lezama Lima, Vallejo, Neruda, Ramponi, Enrique Molina, Olga Orozco, Sola González, Madariaga, por sólo nombrar a algunos eminentes que ya no están entre nosotros.
El alma puede volver a la fuente del sentido por los mismos vestigios que la apartaron de él, dice con el sabio Isidoro de Sevilla. Y va participándonos ese itinerario que no es sólo de conocimiento racional sino místico, en la línea del poeta Raimundo Lulio a quien nombra; lo llamo conocimiento místico porque trata de la participación en el ser y no de descripción o definición al modo aristotélico.
En fin, no es éste el momento de extenderme en asunto tan sutil como complejo, que he intentado profundizar en mi libro Marechal: el camino de la belleza. Sólo lo señalo porque sin él no se comprende la obra toda de Marechal, es decir su poesía, sus novelas, sus dramas y hasta sus cuentos, no muy numerosos, como por ejemplo Autobiografía de Sátiro.
Pero hay en Marechal la pasta de un militante, y así lo muestra su acercamiento en distintas etapas al socialismo, el radicalismo, el nacionalismo católico y finalmente el peronismo, a riesgo de separarse como de hecho ocurrió de sus pares y amigos. La participación en el mundo, la acción política, contribuyen sin duda a su elección del drama y la novela como géneros dilectos de su madurez.
A fines de la década del 40 da fin a su abultada novela Adán Buenosayres que encierra, en su compleja estructuración, una autobiografía, un tratado del alma y una sátira de su propio medio social y literario. Es innegable el papel que juega la poesía en esta obra, que bien puede ser considerada como un modo sui generis de la llamada novela del poeta, nacida en el romanticismo, o de la nouvelle al modo de la Vita Nova. Poco después produce Marechal su primer drama Antígona Vélez, versión cristiana y criolla del drama sofocleo. Acababa de traducir del francés, su segunda lengua, el drama Electra, en versión lamentablemente inhallable.
En el Año Sanmartiniano , 1950, produjo su Canto de San Martín, texto épico no exento de toques humorísticos que es parte de la Cantata Sanmartiniana creada por el maestro belga Julio Perceval, y estrenada en Mendoza en memorable función, con la asistencia del presidente Perón y su esposa Eva Duarte. Nadie duda del compromiso de Marechal con el peronismo: fue uno de sus mentores doctrinales y actuó como funcionario, tocándole recibir relegamientos e injusticias dentro del régimen antes de ser exonerado por pertenecer al mismo. Como doctrinario contribuyó a dar a ese movimiento un firme entronque con la cultura popular, basado en el sustrato religioso que la caracteriza, es decir buscando el fondo y no el simple folklorismo de las formas.
En los años de su ostracismo creó dos novelas injustamente relegadas por la crítica, pues integran con la primera una trilogía en la cual existe una trama intertextual conservando cada una de ellas su propia identidad y forma estética propia: El banquete de Severo Arcángelo (1965) y Megafón o la guerra (1970). Todas las novelas encierran la exposición directa e indirecta de la poética marechaliana. Me limito ahora a mencionar la presencia de un personaje que aparece en la primera y la tercera novelas del escritor. Se trata de Samuel Tesler, que configura la imagen del poeta Jacobo Fijman.
Una anécdota narrada por Marechal me hizo reflexionar sobre el episodio del encuentro con el linyera, plasmado en Adán Buenosayres. En efecto, Marechal evoca su encuentro con Fijman diciendo que lo halló llorando en el umbral de una casa de la calle Libertad. Su padre lo había echado por su deseo de convertirse al catolicismo a raíz de experiencias visionarias. Leopoldo lo llevó a su casa de la calle Egmont y allí nació su amistad con el poeta judío y cristiano, al que presentó a sus camaradas escritores. Marechal le otorga en Adán Buenosayres la condición de filósofo y lo convierte en el challenger de Adán.
En la última novela, una de las primeras aventuras o tareas cumplidas por el héroe Megafón, de compleja estructura que entrecruza lo biográfico del autor con la figura del lider político, es el rescate del poeta encerrado en el manicomio. De hecho, Fijman estuvo largos años internado en el hospicio, pese a su régimen de salidas, y murió en él pocos meses después de morir su amigo , en el año 70.
Pero lo que me importa ahora es interpretar el rescate del poeta, que lo convierte en coprotagonista de la novela Megafón o la guerra. Sin duda Marechal le ha otorgado importancia pues lo coloca al comienzo de su epopeya bufa, y convierte a Tesler en el coprotagonista de las hazañas de Megafón Cuando éste muere - antes que él, como en la vida - por haber encontrado en el fondo del laberinto infernal a Lucía, la Novia Olvidada, Tesler se convierte en el protagonista absoluto. Monta un show final y construye la compleja figura de una apoteosis del poeta, acentuando su misión salvífica en los últimos tiempos, como ya lo anunciara el autor en su Poema de Robot.
En los últimos años produjo Marechal nuevos dramas: La batalla de José Luna, sainete teológico, y Don Juan, drama al que calificamos, con Juan Oscar Ponferrada, de litúrgico. También en ellos hay referencias a la poesía, y a la teoría poética del autor. Fueron tiempos de nuevas creaciones poéticas como La Patriótica, La Poética y La Alegropeya, cantos integrados en la unidad septenal del Heptamerón (1966), y el Poema de Robot, que expone en breve drama simbólico la misión del poeta en los tiempos oscuros de la decadencia occidental.
Acompaña a este crecimiento en el poema, la novela y el drama una notable secuencia de trabajo intelectual recogido en prólogos y ensayos, y la publicación de la segunda y definitiva edición de Descenso y ascenso del alma por la belleza casi simultáneamente con el Cuaderno de navegación, que reúne importantes páginas sobre estética y política.
En distintas revistas publica Marechal sus últimos poemas, entre ellos Poema de la Física y Poema de Psiquis, que tuve el atrevimiento de editar en 1978 con el título de Poemas de la creación, inspirado en el texto.
La madurez de Marechal acentúa su vocación de maestro y guía moral, así como su preocupación teórica, política, ética y estética. No hay en su poesía muchos momentos de intimismo - al que nunca fue afecto - pero sí una fuerte estructuración intelectual, una gran solidez simbólica y una notable diversidad de fuentes. Sin pérdida de su compromiso católico, se asoma con interés a las tradiciones orientales, el hinduísmo, el gnosticismo. Su preocupación metafísica se abre hacia el humor, en piadoso registro de la contingencia humana.
Tal vez abusando un poco de los términos he hablado en algunas conferencias recientes de camino y travesía con relación a Bernárdez y Marechal. Travesía es un camino transversal, a campo traviesa, es decir alejado del camino principal y hollado.
Se me ocurre que es un sendero, una senda personal no siempre tutelada, como aquellas sendas de bosque frecuentadas por Martín Heidegger. También se me ocurre relacionar esta imagen con el concepto de lo abierto modulado por Rilke y reinterpretado por el filósofo alemán.
El propio Marechal, siguiendo una cierta tradición de la travesía -pues hasta las disidencias hacen camino y tradición- lo expresa en su poema El ciervo herido, publicado en el Nº 5 de la revista Sol y Luna y recogido en el año 40 en el volumen de los Sonetos a Sophia y otros poemas.
Lo transcribo aquí para subrayar esa conciencia valorativa del perderse para encontrarse, que hace a mi juicio lo medular de la concepción marechaliana.
El ciervo herido
I
Por irme tras la huella
del ciervo herido
me sorprendió la noche,
perdí el camino.
Solo corría el ciervo
por los eriales:
De su costado abierto
manaba sangre.
El ciervo fatigado
buscó las aguas:
Espinas de su frente
le coronaban.
Se fué por lo escondido
y holló la selva:
¡Quedaban a su paso
rojas las breñas!
Por ir de cacería
perdí el camino:
Mi pecho estaba sano
y el ciervo herido.
II
Como las azucenas
se abría el alba,
cuando seguí sus rastros
en la montaña.
Lo perseguí en las dunas
y en la marisma,
sin advertir el paso
del mediodía.
Detrás del ciervo herido
me halló la tarde:
¡ Sol poniente, mi vida,
luna levante!
Cerrado luego el día,
perdido el norte,
al cazador y al ciervo
cazó la noche.
III
El ciervo queda en salvo,
mi pecho herido:
¡Por ir de cacería
gané el camino!
Queda aquí expuesta, veladamente, a través de los antiguos simbolismos de la cacería y la noche, una filosofía iniciática que hace el elogio de la libertad. En otros trabajos he perseguido los pasos de ese filosofar en Garcilaso, dentro de la línea de Dante y de Petrarca, tema que dejo ahora apenas indicado. Es curioso que el poeta, apelando al acto de libertad, reencuentre el hontanar de su tradición, que lo religa con su lengua, con las fuentes hispanas y neolatinas, con el poetizar de los trovadores catalanes, provenzales, sicilianos, gallegos.
Pese a su "conversión", que es la de todo bautizado que asume su catolicidad en un momento de la vida, Marechal guarda la marca de su moldeado nietzscheano, aprendido en los modernistas. Su actitud fundamental es la del heroísmo trágico, la exaltación del hombre que finalmente alcanza en la cruz su medida verdadera, tal como lo asienta magistralmente su novela El Banquete de Severo Arcángelo.
Su opción por una paideia heroica sacrifica los tonos iniciales de su lirismo a la presentación de la vida en su contingencia y su grandeza. Aborda el humor en función de esa contingencia, y el estilo didáctico en la convicción del destino trascendente. La vida es para él combate, batalla, solicitación de opuestos, acto de riesgo.
En su Poema de 25 años afirmaba: "Elegirás tú mismo tu caballo más libre..".Lo obsesiona la libertad, pero al mismo tiempo el peso y la medida, que reúne en el simbolismo del Centauro. Muchos rasgos de su expresión certifican este temple marechaliano. Cultiva la canción tradicional, y en cierta etapa de su vida el soneto, pero aborda también la polimetría, los ritmos irregulares. Recrea la novela sobre la destrucción de la mímesis realista, accede a la estilización simbólica en la novela y en el drama, combina lo sublime y lo cómico, produce un sainete de sustancia teológica.
Suficientes méritos para ser recordado, suficiente obra como para merecer nuestro homenaje. En el año 2000, que a los coetáneos de Leopoldo - y aún a los nuestros -se presentaban como un horizonte lejano, su obra recientemente reeditada aparece como una cantera novedosa para la juventud, fascinante para todo lector sensible y cultivado, inagotable para todo estudioso serio de la literatura nacional.
PÁGINA 13 – CUENTO
Tupá y los huracanes
Por Juan Disante (Vicente López-Buenos Aires/Argentina)
"Rara vez pienso sólo con palabras".
Albert Einstein
Los mitos y leyendas originarios nos hablan con mucha mayor claridad que la razón de los hombres.
Saga es la Diosa de la Historia y también es una senda. Si avanzamos en el camino hacia el pasado, encontramos que el de Tupá es la saga mitológica guaraní más interesante del continente, porque acertó en predecir el desastre ecológico incubado en el mundo actual.
Tupá, también conocido por Oreyerá o Ñamandurueté, es hacedor del bien, siendo el espíritu supremo del trueno, porque éste es Arasunú, en el cual Ara es el cielo, el alto firmamento por excelencia, y Sunú la onomatopeya del terrible retumbo del trueno. Osunú es el trueno bueno, pero la sabiduría guaraní entendía que todo ente tiene su contrario-asociado. Las dos mitades "necesarias". ¡Que extrañamente zen y dialéctico! El concepto de nuestros primeros dioses apoyaban su pluma en una realidad divergente y, a la vez, concordante; en donde se necesitaban de las dos fuerzas para acrecentar la propia identidad: lo malo y lo bueno.
Entonces, de modo análogo y por oposición, existía Añá el dios del mal --asociado al mismo diablo-- que se dedicaba a confrontar con su enemigo Tupá y a hacerle la vida imposible, queriendo imponer las calamidades. Por eso el bueno de Tupá, apoyado en las fuerzas naturales, salía a pelear contra la lógica de la linealidad y la villanía de Mandinga.
Entre los primitivos tupíes y los botocudos, el relámpago Ara-Berá o Tupá Berá, era el Dios Tupí que se confundía con el cielo infinito y, usando el lenguaje de su brillo eléctrico, enseñaba a los humanos que debían cuidar la tierra como a sus propias vidas y les recomendaba no alterar la armonía vegetal, animal y mineral que los dioses habían otorgado en préstamo a los habitantes. El equilibrio natural era la mayor herencia a respetar y la depredación era sancionada con la respuesta de las fuerzas naturales. Además, debían de hacer oídos sordos a los ofrecimientos desleales de Añá, la deidad que sólo les ofrecería ignominia y "macanas".
De todos los dioses americanos Tupá fue el que reinó sobre los territorios más vastos. Su imperio se extendía desde lo que hoy es la península de Florida, abarcando todo el litoral del Atlántico hasta el Río de la Plata. Su influencia era tan preponderante que los pueblos querandíes, caribes, tupíes, guaraníes y charrúas eran adoradores fervorosos del Tupá. Ellos sabían que veneraban a un dios que, morando en las alturas montañosas, les había dado sobradas muestras de su altruismo y que (¡atención!), no sólo producía rayos, lluvias y vendavales, sino que en su furia ante las transgresiones de los hombres al medio ambiente, podía generar también terremotos.
Ninguna divinidad europea ni asiática ejerció un poderío más extenso que Tupá, pero los viejos sabios de las tribus habían escrito para las futuras generaciones que cuando llegara el santo sacerdote blanco desde muy lejos –y que haría alianza con Añá- comenzaría el crepúsculo del afable dios guaraní.
Y la profecía se cumplió: de más allá del océano vinieron los nuevos ocupantes y el dios del trueno fue vencido en muchas batallas por el soberbio Añangá Memby, la nueva personificación del desastre.
Curiosamente, los primeros jesuitas, que intentaron dirigir el culto a Tupá (porque significaba el Principio del Bien), se encontraron a lo largo de sus catequesis, que no sólo significaba una superstición literaria del mito de Jaraparí, sino que el poder de las fuerzas naturales del bien estaba convocado, en cada cita, por singulares ritos y danzas que los originarios pobladores ejercían en los momentos de crisis.
Los evangelizadores ya en Europa tampoco habían dado crédito a la existencia de Júpiter Tonante, el arremolinador de nubes de la Grecia de Zeus.
¡Qué error!
Hoy, siglo XXI, la más avanzada ciencia ha descubierto el papel fundamental que cumplen los relámpagos en el medio ambiente planetario. A su parecer, los huracanes son impulsados por la tala de bosques y actúan normando el eco sistema. Mientras que los rayos trabajan en forma directa sobre la ionización del magma, creando de esa manera nueva vida –llamada plasmacélulas- en su titánica y eterna lucha contra la devastación perseguida por el diabólico Añá.
Ese malmandado de Añá, que a veces gana batallas y a veces las pierde.
PÁGINA 14 – POESÍA ARGENTINA
Guillermo Pilía (La Plata-Buenos Aires/Argentina)
Mudanzas
Las mudanzas son buenas para hacer
limpieza de las cosas que a otro sitio
ya no van a acompañarnos: de libros
que ayer nomás llenaban nuestras grietas,
certeros como un padre o como un credo,
junto a los cuales se crece con culpas.
Igual que aquellos libros —o el dios de la niñez—
algún día el maestro deja de ser tan grande
e infalible, como antes lo pensábamos:
le encontramos olores, ajaduras, resquicios,
y en sus fisuras vemos que tan sólo
era tierra iluminada, que apenas
si la luz lo tocó cuando nosotros
aún íbamos a tientas. Quizá pasen
muchas mudanzas hasta descubrir
—en los ojos vidriosos de un discípulo
por amor o por celos lastimado—
cuánto pesó el maestro realmente en nuestra vida.
Y olvidemos entonces sus miserias,
su pequeño egoísmo, su miopía
—padre él también, severo y amoroso—
de no ver que ya estábamos crecidos.
Los maestros
Ocho horas diarias de estudio: era el tiempo
que me recomendaban los maestros, en mis años
de estudiante de griego y latín. Cuántas
mañanas, cuántas noches, cuántas tardes
de sol o de lluvia sobre Píndaro y Virgilio...
Tanta seca gramática para escribir
estas tres palabras, maestros, algunos versos
medianamente venturosos... Qué tristes meses
aguardando un examen, repitiendo
aoristos y declinaciones... Pero también,
qué añoranza siento ahora al recorrer los lomos
de libros que hoy no tengo obligación de leer...
—Si hoy ya no existe el profesor de griego
al que tanto quería, el de latín
que me aterrorizaba, si ambos son
hierba y sonido, igual que lenguas muertas...
Yo soy también vosotros, maestros: soy el hijo
que aprendió a vuestro lado la nostalgia
de la luz antigua, pero no a morir; el hijo
que hoy en Píndaro y Virgilio os recuerda.
El milagro
Contaba mi padre que mi abuelo tenía
un ojo que siempre le lloraba, producto
de un golpe que le dio —brutal— mi bisabuelo.
Tendría entre ocho y diez años entonces
y con esa marca vivió hasta los setenta.
Nunca supe qué falta nimia le acarreó
un castigo tan dilatado en la distancia
y el recuerdo: ese ojo lisiado que no obstante
no logró hacerlo cruel ni resentido.
Cuando hoy mi vista llora de cansancio
—como esta mañana que tanto se parece
a aquellas en que escuchaba de niño
la historia de mi abuelo— pienso en el milagro
de mi padre que no sufrió la misma suerte,
de mis ojos sanos y de los ojos
más sanos aún de mi hijo; en el milagro
de que esa infancia dolorosa de mi abuelo
se haya quedado allá en su isla, y solamente
trajera aquí sin odio un ojo humedecido
que hoy bien podría estar llorando por piedad.
Quijotes
Con el de hoy ya son tres
los Quijotes que entraron a esta casa:
uno de letras grandes —que leíste
cuando sufrías de los ojos—, otro
que fue conmigo y con mi hijo un verano
en un viaje a Misiones, y el que ahora
editó la Academia —tu presente
de nuevo aniversario—. Como Sancho
sobre el rucio este libro me ha seguido
desde los diez años en que mi padre
me lo dio con inocencia a leer,
en su vieja edición a dos columnas
—de él me queda solamente el recuerdo
de una cama abrigada y confortable
y un olor a papel con humedad
que aún siento y me entristece—. Como Sancho
desde entonces con torpeza he servido
siempre a algún ideal: con esperanza
peregrina de cambiar ciertas cosas
y certeza de acabar apaleado.
Lo que a nadie le importa
Ahora que el tiempo va trayendo sosiego
y que hallo cada cosa en su lugar
—cada cuerpo geométrico en su sitio
como en un test de inteligencia—, ahora
que cada sentimiento ocupa su baldosa
y lo que de mí me avergüenza se equilibra
con lo que de mí me enorgullece,
ahora —precisamente— me acuerdo
—ya casi sin dolor — de las miserias
que ayer nomás pensaba que tal vez
no iban nunca a concederme reposo:
el color azul gris de mi uniforme
de soldado, el amigo o la mujer
que traicioné, el amigo o la mujer
que a mí me traicionaron, la sonrisa
que alguna vez le di —por miedo— a un asesino
y la imagen de mi abuela que comía en silencio
la manzana de sus cien años de pobreza.
Sólo lo que a nadie le importa sino a mí,
lo que no he vivido y lo que siempre he callado,
lo que nunca conoceré ni escribiré,
lo que conmigo se muere: sólo esto me acongoja.
PÁGINA 15 – CUENTO
Araucaria
Por Marcelo Juan Valenti (Rosario-Santa Fe/Argentina)
Araucaria, dijo la perfecta voz en off. Rer sintió que la palabra se incrustaba como una astilla en su cerebro. La neblina mental se dispersó. Su atención se abrió demasiado tarde. Vigorosos créditos finales se sucedían en la pantalla, para diluirse en el anuncio del siguiente programa.
-Se fue.
El televisor encendido era el mantra que permitía a su mente despegar. Le ocurría siempre lo mismo: una palabra interrumpía el vuelo. Regresaba a la conciencia a causa de algo inaprensible.
Iba arrojarse a la lamentación por la araucaria perdida, cuando sonó el teléfono. Eligió no atender. Oyó su voz, el tono insípido del mensaje, el silbido de la señal. Una voz más monótona todavía, declaró:- Habla la secretaria del señor Neumann. El no va poder asistir a la reunión prevista para esta tarde. Lo lamenta mucho. Esperamos su llamado para combinar una nueva cita. Buenos días.......
-Esta tarada se podría haber sacado el chicle de la boca, ¿no?
Se quedó pensando. Sería rubia, con una tetas enormes y minifalda en la que al señor Neumann le gustaría hurguetear.
Un bosque de araucarias avanzó desde los intrincados años escolares. Son árboles grandes, le pareció, de zonas frías. Habría que buscar en el diccionario, pero no tenía ganas de abandonar el sofá y mucho menos, retirar el grueso tomo del estante. O en internet, durante la visita diaria al cyber, en su departamento no tenía conexión.
Una bandada pasó chillando frente al balcón abierto. Rer lo contempló como si recién lo descubriera.
-A fundar un jardín colgante de araucarias- dijo para nadie, su permanente interlocutor- Pondría lo retoños en macetones verdes. El mejor lo reservaría para plantarlo en el living, como en ese cuento ¿de quién?, en el que un árbol crecía dentro de un departamento y generaba problemas con los vecinos de abajo. Las raíces, claro.
Rer ignoraba quien vivía en el 7° “A”.
El chico era oriental. El corte carré era ideal para su cabello denso, lustroso. Daba pequeños sorbos al contenido nacarado de la copita de licor. Leía un libro en caracteres occidentales. ¿Un libro erótico? La visión desde la mesa de enfrente no daba para más.
Rer miró a la calle. Era de noche. En la vidriera se conjugaban el exterior y el interior, hasta impedir la certeza. ¿Qué se encontraba dónde?
