Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL

Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL
Feria del Libro Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Año 2012

Rediseñada para ofrecer una mayor difusión de la escritura en castellano.

Dirección: Norma Segades - Manias
directoragaceta@gmail.com
GACETA LITERARIA Nº 21 – Setiembre de 2008 – Año II – Nº 9



Imágenes: Pinturas de Pérez Celis (Enero 1939-Agosto 2008 (Buenos Aires/Argentina)
Música: Seleccionar al pie de la revista

PÁGINA EDITORIAL

A Pérez Celis, que murió sin morirse

Por Orlando Barone (Buenos Aires/Argentina)

Las cenizas son una forma de volver más rápido al origen. Unos días antes de su muerte le pregunté a Pérez Celis, tratando de distraerlo con algo, si había pensado en Dios durante este tiempo. Me contestó serenamente que no: que él no tenía esas convicciones o creencias. Enseguida, como para dejar algún resquicio, me dijo con su voz cada día más débil: “No, no creo en ningún Dios, pero intuyo que algo debe de haber en alguna parte más allá que nosotros”.
El ahora sabe cuál es la respuesta.
Celebremos respetuosa y honestamente a un artista admirable, que durante décadas impregnó con su obra sanguínea la historia contemporánea de la pintura. Y esa paradoja- que él se haya ido por vaciamiento de sangre- es una prueba metafórica de que esa sangre faltante ha quedado en sus cuadros para nosotros, los sobrevivientes.
Todo aquél que se va deja algo: basta la transmisión de un recuerdo íntimo o de un testimonio aunque sea familiar o de amigos. Sea una anécdota, una imagen, un reloj o un ignorado rastro genético. Pero un artista, además de eso, ha deseado dejar algo que lo hace excepcional. Y ese algo excepcional es el esbozo de una ilusión humana casi imposible, pero quién sabe, posible: la de la inmortalidad. Porque no nos basta con la procreación sucesiva de la especie, y el arte es el intento de una perduración superior de ese nosotros ordinario y terrestre.
Como contemporáneos de Pérez Celis desearíamos que su obra ascendiera a alguna escala de esa inmortalidad, para así sentir la honrosa vanidad de haber sido testigos de un artista no perecedero.
Y de ser acompañantes de esa aventura personal que es en su origen narcisística pero que se derrama generosa sobre todos los “yo” que la comparten.
El arte, que nace como el egoísmo más intenso, acaba transformándose en un indiscriminado distribuidor de su riqueza. Por más que el mercado seleccione propietarios, el arte desparrama con las manos abiertas. Qué privilegio el de él, haber conseguido esa clase de naturalidad de lo sublime; de acercar hasta acá lo trascendente. De andar geografías, de soñar latitudes y seguirse creyendo habitante de ese barrio, La Boca, que le llenaba la boca los domingos de fútbol. Por eso haber sido un artista popular es el gran sinceramiento de un artista.
Creo que Pérez Celis se fue convencido de que yéndose estaba dejando algo que superaba su modesta estadía biológica. De modo que en este trance dramático que nos concierne a todos los vivos su destino debiera consolarnos. Porque se va sin irse. Porque amaga convertirse en polvo pero nos deja tramposamente su pintura en la que él está encarnado y renacido.
La muerte no es para tanto. Lo que es para tanto es la vida. Y él la ha merecido.
Creo que este Pérez Celis que se fue, y cuyo adiós nos pesa, va a ser superado por este Pérez Celis que se queda.
Fuente: AM 590-Continental

PÁGINA 2 – NUESTRA POESÍA

Antonia Taletti
(Rosario-Santa Fe/Argentina)

1-

Bordes donde incrusta
verde la indiferencia
su artera daga.
Vidrios en la arena.

2-

Conozco el áspero tronco
de la higuera por donde
trepó mi infancia para alcanzar
la extensa hoja rugosa
con su gota adherente y blanquecina
o el fruto mórbido y violáceo
apenas aprensible.
De aquel patio baldeado de ladrillos
me suben irregulares las tristezas
esa leve opresión intraducible.
Hay un momento insospechado en que la falta se instala
entonces y en ese punto una palabra yace o se pierde .
Queda para siempre la ardua tarea de cubrir el hueco.

3-

Cuando ya no exista diremos
que el mar era el poema.
En su sinestesia, salobre y colorida
porfía en un ritmo de olas
para alcanzar el borde de la playa
donde el verso acaba.

Transmutado el sentido
se aloja en lo profundo
preso en la forma diminuta
o monstruosa
emerge y centellea
sólo un instante para ser percibido o capturado.

Los dioses marinos sellaron en la sima
las claves del pasado y el devenir desmesurado
los niños avanzan inocentes hacia el
mar, reconociendo el juego que nunca
olvidaron
el agua mece, abraza, penetra,
la boca se cierra y todo
el cuerpo percibe lo intraducible
volver.

Cuando ya no exista diremos que el mar
era el poema.

4-

He subido, otra vez,
la escalera de la casa
donde toqué el sexo
de mi infancia.

Ahora sé que no está
junto al mar.

5-

En la Bahía.
Abrocha un sol de fuego que no quema
su vínculo nocturno.
En la calidez interior: sabores
libros, silenciadas interrogaciones.
Hacia el final
somos el ojo que nos mira
sonreímos confiadas, divertidas , malignas
a Saulo, que nos fotografía

PÁGINA 3 – CUENTO

Nostalgias del futuro


Adrián Escudero (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Al Maestro de la Literatura de la Imaginación Disciplinada (Ficción Conjetural o Ciencia Ficción), Ray D. Bradbury, con innegociable admiración…

En especial, a los visionarios y pioneros de todos los tiempos... Y a mis nietos Nicolás Alejandro, Sofía y Facundo Gabriel, y a los por venir: los dueños del mañana…


1. Pesadillas

La casa no estaba sola.
El rumor de viento radiactivo penetraba los rincones y esquinas de sus muros. El polvo del descuido la había cubierto sin sorpresas de una blanca ancianidad…
Los muebles estaban quietos y sucios. La cámara del descanso estaba quieta también. Y la cámara de los aromas. Y a cámara de los mensajes y los libros. Y la cámara de los juegos e invenciones…
Todo estaba inmóvil. Más inmóvil que nunca, excepto por aquella silla de crujidos ancestrales.
De ahí que, la casa, no estuviera sola.

Había tibieza en su interior.
A pesar del viento gélido, rebuznante y mortal que forzaba invisibles aberturas, todo se mostraba invitante, acogedor…
Y si alguien hubiera penetrado de improviso en ella escapando de los copos de nieve y radiación que fantaseaban la atmósfera, los árboles y las piedras, habría deseado toparse con el aroma alegre y dulzón del tabaco quemándose como en un rito haitiano, en una tosca, dura, pero no menos importante pipa de madera. Como en los días verdes, verdes y azules…
Los días de los buenos tiempos. Los del Paraíso terrenal.
Más nadie entraría en la casa de tal modo.
Imposible.
Sin embargo, la casa no estaba sola.

Los ojos claros y serenos se abrieron.
Casi con tristeza y desesperación giraron hasta dar con el resplandor del amanecer.
Unas manos toscas, duras y torpes descorrieron la lluvia de hilachas amarillas que ocultaba el albor de la mañana. Y los ojos vieron que el mundo despertaba nuevamente gris en aquel día.
Después se cerraron.
Unas lágrimas casi reales empañaron –como antaño- el rostro tosco, duro y torpe como las manos. Afuera, la nieve y el soplo radiactivo que durante cien años azotaran al planeta, habían dejado un cielo plomizo, encapotado…
Las manos toscas, duras y torpes intentaron borrar, con una especie de orgullo, las fisgonas y pensantes líneas que cruzaban sin prisa la grotesca faz de aquel hombre.
Luego, los ojos se abrieron. Miraron el silencio de la casa pequeña y preñada de sombras al posarse con suavidad en los marcos de la ventana.
Allí se quedaron, mirando y esperando. Esperando que un sol aguerrido y estrenado fundiera la piel del mundo, quemando las grises auroras que herían su desierto polvo. Esperando que en los brazos cuarteados y avezados de los árboles, volvieran a desperezarse, junto a las flores, millones de hojas y de pétalos ardientes de luz y color. Esperando que las crías animales irrumpieran de huellas los olvidados bosques de la Tierra. Esperando que los laberintos tejidos de estrellas y luciérnagas campestres, bordaran los sueños de los hombres con mágicos poemas y cuentos aleccionadores. Esperando que los días grises murieran germinando días verdes, verdes y azules. Como en los buenos tiempos… Los del Paraíso terrenal.
Después, morir…
Pero, si aquello era cierto, si en verdad se trataba de El Viviente, del primero y último hombre sobre la tierra, sus ojos se nublarían viendo días verdes, verdes y azules…
Alguien habría de entenderlo. Entonces, no se cansaría de esperar.
Alguien aflojaría la escarcha y las rocas que amurallaban los cielos en nubes grises.
Y lloraría.
Con libertad. Con alegría. Como sólo un fantasma o un robot, llamado Adán, podría hacerlo.-

2. Ensueños

Hoy como nunca, en este año, los roquedales se erizaban de albatros y gaviotas.
Como reyes en sus tronos los cuellos enhiestos de las garzas presidían aquellos reinos de piedra; estatuas lavadas por el agua cristalina del mar... Hoy como nunca, en este año, más verde y azul, sin algas empalagando las infinitas aristas de sus rocas solitarias, o amuralladas contra la pared costanera que circunvalaba un pedazo de la afamada costa este…
Hoy como nunca, papá regresó feliz de haber convivido unos minutos, en la barra de los pescadores, con aquellos hombres sencillos y rudos que enhebraban redes para sus barquillos ocres y ensalecidos, y desollaban brótolas para ofrecerlas al mejor postor…
Hoy como nunca los veleros y los yates amanecidos en el puerto estival, irguieron sus mástiles de acero para hacerlos brillar, con orgullo de vigía, entre un racimo de velámenes entretejidos en la espesa mansedumbre de la llanura azul…
Hoy como nunca antes, papá olvido ir a Misa y no sintió culpa por ello. Supo que Dios lo había traspasado, eucarísticamente, al sentirse como transportado al futuro viendo, a su izquierda, abajo, a ese conglomerado de piedras trapezoidales desmayadas sobre el perfil curvo de la extensa cintura portuaria donde suspiraba un faro bucanero… Sin tiempo ni medida. Sin calendario. Sólo el rito de la vida bombeando feliz su alegría nueva en las arterias henchidas de un corazón vagabundo…
Hoy como nunca papá se dejó mecer por el mar ondulante y nadó, desde un espigón a otro, sobre la montura de unas olas traviesas, y caminó marcando sus huellas por la arena húmeda brotado de sol; levantando la cabeza primero para cegarse con su luz, y bajándola enseguida para espiar tesoros de ostras y mejillones disputados por el certero apetito de las palomas del mediodía costero...
Si, hoy como nunca, en este año, papá aprendió a armar una caña de pescar y a colocar una carnada, y no fue una peluca de mujer bañista ni una gaviota extraviada en el mortecino atardecer lo que pescó, sino una pequeña y desnuda corvina que liberó pronto devolviéndola al mar y a la existencia, gozoso en su intimidad por aquel breve milagro del encuentro entre dos especies vivientes que se unieron, en un instante, por el flash de una fotografía familiar, y supieron despedirse, a su modo, con una sonrisa en los labios…
Hoy como nunca el océano se aquietó luego, enorme y plano, en un silencio profundo escondido en la noche detrás de una flota de gaviotas nocturnas patrullando en círculos aquella inmensidad acuosa, y de las almenas descoloridas que, en fila, contorneaban los arabescos de la costa oscura y serena, pespunteada a lo lejos por una corola de luciérnagas artificiales que anunciaban, con su rumor de vida humana, la cercanía de la ciudad balnearia...


3. Esperanzas

Ahora, vamos en busca de un nuevo Nacimiento...
Si, hoy como nunca papá había estado angustiado y triste, y aceptado tomar la píldora de la felicidad que Ellos entregaran a los primeros colonos de este soñado planeta, a fin de ayudarlos a superar la crisis de desarraigo que, en forma inevitable, y, a pesar de la preparación a la que fuéramos sometidos, todos, alguna vez, sufriríamos…
Yo disfruté junto a él la holografía de sus ondas cerebrales activadas por esos recuerdos hermosos, de cuando la Tierra todavía era capaz de asegurar al hombre un destino de trascendencia… Nunca pude saber de qué pesadilla se quejaba, sino hasta muy grande; cuando, ya viejo, conjeturó el principio del final de la especie humana. Fue cuando nos confesó de dónde veníamos. Del último esfuerzo que, Adán, El Viviente, había hecho para rescatar de su completa desaparición, a los últimos ejemplares, como nosotros, de la especie humana que, como autómata o androide pensante, le había dado “vida”… Papá nos dijo ya casi muriendo, que las últimas palabras del Ancestro al dar energía a las máquinas que programaron la huída de un planeta destruido por la desidia del hombre, fueron, “nobleza obliga”. Luego, también él apagó sus ojos eléctricos -para siempre-, esperanzado en que, desde Marte, todo volvería a comenzar, y, un día, no tan lejano, la Tierra volvería a recuperar su capa de ozono y a proteger la crianza de sus hijos y nuevas especies, del escarmiento recibido justamente por el Padre Sol …

Pero ahora, afuera, detrás de la ventana oblonga de nuestra polarizada campana hogareña, el polvo rojizo marciano danzaba sin prisa al compás de su giro gravitatorio. Pronto la noche aturdiría su largo crepúsculo, y, entonces, el resplandor acerado de los cohetes y antenas receptoras se confundiría en un abrazo fraterno con la multitud estelar de ignotas estrellas que parpadeaban sin cesar, como fogatas suspendidas en el abismo negro del cosmos…
Después, sonaría la sirena.
¿Y mamá? Y mamá, también feliz, acariciaría su vientre embarazado, apagaría las luces, y todos, excepto la guardia de turno, nos iríamos a descansar…

PÁGINA 4 – ENSAYO

Perdidas en Elantxobe


Por Mónica Russomanno (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Fuimos hasta Elantxobe bordeando el mar, en un camino con vueltas y revueltas que pasa por bosques, se interna un poco y luego vuelve a abrirse hacia el Cantábrico, con vistas de fugaces ciudades y pueblos cada uno una tacita de porcelana, un guijarro brillante, un misterio por desvelar.
Llegamos a Elantxobe y desde el mirador vimos el mar allá abajo; el camino que desciende y al través de este pueblo colgado del monte llega al puerto. En el mirador nos esperaban, nosotras, intrépidas, volveríamos en una hora.
Bajamos por la calle, esa una sola calle, retorcida como una serpiente que se despliega por el monte y está abrevando en el agua salada. Esa una sola calle que se hace plaza, y crea esa plaza tan pequeña que el autobús no tiene espacio para girar. Una plataforma redonda se encargará de dar vuelta al autobús para que quede nuevamente mirando hacia la salida. Pero la plaza está al inicio. Desde ella se desciende se desciende en camino vertiginoso, medio rampa medio escalera. Los caseríos se superponen, algunas edificaciones acodadas en la piedra del monte, con puerta en el primer piso hacia un lado y puerta en el segundo o tercero, también a la calle, del otro lado. Pasadizos entre las casas que dejan ver el cielo, olor marino, sol definiendo las sombras pétreas.
Ya en el puerto, alzamos las cabezas y allí delante se desplegaba Elantxobe como las figuras de cartón de esos libros troquelados, cada casita en su lugar tapizando la pared de la montaña, y la calle zigzagueando en ángulos imposibles.
Luego de las fotografías y el paseo hubimos de retornar. Arriba, arriba, arriba. El sol que ya no era tan perfecto por excesivo, y los pulmones que se quejaban, y el corazón un poco enloquecido.
Pueblo de una calle sola. Nos perdimos. Ahí en la plaza, cerquita del mirador, tomamos un sendero que iba, luego lo descubrimos, al cementerio. Y llegadas al cementerio no era cosa de reencontrar el camino. No, seguimos cada vez más lejos, agotadas y castigadas por el calor de la siesta, confundidas. Apuradas nosotras para perdernos más y con mayor rapidez. Y nadie para preguntar. Ni lagartos a esa hora.
Golpeamos la puerta de un caserío, el ovejero alemán se metió prudentemente dentro de la casilla y nos miraba con la cola entre las patas. La señora de ojos claros llamó al hermano; el hombre de ojos claros nos indicaba que teníamos que descender. No había acuerdo. Nosotras queríamos ir al mirador, arriba de Elantxobe, no volver al puerto. El vasco nos decía que tomásemos el camino hacia abajo. No hubo acuerdo hasta que nos dimos cuenta de que estábamos muy muy por encima del mirador, en otro monte. Había que descender, y Elantxobe, era cierto, estaba allá lejos y muy demasiado muy abajo.
Se rieron bastante a costa nuestra los euskaldunas, con eso de perderse en un pueblo con una sola calle. Por un día fue la anécdota. ¿Sabes que se han perdido en Elantxobe? Y nadie lo podía creer.
Pero yo me he perdido en Elantxobe muchas veces. Tantas. Tnatas veces me he asomado y hallé que eso que creía que estaba arriba ya había quedado debajo ¿Cuándo, en qué momento? Que el futuro ya es pasado, que el hombre que vi en un pedestal se hallaba, de pronto, mordiendo el polvo.
Y la vida es un pueblo con una sola calle. Los días se suceden, los meses y los años marcan un camino recto. Pero una se pierde. Una y otra vez, se pierde.
Súbitamente miro hacia abajo y veo desde arriba eso que antes marcaba un techo. Y a ese que veía siempre de espaldas, adelante, lo encuentro detrás y cada vez más lejos hasta que se me pierde en un recodo.
No solamente nos hemos perdido en Elantxobe, madre. Lo bueno es que podemos caminar juntas.

PÁGINA 5 – NUESTRA POESÍA

César I. Actis Bru
(Santa Fe/Argentina)

La flecha

¡Terrible instante
en que dejo de vibrar
con el impulso
de la cuerda, del arco
del corazón y el brazo
que me lanzaron
a la vida!
¡Hecho para herir,
y matar,
madera de la muerte
me niego a mi destino!
En suave corriente
de los aires
me llevaré cayendo entre
las hierbas, las flores
y las piedras
evitando la carne.
Inútil y frustrado
seré
feliz
sin alcanzar
el blanco.

Juan Bautista en San José del Rincón

La luna lo mira cada tarde, cada atardecer,
cada noche, cada madrugada,
con su luz prestada por el sol
más allá de las sombras.

Y veces es – la luna – tan sólo una sonrisa,
otras veces una fruta menguada
y a veces un redondo fanal
en el océano del mundo.

Es la misma,
todos lo sabemos,
que miraron Li –Po y Omar Kayamme.

Es la misma
que alumbró a Moisés y a los hebreos
en el mes de Nisán,
a Alejandro venciendo en Gaugamela,
y a Cristóbal Colón
llegando a las
Indias de Occidente.

Sin juicios, ni pre-juicios
entre las aves,
sus caballos, sus perros
y los pájaros,

el Bauti
la incrimina,
le pregunta,
la espera

con la inocencia
de sus pocos años

y una
experiencia inconsciente
de milenios.

El árbol

¡Quiero ese árbol
- dijo tu deseo-
para mástil
del barco de mis sueños
y hacer
alas sus velas
para llegar muy
lejos!
¡Quiero ese árbol
-dijo la Poesía-
para darle
las alas y que viajes
muy lejos
sin que mates
sus alas y
tronches su madera!
Quiero ese árbol,
dije en el ocaso
de lila y transparencias
para sombra
feliz de mi cansancio.

Vaya a donde vaya

No puedo
(¿o no quiero?)
escapar
de mis fantasmas,
porque
siempre me atrapan
cada vez que recaigo
de la
dulce tierra de mis
sueños
al
ocre sueño de la
tierra.

América

Para que me recuerdes
y tampoco me olvides
dejaré mi pañuelo
colgado de tu puerta
y ondulará en los aires
de Rosa de los Vientos
de todos los veranos
y todos los inviernos.
Y el pañuelo es el aire,
y el aire es el pañuelo
no colgado
a tu puerta.
Es que debes saber
que no hay aires,
y tampoco pañuelo
colgado de tu puerta
y que tampoco hay puerta
abriéndose a los
vientos.
Es tan sólo mi nombre,
escucha bien,
mi nombre
que golpea a tu puerta
ondulando en los vientos
como ondea un pañuelo
con lágrimas de Cristo
por tus hombres destruidos,
América.



PÁGINA 6 – CUENTOS MÍNIMOS

Bajo los párpados del mundo


Por Miriam Cairo (San Nicolás-Buenos Aires/Argentina)

Me soy

Yo no había existido de este modo hasta que fui vista de este modo. No había vivido de este modo hasta que no fui construida de este modo.
Cómo no sorprenderme de mis ojos y de tus manos.

Peces acaso

Mis labios son demasiado pequeños para resumir nuestra historia. No hay río dentro de tu cabeza pero mis peces respiran. No hay una tierra prometida, pero mis pasos avanzan. Cualquiera lo sabe: a los que moran entre los pliegues de cornalina, el reflejarse en los espejos, mutuo revuelo les suscita. Una infinidad de desdoblamientos los sumerge en las napas del furor y los jadeos. Razones suficientes para comprender que mis labios son demasiado pequeños para resumir...

Labios suspirando

El está siempre al borde del mismo abismo. Tiene tantos motivos para lamentarse como para decidirse pero aún así se debilita en la demora. Coloca su corazón bajorrelieve y su alma en el fondo de un pozo donde hasta las piedras vacilan. Sólo ve lo que más le duele. Sólo siente lo que más le asusta. Sólo escucha lo que más lo aturde. Yo sólo puedo dedicarle la lisura de ciertas palabras.

Proeza diminuta

Renunciar a la jaula como un acto de inocencia última. Hacer de la falta de anillo un amuleto de la buena suerte. Exhibir en el esplendor del sexo el esplendor del alma. Esto es todo lo que una mujer puede hacer para que dios no sufra.

