Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL

Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL
Feria del Libro Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Año 2012

Rediseñada para ofrecer una mayor difusión de la escritura en castellano.

Dirección: Norma Segades - Manias
directoragaceta@gmail.com
GACETA LITERARIA Nº 18 – Junio de 2008 – Año II – Nº 6



Imágenes: Pinturas de Fernando Botero (Medellín-Antioquía/Colombia 1932)

PÁGINA EDITORIAL

Ha muerto Horacio Rossi.



Por Alfredo Di Bernardo (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

El domingo pasado (18 de mayo de 2008) se murió un amigo. Una de las personas más generosas que he tenido la suerte de conocer en la vida. Un artista de la palabra que eludió la grandilocuencia y la solemnidad tanto como la levedad del facilismo. Un escritor que tenía bien en claro que la tarea del poeta no se agota en el desafío de escribir de la mejor manera posible, sino que consiste en "hacer habitable el mundo", lo cual implica sostener un compromiso permanente con la vida, con los otros. Un arquitecto constante de puentes humanos. Un tejedor incansable de redes bienhechoras. Un generador vitalicio de espacios allí donde antes no había nada. Un abridor vocacional de puertas que no cobraba peaje para franquear el paso a los que venían detrás. Un incorregible tendedor de manos solidarias. Un entusiasta difusor de proyectos ajenos que no se detenía en declamaciones, sino que plasmaba su aporte en gestos bien concretos. Un intelectual que se involucraba en movidas culturales no por afán de protagonismo ni para obtener beneficios personales, sino, simplemente, porque las consideraba valiosas. Un maestro casi a su pesar, que escapaba a la tentación de sentirse catedrático. Un tipo fácilmente querible.
A gente así, militante de la luz, hay que recordarla en su mejor versión, lejos de los miserables embates de la enfermedad y de la muerte.

PÁGINA 2 – NUESTRA POESÍA

Horacio Rossi – Santa Fe/Argentina (1953/2008)

La hoja de jazmín


Leva la hoja de jazmín
su resonancia transparente
como un ancla queriendo
incrustarse en el cielo...

Como si pudiese ver un brillo de metal
desdonde nace y se expresa por obra de la luz
percibo el esplendor todo irrigado:
esa agua verde y luminosa
que, nomás, se guiña detenida...

Amor resuelta en un cristal ancho y sonoro.

Amor que siembra el aire
con la inminencia de una floración:
la más hermosa floración de la naturaleza.

Hoja de jazmín:
pubis del aire
por donde se entra a la fertilidad definitiva.

Línea de agua.
Vegetación de hombres.
Mujer inmensa, que pregona perfume.

Hoja de jazmín. Acontecimiento feliz...

Fantasía nº 1 para mi amada

Un rayo de luz
deja su bicicleta mal estacionada (ha
debido caer en contravención para poder hablarme)
y se acerca,
oblicuo desde el Ecuador, y en mi oído
me deja tu nombre.
En mi acrílica cabalgadura
desato baldosas de una vereda vertical y diurna
sobre la que camino cuando se resquebraja
el vidrio contemporáneo que es mi corcel.
Investigo los asfaltos y las gredas. De pronto me doy cuenta
que estoy loco.
Serenamente, con un portafolios lleno de poemas bajo el brazo,
pago en la municipalidad la multa del rayo de luz.
Cada letra de tu nombre
se llena de musgo, porque tu nombre es húmedo, es vital:
tengo el oído verde y oigo todo
madurable y madurando, madurando.
Oigo verde
la canción de las casas construyéndose,
la charla de vecinas comentando el suceso perdido,
el cinturón fabril ciñendo el trabajo a la ciudad.
El sol llena un renglón con letras amarillas,
la luna es una mancha blanca insoluble al agua que es azul:
esa es la lógica y extraña bandera en la que cada mañana
escribo tu nombre en el cielo con letras de gentes y más gentes...

Situación...

Nos dejaron afuera
de tocar tierra...
Quieren que nos quedemos
sólo mirando...
Y hablando de los otros
como si fueran
pasto para los ocios,
asunto ajeno,
al lado...
Nos achicaron y
nos empobrecieron...
Quieren que lo aceptemos
como destino...
Pero ya fracasaron,
porque
no quiero...
Y sé que Vos tampoco...
Y me sonrío....

Pueblerina

Las muchachas siguieron saliendo de la escuela,
del baile y de la iglesia,
saliendo al campo
cuando no a la fábrica
o a la inevitable ciudad
que traga y no devuelve salvo mucho después, resto, escombro,
pero, mucha mucha vez, es sin regreso...
saliendo de la escuela, con sus trenzas al viento...
viento bajo las faldas,
entre las piernas
viento...
a los playos zanjones de musgo, yuyo y cardo,
entre el baile y la iglesia,
ordeñando descargas de los toros en celo...
transparentes las claras muchachas siguieron
hilvanando aveces un ritmo o un acento,
aveces un verseo tan rengo como éste,
respiración de niño cuando cambia de sueño,
o tos de abuela moribundeciendo,
húmeda la memoria...silencio...
saliendo de la fábrica siguieron,
mordaza de sus nucas el nudo del pañuelo,
con ruydo de libélula,
la bicicleta,
porta rutina y entretenimiento...
viento bajo las faldas
y entre las piernas
v i e n t o

Del respeto

Porque soy parte de la espiga y la nube,
no puedo no respetarte...
Porque soy parte del silencio y la estrella,
no puedo no respetarte...
Porque soy parte de la sangre y del tiempo,
no puedo no respetarte...

Parte del conocimiento y del cansancio,
parte de los días y de los ríos,
parte del amor y de las glicinas,
parte de las tierras y los esfuerzos,
parte del clima y de los nombres...

De la mudanza y de los cuerpos,
de las piedras y la sinceridad,
del trabajo y de los insectos,
del mar y las claridades,
de la pasión y de los árboles...

Y de los tejidos y de las palabras,
y de los pensamientos y del sudor,
y de paisajes y del llanto,
y de la línea...

Porque soy parte
de la vida...

No puedo
no respetarte.-

Extramuros

Ante las nunca habidas pero eficientes puertas de la ciudad
emergen unos toldos de lata y unas tareas sin palabra
y se establecen afuera, perfectamente afuera
y desde allí penetran las nunca habidas pero cerradas puertas de la ciudad
rociando nuestros ocios con un tema de charla que tampoco perdura...
el instinto de esa gente conoce...
escuchan las electricidades al tocar los envases y las cenizas del consumo
que alimenta la carne y la presunción, es decir la materia y la ignorancia
es decir la creencia y la ajenidad (estoy tratando de algo decir)
de nosotros los no menos transitorios y mudables...
forman la hilera para el examen de las hojarascas domésticas...
contratan apenas pactando la transacción que los enladrillados
creemos gananciosa para nuestro ciudadano privilegiado beneficio...
en así aprenden cómo
y se preparan a heredar el mundo.

PÁGINA 3 - CUENTO

HART-MAN… hart-men… (diálogo intra-inter simposiniano)


Por Aquiles Cuervo y Alberto Bejarano (Bogotá/Colombia)

Es el año 2012, pero bien podría ser el año 2666. Mañana viernes saldrán bajo libertad condicional, los supuestos asesinos del actor Troy Hartman. ¿Sus nombres? ¿Ya no los recuerdan? Es cierto, han pasado más de cuarenta años. Una pista. Uno era un adicto al zoloft. ¿Zoloft? De la familia de los prozac. Otro era miembro del opus dei. Y el tercero decía ser la reencarnación de Murnau.
Finalmente los tres han cumplido sus condenas. Bueno, no del todo. Al principio la sentencia era la pena de muerte. Luego, la cadena perpetua. Al final, terminaron dándoles los Estados Unidos por cárcel. Perdón, quise decir, la casa por cárcel.
Mañana Bryan, Lionel y Elías estarán de nuevo en las calles. Bryan está próximo a cumplir ochenta años. Sufre de amnesia de fuga (muchos creen que es sólo una patraña de su parte), sólo recuerda lo ocurrido en el verano del 68, y en el invierno del 98. Nada más. Dormido en su celda, aún no sabe que mañana volverá a ser libre. Libre. Libre para… en fin, eso aún no lo sabemos muy bien. Muy pocos se acuerdan de él. Incluso los hijos de Hartman ya han muerto. Tantos años han borrado de la memoria de muchos (incluso de la suya) a Bryan Terwilliger. Bryan ha rechazado durante los últimos catorce años que lo llamen por su nombre verdadero. Ahora dice llamarse Charles Manson.
Troy Hartman, recordado por películas como “La prendidez del señor Troy”, y “Como agua para café soluble” y videos educativos como “Ariel Henault, el silencioso asesino” y “El hombre al que mataron demasiado (pronto/tarde) III”, tendría hoy 64 años, y estaría cantando, “Give me your answer, fill in a form Mine for evermore Will you still need me, will you still feed me, When I'm sixty-four”. Troy, el viejo Troy. ¿Quién se acuerda hoy de él? La gente se acuerda más de los asesinos que de las víctimas. Puede que sea más fácil encariñarse con ellos. That´s the way it is, the pulp fiction… Troy, nada podrás hacer para impedir que Bryan viva de nuevo.
A Bryan lo acusaron del crimen equivocado. Él nunca negó que fuera un asesino por naturaleza, pero nunca aceptó los cargos en su contra por el asesinato de Troy. Siempre dijo que no lo conocía. Y no mintió. Al menos, no lo hizo del todo. Troy si conocía muy bien a Bryan. Su esposa lo conocía aún mejor. Bueno, eso no lo sabía Troy. El caso es que nunca le pudieron probar nada a Bryan, pero él tampoco pudo demostrar su inocencia. Simplemente había estado en el lugar equivocado, en el momento equivocado. En la cárcel vio por televisión, todo lo que ha ocurrido en el mundo en estos años. Se convirtió en un cinéfilo de tiempo completo. Se aficionó al western, y luego al cine de Hitchcock. En sus momentos de lucidez, llegó a imaginarse cómo sería escribir un guión sobre su propia vida. Una vida que se confundiría con la de Manson, y con la de Mark Chapman. Pero ya Hitchcock está muerto. Quién habrá tomado su lugar, se pregunta. Si pudiera salir, le gustaría ir al cinematógrafo, para saber quién es el nuevo Hitchcock. A lo mejor, uno de ellos, se entusiasme con su historia. No quiere romanticismos ni apologías baratas sobre su vida. Quiere algo sublime y desgarrado al mismo tiempo. Algo así, como una mezcla entre un vampiro, un bebé y un pianista. Pero, Bryan, tienes que visitar unos cuantos cementerios primero, ¿no te parece? Tu madre, tus seguidores, y… Se lo debes.
Mientras Bryan deambula por sus pasajes desmemoriados y sueña con más películas (con aire a Molina de Puig), Lionel Macclure, el último asesino de Troy se está afeitando con su vieja navaja multiusos. Ignora que le quedan pocas horas de cautiverio. Hace poco cumplió setenta y dos años (es el más joven de los tres). En el publicitado juicio por el crimen de Troy, fueron condenadas tres personas. Bryan Terwilliger, Lionel Macclure y Elías Cámpora, alias “yo o tú”. Todos negaron conocerse y conocer a Troy. El jurado los declaró culpables, a pesar de no haber pruebas contundentes contra ellos, porque el Fiscal los convenció que de no ser encarcelados, volverían a matar, o en el mejor de los casos, matarían por primera vez. La familia de Troy pidió la pena de muerte. El juez, presionado por la prensa y la opinión pública, los sentenció. Sin embargo, unos meses después, a todos se les permutó por cadena perpetua. Macclure fue el único que no apeló la sentencia ni tampoco solicitó nunca la libertad condicional. Es el más tímido y reservado de los tres. Sufre de caries en los dientes superiores.
A la misma hora, 7:30 a.m., en otra celda, Elías Cámpora escucha la radio. Syd Barret le habla de Joyce. Como cada mañana, se ha levantado antes que los demás presos y ha hecho sus oraciones. Ha rezado por el alma de su hermana. También le ha pedido a su dios que le quite las manchas azules que le han salido en el pecho. No sabe que hoy podría ser su último día en prisión. No sabría que hacer afuera. Hace veinte años que no recibe visitas y no sabría a quien acudir estando en libertad. Hace mucho que dejó de pensar en el mundo que se oculta tras las paredes monolíticas de su vieja fortaleza. Tiene setenta y seis años.
Si los vieran ahora, sólo verían a tres inofensivos ancianos, incapaces de cruzar la calle solos. ¿No country for old men? Tan débiles y tan vulnerables. Los hubieran visto hace cincuenta años, no se hubieran atrevido a cruzar la calle con ellos. En esa época los recordaban por crímenes como “disparen sobre la mujer del pianista”, “P de psicópata” y “tijeras calientes”. Si, los tres fueron grandes asesinos, cada uno en su estilo, pero ninguno mató realmente (o del todo) a Troy Hartman. ¿Quién mató a Troy?
Hemos hablado mucho de Troy y de sus inciertos asesinos, pero no hemos dicho nada de su última esposa, Brynn Tate. Murió un poco después de Troy. Su matrimonio, estuvo marcado de principio a fin, por una simple formalidad. Se conocieron durante un casting para una nueva versión (esta vez futurista) de Bonnie and Clyde. Fue cacería a primera vista. Ya nadie podría separarlos. Más la película nunca fue lo que ellos hubieran deseado. Troy consiguió el papel de Clyde, pero para Bonnie escogieron a una mujer mucho más atractiva que Brynn. Ella nunca pudo superarlo. Nunca pudo perdonarle al director que hubiera preferido a otra. Brynn sentía que era perfecta para ese papel. ¿Lo era? Faye Dunaway lo fue. Dunaway, que encajaba tan bien siempre, incluso con Bukowski. ¿Brynn Tate lo habría logrado? Creo que se hubiera visto mejor en una película de Bergman. El silencio o Persona.

PÁGINA DE DESAGRAVIO A UN AUTOR PLAGIADO EN LA RED

Germán Báez Basteri (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Dime


Dime
sólo dime si queda algo de mí
que no detestes
que no te aburra hasta el asqueo,
explícame que foto del pasado
queda visible,
el puro blanco es la pálida nada
primero has perdido la cabeza
después el amor a las virtudes,
que ahora detectas como inútiles defectos,
así que recuerda y dime
si queda algo de mí que no detestes.

Ya no llueve

Dejo mi cuerpo destrozado
a disposición, ya,
de la tierra,
que forme parte útil del mundo,
convaleciente, paradójicamente
agobiado de el,
casi inútil para mí.
En el ocaso del tiempo
¿Mi ultima hora?
Veo por centésima vez
la ultima imagen
el último suspiro del viento,
aquel sonido, tu voz (me calma)
creo sentirlo llega a mi.
Se que no volverá a suceder
y se que fuera llueve
aunque no pueda oírlo, no pueda mojarme
ni moverme hacia el deleite helado
de correr bajo aquel cielo
negro, azul oscuro.

Si solo pudiera estirar mis brazos
mi mano
para responder a las caricias,
tan solo si pudiera hacerte saber de mi conciencia
que aun estoy ahí,
o poder evitarte el dolor,
pero no puedo hacer nada,
me acostumbre a hacerte feliz
y ahora derramo lagrimas de tu mirada
marco el resto de tu vida.
Me es inevitable el destino y casi todo lo demás
el haber llegado hasta aquí
el sufrimiento
su posterior éxodo.

Viene
tan rápido
antes era tan lento
con esa fuerza que solía ser débil
que parecía haberme olvidado,
abandono los gritos del dolor
desdoblo el alma hacia el blanco
más blanco, el neutro
más puro, en la paz de la nada
retengo al último suspiro del viento
la ultima imagen,
y se que ya no llueve y es de noche
Que jamás volverá a llover.

Desnudista

Termino siendo lo que escondo
hablando, actuando lo que muestro,
incluso actuando para mí.
Y niego lo que oculto, negando lo que soy
contengo en medio de labios la excusa de modales,
sofocado en educación,
trabado en inventos de futuros pretenciosos
dar el ejemplo.

¿No es acaso la esencia misma
la que está tapada en ropa?
¿no es mi mano lo que detiene
mi otra mano?
¿y las bocas quienes callan las palabras?
Si no es uno mismo el primero en mentirse
entonces,
¿quien ató esta tela colorida a mi cuero?

Sombra

Se forma y deforma
inestable, presurosa
desestabilizada en el andar de una mente deforme,
su sombra se asemeja a ella más
que ella misma,
incluso los modos de perfección que quise asignarle,
en la oscuridad deforme detrás de si,
es donde mejor calzan.
Lo que hagamos estará bien si a ella le apetece.
No es necesario andar sacándose el sombrero.
En sus estatismos expectantes, de algún modo
cree que merece aquello que quiere.

Cuando quiere quitar
toma
si quiere dar
quita,
el día en que su grito ambicionó esplendor
el silencio hamacó sus labios
y si un día al fin quisiera actuar
sentirá sueño.
Cuando corra anhelará la hora del descanso.

Vencida en carreras que no termina
sabrá más tarde sentirse triunfante
dentro de otras venas
de otros ojos,
de otro yo,
en otros vientos que ni soplar quieran,
en algo que se deshaga de frágil,
de apenas mirar fijo,
esas cosas que la brisa destruye,
en reflejos,
en un resquicio de sombra.

Desencajada en el final del camino
se ensambla a su pecho
no le agrada el silencio cuando mata,
no soporta ser dueña de los decesos que frecuenta
percudida siempre en llanto
acaba queriendo besar las hojas que rompe
queriendo ser sombra
actuando igual que si ofreciese algo que se venda en otro mundo.

Lili

Serás mi silencio cuando quiera hablarte
lo que digo, cuando no te digo nada,
nuestros labios sangrando sus momentos desechos,
cuerpos cayendo vencidos al colchón de siempre
molestos de más de lo mismo,
serás el espacio en blanco que mi dedo encuentre
cuando señale culpables.

De vez en cuando lamentaremos cosas
algún día quizá seas la lengua que imaginé en la boca de otra
después de encontrar un muro buscando la tuya.

Yo estaré atento siempre
cuidando de no perderme en lo que te conviertes,
como expectante en la radio, de alguna canción que ya no pasen
haré un monumento a tus faltas
y un mar de mis dudas.
Serás lo roto en mí,
esos sueños que no hago
serás todo eso que ya no escucho de tu boca
los ojos que encuentre cuando quiera mirarte.

Traje gris

Atardecí la cantidad de veces necesarias
para que las noches, vuelvan a ser noches
y la soledad mía.
El mundo rotó las suficientes veces
para que la lluvia, sea lluvia,
se avergüencen los recuerdos
y el olvido siente cabeza en la memoria.
Emigre de las pesadillas de amor perdido
de los sueños en primaveras festivas,
escape tanto del dolor, como de las caricias.
Somnoliento en mi cueva
volví a vestir el traje gris de dignidad dura e inmutable
el empaque rojizo de pasión.

Las vueltas sinfín del reloj han distorsionado las cosas,
extraviaron mi capacidad de encontrar dulzura en lo cursi
y la facilidad con que solía aferrarme a su amor,
justificaron su ida con mi orgullo.
Pero admito que el orgullo
a esta instancia es cobardía.
Supongo he resignado mucho,
abandoné las enormes montañas
para construir mi hábitat en una meseta desolada y pantanosa.

La noche, otra vez,
tan sólo es noche. Tu cara una roca
cuando dices no amarme,
las palabras
ausencia, y la lluvia
agua que moja, agua,
agua que cae.
No es lo ideal, ni debería conformarme
no puedo mentir, ni decir que soy feliz
puedo jurar que lo fui.
Poesías encadenadas en sus camas de papel.

Madrugué esta noche encontrando
que, resignado, desde el principio
conocía el fin de la historia.