Era obvio que, pese a tener todas sus esperables condiciones, el muchacho chino no era el señor Neumann. ¿Había sido un error citarlo en “Barbarella”? Quizás a él no le gustaría ese bar de colores fuertes, con gigantografías de jane Fonda en traje intergaláctico. Cuarenta y cinco minutos de espera apoyaban la hipótesis del desplante. Con el agravante de suceder en el bar de Varela, el compañero de primer año de facultad, reencontrado después de tanto tiempo. Rer le había avisado que esperaba a alguien. Especuló, sin fundamentos, que Neumann podía ser reconocido. Varela iba a pensar: -Mirá como progresó Rer, se reune con gente importante.
Una hora. No, no iba a venir.
El oriental no había levantado la vista una sola vez. ¿Qué libro sería tan interesante? Se acercó a la barra para pagar. Varela charlaba con un gordo de barba, que en ese momento le decía.-¡Van a quedar para semilla!
Semilla, pensó Rer. El nombre del cuento era “Semilla”.
Volvió a su casa caminando.
Al entrar se cruzó con los habitantes del 8° “B”. Titina y.....como quiera que se llamara su pareja. Ella era simpática, aunque se le adivinaba una preocupación. Siempre. ¿Eran silenciosos o no estaban nunca? Cuando los encontraba, parecían recién salidos de la ducha. Con el tiempo, notó algo más. El exhibía una risita tipo “acabamos de hacerlo”. La combinación con el rictus hastiado de Titina arrojaba un saldo evidente. El gozaba, ella no. ¿Le haría un amor mezquino y breve?
Se saludaron. Ellos se iban, sin tocarse, en silencio.
Rer entró en el ascensor, subió a su piso. La entrada a su departamento estaba a unos pasos, hacia la izquierda.. Enfrente de la puerta del ascensor, el “B”. En el “C” vivía Braulio, un señor de mediana edad. Un psicólogo vivía en el “D”. Cuatro estudiantes desbordaban el “E”. Más allá el palier se oscurecía y bifurcaba. ¿Estaría ocupado el “R”?
En el contestador encontró el mensaje de disculpa de Neumann. ¡Del señor Neumann en persona! La voz era irritante. ¿Por qué? No se detuvo en intentar averiguarlo. Interrumpió el mensaje antes de oir qué argüía para justificar su ausencia.
Después había un mensaje de Inés, que invitaba al ciclo de lecturas que estaba organizando.
Encendió el televisor, hizo zapping. En el canal de documentales históricos pasaban una miniserie sobre Napoleón. Miró el capítulo, que concluía con el divorcio entre Bonaparte y Josefina. Se quedó con ganas de más. Como si en los siguientes episodios hubiera una información importante para despejar un problema. ¿La dificultad para encontrarse con el señor Neumann tenía una respuesta en el siglo XIX?
Sintió una puntada en el estómago. Esperando, no había tomado más que un café. Era tarde. Preparó algo ligero. Hizo un poco más de zapping. Le llamó la atención un piar de pájaro. ¿De noche?
Se fue a dormir.
En sueños visitaba zonas de la ciudad clausuradas en este plano.
En especial, una encrucijada de avenidas cercana a su hogar paterno. En la vigilia, el río distaba a veinte cuadras de esta equis, pero en sueños, una de las vías caía en pendiente tres cuadras y moría en la costanera.
No siempre Rer se aventuraba en estas calles. Solía sentir que emanaba hostilidad de ese espacio en el que el amanecer no llegaba nunca. En una ocasión entró en un bar en el que un par de familias incompletas aguardaban ser atendidas. La cocinera iba y venía frente a una puerta vaivén pero no acudía al salón.
Los faroles rojos de algunas casas lo decían todo.
Aparte de ser siempre de noche, solía lloviznar. A Rer le preocupaba la posibilidad de un resbalón.
Esa noche se detuvo en el inicio de la pendiente. En la esquina había una frutería, en la que se asomó para encontrarse con escaleras abarrotadas de bultos y mugre. Los cajones se alineaban afuera, resguardados por toldos marrones, que en letras góticas doradas anunciaban: Frutería Mujica ( ).
Rer arriesgó:- Láinez. Esa es la palabra entre paréntesis, que falta.
Escuchó voces que hablaban de los categóricos llamados de un señor cuyo apellido primero lo sonó Niman, luego Numan y finalmente Neumann.
Desgreñados y con guardapolvos celestes, aparecieron una mujer gorda y un muchacho muy delgado. Ella cambió de expresión al advertir a Rer.
-¿Qué desea?
No supo que contestar. Miró los cajones.
-Mandarinas. Media docena de mandarinas.
-Como no. Serví, Cacho.
El dependiente puso la fruta en una bolsa de nylon.
Rer pagó. Sacó una. Eran pequeñas. Probó un gajo. Dulces. Escupió las semillas, que rodaron por el empedrado.
Una dama en traje imperio se acercó por la espalda y le tocó el hombro. Le habló en alemán y al sentirse incomprendida, en francés.
Como única respuesta, Rer le ofreció una mandarina.
-¡Su alteza!¡Su alteza!¿Cómo está?-gritó la mujer de la frutería.
Así se vestían en los tiempos de Napoleón, pensó Rer. Pero esa no era Josefina.
-Ah, ya sé. La segunda esposa.
Se despertó repitiendo la palabra invisible. Láinez, Láinez, Láinez. Hasta que se dio cuenta. La Inés.
¿Sería muy temprano para llamarla?
Marcó el número.
-¿Inés?¿Cómo estás?¿Te desperté?
-No.
Los hijos de su amiga se oían, en sordina. Pero, ¿lloraban?
-Escuché tu mensaje anoche. Gracias. Voy, desde luego. ¿Sabés que anoche soñé con vos?
-Ajá.
-¿Qué mierda te pasa que todo lo contestás con monosílabos?
-¿No te enteraste?¿En que mundo vivís?
Uno de los hijos, el más chico, se acercó llorando y sus berridos taparon la voz de Inés.
-Me acabo de despertar.
.-Ya voy, ya voy, andá con tus hermanos. Disculpame, es que lo que pasó....Y justo hoy, la lectura. Mejor prendé el televisor. Te dejo, mi casa es un caos.
Rer colgó. Buscó con el control el canal de noticias. Sobre fondo rojo, titilaba:
UNA DE HITCHCOCK
TODOS LOS PAJAROS ENJAULADOS AMANECIERON MUERTOS.
De inmediato pensó en la docena de canarios que los hijos de Inés adoraban.
Pese a todo, el ciclo de lecturas no se suspendió.
Rer entró al “Café de Susana”, una esquina antigua, en pleno centro. La palabra araucaria le latía en las sienes. Moriré de araucaria, pensó.
Inés estaba allí, conversando con un desconocido de cabellera enrulada. Saludó con un gesto, que Inés contestó con otro que invitaba a acercarse. Tenía el rostro congestionado, como si hubiera llorado durante horas.
-Adrián, te presento a Rer.......Adrián tiene una historia interesantísima.
El muchacho puso cara de “otra vez contar lo mismo”. Rer olió la pedantería y se aprestó a oír la historia que esa noche escucharía hasta el hartazgo.
-Mis viejos son devotos de Yourcenar. Me querían poner Adriano, pero en el registro civil no se lo permitieron..
Bueno, ya está. Esta es la justificación de su existir.
-Qué interesante. Me imagino que tu segundo nombre debe ser Alexis.
Todos se rieron.
-Como te imaginarás, a Adriancito, no le quedó otra que dedicarse a escribir. Va a leer en la próxima reunión.
-Voy a venir a escucharte.
-Perdón....voy a saludar a Benito.
-Al fin.....¿de dónde lo sacaste?
Inés sonrió apenas.
-Apenas viste una pluma del pavo real. Gracias por venir. Tendría que haber suspendido, pero con dos invitados de la capital, que ya estaban en viaje........No tenemos consuelo. Los chicos....no te puedo explicar.
-¿Se sabe qué pasó?
-Y, recién empiezan. Mucha gente llevó los......cuerpitos al laboratorio municipal y al de la universidad. No hay explicación. ¿Por qué la muerte de todos los pájaros domésticos? Mirá como tengo la cara. No hubo maquillaje que.....Encima la mina que tengo que presentar es monísima. Le dije al fotógrafo que no viniera. Acomodate. Me voy a hablar con los capitalinos. Nos vemos después.
Rer eligió como siempre una mesa apartada. Por alguna razón su presencia atraía de inmediato a las señoras de edad que circulaban por el mundillo literario.
Victoria y Eugenia, dos mellizas solteronas y diletantes, eran infaltables. Se abalanzaron como aves rapaces.
-¿Esperás a alguien?¿Nos podemos sentar con vos?¡Qué suerte que viniste!
Solían hablar a la par, un vicio que arrastraban desde la infancia, la resaca del jugueteo materno para convertirlas en dos muñequitas en espejo.
No estaban solas.
-Esta es nuestra amiga, Eufemia. Vamos a tomar clases de esperanto con ella.
-Encantada. Que lindo nombre tenés. El mío es horrible. Y ahora que de este ojo no veo, Polifema hubiera sido más apropiado. También feo, pero verídico.
El rostro de Eufemia parecía una pintura de Arcimboldo.
La voz cavernosa de Benito sonó a sus espaldas.
-¿Nos podemos sentar con ustedes? Al final se ocupó todo.
Venía con Adrián. Hablando de nombres.
-Che, contale a las chicas tu historia.
Adrián puso los ojos en blanco y una sonrisa beatífica. De veras lo disfrutaba.
-Ah, Yourcenar, yo la leí en francés, hace añares, cuando acá nadie la conocía.-dijo Eufemia.
-Ahora vas a ver cuando esta vieja cuenta que descubrió a Rubén Darío- susurrró Benito en el oído de Rer. En ese momentos bajaron las luces e Inés anunció al primer invitado.
Los dos hombres que leyeron causaron poca adhesión. Muchas canchereadas del autor local, el foráneo participó con una lectura muy llana y previsible, a excepción del cierre con un breve texto dedicado a su pene.
-¡Que cortedad!- murmuró Benito.-Yo al mío le dedicaría tres tomos.
-No te agrandés-retrucó Eugenia- A ver si terminás escribiendo una elegía.
Pero la poeta que cerró estuvo magnífica. Rer la encontró parecida a una actriz.¿Holly Hunter o Helen Hunt? Las confundía siempre.
Después de las lecturas, los asistentes solían quedarse charlando. Comenzó la danza de las visitas al baño.
El primero en ir fue Benito.
-Pobre, ¿te conté? Dos por tres encontramos sus poemarios en las casas de usados. En general les falta la primera hoja, la de las dedicatorias.
-Por no hablar de las veces en que no han tenido siquiera ese cuidado.
Después se fue Eufemia.
-Che, si pueden hacer el curso de esperanto.....no cobra caro. Eufemia fue muy rica y ahora está en la lona.
Rer se asombró de que a su turno, Adrián tuviera la valentía de levantarse. ¿Qué dirían las hermanitas de él?
-¡Qué hermoso pelo!
-¡Que cutis!
Adrián salió del baño, pero no volvió a la mesa, fue a la barra. Rer pensó que iba a hacer un pedido, pero el rostro del empleado se desencajó. Los dos, junto a uno de los mozos, fueron hacia el baño.
-¡Que pena! Nos perdemos el capítulo de hoy de una miniserie que estamos siguiendo.
-¿Cuál?
-Una sobre Napoleón.
-En el cable siempre repiten las cosas.
-Esta, no sé por qué, no.
-Justo hoy, que pasaban el casamiento con María Luisa de Austria.
Con rarísimos ecos, la palabra araucaria retumbó en la cabeza de Rer.
Cuando las hermanitas se levantaron para ir al baño (iban siempre juntas) Eufemia se despidió.
-Las espero el lunes. Y a ustedes les dejo estos volantes. Si gustan.....la primera clase es sin cargo.
Se cruzaron con Adrián.
-Aprovecho que las viejitas no están. Tarde más de lo previsto. De uno de los inodoros asomaba una serpiente. Les fui a avisar a los del bar y la mataron a palazos.
Rer vió pasar hacia la calle al mozo que había entrado al baño. Llevaba con gesto de disgusto una bolsa de residuos tipo consorcio.
-Ahí va......
-Esas cosas pasan- cortó Benito.-Estamos muy cerca del río.
-Son señales. Primero la masacre de pájaros. Ahora esa víbora.
-Uno adjudica el valor de señales a lo que teme o desconoce. Lo de los pájaros se va a aclarar.
-Muy positivista lo tuyo, Rer. ¡Qué fe en la ciencia!
-Ahí vienen las viejitas. Pobres. ¿Mirá lo que son? A lo mejor tenían un canario y se están aguantando las ganas de llorar a su último compañero.
-Tranquilo Adrián. Esas dos nunca tuvieron un pajarito.
Victoria y Eugenia volvieron del brazo.
-Nosotras nos vamos.
-Si, queríamos hacerle una propuesta a Inés, pero está llorando en el baño.
-Es por eso de los pájaros.
-Antes de que todos dejen de hablar de literatura y pasen al tema de la inexorable.....
-La muerte nos espera a todos. Trasladando lo que dijo Denevi sobre los maridos de las danaides, lo único sorprendente es que los pájaros hayan muerto todos a la vez.
-Una señal- murmuró Adrián.
-¿De qué?
El interpelado alzó los hombros.
-Yo también me voy. ¿Las alcanzo con un taxi?
-Dale, gracias.
Salieron. En la calle, el canto de los gorriones sobresaltó a Rer. Pero el germen de otro pensamiento borró la sorpresa.
María Luisa. La autora del cuento “Semilla” era María Luisa.
Tiempo atrás, se habían encontrado por casualidad y decidieron tomar un café en “Barbarella”. Después de los temas de rigor, María Luisa sacó una tarjetita de su cartera.
-Tengo esto para vos. Me hubiera gustado usarlo. Pero, que se yo, ya conocés mi cantinela.
-Si, que empezaste a escribir de grande y que no te satisface lo que hacés.
-Siiiiiiii, soy vieja, jodida e incorformable. Pero como vos no sos así. ......
-Bah, que sabés como soy. Traé para acá. Neumann. ¿Neumann? Ese intelectualoide con éxito.
-Y con plata, contactos. Llamalo, pedí una entrevista.
-¿Para?
-Para no sé qué. Usá tu cabeza. Yo te dejo el dato.
Pensó en telefonearla cuando llegó al departamento. Pero era medianoche y María Luisa estaría acostada.
Volvió a entrar al edificio en sueños. En el ascensor, a los botones rojos que indicaban el piso, se les habían pareado otros dorados, que decía ½. Comprendió que al igual que la pendiente que llegaba al río, estos entrepisos eran sólo accesibles por vía onírica.
Apoyó el índice en el 7 ½.
El frío recibió a Rer. Mandrágoras ensangrentadas gimoteaban debajo de la línea de ahorcados, que se balanceaban y chocaban con sonidos de xilofón.
-Depredadoras- desestimó Rer. No había mucho más: niebla, moho en las paredes. Los ahorcados eran incontables.
¿Qué habría en el 8° en este plano?
Como en el otro, la línea de puertas hasta el recodo.
El “A” a pocos pasos del ascensor. Sólo que aquí el departamento estaba vacío. Apoyó el oído en el “B”. Allí estaban haciendo violentamente el amor. La puerta del “C” se abrió. Braulio asomó la cabeza y dijo:- Están entre nosotros.
-¿Quiénes?
-Los extraterrestres.
Rer iba a protestar.
-No digas nada. Nos están monitoreando todo el tiempo. Tomá, en esta dirección nos reunimos los que estamos en la resistencia.
En el palier había más luz. Detrás de cada puerta, murmullos. Dobló en el recodo. Al final, brillante, inevitable, el departamento “R”. ¿Qué había ahí? Algo siniestro y familiar aguardaba, si se decidía.
-Animate- dijo una voz ambigua por una rendija de la puerta “Q”.
Golpeó.
Rer le abrió la puerta. Se miraron sin asombro.
-¡Viniste! Al fin viniste. Entrá. Acá hay más.
Era como la escena de “¿Quieres ser John Malkovich?”. Rer, veinte veces, ocupaba los sofás, las sillas, entraba por una puerta trayendo bebidas, salía al balcón, leía.
¿Quieres ser Rer?
¿Cómo?
Pregunta respondida con pregunta, pierde el turno.
Entonces despertó.
No hay esperanza para el mundo.
Dos horas de clase durante las que no pudo concentrarse. Eufemia era clara para explicar y los fundamentos del idioma parecían sencillos. Sin embargo, la cabeza estaba en otro lugar.
Al salir, pensó que iba a ser difícil desembarazarse de Victoria y Eugenia. Pero las hermanas se fueron muy apuradas, en otra dirección.
Quería tomar un café en honor al doctor Zamenhof. ¿Y dónde mejor que en “Barbarella”?
No tomó el camino más directo. Zigzagueó por las calles céntricas. Al pasar por un jardín tuvo una corazonada y entró. Había muchos clientes a esa hora. Tuvo que sacar número, pero la espera le dio tiempo para recorrer el local. Tanto verde tendría que actuar como un bálsamo, pero el aspecto de todas las personas que veía era de un inquietante nerviosismo. Se hubiera quedado allí para siempre. Un empleado llamó su número.
-Quisiera saber sobre los bonsáis. ¿De qué tienen?
-Hay de lapacho, de ombú, de pino plateado......
-¿De araucaria?
-Eh....no, de araucaria no, los que disponemos están en la estantería del fondo. ¿Por qué no los mira? Se va a tentar.
Agradeció y salió.
Además de no tener lo que busco, me trató de usted. Ugh, los años se me empiezan a notar.
Pensó en endulzarse con una bolsa de pochoclo. Cerca del jardín había un carrito. Al acercarse, notó que el vendedor hacía aspavientos. No se dio cuenta del porque hasta que estuvo al lado. Cuatro gorriones se habían metido en el cubo de cristal. ¿Retozaban o agonizaban en el mar de pochoclo? La lucha parecía absurda, pero el vendedor no lograba sacarlos.
Decidió salir a leer en un bar, porque en el departamento se asfixiaba. Eligió un libro y entre sus páginas puso un señalador que le había regalado María Luisa. Usarlo fue convocarla. La encontró apenas cruzó la calle.
-¿Vamos a tomar un café?
-Dale, vamos.
Fueron al “Café de Susana”.
-Uuuuy, cuantos artistas esta noche. Mirá, ahí está Grinn.
-Tu pintor favorito.
-Si, es mi favorito porque sus cuadros son maliciosos.
-Son perversos.
-No, che, eh, ma-li-cio-sos. Hablando de otra cosa, ¿te comunicaste con Neumann?
-Ya me plantó diez veces.
-Ajá. Así que esas tenemos. Ahora decime, ¿vos le dijiste que llamabas de parte mía?
-Nop.
-Aaaaahhhhhh, bueno, incluí el detalle la próxima vez. El señorito Neumann me debe un par de favores.
-¿Neumann?¿A vos?
-Ah ah ah, si si señores. No preguntés por qué. Pero es así. Y si no te atiende lo voy a llamar yo.
María Luisa abordó un taxi. Rer decidió ir a otro lugar. Nuevamente confió en el azar. A la vuelta de una esquina, se encontró con el café “Yegua nocturna”. Pidió un nuevo cortado.
-¿Rer?- Esa vocesita, no podía ser.....pero era.
-¿Qué hacés Adrián?
-Veo que tenemos la misma costumbre. Leer en los bares.
¿Era un tic? Completaba cada oración con un movimiento de melena.
-Estuve hasta recién con mi editor. Voy a sacar un libro dentro de un mes. ¿Querés leer alguna de las poesías?
Rer las encontró, como mínimo, deslucidas.
-Que lindas- y tragó saliva.
-Te dejo. A lo mejor te molesto.
-No. Haceme un favor. Tengo que ir al baño. Mirá mis cosas. Hojeá el libro si querés.
-Si.
Al salir del baño tropezó con una pareja. Estaba por pedir disculpas, cuando el habló.
-Te esperábamos.
-¿Perdón?
-Que te esperábamos-dijo ella.
-Mirá, te vimos en el “Café de Susana” y te seguimos hasta acá.....no lo tomes a mal, pero nos gustaste y te queríamos invitar....
-Todo muy serio, muy cuidado. Ninguna sorpresa bizarra. Sólo pasar un momento grato los tres.
¿Qué era esto?¿Una cámara oculta o una broma tramada por Adrián?¿Qué?
-Me halagan. Nunca me habían hecho este tipo de propuesta. Pero creo que mejor no.
-Te dejamos esta tarjetita. Es nuestro teléfono. Si cambiás de idea....
-Imaginate que lo hemos hecho muchas veces. Con la persona que invitamos lo charlamos todo.
-Gracias. Me asombra tanta confianza. No me conocen.
-No podemos esperar nada malo de alguien que va por el mundo con un libro en las manos.
Adrián estaba como al acecho.
-Rer, si tenés que charlar con tus amigos, no te hagas problemas, me voy.
-Son apenas conocidos. En realidad, tengo que irme.
En sueños también se asfixiaba.
Encontró la encrucijada de avenidas y la pendiente hacia el río. A pocos pasos ardían los neones del café “Ubicuo”.En el interior, demasiado humo para su gusto. Encontró mesa, pero nadie venía a atender.
-Cerveza esta vez- dijo Adrián, que se abrió paso entre las mesas, con balones.-Salud. ¿Viste? Allá esta Benito.
-¿Tiene novia ahora?¿Quién es la chica?
Adrián puso la expresión de sagacidad absoluta.
-La chica se llama Alfonso. Hay que mirar con atención, si no casi no se nota. Benito se hace ver por todas partes con el travesti porque quiere pasar por un tipo superado.
Rer amagó levantarse.
-¿Otra vez te vas?
-Si, ¿por?¿Qué querés?
-Yo......