Dueña de los instantes

No se pierden tus temblores porque yo los recojo. Tu historia te envejece y te envuelve en una telaraña de flores secas y tragedias cotidianas. No llores. No empujes. No lastimes. No huyas. No sofoques.
Mañana morirás, no ahora cuando mi abrazo crece y cubre toda oscuridad y todo sismo.

Una verdad entre las manos

El salió de la bañera y bebió algo. Dio vueltas en la cama. Se acarició descuidadamente y activó la memoria. Recordó a la poetiza rubia, algo mayor, que lo untó con salsa de frutillas y lo comió como si saciara el hambre de toda una generación. Conservaba el cabello largo, rubio y viejo. En su momento resultó estimulante pero esta vez el recuerdo no fue de gran ayuda. Con el deseo en la mano pensó en aquella actriz con piernas de boxeadora que temblaban como columnas cuando su estirpe una y otra vez la penetraba. Empezó a notar la circulación de la sangre entre las venas. Recurrió a la imagen de la gimnasta que le daba de comer sus pies blanquísimos todos los lunes a la noche. Ahora sí las cosas iban funcionando. Entonces evocó oportunamente los filamentos dulces de aquella flor que se abrió a sus labios como una granada recién cortada. Con la memoria aferrada a las dos manos sintió que estaba a un paso de la proeza.

Decisiones crepusculares

Trato de no estar triste como un crepúsculo poetizado cuando tu ausencia entra atada al cuello de una canción o de una ráfaga. Antes de caer en el lugar común de las lágrimas versificadas, como un sueño me pliego bajo los párpados del mundo.

¿Es alma o es cuerpo?

Ay, de mí cuando la musa sin pie se sienta en su trono de penumbras, empieza a lanzar patadas al aire con su piernita flaca y abdica. Un tapón de cera se mete en cada poro de la vida y las garras de la fábula devoran la moraleja. Ahora que no estoy muriendo lo puedo decir. Es imposible escribir con una inspiración tan insurrecta. La caprichosa sólo se calza la corona cuando me dispongo a narrar la fiesta de las mucosas, la untuosa negritud del rimel, el dolor de los efluvios terminales, la sonoridad espumosa de las cornetas. Ella es un anti?ser, una anti?fábula que reina y abdica entre aullidos y nauseas. Yo me esmero en ir por el buen camino pero mi musa va delante y mientras la sigo tropiezo porque con su única pierna flaca deja pozos en vez de huellas.

PÁGINA 7 – ENSAYO

Literatura y los tres mosqueteros

Por Luis Alberto Ambroggio (Estados Unidos)

Esta es la historia o la ficción de un evento singular; las chispas del fuego en los detalles. En el auditorio de la YMCA de la calle 92 de Nueva York (Y92, como dicen los neoyorquinos), se reencontraron Salman Rushdie, Humberto Eco y Mario Vargas Llosa, los “tres mosqueteros”, según el ocurrente bautismo del mismo Eco, acompañados de duendes y espíritus, como el de William Carlos Williams, con cuya lectura en el año 1939 se inauguró allí el centro de poesía de Unterberg. “Los tres mosqueteros” –explicaron- configuran la versión literaria de la actuación de los tres grandes tenores (Pavarotti, Plácido Domingo y Carrera). Si bien no tuvo la mítica bohemia de la aquella primera reunión en Londres el 10 de Octubre de 1995, entre tragos y cena, luego de sus lecturas en el London’s Royal Festival Hall, hoy cumplieron su juramento londinense de volverse a cruzar espadas en veinte años. Y lo hicieron aceptando rápidamente la invitación de Salman Rushdie, presidente de PEN americano, a congregarse en Nueva York, para tomar parte en este Festival de las Voces del mundo, como si quisiesen adelantar la cita de las espadas más filosas del momento, sus palabras, sus plumas, y un diálogo fluido de amistad y de ideas. Así, ese viernes de una noche de Mayo, en un intercambio agudo y vivaz de opiniones, hipótesis y comentarios, produjeron los tres una tertulia literaria de magia, frente a un público abarrotado y absorto.
Rushdie inició con la lectura con un fragmento, primicia de su nueva novela La hechicera de Florencia, que transcurre entre la cuna del Renacimiento italiano y la ciudad de Fatehpur Sikri, capital del emperador mogol Akbar. Describe en él la promesa del rey de construir en el corazón de su ciudad del triunfo una casa de adoración, un templo a la discusión y el entendimiento, en donde todo podría decirse, disputarse, entre unos y otros, cualquier tema, incluyendo la inexistencia de Dios y la abolición de la realeza. El Rey incluso se auto-enseñaría humildad en dicha casa. O más que enseñarse, recordarse de recuperar la humildad ya existente en el fondo de su corazón. Templo o casa que, como la sabiduría precaria –valga la alegoría- ha desaparecido; hecho o ficción que Rushdie perspicazmente atribuye al haber posiblemente sido una carpa con toda la volatilidad de dicha construcción. Le siguió Umberto Eco, quien, afirmando “la veritá e brevísima”, compartió en italiano unos párrafos de su novela de El péndulo de Foucault, capítulo 119 en que el personaje Jacobo, dentro del contexto de un funeral, toca la trompeta que le presta Don Tico, y lo hace perdido en sus emociones, entre ellas, el amor de su Cecilia, manteniendo por momentos una sola nota, como si con una sola cuerda pudiese retener al sol en su lugar o poseer a Cecilia, llegar a la paz, para luego juntarse con el futuro.. Vargas Llosa hizo lo propio con Travesuras de la niña mala, en la que relata un amor temprano con una adolescente chilena quien llega a integrar su grupo de jóvenes de Miraflores, Lima, en las primeras aventuras amorosas y a la que “le cae”, contra los consejos de su tía, pero que por tres veces se niega a aceptar sus avances, en una narración ágil, tierna en su frescura y calidez, leída en español, con las peculiaridades idiomáticas peruanas; aspecto que llamó la atención del moderador del panel y que mereció la respuesta decidida de Vargas Llosa, en español “me siento más cómodo al poner las comas», con su entonación y pausas. Rushdie lo apoyó: «Por supuesto, los escritores tienen que leer en su lengua, ¡que es en la que han realmente escrito!»
Se desató luego un ingenioso debate entre y sobre los “Tres mosqueteros”. Contrastándose con los tres tenores, Eco afirmó que la música de estos “tres mosqueteros” sería más bien jazz o blues. Además se repartieron los roles mosqueteriles decidiendo que el distinguido Vargas Llosa era Aramis, el corpulento Eco sería Porthos y Rushdie, bueno el mosquetero que queda, Athos, Entonces, a partir de una jugosa elocubración de Eco sobre esa exitosa novela de Dumas que produce tantas páginas sin decir nada, como repitiendo ¿qué hacer? (teorizan jocosamente que Dumas sería pagado por palabra), concluyen Rushdie y Eco, con la espada cortante de su lengua, que es mala literatura; o mejor, que tiene la magia de haber sido mal escrita. Reflexionando sobre la duración de esa intriga narrativa cuyo misterio y monstruosidad se extiende en tres novelas, en el tiempo y que se mantiene a través de los años a través de su serie infinita de contrastes, oposiciones, crisis y soluciones, en diferentes medios y versiones, Eco profundiza, que por un lado tenemos literatura y, por el otro, mitografía, al que correspondería la creación de Dumas. Vargas Llosa disiente y aclara con un juego de palabras que, aunque mal escrita puede considerarse una novela fantástica porque toca, conmueve, es una aventura que conjura a la imaginación. Concuerdan en una nueva categoría: la de “un buen mal libro”.
No es de extrañar que estos escritores, creadores y metafísicos de la literatura (Vargas Llosa en La verdad de las mentiras y Eco en Sobre literatura) , se preocupen de la misma: ¿qué es? ¿para qué sirve?. Rushdie ya había escrito que la vida de la literatura se halla en su excepcionalismo, en descubrir que en la visión individual, idiosincrásica de un ser humano, con placer y gran sorpresa, se encuentra reflejada nuestra propia visión. Y Mario Vargas Llosa, complementando el entendimiento de Breton de que la literatura sería artificio, pose, gesto vacío de contenido, frívola vanidad, conformismo a lo establecido, escribe que también es, en casos sobresalientes, audacia, novedad, rebeldía, exploración de los lugares más recónditos del espíritu, galope de la imaginación y enriquecimiento de la vida real con la fantasía y la escritura.
Umberto Eco, con la profundidad semiótica de su cátedra, y sus irónicos análisis intertextuales, nos desafía a pensar qué habría sido la civilización sin la literatura: Grecia sin Homero, la identidad alemana sin la traducción de la Biblia hecha por Lutero, la lengua rusa sin Puhskin, la civilización india sin sus poemas fundacionales, porque “los textos literarios no sólo nos dicen explícitamente lo que nunca más podremos poner en duda, sino que, a diferencia del mundo, nos señalan con soberana autoridad lo que en ellos hay que asumir como relevante y lo que no podemos tomar como punto de partida para libres interpretaciones”.
Es curioso que un amante de la literatura como Borges, hedonista en su lectura, hubiese dicho “Estoy podrido de literatura”, pero incluso en esa expresión peyorativa reaccionaba con placer ante su realidad absorbente.

Literatura y cultura
En un relámpago de intercambios, se preguntó a los tres por sus interpretaciones con respecto a la dialéctica confrontacional entre las culturas de Oriente-Occidente, que vuelve a ser el gran tema de la nueva novela de Rushdie, La hechicera de Florencia y de la de Eco, Baudolino, donde el narrador trata de una cultura que no es la propia. Los tres mosqueteros coincidieron en que «ninguna persona inteligente es sólo del Este o del Oeste», sino que se siente oscilando siempre entre mundos, participando de muchas culturas a la vez, porque no existe entre ellas separación, sino que, como lo muestran en sus obras, están profundamente entrelazadas. «Sólo los fundamentalistas son lo bastante estúpidos como para no tener ese don», terció Eco con sarcasmo. Vargas Llosa destacó el microcosmo que es Perú con la amalgama de culturas autóctonas, africanas, asiáticas, japonesa, china, además de la hispana.

Literatura y compromiso
De allí surgió la discusión sobre si el escritor acarrea un peso público en la cultura y el alcance de su compromiso con la sociedad. Cada escritor enfocó el reto a su manera. Humberto Eco habló del compromiso político desde la cátedra universitaria, con la observación de que las Universidades europeas existen inmersas literalmente en la “polis”, la ciudad, (las Hispanoamericanas también con un marcado involucramiento político), mientras que las americanas operan encerradas desde su “campus”. Vargas Llosa lo hizo desde su experiencia como candidato presidencial en Perú, concluyendo que “Perú votó en contra suyo porque aman sus novelas”. Rushdie desde su experiencia con la desafortunadamente célebre «fatwa» pero también, y con mucho humor, de lo difícil que es ser un intelectual de referencia en un país, Estados Unidos, donde hay tantas estrellas de cine (él ha decidido convertise en una de ellas con varias películas en su haber).
En este rápido ir y venir de bromas intelectuales (con la cita cómplice para justificar posiciones, entre otros, de Chomsky, Gunther Grass, Italo Calvino), Rushdie aportó ingenio, Eco magisterio, Vargas Llosa hechos inquietantes, cuando por ejemplo recordó que la más distinguida izquierda europea, empezando por Sartre, fue maoísta hasta la médula, en medio de los abusos de la revolución cultural en China. Y nunca pidió perdón por ello. Una observación puntual, de reinvindicación en el contexto de un festival del PEN que este año se ha propuesto resaltar y denunciar la represión literaria en China con connotaciones olímpicas. Rushdie con ironía sugirió que el estímulo y aprecio de un país por sus escritores está en proporción directa con el grado de represión que padecen, trayendo como ejemplo el caso de la Unión Soviética, cuya literatura decayó y sus escritores dejaron de figurar al cesar la misma. Vargas Llosa acotó con fuerza que los escritores, para destacarse y ser políticamente influyentes necesitan dictadores; en una sociedad abierta, democrática, son parte del mundo del entretenimiento. Todos lamentaron que en la actualidad se ha profesionalizado el comentario político, limitándose las voces de una crítica comprometida y con capacidad influyente de cambio.

Literatura y lenguaje
A partir de la pregunta metafórica sobre la influencia de los escritores en los Estados Unidos, los “tres mosqueteros” se sumergieron una interesante discusión sobre el futuro del inglés como lingua franca, en medio de las continuas variaciones socio-lingüísticas. Eco, que afirmó tener “la satisfacción de ser un profeta”, auguró su extinción por difusión masiva a la manera del latín, tragado por las lenguas romances. Rushdie habló del enriquecimiento del inglés y de su flexibilidad, a la vez una virtud y un riesgo. Eco, que ha sostenido a lo largo de su distinguida carrera académica y literaria que la literatura mantiene en ejercicio a la lengua como patrimonio colectivo, y contribuyendo a formar el lenguaje, crea identidad y comunidad, advirtió sin titubeos, que la variación lingüística y literaria es imparable hagan lo que hagan los gobiernos del mundo. El lenguaje va donde quiere ir. «Ningún poder político ha conseguido imponer una lengua», subrayó, mientras especulaba graciosamente sobre la ilusión de un polilenguaje mixto y extendido que daría en llamar “Europanto”.
A la pregunta banal de un miembro de la audiencia de cómo escribía, con seriedad y desparpajo literario, concluyó tersa y categóricamente: “De izquierda a derecha”, Eco que cierra su novela En el nombre de la Rosa con un post-scriptum y su libro Sobre literatura con enjundiosos ensayos sobre “cómo escribo”.
Con risas, concluyó este capítulo de literatura en vivo y en directo de los “tres mosqueteros”, en su nuevo encuentro (aún no se ponen de acuerdo si se trata del segundo o del tercero), en Nueva York, como uno de los eventos principales del Festival Internacional de Literatura, Voces del mundo, el gran foro internacional que cada año organiza la división americana del PEN, algo así como una ONU de escritores. Jorge Luis Borges, como el público presente en este evento, profundamente satisfecho y emocionado, también los hubiese aplaudido con efusividad.
©Luis Alberto Ambroggio
Academia Norteamericana de la Lengua Española.

PÁGINA 8 – CUENTO

Costumbres y secretos


Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Hay mujeres en Buenos Aires que guardan un secreto. Mujeres que jamás se han atrevido a pronunciar las palabras justas, desencadenadoras de la verdad a puñaladas, de la realidad arrugada y prohibida que se niega a ingresar en aquel sitio donde todavía perduran los oropeles y las mantillas de hilo; donde los cristales de bohemia abrigan un esplendor mentido y las viejas estatuas de mármol conciben un pensamiento imposible de Carrara. Mujeres que ven otros cuartos contrastando, brutales, denunciantes, con el que brilla, con el que resplandece entre las telas de araña y las columnas rotas, entre el silencio en los días de lluvia y los gritos del moho abriendo canaletas por los tapices y los damascos muertos. Hay mujeres que, como ella, han visto morir tantos atardeceres desde el rincón más oscuro, más opaco, más desnudamente real y apartado, que se les ha vuelto niebla la mirada y se le han consumido todos los pensamientos. Ella había visto desfilar ante sus ojos en las fiestas, a los hombres más apuestos y a las mujeres más hermosas. Había visto las panas y los capullos de las rosas brotando en un parque que ya no existía mientras los sirvientes consumaban su envidia en las despensas y las gaitas sonaban embravecidas a partir de los bailarines. También había visto ella, después de la muerte del señor y de la enfermedad apoplégica y postrante de su patrona, las cartas que cesaron de llegar con membretes del gobierno, el posterior reclamo de la casa y su pedido, su súplica de que le dejaran el gran cuarto, de que se llevaran todo menos el gigantesco Olimpo, menos el mundo al que sólo ingresaba cuando debía alimentar a su señora, o cuando repasaba el círculo inmutable de los espejos al hacer la limpieza. Ellos le devolvían una imagen cotidiana. Le devolvían la espalda encorvada y el vestido viejo, las hebras grises y la nariz aguileña heredada de su padre. Le devolvían unos ojos cascados y unas manos que conservaban la tibieza del roble lustroso hasta el cansancio. Así fue como los cuartos se empolvaron de odio, se desconcharon de ira, se desgajaron de telas podridas de óleos corrompidos. Así fue como el bandó de las ventanas no pudo más acallar al sol a toda marcha contra los cristales, a toda vela contra los listones de ébano y los marcos, a toda voz en luto contra los pies de un adonis ultrajado. Y se abrieron groseras. Se abrieron en un bostezo eterno frente al piano, junto a las vitrinas donde ahora se alojaban los gorriones que llegaban a comer migajas de dolor de entre sus manos. Cada cuarto fue un silencio. Lo vendible fue vendido. Ella fue la encargada de venderlo todo. Varios coleccionistas compraron los tesoros de la casa y con eso consiguió pagar las deudas de sus amos. Fue la encargada de despedir a los sirvientes. Y también fue la encargada del abandono. Era como si los cuartos se hubieran desmoronado y con ellos la alegría de cuidarlos, de custodiar la magnificencia tronchada de sus paredes. Su único esmero fue para el gran cuarto. Allí sí. Allí, mientras su patrona que lo ignoraba todo dormía, ella arrancaba destellos iracundos a los cofres, a las estufas, a los escalones. Todo brillaba. Parecía prohibido hablar de goteras que dejaban caer lágrimas oscuras, rebotantes en el piso donde comenzaba a brotar una hierba sórdida y agazapada. Si se lo proponía alcanzaba a oír desde muy lejos las gaitas y los pianos, el fru-frú de las sedas y el tintineo constante de las copas.
Pero supo que eso no sería para siempre. Supo que el secreto era demasiado prolongado, demasiado hastiante para una sola, aunque fuera una sola la que pensara, la que mantuviera tensos los hilos de la verdad y de la mentira.
Una tarde entró al gran salón. Su ama dormía el cosquilleo de los frunces. Dormiría hasta bien entrada la noche. Lo había hecho posible con esas gotas amarillentas que le daba para llamar al sueño, sin administrar demasiadas porque podrían llamar a la muerte. Despacio levantó el cuerpo frágil de la señora y lo colocó en la silla de ruedas tapándole las piernas con una manta. Luego comenzó a empujar. Asi, lentamente. Así, seguramente, trasvasaron el brillo para llegar a la escalera y al pasillo decorado con telarañas y cordeles rotos. Así, lánguidamente, hasta el centro de la galería inflamada de olor a humedad, de hongos innumerables, de ecos cadavéricos. Así depositó orgullosa un beso en la frente de su señora. Orgullosa como nunca se sintiera. Como nunca antes desde su delantal envejecido, sus párpados, sus ruinas. Y como nunca antes subió las escaleras. con la espalda más derecha, más gallarda, subió cada escalón, cada costumbre de libertad y de armonía. Como una reina, porque era una reina. Esa reina que pese a los días en los que pudo oír los gritos asfixiados de su patrona, moró con soberbia, con soberbia de muerte dorada desde aquel, su gran salón.

PÁGINA 9 – ENSAYO

Un poema, el colmo del lujo


Por Carlos Barbarito (Buenos Aires/Argentina)

Recurro, en irrespetuosa paráfrasis, a Kierkegaard: La poesía tiene su lugar determinado; o, mejor dicho, no tiene ningún lugar en absoluto, y ésta es cabalmente su determinación . Y del Sócrates de Copenhague, con la misma irrespetuosidad, hago mía una afirmación de Cocteau: La gente exige que se le explique la poesía. Ignora que la poesía es un mundo cerrado donde se recibe muy poco y donde, a veces, incluso no se recibe a nadie . Casa sin domicilio preciso que recibe a pocos, con frecuencia a nadie: la poesía. ¿Dónde hallarla? ¿Cómo habitarla siquiera por un momento? Aquí la razón de su misterio. Aquí, también, la razón de su condena a sótanos y extramuros, por no revelar su ubicación precisa, por orgullosa, por vincularse con minorías. O, peor aún, con ninguno.
Sí, Cocteau, un poema es el colmo del lujo; aclara el francés: …es decir de la reserva, todo lo contrario que la avaricia. Y enseguida: Un verdadero poeta se preocupa poco de la poesía. Del mismo modo que un horticultor no perfuma sus rosas. Las somete a un régimen que perfecciona sus mejillas y su aliento. Despreocupación del poeta que otros confunden con ejercicios, notas, meros apuntes. Palabras al azar. Hace rato sabemos algunos –no todos- que la poesía dispone de muchos menos medios de los que se creía, que son escasos quienes logran percibir el grado de concentración en esas supuestas anotaciones. Y que no se haga alguien ilusiones: un poema es fruto de una conversación del poeta consigo mismo, se dispone según el estado de ánimo de su autor, se ciñe a lo que el autor tiene como regla –que puede variar con el tiempo-. Poemas que otros tomarán, movidos por el interés, la curiosidad, harán suyos por un proceso de identificación, rechazarán o ignorarán. A no olvidar, un poeta trabaja para sí. Pero puede conmover a otros. A pocos, pero puede.
El secreto está en tornar irreconocible el motivo que originó el poema. Que el lector no logre descubrirlo, por más que se esfuerce. Si lo averigua, el poema se desinfla y cae. El poema debe ser persistente misterio, animal que huye un instante antes de caer en la trampa. Poliedro que muestra una de sus muchas caras por un momento y luego otra y otra. Árbol con innumerables ramas y raíces muy profundas, inalcanzables aun para quien dispone de herramientas para cavar.