PÁGINA 4 - ENSAYO

H. A. Murena: la inversión de la mirada.


Por Esteban Moore (Buenos Aires/Argentina)

H. A. Murena nació en Buenos Aires en 1923, en el hogar de una familia modesta, alejada de las preocupaciones del mundo intelectual de la época. Ingresó en el Liceo Militar; posteriormente se inscribió en las carreras de ingeniería, en la Universidad Nacional de La Plata, y de filosofía, en la Universidad de Buenos Aires, abandonando en ambos casos sus estudios. Siendo muy joven comenzó a escribir sus primeras páginas, y a leer, vorazmente, como lo hacen generalmente los autodidactas. De su paso por la Facultad de Filosofía y Letras le quedan amigos como Alberto Girri y relaciones con los integrantes de distintas revistas literarias.
En 1946 aparece Primer testamento, un volumen de cuentos, y, desde entonces, dedica todas sus energías a la literatura y al ensayo de interpretación. En su corta vida publicó más de una veintena de títulos en distintos géneros: poesía, ensayo, novela, cuento y teatro. Existe además una recopilación de una parte de los diálogos que sostuvo con D.J. Vogelmann frente al micrófono de un programa radial; la edición, titulada El secreto claro (1978), estuvo a cargo de Sara Gallardo y del propio Vogelmann.
Murena, un incansable colaborador de la revista Sur y del suplemento cultural del diario La Nación, se ganó la vida realizando tareas editoriales, asesoró a Sur de Buenos Aires y a Monte Ávila de Caracas, y codirigió la Colección de estudios alemanes de la primera, en la que se difundieron autores como: Jürgen Habermass, Theodor Adorno, Herbert Marcuse y Max Horkenheimer, entre otros.
En los años 60 tradujo a Walter Benjamin, introduciéndolo por vez primera a nuestro idioma. En 1967 la editorial Sur da a conocer sus versiones en Ensayos escogidos, una selección de los Schriften que reúne: Sobre algunos temas en Baudelaire, Tesis de la filosofía de la historia, Franz Kafka, Potemkim, Un retrato de infancia, El hombrecito jorobado, Sancho Panza, La tarea del traductor, Sobre la facultad mimética, Para una crítica de la violencia y Destino y carácter.
Este hombre de letras, fue durante tres décadas un participante activo y destacado en la vida intelectual del país, un gestor cultural que además posibilitó, con su generosidad, la edición del trabajo de otros autores en el país y en el extranjero, sin olvidar el hecho fáctico de que nos ha legado textos que se niegan a desaparecer.
Entre 1946, año en que publica su primer libro, y 1975, cuando repentinamente su corazón, largamente agredido por los excesos alcohólicos, deja de bombear, median sólo 29 años. Éstos fueron suficientes para protagonizar una titánica tarea, escribir como se ha señalado una gran cantidad volúmenes, traducir al castellano autores que enriquecen nuestra propia tradición y participar activamente del duelo de las ideas de su tiempo, generando en algunos casos polémicas que aún nuestra sociedad no ha saldado.
A pesar del gran aporte que hizo a nuestras letras y pensamiento, desde el día de su muerte, a los 52 años de edad, Murena comienza a ser olvidado con una sistematicidad que asusta a algunos y despierta la sospecha de otros. Sus libros se volvieron objetos inhallables en las librerías, incluso en muchas bibliotecas.
La reorganización del canon literario que periódicamente realizan algunos autores en los suplementos culturales, operaciones funcionales a la constitución de una cabeza de playa en la tradición literaria argentina, convenientemente protegida por una lista de nombres de amigos con relaciones en el mundo editorial y en el de la crítica, no lo tiene en cuenta, y, cuando se consigna su nombre en letras de molde, es para dejar establecido que su obra se está convirtiendo en cenizas, o que él no supo comprender el dolor y el sufrimiento de los pobres en América Latina.
No obstante el estado de cosas, en la última parte de la década de los 80 sus libros comienzan a ser buscados por un grupo de autores, en su mayoría poetas, que desean saber más acerca de la obra de este hombre que con pasión se dedicó a pensar la Argentina. Se comienza a hablar nuevamente de Murena. En bares como el Argos de Colegiales, donde la ginebra se sirve generosamente durante toda la noche, o en la pizzería Llao Llao de Barrancas de Belgrano, en las inmediaciones del Barrio Chino, su nombre flota enigmáticamente en las conversaciones. La charla de café lleva a la lectura, algunos de sus libros circulan de mano en mano, ajados y anotados. Al contrario de Borges, que participa de “un fenómeno vinculado a la cultura de masas [...] y ha ingresado, por acción del periodismo escrito, oral o visual, en el campo de lo que Roland Barthes denomina mitologías, Murena parece hacer pie en este misterioso territorio gracias a la voluntad de un reducido grupo de lectores. Entre ellos se encuentran Adolfo Castañón y Aurelio Major, traductores de Después de Babel , quienes recurrieron a sus versiones de Benjamin, de las que tomaron los pasajes incluidos por Steiner en esta obra esencial sobre la traducción.
En los años siguientes comienzan a circular algunos trabajos que reconsideran diversos aspectos de su obra: Murena, la palabra injusta de Hugo Savino; H.A. Murena de Héctor Schmucler; Relámpago de la duración de David Lagmanovich; Murena un crítico en soledad de Américo Cristófalo ; El intelectual ultranihilista: H.A. Murena antisociólogo de Leonora Djament7; Murena en busca de una dialéctica trascendental de Silvio Mattoni8 El silencio imposición-incomunicación con el nuevo mundo en la perspectiva mítica de H.A. Murena de Leonor Arias Saravia y Visiones de Babel, una antología de su obra realizada y prologada por Guillermo Piro. Selecciones de sus poemas son rescatadas por las revistas especializadas El jabalí y Diario de Poesía.
H.A. Murena atravesó el firmamento del período en el que le tocó vivir como un aerolito, como tal, se estrelló en la realidad del planeta. Los restos de su materia incandescente aún permanecen desperdigados en todos los géneros literarios. Sin embargo, se debe destacar que es en su poesía, donde hallaremos algunas pistas que nos guiarán cuando nos acerquemos al conjunto de su obra. Fue ante todo poeta. Su búsqueda vital está condicionada por esta práctica. Particularmente por aquella vertiente de la denominada poesía moderna, que en su relación con el racionalismo, protagoniza cruces y enfrentamientos, a través de los que “...los poetas redescubren una tradición tan antigua como el hombre mismo y que, transmitida por el neoplatonismo renacentista y las sectas y corrientes herméticas y ocultistas de los siglos XVI y XVII, atraviesa el XVIII, penetra en el XIX y llega hasta nuestros días. Me refiero a la analogía, a la visión del universo como un sistema de correspondencias y a la visión del lenguaje como el doble del universo”. Un universo que Murena parece percibir en constante creación, donde el pasado y el futuro se funden en un continuo presente, en el que intuye una oculta semántica cuya notación no le es revelada.
En el prólogo de Ensayos sobre subversión, afirma que si el escritor tiene pretensiones de contemporaneidad debe comenzar por ser “anacrónico, en el sentido originario de la palabra que designa el estar contra el tiempo [...] lo que él mismo llamó: arte de volverse anacrónico. Ese arte lo movió a abrirse a las tradiciones hermetistas o religiosas. Éstas lo acercaban, dijo, a la orilla primordial del recuerdo. Esa orilla era la imagen del Paraíso, antes de la Caída. La nostalgia de Occidente es lo paradisíaco. El judeo-cristianismo acentúa hasta paroxismos sicóticos el sentimiento de culpa que lo atormentó durante su vida.” En distintos textos, Murena, refiriéndose a la Creación, infiere la existencia primera del logos, la palabra: “el Verbo fue lo primero que existió” o “En el principio fue el Verbo”, sin indicar explícitamente si tiene en mente el Antiguo o el Nuevo Testamento: el Génesis o el prólogo del Evangelio de San Juan: “ Al principio era el verbo,/ y el Verbo estaba en Dios,/ y el Verbo era Dios”. Estas referencias traen de un remoto pasado la personificación de un Dios que ‘habla el mundo’ y lo hace en la lengua del Edén, aquélla signada por la comprensión absoluta, la que después de Babel se astillará en fragmentos. Pero, a diferencia de su traducido Benjamin “...que en términos derivados de las tradiciones cabalística y gnóstica, funda su metafísica de la traducción en el concepto de una ‘lengua universal’ ”, Murena hace su propia lectura de los acontecimientos ocurridos en Babel. En La sombra de la unidad escribe: “ La unidad de la lengua de la que gozaban los hombres de Babel constituía en cierto modo un espejismo. Era el reflejo, el legado del saber obtenido al comer del fruto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Ese saber presupone un discurso único, total, según el cual la entera vida sería cognoscible incluso antes de que naciera: ese saber, ese discurso -del que surge la lengua única de Babel- es locura. Locura: que alguien vivo imagine que la energía y la libertad de la vida son totalmente previsibles, o sea que dictamine la esclavitud, debilidad y muerte de la vida. [...] La dispersión por la tierra, la confusión de la lengua, tiene por fin indicar otra vez al hombre cúal es su naturaleza, cúal es su destino: la diversidad, el reino de las diferencias. El gesto de Yahveh libera al hombre de la locura del destino único, de la obsesión del regreso: le indica que el camino de retorno está para él sólo a través de la aceptación de la diversidad.” Los peligros que para él entraña el discurso único, representado por la espiral ascendente del progreso, una de cuyas formas más perfectas es una “ciencia sin sujeto” que en nombre de una lógica irrebatible puede decidir la muerte de todos los sujetos; sólo podrán ser inoculados en el espíritu humano mediante la aceptación de la diversidad y de la diferencia. Estos conceptos atraviesan su angustia y desesperación creativa en un tiempo en que la faccionalidad política y cultural existente en nuestro país, más que el reconocimiento del otro, pretendía su negación. Él no pudo concebir nuestra historia o nuestra tradición literaria en estos términos, quizás por ello su obra se nos ha ido haciendo tan necesaria.
Sarmiento, en su introducción al Facundo relata: “En la Enciclopedia Nueva, he leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en que se hace a aquel caudillo americano toda la justicia que merece por sus talentos, por su genio; pero en esta biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he visto al general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las masas; veo el remedo de la Europa y nada que me revele la América.”
H. A. Murena, transcurridos más de cien años, reafirma con vehemencia las palabras del sanjuanino: “Con América se da el escándalo de que –salvo frustrados intentos- ha sido y es interpretada por los americanos, según una clave puramente europea”, un viejo mal que aquejaba al país desde la independencia y que no había pasado inadvertido para la Generación del 37. Esteban Echeverría antes de su muerte escribió: “¿Qué nos importan las soluciones de la filosofía y política europeas que no tiendan al fin que nosotros buscamos?”
Murena presiente que se han agotado todas las instancias, ya no nos queda otro camino que buscar nuestras propias respuestas en clave local y que debemos tener el ánimo o el coraje para realizar esto que considera una tarea fundacional. Está diciendo: debemos tomar esta decisión y llevar adelante lo que él en un momento denominó el ‘parricidio’, término éste que en el campo de la literatura representaría una nueva lectura apropiatoria de nuestra tradición, actitud que él percibe con toda claridad en nuestro poema nacional: “Martín Fierro es el exponente del decidido parricidio lingüístico- poético. Tanto el acontecer como la forma del lenguaje del poema sólo pueden ser aclarados totalmente sin falsedad desde el punto de vista del parricidio histórico-cultural.”
En Retrato del poeta, dedicado a José Hernández, refuerza su tesis: Imagínenselo: / tenía más de un metro ochenta de estatura, / cuerpo de león, /pero en el medio del pecho / un signo trémulo y fatal/ como el amor o el fuego. [...] Comprendan, se educó en los campos, / en jóvenes ciudades, vería / las libres caballadas del alba / surgiendo de lagunas brumosas, / cubiertas de misterio / con que empieza la vida, habrá tocado / criaturas humilladas, pobres, / caídas, todo el dolor argentino / en su abierta llaga, / mientras en su centro puro / la poesía se alzaba / soñando las voces nuevas / para una belleza de rostro arrasado. [...] Imagínenselo ahora, / mercaderes, capitanes, políticos, / hombres eminentes y hombres oscuros, / almas enfermas de un tiempo / que perdió el futuro, imaginémonoslo. / Su corazón late todavía / en el vivo viento de las tardes claras, / toquémoslo con el sentimiento y la mente: / será como si nos purificáramos.”
En este poema nos pide que soñemos las nuevas voces para una belleza arrasada, que nos acerquemos a esos textos como lo hizo Arturo Jauretche, permitiéndole decir más tarde: “La anatomía y la fisiología de aquellos libros –digamos, Facundo, para el caso- son expresiones nuestras; nuestro es el apóstrofe, nuestro es el relato y la forma de la pasión, y nuestros son el tema, la evocación, los hechos [...] y si el lector aparta el texto contrariado por la falsedad de los planteos o de las conclusiones, vuelve al mismo conquistado por el encuentro de la propia sensibilidad, por la identidad nacional que reconoce en la factura de quienes ejemplifican con hechos propios del país, por los modos de decir, que son los de sus paisanos, y por las analogías, referidas siempre al paisaje, los hombres y los hechos que le son familiares.” Estas palabras con las que en más de una manera coincide Jorge Luis Borges: “El tono de su escritura fue el de su voz; su boca no fue la contradicción de su mano. Fueron argentinos con dignidad: su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un malhumor. Escribieron el dialecto usual de sus días: ni recaer en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia. Pienso en Esteban Echeverría, en Domingo F. Sarmiento, en Vicente Fidel López, en Eduardo Mansilla. Dijeron bien en argentino: cosa en desuso. No precisaron disfrazarse de otros ni dragonear de recién venidos para escribir”, tienen la virtud de reconocer la carnadura de aquello que se expresó en una lengua cuyas inflexiones, su decir, nos son cercanos, que estableció el tono en el que todos estamos representados, la supervivencia del cual sólo se logrará si llevamos a cabo un nuevo adiestramiento de la mirada.
H. A. Murena nos insta a invertir la mirada, observar la periferia desde la periferia misma, anular el centro imaginado, vernos tal cual somos. Mirarnos en nuestro propio espejo y no a través de uno ajeno, en apariencia más elaborado y lujoso, que, invariablemente nos devolverá una imagen doblemente deformada de nuestra realidad. Pero también nos advierte que esta operación no puede ser protagonizada por una mente dividida, una cuyos hemisferios se enfrentan constantemente en una danza macabra, autodestructiva, augurando la cíclica reinstalación del fracaso.

PÁGINA 5 – NUESTRA POESÍA

Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez-Santa Fe/Argentina)

¿Qué oscuro itinerario nos devuelve al instante?


¿A dónde vamos después del poema?

¿Y de dónde volvemos,
cada vez, a la pira del verbo?

Blando cieno
se hace tiesto.

Desierto,
brota en yerbajo;
aromáticas matas de espliego;
pócima o infusión de lavándulas
para la sed insomne.

¿Voz robada en la noche
a las confusas perlas suspendidas del cielo?

¿Qué imán las trae y nos trae?
¿De qué miraje viene,
aire de qué alvéolo,
veta de qué subsuelo,
la palabra que siente y canta?

Misterio de misterios,
entre el silencio y el diálogo,
florece
el pensamiento.

RES / VERBA

palabra como agujero negro
palabra como cuerpo celestes en el ojo del astrólogo
palabra como aurora austral
alfileres de gancho anzuelos anclas del alma
palabra boleadora que tumba la danza
palabras como flechas o látigos
palabra como hacha de piedra
que vuelve desde la prehistoria a partir los frontales del futuro

palabras en cuatro patas palabra como trompada en la nariz
palabras que chorrean fuera de lugar
como los viejos prostáticos
palabras sobre la piedra mayor del sacrificio
palabra que sube del fondo del volcán apagado y lo encienden todo
palabra que vomita esqueletos anónimos y les devuelve el nombre
palabras que caminan por la cara como arañas hambrientas
palabra que roza como ala de murciélago y te deja sin sangre

palabras
que quedaron servidas en la mesa
por si alguien quería pellizcar a los postres
y se las llevó el perro

Nuestros fuegos sueltan la lengua

en la tempestad tu nombre pregunta mi nombre
bajo los chuscos carteles tu historia
pregunta mi historia
entre paréntesis tus ojos preguntan mis ojos

-mi lluvia y tus cabellos se preguntan el día-

más allá de todo tu sangre
pregunta mi sueño

más acá de todo
tu cuerpo pronuncia mi cuerpo

Cosa

Lo mejor sería
que se quiera todo con todo
aunque no se pueda

Lo peor es
que no se quiere
aunque sí se puede

así,
l lo que se podría
se pudre

pero
l lo que insiste
insiste,
dijo Pero.

Nacer es un camino infinitivo

ayer volví a nacer
lluvia sobre los campos agua nueva
mis manos en la tierra trabajada
vecino de la abeja y de la flor
compatriota del pájaro y la estrella
un pan de fuego bajo el brazo añil
clara canción entre los claros dientes

corazón
dientes
nuevo

de dioses diablos de la húmeda tierra
en relámpago orgásmico broté
dolor y goce ayer cielo del nido
los ojos altos el espacio a tiempo

de pie
del sur
de luz

capaz del fuego el miedo pueblomundo
negro
gringo
indio
rengo como la danza o como el cuerno
al cabo de mis padres vine a dar
barrio
Rubén
ayer
dotado de esta cuerda en que vibrar
la palabra el lugar la sal el sueño
polvo
trueno
hombre nací
para subir
a ser
los hombres



PÁGINA 6 - CUENTO

Olvido


Por Orlando Van Bredam (El Colorado-Formosa/Argentina)

Lo terrible sucede una mañana de éstas. Usted sale de su casa y olvida la cara en el espejo. Anda todo el día sin saberlo. Es decir, que nadie se lo dice. Nadie le reprocha tanta lisura, esa página neutra en lugar del rostro. En realidad, usted piensa que nadie lo mira ni lo ha mirado nunca, preocupados como están los demás por sus propias arrugas.
Pero no es así. Ellos murmuran. Y el murmullo crece como una música indeseable. En voz baja, con guiños cómplices y esquelas anónimas que cruzan la oficina, conspiran contra usted.
Tampoco sus vecinos o su mujer o sus hijos le señalan el olvido. Nadie parece advertirlo. Tampoco usted, lógicamente, que al mirarse nuevamente en el espejo, recupera la cara perdida.

PÁGINA 7 - ENSAYO

La punta de la madeja


Por Marcelo Di Marco (Buenos Aires/Argentina)

"La inspiración existe, pero es mejor
que nos encuentre trabajando."
Pablo Picasso


Lo compruebo todos los días, dentro y fuera del taller: montarse en la inspiración y sacar de lo profundo a nuestros ángeles y demonios es apenas una etapa inicial de la creación poética. Valioso en sí mismo, este "pensar por escrito" es incluso independiente de la escritura, ya que podríamos hacerlo con la ayuda de un grabador, sin lápiz ni papel, sin stilus. Pero después viene el legítimo laburo: darle sin asco a ese bloque de mármol que es el poema en bruto, corregir esa primera versión según las inquietudes estéticas y la capacidad técnica de cada poeta. Desde el vamos, un buen coordinador debería demostrarles a los escritores que trabajan con él que la cosa quedará estancada si no le dan a la corrección el lugar que se merece. Escribir bien es, principalmente, tomar el texto por las astas y eliminar los escombros. Escribir bien es no escribir más de la cuenta. Escribir bien es expresar las ideas con las palabras justas. El estilo, que le dicen.
Pero no todo el mundo piensa igual. Por ejemplo, cada vez que me toca ser jurado de concursos, siento la tentación de pedir guita extra por trabajo insalubre. Porque la proporción de lo que se envía es siempre la misma: carradas de "versos" insignificantes –algunos hábilmente montados para simular poesía– conviven con dos o tres poemas vigorosos, expresivos y sinceros que, con justicia, terminan por alzarse con los premios. Dentro de ese 95 % descartable, invariablemente aparecen los acostumbrados tics: frases hechas y lugares comunes, expresiones "apasionadas" y estados de ánimo "poéticos", estructuras fallidas, imágenes incomprensibles, adornos al por mayor. De la música del poema, ni qué hablar: todo huele a prosa cortadita y desflecada, derechita y para abajo. Pienso que en tales trabajos no hay, justamente, eso: trabajo. Da la impresión de que el remitente de dichas correspondencias no pudo resistirse a dejar las cosas como están, después de haberlas vomitado en el brillo de la pantalla o sobre la página en blanco. Yo soy así, dicen, qué voy a hacer. Tómame o déjame. Y yo, personalmente, a la hora de poner los escritos en la balanza, opto por lo segundo y los dejo. Y confieso que, a menudo, los dejo con pena: leo algunos poemas más de una vez, y noto en ellos cierta belleza, cierta sonoridad… pero en estado bruto, sin acabar. Y, mucho menos, sin pulir. ¿Qué sería de esos textos –no me atrevo a llamarlos poemas– si su autor encontrara un adecuado método de corrección que le permitiera eliminar la pirita y destacar el oro?
Hay escribidores de versos a quienes esta cuestión les importa tres pepinos. Y así les va. Creo que su postura tiene muchísimo que ver con los apresuramientos de la juventud, con la supuesta lealtad a uno mismo, con una interpretación histérica del término inspiración, con cierta adoración a la espontaneidad, a la intuición transgresora y a la tan mentada incorruptibilidad del artista.
Pero en la vereda de enfrente hay verdaderos escritores que procuran hacer el trabajo bien hecho. Conocen la diferencia entre escribir poesía y soplar botellas. Están empeñados en conquistar un estilo propio. Y saben que estar empeñados en la conquista de un estilo propio supone dar con el criterio de corrección que mejor se adapte a sus intereses poéticos. Y en esa búsqueda van aligerando peso: sin el fardo de las imperfecciones, sus poemas se vuelven dinámicos, relevantes, se encaminan a ser auténticamente personales.
Trabajar así implica vencer el pánico al strip–tease del alma. Y significa descubrir tarde o temprano –allá por el cuarto o quinto libro– la plenitud, la felicidad de la creación. Quien lo probó, lo sabe.