-A mi no me deslumbrás con tu nombre tomado de Yourcenar. No me sorprenderías ni aunque me dijeras que ella fue tu madrina.
-No me llamo así por ella. A mis viejos les gustaba Celentano y......
Hasta Rer se horrorizó de la carcajada que no pudo reprimir.
Por la vidriera vió una marcha de clones de Rer. Gritaban consignas, agitaban pancartas. Una nube de gruesos gorriones bordaba un cielo oscuro, mutante.
Opciones: salir y confundirse. Quedarse y confundirse.
No supo que elegir.
¿Había llegado el gran día?
El señor Neumann había llamado. Estaba interesadísimo en lo que escribía Rer. Iba a fundar una editorial, y su libro sería el primero de una colección. María Luisa le había hablado tan bien de Rer. El encuentro debía ser esa noche, no había dilación posible.
-¿Dónde?- dijo Rer, tratando de ocultar su escepticismo.
-Hay un restaurante nuevo. Se llama “Araucaria”.
-No sé donde queda- aunque intuyó que podría llegar con los ojos vendados.
No fueron necesarias damasiadas explicaciones. Era cerca.
A las ocho, con su mejor ropa, intentó serenarse mirando televisión. Un error. La propaganda.....quién sabe de que era. Pero el heroico protagonista evitaba la tala de un árbol, y construía su casa incorporándolo en el porche. La primera nota del noticiero se ilustraba con la foto de Braulio. Su sobrina lo estaba buscando Llevaba desaparecido una semana.
Salió. En la puerta encontró al muchacho sin nombre del 8 “B”.
-Hola.
-Hola. ¿Titina bien?
-Maso. Tuvo un aborto.
-Pobre. Lo lamento. Qué feo. Perder un bebé debe ser....
-No fue accidental. No le quedaba otra que abortar. Cuando vieron las ecografías.....era un monstruito.
-Ah.
-Encima el marido.....no sabés que disgusto. Es el tercer intento que se malogra. Ya nos dio el ultimátum.
-Ah, bueno, mandale mis saludos.
Pensó que lo mejor era ir a pie. Pero el paseo era un hilo en el que se enhebraban todos sus conocidos.
Victoria y Eugenia tomaban un helado sentadas en la calle.
-Nosotras tenemos nuestra historia, en otra parte.
Después Eufemia, en una parada de taxis.
-Con un ojo veo más, que la mayoría con dos.
Benito salió de una librería, con tanta violencia que casi terminan en el piso.
-Pero esa hija de puta de Inés.....Mirá, mirá, vendió el libro que le regalé. Que desprecio, no sabe lo que le espera.
No había viento, pero un bollo de papel se agitaba. Rer se acercó. El envoltorio encerraba una fuente con restos de comida. El balanceo lo provocaban las cucarachas.
En la siguiente esquina, centelleaba “ARAUCARIA”. Se notaba: era un restaurant de lujo.
Estaba vacío a excepción de una mesa. Un hombre de espaldas fumaba en pipa.
Neumann. Neumann había llegado y esperaba. Las expectativas tendieron un arco iris sobre la ciudad.
Necesitó pensar cinco segundos. Volvió corriendo sobre sus pasos. Subió hasta el 8° por las escaleras. Entró a su departamento y se aplastó contra la puerta. Parecía una crucifixión. No quería que nada ni nadie pudiera entrar.
No supo si estaba en sueños. O no.
PÁGINA 16 – COMENTARIO DE LIBROS
"Oficio en mí menor" de Valentín Arteaga (Premio Fernando Rielo de Poesía Mística) Por Natividad Cepeda (Tomelloso/España)
El 12 de diciembre de 2007 se falló el XXVI Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística 2006 en Quito (Ecuador) Valentín Arteaga se alzó con el premio por su obra "Oficio en mí " dotado con 7,000 E, y la publicación del poemario. Valentín Arteaga intervino en el acto desde Madrid a través de videoconferencia, con la lectura de algunos de los poemas del libro.
La selección del ganador de entre los once finalistas, ocho de ellos latinoamericanos, no fue fácil, según manifestó el Jurado, por la gran calidad y creatividad de los poemarios, lo cual les llevó a otorgar un accésit, que no suele ser habitual en este certamen, y una mención de honor. El Jurado estuvo presidido por el Dr. José Mª. López Sevillano (Italia) y constituido por el Dr. José Barbosa (España), Dr. Santiago Acosta (Ecuador), el académico de la Lengua Juan Valdano (Ecuador), y el poeta y Presidente del Pen Club español Basilio Rodríguez Cañada (España). Cuando la noticia se dio a las agencias alguna de ellas aseguraron que el poeta manchego viene de un ámbito labrador, y es cierto, porque el recuerdo de donde se ve la luz primera acompaña siempre.
La obra de Valentín Arteaga está compuesta de un conjunto de poemas de contemplación y recuerdo en las que se entrelazan la pasión amorosa por lo divino, las referencias bíblicas y la nostalgia de un pasado transfigurado por la fe.
El Comité de Honor fueron, - en otras ediciones- los académicos españoles Gregorio Salvador Caja, Luis María Ansón, Valentín Yebra, Antonio Mingote; el Presidente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española Odón Betanzos, junto a los Rectores de varias universidades madrileñas y los poetas Carlos German Belli, Andrés Sánchez Robayna, Álvaro Mutis, y Juan Van - Halen, Presidente de la Asociación Española de Escritores y Artistas. El acto contó con el Mensaje del Presidente Mundial, Dr. Jesús Fernández Hernández, quien afirmó que "la experiencia mística es la más alta realidad que posee todo ser humano, que se hace visible al amor cerrando los ojos al egoísmo, y que es la vivencia que fomenta en nosotros la comunicación, la amistad y la creación ,convirtiéndose en la esencia de todas las religiones, del arte, la cultura, la historia y la ciencia" . Palabras que para el poeta premiado no son nuevas ni desconocidas, ya que todo ese equipaje forman parte de su andar por el mundo.
Valentín Arteaga, amigo predilecto, al hablar con él acerca del premio, me dijo que siempre es agradable recibir un premio, que es algo así que es como enderezar el esqueleto. Y es que, desde hace cuatro años que se fue a residir a Roma para continuar sirviendo a la Orden de San Cayetano Thiene como Prepósito General de los Clérigos Regulares Teatinos, parecía que hubiera dejado un poco atrás la poesía. Pero el poeta profundo que es, sigue pergeñando versos. Continúa descubriendo la belleza profunda de la vida, fértil como el fluir de la música del alma, con memoria imaginativa que remonta edades y ciclos, y se asoma a ellos escribiendo los nombres de las cosas con la libertad sagrada de quien mira más allá de lo que los ojos nos muestran.
No es fácil escribir del amigo y del maestro que me inicio en la poesía, pero si es posible cuando se conoce su identidad. Y la identidad de Valentín Arteaga es una identidad indescriptible de poeta donde el numen es por excelencia su modo general de ser La poesía es un estado de vida, y para un poeta lo terrible es no vivir en ella. Cuando le pregunté a Valentín Arteaga como había nacido esa obra, me comentó que formaba parte del material de ejercicios espirituales, conferencias, meditaciones para comunidades religiosas... Está escrito a modo de breviario, como un Libro de Horas, con Laúdes, Hora intermedia, Vísperas, Completas. Es un recorrido por la casa, llegar a la escuela... es el despertar a la vida y recordar los consejos de la madre; ten cuidado con eso, no te acerques a lo que no debes... Es recuperar la primera inocencia del mundo. En aquella videoconferencia el poema que leyó fue "Oración para rezar sólo por hombres",y al indagar por su contenido me explica, con la peculiar voz de quien está acostumbrado a dialogar hacía adentro del alma, que en las Sagradas Escrituras parecen que las mujeres no estuvieran presentes. Las mujeres no aparecen en el misterio de la Sagrada Cena, ¿sabes por qué?, pues porque estaban en la cocina cortando el pan y temblando. Temblándoles el pan entre las manos, lo mismo que ahora me ocurre a mí cuando consagro. Pero síestaban las mujeres el Viernes Santo, y el Sábado Santo.¿Y los hombres dónde estábamos? Estábamos tomándonos un vino hablando de la lluvia. Y en efecto, el alma labradora y campesina de este viajero incansable que busca a Dios en la palabra y en el reflejo de las personas de buena voluntad, se torna horizonte poético siempre. Porque para el hombre de fe, que es el poeta, la escritura es un medio que espabila el espíritu. Sobre todo, en estos tiempos actuales. Valentín Arteaga escribe poesía hasta en las circulares que redacta para su Orden Teatina, le cuesta escapar y dejar a un lado la poesía. Así lo reconoce cuando hablamos de los vastos conceptos de vivir y existir. Siempre cuando escribe vuelve al recuerdo, a ese impulso que tienen las palabras cuando al atardecer se mece la nostalgia de la tarde en la brisa íntima del corazón humano. Y comprueba que su temblor de hoy, es el temblor que ayer vio en las manos de su madre. Y cuando quiere decir lo que siente escribe una y otra vez de del mundo contemplado, vivido, con heridas interiores que se cobijan en el misterio de la fe y la poesía. Alguien escribió que no pudo viajar a Quito a recoger el premio por su delicada salud, los que sabemos de él, nos hemos sonreído benevolentes, porque viajar es lo que hace sin importarle el cansancio el Padre Valentín. No fue porque estaba recuperándose de una intervención oftalmológica.
Es un cura manchego, poeta y viajero que, a pesar de conocer las grandes ciudades del mundo, no olvida el sello imperecedero que su tierra natal le dejó en el alma.
La poesía arteguiana, siempre tiene referencias a la luz y al incendio de la tarde, a las huellas y a las calles. Cuando Valentín Arteaga escribe, comparte su frontera con Dios. Su libertad y su poética residen y nacen de Él. Y por Él.
Es saludable e importante en este momento de laicismo que no suele respetar demasiado a los católicos,que alguna vez, también sea noticia la poesía mística de un sacerdote que se formo en el seminario. Y no es cosa de echar en el olvido para demostrar que no es un camino tan erróneo ese, de ser poeta, hombre de fe y compromiso. Quizá este fragmento del poema HIMNO, del libro premiado, nos dé las claves para comprobar que la poesía de Valentín Arteaga es actual, vivencial y auténtica dentro del contesto formal del verso libre, de un cristiano que todavía escribe de Jesús de Nazaret.
HIMNO Jn 1, 35-42
La luz marcaba exactamente tu ternura. Se pusieron las cosas/
a temblar de emoción. Que tic tac tan profundo en nuestro pecho.
De modo que, discípulos también, como ellos pusimos /
nuestros pasos encima de tus huellas. /
Qué incendio de alegría quemándonos la sangre./
No fue casual, Señor./
Pasaste por allí con la intención perfecta de encontrarnos./
¿Dónde habitas, Señor? Venid y lo veréis , nos respondiste.
Fuimos y vimos. Se nos grabó para siempre tu mirada. /
Y ahora, cuando pasamos por las calles, nos contempla la gente:/
Son los que han visto al Señor . En eso estamos. /
El corazón nos marca la hora en punto de la felicidad./
José María López Sevillano Secretario Permanente del Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística que ha prologado el libro: "Ahí, en la memoria del poeta, está presente la educación materna: la veracidad "del nombre transparente de las cosas" y la aflicción amante de las situaciones vividas. Y más adelante, José María López Sevillano asegura. "La poesía, la buena poesía, puede hacer lo que quiera con la historia y con el tiempo. Es lo que hace Arteaga con un pasado que se hace presente y con un presente del pasado que ve, desde este presente exacto, el futuro vivido. Continua diciendo. Hoy es tiempo de un yo enajenado en la molicie de su ego, un ego que busca justificarse en el mal de una supuesta "inmensa mayoría". Sea como sea, "El ateismo -según Rielo- es pensamiento que huye del esfuerzo. Sigue escribiendo el prologuista. ¿Que hacer entonces? Muy sencillo. Hagamos como los poetas verdaderos: ellos, como auténticos profetas, acuden al poder del amor.
Así en la página 77 del poemario "Oficio en mí menor" el poema "Himno" Mt 25,1-13, termina diciendo:
Ven ya mismo, Señor. Ven que estamos muriéndonos
de amor por Tí esta noche tan larga.
La presentación "Oficio en mí menor" de Valentín Arteaga será en Madrid- España- el martes 30 de septiembre a las 19,00 hrs. en El corte Inglés de Serrano, 52.
Mañana, cuando corran los días su tupido velo sobre las fechas, todavía este hermoso libro seguirá estando vigente.
PÁGINA 17 – CUENTO
Composición
Por Sergio Borao Llop (Mallén-Zaragoza/España)
El pintor supo que se estaba muriendo y de inmediato comprendió que aún había una última cosa por hacer.
Para evitar inútiles lamentaciones y odiosas pérdidas de tiempo, ocultó celosamente su enfermedad y dijo a todos sus allegados que se disponía a comenzar una nueva pintura. Todos sabían que eso significaba su completa desaparición de la vida pública por un tiempo indeterminado.
Definitivamente aislado, juntó todos sus cuadros en la nave que le servía de estudio y almacén (nadie había sospechado que los que vendía, aquellos que se exponían en las mejores galerías del continente, eran meras copias edulcoradas de los originales, que nadie salvo él había visto). Poco a poco, los fue ordenando en el muro del fondo. Noventa cuadros. Podría formar con ellos un rectángulo. Nueve filas de diez (o seis de quince, o cualquier otra cábala imaginable).
Hizo instalar unos estantes de lado a lado de la nave. Después, tuvo que contratar a un obrero para que se ocupase de las filas más altas. El tiempo se agotaba. Cada vez más ansioso, fue dirigiendo la composición del improvisado puzzle, guiado por su poderosa inspiración, de la que tanto se había escrito en las revistas especializadas. Algunas veces gritaba, ante la indignada sorpresa del peón; otras, paseaba nervioso por toda la nave, murmurando para sí. Su mirada delataba la fiebre; aquella inquietud era el símbolo de un presagio. Su salud se consumió en pocos días.
Al fin, tembloroso y débil, sentado en una butaca junto a la puerta de la nave, lugar desde el que se podía apreciar mejor el conjunto, hizo una imperceptible indicación a su empleado, que cambió un cuadro por otro, lo mismo que había estado haciendo una y otra vez durante las últimas horas o los últimos días. Pero esta vez, el resultado satisfizo al pintor: Sonrió levemente, hizo un gesto vago con la cabeza, se recostó en la butaca y pareció extasiarse en la contemplación de la obra terminada.
Si otra persona hubiese estado allí, junto a él, tal vez su corazón se hubiese sobrecogido ante el magnífico espectáculo, quizá hubiese podido comprender que aquel gigantesco mural, poblado de horribles criaturas danzantes, de imposibles árboles que no podrían crecer en otro lugar que no fuese el innombrable averno, de casas formadas por cuarzo y estiércol, de ciudades llameantes y mares negros, no era otra cosa que el retrato fiel e inconfundible del pintor que ahora yace en la butaca contemplando con sus ojos muertos el poso que los años fueron dejando en su alma.
PÁGINA 18 – POESÍA AMERICANA
Edgar E. Ramírez Mella (San Sebastián del Pepino/Puerto Rico)
Alzo los ojos
Amo lo tenaz que aún sobrevive en mis ojos
Pablo Neruda
Alzo los ojos, futura habitación de nerviosos gusanos,
más allá de los vientos terrestres,
saturados de plegarias de profetas de la guerra y la muerte;
alzo los ojos, más allá de la lluvia,
a cántaros, de zinc y de cristal sus tintineos,
pálida sangre sobre los tejados;
más allá de la ausencia y mis brazos desiertos,
saco la lengua y alcanzo entrepiernas astrales y ojivas celestes
hasta lamer el vacío intenso y fértil.
En la ciudad, ningún rosal florece:
ejército de pasos y paraguas,
timbres de teléfonos lejanos,
mudos reflejos de televisores y neones nocturnos,
furtiva e inútil solidaridad de relojes veloces,
desamor de quienes dormían en mi sueño y soñaron mi almohada.
Para ese dolor, no bastan los fuertes licores de las islas
ni los mágicos frutos del shamán,
para ese dolor, que no es dolor, no bastan esos cuerpos,
que no se repetirán con la mañana próxima;
no el débil brazo del amigo más fiel,
frágil y vano como el día más cercano ahora extinto,
para ese dolor, no, no bastan,
ni el preñado vacío ni el loto esplendoroso.
Entonces, bajo los ojos por la arena y la espuma y el musgo
y el beso, que rodó por el suelo y el polvo,
y dejo a los vientos jugar con mi pelo,
donde quiera ir la libertad arrojando mi suerte.
Hay una garza
Hay una garza azul de delicada cresta gris
y ojos de ibis, en los troncos del mangle,
-el agua no cesa de ondular-
las yolas dormidas cruzan la bahía,
la puerta está abierta para esas caras lindas,
que, sin embargo, no han venido hoy.
Los pescadores pacientes lanzan sus líneas,
los montes esperan dormidos su tiempo inmemorial:
pacíficos como senos.
Ninguna mujer acude hoy al reclamo del mar
y a toda asta hay bandera blanca en el tejado.
La luna llena acaba de salir, envuelta en brumas del Sahara,
humillando al sol que no quiere atardecer,
-una gaviota parte en dos al aire.
La puerta está abierta:
y tu pie no quiere pisar esa alfombra, que el viento ha tejido,
en el pequeño puente de madera que llega hasta la casa.
La puerta está abierta, esperando tu boca.
La hamaca colgada en su balcón no conoce tu forma;
las flautas sonoras de pájaros marinos,
y los motores borrachos de barcos perdidos,
acompañan mi sombra doblada en una silla...
y ya que no llegas, alma gemela, no podrás marcharte:
están todas las cosas, menos tú, y el mundo comienza.
Como el bambú
Como el bambú, que en sus quejidos cruje,
cuando todo vibra y fulgura como junco deslumbrante.
Las desnudas espaldas en la cama de sal de los naufragios,
para dormir un poco, ese sueño que no despierta de sus sueños,
que sabe a vértigos de telaraña y nada,
por un murmullo de aguas y lágrimas obscenas,
y alguna rosa mustia en el jardín del tiempo abandonada.
Boca de mármol, que no se reconcilia con el polvo:
¡Ay! Delirio de pequeñas y verdes manzanas,
la realidad global que nos castró el aliento,
las suaves y agridulces uvas de la ira,
bailando y brincando sobre el abismo y el azufre,
y el fracaso existencial de toda el Alma.
Nosotros, de la misma sustancia de los sueños,
sabemos bien del origen de la sangre
y la ceniza, que manchan nuestros versos.
Canción de la ausencia
Esa mujer se parecía a la palabra nunca
Juan Gelman
Tu ausencia es el dolor
que la vida me arroja,
-la maldición equívoca que pasma,
el juego de las horas caprichoso-
ebrio caballo pateando al corazón,
que sólo late, solo ya, desangrándose,
en la cercanía de tus pasos,
bajo la cruel luz que sale por tus ojos.
Me escondo del cosmos, en una esquina
donde nadie me halle,
a musitar tu nombre
con el cual invento otros lenguajes.
Te llamo desde aquí, acuclillado
en esta oscuridad que sólo tu disipas.
Te llamo en todos los sentidos,
mas tú no acudes a curar estas heridas,
que la ciudad me inflige desquiciada.
Tu ausencia es el reloj
donde mido la miseria
de mi cuerpo en el mundo.
¡Ah! Si pudieras entender el infinito desorden,
que tu ausencia provoca.
Y ya que no estás, no te maldigo,
pero entiendo que has comenzado a marcharte.
Esta felicidad
Before the taking of a toast and tea.
T.S.Eliot
Esta felicidad:
sin ti, sin mí, sin nadie
-caracola vacía en el rumor del aire-
esta felicidad que mata
y ni siquiera nace de unos ojos.
Sin ti, sin mí, sin alguien:
los croissants en la mañana,
con versos de Elliot, tan lejos
de las calles dibujadas,
con los rostros de esas víctimas
de todos los crepúsculos.
Esta felicidad:
desiertas avenidas y esa magdalena,
que nos acerca tiempos idos,
cuando todos sucumbían
a las lenguas de plomo,
que sedujeron a Dalí.
Sin ti, sin mí, sin nadie:
mientras yo moría como un asno
devorado por furiosas hormigas;
todo ángel es terrible,
decía un poeta a quien amo,
mientras, oigo mis latidos
como si fueran unos pasos
precipitados en la más callada noche.
Esta felicidad:
cuando al fin logramos estar solos,
es la incertidumbre de un sol muriendo al horizonte,
sol helado, ebrio corazón,
que no sabe hallar razón para nacer,
otra vez, desamparado.
Voy a morir...
Una estrella impaciente iba a decir que hace frío
Vicente Huidobro
Voy a morir en tu sonrisa
eclipsado por los lunares de tu cara.
Jamás olvidaré el relámpago preciso y fugaz
de tu presencia,
-¿fue real o una trampa de un delirio de junio?-
el desliz delicioso de tus dos labios,
pájaros de fuego,
serpientes de almíbar,
sexo de niña que orina en el río,
frescura dormida en la memoria ancestral
de sistemas solares, extintos en la leche azul,
antes del verbo y de la luz:
Saliva de Dios y de los ángeles.
¿Fue un delirio de las trampas de junio?
¿Y qué hago, ahora, terriblemente fulminado aquí en la orilla?
Cometa con rabo de gases minerales
despójame de tí y aléjate.
Ahora, que he perdido tantos dientes
y no me atrevo a cabalgar sobre tus ancas,
potra de luz,
cuántica vulva estelar:
Muerte presente, que me deja jadeante en la penumbra.
Voy morir en tus caricias
como quien, inútilmente, busca dos alas.
PÁGINA 19 – CUENTO
¿Quién está incendiando las cuatro por cuatro?
Por Julio Carabelli (Buenos Aires/Argentina)
Mi perro tenía una inteligencia superior.