PÁGINA 10 – POESÍA ARGENTINA

María Antonia Soave
(Mendoza/Argentina)

Violencia

Para enfrentar la violencia debemos enfrentar sus orígenes- Pte. Lula del Brasil-

la paz se ha borrado
destierro y peligro
alelada el alma no entiende
que la violencia
existe

insidiosa- pugnando por
ser más fuerte
la violencia se impone

la frustración colectiva
la niega
pero está

el dolor del hombre
es mayor cada día
porque conocemos
sus orígenes
lejanos en el tiempo
hoy presentes

en nuestro itinerario de vida
la violencia nos alcanza siempre
imagen verídica
siempre es motivo irrefragable
esperado todos los días .-

Ceguera

el mundo está ciego ante la pobreza y el hambre de los pueblos.- para enfrentar la violencia debemos enfrentar sus orígenes- Pte. Lula del Brasil

no nos faltan datos que nos digan
cómo están los países pobres
pero la ceguera está en nosotros
que no atinamos a nada
sólo a nosotros mismos

el alba llegará temprano
y nos encontrará con las manos vacías
no hemos dado lo que debimos dar
el pan nuestro de cada día
se quedó en nuestras mesas

recordemos que somos hermanos
porque tenemos la misma sangre y la misma piel
no dejemos solos a los pueblos que sufren el hambre y la sed
demostremos al mundo que de nuestra pobreza
damos aún un poco de nuestro pan
a los que tienen aún menos
que nosotros .-

No ver

vivimos infatuados de nuestra expresión
que no es más que nuestro ego
con descripciones escuetas
explica al mundo
su pobreza y hambre
pugnando - puerilmente
evitar obstáculos
que mantengan en el poder
a los grandes del mundo

pero estamos ausentes
de ellos
frustración colectiva
nos lleva de la mano
por caminos oscuros
de dolor y hambre
y
sin poder paliarlos
nos dejamos ir
hasta nuestras mesas servidas.-

PÁGINA 11 – CUENTO

El padre


Por Patricia Suárez (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Podría decir que hacía un día de sol como cualquier otro, pero en realidad llovía. Tardé en darme cuenta que llovía, porque al comienzo era una garúa tenue, invisible, lamentable, y uno siempre tarda en percatarse de esas cosas. Mi padre leía el diario con el cuidado de un exégeta bíblico. Yo estaba frotándome la espalda. A las nueve había levantado la persiana de hierro, y me había dado un tirón en la cintura (¿las vértebras lumbares?), y tal vez fue eso, lo que me hizo pensar que yo ya no era la misma de antes. Hay un francés que escribió que uno cambia muchas veces a lo largo de su vida... ahora no recuerdo cómo se llamaba el libro ni el francés que lo escribió, pero aquello me pareció cierto. El libro lo había comprado en el canje de la vuelta, al que voy porque me queda cerca y porque es barato. Cada tanto salgo, le digo a mi padre que voy a buscar una gaseosa al quiosco o unos caramelos de mentol, y me meto en el canje. Yo disfruto mucho de mirar libros. Igual, cada vez que entro me compro alguno, por compulsiva que soy y porque después de tanto mirar me da no sé qué irme sin comprar nada.
A las diez, más o menos, me puse a abrillantar unas hebillas de falsa plata. Lo hice con saña mirando el leve resplandor de ese sol cobarde e incipiente a través del blindex de la vidriera, y me hundí en la meditación acerca de cuánto nos costaría cambiar el paño del blindex porque está rajado en uno de los costados.
Hubo un momento en que me distraje: fue cuando ví a Meiners que salía a barrer la vereda. Hablo de Meiners el que le dijo a mi padre que su hijo estaría muy gustoso en casarse conmigo, aunque no se animaba a acercárseme, porque el hijo es muy tímido. No suena muy halagador, sobre todo porque el otro día lo ví entrar al Gran Rex con la rubia natural de la tapicería. Mi padre está disgustado con Meiners, yo no sé bien si porque descubrió que Bühler le hace descuento a Meiners y a nosotros no (y eso que mi padre pelea y pelea los precios, ¡si lo sabré yo!, cada vez que se pone a pichulear un precio yo d la vergüenza quisiera estar muerta y enterrada), o porque se enteró de que Meiners hijo fue al cine con la rubia natural sobrina del tapicero (hay rumores que acusan que ella es la amante del tapicero, quién se lo hubiera imaginado al tipito con esa facha de muerto de hambre que tiene ser semejante adúltero). Para colmo de males la rubia natural se llama Helga.
No es tampoco que a mí me interese algo de Meiners hijo: a mí no me interesa nadie. Una vez hice el amor..., pero ya no me acuerdo bien de los detalles, es como un celuloide que se hubiera ido quemando al pasarlo y pasarlo para verlo. Digo que no me interesa nadie porque acá es como un cascarón; yo soy invulnerable al amor, estando acá. Sólo que desde acá (el negocio) puedo verlo todo y escucharlo todo porque la gente siempre anda trayendo y llevando rumores, -y es tan cansador verlo y escucharlo todo, yo siempre me lo digo, y por eso voy, me compro un libro y leo, para descansar la mente-. Fue así (viéndolo todo desde acá) como ví el otro día a Meiners hijo meterse apresurado en el cine con la rubia natural y a Meiners padre salir a barrer la vereda.
Meiners padre es un mentiroso, ha dicho que no tiene dinero y que por eso no salda la deuda del paquete de gamuzón que contrajo con nosotros, pero hay gente -gente del barrio; otra vez los rumores (el lema del barrio es: “Cuando el río suena agua trae”, la gente lo repite a troche y moche)- que nos ha comentado que lo vieron entrar a la Bolsa de Comercio y comprar acciones de una empresa de la cuenca del Ruhr. Invierte en acciones el cretino de Meiners. Le dije a mi padre que no debería dirigirle la palabra, pero no sé si me hará caso. Cada vez que le digo algo, menea la cabeza de lado a lado.
¿Habrán sido las once? Pongamos que fueran las once. Le dije a mi padre, Papá voy a la esquina, y él me miró y meneó la cabeza y se quedó mirándome fijo con una extraña mirada de boyero a quien se le pierden los animales. Yo creo que también él se daba cuenta que yo ya no era la misma, y no me refiero, lo repito, al hecho de que me doliera la espalda. Incluso, me propuse que, en cuanto volviera, se lo iba confesar. Le iba a confesar que había tomado una decisión. Hace tanto que yo venía pensando en que tendría que decírselo, que creo que se me notaba por el brillo en los ojos, y en la piel, yo sentía que tenía la piel como florecida.
La lluvia me sacó de mis pensamientos, y apresuré el paso para meterme en la librería. Había dejado reservado un libro que se llamaba Ensayos sobre los tiempos de la tristeza, era un título cautivante, ¿cómo no iba a comprarme yo ese libro? En cuanto entré en la librería, la Librera me miró señalando el felpudo con los ojos. Tenía unos ojos raros la Librera, azules, como de gato siamés. Y era infinitamente vieja. Nadie comentaba nada de ella en el barrio (se desconocía su vida amorosa, sus orígenes, y hasta el simple y prosaico hecho de si el local era de ella o lo alquilaba), y yo, ciertamente, creía que ella era una Elegida, una Anagami que ya no necesitaba reencarnar, sólo por ser Librera y no tapicera, zapatera, o mercera, como éramos todas nosotras. En el felpudo, alguna vez, había estado escrito Welcome, ahora sólo había una pelusa rala. Cuando entré, la Librera aplaudió alegremente: ¡La chica de Maskivker!! Siempre me he preguntado cómo sería la hija de Maskivker. Son los que tienen la tienda a cuatro cuadras de acá, cualquiera de estos días voy a entrar y voy a pedir hablar con la hija de Maskivker nada más que para ver si yo me parezco a ella. Yo sonreí. La Librera me observó con enorme dulzura, me entregó el libro que yo había dejado reservado y, con su voz dulce y pastoral, me indicó: Por allá hay unos libros todos rotitos como a vos te gustan; nena, mirá que los puse a buen precio. Sonreí otra vez una sonrisa de Buddha florido, pagué y me fui. ¡Saludos a tu papá!, gritó la Librera, creída, obviamente, de que mi padre es el tal Maskivker de la tienda que vende ropa informal.
El libro se mojó un poco por la lluvia, y lo metí debajo de mi pulover. Ví dos manchas blanquecinas bajo la lluvia intensa: Meiners padre e hijo. Cuando pasé junto a ellos, el viejo ladeó la cabeza a forma de saludo (relució su diente enfundado en oro), y el hijo ruliento huyó hacia el interior del negocio. Ojalá supieran que los detesto.
Varias veces me he preguntado qué dirán de mí por el barrio, aunque no me importa lo que digan de mí, sólo que me da una curiosidad, digamos, narrativa. Los rumores, sin duda, constituyen historias, historias como las de los libros. ¿Qué dirán de mí?, pensé al pasar junto a los Meiners, ¿me verán hermosa?, ¿compararán mi hermosura con la de mi madre?, al fin y al cabo, ¿qué será para ellos una mujer hermosa? (La tía Clarita solía decir que una mujer hermosa era aquella que los nazis apartaban de los campos de concentración para su propio jolgorio. Mísero destino el de las mujeres hermosas). ¿Me verán ridícula los Meiners?, ¿me verán estúpida, porque saben que atiendo a los clientes con una cortesía más fría que la escarcha, frialdad que me lleva a perder algunas ventas?
Era el mediodía cuando volví a instalarme detrás del mostrador, y la lluvia continuaba, ejemplo de los amores constantes. Mi padre había terminado el diario, (hubo un momento en que su mirada usualmente bovina se quebró, y pareció, como el Arjuna del Bhagavad Ghita, decirme: “Traeme tus fracasos”). Luego, mi padre quedó absorto en su rutinaria letanía contra el gobierno: ¿por qué había tantos impuestos?, ¡pogroms, son pogroms!, ¿quién votó al Presidente?, ¿acaso no se dieron cuenta que era árabe y que esto iba a suceder, que iba a hacer de la tierra un califato?, pero no hay mal que dure cien años, gemía mi padre, no, no, no hay mal, (no hay mal sino oscuridad, como dice el Buda en el Noble Octuple Sendero, pensé para mis adentros mientras lo escuchaba), y, siguió mi padre, alguien ha de bajarlo de un tiro en la cabeza al Presidente, y entonces todos, el pueblo argentino, volveremos a la democracia, la democracia, que, como dijo ¿Churchill? es la peor de las formas de gobierno pero la única posible, y, igual lo decía... y... ¿Platón fue? decía también que la corrupción no está en la forma de gobierno sino ¿en los gobernantes?, y que el peor de los males, hija, decía mi padre y miraba al cielo raso -el cielo raso era su versión de entrecasa de Dios-, es que haya nacido este Arabe malo como una Araña, así maldecía mi padre. Después, a medida que recobraba la serenidad, fue hasta la trastienda, y embuchó de un solo bocado una pata de pollo y ensalada de rúcula, aunque la rúcula no le apetecía ni mucho menos sino que la engullía, rumiándola a disgusto, porque la rúcula estaba en oferta en el supermercado, y él, llevaba una conducta en la vida que consistía en comprar la mercadería únicamente si está en oferta. El espectáculo de la rúcula me desalentó. (En parte por la decisión que había tomado, me dije para mis adentros que yo podría hacer un relato -y hasta una novela entera- titulada “La Rúcula”). Al cabo, Papá, pregunté, ¿no quiere mejor que vaya y traiga unas milanesas? Mi padre me miró con el rostro desencajado. Já, resopló, si hubieras estado en la guerra bien que te habrías acostumbrado a comer lo que hay. Pero mi padre nunca había estado en la guerra. Cuando la Segunda Guerra mi padre vivía en la Colonia Barón Hirsch y el único amor de los parientes de mi padre, era, la lejana Cracovia.
Decidí no almorzar, fui y me acodé contra el mostrador y me puse a leer el libro que me había comprado. Inmediatamente me atrapó. El autor era un teólogo, al menos se preciaba de teólogo, su nombre era Gerardo Rosellón, a quien apodaban sus discípulos (el que había prologado el libro), “Gerardo el Viejo”. Rosellón elaboraba una nueva teoría sobre el enojo de Jonás. Disquiría el teólogo que era Jonás el único personaje bíblico quien, al cabo del texto, seguía enemistado con Dios. Frente a la pregunta de Dios: ¿Tanto te enojas, porque he secado la calabacera?, Jonás contesta: Sí, mucho me enojo, hasta la muerte: eran estas las últimas palabras de Jonás en el Libro. ¿Es este el enojo que vive en nosotros? Sí. El enojo de Jonás es justo, afirmaba Rosellón, porque Dios movió sus hilos llevándolo a predicar a Nínive, y abismándolo en el mar, en la barriga del pez, y logrando al final, naturalmente, que Jonás predicara. ¿Y qué es lo que reclama Jonás a Dios? El libre albedrío. (Me dije en ese instante que podría yo escribir un cuento y titularlo “La Calabacera”). De allí el origen de la tristeza, concluía Rosellón, la tristeza proviene porque Jonás ha sido impotente para elegir su propio destino. Podrá argüirse que los caminos de Dios son misteriosos, y por eso ha llevado y traído a Jonás de un sitio a otro, pero es innegable que los misterios de Dios convocan la tristeza. Y agregaba muy justamente, ¿Acaso hay seres más tristes que los ángeles caídos? El mismo pecado alentó a los ángeles caídos que a Jonás, el pecado de soberbia, el intento de decidir el propio destino. Citaba: ”En un sentido muy amplio se ha dicho que los demonios tienen todos los pecados, pues inducen a los hombres a cometer todas las maldades. En sentido propio los ángeles sólo pudieron cometer el pecado de soberbia: quisieron asemejarse a Dios, desearon ser dioses. Rechazaron la soberanía de Dios sobre lo creado y sobre sus personas. A esto se le llama soberbia. Santo Tomás exprime todavía más su argumentación: Asemejarse no significa ser igual. Los ángeles no pretendieron ser iguales a Dios. Para ello deberán perder su naturaleza, y eso no lo quiere nadie. Dice gráficamente: ‘el asno no desea ser caballo’”.
Levanté los ojos del libro y frente a mí estaba la Viuda Kofman. Nena, ¿leyendo?, dijo, ¿Está tu papá? ¿Lo podés llamar? Asentí. (Yo en el fondo siempre había creído que la Viuda Kofman quería conquistar a mi padre, en ese instante, comprendí que, al fin y al cabo, también mi padre estaba dentro de un cascarón en el negocio, y que él era, el negocio lo había hecho, sin duda alguna, invulnerable al amor). Fui a la trastienda y lo llamé. Mi padre estaba extraño. Luchaba con la rúcula y oraba.
Sr. Steremberg, gritó la Viuda Kofman con un penetrante aullidito de alegría, ¡le tengo una noticia!! El rostro de búho de la Viuda Kofman resplandecía. Se frotaba las manos flacas, con la blancura de las cigüeñas, frotaba el anillo con el rubí de su anular, para que brillara, para que resaltara contra esa insipidez, esa piel, esa nada blanca como el papel que eran las manos blancas de la Viuda Kofman. Se ajustó sobre su cintura su tapado de zorro gris, ya un poco raído, un pobre zorro de un gris enfermizo, como si hubiera atravesado un largo e inútil tratamiento contra el cáncer. Iósef, dijo cuando vió a mi padre acercarse a ella, dar la vuelta al mostrador y besarla en cada mejilla -porque así se besan en Europa, argumentaba la Viuda Kofman-, ella dijo, Iósef, querido mío, lo llamaba “Iósef”, y no José, ella seguía llamándolo de esa forma, “Iósef”, e incluso, cuando ella se nombraba a sí misma, no decía Judit, sino “Yúsuf”, se llamaba a sí misma Yúsuf Gabrilovich viuda de Schlomo Kofman, ex-zapatero. El “Iósef” que ella pronunciaba, el modo de articular Querido mío, creaba una complicidad tal como si ella y mi padre hubieran sido vecinos en Cracovia. Iósef, Iósef, jadeó la Viuda Kofman, Han visto a Hitler. Después de semejante aseveración, la Viuda Kofman no pudo menos que apantallarse con las manos. Mi padre se quedó mirándola, se limpió un diente con la uña, por si le quedaban restos de rúcula. La Viuda Kofman ingirió una bocanada de aire, se ajustó aún más su zorro gris, y prosiguió, Una enfermera, de nombre Susana (la Viuda Kofman pronunció “Shoshana”) lo vió en Esquel. Está muy viejo, y ya no lleva bigote. Ella dudó Ella es lituana. Los nazis fusilaron a su padre delante de ella, cuando era pequeña. Has visto, Iósef, uno que ha visto no puede olvidar. (¿Habrá creído Rosellón que él inventaba algo?) De modo que la muchacha ésta de Esquel, (la Viuda Kofman siempre decía “muchacha” aunque fuera una araucaria centenaria), enseguida se comunicó con el Angel de Luxemburgo, y todo está marchando.
¿Marchando?, preguntó mi padre, y de seguro que en su cabeza desfilaba Hitler como innumerables minutas que marchaban a caballo o sólo con fritas, por ejemplo, en el bodegón de la esquina. Marchando, aseveró, feliz, la Viuda Kofman. Iósef, Iósef, insistió, Ven esta noche a casa. Habrá una pequeña reunión y podremos hablar de nuestras cosas. Tal vez venga también el Rabino Rúbele Sender, Iósef, ven a casa. Pobre Rúbele, Iósef, los años están deshojándolo, ven a verlo, Iósef.
Mi padre dijo, Sí, iré, Judit, Voy a ir, por la noche; y yo ví, inmediatamente, a mi padre en brazos de la Viuda Kofman, la Viuda arropada con una bata transparente, oliendo a perfume francés de tres décadas atrás, parada sobre zapatitos de tacos chinos, y a mi padre preso entre los brazos de la arácnida Viuda Kofman. La Viuda salió, no sin antes murmurar de modo bastante audible, Volverán las oscuras golondrinas, Iósef, frase con que siempre antecedía, igual que una contraseña, a sus partidas. La Viuda se veía rebosante, podía olerse su polvo facial desde kilómetros. Se encapotó con un nailon la cabeza, el pelo blancuzco quedó aplastado, semejante al penacho de un casco. Adiós, nena, me saludó con su manita blanca, nerviosa, manita como ala de una paloma, podría decir, poéticamente, si no fuera porque creo que, como dice el dicho, nada hay más estúpido que las palomas.
Mi padre (fuego en sus ojos) me miró. Yo estaba tras el mostrador, con el libro en las manos. Rut, aulló, ¿Qué? ¿Estás empollando?
No, papá, no, dije, y fui hasta el cajón de las hebillas de falsa plata y volví a frotarlas hasta que, tenuemente, se desprendieron de su brillo, al modo de una querida que se desprende de sus pieles y sus joyas (imagen que me trajo a la mente a Helga la hetaira, la amante del tapicero y de Meiners hijo), y una vez que el brillo fue pasado, las hebillas, desnudas, dieron paso al óxido. Escondí, inmediatamente, las hebillas en el fondo del cajón.
No quise pensar en la Viuda Kofman; era una mitómana compulsiva. Cierta vez me hubo insistido con el cuento de que tenía parientes ricos en Haifa; otra vez me narró como sobrevivió la persecución nazi de 1940 a 1942 en Frankfurt un par de años escondida adentro de un ropero en al mejor estilo Ana Frank. De todos modos pregunté: Papá, ¿va a ir esta noche a visitar a esa mujer? Mi padre me miró con odio. ¿Qué?, dijo, ¿Alguien me vigila acaso, que no puedo salir? Pero no, papá, musité, le digo por la lluvia. ¿Ve cómo llueve? ¿No cree que le va a hacer mal toda esta lluvia? Después se queja de que le duelen los huesos.
Si me duelen los huesos, Rut, tomo la pastilla, sentenció mi padre y agregó, Y vos, ahora, ¿qué estás haciendo? ¿Rascándote?.
Mire, papá, dije, si usted se queda en casa esta noche, yo le cocino las papas a la Provenzal que tanto le gustan.
Rut, no te esfuerces. Vos no las sabés hacer.
¿Cómo que no, papá?, protesté, y recordé perfectamente la receta que había asimilado del sobre “Alicante” de La Virginia. (Hierva 1kg. de papas cortadas en cubitos, en agua con sal, hasta que el tenedor penetre pero no la rompa. Coloque en 1 taza el jugo de 1 limón, 1 cucharada de Provenzal y 2 de mayonesa. Revuelva hasta homogeneizar. Deje enfriar las papas escurridas y rocíelas con este preparado.)
No, afirmó mi padre.
Mamá me enseñó a hacerlas, dije, y enseguida me arrepentí de haber mencionado a mi madre.
¿Y qué?, resopló mi padre y se fue hacia la trastienda. Así fue como me dejó mi padre con la palabra en la boca y no pude decirle todo aquello que tenía pensado decirle porque ya lo había decidido y era importante para mí. Me quedé cavilando, y me vino a la mente la pregunta de Calderón en El Alcalde de Zalamea (a ésa obra la leí, entre otras cosas, porque la Librera la tenía en oferta a cincuenta centavos): “¿Es fuerza que se engendren más despacio las glorias que las ofensas?”