PÁGINA 8 - CUENTO

Galatea


Por Eva Feld (Caracas/Venezuela)

1
Galatea Hemera sufre una intransigente aversión hacia las entrevistas de prensa. Le parece que todos los fablistanes preguntan las mismas cosas para tergiversar sus respuestas con más maldad que alevosía. Sufre al sólo pensar que en cualquier interpelación por parte de los medios de comunicación de masas, tendría que repetir que:
- Escribe cual vil delincuente, robando minutos laborables, asesinando afectos y compromisos, sacrificando ritos, mitos, hitos.
- Lee como casi todo el mundo, con poca luz, en posición horizontal y luchando contra el poder omnipresente de la televisión y de la radio.
- Añora, como otros escritores, ese día en que pueda dedicarse exclusivamente a la literatura, o a los acertijos que encierran las palabras, por ejemplo la raíz torno prefijada por diversas preposiciones (con -en - tras).
La palabra torno en particular no le es ajena, podría decirse justamente que por allí empieza todo su tropiezo con la vida y también con la ya mentada aversión hacia la prensa. Torno y prensa fueron durante su juventud asuntos de sobrevivencia porque a los dieciocho años ya tenía dos hijas y temprano tuvo que saber también cómo operar máquinas herramientas ocho horas diarias, seis días a la semana. Poco le importaba entonces a Galatea el divorcio entre sus manos, la derecha en la palanca, la izquierda atenta al teclado regulador de cotas; los peligros inminentes en el manejo de cuchillas, cizallas o diamantes agregaron el toque de desafío, intimidación o aventura, según se tratase de un lunes somnoliento, de un jueves imperecedero o un sábado liberador. Fue posiblemente su regusto por la fantasía lo que le permitió a Galatea sobrevivir a aquella rutina, casi robótica, con la que producía en serie tornillos, a veces tuercas y ocasionalmente remaches. Una de esas fantasías convertía a Galatea en poder empresarial y le permitía manejar el tiempo a su favor, entonces remachaba sólo adjetivos calificativos, torneaba giros literarios y colocaba las frases más complejas de su recién insuflada imaginación entre cuatro garras autocentrantes, para arrancarles la viruta sirviéndose de una mezcla de humores conjurados capaces de lubricar la operación y de amansar simultáneamente el hierro y las ideas.
Del taller de tornería voló Galatea por un asunto de meros celos porque el patrón nunca logró acercársele lo suficiente como para descubrir a ciencia cierta el porqué tenía Galatea esa cara de felicidad que lo mantenía al acecho, en vigilia y nuevamente al acecho. Se descubrió el patrón fantaseando de día, en pleno viernes de caja, en medio de importantes reuniones de junta directiva y hasta de noche, en la cama, aún asegurándose de colocar ambas manos por encima de la frazada, tal como se lo exigían sus padres desde pequeño para evitar tentaciones.
Se desbordó el patrón, Don Skruch, el primer y único día en que Galatea faltó al trabajo. Se volvió un amasijo de nervios, de añoranza y de rabia, pero sobre todo privó su impotencia, la misma que sentía a la vera de cualquier encuentro romántico, en todo preludio, en el nudo y en el siempre descorazonador desenlace. Herr Skruch estaba muy asustado -tan sajón de pronunciación, tan áureo de piel, tan rico en divisas- jamás se hubiera permitido enamorarse de Galatea. A frau Skruch ni siquiera le interesaba sospechar de su marido mientras hubiera champaña en la heladera y sobre todo heladera en el lecho. Hacía ya un buen quinquenio que se reconocía alérgica a los roces e histérica a mayores pretensiones, por aquello que ya se sabe sobre Herr Skruch. De todos modos, valiéndose de una excusa exclusivamente laboral, Herr Skruch despidió a Galatea creyendo que así, exiliándola de su vida diaria, se libraría de su tormento. Error.
Galatea en cambio, aterrizó, por pura casualidad, en el terreno de la construcción. Allí aguzó su sentido práctico para analizar a calicanto cualquier arquitectura formal y entre cemento, cabillas y encofrados, se le fueron adosando junto con los ladrillos, algunos cálculos estructurales, que luego fueron estructuralistas y lingüísticos. Mención distinguida merece esta vez el torno: “aparato que sirve para la tracción o elevación de cargas por medio de una soga, cable o cadena que se enrolla en un cilindro horizontal llamado tambor, provisto o no de engranaje reductor”. Ya para entonces Galatea cumplía veintiún años.
2
La casa matriarcal, que compartía Galatea con sus hermanos, dos hijas, muchas guacamayas, una mona, una lora, varias cuñadas y demasiadas visitas, chillaba quejas humeantes en el patio central. Allí se desplumaban gallinas, se pelaban vituallas, se amasaban bollos, se echaban cuentos y se campaneaban tragos. Las peleas entre perros, las riñas entre niños y los chismes entre comadres, quedaban siempre sin resolver.
Alpargatas y botas, tacones y pies descalzos teñían sin compasión las paredes y esas mismas huellas estercoleras marcaban pisadas apuradas hacia los más disímiles escondites: hacia hamacas bien ancladas, hacia los poyos de las ventanas para aguardar al dulcero o al serenatero, según la edad o las circunstancias, y muy pocos hacia el “para qué”, un escondrijo perfecto para amores urgentes y trastos inservibles, porque casi nadie iba nunca al para qué.
Sólo Mamá sorbía de a poquito su anís griego como en todos los cumpleaños de Galatea, saboreando, esta vez, los últimos vestigios que quedaban en esa botella llena de recuerdos. Revivía en ellos cada momento de los silencios completos, absolutos, fantásticos que había compartido con un marinero desconocido, veintidós años atrás. Atrás del carenero natural en el que buques mercantes, embarcaciones de pesca o veleritos de fin de semana se recostaban en la arena para sanar sus costillas, aliviar sus excoriaciones o simplemente dormir en tierra firme para vomitar viejas resacas, escupir caracoles o afeitarse las barbas de algas y moluscos. Allí, en ese remanso de balandros y galeones, había podido Mamá callar por primera vez en su vida. Y su callar fue tan perfecto porque tuvo un y único testigo: aquel marinero despalabrado, de aliento anisalado y mirada punzopenetrante. Mamá y marinero callaron juntos instantes eternos. Fueron tertulias mudas. Fueron decires sinuosos, bailes selenitas, besos imperecederos sin que jamás pronunciaran ni una sola palabra.
Mentira venial. Una sola palabra creció entre ellos, un único grito desgarrador: ¡Gaaaaalaaaaateeeaaaaa!, un adiós de marinero vociferado con el favor de los vientos Alisios desde la popa de la embarcación, pero cuyo eco le templó el tímpano a Mamá para toda la vida. Se quedó en la playa con los pezones encendidos, asfixiada por borbotones de lágrimas. En su mano izquierda, la botella de anís, en la derecha el recuerdo febril de cada palmo de esa piel viril tan igual a la arcilla por reseca y agrietada, por colorada y obediente y sobre todo por volverse cuenco de tinajero, que es como decir de agua clara. Llevó su embarazo igual que los anteriores porque éste era su tercero. En ausencia de quejas ó aspavientos, nadie se sorprendió siquiera al oirla rimar hacia los cuatro vientos, varias veces al día, un único y ya casi mítico nombre:
¡Galatea Dios de vea!
La criatura nació con esa cara de felicidad que desquició a Herr Skruch y que catapultó su adultez, precisamente a partir de ese vigésimo primer cumpleaños, hacia una fama inaudita, amen del nacimiento de Eufemia, su tercera hija. Una niña dotada con la facultad de mirar profundo, que se alimentaba exclusivamente de leche y pan. Leche espesa de comadrona, pan de harina cernida en un viejo torno, residuo industrial de la panadería familiar que regentara otrora Don Ramelio y cuyos croissants, brioches y baguettes sembraron una añoranza vitalicia en todos aquellos que los probaron.
Galatea trabajaba más que nunca, con tantas hijas la vida se le volvía más exigente, pero se la notaba aún más feliz desde que escribía aquellos cuentos que antes únicamente se narraba hacia adentro y sólo para espantar el dolor, el miedo o el cansancio.
3
El señor Skruch se bajó de la balanza perplejo: ¡ciento veintitrés kilos!. Ni que hubiera estado comiéndose sus tornillos y sus tuercas. No era posible que pesara tanto si, desde que su señora lo había abandonado llevándoselo todo, apenas si comía, apenas si vivía, apenas si dormía. Ni la vanidad, ni el dominio del alemán, ni los recuerdos perversos contienen calorías…
En el cuento ganador del Concurso Municipal de Narrativa, Galatea se había valido de su antiguo patrón para crear un personaje insólito que engordaba muriéndose de hambre. En otro de sus cuentos galardonados, Galatea inventó una sociedad femenina en la que se sacrificaba a los hijos varones. El matriarcado escogía democráticamente un número ínfimo de ejemplares masculinos para la procreación de la especie. Esos escasos varones se criaban como sementales con suma dedicación. En este cuento surgió una heroína que quiso salvar a su hijo de ese destino y para lograrlo se valió de argucias extraordinarias, que luego Galatea tuvo que justificar hasta la saciedad en infinitas ocasiones.
Durante un tiempo Galatea se distrajo improvisando cuentos al azar. El punto de partida de estos relatos era el nombre de las personas que los escuchaban. Un día, por ejemplo, en su entorno se encontraba un Humberto Blanco, y Galatea aseguró que se trataba de un duende camuflado, cuyo verdadero nombre era Um Gris. La hache no sería más que un heraldo para equipararse con ilustres griegos históricos (Heráclito, Hermógenes...) y el berto una treta para pasar desapercibido como cualquier Gilberto o Norberto. El apellido Blanco le servía sólo para hacerle el juego a la sociedad polarizada y dual donde vivía.
Hubo un cuento de un espejo-cárcel que penalizaba las indecisiones. Existió otro de menstruos y otros flujos.
4
Eufemia seguía hablando poco y mirando adentro, como era humilde y delicada, evitaba los ojos de los demás. Callada, tímida e introvertida sorprendió a todos el día que anunció sin titubeos su decisión unívoca e inapelable de ingresar al Convento. Unos días después, Galatea la vio desaparecer para siempre tras el torno, ese armario cilíndrico empotrado en el muro de los conventos, que gira sobre un eje y permite introducir o extraer objetos sin contacto con el exterior. La prensa se encargó de la difamación y la alevosía: le inventaron un embarazo sobrenatural, le atribuyeron poderes satánicos, la tildaron, la estigmatizaron, la injuriaron, la insultaron.
Los proyectos de Galatea yacían entonces sobre su mal iluminada mesa de noche. Seguía trabajando desaforadamente para mantener una gran familia y de retorno a su contorno, una sola redacción, la de un aviso de prensa, le robaba la respiración: “Se solicita tornera:…”
5
Puede que suene paradójico y hasta inconexo que haya sido precisamente herr Skruch quien se hubiera convertido, al cabo de los años, en pretendido mecenas de Galatea. Jamás volvieron a verse, pero la historia inventada por Galatea tuvo tal efecto liberador en su antiguo patrón, que se impresionó a sí mismo al dasatornillar simultáneamente su matrimonio y el taller metalmecánico de sus cuentas bancarias y de sus afectos. Se dedicó desde entonces a beber cerveza en los bares y a investigar acerca del paradero de Galatea. A punto de un rotundo fracaso y su consecuente depresión - la segunda en su vida, por culpa de Galatea-, resolvió investigar el único dato que había logrado escudriñar, constaba de tres palabras: Eufemia, Convento, Torno.
Cual recadero de monjas anduvo Skruch de templos hasta que un día, en la repisa de uno de los tantos tornos que había estado auscultando postrado, apareció un sobre con olor a santidad. Se volvió un amasijo de nervios y sintió que en verdad pesaba ciento veintitrés kilos como en el cuento de Galatea. Jadeaba, temblaba y el piso, bajo sus pies en retirada, crujía provocando mudos reproches en los feligreses. Cuando por fin ganó la calle apechugando el sobre hasta arrugarlo, entendió que sólo difundiendo la obra de Galatea lograría insiliarla en su vida.

PÁGINA 9 – ENSAYO

La Palabra Recuperada


Por Esther Andradi (Berlín/Alemania)

a Laura Yasan, poeta

Al principio fue el Verbo, dice la Biblia. Así que antes de ríos de fuego, de torrentes de agua, de tierras movedizas y estrellas poco verosímiles que se solidifican, antes del “big bang” fue la palabra. No estoy muy segura de ello, ¿por qué habría de estarlo? Sin embargo, cuando ya no queda nada, cuando tocamos fondo, cuando morimos, cuando nacemos, antes de la tijera, de la guadaña, del fin y del principio, vale la palabra. El salto cualitativo que nos separa de la estridencia y nos deposita en el otro extremo, frente al silencio.
En el "subte" de Buenos Aires los buscavidas ofrecen de todo. Pocos venden. Al final por lástima, viajando una se va llenando los bolsillos de chucherías. Insólitos souvenirs que evocan el desatino de salir a vivir todas las mañanas. Lapiceras inútiles. Destornilladores chinos. Estampitas de San Cayetano, protector del trabajo en cruzada anti-neoliberal. Calcomanías. Lápices de colores. Cordones para zapatos. Todo al precio más bajo del mundo. Más bajo que en el hipermercado. Más bajo que en la calle.
El "subte" es espejo del afuera. Es el subsuelo, el primer paso de la violencia del NO TENER en un mundo que ha hecho del consumo su favorito, su tarjeta de ingreso, su entrada triunfal. Todo en tecnicolor, con pantallas reproductoras de imágenes persiguiéndonos hasta en la sopa.
Ese día eran las nueve y media de la mañana cuando ingresé al subte corriendo, apenas un instante antes que se cerraran las puertas del vagón. Me senté, y me di cuenta que todos los pasajeros leían. Todos dije. Leían un folleto sin imágenes ni fotos ni dibujos que sostenían en sus manos. Como si hubiera llegado tarde a clase, espié por el hombro a mi compañero de al lado. Leía poemas. Mi compañero de al lado leía poemas, todos los pasajeros leían poemas en ese vagón a las 9:30 de la mañana de ese día.
El autor de semejante hazaña, aparentaba algo más de cincuenta años. Bajito, pulcramente vestido, con zapatos que hace mucho fueron nuevos y hoy seguían lustrados, con calva creciente y anteojos, las manos en los bolsillos, caminó lentamente hasta el fondo del coche. Desde ahí observaba. Parecía el profesor de este vagón. Y todos los pasajeros los alumnos de alguna materia secreta. A saber por el rostro relajado de este hombre, se diría que estaba contento. O por lo menos tranquilo. Al llegar a la próxima estación, desde su esquina y en voz alta, como en clase magistral, preguntó:
—¿Quién tiene una monedita para la poesía de don Ramón de Almagro? Bienvenido sea. Y quien no, también. Les deseo muy buenos días.
Y dicho ésto, comenzó a recorrer los asientos, uno por uno, de sus cuasi- discípulos, recogiendo monedas. Algunos pocos le devolvieron el folleto. La mayoría lo compró. Y yo, que había llegado tarde, también quise.
El folleto contenía unos doce poemas. A la madre, al hijo, al abuelo, al amor, a la vida. No eran los clásicos, ni Goethe ni Schiller ni el Dante pero la gente ese día compró poesía en el subte. ¿En qué país del mundo la gente compra palabras en el metro? ¿Qué es lo que nos falta, qué nos sobra, a qué fondo hemos llegado para que decidamos comprar una palabra? ¿Por qué la palabra sí y el objeto, llámese lapicero, calcomanía, destornillador o cordones para zapatos no? ¿Qué compramos al comprar el Verbo? ¿Qué anhelo? Quien sabe y para qué importa.
Nosotros y nosotras, que buscamos respuestas, descubrimos una mañana que la poesía pregunta. Atiborrados, cansados, atribulados de mensajes publicitarios, dominicales, diarios, televisivos, estrambóticos, los consumidores de imágenes decidimos, por una vez, comprar aquello que instala una demanda desde el corazón. Y apretamos la letra entre los dedos.
A fin de siglo, la palabra vale por mil imágenes. Cuidado con su fuerza. Como el boomerang, vuelve.

PÁGINA 10 – POESÍA ARGENTINA

Don Ramón de Almagro - Ramón Valdez (Arrecifes-Buenos Aires/Argentina)

Tu Espalda

A Elsa

Tu espalda es mi descanso, mi sosiego,
es la calma después de haberte amado.
Tu espalda es un refugio donde llego
a lamer mis heridas, angustiado.

Tu espalda es el taller de mi poesía
en las noches que paso desvelado.
Tu espalda tiene el fin de cada día,
junto al sueño y un beso ya cansado.

Y si todo se me hace cuesta arriba,
si mi vida parece a la deriva,
más que nunca tu espalda es necesaria.

Pues si es dura la mano del destino,
tu espalda es el altar donde me inclino
para llegar a Dios... con mi plegaria.

Preguntas a un ancestro

¿En qué hemisferio
comenzó tu vida?
¿En qué combate
cosechaste mis miedos?
¿Escuchando qué pájaros,
a la sombra de qué árbol,
hallaste esta alegría,
de mi afición al canto
al comenzar los días?
¿Por qué motivo,
huyendo de que cosas
cruzaste un día los mares,
buscando un nuevo mundo?
¿Fue por sueños de gloria
o escapando del hambre
que volcaste en América
ésta que hoy es mi sangre?
Tú quizás no supieras
de escribir o estas cosas
más yo sé, y es seguro
ya que soy el testigo,
que nunca te ha faltado
una frase amorosa
ofreciendo a la vida
tu cariño y tu abrigo
Hoy quisiera que sepas
que sin saber como eras,
que sin saber en dónde
se han hundido tus huesos,
igual yo te recuerdo
y pienso, conmovido,
en cuanto habrás soñado,
en cuanto habrás sufrido,
tú, mi antepasado
en el tiempo perdido,
tú, mi antepasado
tan lejano y querido.

Poema del olvido

Tú puedes olvidar y los recuerdos
se pegan a mi piel, como un castigo

Tú puedes olvidar, yo sólo vivo
añorando el querer que se ha perdido

Tú puedes olvidar y a cada noche
mil vueltas yo le doy buscando olvido

Tú puedes olvidar. ¡Ay!, si pudiera
olvidar como tú, sin un suspiro.

Jazmines en Buenos Aires

Es Noviembre y los jazmines
han llegado a Buenos Aires.
Con un aroma dulzón
van invadiendo las calles.
En cada esquina hay un niño
que los vende, porque sabe
que toda mujer espera,
que todo hombre regala,
que, con muy pocas monedas,
se puede alegrar el alma.
Hoy los chicos de la calle
ya no mendigan, trabajan.
Los ramitos de ilusión
les dan pan para la casa
y unos bolsillos alegres
donde las monedas cantan.
Con el aroma dulzón
se va apagando la tarde
y en cada mesa tendida,
un vaso con flores blancas
nos dice que nadie olvida,
que hay un regalo en el aire,
que es Noviembre y los jazmines
ya perfuman Buenos Aires.

Página en Blanco

… y me vuelco a una página en blanco
a llenar los renglones vacíos...

...a tratar de formar con palabras
el poema que venza tu hastío...

...el que arranque por fin de tus labios
un susurro que suene a suspiro...

...el que pueda llevar a tus ojos
unas gotas de suave rocío...

...el que logre anidar en tu pecho
algo de esto que hoy late en el mío...

Me han tirado esta mañana

Me han tirado un beso esta mañana.
Me lo enviaron los labios de un niño.
Y tú sabes cuanta sed hay en mi alma
por una simple muestra de cariño.

Me han tirado un beso esta mañana.
Y mira como influyen estas cosas
que mi aburrido día de semana,
de golpe, se llenó de mariposas

PÁGINA 11 - CUENTO

Creación I- La construcción del universo


Por Ana María Shua (Buenos Aires/Argentina)

Seis millones de eones tardó en construirse el universo verdadero. El nuestro es sólo un proyecto, la maqueta a escala que el gran arquitecto armó en una semana para presentar a los inversores.
El universo terminado es muchísimo más grande, por supuesto, y más prolijo. En lugar de esta representación torpe, hay una infinita perfección en el detalle.
Y sin embargo, como siempre, los inversores se sienten engañados. Como siempre, realizar el proyecto llevó más tiempo, más esfuerzo, más inversión de lo que se había calculado. Como siempre, recuerdan con nostalgia esa torpe gracia indefinible de la maqueta que usaron para engañarlos. No deberíamos quejarnos.



PÁGINA 12 – ENSAYO

Curro Romero, Académico de Bellas Artes en Sevilla
.

Por Ramón Fernández Palmeral (Alicante/España)

Hay una sentencia judicial que dice que ser "currista" es una atenuante. Porque unos curristas después de ver aquellas 18 verónicas que dio en Sevilla cometieron bandalismo en el mobiliario urbano de pura alegría. Y es que cuando Curro Romero brindaba al cielo el viento peleón del aire se convertía en lobo manso. Yo le vi torear en la Maestranza en la feria de abril de 1970, hizo una faena antologica, y aquella noche me fui al hotel de Eritaña y me tiré por la ventana para romperme la crisma por pura envidia.
Para ser torero de verdad, torero de tronío y casta hay que tener duende, ya lo decía Federico García Lorca, y lo aseguraba Manuel Torres "sin duende no hay arte". Curro Romero tenía duende, como duende los tenía Camarón, toreó durante 50 años, no siempre estuvo bien, porque el arte es inspiración y sino que se lo pregunte a Picasso, porque algunas veces la inspiración es una niña caprichosa, una vez tuvo un mal presagio y se negó a torear en Las Ventas y acabó apagando el traje de luces en los calabozos, eran los años ochenta.
El maestro Francisco Romero López, nació en el 33 en Camas (Sevilla), el padre trabajaba en una finca de Queipo de Llano como jornalero, tiene la piel canela, los ojos verde oliva del verde que te quiero verde y le llaman el "Faraón de Camas". Él dice que "la pureza ha sido su mensaje".
El 5 ABRIL 2008 Curro Romero tomó otra clase de alternativa, esta vez puede presumir de ser profeta en su tierra, ha sido nombrado académico de la Real Academia de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría de Sevilla, el primer torero que abre esa puerta de silencio. A su lado, ha estado su bellísima mujer, Carmen Tello, y a la diestra una de sus mejores amigas, la duquesa de Alba, que fue su madrina, ya que ella, académica de número, es la que le había propuesto. Tuvo palabras para una currista de la nobleza, la madre de nuestro Rey.
El toreo es un arte, y ahora se ha beatificado por los académicos de chaqué color cuervo. Dignificado una forma de vida, "una forma de crear belleza sin otro instrumento que el capote y la muleta", como él mismo explicaba. En su discurso de investidura, el nuevo académico, ataviado elegantemente con el preceptivo frac, emocionó a los amantes de los ruedos.
En fin, que ha sido un tercio dominado por el discurso, le costó aprendérselo, los papeles no son lo suyo creo que hasta un psicólogo le tuvo de que decir "Pero Curro si tú eres el más grande en los ruedos, nada saben de toros los que se sientan en el Paraninfo, ¿a qué temes?" Claro, Curro a qué temes si como dice Antonio Lucas, tu perteneces a una dinastía que cabe en un taxi. Y es que la gracia sevillana también tiene su duende como duende lo tenía Aurora Pavón, La Niña de los Peines, que sólo cantaba cuando la boca le sabía a sangre.