Me causan gracia los historietistas que dibujan un perro llevando el diario a su amo como si tal cosa fuese una demostración de talento. Eso lo hacía mi gato que además solía avisarme si a los peces o al canario les faltaba el alimento.
Mi perro se llamaba Tiescho y ladraba en once tonos distintos, uno por cada persona y de ese modo yo sabía si venía mi mujer o mi suegra, mi hija Claudia, mi hija Elvira, Roberto o Martín, el más pequeño, pero por supuesto que había un tono para el cartero, otro para mi amigo Gustavo, el contador, cuando venía a visitarme solo y otro cuando lo hacía con su mujer.
Uno de los tonos que más me agradaba era el que anunciaba que volvía la muchacha del mercado. No por Luisa ni por lo que pudiera haber comprado sino por el tono mismo que era muy agradable, algo así como el canto de las ballenas o el trinar del canario después del alpiste.
Presumo que el undécimo tono lo reservaba para mí y si sé de su existencia es por los dichos de mis hijos, nada más, en cambio Migo, que era un hermoso gato, sólo se colocaba casi pegado a la puerta cuando Luisa regresaba del mercado.
Una sola vez aulló Tiescho y Migo maulló formando un dúo lamentoso. Fue cuando la empresa envió a mi amigo Gustavo, el contador, mientras yo gozaba de mi parte de enfermo.
-La empresa ha hallado en tu cesto de la basura la confirmación de lo que el directorio pensaba.
-Es alentador saber que el directorio puede pensar, generalmente lo hacen los caballos que la empresa tiene en el galpón.
-Los caballos están que trinan.
-Me imagino, yo no sé cómo no se quejaron de las cuatro por cuatro que les quitan el trabajo. ¿Querés un café?
-No, ¿cuánto hace que somos amigos?
-Ya sabés que mis pescados toman café.
-¿De qué marca?
-Cualquiera mientras sea de Colombia.
-Hace treinta años que tomamos café juntos, es verdad.
-El canario también toma café.
-Hace cuarenta años que nos conocemos.
-Y sabés que no tomo gasolina.
-Hace veinticinco años que estás en la empresa. Te imaginarás que no me es grato venir a tu casa con esta misión.
Sin embargo vino, cayó con esos papelitos que pretendían incriminarme, pero que también denunciaban el acaparamiento de gasolina y las cuatro por cuatro no declaradas.
Fueron premonitorios los aullidos y los maullidos porque el contador cayó por las escaleras con tanta mala suerte que nunca encontraron los papeles que traía. Jamás voy a saber si fue el gato o el perro. Ambos poseían esa eficiencia, la suma de esas mínimas partículas que conforman el gran mensaje cósmico. Un mensaje universal que seguramente les llegaba por ondas desconocidas para nosotros.
Mis hijos no se hubieran animado a hacerlo, siempre creyeron que su madre, mi amada esposa, murió a causa de aquel empujón, pero no fue así, ella tropezó con el perro justo frente a la escalera y cayó con la misma mala suerte de su señora madre y es que el situarse frente a una escalera tan peligrosa debe de ser algo genético, un mandato de los genes que nunca tuvieron en cuenta la posible presencia, en el vano de una escalera, de un perro, un animal superior a todas luces porque Tiescho jugaba a la pelota y era capaz de anotar los tantos de ambos equipos en la tierra húmeda. El gato no, Migo era un tanto remolón y casi siempre estaba viendo las novelas de la tarde, sobre todo "Fuego en Casabindo" en la que trabaja una actriz que parece gustarle mucho y hace de piromaniaca.
En una escena que mi gato insistió en que viéramos juntos, ella furiosa amenazaba a su esposo con quemarlo vivo. Es que había subido el precio de la marihuana en el mercado mundial y al subir se legalizó, como el tabaco, lo que provocó que nadie sembrara otra cosa y cuando faltó lo esencial, lo necesario y tradicional: el pan y el vino, ella amenazó con prenderle fuego al sembradío y yo, previendo lo que iba a suceder, arranqué al gato del sofá. El comenzó por resistirse pero en cuanto vio que el fuego avanzaba hacia el sofá y amenazaba la salida, se dejó llevar mansamente.
Juntos fuimos a buscar a los peces y al canario que no soportan el calor. Tiescho por suerte ya había bajado tironeando del delantal a la muchacha que se obstinaba en querer subir a rescatar a mis hijos.
Por eso me río de los historietistas y su insistida costumbre de dibujar un perro llevando el diario cuando el mío corrió directamente a abrir el galpón para salvar a los caballos y a los peones que dormían allí. Fue inútil porque la loca ya había incendiado el galpón repleto de gasolina.
Tiescho tenía esa costumbre de gastar energías en empresas que no valían la pena como la de salvar del fuego a Luisa por ejemplo.
En realidad esta historia es para homenajear a Tiescho y a Migo. Ambos murieron de viejos, pero conservo el canario y los peces. A veces, juntos, tomamos café y nos reímos de los que preguntan: ¿Quién está incendiando las cuatro por cuatro?
PÁGINA 20 – ENSAYO
“Horacio Quiroga: El desquicio de la literatura”
Por Gustavo Lespada (Uruguay/Buenos Aires/Argentina)
Además de sus incursiones en relatos sobre los límites de la ciencia, donde la pérdida de la razón acecha a los investigadores con sus fronteras éticas no muy claras, así como sus cuentos de corte darwinista en que indaga sobre las similitudes siniestras entre el hombre y otras especies como los antropoides, Quiroga es autor de un texto con la alienación como protagonista: “El conductor del Rápido”, escrito hacia fines de la década del 20 e incluido en su último volumen de cuentos El más allá de 1935, que en su momento no fue bien recibido por la crítica pero que a mi juicio este sólo relato justifica con creces todo el libro.
“El conductor del Rápido” se desarrolla en el cruce de dos tópicos muy codificados por la modernidad: el de la ciencia médica y la tecnología del transporte. El cuento se abre con la lectura de un texto de divulgación científica donde se da una suerte de estadística de los conductores de tren que han perdido la razón:
“Desde 1905 a 1925 han ingresado en el Hospicio de las Mercedes 108 maquinistas atacados de alienación mental. (…) En un momento dado de aquél lapso de tiempo, un señalero y un cambista alienados trabajaban en la misma línea y al mismo tiempo que dos conductores también alienados. Es hora, pues, dados los copiosos hechos apuntados, de meditar ante las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce un tren.” (41)
Una vez que termina la reproducción entrecomillada, el personaje-narrador dice: “Tal es lo que leo en una revista de psiquiatría, criminología y medicina legal, que tengo bajo mis ojos mientras me desayuno. Perfecto. Yo soy uno de esos maquinistas”, –como si el disparador del cuento fuera ese otro texto no-literario. La interacción de la literatura con otros discursos es un gesto típico de las “vanguardias históricas” que podemos encontrar en otros narradores contemporáneos como el brasileño Mario de Andrade o el ecuatoriano Pablo Palacio, pero lo novedoso aquí es la manera en que para dar cuenta del proceso de alienación del personaje se produce el desquicio en la morfología del texto: es el propio enunciado el que descarrila de su formulación racional.
Gradualmente se exponen las anomalías del personaje que oscila entre estados de exaltación y euforia con otros de angustia y depresión, hasta caer en el desdoblamiento esquizofrénico. Luego de sentirle gusto salado al café, desde la primera persona narrativa el protagonista describe una serie de señales que ilustran su distorsión de la realidad, sobre todo en el sentimiento de estar prisionero de una angustiante lentitud, lo cual ya anticipa un vínculo paradojal con su profesión de conductor de un tren expreso o “rápido”. Al consultar al médico de la empresa, éste desestima sus síntomas y sólo le prescribe que “piense poco (…) y no lea nada”. El registro plantea una distancia irónica respecto del carácter mercenario del profesional al reproducir la reflexión de nuestro maquinista: “¿Para qué ver a los médicos de la empresa si por todo tratamiento me impondrán un régimen de ignorancia?” Después, las referencias absurdas y los signos de alteración comienzan a manifestarse en forma progresiva, hasta que la pérdida del sentido se materializa en el trastrocamiento de la sintaxis: irrumpen interjecciones, maullidos, significantes que no poseen significados, es decir, el signo lingüístico se torna ajeno.
Veamos cómo este desquicio se manifiesta en el texto: “Desde media ahora atrás vamos corriendo el tren 248. Mi máquina, la 129. En el bronce de su cifra se reflejan al paso de los pilares del andén Perendén”. Ahí aparece un nombre arbitrario, sin ningún tipo de explicación, provocado por la rima con andén.
¡Ah, plenitud de sentir en el corazón, como un universo hecho exclusivamente de luz y fidelidad, esta calma que me exalta! ¡Qué es, sino un mísero, diminuto y maniatado ser por los reglamentos y el terror, un maquinista de tren del cual se pretendiera exigir calma al abordar un cierto empalme! No es el mecánico azul, con gorra, pañuelo y sueldo, quien puede gritar a sus jefes: ¡La calma soy yo! (46)
El descalabro lógico y las proliferaciones del delirio alteran la narración en primera persona que adquiere un ritmo desenfrenado, la interrumpen con asociaciones insólitas y absurdas, donde se intercalan señales de alarma, huellas del deber, relámpagos de imágenes fragmentadas, residuos del mandato jerárquico que no logran controlar la dispersión del registro.
Sé que algo he hecho, algo cuyo contacto multiplicado en torno de mi me asedia, y no puedo recordarlo. Poco a poco mi actitud se recoge, mi espalda se enarca, mis uñas se clavan en la palanca… ¡y lanzo un largo, estertoroso maullido! (47)
El desdoblamiento del maquinista se manifiesta en esa lucha de la superficie textual, donde la porción de juicio que aún sobrevive trata de contener a la otra parte que se descarrila de los rieles de la razón. La paranoia lo lleva a reducir a su fogonero al que acusa de querer retrasar el tren con su colección de ratas (48). Hacia el final no sólo se percibe a sí mismo como un otro (“El maquinista yo…”) sino que también dialoga con interlocutores inexistentes. En medio de todo este desmoronamiento, un paréntesis “fuera de la rutina ferroviaria”, recuperando la imagen de su hija y su mujer, mirando “en lontananza, felices”: la contención familiar. Pero es un espejismo, una trampa de la mente pertrechada de recuerdos y obligaciones, una trampa del texto: la alienación nuevamente queda al descubierto: su hija ve un tren que avanza muy ligero, “el rápido de las 7:45”:
“–¡Qué ligero va, papá! –observó ella.
–¡Oh!, aquí no hay peligro alguno; puede correr. Pero al llegar al em-…”
Y allí se corta con una línea de puntos suspensivos que prefiguran un momento de ausencia, la calma previa a la tormenta final en que las palabras brotan incontrolables como ese tren lanzado a más de 110 Kms por hora, y una avalancha de interjecciones y frases incoherentes que no hablan sobre el desquicio sino que desquician la trama desde lo formal. “ –¡Mi calma, amigo! ¡Esto es lo que yo necesito…! ¡Listo, jefes!” Después irrumpen los maullidos y las ratas invaden el relato, mezclándose con los gritos al fogonero maniatado, con los últimos jirones de racionalidad: “Pongo la mano sobre la llave para cerrarla-arla, ¡cluf cluf!, amigo. ¡Otra rata!” (…) “palanca-blanca-piriblanca!, ¡miau!” El relato ya no habla de la locura sino que enloquece ante los ojos del lector, el texto ya no se refiere a la acción sino que él se constituye en la acción misma.
Finalmente el conductor en un esfuerzo sobrehumano el maquinista le gana la batalla a la locura y logra detener la locomotora. Luchando contra sí mismo, consigue asomarse y gritarle al jefe de estación que lo desvíe a una vía muerta, donde logra frenarlo. “Pero lo que descendió luego del tren, cuyos frenos al rojo habíanlo detenido junto al paragolpe del desvío; lo que fue arrancado a la fuerza de la locomotora, entre horribles maullidos y debatiéndose como una bestia, eso no fue, por el resto de sus días, sino un pingajo de manicomio”. Y termina diciendo: “Pero de tal heroísmo mental, la razón no se recobra”. En cuanto al procedimiento es interesante señalar que en el cierre, como para recuperar la coherencia (no sólo temática sino también formal), se interrumpe el registro en primera persona y el relato concluye tomando la distancia que requiere la tercera persona narrativa. Distanciándose, a su vez, de la opinión psiquiátrica que reduce la salvación del tren a “un caso de automatismo profesional”, en tanto que el registro literario reivindica el heroísmo del personaje que ha perdido la posibilidad de acceder al relato.
Se menciona mucho la velocidad de la máquina, tema caro al vanguardismo tecnólatra, en contraste con la percepción de lentitud del conductor que tiene un horario que cumplir. La alienación vinculada a los oficios adquiere un tratamiento singular en este cuento, que es preciso analizar en la medida que socava, de alguna manera, la actitud “oficial” sobre la locura. Recordemos que el estado positivista en resguardo y prevención de los valores sociales, morales, pero sobre todo económicos, caracteriza y segrega la enfermedad y el delito en tanto instancias improductivas, construyendo en consecuencia, junto a sus mecanismos de coerción, todo un sistema preventivo de higiene pública, con la finalidad de neutralizar y erradicar de la sociedad estos agentes de la pérdida y el despilfarro. Para el caso resulta ejemplar la afirmación de Guillermo Rawson: “la higiene pública y la economía política se dan la mano y se estrechan tan fuertemente, que con cuanto más empeño se las mire, tanto más confundidas y aunadas se las ve.” Dentro de este marco institucional regulador se genera un discurso psiquiátrico alienista que establece los límites y condiciones de funcionamiento del orden social. Ahora bien, el desenlace de “El conductor de rápido” pone al descubierto el carácter de entelequia de este discurso “preventivo”, al hacer derivar la causa de la locura del maquinista de la falta de contención e insalubridad de las condiciones laborales. Sin caer en la denuncia panfletaria el relato enhebra en la trama un planteo sociológico sobre las presiones a las que se ven sometidos estos operarios: el descalabro lógico y formal –literario, en suma– cifrando la deshumanización subyacente en los iconos tecnológicos de la sociedad de comienzos de siglo.
PÁGINA 21 – CUENTO
Alberto Pereyra
Por Mónica Russomanno (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)
Alberto era un niño en campo de mandarinas, niño entre niños de risas veloces y cabellos duros de polvo y río de llanura. Palangana y agua calentada en las ollas que limpiaban los cuerpitos morenos en fila, tan parecidos todos, los siete hermanos y la princesita, la niñita de trenzas el corazón de papá la muñequita de ojos oscuros.
Alberto era uno entre los “nosotros”, uno en el montón que iba a la escuela, uno entre los que ordeñaban las vacas en la madrugada de escarcha.
Uno de los Pereyra era Alberto, el tercero. Y así se llamaba él mismo, el tercero de los Pereyra, y no hacía falta más para situarse en el mundo en esas épocas, cuando proporcionarse una genealogía y una justificación era decir “soy el tercero de los Pereyra”, y agregar si venía al caso “y vivo allá a tres kilómetros al oeste de la forrajería”, dedito apuntando a la casa llena de camas, la casa de la cocina generosa y el jardín de mamá y los árboles de cítricos que atraían las comadrejas.
Alberto fue el niño entre los niños, el hermanito confundido en el montón, el tercero. Uno de los que saltaban del armario para asustarla a la Susana, uno de los que le robaban a papá un cigarrillo negro para fumarlo allá en el montecito con asco y algún amigo. Uno de los que se alisaba el pelo para ir al baile los sábados, primero demasiado chiquito, después demasiado tímido. Pero siempre uno de los que iban, uno de los que hacían, uno más de la bandada de los Pereyra que celaba a la Susana con su vestido de falda peligrosa y tanto pretendiente en alpargatas.
El problema vino cuando Alberto no fue más un niño entre los niños, cuando los hermanos se fueron emparejando y fueron dejando la casa en yunta, fueron trayendo hijos que repetían los pelos chuzos y las sonrisas de antes, y hasta la Susana se fue a la ciudad a estudiar.
El tercero de los Pereyra fue deviniendo en el hijo de los Pereyra. El único que seguía allí en la casa, haciendo lo que podía con los animales y el campo, demasiado para uno solo ahora que el padre ya empezaba a mostrar el paso de los años en la espalda encorvada.
Vino la soledad y las maledicencias. De a poco lo fue persiguiendo la murmuración de la gente del pueblo, y una vez escuchó de lejos “el puto”.
Era demasiado limpio, era demasiado amable, se supo que se planchaba las camisas, y alguno alguna vez había visto o había creído ver que miraba a algún muchacho en la despensa.
Alberto se ocupaba de sus padres. Los otros fueron haciendo su vida y haciendo hijos. El hombre triste les preparaba un asado cuando venían a la casa. Nadie le preguntaba nada para no incomodar, y él casi no hablaba.
Para los Pereyra ahora ya no era el tercero, ahora era el tío. Solterón, agregaban a veces como si hiciera falta agregar algo.
No tuvo amor en ese tiempo largo. Sufrió en una época por un peón del otro campo, pero desde lejos y con la certeza de que sólo le estaba permitido hablarle del tiempo o la parición de las vacas. Hizo todo lo que la desesperación le impuso, buscar pretextos para acercarse, pasar como al descuido; todo lo que la necesidad le impuso hasta que la burla le congeló el alma. “Che, acá el Pereyra te busca”, risotadas. El calor y el color que le subieron a la cara lo dejaron para siempre del otro lado del alambrado.
Alguna vez fue a la ciudad e incurrió en besos culpables, se sentía sucio, feo, torpe, extraño, ignorante. Quería que lo advirtieran pero se moría de miedo de que lo mirasen con desdén. Algún encuentro le dejó tema para pensar en su cama solitaria en el campo. Y para llorar, sobre todo, y para anhelar, más que nada.
Primero murió el padre, una noche de agosto en que hacía tanto frío que
la costura de los pantalones, congelada, desollaba los muslos. Unos años después, la madre.
Entonces se volvieron a juntar todos los hermanos y había que vender para repartir.
Alberto tenía cuarenta años, su ropa cabía en un bolsito junto con las fotos y el peine. Susana le ofreció quedarse en su casa por un tiempo, pero en la habitación de los chicos mucho lugar no hay, un tiempito nomás y me los mirás mientras nosotros trabajamos. Podés usar tu parte de la herencia para hacerte una piecita en el fondo, también. Niñera gratis, empleado, cocinero. Tío solterón. El tercero de los Pereyra, alguien sin definición ni puesto propio, una extensión estéril de la familia. Alguien que se utiliza y sirve y después se presta a otro o se deja en un rincón para que se vaya apagando.
Y casi cae Alberto. Casi dice que si y vuelve a vivir de prestado. A punto estuvo, y la sorpresa fue cuando iba a decir si y dijo no. Él mismo se aturdió de pura sorpresa y puro miedo y mucha ilusión que le saltó desde el estómago y le llegó a los ojos alelados. Duro del miedo dijo que no y se fue con el bolso y la raya al costado, prolija, y el saco de botones grandes, y los zapatos de pasear por el pueblo.
La billetera en el bolsillo trasero del pantalón, una revista, las caras de los padres en un álbum de cuero. Unos dibujos de los sobrinos con el agujero de haber estado pinchados en el ropero.
Se tomó el tren y se fue a la ciudad, pero a la grande. A la de veras, a esa ciudad de rascacielos y tiendas y teatros, la ciudad de la noche iluminada donde uno no es ni el tercero de los Pereyra ni el tío solterón. La ciudad donde uno no es nadie, puede ser todo, donde la sombra no es fiel.
Se podría pensar que no podría contra la vorágine, las multitudes, el inabarcable trabajo de buscar medio de vida y habitación. Pero él había podido abandonar la casa, el pueblo, y ahora que estaba solo tenía el temible abismo y la maravillosa libertad. Nada que perder.
Hizo lo que sabía hacer, se hizo cuidador de ancianos. Las manos morenas de venas en relieve lavaron brazos lechosos y pusieron cucharas en bocas desdentadas. Comenzó, de a poco, a ser feliz.
Y lo conoció a Mario. Enfermero.
Al principio no creyó que fuera cierto que uno de veras pudiese amar y ser amado. No a los cuarenta y uno, no sin experiencia, no con los pelos canosos y el hablar lento de campesino.
Él, que era el tío solterón, el tercero de los Pereyra, ahora es Alberto. Y Alberto y Mario son esos que cada noche se abrazan un instante que dura entre dos segundos y una década, maravillados por ellos mismos, escandalosamente acostumbrados a la placidez del amor.
Ahora Alberto Pereyra es Alberto.
PÁGINA 22 – POESÍA AMERICANA
Carlos Ernesto García (Santa Tecla/El Salvador)
Carta a ninguna parte
La muerte
cabalga a lomos de la noche
y el relámpago no es más
que un látigo que golpea
sobre su oscura espalda.
A mi padre in memoriam.
I
Si pudiese desandar el camino recorrido.
Volver al tiempo
en que el viento anunciaba octubre.
A la misma ventana
desde donde podía ver la polvareda levantarse
hasta enredarse majestuosa
en la copa de los árboles.
Volver al trompo al barrilete a las canicas.
Al uniforme impecable.
A las camisas de cuello almidonado.
A la alegría de los cuadernos nuevos
cuando llegaba febrero.
A la merienda que preparaba mamá
para la hora del recreo.
Volver a las fiestas del pueblo
cuando llegaba noviembre
y sacaban de la iglesia a San Martín de Porres
y al torito pinto con sus fuegos artificiales
Volver a esos días
de la calle central vestida de alegría.
A las altas horas de la madrugada
deambulando por el cementerio.
A mis dieciséis años y las primeras borracheras.
A las serenatas bajo los balcones
de las novias de otros.
Al día en que me dijiste que sí
aunque por miedo a tu marido
no te presentaste a la cita.
Volver a esa hora interminable
en que la gente corre como loca por la calle
cuando el reloj marca las doce
las abuelas lloran y truenan los cohetes
y en medio de la humareda van apareciendo los rostros
de esos seres que te abrazan
y te desean un buen año
cuando termina diciembre
cuando llega enero.