Habiendo terminado el libro de Rosellón no me quedaba mucho en qué entretenerme. Por otra parte, ya serían las cuatro, y en una hora cerrábamos. Calculaba que tendría que bajar la persiana de hierro y me corrían escalofríos por la cintura. Afuera llovía intensamente. La lluvia se ponía cada vez más gruesa: las gotas tenían el tamaño de los granos de arroz. Un relámpago partió el cielo en dos pedazos idénticos, y refulgió sobre las tachas y las hebillas de la vidriera, y se detuvo, el resplandor del relámpago se detuvo sobre la rajadura del blindex, apenas un instante, lo suficiente como para mostrarnos nuestra incapacidad para cerrar aquella cicatriz incurable.
Mi padre comenzó a ir y venir rezongando en voz baja palabras inintilegibles. En una de sus venidas fue cuando entró Juancito. Estaba empapado. Sacó la carga de papel higiénico de sus hombros, y sonrió. Juancito tenía más de cuarenta años -ése era el rumor- pero padecía una especie de enanismo infantil, y si uno le preguntaba la edad, él contestaba, impertérrito: Dieciséis.
Don José, dijo Juancito volviendo cortés su voz de pito, ¿No necesita papel higiénico?
¿Eh?, contestó mi padre, asombrado, y frunció sus ojos para verlo a Juancito, menudo, pecoso por la edad, arrugado, con un rollo de papel en la mano, y me pregunté, ¿cómo lo estará viendo mi padre en este momento? ¿Como a un higo o como a un fauno? Ah, pibe, gimió mi padre con un dolor en la gola, Pibe, no. No, pibe, no necesitamos. Pasá hacia el fin de semana, ¿eh?
Juancito permaneció un instante sobrecogido por la tormenta. Se acomodó un nailon sobre la cabeza y salió, sin siquiera decir Hasta luego, aunque tal vez lo dijo, y por los truenos, no se lo oyó. Lo observé hasta que cruzó la calle, pasó junto a la Sedería Rosemarie, y se metió en la tapicería. (Mi mente no pudo evitar escarnecer la imagen de Helga saliendo apresuradamente de los adúlteros brazos del velludo tapicerito para ir a atender a Juancito, que insistía con su cantinela de vender papel higiénico a toda costa).
Mi padre hizo una mueca en cuanto Juancito estuvo afuera. ¿Viste, Rut?, me dijo, Este se cree que lo único que hacemos nosotros es ir al baño. ¿Será posible?
Papá, dije, mirando fijamente la lluvia, ¿Usted realmente cree que Hitler siga vivo?
Hitler no sé, pero el espíritu de Hitler...
Sí, ya sé, el espíritu de Hitler, sí. Pero yo le digo el cuerpo, papá. ¿Usted cree en lo que le dice la Viuda Kofman? Ethel, la de la esquina, dice que la Viuda Kofman está un poco tocada. Yo no sé, papá, pero usted siempre dice, ¿no?, que cuando el río suena... Además, ¿cuántos años tendría Hitler si estuviera vivo?
Ciento nueve años con seis meses, afirmó.
¿Y le parece que alguien puede vivir ciento nueve años, papá?
Sí, Rut. Cómo se nota que no sabés nada. Hitler sí. Había hecho un pacto con el demonio.
Ay, papá. ¿Qué dice? ¡Eso se lo dijo la Viuda Kofman! ¿No le dije que está tocada esa mujer? ¿De dónde sacó que Hitler hizo un pacto con el demonio, papá?
Lo hizo, Rut. Lo hizo.
¿Por qué, me pregunté, por qué no iba a querer el asno ser caballo? Realmente, ¿por qué?


Estaban por dar las cinco de la tarde, y la jornada acababa, lentamente había llegado a su fin, y yo sentía la invasión de una melancolía como un sudor recorriéndome el cuerpo. (Recordé la definición del Buda, ésa de que el hombre es como un carro, ya que, ¿son las varas el carro?, ¿son las riendas el carro?, ¿es el caballo el carro?, ¿es la caja el carro?. Lo mismo pasa con el hombre, sentencia el Buda, ¿es el alma el hombre?, ¿son sus emociones el hombre?, ¿es el cuerpo el hombre? Pero en aquel momento yo me sentía toda de melancolía, mi cuerpo, mi alma y mis emociones, -mi caballo, mi caja, mis ruedas, mis riendas, mis varas, la madera que compone mi caja y el hierro de mis rayos, todo melancolía, todo tristeza, ¿para dónde debía disparar aquel carro mío?-).
Papá, comencé, y me trabé, hubo un momento en que decidí no decirle nada y callarme para siempre, pero después me dije que si callaba, mi padre me iba a espetar con su voz socarrona: ¿Qué pasa, Rut, te comieron la lengua los ratones?, y hasta era posible que le fuera con el cuento a la Viuda Kofman, (¿Sabes, Judit? Mi hija me esconde cosas, mi propia hija, ¿te das cuenta, Judit?; y la Viuda Kofman, retocándose el rojo grave y displicente de la pintura de sus labios, agregaría, Iósef, ¿qué quieres? Cuando la gata se lava..., y al fin llevaría la Viuda Kofman las manos a su escote, y hundiría allí un pañuelo perfumado, entre sus senos, sí, como quien oculta una presa rapiñada), y yo no toleraba la idea de que la Viuda Kofman se inmiscuyera en nuestros asuntos. Así que junté coraje, y agregué: Papá, ¿sabe?, me voy a ir. Del negocio, quiero decir. Me tengo que ir, papá.
Mi padre no me miró, sino que sacó el dinero de la Caja y comenzó a contarlo. Los billetes, al pasar por sus dedos, sonaban como pisadas de un Regimiento derrotado y enfermo. Sin levantar los ojos, me dijo: ¿Ahora, Rut, con esta lluvia?
Sí, papá, contesté. Me tengo que ir, ¿entiende? Alguna vez, al fin y al cabo, me voy a tener que ir de acá, ¿no le parece?
Mi padre se encogió de hombros, y el fulgor de un relámpago iluminó los tendones que unían los brazos de mi padre con su tronco y su cuello. Yo transpiraba. El negocio se había puesto azul, por la penumbra de la calle, y porque mi padre no quería que yo encendiera los fluorescentes, para ahorrar y que el impuesto de la luz no llegara tan caro. Un gato saltó de la tapia de los Meiners y cruzó la calle hacia nuestro local. Gimió, Ralf, en la puerta, y huyó. Ese gato estaba perdido. Para mis adentros dije, ¿Adónde carajo se irá a meter ese gato? Y después pensé, Ha de ir a buscar al tal Ralf, por eso debe correr. La sombra del gato huido, una pavesa, duró un segundo. Los autos que iban por la calle encendieron los faros, y la lluvia se volvió diluvio, y el portero del edificio de enfrente salió, encapotado de vinilo amarillo, a desagotar de basura una alcantarilla.
Mi padre dijo: ¿Adónde vas a ir, Rut, que estés mejor que acá? Él me contestó eso, pero ya era tarde. El sonido de la voz de mi padre llegó tarde, llegó en forma de vibración y no de voz, de puro sonido rotundo, y yo no le dije nada. Me vino a la mente Jonás, y me pregunté cómo sería Nínive con los ciudadanos gimientes y arrepentidos, y como sería el puerto de Tarsis, adonde Jonás se embarcó para huir de Dios, y porque se creía que el puerto aquel era el fin del mundo.
Las luces de la calle se encendieron automáticamente, para aumentar la visibilidad, y el olor del ozono se extendió por la ciudad como un bálsamo, y pensé, Todas mis heridas habrán de curarse, Claro que sí, Todas mis heridas habrán de cerrarse, y escuché una algarabía de maullidos a lo lejos, y miré, penetrantemente, a ver si encontraba el sitio de donde provenían aquellos maullidos, el sitio, el sitio, y me topé, de pronto, con la mirada bizca fija en mí, la mirada de la rajadura enhiesta del blindex de la vidriera, y temí, entonces, apenas por un momento, que la lluvia no terminara nunca de caer encima del negocio, encima nuestro.

PÁGINA 12 – ENSAYO

Distribución de sentidos en la escuela argentina


Por Fanny Trainer (Rosario-Santa Fe/Argentina)
fantrainer@hotmail.com

Las crisis suelen ser tiempos de trastrocamientos medulares en el seno de las instituciones que conforman, desde algunos puntos de vista, el andamiaje y articulación de una sociedad determinada. Por lo tanto, se abren espacios controversiales sobre el tema de las funciones y objetivos institucionales.

La escuela como institución de hoy ve tambalear su “indiscutida imagen histórica” a la vez que intenta crear una más acorde a los tiempos de “turbulencia”. ¿Cómo puede la institución escuela reposicionarse en este escenario de cambios?. Las respuestas no son tan espontáneas ni tan improvisadas, pero sí podemos intentar una mirada sobre la diversidad de sentidos en el contexto mencionado. Entendemos por sentido a la misión de la escuela. Cuando hablamos de finalidad-misión, pareciera que surge con claridad que la escuela tiene una misión: educar. Sin dudas que esto es así, lo que no queda del todo transparente es qué entendemos los diferentes grupos sociales por “educar” y ni hablar de lo que expresan las diferentes ofertas educativas, planes, reformas y/o políticas educativas al respecto.
Intentamos configurar un mapa aproximado de los diferentes sentidos de la escuela argentina.
No es tarea sencilla sistematizar la heterogeneidad de sentidos que existen hoy como ofertas educativas dirigidas y basadas en los intereses socioeconómicos y culturales propios de las expectativas de vida y futuro de los diferentes grupos sociales que habitan este querido suelo austral que llamamos Argentina.
¿Cómo transitar por senderos abiertos?, ¿cómo reflexionar sobre la distribución de los distintos sentidos sobre todo cuando el futuro se nos presenta difuso y esquivo?. Quizá sea necesario descubrir el perfil propio de cada institución, su identidad basada en sus propios objetivos institucionales. Objetivos que se vinculan con las expectativas de los diferentes sujetos-alumnos con los que trabaja, sus familias y las condiciones socioeconómicas de los mismos.
Frente a los problemas existen múltiples respuestas o hipótesis. ¿Surge la posibilidad de que exista un sentido único?. La escuela argentina es heterogénea e impone una diversidad de ofertas educativas de acuerdo con los diferentes sectores sociales. Un ejemplo son las escuelas de elite que recrean la simbología exitosa del empresario cosmopolita y triunfante en un mundo fuertemente competitivo. Perteneciente al mismo grupo social, están las escuelas cuyo sentido es buscar la preservación de las tradiciones, las jerarquías sociales y su linaje.
Con respecto a las clases medias, las ofertas educativas se dirigen a recrear un futuro de clase media revalorizando el nivel superior con inserción laboral prestigiado (carreras tradicionales). Al mismo sector se le ofrece una educación de posibilidades culturales futuras amplias, con la oferta de carreras cortas, títulos terciarios y títulos intermedios cuya finalidad laboral son los emprendimientos y el desarrollo de trabajos técnicos alternativos (se limita la entrada a las carreras tradicionales).
Por último, existen las escuelas que viven en los márgenes de la sociedad cuya oferta se basa en la asistencia material y pedagógica. El sentido principal de las mismas es la de ayudar a la comprensión y convivencia entre pares sin incluir la posibilidad futura de cambiar la vida de los alumnos; es decir, su sentido es el de consolar, asistir y escuchar.
Esto desde el punto de vista de las instituciones. Cuando interrogamos a alumnos, padres y docentes vimos con claridad que las aspiraciones de ambos se encuentran acordes con las propuestas institucionales que responden a sus expectativas existenciales. Esto complejiza aún más el mapa de la distribución de sentidos en la escuela argentina.
Deducimos, entonces, que las instituciones educativas son fieles interlocutoras de los referentes familiares y sus demandas de intereses, lo cual orienta, en general, el sentido de cada institución. Inferimos, por lo tanto, que no existe un sentido único en la educación argentina.

PÁGINA 13 – CUENTO

A precio sin competencia


Por Enrique M. Butti (Santa Fe/Argentina)

Las sesiones de ascendentalismo tenían lugar en un galpón que al principio había sido un degolladero de gallinas y después el depósito de unas telas que en poco tiempo de estacionamiento y equivocado apresto se habían cargado de un aura tan maligna que se quebraban como papel y que hubieran terminado irremediablemente destruidas por inservibles si no hubiese llegado el que sería el Pastor Jonás y por casi monedas comprara esa partida de toneladas y toneladas de lienzo blanco sin querer revelar qué uso podía darles, negándose incluso después de concretar la operación a pesar de la insistencia intrigada de los vendedores, sobre todo cuando apareció poco después con el suficiente dinero como para ofrecer la compra del terreno y el galpón a los empresarios en bancarrota, y colgar el cartel que resplandecía: "Escuela Pastoral Ascendentalista", aún antes de que en el interior del local se perdiera el olor a almidón y algodón atacado por los hongos, debajo del que rondaba todavía el tufo acre del alimento y excremento de los pollos que durante años habían marchado en filas interminables al matadero.¬
De los compinches del barrio, el primero que quedó enganchado con el Pastor Jonás fue Delmiro, que era albañil y que trabajó en las refacciones del galpón y ayudó a clavar e iluminar el cartel, y que un día al atardecer quedó solo en el interior vacío y ya limpio, y el Pastor le dijo que con las obras y las construcciones sucedía lo mismo que con el cuerpo del hombre, que no bastaba asear y perfumar la carne, y entonces le pidió que le ayudara a exorcizar los malos espíritus y el sufrimiento que habían quedado impregnados entre esas maderas y ladrillos y chapas de cinc, y comenzó con sus rezos, salpicando el local con el líquido morado que se coagulaba en un balde que sostenía Delmiro y en el cual el Pastor embebía su aspersorio, hasta que sucedió lo que Delmiro no se cansaba de contarnos, más con un fin proselitista que para explicarnos su conversión fulgurante y definitiva, más que para contestar a nuestras burlas para convencernos de que cada cual arrastra sin saberlo una procesión de desperdicios y de cadáveres.¬
En verdad, cadáveres, de carne y hueso, no escaseaban en la zona, acribillados. No el de Delmiro que murió de enfermedad natural pero sí el del Negro, a quien el peso del plomo ya no lo dejó levantarse, sin que pudiera acusarse a Delmiro, que había fallecido varios días antes, a menos que quiera considerarse que el amigo muerto bajara a castigarlo por no haber querido entrar al templo siquiera para despedirlo en su velorio. Acribillado, el Negro, sin que acabara nunca por saberse quién fue el asesino ni nadie se interesara por indagar ni hacer otra cosa que no fuera rezar por él en el galpón, ya que a pesar de que se trataba de un descarriado incorregible el Pastor le dedicó una sesión para que con plomo y todo su espíritu pudiese despegarse y volar libre.¬
Pero antes de eso el Negro había intentado hablar con quien era como un hermano, criados y crecidos juntos peleando contra la hostilidad del mundo, y había ido y le había dicho algo así como "Delmiro, ¿en que andás metido? Hay quien dice que no sos ajeno a las barbaridades que están sucediendo acá alrededor", y Delmiro, con demasiada reticencia como para atribuirle simple y llana locura, le había expuesto al Negro la doctrina ascendentalista del Pastorcito Jonás acerca de la guía inequívoca que pueden procurarnos los muertos si somos capaces de convocarlos y obedecerlos. Y sobre cómo obedecer esas órdenes bajo la guía de los espíritus puede llevarnos sin peligro ni culpa más allá de la justicia y de las leyes humanas, entrando en particulares acerca de la forma con que se ejecutaban las condenas decididas por los Justos Ascendidos, sembrando rastros de droga alrededor de la víctima para que la policía o quien fuera, suponiendo que a alguien se le ocurriera investigar, pudiese despachar la interpretación de que esa muerte era una más en las rencillas entre traficantes traicionados y traicioneros.¬
Al principio Delmiro y su familia habían sido los únicos en concurrir al templo los jueves y los domingos a la hora de los servicios que anunciaba el papel pegado en el portón, pero poco a poco el Pastor Jonás ganó adeptos en el barrio y en el bajo repartiendo bolsones de ropa y comida entre los más indigentes, y cuando nos quisimos dar cuenta los únicos que terminábamos burlándonos de la servil santulonería de Delmiro éramos el Negro y yo, yo sintiendo cómo me aumentaba el desprecio por esa manada de pobre gente impelida a creer que los muertos estaban esperando que los vivos los liberaran de la inmunda materia y a soportar horas de invocaciones, todo con el único fin de llevarse a su casa una bolsa con fideos y harina de maíz y pañales, a lo que Delmiro volvía a reprochar mi ceguera y volvía a contar el episodio de su conversión, cuando había quedado solo con el Pastorcito y después del largo rito de limpieza del galpón salpicando sangre a los cuatro costados había oído cómo de golpe, en un huracán ensordecedor, se alzaban los chillidos de los miles, de los millones de pollos y gallinas que años atrás habían sido degollados en el lugar.¬
Pío pío, quiquiriquí, cantaba el Negro cuando lo veía aparecer, y yo: "¿Qué reparten hoy, leche en polvo vencida, zapatos usados?", y Delmiro, sonriente, beato, o alguna vez también airado, con los ojos relampagueantes, nos respondía con esas oscuras maldiciones de los profetas, tipo "Y verás a tus aliados engañarte porque vives engañado", con un furor malsano que no sólo era de la locura que le atribuíamos sino de la enfermedad que a ojos vistas lo consumía y que terminó por dejarlo casi sin nada que ofrecer a los gusanos debajo de la mortaja en la que lo envolvieron para velarlo en el templo, el día en que discutí con el Negro acerca de que no era cuestión de negarse a entrar a despedir por última vez a un amigo.¬
Pero cuando Delmiro aún andaba ahí, esclavo del Pastor, y yo más enfervorizado lo contradecía con los argumentos que me procuraba mi iniciación en la conciencia política, un día el Negro viene y me cuenta que había ido a verlo, decidido a hablarle como hermanos que se han criado juntos, y Delmiro le había revelado cómo los muertos guían el brazo de los Justicieros Ascendentalistas, salvándolos al mismo tiempo de la inepta justicia humana, y se había preciado de que su amo ya no fuera sólo un pastor religioso sino también el caudillo del barrio, con ascendencia por toda la ciudad y en las esferas de gobierno, y había terminado por insinuarle me advirtiese que mis opiniones no le gustaban a nadie y que me cuidara porque no era tiempo de andar jugando con fuego, y yo me reí, y el Negro dijo que la cosa no estaba para bromas, que debían ser ciertos nomás los rumores de que Delmiro era el brazo ejecutor de las desgracias que le ocurrían a quien osara oponerse al poder del Pastor Jonás, como había sucedido con el incendio de la casa Evangélica que regenteaban unos yanquis imberbes en el bajo, o el ataque que había alejado a los intelectuales del centro que venían a enseñarnos doctrina política en la biblioteca de la vecinal, o los incontables ajustes de cuentas que habían cundido últimamente entre traficantes.¬
Y después terminó de consumirse, Delmiro, y yo pensé que no era cuestión de andarse con pamplinas y entré por primera vez en el templo tras discutir con el Negro, que se demostró empecinado hasta el límite de negarse a despedir a su casi hermano, y ahí estaba Delmiro expuesto sobre unas tablas, fajado como una momia ya reducida, y llegué justo cuando el pastor liberaba su espíritu, que se elevó candente como una llamarada, pero que antes de irse bajó a revolotear a mi alrededor y quitarme la ceguera y conducirme firme de la mano durante días hasta encontrar la mejor oportunidad para procurar la salvación eterna del Negro y, a la vez, conquistar la confianza del Pastorcito gracias al cuidado con que sembré rastros de droga en los bolsillos del irredento por si a alguien se le ocurría investigar, procurando de paso mi propia salvación, no sólo de mi espíritu liberado finalmente de lastres sino también de mi materia al encontrar por fin una ocupación laboral cierta y efectiva en una de las empresas del Pastorcito Jonás, la que se ocupa en confeccionar y ofrecer mortajas de fina tela blanca almidonada a un precio sin competencia en toda Sudamérica.¬
(Editado en “La daga latente (9 cuentos casi policiales)”. Ediciones Colihue, Buenos Aires, 2006).

PÁGINA 14 – POESÍA ARGENTINA

Rubén Eduardo Gómez
(Comodoro Rivadavia-Chubut/Argentina)

Plaza del Carmen

(hecho ese capullo)

¿de qué esta hecho
ese capullo?
¿esponja de sol
sumiendo la luz a su seno?
¿de qué
esos pétalos que absorben
espacio y tiempo?
ay ese capullo
como una brisa
en los agujeros negros
que se lleva también
el viento / el mar / el cielo
¿de qué está hecho
ese capullo?

(qué ese capullo)

¿de qué?
¿acaso del propio fuego
del ardor y el celo?
¿de qué?
¿de dónde viene
su perfume que quema y marea
con su propia voz?
ay ese capullo
brasa en la arena
y los vidrios entonces
rompiendo la luz
quebrando la sal
burlando a la luna
¿de qué ese capullo?

(capullo muy rojo)

envolvía capullo muy rojo
tan rojo que
envolvía pero si
cuando lo había pensado
y lo dejó de pensar
rojo siempre y se movió
tan grato era irse
ese cauce remolino
devoró rojo
lo que dio y mas
de lo que supo
muerte chiquita
última y roja
y el grito



PÁGINA 15 – CUENTO

La bruja…


Por Sonia Catela (Ceres-Santa Fe/Argentina)

Durante la limpieza general de la casa que habitaría de ahora en más, halló la extraña lámpara. Por su forma miliunanochesca le recordó la de Aladino y la frotó con la gamuza; inconscientemente formuló un pensamiento: siempre había querido tener una cabellera llamativa, a lo Verónica Lake, no la rala pelambre que poseía. De inmediato se quedó calva. Su melena había desaparecido por completo, de su cabeza, de la habitación, del mundo; ni una hebra daba fe del jopo que había portado en lo alto de su testa. Después de un examen de lo irreparable, exigió a la lámpara la inmediata compostura del perjuicio. Con teatral fogonazo, decenas de pelos se estrellaron en el piso, los muebles, las arañas, los vidrios de la ventana y los grifos de la pileta. Furiosa, demandó la devolución a su lugar de la corona capilar: los cabellos desparramados se reagruparon y aparecieron, sobre su cabeza, en forma de artística peluca. A partir de ese momento, con recelo, enunció, a modo de test, peticiones insustanciales: que se limpiasen los vidrios de la ventana, que lloviera cinco milímetros; todo en vano. Evidentemente, la lámpara concedía —de manera antojadiza y contradictoria- nada más que tres requerimientos por persona. Y los otorgaba con signo contrario al de su formulación. La sepultó dentro de una cómoda. De allí la saca cada vez que vienen a su casa visitas a las que selecciona previamente con todo cuidado; las invita a frotar la lámpara y formular tres deseos, lo que más anhelen en la vida.