PÁGINA 13 - CUENTO

La mujer en la ventana


Por Jorge Isaías (Los Quirquinchos-Santa Fe/Argentina)

Apenas la mujer se hubo asomado a la ventana, apoyando sus codos en el marco, esa ventana que estaba abierta como un ojo en la negrura de la noche, como un ojo solitario que permanecía latente, apenas hubo asomado la cabeza hacia la esquina una luz pobrísima titilaba, lo vio pasar . Era un hombre que iba vencido, con los hombros cargados, como sosteniendo sobre ellos un peso imposible de soportar para un solo hombre, para un solo ser desvalido sobre la tierra yerma.
La noche es sin embargo, una mancha oscura, una declinación negra del día que cayó de bruces, envuelta en tembladerales violetas, para ser devorada por esa niebla de brea que sin ningún diente actúa como una boa constrictora, devorándolo todo. Todo, menos esa ventana donde la mujer asoma su cabeza envuelta en una cabellera clara, que circunda su rostro comido por la oscuridad de la noche y sólo los hombros desnudos, resaltan con esa luz que duerme a sus espaldas. ¿Y qué habrá a sus espaldas, ya que desde aquí sólo vemos una parte de su cuerpo, fragmentos descuidados, cabeza, cabello, perfil del rostro y sus brazos desnudos que como una pena en la noche avanza sobre nosotros en una inmovilidad que nos presupone cierta eternidad, que sólo la mera curiosidad, tal vez, orientó su decisión, mientras nosotros imaginamos penetrar esa realidad suya que no nos será develada y que tal vez obedezca a motivaciones inescrutables, a un instinto oscuro, no develable a nosotros por más voluntad que en ello pongamos.
Y si esperara un amor, un hombre que no llega o que se retrasó en la cita y ella está pronta y con la cena lista, a punto de poner sobre la mesa un mantel de lino, con dos velas que sólo esperan el chasquido ansioso de un fósforo, con la botella de vino sin descorchar, porque ella sabe cuánto gusta a un hombre esa tarea que pone a prueba su –digamos- caballerosidad no exenta de hidalguía.
¿Y si fuera al revés? Ella no fue a la cita por alguna razón oscura que obviamente, desconocemos y se queda en la duda entre arrepentirse o vestirse y salir un poco apresurada a buscarlo.
¿Y si estuviera triste? ¿Y si estuviera con los ojos húmedos, ya que desde aquí no le vemos los ojos ni siquiera sabemos si son claros como el aire que llamamos cielo o negros como la noche o el olvido?
Del hombre vencido que pasó bajo la ventana donde la mujer está asomada ya no queda ni el recuerdo, apenas una estría en nuestros ojos curiosos lo guarda como el fogonazo breve de un fósforo, una línea sutil en nuestro cerebro que pronto se esfumará sin dejar el mero recuerdo: sólo los pasos cansinos, la espalda encorvada, las ropas oscuras y los zapatos gastados, que arrastra casi a su pesar.
Como un fragmento de esa realidad inapresable en que la percepción se activa y se diluye con la misma intensa rapidez. Pronto será una nada en nuestra mente, y también en la mente de la mujer que por otro lado no sabemos desde aquí si registró su paso anodino, casual, sin importancia verdadera.
Por esa calle vacía acierta pasar un grupo de muchachas parlanchinas, despreocupadas, a quienes el viento breve, mejor dicho, la brisa que viene del río acaricia sus blusas claras cubriendo los corpiños que resguardan la pasividad de sus pezones oscuros, con su aureola rosada, sin tener en cuenta cuántos estremecimientos se habrán producido en ellos al ser besados. Sólo pasan y en minutos ya serán recuerdo.
Pasa un ciclista solitario, como un demiurgo que corta la noche con los rayos de acero de las ruedas de su parca bicicleta, que lleva en esos mismos rayos haces de la luna en forma tan minúscula que apenas percibimos mientras la mujer sigue impertérrita, lejana, eterna en esa ventana y que no sabemos cuándo cesará esa inmovilidad que la reduce a esfinge cuando ya creemos haber batido todos los records de “voyeurismo” del que somos capaces.

PÁGINA 14 – POESÍA ARGENTINA

Gustavo Tisocco (Mocoretá –Corrientes/Argentina)

Lujuria


Gimiendo perduran
las manchas de este amor prohibido.

Me embriaga el vino seminal de tu estirpe.

Adicto, impulsivamente transpiro/exploto.

No hay fronteras
solo tu cuerpo dentro mío
saciándome...

Juguemos en el bosque

Juguemos en el bosque
si la bestia no está.

Si el lobo está
juguemos a la escondida.

Si te encuentran
jugarás a la mancha de sangre.

Aunque la sangre no veas
jugando al gallito ciego.

Si ríes, con la venda en tus ojos
irás a la ronda de San Miguel.

Allá en el cuartel olvidarás
direcciones, nombre de amigos
y perderás al ahorcado.

Una señorita de San Nicolás,
que sabe tejer, que sabe bordar
no quiere abrir la puerta para ir jugar.
Inquieta espera que regreses,
pero en la rayuela llegaste al cielo.

Triste Jardín

Con cada muerte,
con cada destello de cuerpo quemado
el bosque se cubrió de penachos rojos.
Cada guerra sembró semillas de verdes brotes
y entre gemidos y desgarros
un aluvión de orquídeas nos invadió.
Cada inocente abatido fue de pétalos cubierto
y a mayor dolor
un aroma de azahares inundó el aire.

Es una tristeza ver el jardín tan florecido...

Vino a visitarme hoy

Vino a visitarme hoy
Manuelito, el pobre muerto.

Trepamos nostalgias
y viejos avatares,
persistimos en la osadía
de reír pese a todo.

Lo vi libre
arraigado al eterno fluir
que da la luz.

Me percaté
que persisten aún
sus ojos azules.

Exploré
en su espacio
la eternidad.

Hoy vino a mí
mi amigo muerto,
pero el pobre soy yo.

PÁGINA 15 - CUENTO

Todo movimiento es cacería


Por María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral-Córdoba/Argentina)


Diana había redactado el aviso cuatro noches atrás, mientras Galia decoraba la casa y Verena diseñaba los detalles del menú. Desde el comienzo fue así: Verena se ocupaba de los asuntos de cocina y de la maceración de las carnes con adobos y pesadumbres que había aprendido a preparar en las Misiones Africanas. También Galia colaboraba a veces en la preparación de los platos, aunque no del plato fuerte; con ése sólo se animaba Verena, que había estado en Boca do Acre y a orillas del río Das Mortes y llegó una vez hasta Niamey para aprender entre salvajes -casi muerta bajo el sol- a condimentar carnes de caza.
Galia había vivido algunas temporadas en Matadi, Katanga y Port Etienne. Diana, en cambio, sólo había realizado en una ocasión un crucero por Molucas y -ya embarcada en el proyecto- recorrió Tricomalee y Calamianes con el propósito de perfeccionarse en modos de acceso a la presa; pero ninguna aprendió a cocinar como Verena. Eso, la habilidad que Verena desplegaba en la cocina, llevó a Diana a ocuparse de las relaciones públicas y las cuestiones de la caza - intensa, febril- e hizo que Galia, que tenía un gusto refinado y estaba emparentada con lo más granado de Buenos Aires, se encargara de la decoración de las salas, así como de la atención personalizada a las clientas, que era el sello distintivo del club.
Las tres habían anhelado ser otras. Lo habían deseado intensamente pero, como en el poema que Diana más amaba, el laberinto múltiple de pasos que sus días tejieron desde un día de la niñez, acabó por llevarlas a esa decisión. Siempre habían sido mujeres enérgicas, ávidas de conocer tradiciones insólitas, costumbres que alguna vez acabarían por serles de provecho; pero fue Galia la de la idea, la que convocó a sus amigas de la niñez, a comienzos de los ochenta, para fundar el club. Antes de eso, las tres habían militado en movimientos de mujeres y era esto, más que ninguna otra cosa, lo que dotaba de sustento al proyecto.
Juntas decidieron, desde los inicios, enmascarar las actividades bajo la forma de un servicio de acompañantes gordas, y ese encuadre, lo comprobaron enseguida, resultó inmejorable; pero no era un servicio de acompañantes, en realidad se trataba de un club, con socias, pago riguroso de cuotas, ritos de iniciación y ceremonias de pasaje, que tenía, entre otras comodidades, sauna, salón de belleza, sala de masajes y, como razón de ser, un restaurante exclusivo. Si alguien llamaba buscando una gorda o si, aunque más no fuera solapadamente, dejaba traslucir su deseo de encontrarla, ellas ponían en acción la maquinaria. Así funcionaron durante meses, de un modo privado, secreto, para satisfacer la demanda de amigas o conocidas, hasta que la materia prima resultó insuficiente y se vieron obligadas a publicar avisos.
El aviso decía: Acompañantes gordas. Gordas dispuestas a todo. A Diana le pareció que sonaba bien y que muchos se iban a interesar en la oferta. Las tres habían descubierto mucho tiempo atrás la existencia de hombres a los que les gustan las mujeres gordas y que se colocan frente a esto a medio camino entre un fetichista y un voyeur. Pero al cumplir cuarenta, descubrieron las delicias de la vida sibarítica e hicieron un plan riguroso de comidas donde no faltaban las macadamias ni los cocos, ni las castañas de cajú, ni las salsas espesadas con crema, con el propósito de engordar en un año no menos de sesenta kilos. Subir de peso, subir tal cantidad, no fue -como lo creyeron en un comienzo- tarea fácil. Cada una a su manera se había pasado veinte años haciendo dieta, a la pesca de amores perdurables; hasta que les nació la conciencia y decidieron dar un vuelco en sus vidas, mudar todo eso por las almendras, los chocolates, los licuados de banana con leche y los especiales de jamón crudo con manteca. Una vez libradas del rigor de la balanza, abiertas las compuertas para engordar sin límites, subieron rápidamente entre veinte y treinta kilos y se estancaron ahí, sin encontrar el modo de subir las cuentas a sesenta, setenta kilos, que era lo que necesitaban para ponerse en forma, iniciar el servicio de acompañantes y abrir el club a la clientela.
Probaron con pasta de avellanas y miel durante el desayuno. Se acostumbraron a interrumpir la noche con entremeses. Ponían los despertadores a las tres, a las cinco y a las siete, y manoteaban a oscuras los bombones de licor, las trufas, el chocolate en rama que habían dejado sobre las mesitas de noche. Devoraban en las mañanas aceitunas negras, provolone, panes untados con pasta de anchoas, con paté, con roquefort, con manteca, y se atiborraban de chicharrón que la mucama les traía del campo.
Se habían propuesto subir no menos de tres kilos por semana para que los preparativos de apertura no se demoraran, de modo que en meses -a lo sumo un año- estuvieran en condiciones de abrir un comedor que se convirtiera en el atractivo fundamental, el non plus ultra del club. Pero lo que en un comienzo pareció de extrema facilidad, terminó siendo una empresa que les llevaba mucho más tiempo y esfuerzo de lo previsto.
Sólo cuando decidieron comer aquellas carnes de caza, engordaron lo necesario, obtuvieron el peso que indicaban los manuales y alcanzaron un grado extraño de belleza -de tersura en la piel y en los ojos- y esa mirada salvaje que promueven los avisos publicitarios y que se convirtió en el atractivo más conspicuo del club.
Acordaron en llamar al plato el manjar prohibido, aunque en la carta figuraba como Carnes rojas de caza a las finas hierbas. Verena lo había probado por primera vez en el Congo Belga y más tarde conoció otras versiones en Guinea Konacry y en Niger; desde entonces hizo infinitas combinaciones de ingredientes y condimentos hasta dar con el sabor que lo caracterizaba, un sabor contundente pero a la vez delicado que las socias sabrían apreciar. Consiguieron cierta tarde una pieza de carne, ensayaron una versión con canela y decidieron enseguida que ese ingrediente solo no quedaba bien, pero que el plato necesitaba una pizca, y que el limón no debía ser demasiado porque su acidez opacaba el elemento base. Cada ingrediente –se tratara de salvia, estragón o marsala– necesitaba sucesivas degustaciones que fueron llevándolas, casi sin que ellas se dieran cuenta, al peso necesario. El estragón, lo supieron enseguida, no era condimento para un plato como éste: se trataba de una hierba para preparados suaves, verduras, pescados tal vez, nunca le iría bien a una comida fuerte como la que estaban buscando. La primera en advertirlo fue Galia, quien descubrió que el romero era la aromática adecuada porque su sabor definido competía bien con la carne, y que la páprika y el jengibre le aportaban una nota exótica y, por sobre todo, exaltaban y volvían inconfundibles los elementos. Fue también Galia quien advirtió que los acompañamientos mejores eran los chutneys -en especial el de peras- y la salsa de ciruelas, que tanto le iba bien a esta carne como al cerdo; y ella la primera en descubrir que degustando las numerosas pruebas de cocina habían engordado más que con los bombones, el chocolate en rama y la nuttela que hacían traer en cantidades desde Milán.
Estaban dispuestas a tomarse todo el tiempo que hiciera falta antes de abrir ese restaurante exclusivo, para mujeres cuidadosamente seleccionadas, pero luego de aquel descubrimiento, no fue necesario esperar demasiado porque los hechos se deslizaron con absoluta naturalidad. Al cabo de meses, cada una engordó más de ochenta kilos y entonces, alcanzados los requisitos que fijaba el reglamento, trataron de favorecer, poco a poco, una costumbre, un modo de encauzar los impulsos, de llevar a los hombres hacia ellas que estaban ávidas y querían comenzar a darse algunos gustos.
Esa mañana hubo desde temprano algunos llamados -casi todos de proveedores- que nada tenían que ver con el asunto, hasta que la secretaria dijo que hablaban por el aviso y le pasó el teléfono a Diana. Cuando alguien pedía una gorda, o ellas sospechaban que tras una conversación cualquiera había algún interés de ese tipo, comenzaba a tejerse la urdimbre. Se trataba siempre de un procedimiento minucioso, porque había que pasar el cedazo, acometer un proceso delicado de selección hasta depurar la demanda y quedarse sólo con los hombres de necesidades más ancestrales. Lo primero era una larga conversación telefónica para aclarar dudas y averiguar de qué naturaleza era el deseo, porque si de algo se jactaban era de satisfacer plenamente a la clientela. Una vez hechos los arreglos telefónicos, venía una primera aproximación, que a veces era la definitiva, con un cuestionario que incluía ciertos tópicos, recaudos como averiguar si estaban casados o si tenían viva a la madre (ésa era la pregunta más viscosa); averiguaciones que parecían sin sentido y que sin embargo eran de una importancia medular. Después todo derivaba en una especie de calentamiento y, si el cliente respondía bien, si tenía -como ellas esperaban- un deseo fuera de control, entonces Diana acordaba un encuentro íntimo. Había mucho de gratuidad en esos hechos (aunque un poco de dinero siempre fue necesario para la recuperación de lo invertido) y las cosas funcionaban entre ellas como en una cofradía, con una convicción similar a la de los poetas más extravagantes o a la de los miembros de una comunidad religiosa. Para decirlo de otro modo, ellas comprendieron pronto que la belleza es siempre horrorosa. No por casualidad, el lema del club era un apotegma de Nietzsche escrito en letras góticas sobre la puerta de ingreso al restaurante: Que todo te acontezca, lo bello y lo terrible. Ellas habían llevado el respeto por esa frase hasta lo absoluto, se la habían hecho sentir vivamente a cada uno de los ejemplares seducidos. Que no pensaban aceptar peleles, que buscaban hombres hechos y derechos, fue algo que acordaron desde el primer momento; los débiles, los pusilánimes, no eran destinatarios dignos de sus esfuerzos. La misión que llevaban a cabo -lo pensaron alguna vez- se asemejaba más bien a un deporte, a la pesca de la trucha por ejemplo, donde la habilidad de la presa, su resistencia, acrecienta el placer del pescador. Y por paradójico que parezca, era eso lo que los hacía caer en la red: nadie deseaba ser menos, todos se vanagloriaban de la cantidad de mujeres que habían tenido, algunos llegaron a decir que en la colección sólo les faltaba una gorda, y se regodeaban con detalles de mal gusto sobre el estado en que habían quedado las mujeres seducidas, o contaban mentiras que a ellas las sacaban de quicio, como eso de que nadie los comprendía y menos aun las madres de sus hijos.
El servicio de acompañantes estaba compuesto, en principio, sólo por las dueñas, aunque en algunas ocasiones -si era necesario- se agregaban las socias del club, mujeres de gordura incipiente o ya considerablemente gordas, destinatarias genuinas del proyecto reclutadas desde hacía tiempo para la causa.
El hombre le dijo a Diana que quería contratar a una gorda. Cuando ella preguntó medidas que le interesaban, modos de acceso carnal preferidos, datos de su historia con gordas, experiencias previas con bulímicas, anoréxicas y mujeres con otras alteraciones de la conducta alimentaria, él trastabilló, dijo que nunca había pensado que tendría que dar tantas explicaciones. Ella le aclaró que todas las preguntas se formulaban con el propósito de ofrecer un servicio mejor, lo más ajustado posible a las necesidades de cada cliente, y entonces él se despachó con la primera confesión: está casado con una mujer que come sólo pomelo y queso senda y hace seis horas diarias de bicicleta fija. Después carraspeó nerviosamente y dijo que siempre había querido ver cómo come una gorda; dijo también otras cosas, las que dicen todos, ella ya está acostumbrada.
Diana percibió enseguida que ese hombre era un puerco, como casi todos los que llamaban buscando gordas. Él pronunció frases que ella registró cuidadosamente en su memoria, aunque después no tuvo ganas de reproducirlas ante sus socias; dijo también que estaba buscando esto desde hacía meses y finalmente le preguntó cuánto cobraban por el servicio; entonces ella supo que él había caído en la red. No le extraña que le pregunte cuánto pesa, porque él no conoce los contratos, pero el cumplimiento de las reglas es estricto: ella jamás, de ninguna manera, dirá los kilos; sabe muy bien que esa negativa estimula el deseo. Él hizo un silencio extremo del otro lado de la línea, hasta que ella mencionó las ofertas especiales para hombres vinculados con anoréxicas, y fue eso lo que lo decidió.
Diana lo citó en la Confitería del Molino; dijo que iba a estar allí a las siete y que pediría un té. Cuando él cuelga, ella va a su dormitorio y busca la ropa interior hecha a medida, de calidad especial, con encaje de trama abierta. Se fija si están bien los breteles del corpiño, si son lo suficientemente fuertes, porque algunos hacen gala de torpeza. Elige con cuidado lo que va a ponerse; se prueba el bahiano malva, el palazzo y el spolverino color lila, pero se decide por el solero turquesa porque sabe que a esos hombres les gustan las emociones fuertes, los colores subidos, los escotes sobre la carne blanca.
Hay tres mesas ocupadas a esa hora de la tarde, en la Confitería del Molino; desde una de ellas un hombre delgado, insignificante, la mira. El hombre le manda a Diana, con el mozo, un papelito; el papelito dice que pida algo, lo que quiera. A Diana le encantan las tartas, sobre todo la de castañas, y pide una porción. La come voluptuosamente. El hombre escribe que coma más, que siga comiendo. A ella le gustan las tortas que hay en la vitrina: una isla flotante, una de crema moka, una selva negra, una tarta de coco. El mozo sugiere la de coco, le recuerda que es la especialidad de la casa; pero Diana contesta que la de coco no, una mil hojas será mejor, porque puede lamerle el dulce de leche.
Ella sabe que debe continuar con ese juego hasta el final, que tiene que seguir excitándolo, introducir en él la falta de ella hasta el extremo de llevárselo al club. Él le pide que coma con las manos y se chupe los dedos, y que cuando se chupe los dedos lo mire a él. Ella dice que para chuparse los dedos es otro precio, que eso tiene una sobretasa; pero hace sin embargo lo que él le pide, lo deja ganar.
Más tarde el hombre ordena que vaya al baño y se suelte la faja, porque a él no le gustan las gordas atadas. Ella va al baño, se quita la faja y respira con libertad: no está mal que alguien la quiera así. Por un momento algo la cruza, un muchacho que conoció cuando iba a segundo año del bachiller; pero se sacude pronto ese sentimiento, nada debe sacarla de la causa que abrazó, de los propósitos que se han trazado en el club. Se mira en el espejo y se pasa la lengua por los labios; luego se apoya contra la pared, baja lentamente la mano por las carnes sueltas, y sigue hacia abajo, hasta la raja húmeda –es roja como una flor de carne – pensando en aquel muchacho que se llamaba Pablo y en la tarde en que le hizo el amor, tras un tejido donde trepaban esas flores blancas que se llaman Damas de la Noche. Sabe que allá afuera, sentado en el salón, está el hombre que la contrató y le paga para que ella llegue a esto y se lo diga. Es lo que hace, sale del baño, va hasta la mesa y se sienta, anota en un papel lo que ha hecho, escribe que lo hizo por él, pensando en él, y que por favor la lleve a algún sitio donde puedan estar solos.
Él se acerca a la mesa, se sienta frente a ella, y dice sonriendo que ha pagado para mirarla comer -eso es lo convenido- pero que aceptaría ver cómo se desviste, cómo queda en ropa interior. Ella entiende rápidamente que las cosas están llegando al punto buscado, un punto sin retorno. Por el camino él intenta tocarla, pero ella no se deja; después el hombre pregunta cosas, lo que preguntan todos. A Diana, la gente de esa calaña, con sus averiguaciones y zalamerías, la agota; no siempre contesta, pero esta vez dice algo parecido a la verdad: las dueñas del negocio son tres, las demás son socias y se trata de un sitio exclusivo para mujeres. Lo dijo porque el hombre le inspiraba cierta confianza; después, como al pasar, agregó que incursionaban en formas de placer poco usadas, algunas –creía ella- exclusivas de la casa, ya que no figuraban ni en el Kama Sutra.
Diana lo vio acomodarse en el asiento, acaso satisfecho; luego él le tomó la mano y empezó a babeársela. Quedaba tan ridículo, ahí, hundido casi contra su costado, como si se tratara de un muñeco. Se lo imaginó encima: un monigote sobre su cuerpo enorme, intentando satisfacerla. Después él empezó a hablar, no paró de decir que su mujer estaba internada, que siempre había sido selectiva con la comida, que cocinaba sin aceite en sartenes de teflón y que cuando se salía de la dieta se castigaba con cien flexiones para compensar, pero que hasta el día en que la llevaron de urgencia al hospital, ni él ni nadie se habían dado cuenta de que hacía seis horas de bicicleta diaria y estaba terminada de flaca. Dijo también que no sospechaba siquiera cómo iban a acabar las cosas, pero que se le dieron las reverendas ganas de acostarse con una gorda bien gorda porque se merecía una revancha, y eufórico descargó una mano sobre la pierna de Diana. Ella corrió delicadamente la mano hasta el muslo de él y ahí la dejó, entonces contestó que también para ella iba a ser un gusto.
El salón era un lugar aséptico que recordaba vagamente a un hospital; tenía un gran sofá blanco, una chaise longue, algunos almohadones en el suelo y grandes ventanales que daban a patios interiores y estaban cubiertos por gruesas cortinas también blancas. Sólo una alfombra de ratán y algunas artesanías orientales daban cuenta de los viajes y de la rica experiencia de sus dueñas.
Diana empujó delicadamente al hombre hacia el sofá, le sirvió una copa y puso música. El amor brujo era lo apropiado. Tenían infinitas grabaciones, pero esta vez puso un trío de mujeres, una versión poco ortodoxa que tenía por fondo un delicioso diálogo de flautas. Se desabrochó el solero y lo puso sobre la chaise longue; después se quitó el corpiño y asomaron, libres al fin, las tetas, los pezones claros de las que nunca dieron de mamar, y la bombacha de encaje rojo hundida bajo una sobrefalda de carnes lechosas. Entonces bailó para él y dejó que la mirara: se supo hermosa, como una modelo de Botero. Había aprendido a bailar en los carnavales de Río, cuando pasaba el verano en las playas en busca de pique, porque en aquel tiempo le interesaba la pesca, no como ahora que se dedica a la caza.
Cuando se acercó más de la cuenta, Diana percibió el paso del miedo por los ojos de él, pero anuló toda resistencia mirándolo con intensidad y pidiéndole que tuviera coraje porque lo que venía era, realmente, el plato fuerte. Él intentó sobreponerse al contacto de una lengua extrañamente dulce sobre su sexo, aunque se podía ver a todas luces el esfuerzo que hacía para mantener la dignidad, hasta que ella avanzó tanto que él no pudo más que entregarse.
Diana le sacó lo que le quedaba de ropa -una camisa a rayas – y se le subió encima. Él apenas pudo balbucear que le hacía daño. Poco después, sofocado, se animó a decir que le faltaba el aire; y apenas más tarde, le rogó, con la voz entrecortada, que se bajara porque lo asfixiaba, pero ella siguió sobre él, cada vez más fuerte y, cuando estaba a punto de gozar, le tapó la boca para no oír los gemidos. Así fue como los dos coincidieron en sus estremecimientos.
Sólo cuando supo que el hombre estaba inerte, ella se bajó e hizo sonar el timbre. Galia abrió tímidamente la puerta y preguntó con su vocecita de niña, apenas audible: ¿Ya está? Todavía desnuda, extenuada, Diana dijo que sí con la cabeza y entonces Galia le dejó paso a Verena.
Con los ojos vidriosos, Verena caminó hacia el sofá donde estaba el cuerpo caliente del hombre. Se arrodilló a sus pies y abrió el maletín de badana gris. Desenvainó los cuchillos de acero damasquino comprados en Toledo y los limpió minuciosamente, uno por uno, con una gasa. Después, comenzó el trabajo. No había tiempo que perder, porque estaban sin mercadería desde la semana anterior. Era necesario faenar pronto, dejar orear el cuerpo al sereno durante toda la noche, y preparar la comida para la cena del sábado, que es siempre la de mayor demanda.