II
Tu cuerpo varonil
ya no se inclina con su frente ceñida
sobre la mesa de oficina
para firmar documentos de poca monta.
Ni se mece en su hamaca
cuando llega el domingo y la lluvia
quiebra la tarde.
Te reconstruyo sacándole chispas
al empedrado de las calles
cuando joven y veloz
recorrías a caballo mi ciudad natal
disparando contra las lámparas
de la vía pública
cuando nadie era más certero
en el arte de apagar a tiros
el corazón imaginario de tu padre.
Te recuerdo esforzándote
porque me tomara las cosas de la vida
un poco en serio
Ahora comprendo tu alegría silenciosa
el día en que llegué a casa
metido dentro de aquel uniforme militar
siendo apenas un adolescente.
Pero no tuve tiempo de hablarte
del desembarco de tropas helitransportadas
cuando la toma de Aguijares
ni de la madrugada en que los aviones
sobrevolaban la costa del Pacífico
cubriendo de cadáveres las playas.
Cuerpos de campesinos y estudiantes
lanzados desde los aires
en medio de la tormenta tropical
mientras que en las dependencias del cuartel
de la Fuerza Aérea
yo formaba parte de una sección de choque
que durante la noche
no cesó de fumar y contar chistes
para matar el miedo.
Después me viste viajar a Guatemala
rodeado por hombres de sotana
con ellos aprendí
del libro del Eclesiastés
aquellas palabras que dicen:
vanidad de vanidades todo es vanidad.
Oyendo estas enseñanzas
de la boca de aquel mirista cubano
recordaba cómo hacía poco
había cruzado a nado la frontera de ese país
sin imaginar que dos días más tarde
en la ciudad de Tapachula
unos agentes de inmigración
estarían a punto de cocinarme a balazos
de no ser por la vegetación
que me cubrió protectora
en medio de un sol que abrasa
Pero tampoco esto
tuve tiempo de contarte.
III
¡Ay del que tiene, por su mal consejo,
el remedio imposible de su vida
en la esperanza de la muerte ajena!
Lope de Vega
Desde la ventanilla del avión
aquel teatro de muerte que era mi país
se fue convirtiendo poco a poco
en una verde postal
llena de ríos
lagos y volcanes
Bajamos al séptimo infierno
para apoyar nuestros ojos en la nada
porque nada es lo que nos esperaba
Todo era silencio
La Avenida de la Reforma
hasta dar con el parque de Chapultepec
era ruta obligada para olvidar
aunque sólo fuese un poquito
México moderno
donde nunca faltan
las peleas de gallos y su tequila
botas con espuelas brillantes
y tiros al amanecer
para no morirse de aburrimiento
al final de la fiesta
La guerra nos lanzaba al camino
para hacernos sonar campanas
en una ciudad perdida
del norte de Europa
Dormir serpientes en la India
Lustrar zapatos en Melbourne
Ser portero de noche
en un viejo hotel de Barcelona
Preparar pizzas en Florencia
Pintar barcos en alta mar
servir cafés en París
cantar rancheras en la Plaza Garibaldi
Conducir una góndola en Venecia
Cruzar en trineo la estepa rusa
Ser perseguido por la policía montada
después de una manifestación
en New York o San Francisco
Todo
menos darnos por vencidos
¡Que se rinda tu madre!
PÁGINA 23 – CUENTO
“Liebig”
Por Beatriz Actis (Rosario-Santa Fe/Argentina)
- ¿Cómo es la pampa?
- No es tan distinto, esto también es la pampa, sólo que acá está el río y allá, de donde vengo, agua no hay (pienso que la diferencia está en las cuchillas entrerrianas, no sé por qué no lo menciono). Le dicen la pampa gringa, pero gringos allá son los italianos, sobre todo, o algún que otro suizo.
- Acá, en cambio, los gringos siempre van a ser los ingleses.
Al decir esto, Horacio suspira, como resignado ante la verdad evidente. El Turco, en la galería de atrás, empieza a tocar la guitarra.
- ¿Vos nunca saliste de Entre Ríos? –le pregunto. En ese momento me doy cuenta de que durante estos años no habíamos tenido una conversación demasiado personal. Casi todos lo llaman Maestro, yo sólo sé su nombre y que renunció a vivir en la escuela porque había convertido la casita destinada al director en un aula más y se había venido a vivir a lo del Turco.
- Una sola vez crucé el puente, fui a trabajar unos meses a Paysandú, en una estancia, cuando era un gurí. La provincia, después, la recorrí entera: Diamante, Nogoyá, Federación -la vieja, antes de que la inundaran para hacer la represa-, La Paz. Hasta Villa Paranacito llegué, estuve dando clases en las islas. En la capital también viví algún tiempo.
Por un segundo pienso que se refiere a Buenos Aires, pero después dice: “Es lindo Paraná: el Parque, las barrancas”. Imagino a Horacio, más joven, asomado a las barrancas como un gato que se fascina ante el abismo. Él interroga: “¿Por qué viniste?”. “¿Cómo caí acá?” (Se cuela un silencio penoso, un chico pasa en una bicicleta). Yo soy de Casilda, me fui a Rosario a estudiar ingeniería, rendí algunas materias pero necesitaba trabajar y me conchabé en el puente a Victoria, primero del lado de allá y después, del lado de Entre Ríos. Al final dejé de estudiar y seguí con el trabajo. Así me vine a esta provincia, no lo tenía planeado desde un principio. Horacio habla ahora con un tono más solemne, como si el haberle dicho que en una época estudié ingeniería hubiera marcado una diferencia entre nosotros, como si yo no hubiese sido sólo un obrero calificado en la construcción del puente sino el responsable de que Rosario y Victoria se unieran por una ruta sobre el río Paraná. Lo intuyo, a pesar de que él no dice nada.
- Yo estudié para maestro en Victoria. Hay un convento de los benedictinos, ¿lo viste? Hacen esa jalea real y esos licores -las borracheras que me habré agarrado-; atrás del convento hay un cementerio que es sólo para los monjes. Lo visitan mucho los turistas. (Asiento con un movimiento de cabeza, un pájaro pasa y tiene un plumaje levemente azul, canta y es como un beso breve y diurno). Debe ser grande Rosario, todo al costado del río.
- Sí, pero me tira más el Uruguay que el Paraná, no sé por qué. Claro, Rosario es grande: me gustaba caminar, las calles no se terminaban nunca. Yo acababa de llegar de Casilda. Me sentaba solo en el puerto o en el Parque Independencia, en una parte antigua, en un costado, con pérgolas y un rosedal, sobre todo en los días de verano, aunque me muriese de calor. (Callo, cierro lo ojos: soy joven otra vez, creo en subirme a un barco y recorrer el mundo)
- Y a tu pueblo, ¿nunca volviste?
- No. En Casilda no pasa nada. (Horacio mira las calles polvorientas. Sé que está pensando: ¿Y acá?). Si miro para atrás, en mi vida en el pueblo nunca sucedió un hecho extraordinario. (Dudo, cae un silencio). Lo único que tengo para contar es que una vez se estrelló un avión con contrabando de cigarrillos y todos fuimos a ver los restos y las huellas del pasto quemado en un campo en las afueras. Eso me causó mucha impresión, yo era todavía un chico lleno de ideas sobre el futuro, ideas como viajar por el mundo (estuve a punto de decir: Viajar enloquecidamente por el mundo), pero ese día decidí, al menos, no ser contrabandista. (Otro silencio, Horacio se sonríe). También me acuerdo de una vez, nos llevaron con la escuela a la plaza para ver a Borges, que estaba de visita y había dado una conferencia en la Sociedad Italiana. No entendíamos bien quién era, lo veíamos desde lejos, veíamos a un hombre viejo, Borges siempre fue un hombre viejo. Plantó un árbol en el medio de la plaza.
- ¿Y lo veía al árbol mientras lo plantaba?
- No seas cretino, fue en el 69 ó en el 70, en esa época veía amarillos, a eso lo leí en algún lugar. (Me di cuenta de que Horacio no lo había dicho con ironía sino con ingenuidad). Plantó un eucaliptus en un cantero.
- Yo pensé que Borges siempre había sido ciego, es decir, no sé si ciego de nacimiento pero sí ciego por completo. (El aire transporta un perfume dulzón, la calma de la tarde nos retiene en ese instante, indeciso y lento) ¿Cómo será ver sólo el amarillo? Acá, ahora, por ejemplo: no veríamos más que aquellas flores en el suelo, la remera del chico de la bicicleta, que debe ser uno de los Soria, la cerveza en el vaso.
No respondo, me quedo meditando sobre la pregunta, levanto la vista hacia la copa de los árboles y enseguida estoy pensando en otra cosa. Horacio se calla, igual que yo, sumido en su candor. El calor derrite los cercos abandonados por los ingleses, los cercos que rodean lo que había sido el Lawn Tennis y que una vez, imagino, fueron relucientes y altivos, y aquí a nuestro lado vegetan también las ruinas del Mess, en la parte alta de Liebig, la que ocupaban los ingleses y que todos siguen llamando Los Chalets. En tanto, suena la guitarra del Turco en el medio de la tarde, de espaldas a la costa frondosa y al viejo muelle. Al Turco le gusta arrinconarse en la galería sombreada y cantar Atahualpa y zambas tristes que a nosotros, a Horacio, a mí y a los otros pensionistas (el Turco nos llama “los huéspedes”), nos llegan a través del aire cortante de la costa, cuando la voz cargada del Turco se esparce, ocupa el espacio sin delatar su lugar de nacimiento preciso, en medio del sopor de la siesta; él quizás esté sentado en la primera galería sin ventanas o tal vez, más allá, en las sillas del fondo del corredor cubierto desde donde se adivina apenas el follaje descuidado que rodea la casa. Estamos descansando, Horacio y yo, en unas reposeras en el medio del parque del Mess, bajo un sauce, y tras los yuyos altos se ocultan cascotes y basura. La música va subiendo desde la piel, desde los poros como si fuese un humo. En tiempos de la Compañía aquí se alojaban los visitantes menores, “de bajo nivel”, cuentan todavía los viejos en el pueblo, mientras que los ilustres se hospedaban en la Casa de las Visitas, por ejemplo el Príncipe, ése que no llegó a ser rey de Inglaterra porque abdicó para casarse con una divorciada extranjera. Como le cuento a Horacio las únicas historias de mi pueblo (Borges, en mi infancia, en Casilda, había sido el príncipe), él dice que me va a contar la historia del Príncipe de Gales de visita en Liebig en el veintitantos.
- Borges tenía también algo con los ingleses, ¿no?
- La madre. No, la madre no, la abuela.
- ¿Y escribía en inglés?
- Sólo me acuerdo de una poesía, de dos: Two English Poems.
- Nunca pude aprender inglés.
- Vos no sos gringo.
- Sí, pero acá, aunque no seas gringo, todos chapurrean un poco, sobre todo los viejos (Horacio se levanta para buscar otra cerveza. Me dice desde el fondo, en voz más alta): Los gringos no se mezclaban.
- Ni un mestizo -digo-, ni un desliz entre un gringo y una entrerriana, o al revés. Qué raro. En esta soledad.
- Antes no era tan solo.
Recuerdo una vez más los cuentos sobre el esplendor del pueblo cuando lo gobernaban los ingleses: veían los estrenos de cine al mismo tiempo que en Buenos Aires, en una sala especial, antes de que las películas llegaran incluso a Paraná; la biblioteca era la más grande del Litoral, tenía enciclopedias, novelas y la colección completa de Caras y Caretas; los ingleses daban fiestas en el Golf y en el Lawn Tennis, y viajaban a la capital en un avioncito privado (todavía quedan los restos del hangar, en las afueras); los criollos obreros que vivían en La Soltería también tenían sus bailes vespertinos y sus torneos de pesca.
Horacio dice, de pronto: “La verdad, no me lo imagino a Borges con la pala”.
Se ve que se había quedado pensando en lo que le conté: “¿Qué sabés de Borges, vos?”.
-Lo que veía en las revistas cuando era chico. Yo era chico, Borges era viejo y siempre salía en las revistas. Todos sabíamos quién era, incluso, aunque vos no lo creas, en estos pueblos de mierda.
Termino el cigarrito y respondo con desgano: “Lo de la pala es una formalidad. Te declaran ciudadano ilustre, te dan la pala para la foto, en el mejor de los casos echás el primer puñado de tierra...”.
- Como en los entierros.
- Algo así. Das la primera palada, te sacan la foto (se guardan en el pueblo y se muestran en las vidrieras las copias de esa foto: Borges, su traje gris y al lado, el retoño de eucaliptus) y al árbol al final lo planta un empleado de la Comuna.
Hago un silencio. Horacio no dice nada. Sigo pensando en voz alta: “Yo tampoco conozco bien el inglés, a veces lo leía y lo podía traducir, a veces no. Con un compañero del secundario, me acuerdo, con un diccionario chiquito traducimos aquellos poemas, uno empezaba diciendo: Te ofrezco calles magras, puestas de sol desesperadas... (Horacio no puede reprimir una sonrisa. Me avergüenzo. Recitar siempre me había producido un poco de pudor. Eso implicaba que uno se había estudiado los versos de memoria, y antes de eso, que esos versos le habían de veras causado una emoción)
- No, yo nunca pude entender bien el inglés. Leerlo, ni probé.
- ¿Quedarán libros en inglés en la biblioteca?
- No sé, podríamos preguntarle al Rengo. (El Rengo es el encargado de la biblioteca y de la oficina de Turismo. En las vacaciones y durante los fines de semana largos, sobre todo, vienen de visita muchos porteños)
Me quedo pensando: “En el plano viejo que está en la Comuna figura la biblioteca, pero en otro lado”.
- Claro, porque antes estaba del lado de la Compañía. A eso lo sabe bien el Rengo (El viento del río Uruguay debe venir ahora para nuestro lado porque se oye la voz del Turco muy claramente cantando ‘Guitarra dímelo tú’. De esa canción siempre me había gustado una parte: Los hombres son dioses muertos de un templo ya derrumbao. Sólo pienso en esos versos, los recuerdo mientras enciendo otro cigarrito, no se me ocurre esta vez recitarlos en voz alta en presencia de mi compañero). Porque cuando los ingleses cerraron la fábrica y se fueron, vendieron casi todo el pueblo, que era de ellos; afuera del lote sólo quedaron algunas casas porque a los empleados también les vendieron las casas de la Compañía en donde venían viviendo, pero bueno, cuando quisieron venderle los libros que había acá a una biblioteca grande o, no sé, a un coleccionista de Buenos Aires, no se lo permitieron. (El sopor de la siesta es envolvente, como el insomnio).
- ¿Quién no les permitió vender los libros?
- A eso lo sabe bien el Rengo. Bueno, es un secreto a voces. No, es la mitad de un secreto. (Horacio se hace el misterioso, tal vez, como forma de escaparle al tedio. Qué más podíamos hacer en la tarde de Liebig).
- Pero contá -le digo. (El Turco ha dejado de cantar, o el viento le esquiva a las voces, a lo mejor lleva el canto para el lado del Uruguay, a lo mejor en la costa lo están escuchando mientras nosotros, que estamos casi al lado, no lo podemos oír más. A lo mejor el canto se pierde para siempre en estas tierras sin ser escuchado)
- Se pusieron de acuerdo el Rengo, el padre de Salvador, el viejo Corelli, creo que estaba el Turco también, sí, el Turco seguro que habrá estado, después le podríamos preguntar, y varios más había, no sé ahora quiénes eran, pero había varios (creo que estaba el Paraguayo). Llevaron dos camionetas en el medio de la noche, una era la de Corelli, rompieron la ventana de la biblioteca del lado de Los Chalets de los ingleses, y cargaron todos los libros en las camionetas y los llevaron a la Comuna, que está de nuestro lado, en El Pueblo. Los libros ahí quedaron esa noche, los empezaron a acomodar después, en una casa de al lado, que es adonde está la biblioteca ahora. Los recuperaron a todos, y también las revistas. Los ingleses no pudieron reclamar porque el edificio de la biblioteca vieja era de ellos pero lo que estaba adentro no, eso era del pueblo, no lo podían vender, no se lo podían llevar.
- Garra entrerriana. Así lo hubiera querido el General. (Después de decir esto, se me ocurre que me estoy vengando de Horacio por haberse burlado de mí y de los versos de Borges recitados). Dos generales tuvieron.
- Un general tuvimos: Urquiza. Ramírez fue jefe supremo.
- ¿Del ejército?
- De la República de Entre Ríos.
- Urquiza vivió por acá. Podés creer: todavía no vi el Palacio.
- Vivió en San José, pero había nacido en el Talar del Arroyo Largo. Ramírez nació por acá, en Concepción, que en esa época se llamaba Arroyo de la China. (Horacio habla como “el maestro”, y con ese convencimiento y esa delicadeza de los entrerrianos que los hace sonar orgullosos pero nunca soberbios).
- Pensar que cuando uno en otra parte dice el General, dice: Perón, pero acá no. Bueno, o eso, al menos, era en otra época.
Viene a la memoria la imagen de mi padre, peronista, ferroviario, y también su humillación y mi desazón al cerrarse los ramales, al desaparecer los trenes; quizás allí mi padre decidió empezar a morir, quizás allí comprendí que de todas maneras, con tren o sin él, yo tendría un día que partir.
- Pero en la placita están la foto y la placa -dice Horacio.
- La foto no es de Perón, es de Evita. A la placa la leí: ‘Pueblo Liebig a la memoria de la inmortal Evita’, o algo parecido. No hay placa para el Príncipe.
- Es que no se lo recuerda bien. Ni siquiera los ingleses, cuando estaban. Lo que pasa es que el Rengo cuenta toda esa historia del Príncipe adornada para los turistas.
Recuerdo que el Turco me había dicho una noche, más aburrido que borracho, algo fragmentario y confuso sobre la historia de una carta que había escrito el Príncipe cuando subió al barco para irse definitivamente de América.
- La carta -digo para que nuestra conversación no se desvíe, como al principio, hacia los avatares de nuestras vidas personales. Sólo quiero oír hablar sobre la visita del Príncipe y sobre el pasado del pueblo.
En mi huida de Casilda, hace unos años, también hubo una carta. Amanda, mi novia de la juventud, mi amiga de la infancia, la había escrito y me la había entregado antes de mi partida; me pedía con una tristeza que le era propia que no me fuera, o que la llevara conmigo, me escribía aquellas palabras de los amantes que a veces no se pueden decir mirándole la cara al otro, sosteniendo su mirada. Ella, sin dudas, no había podido pronunciar esas palabras frente a frente, y yo tampoco hubiera podido decirle las mías. Le contesté desde Rosario, tiempo después, anunciándole que pronto volvería al pueblo, aunque sabía que no era cierto. Ésa fue mi única carta antes de desaparecer por completo; no le dejaba mi dirección ni mencionaba mis planes futuros. Había cerrado ya el sobre e iba a llevarlo al correo cuando decidí romperlo (lo recuerdo como si fuera un suceso reciente). Volví a escribir entonces la carta, repetí las palabras iniciales pero esta vez le di una dirección inventada en respuesta a su pedido de saber en qué lugar de Rosario estaba viviendo. Esta vez sí la mandé por correo a Casilda. Todos estos años he imaginado su esperanza al escribirme sus cartas a la dirección que yo había inventado y su desesperada humillación al no obtener mi respuesta o al recibir las cartas rechazadas. Muertos mis padres, vendida la casa, pagadas las deudas, no quería que nada me atase al pueblo, ni siquiera el amor. Cuando alguna que otra vez la he mencionado ante un compañero, ante alguna nueva mujer que me preguntaba por mi pasado, y dije que ella se llamaba Amanda Voces, los otros pensaron que se trataba de una broma, de una invención, pero ése era realmente su nombre. Recordarla, años después, cuando estoy lejos para siempre, es, quizás, una forma de desesperación. A nuestro alrededor estalla el perfume del verano de Liebig y a lo lejos se pueden ver nítidamente los bajos, las tierras ganadas al río adonde vivían los criollos en tiempos de los ingleses y que desde esa época llaman El Pueblo, con sus calles de casas viejas, con esas plantas con flores rosadas en todos los patios y en las veredas, esas flores que llaman azaleas. El chico de los Soria se para al costado del cerco del lado de la calle polvorienta para ofrecernos torta, como la que venden los fines de semana a los turistas. Muevo apenas la cabeza para decir que no. (En estas horas, el calor es innombrable). El chico no me saluda a mí, sólo a Horacio, le dice: “Chau, maestro”. El sol apenas empieza a declinar. Me dan ganas de esperar que pase el tiempo sin siquiera conversar con Horacio, sin oír la guitarra del Turco siquiera, de ir a ver, solo, el atardecer en el muelle viejo o en el Club de Pesca, adonde el río hace una curva sinuosa y muestra bancos de arena y unas islitas cercanas a las que se puede llegar nadando desde la costa. El Uruguay es un río ancho y azulado, a eso creo que lo dice alguna canción: “el río azul”, o merecería decirlo, el Turco lo debe saber, aunque siempre canta canciones cordobesas o tucumanas. ¿Cómo vino a parar el Turco aquí? Yo me vine de Casilda buscando otros rumbos, llegué a Colón desde Victoria, cuando se terminó de construir el puente, trabajé un tiempo en Villa Elisa, en la plantación de eucaliptus (a la memoria de Borges), después vine a conocer Pueblo Liebig por curiosidad y aquí quedé, haciendo changas en lo que queda de la fábrica y cuidando la casa de la última inglesa que vive en Buenos Aires y sólo viene en las vacaciones, algunos días, para controlar la casa de té que sus viejos empleados abren para los turistas y para comprobar si sus rosas, a las que nombra con distintas palabras en inglés, persisten en el antiguo jardín (“En lo que más creo es en la luna -dice la inglesa-, sólo podo mis rosas durante la luna menguante, sólo hay que hacerlo bajo la luna menguante para poder librarse de cualquier obsesión”). La inglesa sigue preparando dulces y postres que seguramente pasaron de moda en Inglaterra, y cuando habla en inglés debe usar palabras y expresiones que allá habrán caído en desuso desde hace años; para un inglés de hoy ella sería una extraña, los ingleses de acá ya no son ingleses ni tampoco son argentinos ni nada. Liebig, un espacio sin tiempo, un pueblo muerto. O como Horacio diría con aire de misterio: es la mitad de un secreto, es un pueblo muerto que revive para las vacaciones y que les vende a los turistas su propia agonía detenida en el tiempo: “Pasen y vean, aquí hubo unos cuantos ingleses explotadores, aquí hubo un falso pasado de esplendor. Hoy somos nada”. Alguna vez el Turco comentó con un poco de ironía y otro poco de admiración que algunos supieron hacer renacer pobremente al pueblo muerto del que todos, en el fondo, querían escapar, y así hoy los turistas visitan las ruinas, pescan en el club sobre el río, recorren la fábrica casi por completo abandonada, los vestigios de una colonia del Imperio en el siglo veinte, y al anochecer se alejan para siempre. Nadie veranea dos veces en Liebig. No hay hotel en el pueblo: los visitantes se alojan en Colón o en las termas del interior y cruzan por Pueblo Liebig con una curiosidad de animal acechando a la presa moribunda. Los habitantes se dejan observar, el Rengo cuenta una historia mitad cierta, mitad inventada sobre la buenaventuranza de la época de los ingleses, sobre el honor de haber recibido a quien era en ese momento el futuro rey, y al mismo tiempo, sobre la gesta patriótica de recuperar no sólo los libros sino el gobierno del pueblo una vez cerrada la fábrica.