PÁGINA 16 – COMENTARIO DE LIBROS

Jugar al borde
(a propósito de Extraño barco de papel de Pilar Romano)

Por René Rodríguez Soriano | © / mediaIsla

Todo el tiempo tuve la tentación de arriesgarme más allá, pero
la mirada vigilante de Amantina y mis hermanas casi siempre me mantuvo a
raya. Cuánto añoro aquellas tardes de domingo, soltando al aire
los mil potros de la emoción y la alegría con mis primos, que
vivían ahí juntito al río. Al final, regresábamos con la
ropita dominguera hecha mugre y más de un raspón en codos y
rodillas. Eran otros tiempos, tiempos a los que casi siempre vuelvo
cuando me interno en las páginas de un libro como este Extraño
barco de papel (mediaIsla-lulu, 2008) de Pilar Romano, nave pirata que
me ayuda a asaltar todos los sueños y aventuras que por tanto tiempo
reprimieron, vigilantes, las severas miradas del estado mayor conjunto
de los tíos, las hermanas y todo aquél que entraba o simplemente
pasaba y saludaba, ladeándose el sombrero o inclinando una rodilla
como símbolo de respeto o familiaridad.
Vivíamos a la orilla del camino; más allá, donde el verde
comenzaba a perder su nombre y a con-fundirse con el variopinto y casi
estático trotar de los novillos y potrillos, estaba el otro río;
otro mundo de emociones y desquicios para nuestros juegos y correteos.
Allí no había barrancos ni pendientes, al otro lado del cristalino
rumor del arroyuelo estaban los limones y las ginas. Ahora vivo junto a
la laguna, camino alrededor de la laguna y se me van los ojos tras las
ondulaciones que, en su ir y venir de uno y otro lado, dejan los patos
en los espejos del agua.
Todos tenemos un tramo del camino al que más de una vez nos
gustaría retornar, todos quisimos encumbrar hasta casi las nubes
cometas multicolores, o cambiar de aire, de paisaje; a ello precisamente
nos invita Pilar en su inverosímil artefacto, que tanto nada como
vuela cargado de significados y alusiones. Pleno de vidas, de espejos
que se contraponen y se reflejan, multiplicándose en nuevos seres que
se proyectan y nacen y se encuban en otros y otras situaciones que
ocurren a contrapelo de las mil historias que se generan alrededor de
una serie de personajes vivos, entrañables y únicos.
No es necesario sacar visa ni comprar boletos en puerto alguno para
viajar un largo trecho en este apacible y embrujante viaje para conocer
las travesuras que urden los primos con el fin de acabar, de una vez por
todas, con las ineludibles y tediosas reuniones familiares de las tardes
de domingo; o las argucias de las que se valen un grupo de amigas para
convencer a la más retraída y contrahecha del grupo de convertirse
en la reina de la fiesta en una concurrida competencia de baile en plena
plaza de sábado por la noche; o rozarle y perderse ensimismados en la
negrísima y sedosa piel de Elka, la gata más coqueta de Corrientes
y sus alrededores o, simplemente, conocer a una mujer llamada Ignacia
que, aunque su rostro de palabras arda en piras de la desilusión y el
desengaño, siempre reaparece en los scanners y los discos duros de
las computadoras de una autora que nos lava y redime en blancas pompas
de algodón o espuma… sin forzaduras, por el simple gusto de
sacarnos del tedio, de volar sin pasaporte.
Con precisión de entomóloga, de araña que va tejiendo y
enlazando imperceptibles hilos, Pilar traza una ruta que se bifurca y
reproduce en cientos de senderos que se pierden y se encuentran llenos
de significantes; adolescentes deshilachando a manos sueltas las plazas
en medio del verano. Historias cortas, juguetonas, intensas,
vertiginosas, llenas de música, de cadencia y pasión que danzan
sin malicia al filo de la imperceptible línea que separa lo real de
lo deseado. Sus personajes, traviesos lirios que, cándidos y
erguidos, se anticipan a la primavera y la sobreviven paridos de matices
que se rebelan contra la chatez de un orden que, a fuerza de plomo y
dogmas, quiere hacernos ver un mundo amorfo, encapotado y gris.
Hay que escribir al borde, leer al borde; el vacío no existe, ni
siquiera la ilusión que lo alude. Cruzar la línea es liberarse. Y
la literatura, el arte en sentido general, entre la opción de disecar
o inventar, se encuentra frente al gran dilema de repetir o de crear.
Pilar Romano optó por lo segundo: dejar que le galopen potros en las
venas; multiplicarse y desbordarse, sin vértigo ante el cambio; dar
riendas sueltas a la energía, el gozo eterno, que permite ver el
mundo —no como es— sino como podría ser. Sobre la alfombra
mágica de la imaginación, en su Extraño barco de papel, nos
abre una ventana para que —a través de ella, no con ella—
veamos más allá de donde la burocracia chata y lironda nos permite
y remite.

PÁGINA 17 – CUENTO

Contramaestre, mar y viento


A mi padre: Dn.Wietze (Guillermo) Klass (Claudio) de Boer

Por Miguel Angel de Boer (Comodoro Rivadavia-Chubut/Argentina)


El mar alguna vez se le prendió del costado, haciéndolo vicioso de horizonte, tiempo después de haber aprendido, en el campo, a disponer del paisaje. Tal vez por eso tenía los ojos tan profundos, de sal, de tiempo y de distancia, éste hombre del que estoy hablando.
El mar es un conquistador de espíritus. Estemos cerca o lejos, siempre nos alcanza. ¿Cómo entonces a él no lo iba a encadenar con sus anclas de ausencia?
Casi toda su vida le dio el contramaestre, en el vientre salobre y desnudo del muelle, donde olían los barcos a petróleo y se esparcían, entre las nubes, los cuentos y las carcajadas.
¿Cómo dudar entonces, que le dolió el descanso, que odió que lo jubilen, que le quitaran lo suyo, esa dulce poesía que le encontró al trabajo?
Pero disimulaba. Hablaba de libros, sueños, hacía proyectos, se la pasaba contando. Pero ¿Quién no lo sabía?¿A quién le cabían dudas que mucho del gigante estaba templado en algas, en mangueras y viento, ese mismo viento que, de joven, solía acompañarlo cuando recorría leguas al galope para ver a su amada?
Hay una forma antigua de ser grande, hay algo que llevan estos tipos que crecen por dentro, un modo de juntar los pedazos de su vida y las arman en esa mezcla rara que llamamos alma. Y eso asoma. En la locura de treparse a las torres, de pararse en las proas de las lanchas burlándose de las tormentas, danzando, de no frenarse nunca ni con la edad ni con nada, menos aún si de ayudar se trata. Le salía por los poros al grandote tozudo e ingenuo. Convencido que la vida era para vivirla y que Dios estaba de su lado pasara lo que pasase.
Por eso, hasta la muerte, cuando vino a tumbarlo, tuvo que pedirle permiso, invitándolo respetuosamente a subirse a su coche de gusanos y olvido. Y sólo porque él aceptó, ya cansado, pudo llevarlo. Ya había fracasado otras veces, sabiendo con quien se enfrentaba, mientras él se divertía, jactándose con sus anécdotas, riéndose, aún de las penas.
Por eso es preferible no decir nada. Es mucho tamaño, mucho esfuerzo para poder apreciarlo con palabras.
Por eso mejor callarse y recordar al hombrón en silencio. Así no queda el vacío, sino el amor que él nos dejó por siempre. Eterno.

PÁGINA 18 – POESÍA AMERICANA

Raúl Henao
(Cali-Colombia):

En voz alta

“Quemar no es contestar”
(Gerald de Nerval)


Aquella noche el viento llamaba a mi puerta
con nudillos de recién nacido

Sentía un vivo deseo de correr al trotecito

Me veía en el espejo relinchando como un caballo
al que se patea en los ijares.

En las calle miraba el rostro de la gente
caras vacías a las que el espectáculo
prestaba algunas de sus luces

Creía reconocer en ellas a personas que me habían
sido familiares hace mucho tiempo

A duras penas evitaba saltar al cuello
de quienes pasaban a mi lado

Vi caer un paracaidista disculpándose
con la mejor sonrisa

Una y otra vez preguntaba por la dirección
de mi casa olvidada bajo llave

Arrastraba los pies con exagerado amor propio
daba un paso y otro

De repente me encontré subiendo las gradas
de un inmenso estadio desierto
Hablaba en voz alta en voz alta.

El hambre

Mientras miraba fijamente las vueltas que daba un pollo
en el asador
Advertí que a pesar de poner todo empeño de mi parte
no podía cerrar la boca.

Afortunadamente había pasado desapercibido para las personas
Que a esa hora acostumbran pasearse
A lo largo de la calle.

Cuando tocado por la curiosidad alguien se detuvo
A mi lado y echó una ojeada

Luego con el aire del domador de circo que mete su cabeza
En la boca de un león, introdujo la suya en mi boca
Y volvió a sacarla al parecer sin ningún desperfecto.

Sólo en la expresión avergonzada de su rostro
Se adivinaba que acababa de perder la cabeza.

El azar de tus pasos

El azar de tus pasos por el que tomas
cada vez mis caminos

Cada vez que vuelves el rostro
hecho de un fino hilo de agua

Endulzas tus palabras guardadas
para los días de fiesta

Corteses como damas de compañía
en el mirador de un hotel

Cuyas escaleras mareadas jamás prestaron
su mano a otra boca más roja

Ramas con azulejos tus cejas
bajo las que corres
una armadura de cota de malla

He visto como olvidabas tus ojos
en la porcelana de sol:

Leche derramada en la mesa de noche

Pero nunca dejabas de preguntarle
a una rosa abandonada en tu escote

Parte de su encanto consiste en borrar
de tu mirada otro paisaje

Vueltas a encontrar tus horas
en un reloj de arena

La ceguera tiene salas para jurar
en vano que mientes

Si dices que despiertas para los que sólo
sueñan que despiertan.

Alborada

¿Es una fuente o una muchacha
desnuda
la que ese viejo alcornoquero
persigue en el descampado
del parque?

Un tribunal de helechos
parece agolparse
en la galería al aire libre
Mientras alrededor
del ruinoso estanque
Algún visitante ocasional
Cae en los hermosos brazos
de la bruja albina
siempre a horcajadas
de la ventisca mañanera.

Yo soy ese arrobado comedor de opio,
la sal en la taza de té.

El apagón

Los rojos san juaquines florecían
A mi paso

Arriba la nubes, blancas
Paredes
De mil pies de altura
Por las que me veía volar tosiendo
Como un aeroplano

En cambio, parecía que la gente a mi lado
Pataleaba sobre la cabeza de un calvo

Ponían mi emisora favorita

Y me encontré silbando las letras
De una canción.
Al oído de la encopetada dama
Que tomaba el té en mi compañía.

Fue entonces cuando corrió el rumor
De los apagones

Desde el salón miraba la negrura
De la calle cubierta de gigantescas
Hojas de periódico.

Alguien trepaba sobre mis espaldas
Y sobre las espaldas
Del que se trepaba a mis espaldas

El último en subir prendió una cerilla

...Usted, usted se fumó el sol
Me gritó desde las alturas.

Para Carlos Bedoya.

Damas de luto

La noche del sábado arrimaban a mi mesa
una botella de brandy y dos mujeres de luto.
Era muy negra, muy negra ese día mi estrella.
fuímos a un teatro de pacotilla
donde había la escalera a la luna de un pintor
que sacudió un tarro de pintura
en mi solapa.
El villano que paseaba en escena
las narices puestas en el escote
de las damas de luto,
me miraba a la salida
desde el espejo empañado de la taquilla.
Se hicieron gárgaras mis palabras de amor
y tomé el primer taxi a la vuelta del teatro,
mientras la luna escupía huesos de fruta a mi paso
y el viento en las esquinas, pasaba lista a la aurora.

El circo de los enamorados

Abril huye en traje de noche en el café del desvelo
Encaramados a las lunas de escaparate
Al escaño trastabillante del escenario nocturno
Los músicos de la orquesta
Llevan enchapes por bigotes
Flores de papel en el ojal
Pecheras almidonadas donde se estrellan
Botellas de champaña.
En ese frente desmantelado del sueño a la vigilia
Se toman por asalto los enamorados
Para desajustarse escotes y corbatas en público
Para desvestirse los senos encabritados
En las propias marmóreas narices del alba
Arribando con todas sus luces disparadas
Sobre la insomne clientela del amor
Arrumando las jaulas de un circo que parte
A la entrada del día.

La realidad y el deseo

La tarde arrastra una banda de música
Tras los faldones del viento.

Súbitamente delante de mi vista
Una alada pareja de baile
Persigue las notas otoñales
Del acordeonista solitario
Al fondo de la alameda

Un ciego trastabillante
Bajo la lluvia
Aparece en el parque dominical
Al paso que la estatua
De mármol de mi pensamiento
Pierde su última hoja de parra
Al avecinarse el anochecer.

Pasaje al desamor

En la percha de septiembre se abrigan
Las golondrinas del desamor.
Una mujer del signo de la balanza
Desaparece en la luz hiriente
De un espejo ilusorio
Tras abandonar
Su heráldica, nostálgica
Zapatilla de ballet,
En la sala de baile desierta.
Prosigue a solas el pianista del invierno
Su melodía cristalina, guirnalda de agua,
A la salida de un pasaje comercial de la ciudad.

El olvido

Cerca al desposeído al desamparado
El olvido pasea sus muertos
Insepultos entre la niebla
Cruza el sordo la calle
A brincos la sangre le hace señas
En el espejo de la mañana.
Y no hay un árbol a la redonda
Donde poner un nido de pájaros
Una sola nube donde acampar al sol.

El olvido pasea sus muertos insepultos
Cerca al desposeído al desamparado.
El sordo cruza la calle.
Entre la niebla acampan los pájaros
Porque no hay un sol donde poner una nube
Un árbol donde borrar
La sangre a cántaros de la madrugada.

PÁGINA 19 – CUENTO

La misión


Por Delfina Acosta (Asunción/Paraguay)

Tenía doce años. Empezaba a encontrar natural despertarme acosada por un pensamiento. Entonces me levantaba de la cama y me dirigía al gabinete.
Allí escribía. Qué sé yo cuántas dudas escribía, pues - ciertamente - anotaba dudas. Tarea ardua para una niña que debía estar en su lecho durmiendo, ya que era plena madrugada y hacía un frío espantoso. En el callejón del pueblo silbaba casi siempre un viento que obligaba a los perros callejeros a meterse debajo de los autos abandonados.
Durante el día solía permanecer huraña.
- ¿No vas a lavarte los cabellos?
- Solamente un baño.
Mi existencia había tomado un rumbo literario. Cuando el sol se ponía y los elementos de la naturaleza inclinaban con rigor a los sauces del cementerio, me apuraba la necesidad de escribir.
- Estás mal de la cabeza mi niña - me decía la nana, disparándome unos ojos asustados.
Pues claro que sí; que me sentía enferma, yo lo sabía.
Por otra parte, ¿qué trazador de versos en letras itálicas, no cae en la cuenta de que su cabeza suele ser invadida, repentinamente, por cientos de langostas?
Escribía por la tarde. Al menos había logrado ajustarme a un horario que no fuera motivo de gritos por parte de mi padre, quien al ver la luz prendida en el gabinete, perdía el sueño nocturno y se levantaba frecuentemente a orinar.
Una tos seca me acosaba.
Mi madre me observaba con lástima; sabía que no podía hacer nada por mí, salvo partir en dos mitades perfectas un comprimido de meprobramato, que hacía que tomara con agua.
Bajo los efectos del tranquilizante, me libraba del tormento de la escritura inmediata y del presagio de futuras escrituras escabrosas.
Mi caligrafía ilegible revelaba el ánimo furioso del mar, que era, a veces, con su sonoridad vespertina, la causa de mis momentos de nerviosismo.
Escribí veinte historias sobre el mar.
Pero también sobre un jardinero, que enterraba gatos recién nacidos debajo de un rosal amarillo, mientras la dueña de la casa, una anciana jorobada, los andaba buscando por el corredor y las habitaciones.
Cierta vez escribí sobre una mujer delgada y hermosa, que había salido a la calle, a la medianoche, con una alcuza en la mano. Llamaba a sus mininos perdidos con voz de bambú; las ventanas de las casas del pueblo se abrían de par en par y se asomaban los vecinos.
- No son horas de andar gritando - le decía una señora, que daba de mamar a su niño.
- Gatos malditos. Si los encuentro los mato - gritaba la mujer de la alcuza.
Escribir se hizo parte invasora de mi vida. Y también tomar pastillas. Don José, el farmacéutico, me preguntaba a menudo cuándo publicaría mi libro. Yo sabía que el libro tendría que salir alguna vez. Pero aún debía definir el argumento de la moza que se había fugado con el gitano. Es más. No estaba segura de la historia. Jamás me convencieron las fugas. Y en esa indecisión batallaba.
El boticario me admiraba. Él también escribía. Como compraba la medicina a crédito, me sentía en la obligación de escucharlo hablar sobre su libro.
“Penumbras en el ártico” llamaba él a su obra. La cosa es que no sabía decirme ni dos renglones de ella. Mientras envolvía mi medicina recitaba alguna poesía de Amado Nervo. Y luego, como si el poema fuera de su autoría, me preguntaba con un suspiro de satisfacción: “Y, ¿qué me dices? Terrible, ¿no?”
Yo sabía que me estaba enfermando en serio. La obra crecía, se agigantaba, a costa de mi salud. Tenía la impresión de que el mar, la moza de los hermosos cabellos negros enamorada del gitano, los mininos de ojos relampagueantes y extraviados, todos, estaban metidos en mi gabinete.
Mis ojeras me delataban.
- Pero si estás muy mal - me reclamaba mi nana.
No podía parar. No debía dejar en eterno extravío a aquellos mininos. Alguien tenía que detener a la mujer con la alcuza en la calle. El romance de la moza de ojos airados y pelo renegrido merecía un perfecto final.
Todo era demasiado para mí.
Hoy fui a la farmacia. He comprado un frasco entero de somníferos.

PÁGINA 20 – ENSAYO

La muerte de Ricardo Reis
.

Por Omar Roldán Rubio (Tulancingo-Hidalgo/México)

La lectura es un acto que se realiza generalmente a solas, pero no en soledad, es decir, al ir pasando las páginas de un libro vamos recreando un universo de imágenes a partir de la propuesta de quien lo escribe, así que nunca estamos solos.
Leer es, además, un actividad que deberíamos ejercerla cotidianamente, pues es la mejor forma de atrapar el mundo.
Hace poco terminé de releer “El año de la muerte de Ricardo Reis”, del escritor portugués José Saramago y no puedo evitar reflexionar sobre lo leído.
Este texto manifiesta el encuentro del hombre con lo cotidiano, o mejor, la revelación de esto último a partir de dos elementos implícitos en el ser humano: la soledad y la memoria conjugados en un tercero, esencia del todo: la poesía.
Cuando estos tres aspectos reverberan, desde una óptica personal e intrínseca, el entorno se verbaliza en actos que intentan explicar el misterio que es la vida. Este hecho, sin duda, se magnifica y ahonda cuando es plasmado literariamente.
Es por eso que en la novela de Saramago, en su contexto, el misterio es un crecendo de visiones atrapadas en la memoria –celda y cerrojo de nosotros mismos- y luego liberadas -relámpagos y aves cruzando el horizonte- por el tiempo.
El tiempo es la poesía, es decir, lo cotidiano: una falda alzada sutilmente por el aire tibio de un atardecer, regalándonos la imagen de una pantorrilla o un muslo, sensual o no según el ojo. Un ebrio llorando su abandono -gato que cruza que cruza el punte lunar-. Alguien saltando al precipicio oscuro de la muerte; una calle, una esquina, una silueta conocida y la lluvia, siempre la lluvia, humedad que nos habita y nos ahoga.
La memoria es la zahúrda guardadora de aquello que el tiempo va signando, contenedor de aparentes olvidos y de vívidos recuerdos, cámara fotográfica y habitación donde se revelan aquellas figuras que nos reflejan –danzantes en espiral vagando por las calles de Lisboa o ¿por qué no? de la ciudad de México, de Comala, del Valle del Mezquital o de cualquier parte de nuestro país- aprehendidos y extasiados en cada gesto del húmedo viento que pasa atenazante, como perpetua niebla ante nosotros, en nosotros mismos que vamos resguardando, acaso con fervor, nuestros propios restos.
La soledad es la trinchera -amparo y calabozo- del poeta, desde donde lanza, como espingarda y de cuando en cuando, sahumo de visiones, esquirlas de vivencias transmutadas en palabras e imágenes, en versos, en poesía.
Pero la soledad en el poeta no es condena sino condición vivificante que redime y enaltece lo aparentemente superfluo, lo común.
Por eso, en la obra de José Saramago, Ricardo Reis, Fernando Pessoa, o mejor digamos el poeta, asume su soledad como una forma de vida. Un espacio terrenal en el que los demás son el espejo donde se mira al otro y a sí mismo, como en una repetición fotográfica inacabable en la que se observa, es decir, al hombre, asistiendo, constante e irreflexivo, a su propio funeral.