PÁGINA 16 – COMENTARIO DE LIBRO

Libro:
11-M: MADRID 1425
Autor: Said Jedidi

Por Boujemaa El Abkari
Universidad de Mohamadia
Marruecos

Said Jedidi no es un desconocido en el ámbito cultural y audiovisual marroquí, ante todo es un eminente periodista; como novelista ha publicado hasta el momento cuatro novelas, Madrid 1425… es la quinta en su trayectoria novelesca. Esta obra se mueve en el territorio movedizo de la memoria intentando reconstruir la trágica y desgraciada historia de una familia tetuaní, con la mirada del que se siente fuertemente inspirado por las ramificaciones del terrorismo internacional y sus consecuencias en la zona mediterránea y, precisamente, en Marruecos y España. Ambos países sufrieron un incremento de violencia que dejó unas profundas secuelas en distintos niveles.
En efecto, Marruecos conoció a finales del siglo XX y principios del XXI, por lo menos, dos momentos claves, uno nacional y otro internacional con repercusiones nacionales, que influyeron decisivamente en la evolución sociopolítica y cultural de nuestro país: la muerte de Hassan II y la subida al trono de Mohamed VI significaron una apertura política relativa que se vio concretamente en el ámbito de las libertades, sobre todo la libertad de expresión tanto periodística como artística. Una de las consecuencias inmediatas de esta nueva situación es el “boom” que conoció la novela y, en particular, la novela de tema carcelario y testimonial, en su gran mayoría, escrita por novelistas y narradores que habían vivido la experiencia en su propia carne en las distintas cárceles de los “años de plomo” o en el exilio. Luego, vinieron los atentados de Al Qaeda perpetrados en los Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, atentados que tuvieron grandes repercusiones internacionales (división del Mundo en dos bandos: los aliados de los Estados Unidos y los “otros” -los “estados terroristas” y, de modo general, los “antiestadounidenses”-). Así, la llamada “guerra al terrorismo”, bendita y legalizada por el Occidente y las Naciones Unidas, fortaleció la posición de los “águilas” -del petróleo- de la Casa Blanca y les permitió cometer múltiples abusos y crímenes contra la Humanidad en sus “guerras santas” que conocemos todos (Guerra de Afganistán (2001), Guerra del Iraq (2003) y siguen vigentes otras amenazas de guerras contra Irán y Siria).
En esta novela de Said Jedidi, el lector encontrará distintas alusiones a muchos sucesos internacionales de gran importancia, porque aunque estando muy lejanos de las regiones de conflicto, su impacto se hizo sentir fuertemente también en nuestra zona mediterránea. Consecuentemente, la influencia política y cultural de los sucesos del 11-S se dejó sentir en muchos países del mundo árabe y Marruecos, como país musulmán liberal, en pleno proceso democrático, moderado y tolerante, constituye uno de los objetivos del proyecto terrorista en esta región cercana a Europa. De hecho, la ideología extremista de los islamistas conoció ramificaciones y adeptos no sólo en Marruecos sino también en toda la zona mediterránea (Magreb y Europa).
Los trágicos acontecimientos de Casablanca (particularmente los del 16 de mayo de 2003) y los de Madrid del 11 de marzo de 2004, son los que suscitaron más polémicas alrededor del terrorismo (sus causas, secuelas, objetivos…) y condicionaron muchos de nuestros modos de vida y de pensar. Antes, la cultura marroquí había sido marcada, hasta finales de los años 70, por dos grandes corrientes opuestas: el pensamiento revolucionario, progresista, rebelde… y el reaccionario, conservador, tradicional que habían convivido en “armonía” durante largo tiempo…
En la actualidad, la cultura marroquí vive un conflicto múltiple en sus propias entrañas, lo que ha contribuido a la aparición de una pluralidad compleja de posiciones, actitudes y discursos contradictorios y paradójicos. En definitiva, esa diversidad de pensamiento si, por un lado, ha sido valorada como práctica democrática, por otro, ha sido explotada por alguna tendencia para alterar y afectar directamente los componentes fundamentales de la identidad marroquí, entendida como lengua, religión, cultura y sistema de valores que reúnen y hermanan a los marroquíes. El reto a que se han visto enfrentados nuestros intelectuales-pensadores-creadores es, precisamente, cómo armonizar culturalmente lo que se puede armonizar en esa pluralidad antagónica de discursos y posturas. Muchos de los intelectuales libres y demócratas han constituido una especie de “frente popular” contra el pensamiento extremista y excluyente declarando la “guerra al terrorismo” local, a su manera, indagando el malestar profundo de nuestra sociedad y tratando de efectuar una aproximación global a este fenómeno que no es sólo religioso, sino también político, económico, social y cultural.
La novela de Said Jedidi se enmarca en esta perspectiva ideológica, haciendo ecos implícitamente de gran número de los males de la sociedad marroquí que ambiciona injertarse en un verdadero proceso de modernidad, pero las fuerzas obscurantistas resisten y se oponen cruelmente a todo cambio o evolución en este sentido. La movilización de los intelectuales ha sido decisiva contra toda corriente que intente instaurar en nuestra sociedad la cultura del odio, de violencia –violencia de género nuevo- y de la anacrónica “militancia yihadista” de los “Kamikazes”.
Éste es el contexto general que forma el trasfondo y nutre el fondo de la novela de Jedidi. Por eso, la temática de la novela se revela rica y variada. Su gestación parece ser condicionada por lo que debía ser una crónica del periodista-novelista, corresponsal de la RTM en Madrid, acerca de lo que sucedió en aquel 11 de marzo de 2004, pero el gran impacto del acontecimiento sobre el novelista y bajo la gran conmoción ante lo abominable del acto trágico, le salió la obra como una bala y alcanzó plenamente el blanco.
El novelista-periodista consigue articular una estructura novelesca que integra orgánica y dinámicamente las coordenadas espacio-temporales. La novela comporta dos capítulos casi simétricos, precedidos de un título elocuente y simbólico, cada uno está constituido por secuencias o subdivisiones. La “Nota del Autor”, sitúa el inicio de la acción en Madrid (en cuya proximidad, Leganés sitúa el autor la inmolación de Yussef, el protagonista de la obra) y, en el primer capítulo, se traslada a F’nideq, Tetuán…, o sea, al Norte de Marruecos, donde nació, creció y vivió entre los suyos.
La historia está a cargo de un narrador en tercera persona, a veces demasiado omnisciente. La narración se hace de modo analéptico. Primero, el narrador presenta a Muy Malika, después de la muerte de Yussef, su único hijo y, luego, a partir de ese momento remonta el tiempo para completar la presentación de Yussef y de su familia (su infancia sin problemas en su barrio popular…, su relación con su padre, su inmigración a España, su cambio de comportamiento después de adherirse a la “causa” de los islamistas extremistas, hasta su acto suicida final).
El tema principal, como se ha dicho, se refiere a los ataques terroristas a los trenes en Atocha el 11-M y a la participación de Yussef, un joven tetuaní, en esos trágicos atentados. El novelista ha sabido ensanchar la temática de su novela. Así, aparecen varios otros subtemas en filigrana, estrechamente enlazados con el principal. Se puede resumir los más importantes como sigue:
-problemas socio-económicos como la miserable condición femenina, la pobreza de las capas inferiores norteñas, la gran riqueza conseguida y abultada sin gran esfuerzo mediante el tráfico de las drogas y el contrabando; la juventud y las inseguras perspectivas del futuro, etc.
-problemática cultural e identitaria, ¿Quiénes somos? ¿Es marroquí Yussef, aquel joven-bomba? ¿Es nuestro ese “Islam” preconizado por Yussef que permite matar a inocentes? ¿Dónde están los depositarios de nuestros verdaderos valores morales, religiosos y civilizacionales?...
-problemática de la religión que surgió con el fenómeno del terrorismo (el desviamiento y el abandono del verdadero Islam que viene rigiendo admirablemente durante largos siglos no sólo la vida espiritual de los musulmanes sino también su vida cotidiana; el Islam político –concretamente el “Yihad” demagógico, o sea, la novela discute cómo el Islam ha sido interpretado e invertido ideológicamente por los salafistas fundamentalistas para justificar el extremismo y el terrorismo con el objetivo de establecer la cultura de la intransigencia e intolerancia…);
-imagen de España en Marruecos, elaborada particularmente por los jóvenes marroquíes;
-la España oficial (el gobierno de Aznar) y su actitud hostil o, por lo menos, menos amistosa para con Marruecos, vecino ancestral y privilegiado debido al legado común;
-la posible convivencia hispano-marroquí,…
-en filigrana y como tela de fondo de la novela, como se ha dicho, la polémica suscitada por el terrorismo, la política de la “guerra contra el terrorismo” y sus nefastas consecuencia en el mundo islámico.
Esta novela enriquecerá, sin ninguna duda, el dialogo entre marroquíes y españoles y el debate alrededor de ese nuevo fenómeno que empieza a roer nuestras sociedades. La ficción constituye también uno de los medios de lucha y de toma de conciencia. Pero lo seguro es que con Madrid 1425… Said Jedidi aporta su granito de arena para, por un lado, dar la visión del “otro” y, por otro, consolidar el edificio de la llamada “literatura marroquí de expresión española”.



PÁGINA 17 - CUENTO

Hilo en el carretel


Por Arturo Lomello (Santa Fe/Argentina)

Una y otra vez, rítmicamente, penetrar en la tierra con la pala; después el movimiento de palanca para cargarla y en seguida el envión para echarla en el montón ya creciente al costado de la zanja. Bajo el sol de enero, durante horas y horas todos los días el cuerpo ardiente, el sudor cayendo como de una fuente inagotable. Por momentos no existe nada más que la pala, la tierra, el sol, el mundo es eso y el cielo un vaso de vino helado. Centenares de días , siempre el mismo trabajo u otro similar.
A veces llega el olvido; ya no importa que no haya dinero para llevar a la casa, ya no importa que los chicos se alimenten poco y mal. Es como ir cavando hacia el infierno y el cielo del vino suele ir transformándose en el infierno de una borrachera embrutecedora. “Soy Gervasio Méndez”- se dice-, como si quisiera convencerse. Su padre también se llamaba Gervasio y como él era obrero. Lo recuerda entre una palada y otra, quién sabe dónde andará ahora, si es que anda todavía. La inmolación lo enloqueció y un día se fue y no supieron más nada de él.
Junto a Gervasio, Lindor trabaja con el pico, ya está viejo y flaquea, se detiene frecuentemente porque le falta aire. Pocos meses atrás lo suspendieron por encontrarlo dormido a la sombra de un paraíso. Entonces el capataz había dicho “Así anda el país, nadie quiere trabajar y los sindicatos son una mafia que protege a los vagos. Todo para conseguir votos en las próximas elecciones.” Pero el capataz hacía mucho que no ponía el lomo y andaba en un lujoso automóvil.
La pausa del mediodía. A pedalear ahora, el sol golpea más fuerte, pero por lo menos por un rato ha dejado de cavar. Son cinco kilómetros hasta la casa que construyeron entre Gervasio, su mujer y dos cuñados y dos vecinos. Mientras pedalea, casi sin sentir los brazos y piernas por el cansancio, piensa que tiene pagar el impuesto y hace cálculos confusos, secándose el sudor que por momentos le empaña la vista. Es como si tuviera fiebre, porque todo se le embarulla en la cabeza, como si soñara despierto. Recuerda que Lucía le dijo a la mañana temprano que si pagaban el impuesto no les alcanzaría el dinero para la comida y que ya le debían mucho al carnicero. Y al mismo tiempo se le presenta la imagen de Lindor, diciéndole. “Vos no te quejés porque todavía tenés mucho hilo en el carretel: a mí me convendría ir cavándome la fosa para ahorrar; así mis hijos sólo van a tener que tirarme adentro, ahí nomás en el fondo del rancho”.La imagen de Lindor se le muestra riéndose con su boca dessdentada; y en seguida ve a Lucía con su sonrisa luminosa que descubre unos dientes blancos, relucientes: pero la sonrisa se transforma lentamente en una mueca en un rostro arrugado
Frena bruscamente al llegar a la esquina, ha advertido a tiempo a proximidad de un ómnibus que casi lo atropella. El conductor le hace gestos indignados y le grita un insulto. Gervasio no responde; reanuda la marcha y retoma sus pensamientos. Comprende que ha soñado despierto y se asusta. Lucía aún no esta vieja, aunque su sonrisa ha perdido la alegría de antes. Además, el viejo Lindor le ha dicho alguna vez que cavaría su propia fosa? No está seguro. Trata de ordenar sus pensamientos, pero no puede, se siente debilitado y un repentino temor lo decide a detenerse cuando llega a una avenida muy transitada. Baja de la bicicleta .Una vez más se seca el sudor. Le faltan unas veinte cuadras todavía y es como si fueran veinte kilómetros. Observa en derredor, la gente va y viene y nadie parece advertir su presencia. Necesita tomar un vaso de agua para reanimarse. “Lo único que falta es que me esté enfermando; después de todo soy joven, apenas cumplí treinta y cinco años”. Un chico que va de la mano de su madre lo señala con el dedo y le sonríe. Recuerda a sus hijos. Luciano que en esos momentos estará saliendo de la escuela y Lupe, como siempre prendida a la pollera de su madre. Pide un vaso de agua en un negocio, una ferretería. Con no muchas ganas el empleado se lo trae. El agua, aunque nada fría, lo reanima un poco. Espera unos minutos más, con la bicicleta a su lado, en el suelo, mientras el empleado lo observa con desconfianza.
Otra vez en camino. Aunque con más fuerzas se siente desamparado. Le parece llegar el mundo entero sobre sus espaldas. Soy un flojón ¿qué me está pasando?..Y de pronto, siente ganas de llorar. Los ojos se le humedecen y ahoga un sollozo. Es otra vez el chico desesperado que oía delirar a su padre y después a su madre gritar porque aquél había desaparecido. Nuevamente olvida que está montado en su bicicleta y que marcha hacia su casa. Cuando recupera la conciencia del presente un camionero lo está insultando porque se le ha cruzado sin respetar las normas. Vuelve el miedo: “Tengo que parar” y advierte que no es que le importe mucho morir, pero están Lucía y los chicos y lo necesitan. “Faltan sólo quince cuadras” se dice .El calor agobia; el sol es dueño de todo, de su cerebro también; con dedos hirvientes se introduce en su cabeza.”La gorra, la gorra, me la olvidé en el trabajo, Lucía , mi padre delirando como deliro yo ahora, mi madre gritando” el sol, Luciano que lo mira con sus ojos asombrados; las esperanzas de conseguir un trabajo mejor. Las piernas lo llevan insensiblemente, pero ahora otra vez siente miedo y aunque se decide a parar, vacila y continúa. Lucía lo espera. “¿Dónde estará mi padre? Lindor ya es un pobre viejo y yo lo voy a ser dentro de no mucho tiempo. Tengo que parar, tengo que parar.” Jesús¡” ha .dicho y se extraña, ese nombre no ha salido de su boca desde el día de su primera comunión. “Jesús , por qué me has abandonado?”.Y Jesús tiene el rostro de Lucía, Luciano y Lupe. “¿Dónde estoy?... en una esquina, sobre una bicicleta. Voy a parar”: “¿Cuánto falta para llegar a mi casa?”.

PÁGINA 18 – POESÍA AMERICANA

Waldina Mejía Medina (Tegucigalpa/Honduras)


3

Está grabada a fuego en mi retina
y miles de alfileres codifican
su imagen en mi pecho.
Para no verla, muchas veces esquivo mi propia compañía
o escondo entre telones revueltos por el tiempo
todo el dolor
de aquella niña pequeñita
que clavada en el suelo
mira cómo su padre
golpea
y golpea
a su mamá
y mami grita
"¡ayúdenme!, ¡ayúdenme!"
y nadie
viene
porque están en su casa
y nadie
quiere
porque es asunto de parejas
y nadie
puede
porque la niña es muy pequeña y débil
y su padre terrible y fuerte y le da profundo pavor
y en vez de gritarle
que pare
que ya no
que se detenga
y en vez de abalanzarse sobre el monstruo
que golpea
y
golpea
a su mamá,
sigue clavada al piso,
inerte
muda
impotente
sangrante.

Mujer todos los dias

Una madre puede hacer
todo lo que hace
no por ser mamá,
sino por ser mujer


Mamá es una mujer como las otras:
es alegre, tiene canas, se enoja
trata de adelgazar aunque no de a de veras
está enferma
casi no se cuida

mi madre se equivoca
mi mami alguna vez ha sido injusta
lleva sus cuantos errores a la espalda
sus pecadillos por allí escondidos
o deseados

pero mami crió a sus hijos ella sola
y a tres hijos más como a sus propios hijos ella sola
mas era yo tan joven cuando madre quedó sola
que nunca pregunté cómo comimos siempre
y ahora todavía no lo sé
pero tiene que ver con la multiplicación de los pesares.

Ya que es una mujer como las otras
mi madre quiso más de alguna vez
reflorecer su amor
pero los que idolatran el estéril espejo
no entienden
el prodigio
de la transformación del oro en sueños
y si no derrotó en esta batalla
por lo menos a la rabiosa soledad
ya la tiene enjaulada como la bestia horrenda que es
por el claro milagro de los nietos.

Mi mamá nos recibe cuando estamos cansados y caídos
pero no nos convierte las espinas en flores
porque nos enseñó a quitarlas solos
y no es la más clara imagen de Dios sobre la Tierra
no alcanza requisitos para Santa
ni se parece en algo a la Virgen María

sin embargo

mamá puede reír aunque esté triste
madre puede amar aunque ella no sea retribuida
mami puede ayudar aunque ella esté también necesitada
madre puede trabajar aunque haya trabajado hasta la madrugada
mamá puede aguantar aunque ya no aguante más.

por eso

mamá es una mujer como las otras
una mujer, sencillamente un ser humano,
le dan derecho a serlo
sus cuidados su ternura su amor por los demás
su aguante en aguantar que ya me habría muerto
y por tanto que es esa mujer
me asombro
me inclino
me acorazo
y no sé cuánto decir
cómo la quiero.