Por qué decidí quedarme a vivir aquí yo, que huí una vez de un pueblo próspero de la pampa santafesina: eso era lo que quizás Horacio, que vivió en Liebig buena parte de su vida, me quería preguntar cuando se abrió la tarde y nos pusimos a beber y a conversar. Por qué Liebig y no el mundo que cuando joven deseaba conocer, y de qué modo resultó ser Liebig para mí aquel mundo. En realidad, no comprendo muy bien esa respuesta todavía.
- Decíme, Horacio, ¿de dónde vino el Turco? (Debí preguntar quizás: ¿Qué culpa está expiando para haber elegido este lugar, o cuál es su rencor, o cuál es su secreto?)
Horacio sigue observando el cielo que con el correr de la tarde va perdiendo claridad y me cuenta de modo vago que el Turco es entrerriano pero que después de vivir en Gualeguaychú “supo andar por Fray Bentos” y que trabajó en la última “época buena” de la fábrica, después se juntó con una mujer del pueblo, pero la mujer murió joven, de una enfermedad repentina, y el Turco se quedó a vivir en el Mess, pagando como nosotros un alquiler barato a la Comuna. Yo, que nunca supe bien de dónde venía el Turco, no le había sentido el acento entrerriano, y a lo mejor por cómo cantaba Atahualpa se me ocurrió que podía ser cordobés. Qué raro, pienso, con Horacio hablamos sobre Urquiza y sobre Ramírez, pero no suenan de fondo chamamés o chamarritas, y todo lo que veo hasta donde alcanzan mis ojos son unos derruidos techos ingleses, nada desde mi sillón parece entrerriano. Cuando llegué desde Colón, hace cinco, seis años, era el final del otoño; sin embargo, recuerdo, ese día el frío había recrudecido. Era sábado, pero el pueblo estaba desierto: el clima no ayudaba y era fin de mes, había incluso pocos de los turistas habituales, pescadores. Recorrí el pueblo con paulatina sorpresa; algo había leído sobre La Forestal, en el norte de Santa Fe, pero sobre este pueblo de ingleses a orillas del río Uruguay poco o nada sabía: un antiguo saladero convertido en una fábrica de carne enlatada que durante décadas se exportó hacia Inglaterra. Con el primero que hablé, el primer día, fue con el Turco. Estaba dormitando en el jardín delantero del Mess, cerca de donde con Horacio estamos ahora. Estaba echado en una de estas mismas reposeras y cubierto con una manta escocesa que, me lo contó después, alguien había traído alguna vez desde Londres (“Ah, las épocas de esplendor -le gustaba decir entre chanzas al Turco ante sus amigos-, la vaca en el barco y, en tanto, tirar la manteca al techo...”) porque era un abril de lluvias y por la noche, sobre todo, se sentía el frío cercano del agua, pero era un frío que sin embargo recordaba de un modo vago las noches de verano, quizás por el cielo estrellado, quizás por el olor del Uruguay que pasaba flotando, que pasaba olvidando tras él estas costas de Liebig. Me acerqué ese día al Turco y le pregunté adónde podía comer y también, con quién tenía que hablar para conseguir un poco de información sobre el pueblo. Cabeceó, despertándose del todo, me miró de arriba a abajo con cierta curiosidad y me dijo: “No tenés pinta de turista vos”. Le expliqué que era del interior de la provincia de Santa Fe y que, después de probar suerte en Rosario, decidí venir a Entre Ríos, y que estaba changueando en Colón pero que quería seguir recorriendo lugares por estos lados. El Turco me hizo sentar, me contó parcamente algunos hechos de la historia del pueblo y después me invitó a comer “con los otros huéspedes”. Miré la gran casa derruida adonde era invitado; me llamó un poco la atención que el Turco no dijese, como cualquiera: “Vamos a comer” o “Vamos a comer un asado”, sino: “¿Por qué no vamos y nos comemos un bife?”, y me pareció que la palabra “bife” delataba en esa frase una vana pretensión de complicidad, de hablar con el lenguaje que, según uno imagina, usan los ganaderos, los que son o fueron los verdaderos dueños de la tierra. ¿Cómo habrán hablado los ingleses de Liebig cuando intentaban el español, con qué palabras simples cada día, cuando salían de las oficinas de la fábrica o de sus casas en la zona de Los Chalets? Horacio, ajeno a mis pensamientos, continúa su relato y comienza por fin a hablarme, con parsimonia y sorbo a sorbo, sobre la carta. En mi familia, recuerdo, hubo también un episodio relacionado con una carta, un suceso que perturbó mi infancia. Mi abuela contaba que su madre, en Italia, en el pueblo natal, recibió la ropa de un hermano muerto en la guerra, que había sido conservada en una prisión por algún partisano, por razones confusas que hoy no recuerdo y que mi abuela seguramente tampoco conocía pero decidía ignorar al hacer su relato (o quizás al contar agregaba detalles para que la historia resultase convincente para el resto de la familia, que escuchaba expectante). Tras morir nuestro pariente, el compañero hizo llegar la ropa a la familia; entre la vieja camisa raída, el abrigo codiciado por las víctimas civiles de la guerra, en épocas de escasez, y un pañuelo con manchas borrosas, el muerto había guardado una carta. Mi abuela nunca explicaba en ese momento del relato adónde estaba escondida la carta, en qué lugar exacto: si envuelta en el pañuelo, si apretujada en un bolsillo del abrigo, o cosida como un secreto en un pliegue de la camisa. La madre de mi abuela no revisó en detalle la ropa del hermano muerto, lo lloró en cambio con un dolor resignado y lavó la ropa en el arroyo cercano al pueblo. Sólo reconoció los restos de lo que había sido la carta cuando, entre la ropa húmeda, encontró el papel casi desintegrado y la tinta apenas legible en la que se podían reconocer sólo unas letras sueltas. Nunca supo nadie qué escribió el moribundo: alguna confesión, algún recuerdo, alguna intimidad que jamás sería develada. O quizás -en el momento de su muerte la guerra aún no había terminado-, un mensaje que era un testimonio, por eso el compañero rescató la ropa y la envió a la familia. Horacio está narrando la historia de la carta de Liebig, presto atención, vuelvo a escucharlo. En tanto, el sol se ha escondido y la brisa es un poco más fresca. La cara de Horacio se me va desdibujando de modo paulatino, mientras crece la sombra.
- El Príncipe -dice- vino al país en mil novecientos veinticinco y lo llevaron a visitar algunas colonias de ingleses en Buenos Aires, como Temperley, y también a varias provincias: Córdoba, Mendoza, Corrientes. Pero a eso, el Rengo no lo dice. Cuando lo cuenta, parecería que el Príncipe vino a la Argentina especialmente para ver a los ingleses de la fábrica de Liebig (Horacio se sacude con una tos nerviosa y breve). De Corrientes lo cruzaron acá, adonde estuvo apenas un día y se embarcó para partir directamente hacia Inglaterra.
- Claro -digo de modo desganado, como ante una revelación tardía-, de este puerto salían barcos grandes. (Pensé en el Príncipe, su cara desdibujada como la de Horacio en la penumbra, caminando por el muelle ahora abandonado). ¿Y la carta?
- A la carta la descubrió alguien a bordo del barco...
- ¿Y la robó?
- No, no pudo hacerlo. La copió, a escondidas; no sé sinceramente cómo lo habrá hecho.
- Algún inglés.
- No sé, la verdad, ni siquiera si la carta será cierta, aunque el Rengo jura que sí es verdadera. Se la había escrito el Príncipe a la madre, que me parece es esa reina vieja que hasta hace poco todavía estaba viva. Hablaba mal del pueblo. Decía que estaba harto del viaje y que no sabía para qué había tenido que venir, para embarcarse, a este paraje despreciable y perdido, y que más le hubiera convenido partir desde el puerto de Buenos Aires.
- Mirá Su Alteza. Poco afecto al deber: por eso renunció.
- Abdicó -corrige Horacio. A veces me parece, por como cuenta la historia el Rengo, y el Turco también, que la carta fue la gota que rebalsó el vaso, que fue lo que más rencor les produjo a los criollos, que odiaron más al Príncipe que a los jerárquicos de la fábrica, a los que tenían al lado.
Pensé: El Príncipe, lejano, fugaz, casi inexistente, era más fácil de odiar. Quizás lo de la carta fue una historia inventada por los rebeldes del pueblo, por los insurgentes.
- Y también me parece -la voz de Horacio se hace más cavernosa y solemne- que lo del robo de los libros, bueno, robo, no, la recuperación de los libros, que pasó cincuenta años después, fue como la última venganza contra la carta del Príncipe.
Esa frase sentenciosa da fin a la charla. Horacio se levanta, un poco tambaleante por el entumecimiento o por la cerveza, y me dice ya sin la pretensión de revelarme secretos: - Me voy a comer al boliche.
Avanza un vientito fugaz por las galerías. Estoy solo en la larga noche de Liebig (la luna dice: Dormirás bajo cielo entrerriano). En los huecos de la pared de ladrillo que está a mis espaldas, durante el día, suelen esconderse esos raros pájaros de crestas azules; no sé por qué pienso en este instante que los pájaros ya se habrán ido de la pared hacia los árboles en donde se ocultarán durante la noche. Pienso también: Es tarde. Me quedo acá, pico algo con el Turco que, seguro, se va a ofrecer a compartir. O también puedo acompañarlo a Horacio hasta el boliche para comprar un poco de fiambre y más cerveza. Pero no lo decido enseguida y Horacio se va, atravesando la cerca delantera; imagino que camina hacia una cita secreta. Pienso después que tengo que preguntarle al Turco algún día si él estuvo presente en aquel acto de reivindicación, aquella noche de los libros, si valió la pena, si alguien ha leído alguna vez alguno de esos libros, si a alguien le importa hoy realmente, en este pueblo sin ingleses, qué pudo haber escrito el Príncipe. Me quedo sentado e intento convencerme de que sólo será por un rato más. Es cuando me doy cuenta de que hace bastante tiempo que la guitarra del Turco dejó de sonar, es decir que quizás en ese momento, debido a la ausencia de Horacio y de los demás pensionistas, acabo de quedarme solo en el Mess, anclado en el medio de la noche, rodeado de estos benditos silencios. Un tedio firme, un sopor helado y nocturno me retiene en mi asiento. Antes de irse, el Turco encendió los pálidos faroles de la galería. Recuerdo aquella pregunta sin respuesta de Horacio sobre cómo será distinguir solamente los amarillos del mundo, y tengo la extraña impresión de estar definitivamente hundido en la tierra, y empiezo a creer que ya no tendré ni hambre ni sed, que ya no tendré tampoco deseos de conversar con nadie. Es cuando percibo sin atenuantes lo que es estar varado en el mundo, lo percibo o lo entiendo con una especie de crueldad aceptada, y decido que tal vez será lo mejor que me quede aquí, sentado y silencioso en el jardín olvidado, hasta que me descubra la luz de la mañana siguiente.
PÁGINA 24 – ENSAYO
El verdadero humor es una cosa seria
Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires/Argentina)
Aunque ya se avecinaba la catástrofe, esa Segunda Guerra Mundial que iba a aniquilarla como civilización, durante 1939 lo mejor de la inteligencia europea continuaba fascinada por el legítimo resplandor subversivo con que el movimiento surrealista la había conmovido, más que profundamente, desde mediados de la década de los veinte. Inspirados por la alta divisa de Rimbaud: “cambiar la vida”, los surrealistas habían emprendido, no sólo en el arte sino en todos los dominios de lo humano, una empresa que imaginaban ampliamente revolucionaria, demoledora de todo lo anquilosado, momificado y congelado, y dispuesta inclusive a obtener “una nueva Declaración de los Derechos del Hombre”.
Fue en ese mismo –fatídico-- año de 1939 que André Breton, quien había asumido las funciones de conductor del surrealismo, publica la primera edición de un libro que se volvería justamente célebre, su Anthologie de l’humour noir. Y, al hacerlo, no sólo recuperaba una muy digna tradición sanamente insolente y saludablemente desacralizadora, sino que acuñaba y ponía a circular en el dominio público un concepto que sin duda haría escuela: el de “humor negro”. A partir de entonces, la idea del humor no volvió nunca a ser la misma. Algo que ya estaba vivo, latente en los grandes maestros irreverentes del pasado, y que acaso había permanecido oculto precisamente por su irónica y liberadora utilización del doble sentido, volvía a encarnarse con fuerza y se constituía en una energía regeneradora e insumisa, altiva y humanísima.
Desde entonces sabemos lo que antes intuíamos: que el humor es la manifestación más alta del espíritu, una invalorable herramienta de expresión pero también, al mismo tiempo, inescindiblemente, un arma para la libertad del hombre. Ese mismo hombre que incluso antropológicamente había llegado a ser denominado alguna vez (no sin justicia) “el animal que ríe”, sabía ahora que no puede llamarse, que no merece denominarse humor a aquello que se nos presente como banal, superficial, conformista, demagógico, ramplón, sometido y, en suma, intrascendente. Como quería Breton, como bien sabían Swift, Bierce y Jarry, por citar sólo algunos, el verdadero humor siempre será insurgente, revelador, deletéreo, nunca complaciente. Ni siquiera consigo mismo.
PÁGINA 25 – CUENTO
La noche en la ventana abierta
Por Irma Verolín (Buenos Aires/Argentina)
El tiempo había pasado de esa manera rara en que pasan las cosas sobre el tiempo que pasa, como deslizándose, como arrastrándose a veces, como quién sabe, vaya una a entender de qué forma estrafalaria, porque el tiempo y la vida están tan unidos que es imposible descifrar por dónde anda uno y en qué superficie se apoya el otro. La cuestión es que gracias al tiempo, el mundo había dado vueltas y vueltas para terminar tropezándose con sus propios acontecimientos, hasta que, por mucho tropezarse con lo mismo, un día, las tres hermanas quisieron encontrarse.
El hecho no fue premeditado, surgió de repente. Una de las hermanas escribió una carta con letra temblorosa y cuando mojó con la lengua la estampilla, el corazón se le sobresaltó. Y lo consideró una buena señal. Otra, llamó por teléfono. Merodeó y merodeó la manzana del centro telefónico hasta que por fin se animó a entrar en una de esas cabinas trasparentes por fuera y acolchadas por dentro; su voz sonó lejanísima en la oreja lejanamente sorda de su hermana. En cambio a ella el sonido le llegó intacto y hasta peligroso cuando oyó: “¿Hola? ¡Hola!”. Todavía seguía sorprendiéndose de que, desde un lugar impreciso, saliera una voz, una voz cualquiera o, como en este caso, la de su propia hermana. Para ella los aparatos de teléfono se comportaban igual que una varita mágica: dejaban suelta a la voz, sin boca ni persona que la sujetara.
La última de las tres hermanas hubiese deseado comunicarse telepáticamente para evitar gastos y complicaciones. Lo intentó con sinceridad y esfuerzo, sin el menor éxito, así que se dio por vencida y envió un telegrama, porque al fin y al cabo un telegrama iba a ser escrito por un desconocido con esa clásica letra tenue que suelen tener los empleados de correo, una letra que ella no vería, de modo que, como el telegrama tenía algo de impersonal y de antiguo a la vez, se asemejaba considerablemente a un pensamiento. Fue hasta la oficina postal meditando en todo eso y en su incapacidad para enviar señales telepáticas. Cuando vio la cara del empleado de correos que la atendió, anodina y con anteojos, envió el telegrama convencida de haber hecho lo correcto.
Desde dos puntos diferentes, relativamente distantes, las hermanas iban a ser atraídas hacia la casa de la mayor. Un movimiento de cuerpos que describía algunas líneas invisibles, evanescentes para ojos ordinarios, pero que quedarían impresas con firmeza en el tiempo o en la memoria del tiempo, hecha con un fuego que no quema, deshecha para rehacerse constantemente.
Eligieron la casa de la más vieja casi por azar. Claro que el azar no existe, pero en el caso que exista se regiría por la voluntad del tiempo que en esta ocasión sintió pena por las piernas flojas de las tres hermanas y por la flojedad de sus recuerdos, que mezclaban rostros y palabras en una confusión absurda.
La casa de la hermana mayor era un departamento bastante moderno con una verdosa y ya gastada alfombra y muebles que, a decir verdad, no eran antiguos ni modernos. Aunque si había que considerarlos de una forma ecuánime eran un poquitín más pasaditos de moda que modernos. Todo lo nuevo seguía siendo apenas nuevo, pero ya se había percudido, se había avejentado antes de alcanzar el esplendor, casi queriendo no dejar sola a su habitante en el trance de la ancianidad. A las paredes les faltaba pintura, a las puertas, limpieza. Todo era un poco opaco, un poco venido a menos, bastante triste sin llegar a serlo completamente. En fin: se trataba de la casa de una mujer sola. Eso sí, la ventana del living era enorme y mostraba la ciudad al desnudo, mostraba sus techos y las pinturas estridentes con que habían sellado grietas en terrazas y tejas. Mirar una ventana tan ancha que se abría hacia ninguna parte o asomarse a ella equivalía a trastabillar en el abismo. De cualquier modo la dueña de casa estaba orgullosa de su ventana, aquel espacio de la casa que se tragaba el movimiento y las luces. A veces ella, cuando no podía dormir durante la noche, a fuerza de terquedad y de bastón, se iba acercando a ese agujero brilloso y se quedaba allí, detenida ante un borde resbaladizo, se quedaba sin saber qué hacer, de pie y tambaleante frente al misterio, frente a eso que sin ser su casa formaba parte de ella.
Una de las hermanas llegó desde otra ciudad no muy distante en un micro con baño y cafetería y la otra se tomó un taxi desde el barrio cercano. El tiempo, tan indescifrable y confuso como de costumbre, las había desmejorado en ciertas partes de sus cuerpos a la vez que las había emparentado en una familiaridad de rasgos que las convertía inconfundiblemente en hermanas para quien, al mirarlas de sopetón, descubriera ese inesperado aire de familia. La que llegó desde la ciudad cercana hizo oscilar su bolsito liviano con el movimiento nervioso que la caracterizaba desde sus años juveniles, no lo hizo para parecer más joven; no, de ninguna manera ya que de las tres era, en efecto, la menos vieja, sino porque el cuerpo tendía a repetir sus consabidos movimientos. Las piernas flacas y las manos nudosas y llenas de pecas. Abrazó a la dueña de casa y apretó los ojos sujetando las lágrimas. La otra hermana, la que había venido en taxi, se paró en medio de la habitación, tensa, esperando que le llegara a ella el turno del abrazo. Alta, quieta, marmórea, como dispuesta a recibir una condecoración. Cuando la hermana se desató de los brazos de la dueña de casa y fue hasta ella, tropezó y casi la tiró al suelo. Después ninguna de las tres se miró a los ojos, en realidad evitaban mirarse casi con pudor. Avergonzadas y nerviosas decían cualquier cosa, todas al mismo tiempo mientras pretendían ordenar lo que necesitaba orden, un florero en la punta de la mesa, el dichoso bolsito que iba y venía sin sentido, o las tazas de café que bailoteaban en las manos crispadas. Y también se ocuparon de desordenar lo que estaba bien puesto, posiblemente para rebelarse contra alguna clase de designio.
El tiempo colaboró con las hermanas ayudándolas a distenderse, no hacía frío ni hacía calor y se avecinaba el momento de los recuerdos. Recuerdos de épocas remotas, de días singulares, de eso que no quedaba aprisionado en un presente tan encerrado y compungido, tan incómodo para ser vivido, tan extraño. Y el momento de los recuerdos desató las primeras lágrimas. Pañuelos apretujados, pies que se movían alrededor de la pata de una silla, frases entrecortadas, hondas respiraciones y aquel dichoso ruido del ascensor, que venía desde el pasillo y hacía sobresaltar a la hermana que había dejado su ciudad unas horas antes.
Cuando el tiempo pasó sobre la vida o la vida y sus hechos se deslizaron sobre la superficie translúcida del tiempo, el momento mostró su revés, su opacidad de cosa conocida, cercana, ordinaria. La inminencia del encuentro extravió su brillo y hasta los ojos de las tres hermanas se apagaron de pronto. Únicamente la ventana abierta a la ciudad nocturna se encendió y en ese chisporroteo que marcó el comienzo de la noche, algo dio un salto al vacío, algo se perdió en el trance, fue en ese momento en el que las tres hermanas decidieron echar un mantel sobre la mesa y desparramar comida. Se sentaron, abrieron sus bocas y la cena inauguró otro instante de fugaz esplendor. Las palabras de recordación vinieron y se apagaron enseguida con el sonsonete de la cuchara raspando la loza o el chiflido del sifón.