PÁGINA 21 – CUENTO

Las orquídeas de Machupicchu


Por Luz Samanez Paz (Cusco/Perú)

-¡Yuraq Sara o Princesa del Maíz, amiga mía! Mira, traigo mil aromas en mis alas, estuve en un jardín maravilloso, donde crecen las T´ikas o flores más bellas i hermosas. Son tan vaporosas i delicadas, que parecen bailarinas de ballet o Ch´askas o estrellas brillando en sus tallos-
-Dime Sumaq Urpi o dulce Paloma ¿Dónde está ese lugar de ensueño?-
-En un sitio rodeado de montañas grandiosas i enigmáticas, donde los antiguos hombres, convertidos en verdaderos alarifes i filósofos, construyeron un verdadero poema de piedra lanzado hacia las estrellas, como Machupicchu i que se encuentra entre las siete maravillas del mundo-
-Ahí crecen esas exóticas flores o T´ikas, Sumaq Urpi-
-Efectivamente Yuraq Sara, son regadas por un jardinero mágico, que las cuida primorosamente, por ser hijas de los Apus o dioses-
-¿Cómo se llaman esas T´ikas o delicadas flores, Sumaq Urpi?-
-Reciben el nombre de Orquídeas, Yuraq Sara, por su extraordinaria belleza, parecen lágrimas del Dios Inti o Sol, de la Mama Killa o Luna Morena i del K´uichi o Arco Iris. Son flores que hicieron los Dioses o Apus-
-Cuéntame Sumaq Urpi ¿Cómo aparecieron las Orquídeas?-
-Presta atención Yuraq Sara, el nacimiento de las Orquídeas, sucedió en una época muy lejana, cuando el Mundo Andino, estaba poblado solo por hombres, que practicaban el arte de la guerra i que todo era violencia. Los árboles tenían sus ramas rotas i su corazón muerto. Cierto día la Señora Noche, cansada de tanta guerra, pasaba por montes fríos i desiertos, vio a Kurao, el valiente guerrero, invicto en mil batallas i llamó a la Diosa Killa, para que le ilumine su mente i se alzó un coro de luciérnagas, solo su luz lo rescató de la sombra. Kurao cansado i fatigado, se quedó dormido junto a la cascada. La frescura del agua del Puquio o manante, impregnaba el ambiente i caía en maravillosos chorros de cristal. Cuando despertó vio asombrado a través de la luz de la Mama Killa, una Ñusta bellísima, de piel blanca i sedosa i de largos cabellos. Su rostro ovalado mostraba unos ojos verdes como la esmeralda. Eran misteriosos i tiernos al mismo tiempo. Era tan bella que Kurao, se enamoró perdidamente.
En las noches de luna cuando Mama Killa soltaba sus rayos plateados, la bella Ñusta se bañaba i en una de esas noches el valiente guerrero, no pudo soportar más i la raptó. La llevó a la profundidad de la Selva i allí la amó con locura. Vivieron muchas lunas juntos, pero nunca logró conquistar su amor. La bella Ñusta, lo detestaba i cuando nacieron sus hijas, les habló en una lengua extraña i mágica.
Kurao, sufrió mucho i como solución buscó a la Señora Muerte, en los combates, sin poder hallarla. Entonces buscó a la Señora Noche, quien conocía de su amargo llanto. Pero cuando sintió que su corazón se le hacía trizas de dolor, invocó al Dios Wiraqocha, para que castigue a la bella Ñusta i a sus hijas, por su soberbia i vanidad. Conmovido lo escuchó i las conviertió tanto a la bella Ñusta como a sus hijas, en unas bellísimas flores o T´ikas, en las Orquídeas que crecen en las alturas de Machupicchu-
-¡Qué pena Sumaq Urpi! Dime ¿así se quedaron para siempre?-
-Sí, Yuraq Sara. Pero por su belleza exótica, son admiradas por todos los artistas, cantadas por los poetas i retratadas por los pintores.

Orquídea

"Orquídea, T´ika exótica i delicada
i en tu fragancia profunda
flor viviente
respira el deseo.
con corazón i con alas
I el Q´ente o colibrí andino
que sonriente como poeta
enamoras al Q´ente o colibrí.
mudo i abstracto
Amor realizada en una T´ika o flor
penetra en tu alma misteriosa,
te besa con pasión i fuego el Dios Inti
i te acaricia la Diosa Killa con ternura.
I eleva cánticos rituales
En tu suavidad de seda
con luz fulgurante de placer
juega el rocío
i en tu piel arde
i en tu fragancia profunda
el color i el amor. respira el deseo.

Machupicchu

Al pronunciar tu nombre Machupicchu,
mi corazón de auténtica cusqueña
se deleita cantando una wifala,
de sol sobre la cumbre de los Andes,
i al contemplar gozosa tu belleza
de piedra, de relámpagos i leyendas,
en mis venas revive la estupenda,
figura del Imperio de los Incas.

Machupìcchu,
poema de piedra
lanzado hacia las estrellas,
alarido del incario
petrificado en el infinito,
luz refulgente
en piedra edificada.

Tus orquídeas
son un beso de colores,
i tus begonias
sangrantes farallones,
en la fisura de tus muros,
los helechos descansan en paz.

Mora el cóndor,
alucinante, altivo
i el culto del indio,
lo lleva el viento fuerte
i lo esparce...

Mientras las nubes descansan
en tus alturas insondables,
revive en mis venas,
tu pasado glorioso,
mi origen i mi linaje.

Machupicchu,
bebe mi sangre de poetisa
i reza la Ciudad del Sol,
la canción de tu dulce Wilcamayo,
i el resplandor níveo
de tus cumbres nevadas.

Por tus piedras sagradas
miro la gloria de mi raza,
i quiero impregnarme toda
con la ardiente sangre de tus ritos,
mientras duermen por siempre
un sueño místico tus piedras.


PÁGINA 22 – POESÍA AMERICANA

Jorge Rodríguez Lago
(Tegucigalpa/Honduras)

El anciano espantapájaros
(O la soledad de la tercera edad...)

con una rama
el viejo cuyo cuerpo
esta cubierto con pedazos
de oxidada lata
y gritos ahogados
en mugre
aparta a los buitres
que hacen festín de la basura
la sed...un anzuelo
que nos atraviesa
el alma
si / el salario mínimo
no esta de acuerdo
con la realidad económica
ni la realidad
con la realidad
la pestilencia
las moscas
el viejo / la rama / los buitres
el respeto social
el carácter ciudadano
en una rota maceta
el viejo apartando a los buitres
que hacen festín
con la basura
y de la cual
quiere
participar

Barrio marginal

del tejado sobre el mismo
el esqueleto de un pájaro de alambre
que se niega a si mismo
que se niega a volar
desde los pedazos
de barril oxidado
en que descansa
tapaderas
latas viejas
y muchas otras cosas
recogidas del basural
en la puerta
una niña semidesnuda
como un afiche de carne y hueso
ilustrando mi nostalgia
desgarrando mi ansiedad...
de la casucha en la puerta
una niña a su madre
llorando llama
¡hasta las estatuas !/ pequeña
¡hasta las estatuas !
envejecen
ellos...
Es mentira
no tienen la virtud
de la eternidad

Tus consecuencias
(O la obligación de una madre soltera...
para la cual no hay leyes de protección social...)


¿quién dará asistencia ?
a tu prole
cuando ya no estés
madre soltera / madre obrera
madre campesina
Madre
Madre
que sufres la rama de trigo
de tu desesperación
de tus consecuencias
la primera noche
en que saliste
a conocer las calles del mundo
rubricaste
tu martirio
por falta de educación...
de leyes
que te protegieran a ti
a tus hijos
profunda cueva
con dibujos en las paredes
obligada fuiste
a las esquinas
la noche
y su vestido de insinuaciones
cuyos pétalos
adornan las palabras y no duermes
¿quién dará asistencia?
a tu prole
cuando ya no estés
Madre
Madre
Madre

PÁGINA 23 – CUENTO

Consejo de amigo


Por Ricardo Juan Benítez (Buenos Aires-Capital Federal/Argentina)

El café estaba casi tibio cuándo llegó. Se lo veía un tanto abatido. Incluso dubitativo. Apuré el resto del contenido del pocillo. Lo saludé:
-Hola Roberto ¿Cómo estás?
-Bien, bien-decía. Pero su aspecto indicaba lo contrario
-¿Que querés tomar? ¿Un cafecito?
-Lo que quieras, para mi da lo mismo.
-¿Lo que quiera? ¡Está bien!-llamé con la mano en alto-¡Mozo! Dos White Horse…
-Pero…yo…
-Dijiste lo que yo quiera ¡Mozo que sean dobles! Y traiga hielo-lo miré con una sonrisa-es para vos… yo lo tomo así nomás. A ver ¿Qué pasa? ¿Es el trabajo?
-¿El negocio? No. Eso marcha y te diría demasiado bien.
-¡Que no te oiga nadie! ¡Alguien al que la va bien en este país de mierda!-trataba de levantarle el ánimo-¿Entonces?
-Es Laura…
Tragué saliva y un trago de whisky.
-¿Qué pasa con Laura?
-Eso me gustaría saber a mí.
-¿Querés un cigarrillo?
Tomó uno y me dijo.
-¿No está prohibido?
-¡Estamos en la vereda, boludo! (1)-le encendí el cigarrillo. Le dio un par de pitadas nerviosas.
-Bueno ¿Qué onda con Laura?
-Cero onda (2). Todo mal… estamos en plena crisis. Te quería consultar…
-¡Justo a mi! ¿Al solterón le venís a consultar problemas de pareja?
-Carlos, sos mi mejor amigo. Además con la experiencia que tenés, algún consejo me podés dar…
-Ya te lo había dado. Antes de casarte te dije: “no lo hagas”-me reí- ahora ya es tarde.
-¡No seas boludo! Dale… escuchame a ver que pensás.
-Dale vos ¡Desembuchá! (3)
-Se fue de casa-dijo muy apesadumbrado-hace unos días. Me pidió algo de tiempo para pensar lo nuestro. Que nos tomemos los dos un tiempito de separación.
-¿Vos que pensás?
-Yo no pienso… la amo.
-¿Y ella?
-Dice que está confundida.
La diplomacia no es mi fuerte. Entonces le dije:
-Roberto, estás en el horno (4). Cuándo una mina (5) te dice que está confundida… ¡ya fue!
-¡Por favor! No me digas eso-casi suplicó.
-¿Qué querés que te diga? Te digo lo que siento ¿Dónde está ahora?
-En casa de los tíos, en Los Polvorines.
-Pero ¿Cómo llegaron a esto?-pregunté en voz baja, casi en un susurro-¡se los veía muy bien!
-En parte es mi culpa.
-¡La culpa siempre es repartida! ¡Dejá de hablar boludeces! (6)
-Si pero yo… siempre dándole prioridad al negocio. A mis asuntos.
-Sin guita (7) no hay amor-le dije pragmático-bueno, no importa ¿Vos como estás?
-Mal. Hecho mierda. La amo con locura ¡Como el primer día!
-Probaste la táctica de las flores, los mensajes…
-¡Todo! Pero no quiere saber nada.
-¿Te dio algún plazo?
-No… pero dice que me quiere. Que solo está un poco confundida. Que espere un poco más.
Decidí atacar hasta el hueso:
-¿Vos sabés lo que la tiene confundida? ¡Otro macho!
-¡Carlos! ¡No podés!-se enojó.
-¡Puedo y debo! Sos mi amigo. No podés ser tan boludo ¿No te das cuenta que te está metiendo los cuernos? ¿Después de quince años de matrimonio le entra el desconcierto?
-Creo que no fue buena idea hablar con vos-dijo apesadumbrado-¿Sabés algo? Tal vez tengas razón. Pero la amo tanto, la necesito tanto… que tal vez le pueda perdonar algún desliz. Creer todas sus mentiras… si…
-¡No podés! ¡Ahora el que no quiere escuchar soy yo! ¿Tan pocas bolas tenés? ¿Cómo te vas a rebajar tanto?
-La amo. Siempre la amé. Ya no hay forma de sacarla de mi corazón.
-¿Sabés? Casi te envidio-le dije en tono sarcástico-¡Tanta abnegación en nombre del amor! ¿Qué te pensás que es la única mujer sobre la tierra?
-Para mi si-ahora me miró algo ofendido-yo quería que me aconsejaras como hacer para recuperarla. Fui sincero con vos. Te dije mi verdad, lo que siento… ¡Y mirá con lo que me salís!
-Pero yo no te puedo mentir-ahora traté de dulcificarme un poco-sos mi amigo. Mis instintos me dicen que Laura no está confundida. Sabe lo que quiere. A vos te va cortando de a poco. Para no lastimarte. O para que vos no te enojés.
-¿Vos crees eso? ¿En serio?
-¿Y vos? ¿Qué opinás?-me miró con recelo-decime con la mano en el corazón ¿Qué pensás que le pasa a Laura? ¿Crees que va a volver a vos?
Roberto hizo silencio. Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas. Estaba agitado.
-Parece que sabés la respuesta. Pero no querés enfrentar la realidad.
-Vos ¿Qué sabés del amor? ¿Alguna vez quisiste alguna de las mujeres que tuviste?-me dijo con aflicción.
-Tendrías que nacer de nuevo para pensar como yo. En este mundo la nobleza y la fidelidad, incluso el amor como lo entendés vos, no cotizan demasiado alto. Tenés que ser más realista. La relación entre hombre y mujer siempre es una transacción de algún tipo. Sucede lo que conviene, y nada más.
-¡Sos un cínico!
-Otra enseñanza más-dije imperturbable-una buena dosis de cinismo te puede hacer más llevadera la vida. Controlá un poco tus emociones ¡Pelandrún! (8) A ver… decime ¿Yo soy tu mejor amigo? Si soy tan diferente de vos ¿Qué es lo que te atrae de mí? ¿Por qué buscas mis consejos? Sabes como siento y como pienso ¿Entonces?
-Tal vez… porque… en el fondo te admiro-ahora hablaba con voz temblorosa-siempre quise ser como vos.
-Si querés ser como yo solo tenés que intentarlo. El único precio que tenès que aceptar es sentirte un poco vacío de vez en cuándo-sonaba un poco cursi, pero era una realidad tangible-no es bueno atarse a nadie. Menos enamorarse como vos. El amor te hace perder objetividad, sobre todo con respecto a vos mismo. Amas tanto al otro, que te olvidás de tu persona.
-Carlos ¿Vos sabés que es el amor?
-Te doy la acepción del diccionario: “emoción que embarga el…”
-¡No seas boludo!
-¡El boludo sos vos! ¿A esta edad venís a preguntar que es el amor? ¿Justo a mí? Vos sabés la cantidad de mujeres que tuve, que tengo. Creo que no ame a ninguna. Pasión… puede ser. Cariño… tal vez. Pero amar hasta la pelotudez (9) como vos… nunca. Si querés saber lo que es el amor mirate al espejo.
-¿Sabes que pasa, Carlos? En este momento pienso que si amar es sentirse miserable, estoy muy enamorado.
-Como si fueras un adolescente. Con grandes picos de euforia, con pozos depresivos espantosos. Sigo insistiendo, creo que en el fondo te envidio. Y no es mi naturaleza cínica la que te habla.
Nos quedamos mirando en silencio unos instantes. Pedí otra vuelta de whisky.
-¿Te sirvió de algo?
-Creo que para descargarme un poco-susurraba su respuesta-no me siento para nada aliviado. Pero estoy algo más tranquilo.
-¿Qué vas a hacer?
-Todavía no lo sé. Creo que seguir insistiendo hasta que vuelva… o hasta que me diga que no quiere saber más nada.
-¿Y si pasa eso último?-dije, aunque sabía la respuesta.
-No estoy preparado para aceptar eso. Es algo totalmente impredecible. No se lo que voy a hacer.
-Cualquier cosa… ya sabés. Me llamás y nos encontramos.
Me dijo: si. Pero ambos teníamos la convicción que no habría próxima vez. Parecía que algo se había roto también en nuestra relación. Al menos ese era mi íntimo convencimiento.
Se fue arrastrando su humanidad. Parecía que como una sombra, detrás lo seguía su alma.
Tomé lo que quedaba de whisky y encendí otro cigarrillo. Después de pedir la adición, me levanté y caminé sin prisa hasta el estacionamiento. El llavero del automóvil jugueteaba entre mis dedos mientras daba algunas pitadas al cigarrillo. Pensaba en las paradojas de la vida. En lo que nos une y nos separa. En como puede cambiar la óptica de los eventos según uno los sepa interpretar.
Roberto estaba tan obnubilado con sus cuitas de amor, que perder un amigo era un problema menor. Para mí, en cambio, era otro evento al que tendría que acostumbrarme. Amoldarme a la idea de que Roberto pasaría a ser otro recuerdo en mi existencia. Bueno o malo, pero recuerdo al fin.
Llegué hasta la cochera. Abrí la puerta del automóvil. Bajé la ventanilla. Después de una última pitada arrojé la colilla. Puse la llave en el contacto y embragué. Ahí me detuve. Me quedé con la vista clavada al frente. Pensando. Cavilando.
Ella preguntó.
-¿Y que te dijo?
-Lo de siempre. Que te ama.

PÁGINA 24 – ENSAYO

109 años del nacimiento de Jorge Luis Borges

Por José Antonio Lugo García (México DF/México)

Borges escribió este poema:
“Otro Poema de los dones”
“Gracias quiero dar al divino / laberinto de los efectos y de las causas / por la diversidad de las criaturas / que forman este singular universo. / Por la razón, que no cesará de soñar / con un plano del laberinto. / Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises. / Por el amor, que nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad. / Por el firme diamante y el agua suelta. / Por el álgebra, palacio de precisos cristales / Por las místicas monedas de Angel Silesio, / Por Schopenhauer, / que acaso descifró el universo. / Por el fulgor del fuego / que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo, / Por la caoba, el cedro y el sándalo. / Por el pan y la sal. / Por el misterio de la rosa / que prodiga color y que no lo ve. / Por ciertas vísperas y días de 1955. / Por los duros troperos que en la llanura / arrean los animales y el alba. / Por la mañana en Montevideo. / Por el arte de la amistad. / Por el último día de Sócrates. / Por las palabras que en un crepúsculo se dijeron / de una cruz a otra cruz. / Por aquel sueño del Islam que abarcó / mil noches y una noche. / Por aquel otro sueño del infierno, / de la torre del fuego que purifica / y de las esferas gloriosas. / Por Swedenborg, / que conversaba con los ángeles en las calles de Londres. / Por los ríos secretos e inmemoriales / que convergen en mí. / Por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria, / por la espada y el arpa de los sajones. / Por el mar, que es un desierto resplandeciente / y una cifra de cosas que no sabemos / y un epitafio de los vikings. / Por la música verbal de Inglaterra, / por la música verbal de Alemania, / por el oro, que relumbra en los versos, / por el épico invierno / por el nombre de un libro que no he leído Gesta Dei per Francos, / por Verlaine, inocente como los pájaros, / por el prisma de cristal y la pesa de bronce, / por las rayas del tigre, / por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhatan / por la mañana en Texas, / por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral, / y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos. / Por Séneca y Lucano, de Córdoba, / que antes del español escribieron / toda la literatura española. / Por el geométrico y bizarro ajedrez, / Por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce, / Por el olor medicinal de los eucaliptos, / Por el lenguaje, que puede simular la sabiduría, / Por el olvido, que anula o modifica el pasado, / Por la costumbre, / que nos repite y nos confirma como un espejo. / Por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio, / Por la noche, su tiniebla y su astronomía, / Por el valor y la felicidad de los otros, / Por la patria, sentida en los jazmines / o en una vieja espada, / Por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema, / Por el hecho de que el poema es inagotable / y se confunde con la suma de las criaturas / y no llegará jamás al último verso / y varía según los hombres, / Por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos / Por morir tan despacio, / Por los minutos que preceden al sueño, / Por el sueño y la muerte, / esos dos tesoros ocultos, / Por los íntimos dones que no enumero, / Por la música, misteriosa forma del tiempo”.

En este poema Borges no sólo enumera los dones que le resultan más preciados, sino que les da un orden, arbitrario quizá, pero orden al fin. Si llevamos esta idea a su extremo, veremos que la literatura, el lenguaje escrito en general, es ordenado porque a una palabra sigue otra y así sucesivamente, mientras que en una pintura, o en un cuadro cinematográfico, el ojo del observador ve simultáneamente todos los personajes (pienso, por ejemplo, en Las Meninas, de Velásquez). En cambio, el escritor, cualquier escritor, tiene que describir todo en forma sucesiva, porque esa es la naturaleza del lenguaje.
Con motivo de un nuevo aniversario de su nacimiento, escribí el texto/homenaje que sigue y al que titulé “Un poema más de los dones”:
“Gracias, Maestro, por el humano laberinto de tus efectos y de tus causas, y por la diversidad de las criaturas que pueblan tu singular universo; por la influencia de tu literatura en Sábato, Cortázar, Marechal y Carpentier; porque tú, amante de los teólogos y los heresiarcas, te convertiste en el “Dios del laberinto”, como te llamó Claude Simon; por haber escrito sobre Cervantes: “Contemplaría, hundido el sol, el ancho / campo en que dura un un resplandor de cobre; / Se creía acabado, solo y pobre. / Sin saber de qué música era dueño; / Atravesando el fondo de algún sueño / Por él ya andaban Don Quijote y Sancho”; por habernos demostrado que Borges y tú eran distintas personas, por lo que tus lectores tampoco sabemos quién de los dos escribió tus textos; por no haber ganado nunca el Nobel, uniéndote así al selecto club de los mejores que nunca lo recibieron; Proust, Joyce, Nabokov, Musil, Kafka y Pessoa; por haber escrito, tú, a quien sospechábamos ajeno o lejano de las pasiones del cuerpo; “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”; por haber creado el mundo ideal de Tlön, y la vasta enciclopedia Orbis Tertius, que inició el asalto de ese mundo en nuestra realidad; por habernos enseñado que la novela de aventuras era más objetiva que la novela psicológica; por haber sido el mejor lector de Berkeley; por convertir a la ceguera en una manifestación de la ironía de Dios, que te dio a la vez los libros y la noche; por habernos demostrado que la metafísica era una rama de la literatura fantástica; por crear una Buenos Aires mítica, llena de calles con esquinas rosadas; por habernos recordado las metáforas de las sagas nórdicas y la música verbal del Beowulf; por haber dado a todos los lectores una nueva madurez, la de saber que su lectura era parte del texto, como lo demostraste en tu cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”; por tus torpes declaraciones políticas, tan criticadas, que sin embargo escondían tu desprecio por la fealdad y tu confianza en la belleza del arte y de los sueños; por haber escrito: “Por el amor, que nos permite ver a los otros como los ve la divinidad”; por convertir al Universo en una suerte de biblioteca, al mismo tiempo atroz y maravillosa; por haber imaginado a Funes el memorioso y recrear en su memoria cada instante, cada segundo y cada latido; por romper las nociones del Bien y del Mal, y hacernos ver que Judas siguió siendo el discípulo predilecto; por jugar con el Tiempo hasta romperlo, fragmentarlo o detenerlo; por haberle pedido a Marguerite Yourcenar, en Ginebra, que fuera a ver un departamento y te lo describiera; por afirmar que la cópula y los espejos son abominables, porque multiplican a los hombres; por habernos enseñado a ver a los tigres con un asombro nuevo; por hacernos ver que un hombre es todos los hombres; por habernos demostrado que Homero era inmortal y que en el Aleph cabía todo el Universo, por haber querido a Alfonso Reyes; por convertir tus ensayos, llenos de citas falsas, en algunos de los mejores relatos jamás escritos; por suponer que el infierno y el cielo sólo son el espacio donde se proyecta un rostro, que será, para los réprobos, infierno, para los elegidos, Paraíso; por preguntarte lo que Dios imaginaba al mirar a Juda Léon, después de crear al Golem; por recordarnos a Swedenborg, que conversaba con los ángeles en las calles de Londres; por la precisión infatigable de los prólogos que escribiste a obras ajenas; por haber definido la amistad como un arte; por el amor que le tuviste a tu madre; por habernos dado también en cierto modo a María Kodama; por los frutos de tu amistad con Adolfo Bioy Casares; por las mujeres que amaste o que te amaron; por tu timidez y tu discreta presencia; por tu elegancia, virtud casi olvidada; por el ser el más europeo de los escritores latinoamericanos y al mismo tiempo recordar a tu patria, sentida en los jazmines o en una vieja espada; por soñar las épicas batallas en las que pelearon tus ancestros; por definir a la música como una misteriosa forma del tiempo; por tu colección de bastones; por tu amor por Schopenhauer y Spinoza; por amar las paradojas al grado de volverlas el punto de partida de tu obra; porque tu obra es en sí misma toda una literatura, con sus distintos géneros y sus distintos siglos, y al mismo tiempo es un laberinto y un espejo; por las miles de horas que miles de lectores te hemos dedicado, cómplices; por los íntimos dones que no enumeras. Por todos estos dones, gracias, Borges”.