La muerte verdadera

Endurecí mis ojos para que ya no vieran
más pobreza
acallé mis oídos para que ya no oyeran
más dolor
mutilé mi esperanza para que ya no hablara
más Justicia
emparedé mi alma para que ya no amara
la Verdad
y cuando así maté lo más hermoso
me hice duro caucho
que no sonrió, no amó, ni siquiera lloró
mi propia muerte
porque la merecía
para siempre.

Abuela

Madre soltera adolescente en la noche del tiempo
hija del campo pobre y laborioso
semialfabeta por milagro
en un lugar y época en que las mujeres debían aprender
únicamente
los oficios domésticos.

Apenas sobrepasaba la miseria
con su oficio de yerbera partera mortajera cocinera costurera tamalera tortillera lavandera/
juntando centavo tras centavo
en su puño apretado
que no se permitió ningún pequeño gusto
para tener segura
la tortilla de cada día de sus hijos.

Mas tuvo que correr demasiado y sin tregua
con sus pobres recursos de madre soltera
adolescente y semianalfabeta/
y olvidó
vivir.

Ahora paralizan su forzada carrera
dolores incansables de los huesos y el alma,
voltea
se examina por dentro
sopesa el recorrido
recuenta los momentos que dejó de vivir
por emplumar la dicha de los hijos y nietos;
observa que no tuvo que ser por fuerza así
que tal vez debió aflojar un poco el puño
que tal vez debió escuchar la vez que el amor
llamaba nuevamente
que tal vez no debió purgar su vida entera
el pecado
de ser madre soltera
en una época en que la mujer tenía el único derecho
de autosacrificarse por los hijos.

Ahora
se le olvidan las cosas
se pierde a la vuelta de la cuadra
no mira bien, no quiere usar anteojos
no acepta que necesita ayuda,
se enoja de repente
reniega con frecuencia
y acribilla con las mismas historias sobre la ingratitud
de su familia y de su hijo
-con quien ella esperaba vivir en su vejez-
a todo aquél que tenga las orejas a tiro.
Ahora tiene un tumor de soledad
tan enorme
que es insufrible a veces.
Pero es la abuela
la mujer que nos cuidaba cuando mi madre
andaba en la rebusca/
la persona que dejó de vivir
por emplumar la vida de su hijo y sus nietos
el ser humano que nos salvó en la parte más dura
de mi historia
cuando yo era también madre soltera y no tenía
quien velara el delicada fuego de mi hijo
mientras yo andaba en el trabajo
en la rebusca del alimento y de la dignidad
que como ella no he transado jamás;
y cómo no quererla con todo y sus defectos
cómo no proponerle que viva en mi casa con mis hijos
aunque sepa que es imposible algunas veces,
cómo no desear llevarla conmigo a todas partes
como se lleva un pajarito frágil y tiritante,
cerca del corazón,
para que se desinflame el enorme tumor de soledad
que me le amarga la felicidad que ahora podría cosechar
si aceptara
que ya no hay marcha atrás
que no vivió su juventud
que el tiempo se le va
pero que tiene aún por qué vivir
y que, a pesar de sus defectos y los nuestros,
donde esté la acompaña
nuestro amor.

El fin

Mi corazón al fin está tranquilo,
mi corazón, que tanto dio pelea,
está tranquilo al fin, ya no reclama,
cuando el horror del mundo lo doblega.

No denuncia injusticias; si al filo
del abismo, lo indebido lo tienta,
su prístina nobleza se descama
y muere en su atroz indiferencia.

No exige para el débil paz y amor
y ni reclama que el corrupto troca
el mundo –que es de todos– en su feudo.

Ya la Verdad no ama. Sin rubor
deja pasar la luz que lo convoca.
Aléjense de él: ¡Apesta a muerto!

Olor

"Hombres que me sirvieron de verano..."
Carilda Oliver Labra


Hombres que me sirvieron de morada:
alguien que soné siempre o me soñó,
uno que tuvo todo y me dio nada,
quien me dijo no, o le dije no.

Él, que para negarme me quería;
aquél, que todavía me reclama;
ése, que de tan suya me hizo mía;
éste, que amo hoy y que hoy me ama.

Todos son míos y yo soy de todos
pues los gocé y sufrí y aunque no quiera,
su esencia está en mi alma entretejida.

Gracias a Ustedes, de distintos modos
crecí en dolor-amor y cuando muera
he de llevar: este Olor a Vida

Ando pensando en vos

Ando pensando en vos,
rojos recuerdos
asaltan mi jornada
mi lengua
desea el filo
de tu boca
mi piel
reclama por piel
mis pezones
te acechan
mi vientre
es ahora
salvaje
tras tu huella.

Asustada
mi mente dice No
no puede ser, no debe ser,
es imposible que pase lo que pasa
pero mi corazón, sencillamente,
se esponja y se confunde
llama al claro del alma para lavar las culpas,
no lo dejo
porque no puede ser, no debeser
y sin embargo
ando pensando en vos por todo el día
ando queriendo verte y abrazarte
sigo pecando en alma
y en deseo.

No sé si esto es amor
pero parece.

PÁGINA 19 - CUENTO

Fahrenheit 1976


Por Rogelio Ramos Signes (Tucumán/Argentina)

No era el fútbol que a mí me gustaba. De hecho tampoco era fútbol, pero así le llamaban y era el único deporte que se practicaba. La pelota, de cristal transparente y alargada como un chorizo, era trasladada de campo a campo en el bolsillo del delantal; no podía ser tocada con los pies (lo que automáticamente suponía la cárcel para el involuntario pateador); los penales se decidían según cómo cayeran los dados dentro de una pileta de natación; y a los goles los anotaban los arqueros, cabeceando la pelota colgados de un helicóptero, y sólo si llovía.
No era el fútbol que a mí me gustaba, insisto, pero le llamaban fútbol y era lo único que se practicaba allí por entonces. Así y todo llegué a ser el goleador del torneo, lo que unánimemente se consideraba una afrenta al país. Por ello es que fui condenado a escribir un árbol ("Graciela y Antonio se aman" fue mi frase), a plantar un hijo (en el patio de atrás del conservatorio de corte y confiscación, como es bien sabido) y a tener un libro. Eso desencadenó mi tragedia, porque los militares (otra vez) habían derrocado al gobierno. Así fue como cortaron el árbol (porque entorpecía la luz de un semáforo), se llevaron a mi hijo con incierto destino, y quemaron el único libro que tenía en mi biblioteca.

PÁGINA 20 – ENSAYO

¿Crisis mundial de la educación?


Por Fanny E. Trainer© (Rosario-Santa Fe/Argentina)
Especialista en Investigación Educativa


¿Es posible analizar la vinculación que permite articular la educación con el plano económico, el mercado laboral y la pobreza?. La brutal tensión existente, en la actualidad, entre estos factores que permean la educación y sus diferentes proyectos políticos y sociales oficiales, es la que nos lleva a la reflexión de dicha relación.
Hablamos de crisis mundial de la educación desde 1968 -sólo como un punto de partida para analizar- con Philip Coombs. Éste, al terminar su mandato como director del Instituto Internacional de Planificación Educativa, sostiene su hipótesis o tesis de la “crisis mundial de la educación”. Dicha crisis es “diferente en género, forma y gravedad” de acuerdo con las particularidades de cada región del mundo, pero en todos lados aparece combinando factores propios y comunes, los cuales conforman -según Coombs- un núcleo conceptual de las ideas de “cambio”, “adaptación” y “diferencias” .
El cambio violento que se produjo a partir de 1945, incluido el campo de la ciencia y la tecnología, la política y la economía, las explosiones demográficas con sus nuevas estructuras sociales, no fue acompañado por el sistema educativo en general al menos no con la rapidez necesaria. “Rapidez” que envolvió al mundo desde entonces al compás de desarrollos y modificaciones sociales de crecimiento científico y práctico. ¿El sistema educativo quedó rezagado en su desarrollo frente al proceso que cambió la historia desde entonces?. Es decir, ¿podemos inferir que existe un desfasaje entre la cultura escolar o sistemas educativos y sus contextos nacionales, regionales y particulares?.
La cultura escolar argentina ¿participa también de las características mencionadas en la crisis mundial de la educación? ¿Cuáles pueden ser los ejes semejantes y recurrentes en nuestro escenario regional?.
Nos replanteamos en forma permanente sobre “calidad educativa” ¿tiene ésta la misma significación tanto para los diferentes modelos de práctica docente como para los proyectos de políticas educativas nacionales?
El desarrollo de la cultura escolar en nuestro país es percibido por la comunidad escolar como problemático y con falencias en relación con las expectativas de desarrollo de la sociedad. ¿Cómo podemos entre todos resignificar una política educacional que contemple las necesidades de avance científico y técnico relacionadas con el mercado laboral de nuestra región?, ¿cómo significar los conceptos de “cambio”, “adaptación” y “diferencias” que aparecen como núcleos de la crisis mundial de la educación?
Son preguntas que suponemos deben guiarnos al repensar y al reflexionar cotidiano. Planificadores de la educación, directivos, docentes y padres debemos ejercer este derecho que nos puede poner en el camino que nos permita alcanzar el tan anhelado deseo subyacente de saber “desde dónde y, sobre todo, hacia dónde” marcha el futuro, ya que es a través de la cultura educacional donde encontramos una de las bases para formar la tan soñada sociedad más justa, solidaria y participativa. Quizá esto sea posible si entre todos tratamos de analizar y deshacer el nudo vincular negativo que existe entre la educación, lo económico, el mercado laboral y la pobreza, modificando los mismos factores por relaciones que permitan desarrollarnos en forma armónica a todos por igual.

PÁGINA 21 - CUENTO

Asuntos con Trini


Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe/Argentina)

En casi todos los lugares donde habíamos estado quedaban fragmentos de Trini.
Tan sólo recorrer un parque, cruzar alguna avenida, algún que otro zaguán, el vano de una reja, el banco frente a la estatua de Perseo y Trini volvía con su mirada lenta sobre los objetos y su tos breve remarcando lo suave de su presencia.
Trini, sin más.
Fue así desde el día en que la vi en la sala de espera, con su enfermedad de años y de días, plegando y volviendo a plegar, estrujando un pañuelo y llevándoselo a los ojos, como una costumbre igual a esa otra de apoyar la palma de su mano derecha en la rodilla, sacando fuerzas para respirar hondo.
Trini siempre.
Desde ese diálogo cansado, de extraños que nos interrumpió los apuros y las miradas cuando la enfermera le dijo que entrara, que el Doctor Jijena la atendería.
Entonces se levantó mirándome y entró dejando su abrigo en el respaldo del asiento junto con la tibieza opaca de su cuerpo en reposo, esa continuamente poca, débil, enfriando la silla.
Incluso fue únicamente Trini cuando salió llorando de la sala y yo, sin querer, sin saber verdaderamente porqué quise, la acompañé unas cuadras.
Ese trayecto se caracterizó por un silencio entrecortado. A veces la miraba. Otras hacía todo lo posible para que pensara que no la seguía viendo, dudosamente, como se observa un objeto raro. Entonces ella se detenía en un banco y lloraba. O tosía con el pañuelo a la altura de los labios.
En uno de esos momentos me preguntó el nombre. “Francisco”, le dije mientras en los adoquines de la calle retumbaban pasos.
Después, como si la confianza nos hubiera tomado por sorpresa nos encontramos sentados en una placita hablando de enfermedades y de parientes.
Me dijo que vivía cerca de allí, con su madre y una tía viuda. Habló de su asma como de una casualidad del destino y dijo no tener apuro por llegar.
Eso fue todo lo que me unió a Trini. Esa falta de apuro por llegar a algún lado, ese quedarnos en el mismo lugar como haciéndole honor a la inercia que nos cruzó en la vida. Un reposo compartido que nos guiaba.
Esa tarde llegué por primera vez a su casa. Se despidió con un beso en la mejilla y cerró la puerta. A partir de ese gesto supe que éramos novios, que todo estaba dispuesto para que fuera así. Como quien traza en el borde del mar un mapa que se devoran los vientos.
El noviazgo quedó confirmado un tiempo después, con las salidas y los paseos mudos. Porque todas las tardes que siguieron a esa primera comenzaban y terminaban con unos besos en la mejilla. En el medio se extendía una gigantesca planicie de silencios impetuosos solo interrumpida por la tos de Trini y por largos comentarios referidos al progreso de su mal.
Sin embargo, ahora que recuerdo prolijamente los actos, no puedo decir que no hayamos sido felices.
Por ejemplo ese verano en que fuimos al parque y vimos a un grupo de chicos jugando a la pelota. Ella sonrió y me tomó de la mano. No sé que fue, si la tibieza, si los chicos y sus ruidos, si la carencia de palabras que sellaran ese inesperado contacto nuestro, pero yo también sonreí.
Tal vez fuimos felices al tomar el té en la galería de su casa junto a las olvidables presencias de su madre y de su tía. Sé que nos miraban, hablando despacio, hipnóticamente, sin que yo alcanzara a oírles la compasión que sentían hacia mí por ser el novio de una enferma. Trini, quizás escuchando, quizás sabiendo verdaderamente qué decían, bebía lentos sorbos mientras me relataba su encuentro con el Doctor Jijena.
“Lo conocí cuando me dieron las radiografías de pulmón”; cada palabra estallaba en el ambiente con el fragor de una lágrima.
A esas alturas yo conocía de memoria su enfermedad. Cada parte, cada síntoma, sus avances y recaídas, cada fragmento de su mal vibraba en mi memoria como si estuviera viendo esas láminas de anatomía que consultábamos en la escuela con orgullo de científicos.
Porque era singular: nos encontrábamos y la enfermedad nos unía, como si fuera una desolada anfitriona que nos tenía de invitados todos los días.
Una vez quise abordar otros temas.
Invité a Trini a dar un paseo en lancha y allí le hablé de mi trabajo, de mis dibujos, de lo simple que sería restaurar la estatua de cierto parque. Le dije que sería hermoso tener una casa frente al río y poder criar perros o loros y tener una quinta donde veranear. Mientras hablaba, ella levantaba los ojos y volvía a bajarlos, quizás escuchando lo que yo decía, quizás pensando que lo escuchaba. Me acuerdo que el agua del río me salpicó la cara cuando hablé de los hijos.
Pero fue inútil. Cuando terminé de hablar, de relatar lo que nunca tendríamos, ella suspiró y me pidió volver agregando, con esa forma suave, tan de Trini para que no estorbe, para que no se sepa que ella lo dijo, interrumpiendo la calma, volviéndola identificable, análoga a un pulmón podrido, a un respirar desacompasado: ”el médico me dijo que no me hace bien la humedad de la costa. Volvamos”.
Y ya no tuvimos tiempo de hablar de esas cosas.
La acompañaba a sus consultas médicas que se hacían más frecuentes conforme se aceleraba su enfermedad. De ser mensuales, pasaron a ser semanales.
Todos los martes la enfermedad de Trini nos convocaba a los tres. Era siempre la misma ceremonia. Saludábamos al Doctor Jijena al entrar en el gabinete y nos sentábamos. Mientras yo me servía un caramelo de menta de la cajita sobre el escritorio, ella lo ponía al tanto de las últimas, irrefrenables novedades.
Había detalles precisos y atroces que yo conocía y que por eso no me hacían mella. Eran los ahogos nocturnos, “como una bolsa en al cara, Doctor”, lentas descripciones sintetizadas al final por esa frase.
Y las flemas sanguinolentas escupidas al despertar. El color, la cantidad de sangre, la fluidez, todo diseccionado por Trini, con cierto placer o frivolidad al detenerse en la descripción.
Y mientras ella hablaba y le pedía calmantes para la tos y la angustia, el Doctor Jijena me miraba sin comprender como yo podía involucrarme, siendo tan joven, tan libre, en los asuntos de aquella mujer.
Al concluir, Trini permanecía en silencio y comenzaba a llorar.
Entonces yo le palmeaba el hombro mientras tragaba el ultimo pedazo de menta. Ella buscaba el pañuelo rosa en su cartera y el Doctor Jijena redactaba una receta repetida, reflexionando sobre la posibilidad de una nueva droga, “sólo una prueba, no le aseguro nada”, que fulminara el mal que nos estaba consumiendo. Seguidamente anotaba algo en su recetario y nos despedía, dándonos un aliento que no le creíamos.
Ahora que vuelve todo eso en forma de fragmentos, escenas vividas por mí y no vividas, me acuerdo de la tarde en que la despedí en la puerta de su casa, dándole un último beso en la mejilla.
No sé por qué pero tengo la idea de que Trini supo que allí terminaba ese noviazgo insólito. Por eso después de besarla me acarició el mentón y me miró unos momentos. Su mano, me acuerdo, dejaba en la piel una marca tibia, tan pequeña que ni se sentía.
“Gracias”, me dijo de pronto y cerró la puerta.
Aunque la enfermedad se alejó de mi vida como se alejan las sombras, durante el tiempo en el que se intenta estructurar un olvido, como resabios de andar con Trini, me quedaron los lugares en donde estuvimos, algún paseo en lancha o a pie, el juego de otros.
Lejano y blando, comenzó por ser el lugar común de recordarla.
Después, cuando se aplaca la rutina y todo es memoria sepultada, sobreviene el intento por recuperar el pasado a través de los ritos. Siempre es así: tras los adioses queda la costumbre de recordar un único adiós.
Los martes paso por la clínica a la hora de su consulta y me asomo para ver.
Es curioso no saber qué se busca hasta que se encuentra el objeto esperado.
Entonces aparece ella, Trini en el sofá.
A veces está sola con su frecuencia de pañuelos arrugados entre los dedos, aguardando que la enfermera la anuncie.
Otras, la acompaña un muchacho joven, como de mi edad, que la toma de la mano, para darle fuerza.



PÁGINA 22 – POESÍA AMERICANA

Livia Díaz (Poza Rica de Hidalgo-Veracruz/México)

Concurso de Cartas Escritas por Mujeres


Señor Director:
-----------Atendiendo a su amable convocatoria al presente concurso vigente
me atrevo a decirle lo siguiente:

Voy a ser Virgen de los Siete Cielos
danzaré sobre todos los países,
a las mujeres llenaré de envidia
con mi barriga servida en cicatrices.

Del rubor entre las líneas de sus páginas
he aprendido que el cuché y la tinta
hacen milagros con mis ojos grises
al ver la diferencia de melanina.

Voy a ser pura víctima en noticias,
desmitificando mi desgracia,
llego hasta aquí colmada de impaciencia
en busca de ser verbo, rea y gracia.

Con mi historia apenas y conformo
una novela escrita a siete manos
sobre la parodia de las vidas
por magnifica, digna y casquivana.

En tanto de lo que pienso bien valdría
la pena un reportaje sin sonrisas,
cruda es la guerra de mentiras en que afrenta
la verdad la realidad escueta.

Y en esta doble realidad dispongo
comprometerme con su viraje en un espejo,
y por ende y apegada al tema
de pobre, damisela y en desgracia;

si bien hice de mi vida puro cuento
bien vale la pena la leyenda,
ejercitando propiamente y renovada
un nuevo síndrome de trascendencia.

Con esto me despido y por si acaso
quedan dudas de mi desvergüenza
para brillar como estrella en la mañana
o palidecer por la noche en la desgracia,

envío anexo y en un sobre lacrado
talonarios vencidos del mercado,
las facturas que adeudo a los servicios,
y el aviso de mi desalojo.

anuncio clasificado

Aviso:
Se solicita novio con experiencia
sepa resolver crisis inmateriales.
Conozca la ausencia de virtudes
goce de guiar a novia falta de oficio.

Ofrecemos:
Aquello no solicitado.

Réplica:
Se solicita lo no solicitado;
materializar y eliminar crisis.
Con amplia experiencia en nulidad
de virtudes guiadas para el goce.

poema de cinco peros

Poemas de cinco pesos
para toda ocasión,
de cinco estrellas
poema valium
poema sin culpa
redimido comulgó
parto poema
cesárea impaciente
como carta astral
poema zodiaco dominguero
almizcle y vodka
de la realidad
poema refrigerado
conservador laico
que reza rosarios
cuenta por cuenta
paga. Poema deudor
sin intereses
al portador
cheque en blanco
asintomático
como aspirina
beso de coca-cola
sin gas
pantomima callejera
poema de cinco peros.

el desayunado

De mucho verso te pierdes
al no tener en la mano
la poética sonrisa
que tiene el desayunado.
Pues no es de andar por ahí
digno de la barriga
como una página en blanco
escribiendo su menú.
En la sombra de las letras
podría escribirse: Ricardo
tras la sopa y ante el caldo
en hemistiquios distintos.
El peligro que se corre
sin haber desayunado
es no ser ni agua ni postre
bife, relleno ni papas,
y cual tostada en untada
acabar en la ensalada.
Y aunque tampoco es poesía
-dicen los intelectuales-
del todo es indispensable
no terminar de bocado
sin haber sacrificado
la métrica por el ritmo
tras haberse alimentado.
Lo que tampoco es poesía,
pero por culpa de Whitman
hasta la gracia más fina
se parece a un estofado.

el sobretodo

La cama estaba evaporada
solo al condensarse el sueño
se formó

el hombre vino después
la loción de siempre
el olor de los pies

los gritos y aullidos
confundidos con
la calle

evaporada la noche
puesto el día
jinete de focos al revés

las ideas se llevaron el sudor,
la ropa,
el sobre todo.