Las fotos de antes, de las épocas aquellas en las que aún no se habían separado, estaban fuera del alcance de sus ojitos viejos, nada que ver. Nada que contar. Llegó el silencio. Silencio de agua quieta contra la ventana fulminante de la noche. Noche de piernas abiertas hacia la brusquedad del mundo. Y las tres mujeres allí, de este lado de los acontecimientos sin entender qué estaba sucediendo en ellas, entre esas paredes, tres paredes compactas y agrisadas rodeándolas y un agujero iluminado, esa dichosa ventana siempre allí, como si hubiese sido el respaldo de una silla donde los ojos se dejaban estar para escabullirse de una lista desordenada de imágenes, que tal vez fuesen capaces de componer, con buena voluntad y empeño, una memoria más o menos decente, más o menos colectiva.
De nuevo, igual que ayer, el sonido de la sirena del Cuartel de Bomberos se dispersó por el aire, venía desde ese cuadrado de la noche que se dibujaba en la ventana y entraba allí, casi a propósito obligando a las tres mujeres a dejar de comer. Dejaron de comer y se sentaron en ronda, parecían dispuestas a iniciar un ritual. Los cuerpos y las imágenes de la memoria estaban disgustados, no había nada en común entre las palabras que se decían unas a otras y esos chisporroteos que iban y venían por sus cabezas. Así, de la misma forma en que la vida y los hechos del mundo siempre terminan por encontrar su acomodamiento, así exactamente al revés ocurría con las imágenes que rondaban sus cabezas y las palabras pronunciadas. Había comenzado una noche larguísima. El tiempo se había desquiciado en la cabeza de cada una de las tres hermanas. “Aquella casa - decía la mayor- no era así, la describís muy mal, era más ancha y chata” y “aquel pulóver tejido por las tías era de otro color y no de ese que estás diciendo”, “tu novio se fue por motivos diferentes de nuestro pueblo esa tarde”. Inesperadamente la realidad se había vuelto tan irreal, tan irreconocible que nadie, ninguna de las tres, quiso decir una sola palabra más. Y las palabras sin pronunciar languidecieron en el interior de sus cabezas torciendo la compostura de las imágenes que, distorsionadas, fueron como los relojes blandos de Dalí. Era preciso irse a dormir cuanto antes. Los cuerpos se alejaron de esa ventana nocturna y descomunal hacia la habitación de la cama grande. Una cama con una cabecera excesivamente ornamentada, construida para un matrimonio sólido que se mantuvo en pie hasta la muerte del marido, ocurrida apenas un año atrás. La cama tenía una prestancia que contradecía el silencio de las palabras y las ya deformadas imágenes que continuaban naufragando en sus morosas cabezas. El tiempo necesitaba alguna especie de orden para instalarse junto a ellas y fue a buscar a tientas nuevamente la sirena del Cuartel de Bomberos que se incrustó en la noche y atravesó una dimensión compacta, penumbrosa, honda, muy compacta. Entonces la hermana del medio estornudó: una simetría se estableció entre el adentro y el afuera donde la sirena del Cuartel de Bomberos ya había dejado de sonar. Tendrían que dormir. Eso es, cerrar los ojos, dejar que nada interfiriera con el lugar donde se arracimaban las palabras y las imágenes intentaban recomponer sus propias formas. Primero quitaron la colcha con flores estampadas, luego se pusieron camisones rigurosamente semejantes y por fin se tendieron a lo largo de esa cama de dos plazas: las tres cabezas formando hilera, bordeadas por el listón blanco de la sábana. Los cuerpos apenas cabían, apenas se soportaban a sí mismos. Eran cuerpos desvanecidos sobre el mundo, cuerpos de mujeres viejas. Las horas empezaron a pasar para que el tiempo estuviera a sus anchas. Las horas fueron recortes de algo incomprensible. Y aunque ellas creyeran que las horas trastabillaban sobre la noche, las horas y el mundo se entendían a las mil maravillas. Sólo sus vidas estaban en profundo desacuerdo, como sus cuerpos, demasiado rechonchos o demasiado huesudos en relación a la memoria o a lo que mostraban esas fotos archivadas ahora vaya a saberse dónde. La noche se alargaba ante sus ojos abiertos, ojos que no se achicaban y menos que menos se cerraban frente a la enorme oscuridad. Y así, de buenas a primeras, una de ellas lloró a los gritos y las otras dos, de inmediato, se largaron a llorar para acompañarla o quizá para no contradecir un suceso digno de mención. Llorar se convirtió en un paliativo. Lloraron hasta cansarse o desahogarse o agotarse. Cuando llegó la mañana tenían los ojos tan hinchados que no podían ver la realidad, una realidad menos engañosa y confusa que el tiempo que siguió pasando a lo largo del día y a lo largo del mundo, un tiempo que las rozó cuando se despidieron y dos de ellas, allá abajo, entraron en la ventana, ese rectángulo desproporcionado hecho a la medida de dos ojos que no saben mirar.
PÁGINA 26 - POESÍA ALLENDE EL MAR
Carmen Díaz Margarit (París/Francia)
Gacela entregada
Tu risa es una desbandada de aves azules.
Tu cuerpo es la selva del universo,
y en tu vientre duerme un pájaro blanco.
Por tu espalda está bajando
una bandada tierna de palomas.
Eres todo de espuma
como los niños muertos a las orillas del mar.
Te pertenezco tanto
que en mi pecho tu ausencia es sólo herida.
Gacela de la cueva rumorosa
No conozco cueva alguna
que tengas más recovecos
ni más ciervos, ni más hadas
que la tuya, amor mío,
que la mía.
Gacela del insomnio de Polifemo
Sólo un ojo inmóvil
observa cómo le aumenta
la dimensión de su párpado,
y en cristales,
ese párpado indomable,
de repente,
arrastrado por el caos,
se convierte en diamante,
en un cuchillo de cristales,
y de ríos sin orillas
que nos cuentan
cómo los nenúfares viven ahora en mares,
donde el murmullo, los tigres y los cristales
flotan en sus aguas sin fondo,
y de hilos transparentes
que dirigen al ojo,
ahora pálido y blando,
hacia laberintos de visiones circulares,
que infinitamente le conducen
a una mano que le tiende
al precipicio del único hilo transparente,
y esa mano que lo envuelve,
erizando su piel frágil,
es la mano traidora de Galatea,
la última presencia infantil de su inocencia.
Sirena de la selva
El agua inundó la selva alucinada
y crecieron escamas en las yeguas.
El paraíso anida hoy en nucas y barcas celestes.
Pregúntale ahora a los brazos de los pájaros dormidos
si el amor existe.
Hoy quiero declararte mi amor.
Murmullos de sirena sólo se escuchan cuando tu cuello se
abandona en mi hombro.
Sólo tu ausencia es triste como los lagartos.
Sólo quien te haya amado puede sentir
porque sólo tu pérdida es inmensa como el océano del dolor.
Pregúntale a la risa de los nardos si existe la alegría.
Dirán que la alegría sólo la conocieron en tu pecho
desvalido, dulce y tremendo.
Yo te amo,
Y ese amor se engendró en mi garganta.
Tu amor es tempestad que estira de un barco
hacia la inmensidad,
pero también seguro, como el alivio del cielo.
Eres como un pirata perdido en una selva de agua
y tus párpados sólo son ternura.
Tu voz suave es melodía de espaldas amarillas
y de axilas que laten como rosas antiguas.
Encántame.
Cuéntame un cuento de lunares salvajes,
y de Sevilla y Málaga entre rejas.
Un hombre de color llega sin alas
a la meta del hambre y de la muerte.
Es un ángel desnudo que desafía
La velocidad de las alas.
Selva de África para turistas boquiabiertos.
Dos niños, nenúfares de tres años,
parece que duermen en la selva del desierto.
Un hacha les ofrendó la eternidad del sueño.
Una mujer, sentada en su trono de polvo,
ofrece su pecho a un niño hinchado de metralla.
Todo muy europeo.
Burundi es un cementerio vivo
de ángeles mutilados,
de cadáveres de color amatista
Los lunes, Orlando se suicida como Píramo.
Tisbe le imita los martes.
En Hiroshima nacen todavía hijos de la bomba atómica.
El miércoles, Ovidio se disfraza de Cupido.
Eneas mata a Dido los jueves.
En el mundo hay miles de millones de pobres.
Los viernes, Ulises sirve de cena el ojo de Polifemo.
En Moscú los mendigos se alimentan con carne humana.
Melusina, los sábados, es serpiente de cintura para abajo.
En el mundo hay miles de millones de mujeres castradas.
Los domingos es Marta de Nevares
una gacela de la selva alucinada.
En la guerra de los Balcanes,
todos los días Sísifo dibuja su pregunta.
PÁGINA 27 – ENSAYO
La relatividad del horror
Por José Antonio Lugo (México DF/México)
El 8 de agosto de 1945, Elías Canetti escribió en su Diario: “La materia está rota; el sueño de la inmortalidad, hecho trizas; estábamos muy, muy cerca de hacerlo verdadero. Las estrellas que habían llegado a estar tan cerca, están perdidas ahora. Lo más pequeño ha vencido: paradoja del poder. El camino que lleva a la bomba atómica es un camino filosófico: hay caminos que llevan a otras partes, caminos no menos seductores. Oh, tiempo, tiempo para encontrarlos: a lo mejor has perdido catorce años en los cuales hubiera sido posible salvar algo. De ahí que nada te distinga de aquellos que en estos mismos catorce años han estado trabajando para la destrucción”.
El Dr. Aue, protagonista de la novela Las benévolas, de Jonathan Littell, afirma: “Hermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió. No estoy arrepentido de nada; hice el trabajo que tenía que hacer, y ya está. Estoy escribiendo estos recuerdos para activar la sangre, para ver si puedo aún sentir algo, si todavía sé sufrir un poco. Curioso ejercicio. Decir que al frente de ‘las atrocidades’ se halla una minoría de sádicos y de trastornados, es, como espero demostrar, una ilusión que consuela a los vencedores. Creo que puedo afirmar como hecho que ha dejado establecido la historia moderna que todo el mundo, o casi, en un conjunto de circunstancias determinado, hace lo que le dicen; y habréis de perdonarme, pero hay pocas probabilidades de que vosotros fuerais la excepción, como tampoco lo fui yo. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores”.
El Dr. Aue ha amado a su hermana y, al no poder continuar con ese amor, ama o se deja amar por los hombres. Es un criminal, un asesino y un hombre culto. Reclutado por las SS, llega a teniente coronel, vive la liquidación de judíos y comunistas en Ucrania y el espanto de Stalingrado. En una escena dispara y dispara y dispara, hasta que un subalterno lo hace a un lado y el narrador confiesa que su brazo seguía moviéndose como un autómata, obsesionado por la muerte. Una bala atraviesa su frente y salva la vida sin merma de su inteligencia. Mata a su madre y a su padrastro y no lo recuerda y no logran comprobarle nada, pero mata a sus sabuesos, y luego a su mejor amigo. Ve caer el III Reich en Berlín. Parece indestructible, y lo es. Es el sobreviviente de Canetti, que sigue vivo para describirnos el horror, desde su nueva vida burguesa, vigilando unos telares. Nos lo cuenta sin culpa, sin remordimiento; su somatización es una diarrea y un vómito continuos. La novela nunca deja de conmovernos y de asquearnos, por partes iguales.
En una larga entrevista, Littell afirma: “La cultura no nos protege de nada. Los nazis son la prueba. Puedes sentir una admiración profunda por Beethoven o Mozart y leer el Fausto de Goethe, y ser una mierda de ser humano. No hay conexión entre la cultura con C mayúscula y tus opciones políticas o éticas (…) Nuestra sociedad se desliza por la memoria que le queda de haber formado parte de los buenos. Vive de los restos. (…) Yo no creo en la esperanza. No tengo esperanza en nada. Si nos fijamos en el mundo, todo es un horror. Ser una persona decente se pone difícil. En Occidente creíamos que habíamos encontrado un equilibrio, pero para el resto de la humanidad, la vida es una pesadilla”.
De un lado Canetti, el humanista, el guardián de la tradición, el sobreviviente durante muchos años del esplendor del Imperio Austro-Húngaro; del otro lado, Jonathan Littell, un joven de 36 años que escribe una novela que gana el Premio Gouncourt, un hombre sin esperanza. Todo esto me recuerda una obra de teatro de Ionesco, El asesino sin escrúpulos. Un asesino mata cada noche en una plaza a alguien. El humanista se topa con él y trata de entenderlo. Le dice mil y un discursos: Seguramente de niño te maltrataron, te puedo entender; o eres un nihilista y luchas contra el poder, te comprendo; o lo que haces es fruto de tu odio, no eres culpable. Las palabras no sirven. La obra termina cuando el puñal del asesino sin escrúpulos cae en el corazón del humanista. ¿Visión pesimista? ¿Y Darfur, y Serbia, y Ruanda, e Irak? El horror y la muerte, la belleza y lo sublime son parte de lo humano. Como especie nos conforman y nos habitan, por partes iguales.
PÁGINA 28 – POESÍA ALLENDE EL MAR
Ana Rossetti (Cádiz/España)
Chico Wrangler
Dulce corazón mío de súbito asaltado.
Todo por adorar más de lo permisible.
Todo porque un cigarro se asienta en una boca
y en sus jugosas sedas se humedece.
Porque una camiseta incitante señala,
de su pecho, el escudo durísimo,
y un vigoroso brazo de la mínima manga sobresale.
Todo porque unas piernas, unas perfectas piernas,
dentro del más ceñido pantalón, frente a mí se separan.
Se separan.
Cibeles ante la ofrenda anual de tulipanes
Que mi corazón estalle! / Que el amor a su antojo, /
acabe con mi cuerpo. "
Amaru
Desprendida su funda, el capullo,
tulipán sonrosado, apretado turbante,
enfureció mi sangre con brusca primavera.
Inoculado el sensual delirio,
lubrica mi saliva tu pedúnculo;
el tersísimo tallo que mi mano entroniza.
Alta flor tuya erguida en los oscuros parques;
oh, lacérame tú, vulnerada derríbame
con la boca repleta de tu húmeda seda.
Como anillo se cierran en tu redor mis pechos,
los junto, te me incrustas, mis labios se entreabren
y una gota aparece en tu cúspide malva.
Creí que te habías muerto...
Creí que te habías muerto, corazón mío,
en Junio.
Creí que, definitivamente, te habías muerto:
sí, lo creí.
Que, después de haber esparcido el revoloteo púrpura
de tu desesperación, como una alondra caíste en el
alféizar; que te extinguiste como el fulgor atemorizado
de un espectro; que como una cuerda tensa te rompiste,
con un chasquido seco y terminante.
Creí que, acorralado por tus desvaríos, traicionado por
los todavías, alcanzado por las evidencias, exhausto,
abatido, habías sido derribado al fin.
Y contigo, se desvanecieron los engarces entre
sentimientos, imágenes, suposiciones y pruebas.
Se me fueron abriendo las costuras de la memoria: ya
me estaba acostumbrando a vivir sin ti.
Pero tus fragmentos estallados se han ido
buscando, encontrando, cohesionándose como gotas de
mercurio, sin cicatriz ni señal.
Y ahí estás, otra vez inocente, sin acusar enmienda ni
escarmiento, guiando, dirigiendo, adentrando en ti el
peligro, como si fueras invulnerable o sabio, como si,
recién nacido apenas, ya fueras capaz de distinguir, en
el mellado filo del clavel,
la espada
Custodio mío
Salamandra es deseo
bebiendo en los topacios de un estanque,
en cielos de Giotto,
en las bóvedas húmedas de translúcida yedra.
Morera y vid se agotan en tu mano.
Es deseo caballo enloquecido
de temor bajo un raudal de agua,
cascada donde estalla el arcoiris,
desbaratada trenza entre piedras cayendo.
Brazo tuyo defensa en mi cintura.
Y como la belleza -desmesura, naufragio
o voluble liana que se empina hasta el cedro
sofocándolo- el deseo penetra y es herida.
Cuerpo tuyo, cercado que mi pasión desborda,
todo escudo en dócil miel fundido
y es inútil tu intento: a un labio enamorado
ni el laurel más mortífero detendría.
Ya no podrás lograr que permanezca intacta,
angélica tesela en su alto dominio,
que mi emoción recorte cual ciprés
en un parque atildado,
que contemple el abismo desde los barandales
y al vértigo resista.
Crueldad subyugadora es el deseo.
Y me entrego a su lanza, y ho quiero rehuir
su mordedura.
Apártate de mí, no quiero que me guardes,
que en mi cuerpo refrenes lágrimas ni jardines,
y antes de que las quejas aviven mi desprecio,
los avisos mi cólera, caiga sobre tus labios
-incendio alertador, granada suplicante-
la delicada muerte de mi olvido.
Diotima a su muy aplicado discípulo
"El placer es el mejor de los cumplidos."
Coco Chanel
El más encantador instante de la tarde
tras el anaranjado visillo primorosa.
Y en la mesita el té
y un ramillete, desmayadas rosas,
y en la otomana de rayada seda,
extendida la falda, asomando mi pie
provocativo, aguardo a que tú avecines
a mi cuello, descendiendo la mirada
por el oscuro embudo de mi escote,
ahuecado a propósito. Sonrójome
y tus dedos inician meditadas cautelas
por mi falda; demoran en los profundos túneles
del plisado y recorren las rizadas estrellas
del guipur. Apresúrate, ven, recibe estos pétalos
de rosas, pétalos como muslos
de impolutas vestales, velados. Que mi boca
rebose en sus sedosos trozos, tersos y densos
cual labios asomados a mis dientes
exigiendo el mordisco. Amordázate,
el jadeo de tu alto puñal, y sea tu beso
heraldo de las flores. Apresúrate,
desanuda las cintas, comprueba la pendiente
durísima del prieto seno, míralo, tócalo
y en sus tiesos pináculos derrama tu saliva
mientras siento, en mis piernas, tu amenaza.
Hubo un tiempo...
Hubo un tiempo en el que el amor era un
intruso temido y anhelado.
Un roce furtivo, premeditado, reelaborado durante
insoportables desvelos.
Una confesión perturbada y audaz, corregida mil
veces, que jamás llegaría a su destino.
Una incesante y tiránica inquietud.
Un galopar repentino del corazón ingobernable.
Un continuo batallar contra la despiadada infalibilidad
de los espejos.
Una íntima dificultad para distinguir la congoja del
júbilo.
Era un tiempo adolescente e impreciso, el tiempo del
amor sin nombre, hasta casi sin rostro, que merodeaba,
como un beso prometido, por el punto más umbrío de la
escalera.
PÁGINA 29 – CUENTO
En defensa propia
Por Fernando Sorrentino (Buenos Aires/Argentina)
Era sábado, serían las diez de la mañana.
En un descuido, mi hijo mayor, que es el diablo, trazó con un alambre un garabato en la puerta del departamento vecino. Nada alarmante ni catastrófico: un breve firulete, acaso imperceptible para quien no estuviera sobre aviso.
Lo confieso con rubor: al principio -¿quién no ha tenido estas debilidades?- pensé en callar. Pero después me pareció que lo correcto era disculparme ante el vecino y ofrecerle pagar los daños. Afianzó esta determinación de honestidad la certeza de que los gastos serían escasos.
Llamé brevemente. De los vecinos sólo sabía que eran nuevos en la casa, que eran tres, que eran rubios. Cuando hablaron, supe que eran extranjeros. Cuando hablaron un poco más, los supuse alemanes, austríacos o suizos.
Rieron bonachonamente; no le asignaron al garabato ninguna importancia; hasta fingieron esforzarse, con una lupa, para poder verlo, tan insignificante era.
Con firmeza y alegría rechazaron mis disculpas, dijeron que todos los niños eran traviesos, no admitieron -en suma- que yo me hiciera cargo de los gastos de reparación.
Nos despedimos entre sonoras risotadas y con férreos apretones de manos.
Ya en casa, mi mujer -que había estado espiando por la mirilla- me preguntó, anhelante:
-¿Saldrá cara la pintura?
-No quieren ni un centavo -la tranquilicé.
-Menos mal -repuso, y oprimió un poco la cartera.
No hice más que volverme, cuando vi, junto a la puerta, un pequeñísimo sobre blanco. En su interior había una tarjeta de visita. Impresos, en letras cuadraditas, dos nombres: GUILLERMO HOFER Y RICARDA H. KORNFELD DE HOFER. Después, en menuda caligrafía azul, se agregaba: y Guillermito Gustavo Hofer saludan muy atentamente al señor y a la señora Sorrentino, y les piden mil disculpas por el mal rato que pudieron haber pasado por la presunta travesura -que no es tal- del pequeño Juan Manuel Sorrentino al adornar nuestra vieja puerta con un gracioso dibujito.
-¡Caramba! -dije-. Qué gente delicada. No sólo no se enojan, sino que se disculpan.
Para retribuir de algún modo tanta amabilidad, tomé un libro infantil sin estrenar, que reservaba como regalo para Juan Manuel, y le pedí que obsequiara con él al pequeño Guillermito Gustavo Hofer.
Ése era mi día de suerte: Juan Manuel obedeció sin imponerme condiciones humillantes, y volvió portador de millones de gracias de parte del matrimonio Hofer y de su retoño.
Serían las doce. Los sábados suelo, sin éxito, intentar leer. Me senté, abrí el libro, leí dos palabras, sonó el timbre. En estos casos, siempre soy el único habitante de la casa y mi deber es levantarme. Emití un resoplido de fastidio y fui a abrir la puerta. Me encontré con un joven de bigotes, vestido como un soldadito de plomo, eclipsado tras un ingente ramo de rosas.