PÁGINA 25 – CUENTO

Martha debió saberlo


Por Óscar Wong (Tonalá-Chiapas/México)

Mamá siempre hablaba de él, de su piel suavecita como durazno, de sus ojos almendrados y sonrisa igual a la de los niñitos que vienen retratados en las estampitas que guarda mi nana en su cajón, esas que nunca me deja tocar porque dice que son cosas secreta. Todos los días mamá suspiraba por él y me reñía cuando hacía alguna travesura. "Tu hermano nunca lo hubiera hecho" -decía, y ahogaba el llanto. Ahora que Carlitos volvió las cosas han cambiado mucho. Mi mamá ya no es la misma, aunque sigue con sus lloriqueos. Antes, por lo menos, me empujaba con suavidad hasta la puerta de atrás y decía sonriendo: "Anda, ve con tus muñecas al jardín; ahí podrás jugar sin molestar a nadie". Y me iba sola, al columpio que hizo Bernardo el jardinero bajo la sombra de los eucaliptos. Mamá no quiere que me asolee mucho, porque dice que mi cutis se arrugará. Yo creo que mi nana no hizo caso, por eso su cara está llena de granitos y de arrugas, como las llantas de los coches de papá.
En las noches me la paso acodada en la ventana que da al patio de los rosales, en el lado oriente de la casa. A mí me gusta mucho ver la luna, allá arribita, besando las bugambilias, acariciando las acacias, aunque mi mamá y mi nana ya no me lo permiten, porque desde que llegó mi hermano las cosas son diferentes. Él, como siempre, atrae la atención de todos, no sólo la de mamá. Ahora vienen señores de gafas, muy serios, y se ponen a revisar a Carlitos. Yo no me explico porqué le dan tanta importancia, si mi hermano ni siquiera sabe lo que ocurre. Pero ahí están papá y mamá, acongojados, rezando día y noche y recibiendo a los señores, enjugando sus lágrimas. La nana ha prometido rezar un novenario, pero yo creo que exagera. Papá la regaña a veces y dice que no es correcto lo que hace porque la niña podría darse cuenta y asustarse, pero no es cierto, porque la única niña de la casa soy yo y no me asusto. Lo único que sí es cierto es que ya nada es igual.
"Niña, vete a jugar al jardín", me decía mamá pegándome con suavidad en el trasero. Ahora ni siquiera me hace caso. Yo le insisto: "Mamá, quiero ver a Carlitos", le digo. Ella me ve con sus ojos de gato, verdecitos, como canicas brillantes, y baja la cabeza. Llora quedito, casi como si tuviera miedo, o vergüenza. No me explico lo que ocurre, si ella siempre se la pasa llorando, gimiendo. Yo lo único que sé es que durante seis años estuve sola, sin ningún hermano que viniera a revolver la casa y a desplazarme del afecto de papá y mamá. Bernardo es mi único amigo. Él es quien me cuenta la verdad de las cosas. Que mi hermano se fue una noche de Navidad, que mamá estuvo muy enferma y que después se repuso. Después nací yo, año y medio más tarde. Eso dice Bernardo. La nana lo regaña porque me cuenta esas cosas. "La niña podría asustarse", explica enojada.
Mi mamá se llama Martha, como yo, y dice Bernardo que me parezco a ella en todo, menos en eso de la lloriqueada. Mamá llora por todo, sobre todo ahora que volvió Carlitos. A mí se me salen las lágrimas sólo cuando me regañan, o ahora que ya nadie me hace caso porque los señores entran y salen; después mamá se queda sola y continúa con sus ojos llenos de agüita salada; tal vez esa costumbre se le quedó desde que vivía en el mar, donde dice Bernardo que nació ella, hace treinta años. Cuando mamá se queda sola yo me acerco, le acaricio sus cabellos, que ya no huelen tan bonito como antes de que llegara mi hermano; la beso y le digo, quedito, quedito en la oreja: "Mamá, llévame a ver a Carlitos". Mamá se me queda viendo, me regaña y responde con voz suavecita: "No sabes lo que me pides, hija"; después sigue metida en su silencio. Yo creo que sí debía saberlo, y a lo mejor hasta sé lo que pido, porque a mí me gustaría conocer a mi hermano; aunque Bernardo y mi nana me repitan lo mismo: "niña, mejor vete a jugar, ya no insistas. Olvida lo que oíste". Yo sigo insistiendo porque aunque ellos no quieran yo debo saberlo, porque después de todo es mi hermano.
Cuando Bernardo me empuja en el columpio, las cadenas que lo sostienen chillan con molestia. Chir, chir, hacen a cada vuelo que hago; Bernardo dice que se quejan por mi peso y por la edad que tienen: dice que lo instaló cuando nació mi hermano, hace ocho años. Después, para que no protesten, le pone aceite a las cadenas. Pero el tiempo y las lluvias vuelven a ponerle tierrita y se ponen feas, como las medias de mi nana. Mamá me observa desde la ventana y continúa llorando. Creo que se acuerda de mi hermano, postrado en su lecho, bajo la mirada de los señores de gafas.
Me gustaría que Carlitos estuviera aquí, conmigo, y con Bernardo, jugando en el columpio, o a la comidita, o a que él es el papá de Marilú y Beatriz, mis muñecas, y que vuelve de trabajar. Yo le daría de cenar o le daría órdenes a la nana, como hace mamá, para que nos sirviera la sopa de lentejas; después tomaríamos café y luego Carlitos se encerraría a leer en la biblioteca, con un cigarrillo largo, o con la pipa de papá, y el humo oloroso a chocolate se esparciría por la habitación llena de libros. Yo no lloraría, como hace mamá, ni estaría comparando a mis muñecas, a ver quién hace menos travesuras. Yo a las dos las quiero igual, como quiero a Bernardo, a mi nana y a Carlitos, aunque no lo conozca. Desde que regresó no me dejan verlo, aunque yo insista y patalee y llore. A papá también le pregunto, pero nunca tiene tiempo para decirme algo. Por eso platico con Bernardo; él sí me cuenta cosas bonitas, de que el viento camina entre las ramas de los eucaliptos, que huele las rosas y las bugambilias y que se alegra cuando yo estoy contenta. Creo que el viento no es amigo de mamá, porque ella se la pasa llorando todo el día. Carlitos, dice Bernardo, es amigo del viento y por eso se fue desde el mediodía a visitarlo; ni siquiera estuvo observando cómo juego con mis muñecas, ni tocó mis cabellos cuando estuve sobre el columpio. Por eso me vine a encerrar en mi cuarto. El viento ya no es mi amigo. También él se preocupa por mi hermano y ya no me hace caso. Y eso no tiene ningún chiste para mí.
Hace rato los señores se molestaron cuando les pregunté y me dijeron lo mismo que mamá y mi nana: "No sabes lo que dices". Pero yo creo que sí, que ya estoy grande y que bien podrían decirme algunas cosas, que mamá ya no me quiere y que Carlitos murió hace ocho años y ya. Yo ninguna culpa tengo de que ahora lo hayan desenterrado con el pretexto del Metro que están haciendo en el viejo panteón y de que hubiera espantado a todos, incluso a mamá y papá que estuvieron presentes cuando lo sacaron. A mí no me daría miedo verlo mover sus brazos y sus piernas, sonreír dulcemente y agitar los párpados, como dice la nana que lo hace. Los señores dicen que no debo preguntarles estas cosas porque los interrumpo en sus estudios y porque ninguna niña debe saber de estas cosas; pero yo sé que a mi hermano lo embalsamaron y que el doctor que lo hizo le puso unas substancias raras que hacen que su cadáver se mueva cuando le da la luz. Yo creo que por eso mamá llora mucho, pero Bernardo dice que son cosas de Dios.

PÁGINA 26 - POESÍA ALLENDE EL MAR

Domingo F Faílde
(Jaén/España)

Ghost

Hoy he visto a la muerte.
Caminaba hacia mí, e iba avanzando
con el paso impasible
de los que nada tienen que perder.

Vestía unos blue-jeans y camiseta
y calzaba playeras italianas.
Tras las gafas oscuras de diseño
se adivinaban frías sus pupilas,
una pantalla acaso de ordenador leyendo
los nombres elegidos, por riguroso turno,
con esa precisión matemática
con que suelen matar las mujeres hermosas.

Iba, en fin, acercándose, y yo palidecía,
y el corazón saltaba detrás de la camisa,
presagiando el final.

Casi a mi altura,
me miró,
la miré;
no ocurrió nada.

Aquella aparición pasó despacio,
dejando tras de sí una estela de pétalos
y unas ganas terribles de morir.

Juego de naipes

No opongáis resistencia.
Estamos tan cansados, que la brisa bastara
para reducirnos a escombros. La vida
puede saber a poco, pero dura
toda una eternidad cuando se vive
bajo el mármol de la certeza.
Rendid, en fin, los naipes del castillo
y barajadlos luego
para hacer solitarios.

La casa sosegada

Hemos llegado, como de costumbre,
al abrigo secreto del hotel.
He pedido la llave. A pocos metros,
a contraluz, de espaldas, relumbra tu figura
ceñida por el mar. Sabes que, arriba,
la cómplice penumbra abre los mapas
y despliega efectivos, estrategias, la luz.
Ah, la escalera.
Por la secreta escala nos guía Juan de Yepes
-¿o era, imberbe, un botones
que vi en alguna parte?-,
disfrazados tú y yo:
no estaba sosegada nuestra casa.

En torno a la elocuencia

A Dolors Alberola

Hablan del corazón y su abundancia
las palabras –me dicen, y derramo
sobre la mesa el libro de mi voz-.
No obstante, el diccionario,
que abro mientras apuro una cerveza,
no contiene los términos buscados,
los vocablos precisos para hablarte de amor.
Bebo, entonces, un trago y la mirada
se me clava en tus ojos, silenciosa y oscura.
Mientras voy recorriéndote,
pongo nombres a todos los rincones
que la pasión no alcanza.
Cierro el libro y te amo,
allí,
donde el silencio
no precisa otra música.

Lugares comunes

Después de muchos años y una vida
lo suficientemente larga como
para, por, según, so, sobre, tras,
la celinda del patio dejó de dar flores,
el pozo se secó, la madreselva
era un triste muñón amarillento
y la parra, sin uvas,
apenas recordaba las veladas de estío,
entre el ir venir a la cocina
y el rumor de las jarras de vino al escanciarse.

Qué fue, qué sucedió, qué detuvo el trajín de los relojes
en un momento: nadie sabe la hora, el día
ni la estación o el año del cataclismo aquel
que abrió la puerta y se marchó en silencio,
llevándose consigo las cosas del baúl,
los muñecos de trapo y los bastones,
náufragos de otros mares.

Se presiente la vida, sin embargo,
en las pardas baldosas que no limpió la lluvia
y unos papeles sin color, que fueron
alas de la noticia y ahora ruedan,
se resbalan, abúlicos e insomnes,
por el suelo sucísimo.

Recuerdo
aquellas tardes idas, tan cálidas y lentas,
la música envolviendo
el perfume a manzana de la siesta,
los versos clandestinos
o el contrapunto alegre de las conversaciones.

Recuerdo, porque acaso
la vida a cierta edad es la memoria,
el tedio sofocante de los largos veranos,
el silencio que hervía en los arpegios
cuyas notas tan sólo yo escuchaba
y las historias de mi madre: el cura
a quien los milicianos talaron, como a un árbol,
y, antes de hacerlo arder, le taparon la boca
con las ramas caídas, o el relato
de los moros tocando a degollina
cuando entraron las tropas de Franco y por las calles
bajaban arroyadas de sangre, en cuyas ondas
navegaban, dolientes, los navíos.

Yo, pecador, ya entonces, nueve años,
letra inglesa diaria, algunas cuentas
y esas lecturas lóbregas que se quedan grabadas,
sabía que la vida era una rampa oscura
y, al final, sin remedio,
me esperaban las mismas pesadillas:
tridentes, bayonetas, montañas de cadáveres
o el pequeño inconfeso que se perdió en la noche,
sí, reverenda madre, todavía la escucho
describiendo los gritos de aquel desventurado,
el escozor hiriente de sus lágrimas
o los clavos doliendo la carne divina,
sangre de Cristo, purifícame,
agua del costado de Cristo, lávame;
y así pasan los días –ya pasaron-
y así pasan los años –transcurrieron-
y yo, desesperado, quizás, quizás, quizás,
sin ninguna certeza sino esa culpa verde
que termina en las llamas.

Por fortuna,
uno se hace mayor y coge el tren
y se aleja en la noche del miedo y los pecados.
Descubre, mientras huye del temor y sus fábricas,
la santidad del cuerpo, la carne resurrecta,
los placeres del vino y los manjares,
de los libros prohibidos y el veneno
que llaman libertad.

Después de muchos años, uno vuelve
al exacto lugar del crimen. Y allí esperan
los fantasmas de entonces, más pálidos si cabe,
mientras el viento mueve la lámpara fundida
y el crepúsculo alumbra las descarnadas sombras.
Todo está igual: el patio, la celinda,
la enredadera, el pozo, los rumores, tú mismo,
y esa música extraña que te envuelve
con su melancolía.

PÁGINA 27 – ENSAYO

Carlos Rodríguez Ferrara: La lucidez de la eternidad como destino estético


Por María Cristina Solaeche Galera (Maracaibo/Venezuela)

“En la tristeza húmeda
el viento dijo:
-Yo soy todo de estrellas derretidas,
sangre del infinito.”
Federico García Lorca


Carlos Rodríguez Ferrara, desde su llegada al mundo el 24 de abril de 1962, en la Ciudad de los Caballeros, Mérida, Venezuela, hasta su lamentable muerte, la madrugada primaveral del 17 de marzo de 1983, en la misma población, nos deja una vida efímera y una voz poética, con apenas veinte años de recorrer su travesía. Vivió intensamente, sus viajes por Europa, Cuba, Colombia y su país natal Venezuela, la música clásica, la ópera y la literatura, y, estaba a punto de graduarse en la Universidad de los Andes, en Lenguas y Literatura Clásica.
“Más allá de los espectros” (premio Primera Bienal de Poesía “Francisco Lazo Martí” del Ateneo de Calabozo; junio de 1983), es su primer y único poemario, dueño ya de su propia personalidad, desdeñando el desborde, sin regodeos, donde cada palabra es escama de un caparazón que gravita en derredor del poema, capaz de sostenerlo sólo mientras transa consigo mismo, con la insoportabilidad de la conciencia y la instantaneidad del fugaz relámpago de la existencia, dejando su consternación en cada verso.
“Arde, de nuevo, su lámpara. Brilla, todavía el aire. Más allá de los espectros es árbol de primera floración, agotado por la redondez de sus frutos; es toque de agonía, voz en duermevela, elegía a sí mismo, rosa volcánica cortada al filo del crepúsculo”
(Carlos César Rodríguez, Calabozo, 28 de abril de 1984)
Su poesía es indefensa y por indefensa expuesta.
Escrita en verso libre, se trata de ochenta y cinco poemas, y desde los primeros versos, el poeta nos deja claro el tema central del poemario:

Quiero regresar al silencio perfecto / en el que se unen los vacíos y los sonidos
/ donde el viento es sordo,

Urdimbre del poema, la muerte voluntaria, aparece como orbe, como esfera, donde el yo poético pone márgenes breves a su vida, se adentra y diluye sobre la que lo acecha; sintiendo el hostigo de sus pasos, decide expresar la quimera y darle sostén a su existencia, sabedor, de que la intensidad de su desasosiego es su impulso tenaz como razón de ser. No intenta esquivar el sentido del final, sino entender desde el verso, el mutismo, el vacío y la ausencia en la muerte. El tiempo de la muerte es también el tiempo del verso. El ser que se refugia en estos poemas es el que escucha la voz del silencio.
Escritos en primera persona la casi totalidad de sus poemas, nos presagia este poemario una migración por su mundo íntimo asaltado por la tribulación.
A nivel semántico destacan su simbolismo, las imágenes y la tonalidad melancólica, y por sobre todo, su propia voz.
Es una poesía que, si fuese árbol, el poeta, sería un sauce:

Había un sauce triste / que pensaba cosas terribles. / Cosas como bañarse en un río / o comer flores rojas / de una trinitaria

Si fuese sonido, el silencio que palpita contra los chirridos del mundo:

El silencio / retumba en los oídos / anhelantes / de colores ingenuos.

Nos iremos / a lugares remotos, / quizás entre / el río y las piedras, / para poder comprenderlo

Su poesía, es la paradoja del reparto entre la vida y la muerte que se amarran e inmovilizan en un único instante, en la eterna lucha entre Biós y Thanatos, y, como un Ulises, el poeta, se ata a sus poemas intentando resistir el canto de las sirenas que lo convocan a morir.
Bajo su cálido verbo la sensibilidad insistente en su sorpresivo decir:

Ayer / vi un camino / descendente. / Se oscurecía, / goteaba / hojas /

Todo en él / temblaba / incluso hablaba / lenguas muertas.

Intensa convocatoria, texto que despierta desazón, afección y terneza en cada una de sus huellas, indelebles de una gran sensibilidad estético-literaria. Angustiosa metáfora existencial en la que nos queda, metamorfosearnos en sus tristezas y escucharlo:

Soy, / desnudo / por primera vez , / quien presiente / lo absurdo: / ese desapego / al horizonte de los ojos

Argumenta Emile Cioran, que, entre poesía y esperanza la incompatibilidad es completa, conduciendo al poeta a no entender por entender demasiado, y los versos de Carlos Rodríguez Ferrara, plasman eso, la imposibilidad de vivir una existencia incompatible con su sensibilidad. El poeta, intenta aferrarse desesperadamente al vértigo y a la oquedad de esa sordina que crepita en la muerte con su voz fragmentada que se posesiona del poema, y expandirse, donde no haya límites espacio-temporales, en la levedad del tiempo grávido y enigmático. Aventurado a las más inclementes contradicciones, en la tesitura de un espíritu dispuesto a claudicar ante la vivencia de la muerte, en un aprender a ir perdiendo, cediendo, en dar un salto al vacío con sus únicas alas, los poemas, expulsarse a un territorio minado de incógnitas, asediado de fatalidad, al encuentro, no de certezas, ilusiones, esperanzas, lo contrario, al encuentro de un mundo opaco, con su asombro solitario, desgarrando su orfandad frente al albur del universo.
Su poesía extraña a fastos pseudometafóricos, a ripios léxicos, en un “hablar silencioso”, austero, que no da cabida a la hipérbole, irrumpiendo el ritmo de la frase con encabalgamientos suaves, los que apenas se apoderan de la unidad de la expresión que continuará en el próximo verso. Abrevia, como dejando constancia, de que en cualquier instante puede romperse el hilo de la vida, a un ritmo que nos deja entrever como el hado le otorga inciertos sentidos a la existencia. Mesura en la disposición visual, con las líneas y espacios blancos bien diferenciados, con mayúsculas, minúsculas y signos de puntuación.
Poemas con un protagonista, el poeta en camino a su inexorable destrucción. Hacia atrás, peregrina en la infancia la mirada del niño:

Mi infancia huele a jazmines / En patios blanquecinos / y “Leticias” en los pasos / de flores aplastadas...
Libros empolvados en esquinas / Como “sostenidos” de los pianos

Un profundo lirismo embebido en resonancias íntimas. Una confesionalidad indefensa en la agudeza de sus percepciones e intuiciones, con la posibilidad de escuchar genuinamente su voz interior, su inspiración, sin dejar de afirmar a que tiempo pertenece su alma, el murmullo de lo propio, su phatos, la culpa del vivir y los culpables.
Presentes siempre la ausencia de la vida en la muerte y la traza continua y antitética de la muerte en la vida. Sin lamentos, sin quejidos, sin imprecaciones, sin histrionismo alguno, los versos se convierten en eslabones de esa cadena interior que crudamente espirala su ser; no hay rebeldía, el yo poético, ser sintiente, es espacio que alberga tormentos:

Más allá / de los espectros / se sienten / cosas: / pesadez en el alma / tristeza / por lo hermoso. / Las cosas no son.