PÁGINA 23 - CUENTO

-Sigo pensando en su suerte-


Por Raúl Astorga (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Créame que ocurrió ese fin de semana largo. Cuando Gustavo Olfatti aprovechó para reflexionar en torno a lo que era como persona y como laburante. Siempre supo que la vida no es fácil para nadie; pero no dejaba de tener en cuenta que para algunos viene algo así como regalada. Muchas veces, se preguntó si existía la forma de zafar, y otras tantas se respondió que sí. Pero el asunto pasaba por encontrar esa forma.
Cuando conocí a este muchacho, me di cuenta enseguida de que sabía lo que quería; pero no lo conseguía porque una y otra vez se presentaba algún insalvable obstáculo. No hay dudas; no era hombre de buena fortuna. Sí, era un hombre sensible y, además, de mucha inteligencia. Tenía un sueño por cumplir. Quería ser actor. Porque él no le negaba a nadie que deseaba ser famoso. Y estaba harto de la mediocridad, de la falta de dinero, de la rutina laboral, del alquiler de la casa, de no poder comprarse un pantalón, y esas cosas.
A Gustavo lo fue destruyendo como persona ese universo desordenado de transistores desparramados sobre la mesa de trabajo, de televisores baratos que se hacían trizas rápidamente, de equipos de audio muy valiosos que los nenes de mamá castigaban en escandalosos malos usos, de ellos y sus amigotes. Ya no daba para más. Y todo por cuatrocientos pesos mensuales, que los días cinco, con mala cara, le pagaba el dueño del service donde trabajó durante seis años. Desde que se casó.
Porque Gustavo Olfatti era casado. Con una bellísima muchacha que hacía unos años estudiaba Odontología. Y le costaba, porque con lo que ganaba Gustavo no le alcanzaba para los apuntes; menos para libros, imagínese. Sí, la muchacha era de una familia acomodada, pero la desheredaron cuando se puso de novia seriamente con Gustavo. Una injusticia. Porque él era de sentar cabeza, si se lo proponía.
Nunca un pucho; mire que eso de fumar es un presupuesto. Nunca una quiniela. Sólo el encierro de once horas en ese local de la galería del centro. Viendo en los televisores que reparaba cómo desfilaba la farándula… y sin él; sin él.
A Gustavo le quedó grabado, de tanta televisión que consumía, ese periodista que estuvo, no sé cuántos segundos, muerto de muerte clínica. Él se sintió impactado, imagínese. Pero más se conmocionó aquella tarde en que desenvolvió dos baterías nuevas, para un control remoto que debía rearmar. Vio en la lista de best-sellers, del diario que servía de envoltorio, el libro del fulano donde contaba su experiencia en el más allá. Y ahí creyó encontrar lo que venía buscando desde hacía bastante tiempo. Algo que lo hiciera trascender.
Él me dijo que fue un viernes, en ocasión de que su esposa, la bella muchacha desheredada quiero decir, se fue a estudiar con unas compañeras, para rendir un examen atrasado. Una vez solo, en su casa, encendió un pasacintas robado, que Gustavo compró por pocos pesos, casi con algún cargo de conciencia.
Me contó que la voz de la cantante era demasiado perfecta para creer que pertenecía a este mundo. Que era maravilloso oírle una canción de un tal … …
Bacharach, o algo así. La letra, que él sabía repetir, a veces, decía más o menos así:
“Todas las chicas de la ciudad
siguen a tu alrededor,
y me gusta que estén
cerca de vos.”

De pronto, una luz plateada brilló. Y Gustavo vio que la cantante entró en la habitación, y no lo podía creer. Porque él y cualquier entendido en materia de espectáculos sabían que ella había muerto hacía algunos años.
Era como en los sueños, todo transcurría en cámara lenta y siempre casi a punto de desaparecer. Gustavo hacía playback con el equipo de audio; y ella, simplemente… cantaba.
Lo fuerte ocurrió unos minutos después. Cuando Gustavo y la cantante bailaban mejilla a mejilla, entró la bella muchacha desheredada. Imagínese. Al ver la escena, hizo un gesto poco amable, dio media vuelta y cerró de un portazo. Gustavo vio desvanecer ese momento único. La cinta comenzó a patinar hasta que se enredó en el rodillo y dejó de oírse, como adhiriendo a la situación. Luego, lo fueron a buscar por orden de su esposa y se lo llevaron. Mejor dicho, lo trajeron.
Yo conocí a Gustavo cuando la idea de publicar el libro sobre su experiencia sobrenatural había tomado cuerpo, verdaderamente. Eran pocas las páginas en blanco que quedaban por llenar, y él me confió que ya tenía editor. Lo vi demasiado entusiasmado como para creerle. Vio cómo son estos lugares. Está repleto de mentirosos. Eso sí, yo a Gustavo siempre lo respeté. Porque era un hombre que sabía lo que quería…, y hoy en este mundo vertiginoso, no es fácil saber lo que se quiere.
Una pena que lo hayan trasladado. A Gustavo, digo. No me acuerdo cuándo, pero… una pena. Yo todavía sigo pensando en su suerte.
Aún no me dijo su nombre, señor periodista. Qué extraño que el director de su diario lo mande a hablar conmigo. ¿Cree que figuro en un libro? ¡Nooo! Está equivocado. Si yo, hace más de veinte años que vivo encerrado entre estas cuatro paredes blancas.

PÁGINA 24 - ENSAYO

Cinco inéditos de Borges

Por Harold Alvarado Tenorio (Cali/Colombia)

La última vez que vi a Borges fue en New York el 16 de diciembre de 1983. Debía dar una lectura o conferencia en el Center for Interamerican Relations y sabiendo, gracias a Emir Rodríguez Monegal, que B o rges llegaría un día antes, pude concertar una cita con él y a solas. Rodríguez Monegal trajo a Borges hasta mi casa en el 170E de la calle ochenta y cuatro a eso de las once de la mañana y, literalmente, me lo endosó por el resto del día. Creo que tanto él, Emir, como Roberto Piccioto iban de almuerzo con María Kodama, que pasaba por uno de esos malos ratos antes de la muerte del escritor. Pero Piccioto ya sabía cómo distraerla, le hablaba de antigüedades romanas y bizantinas, o le hacía preparar, en alguna cafetería de mala muerte atendida por italianos recién llegados de Palermo, una de esas pizzas hechas con pan francés y salchichas de ternera que tanto le gustan. Kodama, después de muchos remilgos, terminaba siempre bebiendo margaritas y vermut seco en cualquier bar de Midtown, con tal de acostarse tarde y sin ver a Borges.
Tomé a Borges del brazo y le dije que camináramos un rato por Madison.
Fuimos bajando lentamente, yo lazarillo recién estrenado, Borges anónimo ciego, por esa avenida donde están las más ricas pastelerías de la tierra y los cafés más acogedores de New York. A la altura de la calle ochenta y seis preguntó si era verdad que Yorkville había sido un barrio de emigrantes alemanes y le respondí que sí, que allí habían vivido hasta los años setenta una buena cantidad de germanos, checos y húngaros y que todavía quedaban en los alrededores restaurantes y mercados y típicas delicatessen. Borges comentó que hacía unos cincuenta años no comía gulash, y que temía hacerlo, pues tenía el estomago acostumbrado a la sopa de petit pois que doña Leonor había ordenado a Epifanía Uveda luego del accidente de la ventana que casi le cuesta la vida y que cambió el rumbo de sus poemas y narraciones. Borges preguntó si comer un gulash entre los dos sería demasiada molestia para mí.
Por supuesto que no. Entonces tomamos la 86 hacia el río y nos metimos en uno de esos bares irlandeses que están al lado de Macy´s. Borges no se enteró que lo había puesto a comer caraotas con posta, y el plato le pareció una delicia, como en verdad estaba.
Mientras comíamos, y Borges comía muy lentamente, le pregunté cómo habían sido los últimos días de su madre. Se sintió sobrecogido, pero luego, recobrando su natural, intentó dar una respuesta completa sobre el asunto.
Dijo que su madre había sufrido mucho, que ojalá no fuera él a sufrir cosa igual. Deseaba morir, tan pronto supiera llegada la hora, lo más pronto posible.
Él había pagado ya con su ceguera buena parte del infierno que le tocaría tras la muerte y por eso estaba seguro que la cosa sería expedita, de un día para otro. “Madre me llamó siempre inútil o infeliz. Nunca permitió que llevase más de una vez una chica a casa y menos que pasase a mi cuarto por unos momentos”. Daba la impresión de que Borges gozaba recordando los sufrimientos de su madre.
Cuando terminó de almorzar le pregunté qué deseaba hacer y volvió a sorprenderme. Quería que fuésemos a varios de los 104 (ciento cuatro, eso dijo
Borges) bares que hay entre la cuarenta y la cincuenta y siete. Le pregunté cuando había estado allí y dijo que nunca, pero que recordaba un filme con Ray Milland, ‘The Lost Week-End’, donde un alcohólico entra y sale de bares como Clarke´s, Yukon, Jimmy´s, Olde Inc. y la taberna Castle. Que cosa más prodigiosa, la memoria de Borges, para recordar nombres de bares en una película en blanco y negro. Le recordé que tenía que llamar a Rodríguez Monegal.
La fila para del teléfono público más cercano tenía por lo menos diez personas. Y ni modos de no hacer esa diligencia. Emir y mis otros amigos tenían que saber de qué iba la tarde con Borges .
Estaba en la cola cuando divisé a Gabriel Jiménez Emán sobre la esquina de
Lexington, mirando a lado y lado, como buscando orientación. Lo acompañaba
María Panero, una divina argentina que estudiaba medicina en New York University luego de haber logrado que el Gobierno americano le concediera visa de exiliada política. Le dije a Borges que cruzáramos la calle para saludar a Gabriel y cuando estuvimos cerca de ellos y antes que le presentásemos a María, Borges ya la había intuido, quizás porque la oyó hablar y supo que era argentina.
El hecho es que de inmediato le puso la mano sobre el brazo a la muchacha y continuamos bajando hacia el Carl Schurz Park, donde nos sentamos un rato, mientras María describía a Borges el Triborough Bridge, la isla Wards, los barcos cargados de basura y arena y ambos se complacían con el clima benigno del día, ni frío ni ventoso. Gabriel Jiménez Emán había llegado dos días antes a New York desde Barcelona, camino de Middleburry College, donde iba a dar una conferencia sobre el grupo Sardio y la poesía de Ramón Palomares. Estaba algo preocupado sobre el asunto pues había dejado sus apuntes en España y me estaba buscando para usar mis archivos. Al ver que Borges se entendía de lo lindo con María Panero, nos apartamos un poco y fuimos a sentarnos en otro banco. De pronto vimos cómo María estaba escribiendo en un papel algo que Borges le dictaba y nos acercamos. María hizo señas para que no interrumpiéramos. Borges declamaba lentamente unos poemas mientras ella los copiaba. En esas estuvieron unos cuarenta minutos.
Les dije que se hacía tarde, que debíamos regresar y tomar un taxi para llevar a Borges hasta la casa de Rigas Kappatos, donde nos esperaban Emir y Roberto Piccioto.
María y Borges parecían vivir un romance momentáneo.
En el taxi Borges dijo que se haría con ella en la parte de atrás y Gabriel y yo ocupamos la parte delantera de ese viejo check-car gris con rayas de tigre rojas. Mirándoles por el espejo retrovisor parecían dos novios que recién volvían a encontrarse.
Durante el viaje Borges le dictó otro poema. Cuando llegamos a casa de Rigas saludamos a Athinulis, el gato, y de inmediato le pregunté a María qué cosas eran esas que Borges le dictaba. Dijo que Borges había tenido una súbita iluminación y le había pedido servir de amanuense. Que había estado pensando unos sonetos en el avión que lo trajo desde Buenos Aires y no había encontrado a nadie más oportuno, que ella, para hacerlo.
Le pedí los papeles, fui a la calle e hice dos copias de los poemas. María se quedaría con el original, que debía devolver a Borges, en marzo, cuando ella fuera a Buenos Aires. [Como dato curioso, Borges no dio a María el teléfono de la calle Maipú, sino dos números de dos pisos distintos: uno en la Calle French y otro en Rodríguez Peña y Juncal.] Todo esto, hecho a espaldas de Borges, pues no quería que Emir ni los otros conocieran los poemas, por lo cual no pudimos ni leerlos ni comentarlos en ese momento.
A las siete salimos de casa de Rigas y tomamos dos taxis para ir hasta el Center, donde Borges daría su conferencia. Entramos, y de inmediato, Emir fue a buscar a la boliviana Rosario Santos, que nos metió en uno de los saloncitos del segundo piso de la fundación de los Rockefeller, donde estaban varios profesores de N. Y. U. y Columbia. Ofrecieron whisky, pero Borges prefirió tomar “agua del municipio”.
Yo me ingurgité unos tres de ellos, y al cuarto, me di cuenta que estaba completamente borracho.
Lo que vino después es una de las tragedias de mi vida. Subimos al salón de conferencias, que estaba totalmente abarrotado. De pronto vi como Borges estaba a miles de kilómetros de mí y me hundí en un delirio paranoico digno de
Poe. Lo cierto es que salí a Park, tomé el tren en Hunter College y me fui a casa. Al llegar vi que el perro del portero tenía cara y barbas de hombre y que mi vecino, con su calvicie, parecía un gato desollado, etc, etc, hasta que decidí llamar a mi hermana y decirle lo que estaba pasando. Como a las once de la noche ya estaba yo en una cama del Lenox Hill Hospital donde pasé la más triste y terrorífica navidad de mi vida. En uno de los bolsillos de mi abrigo, que mi hermana llevó a casa, estaban los poemas de Borges.
Al salir del hospital decidí ir a Madrid, donde había pasado tantos buenos ratos y donde esperaba recuperarme de esa enfermedad de las grandes ciudades: el pánico. Carlos Jiménez me recibió en Barajas y cruzamos la ciudad en su viejo cuatro caballos.
Le conté de la enfermedad y le mostré los poemas de Borges, que llevaba entre un ejemplar de la Webster´s Word Histories, que había tomado para leer en el avión como una suerte de terapia a mis males. Al llegar a casa de Carlos, Sara Rosemberg tomó el libro y lo puso sobre uno de los estantes de su biblioteca. Allí se quedaría unos años más. Carlos y Sara hacían lo imposible por distraerme día a día para que olvidara mis padecimientos. Una noche, cuando vino a casa Antonio Caballero para leer un capítulo de ‘Sin remedio’, volví a pensar en los poemas de Borges, pero de nuevo las cosas tomaron otro rumbo. Volví a New York, abandoné New York, Carlos Jiménez se separó de Sara Rosemberg y Sara Rosemberg se quedó con los libros de Carlos.
Hace cuatro meses volví a Madrid. Antes de la separación Sara y Carlos habían comprado un piso en la cuarta planta del número 25 de la calle del Prado, donde Sara había vuelto a poner los libros de Carlos y de ella en los anaqueles de antes, luego de transformar la vieja cocina y conve rtirla en sala de estudio. Una de aquellas noches veraniegas, luego de cenar, Juan Madrid comenzó a inve n t a r otra de sus historias de crímenes y detectives y mencionó el Word Histories.
De inmediato recordé los poemas de Borges. Fui a la biblioteca y buscando, buscando, encontré el libro bajo unos veinte volúmenes de tratados sobre arte, anarquismo y profilaxis sexual.
Tomé el libro y, oh milagro, allí estaban los poemas de Borges. Nada dije.
Metí mi libro entre la bolsa de mercado y al día siguiente, nueve años después, leí por primera vez aquellos versos que había dictado el viejo adorado a la divina Panero.
Los cinco poemas de Borges no presentan novedades formales ni temáticas, ni tienen títulos. Uno repite el motivo de la “biblioteca”, otro el “pasado”, otro el “presente”, el cuarto da las gracias por haber conocido, desde la penuria del tiempo y la vida, el mundo y las literaturas. El último vuelve sobre el asunto del laberinto y su Minotauro. Desde la primera lectura llama la atención la perfección de los primeros trece versos, no así sus finales, que son abruptos. Como si su autor no hubiese tenido tiempo para concluirlos y dejára allí, por lo pronto, terminado el asunto, pensando en volver sobre ellos. Son textos que bien podrían engrosar las páginas de La Cifra, donde Borges se repite incesante
y se renueva en sus caóticas enumeraciones. Allí, donde lo que nos une a él no son los asuntos, ni sus enigmas, ni sus destellos. Mas bien el tono íntimo, de confesión, que ofrece su música: la voz de J. L. B., única e inimitable. Voz que apenas se reconoce en estos poemas ofrecidos a María Panero. Pues algo falta de hondura en ellos.
Intrigado por esta causa, decidí recurrir a uno de los expertos borgianos más raros que conozco. José Manuel Martell me recibió en su piso de la calle Ferraz y de inmediato examinó los poemas. Luego de dos o tres lecturas y mediciones y subrayados, el erudito mallorquí concluye que los poemas deben ser borradores mentales borgeanos de los años sesenta, que nunca quiso publicar, pero que usaba como anzuelo, cuando aparecía alguna chica que le interesaba.
Martell recordó que cosa parecida había ocurrido cuando Borges reconoció a María Kodama en el verano de 1957, en Buenos Aires, en la Facultad de Letras. Borges le habría declamado un centón de Xul Solar, que en alguna parte decía: “Pienso con esperanza en aquel hombre/que no sabrá quien fui sobre la tierra”.
“Y no sólo le dijo ese poema, —agregó Martell—, sino que le contó a Kodama que él tenía la manía de guardar billetes de 10, 50 y 100 dólares entre los libros de su biblioteca y que Silvia Silberman le había tomado gusto a los de cincuenta”.
Publico pues, estos cinco poemas, tal y como los transcribió María Panero, hace ya, casi diez años. Ojalá el lector no olvide, al leerlos, estos otros:

No puedo ejecutar un acto nuevo,
soy la fatiga de un espejo inmóvil.
Nada hay antiguo bajo el sol.
Todo sucede por primera vez, pero de un
modo eterno.
El que lee mis palabras está inventándolas.

Los sonetos
I

Encorvados los hombros, abrumado
por su testa de toro, el vacilante
Minotauro se arrastra por su errante
laberinto. La espada lo ha alcanzado
y lo alcanza otra vez. Quien le dio muerte
no se atreve a mirar al que fue toro
y hombre mortal, en un ayer sonoro
de hexámetros y escudos y del fuerte
batallar de los héroes. Ilusoria
fue tu aventura, trágico Teseo;
de la bifronte sombra la memoria
no ha borrado las aguas el Leteo.
Sobre los siglos y las vanas millas
ésta da horror a nuestras pesadillas.

II

Me pesan los ejércitos de Atila,
las lanzas del desierto y las murallas
de Nínive, ahora polvo; las batallas
y la gota del tiempo que vacila
y cae en la clepsidra silenciosa
y el árbol secular donde clavada
por Odín fue la hoja de la espada
y cada rosa y cada primavera
de Nishapur. Me abruman las auroras
que son y fueron los ponientes,
el amor y Tiresias y las serpientes
las noches y los días y las horas.
gravitan sobre la sombra que soy.
La carga del pasado es infinita.

III

Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y los que seremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el fin, la caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre;
pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá quien fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo,
esta meditación es un consuelo.

IV

Los órdenes de libros guardan fieles
en la alta noche el sitio prefijado.
El último volumen ha ocupado
el hueco que dejó en los anaqueles.
Nadie en la vasta casa. Ni siquiera
el eco de una luz en los cristales
ni desde la penumbra los casuales
pasos de vaga gente por la acera.
Y sin embargo hay algo que atraviesa
lo sólido, el metal, las galerías,
las firmes cosas, las alegorías
el invisible tiempo que no cesa,
que no cesa y que apenas deja huellas.
Ese alto río roe las estrellas.

V

¡Cuántas cosas hermosas! Los confines
de la aurora del Ganges, la secreta
alondra de la noche de Julieta.
El pasado está hecho de jardines.
Los amantes, las naves, la curiosa
enciclopedia que nos brinda ayeres,
los ángeles del gnóstico, los seres
que soñó Blake, el ajedrez, la rosa,
El cantar de los cantares del hebreo,
son la flor que florece en el desierto
de la atroz Escritura, el mar abiert o
del álgebra y las formas de Proteo.
Quedan aún tantas estrellas.
Suspendo aquí esta vana astronomía.