Firmé un papel, di una propina, recibí una especie de saludo militar, conté veinticuatro rosas, leí, en una tarjeta ocre, Guillermo Hofer y Ricarda H. Kornfeld de Hofer saludan muy atentamente al señor y a la señora Sorrentino, y al pequeño Juan Manuel Sorrentino, y les agradecen el bellísimo libro de cuentos infantiles -alimento para el espíritu- con que han obsequiado a Guillermito Gustavo.
En eso, con bolsas y esfuerzos, llegó del mercado mi mujer:
-¡Qué lindas rosas! ¡Con lo que a mí me gustan las flores! ¿Cómo se te ocurrió comprarlas, a vos que nunca se te ocurre nada?
Tuve que confesar que eran un regalo del matrimonio Hofer.
-Esto hay que agradecerlo -dijo, distribuyendo las rosas en jarrones-. Los invitaremos a tomar el té.
Mis planes para ese sábado eran otros. Débilmente, aventuré:
-¿Esta tarde...?
-No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
Serían las seis de la tarde. Esplendorosa vajilla y albo mantel cubrían la mesa del comedor. Un rato antes, obedeciendo órdenes de mi mujer -que deseaba un toque vienés-, debí presentarme en una confitería de la avenida Cabildo, comprar sándwiches, masas, postres, golosinas. Eso sí, todo de primera calidad y el paquete atado con una cintita roja y blanca que realmente abría el apetito. Al pasar frente a una ferretería, una oscura ruindad me impulsó a comparar el importe de mi reciente gasto con el precio de la más gigantesca lata de la mejor de todas las pinturas. Experimenté una ligera congoja.
Los Hofer no llegaron con las manos vacías. Los entorpecía -blanca, cremosa y barroca- una torta descomunal que hubiera alcanzado para todos los soldados de un regimiento. Mi mujer quedó anonadada por la excesiva generosidad del presente. Yo también, pero ya me sentía un poco incómodo. Los Hofer, con su charla hecha sobre todo de disculpas y zalamerías, no lograban interesarme. Juan Manuel y Guillermito, con sus juegos hechos sobre todo de carreras, golpes, gritos y destrozos, lograban alarmarme.
A las ocho me hubiera parecido meritorio que se retiraran. Pero mi mujer me musitó al oído, en la cocina:
-Han sido tan amables. Semejante torta. Tendríamos que invitarlos a cenar.
-¿A cenar qué, si no hay comida? ¿A cenar por qué, si no tenemos hambre?
-Si no hay comida aquí, habrá en la rotisería. En cuanto al hambre, ¿quién dijo que es necesario comer? Lo importante es compartir la mesa y pasar un rato divertido.
A pesar de que lo importante no era la comida, a eso de las diez de la noche, cargado como una mula, transporté, desde la rotisería, enormes y fragantes paquetes. Una vez más, los Hofer demostraron que no eran gente de presentarse con las manos vacías: en un cofre de hierro y bronce trajeron treinta botellas de vino italiano y cinco de coñac francés.
Serían las dos de la mañana. Extenuado por las migraciones, ahíto por el exceso de comida, embriagado por el vino y el coñac, aturdido por la emoción de la amistad, me dormí al instante. Fue una suerte: a las seis, los Hofer, vestidos con ropas deportivas y protegidos los ojos con lentes ahumados, tocaron el timbre. Nos llevarían en automóvil a su quinta de la vecina localidad de Ingeniero Maschwitz.
Mentiría quien dijese que este pueblo está pegado a Buenos Aires. En el coche pensé con nostalgia en mi mate, en mi diario, en mi ocio. Si mantenía abiertos los ojos, me ardían; si los cerraba, me quedaba dormido. Los Hofer, misteriosamente descansados, charlaron y rieron durante todo el trayecto.
En la quinta, que era muy linda, nos trataron como a reyes. Tomamos sol, nadamos en la pileta, comimos delicioso asado criollo, hasta dormí una siestita bajo un árbol con hormigas. Al despertarme, caí en la cuenta de que habíamos ido con las manos vacías.
-No seas guarango -susurró mi mujer-. Aunque sea comprále algo al chico.
Fui a caminar por el pueblo con Guillermito. Ante el escaparate de una juguetería le pregunté:
-¿Qué querés que te compre?
-Un caballo.
Entendí que se refería a un caballito de juguete. Me equivocaba: volví a la quinta en ancas de un bayo brioso, sujeto de la cintura de Guillermito y sin siquiera un cojinillo para mis asentaderas doloridas.
Así pasó el domingo.
El lunes, al volver de mi empleo, encontré al señor Hofer enseñándole a Juan Manuel a manejar una motocicleta.
-¿Cómo le va? -me dijo-. ¿Le gusta lo que le regalé al nene?
-Pero si es muy chico para andar en moto -objeté.
-Entonces se la regalo a usted.
Nunca lo hubiera dicho. Al verse despojado del reciente obsequio, Juan Manuel estalló en una rabieta estentórea.
-Pobrecito -comprendió el señor Hofer-. Los chicos son así. Vení, querido, tengo algo lindo para vos.
Yo me senté en la motocicleta y, como no sé manejar, me puse a hacer ruido de motocicleta con la boca.
-¡Alto ahí o lo mato!
Juan Manuel me apuntaba con una escopeta de aire comprimido.
-Nunca dispares a los ojos -le recomendó el señor Hofer.
Hice ruido de frenar la motocicleta, y Juan Manuel dejó de apuntarme. Subimos a casa muy contentos los dos.
-Recibir regalos es muy fácil -señaló mi mujer-. Pero hay que saber retribuir. A ver si te hacés notar.
Comprendí. El martes adquirí un automóvil importado y una carabina. El señor Hofer me preguntó por qué me había molestado; Guillermito, del primer tiro, rompió el farol del alumbrado público.
El miércoles los regalos fueron tres. Para mí, un desmesurado ómnibus de viajes internacionales, provisto de aire acondicionado y servicios de baño, sauna, restaurante y salón de baile. Para Juan Manuel, una bazuca de fabricación vietnamita. Para mi mujer, un lujoso vestido blanco de fiesta.
-¿Dónde voy a lucir el vestido? -comentó, decepcionada-. ¿En el ómnibus? La culpa es tuya, que nunca le regalaste nada a la señora. Por eso ahora me regalan limosnas.
Un estampido horrendo casi me dejó sordo. Para probar su bazuca, Juan Manuel acababa de demoler, de un solo disparo, la casa de la esquina, por fortuna deshabitada tiempo ha.
Pero mi mujer seguía con sus quejas:
-Claro, para el señor, un ómnibus como para ir hasta el Brasil. Para el señorito, un arma poderosa como para defenderse de los antropófagos del Mato Grosso. Para la sirvienta, un vestidito de fiesta... Estos Hofer, como buenos europeos, son unos tacaños...
Subí a mi ómnibus y lo puse en marcha. Me detuve cerca del río, en un paraje solitario. Allí, perdido en el desaforado asiento, gozando de la fresca penumbra que me brindaban los visillos corridos, me entregué a la serena meditación.
Cuando supe exactamente qué debía hacer, me dirigí al ministerio a ver a Pérez. Como todo argentino, yo tengo un amigo en un ministerio, y este amigo se llama Pérez. Por más que soy muy emprendedor, en este caso necesitaba que Pérez interpusiera su influencia.
Y lo logré.
Vivo en el barrio de Las Cañitas, al que ahora le dicen San Benito de Palermo. Para extender una vía férrea desde la estación Lisandro de la Torre hasta la puerta de mi casa, fue necesario el trabajo silencioso, fecundo e ininterrumpido de un multitudinario ejército de ingenieros, técnicos y obreros, quienes, utilizando la más especializada y moderna maquinaria internacional, y tras expropiar y demoler las cuatro manzanas de suntuosos edificios que otrora se extendían por la avenida del Libertador entre las calles Olleros y Matienzo, coronaron con éxito rotundo tan valerosa empresa. De más está puntualizar que sus dueños recibieron justa e instantánea indemnización. Es que con un Pérez en un ministerio no existe la palabra imposible.
Esta vez quise darle una sorpresa al señor Hofer. Cuando el jueves, a las ocho de la mañana, salió a la calle, encontró una reluciente locomotora diésel, roja y amarilla, enganchada a seis vagones. Sobre la puerta de la locomotora, un cartelito rezaba: BIENVENIDO A SU TREN, SEÑOR HOFER.
-¡Un tren! -exclamó-. ¡Un tren, todo para mí solo! ¡El sueño de mi vida! ¡Desde chico que quiero manejar un tren!
Y, loco de contento y sin siquiera agradecerme, subió a la locomotora, donde un sencillo manual de instrucciones lo esperaba para explicarle cómo conducirla.
-Pero espere -dije-, no sea abombado. Mire lo que le compré a Guillermito.
Un poderoso tanque de guerra destruía con sus orugas las baldosas de la acera.
-¡¡¡Bieeeennn!!! -gritó Guillermito-. ¡Con las ganas que tengo de tirar abajo el obelisco!
-Tampoco me olvidé de la señora -añadí.
Y le entregué, recién recibido de Francia, el más fino y delicado tapado de visón.
Como eran ansiosos y juguetones, los Hofer quisieron estrenar en ese mismo instante sus regalos.
Pero en cada obsequio yo había colocado una pequeña trampa.
El tapado de visón estaba interiormente recubierto de una emulsión mágica evaporante que me había cedido un hechicero del Congo, de manera que, apenas se envolvió con él, la señora Ricarda se achicharró primero y luego se convirtió en una tenue nubecilla blancuzca que se perdió en el cielo.
No bien Guillermito efectuó su primer cañonazo contra el obelisco, la torreta del tanque, accionada por un dispositivo especial, salió disparada hacia el espacio y depositó al pequeño, sano y salvo, en una de las diez lunas del planeta Saturno.
Cuando el señor Hofer puso en marcha el tren, éste, incontrolable, se lanzó raudamente por un viaducto atómico cuyo itinerario, tras cruzar el Atlántico, el noroeste del África y el canal de Sicilia, concluía bruscamente en el cráter del volcán Etna, que por esos días había entrado en erupción.
Así fue como llegó el viernes, y no recibimos ningún regalo de los Hofer. Al anochecer, mientras preparaba la comida, mi mujer dijo:
-Sea uno amable con los vecinos. Póngase en gastos. Que tren, que tanque, que visón. Y ellos, ni una tarjetita de agradecimiento.
PÁGINA 30 - ENSAYO
Pensar la poesía como también vivirla
Por Carlos Fajardo Fajardo (Santiago de Cali/Colombia)
carlosfajardofajardo@yahoo.com
Claro está que esto reclama estudio y fascinación. La tan mencionada sensibilidad del poeta no realiza por sí sola poesía. Se hace necesario establecer un alto contacto con la tradición poética, con sus grandes conquistas; no sólo sufrirnos y gozarnos, sino pensarnos pensando en las poéticas de nuestros hermanos creadores. De allí que sea válido un proceso, un proyecto de reflexión y asimilación. Ir y degustar sus exquisitos manjares, desechar los indigestos para así afrentar la insaciable hambre que la poesía nos deja. Asimilar, digerir, reciclar otras voces hasta que una de esas criaturas, tantas veces escritas, tenga nuestra voz, hable desde el fondo de nosotros, hable por nosotros, nos invente, se escuche con ese tono propio y comunitario que nos da un nombre.
Tampoco es viable temerle a la teoría crítica poética. En nuestro medio es difícil encontrar poetas que escriban una gran poesía a la vez que generen provocaciones críticas desde y sobre su alta pasión. Creación y teoría crítica no están consideradas por el poeta verdadero como dos corpus enemigos. He dicho en el gran poeta, pues éste es ante todo un provocador que se mueve en la resistencia, generando una crítica desde su interioridad creadora e incorporada al reino poético como un astro, siendo reino y astro a la vez. Por ello, celebro complacido que algunos tengamos como obsesión el unir reflexión y creación para garantizar mayor calidad en las obras. Desde el inicio de esta gran caminata amistosa, que todavía perdura, nos movió la inquietante y diaria sensación de pensar la poesía como también de vivirla, lo que ha demandado un gran esfuerzo teórico que no obstaculiza nunca la alegría y el abrazo por la emoción estética; antes amplía y enriquece su percepción, pule con su incondicional buril las burdas aristas que cargamos con los años.
Es una larga línea la que todavía nos aguarda. Hemos agotado algunos pasos. Al inicio de nuestra marcha, demasiado jóvenes, creíamos haber ganado el mundo y quisimos dejar nuestras huellas en la memoria de los hombres. Sentíamos que la vida no concede treguas ni franquicias. Y ahora, todavía acelerados, naufragando en un país que no da seguridad a nuestras vidas, en un país cuyo futuro es imprevisible, vivimos con el temor de no poder concluir nuestras obsesiones. Nos levantamos diciendo “pueda ser que hoy no vuelva a casa”. Igual a un ambiente de guerra, el presente es el azar, el miedo, el enemigo íntimo. El consejo de Rilke a un joven poeta, “paciencia es todo”, en nuestros estrados históricos suena pueril, inútil. Sin embargo, a pesar de la incontrolable matanza a nuestra cultura, es digno rescatar la serenidad al elaborar nuestras obras, una serenidad sitiada, es cierto, que se concentre sobre su misión de producir calidez y calidad poética, apresurándose despacio —algo que algunos de nuestros contemporáneos han olvidado—.
Nuevas preguntas, otras fronteras
¿Qué pasa con las representaciones de la poesía y con los poetas en la sociedad estetizada y global? ¿Cuáles son las actuales formas de receptividad de la poesía? ¿Le pasa a la poesía lo que aconteció con la música clásica, es decir, estamos ante el fin de sus rituales como práctica casi cotidiana? ¿Está siendo desterritorializada la poesía por la sociedad mediática?
Estos interrogantes están unidos al cambio que las industrias culturales operan en los campos de las representaciones estéticas. Los paradigmas modernos de la poesía y del poeta se balancean en una cuerda demasiado floja que cautiva quizás por la expectativa de la caída o por la capacidad para llegar a nuevos linderos. Con espíritu de malabarista, la poesía camina a tientas, siendo seducida ora por tablas salvadoras que le encadenan, ora por su fecunda rebeldía que la excluye. Entre la salvación institucional y la subversión marginal, ella cruza el campo minado de los rituales del consumo de la estetización cotidiana y del show mediático. Esto lleva a que cambiemos el sentido de nuestras preguntas. Hoy no es tiempo de interrogarnos qué es la poesía, es decir, sobre su esencialidad, sino el de responder qué está pasando con su universo estético. Y es desde allí de donde quieren partir estas reflexiones, pues, de la misma manera que la pregunta por lo bello se agotó para dar paso a las inquietudes sobre lo que le pasaba al arte, el resquebrajamiento de los fundamentos histórico-metafísicos modernos han mutado las indagaciones, ubicándonos en nuevos y sorprendentes territorios.
El poeta que se aventura con cautela sobre las cuerdas de la cultura, a punto de dar un paso o tropezar, está cautivo por otras representaciones sensibles. No se escapa del fuerte impacto que éstas han dado en el corazón del lenguaje. No es su intención huir y guardarse de las tormentas. Su pasión está asaltada; su ideal sometido a transformaciones. Nuevos registros, nuevas pulsiones.
El cambio en las representaciones estéticas, que en la actualidad es tan cotidiano, va dejando abandonadas en el camino infinidad de categorías tradicionales y modernas, las cuales sirvieron a varias generaciones para provocar preguntas, edificar obras de gran valor histórico. A la poesía la asaltan –como a todo el arte actual- los síntomas de los géneros clip, la explosión de sus regímenes linguísticos, el paso de la expresión subjetiva –los romanticismos vanguardistas- al de programación procesual, manifiesta en las estéticas de las interconexiones contemporáneas. Estas mutaciones se asumen sin carga de culpabilidad y sin drama, pues es otra sensibilidad la que las lleva a cabo, otras voces las que las ejecutan. Así, por ejemplo, la idea del tiempo histórico, tantas veces asumida como una esperanza por los siglos épicos, se ha cambiado en inmediatismo e instantaneidad. El poeta moderno vanguardista, quien sobrellevó el peso de su trascendencia al constituirse en “actor social” con responsabilidad y conciencia histórica, observa que se liquida su heroísmo triunfante y se evapora la memoria histórica. De allí que el sentimiento de lo sublime, hijo del tiempo lineal con sus rupturas y catástrofes y de la obsesión por superar la fugacidad cotidiana con un ideal de permanencia, no constituya, para las nuevas sensibilidades de poetas, su mayor desgarramiento. Las guerras de la actual poesía quizá estén en otros campos. Los mitos ilustrados, románticos y vanguardistas, producen en estos poetas una risa cínica, con una aparente mueca de demolición.
Otros frentes, otros territorios. La evaporación del sentido histórico; la desublimación de la memoria creadora, llevan a pensar en una poesía hecha para una sociedad civil global virtual, es decir, para ciudadanos consumidores virtuales, cuya memoria sólo sirve para el olvido, el instante. El poeta-héroe, que dejaba su rastro sobre la tierra, se muta por un poeta que no desea heredar las pesadas cargas del tiempo y que brinca sobre su tradición con felicidad errante, sin angustia alguna. Todas las grandes rocas históricas quedan convertidas en un archivo museístico; se contemplan como objetos exóticos, o se reutilizan para provocar una espectacularidad efímera. Pierden su fuerza provocadora, sus peligros. El poeta virtualizado ya no necesita proclamas ni manifiestos para legitimar la acción. Su intención no está en aclarar qué es o no arte. Se ha despreocupado del esencialismo y de los fundamentos últimos de lo poético como formas necesarias para la vida. Agotados los tiempos de la autoconciencia artística filosófica, otras actitudes rondan. Sin determinismos ni discursos legitimadores, todo es posible, ¿entonces para qué justificar conceptualmente las acciones?
De esta manera, al no sentirse preso de la tradición, sus actitudes se vuelven trans-históricas, fuera de los lindes de las categorías modernas. De allí que al poeta se le haya incapacitado con la virtualización de su acción civil, mucho más que en la etapa del historicismo triunfante, y ello a pesar de que nos parezca lo contrario. Sí, es cierto, hay más medios de difusión, rápidos, baratos y eficaces. Poesía en la red, poesía velocidad. Pero, ¿se le escucha al poeta? ¿Se le da real importancia a su palabra o se le engaña con sofismas de difusión en públicos-masa, no lectores, restándole su potencia inventora y contestataria?
Nuestra propuesta no está en tratar de tornar al pasado con ojos de llanto nostálgico. No. Algo se ha roto aquí. Se trata de pensar, con sentido más creativo que fóbico, cómo aprovechar esta virtualización de la actividad del poeta. En realidad es un amplio trabajo de asimilación y de educación de esa otra forma de subjetividad no conocida en los siglos épicos historicistas y construida por esta época de inmediatez en la sociedad clip. El beneficio de la virtualización es poner a navegar una presencia a distancia para construir públicos-lectores críticos; un ágora virtual activa, mínima en comparación con los macro-mercados, pero importante como productora de sentidos en la virtualidad de la acción estética y política. Se debe iniciar por superar el sentimiento de inutilidad que deja en los poetas su participación entre los ciudadanos de consumo rápido; participar en diálogos, simposios digitales; gestar excelentes revistas de calidad en todos los formatos posibles; promover encuentros globales; utilizar la velocidad de las redes para la reflexión, las denuncias, las propuestas. A pesar de saber que los nuevos macro relatos (Mercado y Medios) tienen en su naturaleza un espíritu de invasión y de relajación de las sensibilidades, la poesía debe luchar por entrar al debate desde y sobre su virtualidad telemática, tratando de esclarecer su razón de ser bajo estas condiciones.
Tal vez sea demasiado prematuro para descifrar qué extrañas conquistas traerán estas recientes cartografías de lo sensible, pero algo vislumbramos entre la niebla: algunos poetas tendrán la actitud de aprovechar su virtualidad y las mezclas de estilos y géneros para crear obras de gran calidad que subvierta, desde lo global o local, las estéticas de la estandarización y repetición. Otros aprovecharán la inmediatez del instante digital para lograr introducirse en las redes blandas con un sentido más crítico que supere al actual pragmatismo tecnócrata y utilitario de Internet, proponiendo poéticas renovadoras. Confrontación y aprovechamiento. He allí la actual ambigüedad del poeta: estar dentro de la globalización y en la periferia de la misma. En el adentro como crítico no conciliador; en la periferia como reflexivo, combativo, no escapista. Expectante y lúcido, es decir, sacando luces para alumbrar estos brumosos laberintos. Y aunque su pretensión no es la de ser guía de rebaños, nunca debe perder la fuerza de ayudarnos a vivir más conscientes e intensos en el filo de las navajas.
¿Queda, después de esto, espacio para el melodrama por las “pérdidas” de sentido tradicional poético? ¿Es posible, en medio de esta virtualización, seguir preguntando sobre cómo asumir las viejas categorías escriturales? Cambio de pregunta y de preocupaciones.
Creemos que al poeta le queda todavía mucho que hacer, pero es menester cambiar su antigua armadura por actitudes nuevas, analíticas y certeras. No se trata de deponer la crítica, se trata de actualizarla. A pesar de la sistemática censura y de la metódica exclusión que casi todos los Mass Media llevan a cabo sobre la poesía, ésta, sin descuidar ni un segundo la terrible enajenación masiva global, debe aprovechar la sociedad de la información para interrogar con inteligencia y valentía lo que destierra la vida del hombre. Donde escuche gritos de tortura debe imponer un subversivo espasmo; donde se le relaje su fuerza poética, debe tensionar el arco con una palabra activa. La poesía, como formación constante del asombro y sin miedo ante los misterios que recorre, está dispuesta siempre a cambiar de piel, pero sin dejar abandonado el cuerpo en el campo de combate. No se da por vencida, de allí su gracia permanente.
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