El hálito de su voz en el poema, nos da su íntima imagen, prescindiendo de todo giro que no se inicie y concluya en sí mismo, en una agitación latente e inconteniblemente personal.
Y en los abismos de la duda y la culpa ¿Habrá que renunciar a la expectativa de lo absoluto? ¿Es permitida esta renuncia sin caer en el absurdo? ¿Es posible una sublimación no compulsiva? La apuesta del poema es darle la palabra a cada uno de los fragmentos de la subjetividad, a cada una de las voces que la constituyen, y en este poemario, el mar junto a la duda y la culpa, es una de las principales figuraciones de aquellos sus recuerdos agobiantes tras la puerta:

El mar no es misterioso /..... / Como un espejo / refleja lo que él quiere / que veamos, / y si nos acercamos / ¡nos perdemos para siempre! / condenados y errantes./ El mar no tiene Virgilio.

Ojalá dejes el recuerdo / de tus puertas / y cantes juegos en los patios / sin náusea en la garganta.

Un mar que acecha, aguarda y surge al abrir la puerta:

Algunas veces –es cuando temblamos- / se contentan al abrirnos / la Puerta infantil / llena de mar, sin soles de colores.


El mar no llegó sólo, hay un fuerte sabor salobre e incrustaciones de infelicidad, tribulación, desdicha, que emergen en las conversaciones con su yo, la duda y la culpa, que lo acompañan como heridas de un sueño alucinado.
Hay algo de desmesurado e inhumano en la culpa, y es, la duda:

No hay nada más tremendo / que la duda / alguien abre la puerta /para decirnos que ya no somos;

Inminencias presentidas con aprensión, temor y hastío. Es la infelicidad que amenaza desde un horizonte muy cercano, una fuerza impersonal que se anuncia, y ese anuncio, es ya vestigios de una certeza para el poeta.
Su voz poética testimonia la oscilación de la subjetividad entre el miedo y el desaliento; esta incertidumbre sin embargo, intenta alcanzar la tierra firme de alguna certeza; si se pudieran acoger la culpa y la duda, acaso sería posible conquistar “cierta transparencia digna” en vez del ocultamiento culposo. Pero, el desaliento reclama como una posibilidad más inmediata, como un modo de leer el propio ánimo que implica no sublevarse, no rebelarse, y la posibilidad de la lectura se ve cuestionada y difícil. Es, el origen en la historia de su verbo emotivo, en la frágil experiencia frente al mundo como un desierto, un medio hostil, recorrido por seres que se siguen unos a otros, pernoctando en endebles y provisionales moradas del pneuma, y, sin una alternativa distinta, el poeta sigue a esa caravana errante; lo hace, abrumado, gravitando con sus cavilaciones, vigilias y fantasías, con su desamparo frente al infinito.

Esa luz / es la muerte / que nos busca. / Viene, / traspasa cristales / y / se queda / al lado nuestro.

Tras los pasos / dejo –cayendo,/ bailando-/ mortalmente / las hojas / y en esa ausencia / de colores / pega en el alma /tanto que duele.

En los poemas “Italia”, “Venecia” y “Siena”; agobiado por testimonios antiguos de la historia del hombre, las tonalidades oscuras, las plazas desiertas, la muerte en los olores sepultados, los salones reteniendo los pasos de antiguas danzas, las terrazas y su hojarasca, los pasillos y sus sombras pasadas, una vez más se quebranta el alma del poeta:

Tantas las agujas, las estatuas de Milán. / Tanto mármol de paredes / que se hundían. / Y un Leonardo en la Casa de las Voces. / Un cristo muerto de verdad / en un Brera escondido / con un cerdo de Florencia

Puedo volver a odiar / los salones y las luces / en silencio./ Como hicieron en Venecia / Terrazas de leones / cogidos de las alas, / …/ Manchan las piedras de los suelos; / de los puentes;/ los pies sucios de grises y tocino / como recuerdos de los fuegos embrujados / en las plazas de los duques

Le regala / una plaza de campo, / desierta, / para perderse / entre sus ladrillos. // ¿Qué hacer con / tanta plaza? // Decide convertirse / en perro de bronce / para al menos sentir / algo fresco / en la garganta.


De repente, una escena goyesca, escrita con una maestría extraña, con olores y colores, fuertes, acres, nauseabundos:

Brazos hundidos en verduras / y fermentos. / Respiran todavía los tomates / y pescados apestosos / a vulgo de grama, / a espaldas cargadas / con tierras florecidas. /… / Cada esquina con los ojos / angustiados de los campos, /
-sudados a sucio- /… / Calla, / para oír sus cantos / llenar los aires de cansancio.


Ningún credo, ni culto o dogma, radicaliza o acalla al poeta, y pulsa sus audaces bordones graves:

Los ángeles están desnudos / Algunos dicen haberlos visto / en minas de cobre / chupando miel de las paredes: /… / Lirios temblantes, / delirantes en torres videntes. / Los consume el olor / a Cristos caídos; /…/ Llegué a pensar que eran inmortales, / musicales como días de fiesta,

La unidad que forma el poema es el verso, y en este poemario, sus linderos asoman sin invadir el blanco de la página, enmarcado en una realidad, la suya, el verso se fracciona, es la desilusión del poeta que imagina y razona, es aceptación estoica de su realidad, es indefensión frente al dejar de ser, que se apodera del texto, donde cada frase acoge con su vívida síntesis.
Una sucesión de personajes reales, míticos o soñados, protagonizan los últimos poemas: Madame Butterfly, Suor Angélica, Penélope, Ariadna, Apolo y Dafne, Minos y el Minotauro; todos ellos enriqueciendo su código literario.
Suor Angélica, poema inspirado en la ópera de Giacomo Puccini sobre un libreto de Giovacchino Forzano. La música de acentuada delicadeza y fina inspiración melódica; su acción se desarrolla en un convento italiano a fines del siglo XVII. Suor Angélica vive un exilio angustioso por órdenes de su familia, que desaprobó su relación extramatrimonial y trajo como consecuencia un hijo. Ella añora al hijo desconocido y aborrece a los causantes de su reclusión y el poeta, sabe ceñir la desesperación de la mujer por el hijo ausente, en un breve poema de solamente nueve versos:

Suor Angélica / Recoge hierbas mortales / y canta / Desea ver su hijo, / reconocer su rostro / entre fantasmas. /
(Hay quien dijo / haberla visto / caminar / acompañada).


El mito de Apolo y Dafne nutrirá alusiones al amor:

Sentada / come flores / amarillas/ sin presentir / su semejanza / con la hoja /… / Después corre, / acosada / por el poseído / de terribles niños, / y bajo el puente / queda ella / -amada- / Deshojándose.

El Minotauro y su laberinto, este mito, el poeta lo ilustrará con expresivo ingenio en una visión que amalgama las miradas de Jorge Luis Borges en “La casa de Asterión”: “corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado (…) Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme (…) La casa es del tamaño del mundo (…) ¿Cómo será mi redentor?”, Asterión se atemoriza del mundo exterior, un mundo aparente que le produce un profundo sentimiento de orfandad; pero, a su vez, le agobia la soledad, la exclusión de su casa. Y, la obra de Julio Cortázar en “Los Reyes”: un laberinto “poblado de desoladas agonías”, con un rey Minos que se pregunta “¿Llevamos el Minotauro en el corazón, en el recinto negro de la voluntad?”

Escaleras, ventanas… / ¿Bicorne? ¿Cuadrúpedo? / De noche contemplas el baño láctico real / entre muros duros y obscuros, entre recuerdos de ofrendas / que aún yacen a tus pies. / Se proyecta la cara de la noche / a través del techo abierto. / La angustia palpita en los insomnios, /…/ ¿De qué sirven estas columnas sino para / estrellar encéfalos? /Las escaleras infinitas, descendentes, / te alejan siempre más. / Entre delirios seguirás jugando en tu bella casa redonda.

El hombre, tan joven, cuya voluntad ardorosa e impaciente lanza retos a los entresijos del sobrevivir; y, el poeta, tan joven, de facultades sobreagudizadas, cuya mirada se hunde con zozobra en figuras negras, en esmeraldas, en los espectros, el mar, las flores, las piedras, las hojas,… objetos que se expanden espiritualmente y son él a medida que los mira y con voz poética les habla, y por su saber, por su melancolía, participan mucho de la naturaleza de sí mismo .
Recogido en sus poesías, el sentir de su existencia, al que el temperamento del autor se sincera totalmente expuesto en su sensibilidad, él, que vive más delicadamente acaso que muchos otros ese agotamiento de tanta conciencia de la muerte. Es Carlos Rodríguez Ferrara, un ser creado para respirar en un desasosiego elevado por sobre la crueldad del mundo, en un esfuerzo espiritual perpetuo para huir de todo aquello que impreca.
Ese es el lugar y la posición de este poeta que sabe, como todo es incierto, confuso y velado en la eternidad.

Evolucionamos / y / dejamos atrás / todo, / incluso la piedad /necesaria. // Dejamos ideas, / formas, / para mezclarlas / una y otra vez / y así poder / oír gotas / pesadas; / después, de la existencia.

Referencias bibliográficas:
Extractos de poemas del poemario “Más allá de los espectros” de Carlos Rodríguez Ferrara. Segunda Edición, Centro Editorial Litorama C.A. Mérida, Venezuela, 2003.

Nota:
En el año 1988, se otorgó el I Premio Mucuglifo de Literatura “Carlos Rodríguez Ferrara” de poesía, en homenaje a su memoria.

PÁGINA 28 – POESÍA ALLENDE EL MAR

Eva Vaz
(Huelva/España)

Alzheimer

En la casa de los vecinos
se escuchan gritos desalmados
y gemidos como agujas.
La vieja tiene alzheimer
y la hija le grita:
guarra y cagona.
La vieja chilla
espantada.
Se ha cagado las bragas.

Mi abuela también
se cagaba,
y tiraba la mierda
por la ventana del séptimo,
o nos la dejaba,
como los Reyes Magos,
en el fregadero.
Mi madre le reñía a gritos
y luego lloraba.
Después, la limpiaba
y le ponía polvos de talco.
Mi abuela gemía,
media hora,
como si se le hubiese rallado
la queja.
Y luego volvía a
cagarse.
Mi madre hipando
como un pajarito,
mi padre rugiendo
como una bestia,
y yo,
huyendo horrorizada para no presenciar
el espectáculo,
o para no tener que limpiar
la mierda.

Para gritar

Mi madre siempre deseó
una parcela en el campo:
"descansar
es invertir en calidad de
vida".

Para su último hogar
improvisó un alquiler
de cinco años y flores de
PLÁSTICO.

La muerte también tiene
fecha de caducidad.

Ha vencido el alquiler
y mi padre le ha comprado
su propia parcela en el campo,
en el pueblo.

La muerte también entiende
de clases.

Vuelven a encontrarse,
por arte del negocio inmobiliario.
Su última cita,
en el paraíso del cementerio municipal:
mi padre asiste al siniestro desnudo
de huesos desordenados.
Y el anillo de matrimonio.

Su esposa, mi madre,
en una paz brutal como nunca tuvo.
Todo en una bolsa de PLÁSTICO.
Sin más mística:
el espanto en una bolsa de BASURA.

Mi padre volvió a sentar
a su amante
en el asiento del copiloto.
Con cariño. Con la tragedia
instalada en el volante.
Con arcadas. Con amor.

Depositó la bolsa,
como el que regresa del supermercado,
en la propiedad, orgullo familiar,
en una bolsa de BASURA
de PLÁSTICO
de marca.
Tantas bocas viven
de la muerte.
Hasta mi poema vive de la muerte.
Mi ego liba de tu muerte.

Perdóname.
mamá,
has tenido una nieta.

La banca defraudó 236 millones de euros a la seguridad social

Mi madre murió
en el cielo de un quirófano.
Yo sé cuánto frío...
Sé como te lo quitan...
respirando,
respirando...

El limbo debe ser eso.

Mi madre murió allí.
Tenía las arterias demasiado pequeñas
Mi hija nació allí:
resbaló por la plancha
helada
y la sentí como un abrazo
a mi madre muerta.

Mi madre tenía las arterias estrechas.
Ahora sé por qué tenía
el corazón tan frío
y la mirada glacial

Mi madre estuvo esperando
dos años,
con el frío en los ojos
y el corazón aterido.
Con mi incomprensión
implacable.
Dos años esperando una
desembocadura amplia
para su corazón de piedras.

Pero no hubo un salario
para un cirujano
que le quitara la escarcha a mi madre,
que aligerase su turno en una lista
con muchos nombres
y muchos números,
con muchos hombres vivos.

Luego me contaron que yo estudié
con ese salario que no se dio.

Pero no me sirve la Filosofía
para dilatar
las arterias de mi madre.
No me sirvió ese salario
para comprender la estrechez
congénita
de sus arterias.
La causa de su frío.

Mis arterias también son débiles
madre...
Y a veces tengo los ojos nevados
y el corazón de hueso.

Y ahora no sé qué hacer
con todo
lo que no te dije.
Podría habértelo confesado
mientras respirabas
tu propia muerte
y perdías el frío.
O en un poema como éste
que me abrigue la conciencia.

La cría duerme
madre,
se parece a nosotras.
Se llama Eva.

Arena

Yo fui de arena
porque dabas fuerte
y no te dolía.
Y cuando regresaba
la marea
ya no quedaban
huellas.

Yo fui de arena
porque siempre volvía
a mi ser,
pétreo e invertebrado
tras tus pies
pisando mis castillos
mis costillas
mi cuello.

Yo era arena virgen
hasta que llegaste
y lo manchaste todo
de sangre.

Yo fui arena
llorante, mojada y sombría.
Sal.
Mar rojo.
Y un trocito de cielo
si preguntaban.

Yo fui arena rota
porque vulnerabas
mi naturaleza
intacta
como baldosas de cemento
bajo el mar.

Yo fui arena
frágil e indivisible.
Y ahora soy piedra.
Nervio.
Arma de palabras.
Y ahora soy una duna
por la que resbalan
tus hijos,
y rien conmigo,
y río con ellos
cuando estás
lejos.
Y lloran,
y lloro,
porque sé
que nuestros hijos,
pueden ser ahora
tus nuevos sacos
de tierra y
ceniza.



PÁGINA 29 – CUENTO

La muerte del comino


Por Angélica Aguilera (México DF/México)

Ruido de metralla.
Tus pasos en la plaza son ahora el llanto de tus hijos, la congoja de tus viudas y la inocencia de tus choznos que corren por el huerto.
Venciste tu cansancio de mas de ochenta anos para acudir al llamado de tus hermanos muertos. En el ultimo esfuerzo encendiste los cirios que chisporrotean todavía a los pies de tu ataúd; luego te acostaste, abuelo querido, y vinieron a visitarte las muertes que debías: la de aquel que mataste antes que te matara, la del otro, quien sabe, chante enfurecido, si podrás pagarla.
Ruido de metralla.
Ves como en un sueno la sabila grande que me regalaste, los conejos degollados cada día de fiesta y el jolgorio en tu cantina; pulque curado con azúcar, abuelo, no te hagas.
Las granadas de tu árbol se entristecen, chante ausente, y el ropero centenario ha sido cubierto con lienzos morados para que no te asustes si tu alma por casualidad se asoma en sus espejos.
Ruido de metralla.
Es la muerte y tu lo sabes ¿Quien podría sino sorprenderte comino salado de arma empuñada, de cristeros y soldados?
Huelo todavía tu beso perfumado y suena en mis oídos el albur que me enseñaste. Ya vez, chante picoso, como esta yegua no es tan mojigata.
Ruido de metralla.
Me falta contarte como han cambiado las cosas. En tu ausencia la historia no es la misma: faltan los recuentos de tus guerras, los amoríos robados y la fábula de tus perros que allá, como decías, chante añorado, te esperaban para cruzar el río.
Ruido de metralla.
En la noche aquí en el pueblo suenan todavía las herraduras de tu jaco y la canción que te gustaba. Guitarra en campamento, fogata encendida y una mujer que te llora todavía, enlutada desde aquella noche, chante querendón, en que te fuiste con la otra.
Ruido de metralla.
Y aunque no lo creas, chante desconfiado que en uniforme me miras desde esta vieja fotografía, extraño tu presencia de soldado en retiro, tu carcajada abierta, tus patillas recortadas y el baile descocado que arremetías sonriendo para mostrarme, chante mentiroso, que las coyunturas no te dolían y que en tu alma la soledad era una mala pasada.
Duerme comino, y escucha la serenata de este corazón en funeral. No te inquietes, abuelo querido, es solo el ruido de la metralla que se sosiega cada vez más.

PÁGINA 30 - ENSAYO

Anticipación y fundación en el acto poético

Por Carlos Fajardo Fajardo (Santiago de Cali/Colombia)
carlosfajardofajardo@yahoo.com

Si existe algo todavía lleno de misterio y encantamiento, aún no del todo secularizado es el acto poético. Sin embargo, ello no imposibilita que tengamos un contacto, tanto emocional como reflexivo, con su universo lleno de símbolos y sentidos.
Creo que no existen fórmulas absolutas, ni públicas ni secretas, para construir ese ser maravilloso y vivo que es un poema. Tal vez no existan inmóviles paradigmas para levantar su heterogénea arquitectura. Pero si es posible conocer algunas fundamentales piedras para que su edificio múltiple y único no se derrumbe tan sólo al leerlo, y son de algunas de estas piedras angulares sobre las que aquí reflexiono.
Más que un inventario y una representación, que un medio de comunicación, la poesía es fundación de realidad y anticipación de la misma. Se anticipa a estas constelaciones fácticas que llamamos “realidad”, poniendo ante nuestros sentidos lo que de ésta escapa, lo que jamás la realidad, con toda su riqueza, nos dará. De esta manera, en una complejidad mayor, el acto creador es descubrimiento, asombro, sorpresa ante aquello que está allí viviendo cotidianamente, pero que nuestros ojos, ciegos en su rumor, no habían vislumbrado en medio de tanta fugacidad.
En la veloz marcha de la vida, la poesía se constituye en exploradora de lo desconocido—conocido; su aventura está en lograr expresar lo inexpresable, descifrar lo indescifrable, construyendo ante todo el encantamiento. No debe existir, entonces, temor en el poeta al introducirse en los mecanismos ocultos y conocidos de su época. La poesía es la antorcha que acompaña a su creador en el descubrimiento esencial, y entre laberintos y abismos le ayuda a escoger el sitio para su fundación verbal. Vidente, decía Rimbaud. Un vidente sin recetas, sin fórmulas, sin etiquetas, sólo con una tradición, una historia, de dónde reciclar lo mejor para proyectar su mirada en el tiempo.
Es esta exploración, desde y por el asombro, es esta indagación la que transforma la poesía, más que en arte decorativo y de confort, en “el peligro de los peligros”. Tal vez su existencia y su resistencia en sociedades del marketing y del consumo, como las que actualmente padecemos, resulten algo extravagante e “inútil” para un público comprador, quien le exige ser constructora pragmática para sanar el cáncer de la época. Su ideal no es curar mesiánicamente corazones enfermos, ni hacer acciones de caridad. Pero, en lo profundo, ayuda a vivir, se constituye en gran compañía para la vida; contribuye a despertar la interrogación, la sensibilidad y la emocionante comunión entre los hombres. Cómo la han alejado de nuestro proceso educativo, siendo la portadora de la verdadera alegría del conocimiento, la exploración de los misterios. Difícil aceptarla entre las aulas, pues es “la sal en la taza de café” , “ un soplo de fuego en el oído”.
Certifiquemos a la poesía por hacernos posible crear otro orden de lo real cuyos efectos sensibles dejan hondas huellas en nuestros afectos. Hemos dicho un orden de lo real más allá de la simple y llana dimensión de lo que llamamos “realidad”, y esto sólo es posible y alcanzable gracias al lenguaje, a un lenguaje que unido a la experiencia vital, a la imaginación, a la emoción, al deseo, a la reflexión, comienza a generar uno de los más altos acontecimientos en la existencia humana: la fundación de un Ser a través de la palabra, donde las cosas brillan como por primera vez.
Más que un instrumento utensiliar, la palabra en la poesía es una protagonista del drama al instaurar realidad, al crear presencias; y es maravilloso ver cómo crea presencias de cosas ausentes, deseadas; cómo sonoriza nuestros silencios, nos vuelve memoria, se tiende sobre nuestros vacíos. De este modo acontece como mostración más que demostración, apalabramiento de algo que hasta hace poco no se dejaba admirar.
Instrumentalizar el lenguaje, con la lógica de la razón utensiliar, no hace parte de la gracia de la poesía. Su maravilla está en generar otras miradas, otros olores y sabores, mil formas de observar las dichas y desdichas del calidoscopio que somos, de reconocernos en la palabra como ante un fragmentado espejo donde posamos nuestro rostro y dialogamos con ese ser tan lleno de nosotros.
Conocimiento, fundación, afirmación de ciertas dudas que pagamos por estar vivos, son algunas de las odiseas a que nos lanza su lenguaje, demoliendo esos diques que impiden ver con maravillados ojos la gran multiplicidad de los ritos y venires de nuestro tiempo. La palabra en la poesía es conciencia del estar y habitar el mundo. Es por ello que su trabajo merece profunda vocación y rigor. No admito el facilismo en el trabajo escritural. Escribir como quien muere, dijo algún poeta. Escribir para no morir, se registra en alguno de mis versos. Escritura y vocación, profunda obsesión surgida, según Rilke, de la humana necesidad de nombrarse, de justificar una vida. De manera que escribir no es sólo un simple oficio, es construir una forma de ser, de justificar la existencia sobre la tierra. “La poesía es palabra en el tiempo”, nos dejó dicho don Antonio Machado. Las circunstancias de una escritura rigurosa, cuidadosa, amorosa de ella misma, llevarán siempre a que algunas de nuestras justificaciones, manifiestas en poemas, perduren en unos cuantos corazones.

Todos los textos, fotografías o ilustraciones que integran el presente número son Copyright de sus respectivos propietarios, como así también, responsabilidad de los mismos las opiniones contenidas en los artículos firmados. Gaceta Literaria solamente procede a reproducirlos atento a su gestión como agente cultural interesado en valorar, difundir y promover las creaciones artísticas de sus contemporáneos.

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