PÁGINA 25 - CUENTO

Cuento con cebú y flores


Por Araceli Otamendi (Quilmes-Buenos Aires/Argentina)

"Di bien alto que la literatura es uno
de los más tristes caminos que conducen a todo"
André Breton

"Tienes que disculparme no haber ido anoche.
Soy tan distraído que iba para allá y en el camino
me acuerdo de que me había quedado en casa. "
Macedonio Fernández


Cuando tía Jorgelina me abrió la puerta se confirmó mi presentimiento. Me habían invitado a tomar el té, pero más allá del convite había algo que no sabía bien qué era. Los ojos de tía Jorgelina brillaban más que nunca con ese fulgor de fuego fatuo que la caracterizaba. La saludé con un beso en la mejilla sintiendo en la mía esa piel aduraznada y un poco fría y le entregué la planta de violeta africana que llevaba siempre que me invitaban a tomar el té. La planta venía envuelta en una bolsita de nylon con las indicaciones para cuidarla, agua a una temperatura de unos veinte grados por inmersión, sino no florece.
Enseguida me dijo que se la llevaría al cebú. Ahí está, pensé, al fin, eso era, el cebú. Así que tenían al cebú en el jardín de la casa.
Nunca les habían gustado las mascotas, ni siquiera un pájaro y ahora se habían ido al otro extremo.
Nos sentamos a la mesa tendida en la galería, al lado de los bananos y de la gran palmera. A lo lejos se escuchaba la voz de mi abuela Ermelinda, gritaba que le pusieran un supositorio de espasmocibalena. Mi abuela Ermelinda estaba por cumplir ciento cuatro años.
Tía Jorgelina acostumbraba cambiar de mantel en cada estación así que en cada primavera ponía el mantel blanco bordado con ramilletes de margaritas.
Mis primas, las hijas de Jorgelina vestían el uniforme del colegio inglés, lo cual me parecía muy ridículo en mujeres que habían pasado los cuarenta años. Hablaban en una lengua muerta con mío tío Eulogio, su padre, complacido con ese juego que le agregaba una pizca de excentricidad a su cara -continuada en una calva lustrosa que potenciaba los rayos de sol como una lupa-.
Tía Jorgelina anunció que traería al cebú para convidarlo con la violeta africana que yo le había regalado. Realmente no sé para qué había gastado tanta plata en el vivero si la planta iba a parar al estómago del cebú y ni qué decir cuando completara su ciclo natural.
Era inaudito aunque en casa de tía Jorgelina siempre ocurrieron cosas por el estilo. Nunca me voy a olvidar las reuniones de los 31 de diciembre. Había que ir vestido según el dictado de tía Jorgelina. Si disponía que los trajes fueran largos hasta el suelo, no importaba desde dónde se viajaba, los kilómetros que había que hacer para llegar hasta su casa. Eso no hubiera sido nada si la fiesta se hubiera celebrado en ese tono y todos felices y qué. No. Bastaba llegar a la casa con los paquetes de regalos en las manos para darse cuenta de que se trataba de una gran farsa, porque ella abría la puerta envuelta en una salida de baño larga hasta el suelo y un turbante encasquetado como una luz roja anunciando que no pasáramos porque la pileta de natación, el eje de la fiesta, se había vaciado la noche anterior por miedo de que proliferaran la humedad y los caracoles. Hay que tener cuidado con el verdín era su frase favorita. Así que nos limitábamos a beber unos refrescos y a volver a nuestra casa. No puedo dejar de mencionar sus memorables dolores de cabeza ya que se trataba de una ceremonia tribal. Comenzaban con un chistido parecido al de una lechuza que ordenaba silencio. Todos debían caminar en puntas de pie mientras ella descansaba en un cuarto especialmente preparado para el ritual. Apoyaba las piernas sobre una almohada y se ponía una bolsa de hielo en la cabeza.
Las únicas conversaciones permitidas hasta lograr alivio debían referirse al dolor de cabeza y en tono bajo. Tío Eulogio y las primas se encargaban de que así se cumpliera. Pasado el dolor se podía jugar a las cartas o comer pulpo a la gallega.
Pero las ganas de jugar habían pasado y hasta las de comer o de respirar, tía Jorgelina era así. La abuela Ermelinda volvió a gritar y a pedir el supositorio de espasmocibalena, la habían sacado del geriátrico para la ocasión y no recordaba en qué lugar se encontraba. Ni siquiera reconocía las caras de sus hijos ni de sus nietas, nos confundía a todos.
Con sus ojos enormes y oscuros, los labios levantados esbozando una sonrisa idiota, el cebú me miraba a los ojos como si me conociera muy bien, como si fuera la única que lo comprendiera o pudiera hacer algo por él. Pobrecito pensé. Te han traído engañado, te darán de comer y después te venderán, seguramente no vas a ser su mascota.
Tía Jorgelina le sirvió la violeta africana. Era notable como el cebú manejaba las patas y el cuerpo sentado a la mesa como todos los demás. Si no fuera por la cara hubiera jurado que se trataba de una persona. Podía agarrar una taza de té o limpiarse la boca con una servilleta. Comprobé que no se comía la violeta africana pero miraba fijamente las masitas de chocolate que tía Jorgelina había puesto en el otro extremo de la mesa. No lo quería mirar pero sus ojos me lo suplicaban. No pude más, en un descuido de tía Jorgelina le acerqué el plato de masitas al cebú y miré hacia otro lado. No me preocupé mucho por tío Eulogio y sus hijas que mantenían una conversación en lengua muerta. El cebú bebió una taza de té y se limpió la boca con las margaritas del mantel. Me sonrió, se levantó de la silla donde se había sentado y se alejó retozando por el pasto. Mi desconcierto crecía. Enseguida volvió tía Jorgelina vestida con su típica salida de baño larga, la que acostumbraba ponerse los 31 de diciembre. Vi que abría la boca seguramente para anunciar un solemne dolor de cabeza que no acabaría hasta el día siguiente cuando en ese momento tocaron el timbre. Ahí estaba la otra parte, la que faltaba en mi sueño del que siempre despertaba cuando el cartero traía las cartas por la mañana. Aparecieron dos hombres con pantalones y camisas negras. Nadie dijo nada ni era necesario tampoco. Venían a buscar al cebú pero éste se había escapado. Lo buscaron durante unas horas y nada, no aparecía. El pobre animal se había roto la cabeza.
El hallazgo no fue una sorpresa para mi porque sabía lo que sucedería luego. Los sueños no se tienen en vano. Tía Jorgelina había prometido entregar ese cebú. Había que encontrar un reemplazante pero que yo supiera otro cebú no había. No sé si fue magia, contacto visual o comunicación entre dos seres. Sólo sé que me miré las manos llenas de pelos como las del cebú y me toqué la cabeza. Mi pelo había desaparecido y en su lugar había cerda. Los victimarios se acercaban hacia mi y empecé a correr como nunca. Hasta que me desperté cansada de correr y sobresaltada por los timbrazos del cartero con el correo.
Mientras desayunaba leí una noticia que me extrañó aun más que mi sueño. Una mujer desnuda se había presentado en la comisaría de la calle Potosí para denunciar que dos extraños vestidos de negro la habían despojado de la salida de baño y el turbante. Pero lo más curioso era que el comisario queriendo indagar el caso no encontró a la mujer en su despacho, ignorándose hasta ese momento su paradero.

PÁGINA 26 - POESÍA ALLENDE EL MAR

Marta Zavaleta (Londres/Gran Bretaña)

Colibríes en los corales de Itaparica


Duermes, y tus ojos
apenas velan
la confluencia de todas las acequias
el ruido de la cigüeña cuando baja sobrevolando el nido
la catarata de los desvelos inanimados en las carótidas lejanas
el viento de las calandrias hasta que pongan huevos
la febril acechanza de los puercoespines
modelando bajo el sol un requiebro de púas erizadas
y una cola de cangrejo alcoholizado,
tres barriletes al garete
cinco piedras de río
siete barquitos de colores
una brizna de hierba que cruza la pendiente zambulléndose como pato en la olla
un colibrí jugando a las visitas y
muchos pájaros
vecinos de tu sueño
en este atardecer sin escarapelas en el pecho
ni rubor en las piernas ni grito
en la garganta del suicida.
Las pobladas sin tierra y el bosque tropical
tapizados de monedas de oro de los jesuitas expulsados
las tortugas comiéndose los sesos
antes de perder el rumbo para siempre
un bebé tiburón que juega a ser anguila
y mi voz
enmudecida
para que no despiertes
hasta bien entrada la mañana.

Borrachera de hastío
Dedicado al chinito, montuno
Quisiera
esa mansedumbre brutal de los vacíos que se entremezclan:
me liberan.
Libo el vino y canto a la salud del patronímico que enrostra en su garganta frío y caliente, gargantúa de Oriente, un orgasmo de libélulas y grillos, valga
en su estertor la primavera.
Baile de los encajes azules, de las medias mustias, de la madre adolorida, de la nana sin llagas, valga.

Tu hombría.
La heterosexualidad debida a las manzanas. Cuerpo y figura, hasta la sepultura, me basta
una naranja. Bien pelada, azuzada de escombros y consonantes,
prima luna de verano,
verde rota de primavera.

Hay tres o cuatro ranúnculos, pero pueden ser, sin embargo, pleragaragious,
sin que medie
ningún responso.
Por un canal temprano de la tarde de Wimbledon van
tus luciérnagas: el cristal, la esmeralda, la rosas del desierto, sea Khalo o cualquier otra, tuya es la comunera. Tú siempre figuras.

Lejos estás del momio: desdeño esas figuras, te respeto…
con tozudez, hermano, tu ritmo acompasado:

el rey
la niña
yo
tonta.
El amo, tú amas, él no me ama.
Escucha mis libélulas: ellas sí son
rosas. Simientes,
sin agujas, puro senos y vientre.

No soy ni un pétalo. Soy tu sirvienta, tu ídolo incaliente, o tu espejo pantalla.
Espantapájaros yo, avispa.
Triste es adormecerte, pleno mío: CELAS
Sobre la nieve cojeo, y como pellejo de serpiente atrás, veo el río. Y más atrás,
veo tu cara y tu recuerdo. Bravo mío.

Tú el sirviente, yo el ama, y quinientos duendecillos en la simiente.
Renaceremos en Varsovia
aun en la muerte
juntos, trébol y alta la luna, reflejados
en el Vístula, adolescentes, amándonos,
por una sola vez, mas para siempre...

Cuarto Capricho

Miedo
Es una cascada sin fibra que se derrumba detrás de la carnaza.
Un río sin paraguas.
Una espina de atún flotando espesa.

La insoslayable piedad de las torcazas.

Amor
Una suma sin nombre, un olor mal parido, una receta debida. El sol
ficticio que no alumbra.
Un día más cerca de la muerte.

Amistad
Una mentira que estaba a igual distancia:
Ven, estírate a mi lado, busca el vientre. ‘Busco tu sombra’.
Y en un lugar pelado, busco el miedo que se comió la almohada, como T.S. Eliot, antes de que el polvo disipe tu ombligo en la pendiente. Sacro fuego.

Rilke anotado

El día me deja encapuchada en la desesperanza, una aleta de pescado me cierra la garganta, no alada, pasa el ave y la mastica. Entera.

Es el viejo regurgitar de las pestañas, la consolada imagen del becerro que nada:
en el ventarrón de proa va su mirada.

No porque sea el mío día del repudio a la tortura, ni tampoco,
porque se borren de mis lágrimas
los matices del rojo
existe
este absoluto cansancio del no ser
lo que revienta en espumas
salivándose,

¿Es el tiempo
una naranja parida en la batalla?

Y se me escapa, se ya yendo, se ha ido, con su sonido falso, el día de mi nombre,
mi pensamiento va contigo, para estrecharte fuerte, y desearte millones de cantares Y ninguna
muerte. Mi última estela.
El cormorán asido de mis alas.



PÁGINA 27 - CUENTO

Pasta para dos


Por Saúl Álvarez Lara (Antioquia/Colombia)

Al margen. Si no tiene jengibre, dijo un chef hablando de una receta, póngale otra cosa, con seguridad el resultado será excelente. La preparación se procesa desde las palabras. Las imágenes y el sentimiento dan forma. Las artes generan sensaciones, por eso son lo que son, la cocina es el arte del placer y también del sabor, el olor, el goce estético y, por supuesto, de las imágenes que elaboran los sentidos y sugieren historias. En este número. Receta para un día caluroso. Ingredientes: 6 Tomates frescos •1 Cucharada de aceite de oliva •2 Cucharadas de aceite de girasol •1/2 Cucharada pequeña de jengibre bien molido (si tiene) •3 Hojas de Albahaca •1 Porción de cilantro •Sal •Pimienta •Pasta para dos •1 Olla con litro y medio de agua.
Preparación: Mientras el litro y medio de agua con dos cucharadas de sal y aceite de girasol hierve, parta los tomates en dos. Con la ayuda de un raspador convierta cada tomate en una pasta homogénea. Tenga cuidado de no mezclar las cáscaras. Póngalos en un recipiente, ojalá blanco, y agregue, mientras revuelve, el aceite de oliva, las hojas de albahaca y la porción de cilantro picadas muy fino, el jengibre (si tiene), la sal y la pimienta al gusto. Deje reposar.
Mientras esto se ejecuta, el agua hierve. Con una mano ¿la izquierda? lleve la pasta en sentido vertical hasta el fondo del agua, en el centro de la olla, y suéltela, ella se distribuirá alrededor. Revuelva con cuchara de palo despacio para que no se pegue. La cocción de la pasta varía entre tres y nueve minutos según la marca. Una vez cumplido el tiempo póngala a escurrir en un colador. Agregue un chorro de aceite de oliva con un tris de sal y sacuda con más cuidado. Lleve la pasta y la mezcla de tomates a la mesa en recipientes separados. Sirva al gusto del momento.
Parece que un vino blanco bien frío es el indicado para acompañar, un chardonnay por ejemplo; sin embargo, alguna vez escuché asegurar que un tinto ojalá no muy denso, tal vez un tempranillo, sería de buen recibo. Hoy, la historia de un día ideal para la receta pero sin más ingredientes que jengibre. Buen provecho.

PÁGINA 28 – COMENTARIO DE LIBRO

Libro
: Terra Ignea
Autor: Armando Arteaga: La poesía sustancial

Por Juan Félix Cortés Espinosa (Piura/Perú)

El libro de poesía “Terra Ignea”, del destacado poeta peruano Armando Arteaga, es una entrega original, en primer lugar por la forma y el fondo, en segundo lugar por el espacio y el tiempo donde la palabra poética perpetúa una existencia indiscutible y valorable y en tercer lugar por tener una búsqueda constante, característica de los poetas trascendentes y que han logrado con alegría y sufrimiento, genio y talento una obra, permitiéndonos hallar y encontrar la misión sagrada de un buen creador, que posee fe, inteligencia y un sentido profético.
La poesía de Arteaga, es una revelación, porque expresa verdades, un rico conocimiento de la experiencia y de la vida, paradigmas e intuiciones, su poesía es la lucha interior de un poeta frente a su propio destino, donde la condición humana está latente en las profundidades del espíritu, libre y batallador “Terra Ignea”, es un libro de poesía publicado por la prestigiosa “Lluvia Editores” que dirige el reconocido intelectual, poeta y animador cultural Esteban Quiroz, que con su experiencia ha obtenido renombre internacional y gracias a su persistencia, a su capacidad y dinamismo; al poeta cajamarquino lo conozco hace muchos años, y en el Perú es una institución en el ámbito editorial.
La obra consta de cinco partes e incluye 39 poemas bien estructurados, la ilustración de la carátula le pertenece al artista Armand; la fotografía es de Alina Jara y la edición está a cargo de Marcela Cornejo.
La vida cotidiana, las vivencias más resaltantes y hondas, las observaciones pertinentes a partir del análisis, de la crítica, las ciudades, y las calles, la realidad hostil, el amor imperecedero a la mujer de toda una vida, el encanto y el desencanto de los días y de los años, la música que se extiende por la noche, los parques, las playas, el mar, el tiempo que se ha marchado a otra parte, los vientos, el agua, el puerto, la lluvia, la arquitectura, los recuerdos, los instantes amatorias, la dialéctica de la farsa, la resonancia de un sentimiento que jamás se acabó y la poesía que se mantiene intacta, jubilosa y eterna, la santa tierra de Piura que alberga la identidad y los dioses tallanes.
Las mentadas puestas del sol, los olvidos, que nunca serán encontrados, la poesía, siempre la poesía, como una hembra libre, desprejuiciada, tenaz con su libertina lucidez para entrar desnuda y atrevida, y el amor otra vez, doliéndonos y el sexo impertérrito; y el conocimiento con sus luces alumbrando al poeta, caminante, el hombre en la cima de su propio sufrimiento, el otoño y la contemplación de la naturaleza, los poetas, los músicos, los pintores incrustados como huellas en esta poesía amorosa, asimismo lacerante, los suburbios, el capitalismo, el socialismo, la ciencia, el arte, la religiosidad, la soledad, la angustia, el silencio, la cultura más occidental, el lejano oriente, mirando de vez en cuando.

PÁGINA 29 - CUENTO

Bebé dijo que no


Por Óscar Wong (Tonalá-Chiapas/México)

Bebé dijo que no, pero yo insistí, me puse de cabeza, hice muchas piruetas para ver si cambiaba de opinión. Pero la canija siguió moviendo la cabeza; sus cabellos largos, rubios, parecían pelos de elote, aunque más bonitos y perfumados; sus ojos como canicas de agua, de tan transparentes, me miraban como si yo fuera un extraterrestre. Sabía que me gustaba, porque siempre se hacía la remilgosa. Yo seguí insistiéndole, rogándole. Le ofrecí mi lunch durante toda la semana, le puse mi balero en sus manos y hasta mi ratita blanca. Y nada. Pero Bebé -le repetí-, acepta aunque sea sólo una vez.
Pero ella siguió moviendo la cabeza. Me sonreía, eso sí. Sus manos pequeñitas se movían como palomas, de tan finas, de tan suavecitas; un cuerpo también era menudito. A mí me gustaba un chorratal; se veía linda la condenada con su pantalón apretadito, de esos que les dicen mallones y su blusa blanca, mostrando sus hombros y sus brazos, blanquísimos.
Desde hacía una semana estuve dándole vueltas al asunto. Una y otra vez pasé por su casa buscando la oportunidad, hasta que una mañana la vi, con su vestido rosa; otro día con su short azul y entonces sentí cosquillitas en la panza.
Me hice el aparecido y después platicamos de Mónica, mi prima, de que había faltado a la escuela por el asunto del sarampión y de que sus pecas se confundían con los lunares rojos que le salieron; pero yo ni siquiera me le acerqué. Y Bebé me miraba con esos ojos clarísimos, como la miel que tanto me gusta untada en las galletas. Por eso ahora que la vi no tuve más remedio que decirle lo que me pasaba. Ni modo de aguantarme las ganas. Es como cuando tienes deseos de ir al baño y te da pena confesarlo, pero tienes la necesidad de ir y vas. Después de todo yo le quería echar los canes, así que no me iba a quedar con los brazos cruzados. Además todos los días la soñaba, deveritas que sí. Entonces se lo dije, pero Bebé me miró con esos ojos enmelados y me dijo que no. Luego me dio la espalda porque se hizo la ofendida. Pero yo insistí rogándole una y otra vez, diciéndole que por favor se compadeciera de mí. Finalmente aceptó y yo brinqué y me puse como loco.
Empecé a danzar como un apache alrededor de la hoguera antes de entrar al combate. Entonces me dijo que me callara, que no le gustaban esas sangronadas, porque si seguía así se iba a su casa y entonces ya no le iban a dar permiso de platicar conmigo. Y tuve que calmarme. Le dije que fuéramos al tamarindón, al otro lado de la calle, para que nadie nos viera. Ella se puso colorada, como esas arrieras que un día me picaron. La tomé de las manos y casi a rastras me la llevé al terreno baldío donde jugábamos del árbol podía ayudar a refrescarnos. Yo también estaba nervioso, pero podía más la urgencia, así que aunque el corazón me hacía tum-tum-tum tuve que seguir adelante. No me podía echar para atrás.
Yo la miraba como menso, como si ella fuera una rebanada de pastes; tenía ganas de comérmela o por lo menos de darle una mordida en el cachete. Y el canijo corazón brinque y brinque, como un balón de básquet rebotando sobre la duela de la cancha. La cabeza me sudaba. Sus dedos delgados, finos, como los de las artistas que salen en la tele, agarrados de los míos. Tuve que soltarle la mano porque me daba vergüenza de que ella se diera cuenta de que las tenía heladas. Cuando llegamos fue lo mismo. Que sí, pero que mejor otro día. Que al rato porque hacía mucho calor. Que mejor en la tarde, antes de ir al pan. Y qué tal y si nos veían. Y que su mamá y que su papá y que los míos. Después puso de pretexto el asunto de la doctrina y me soltó un rollo de que si Jacob y que si Esaú y no sé qué demonios de las lentejas. Volví a lo mismo, a ruegue y ruegue. Y que si el garrobo que asomaba entre las piedras y que si el gato y que si el perro y que si la piedrona. Volví a ofrecerle todo, hasta mis patines. Y Bebé seguía negándose.
Yo veía sus labios, delgaditos; y su figura menudita y tan frágil. Bueno, de flaquita buenona, como dice mi primo Casimiro. Y las ganas empezaron a empujarme y recordé lo que hacían el Roñas y Marcela cuando jugaban a los papás o a los novios. Así que la calentura empezó a entrarme por el cuerpo y sentí que el paquete duro y calientito saltaba entre mis piernas, me punzaba y me dolía. Por fin Bebé dijo que sí. Pero se puso roja otra vez; a lo mejor fue el calor, por que empezó a sofocarse, a sentir que todo le daba vueltas. Le dije que no se preocupara, porque nadie lo sabría. Yo cerré los ojos y ella se acercó y entonces siguió el brincoteo de mi corazón.
Yo tampoco podía respirar. Entonces abrí los párpados y vi que sonreía coqueta. Se llevó un dedo a los labios y después lo puso sobre los míos y salió corriendo. Yo me quedé como tarugo, con un ardor en los cachetes que ni veas. Todavía no salía de mi azoro cuando alcancé a escuchar sus gritos destemplados:
-¡Pero vas a ver!, ¡te voy a acusar con tu mamá!
Y la verdad es que no sé por qué hizo tanto escándalo si no siquiera me dio el pinche besito que le pedí.

PÁGINA 30 – POESÍA ALLENDE EL MAR

Alessio Brandolini (Frascati-Roma/Italia)

Poemas de la tierra

traduzione di Martha Canfield

La tierra es todavía nuestra
la abrazan los olivos
de hojas plateadas
que pintan el aire
grabando listas de nombres
historias que nos pertenecen.

No nos conocen
pero nos sienten
en la madera
en la respiración
en la mirada
en el paso lento
que resiste a los días
va subiendo hasta arriba
a los muros torcidos de las casas
del antiguo poblado medieval.

Es como si hubiera llegado
demasiado tarde, me digo
mientras corto la hierba crecida
o riego los olivos
que tienen sólo un año
plantados por mi padre
después que arrancó de la tierra
los que estaban muertos, o enfermos.

Es como si estuviera clavado
al mismo divisorio oriental
o al rascacielos americano
que con una explosión se desintegra.

Sólido e impenetrable
calcificado por la historia
pero lo mismo
cito de memoria
los pasajes largos
los más importantes
de esta insólita
pero clara deriva.

La promesa es el estupor
de un surco
preciso y profundo
trazado no en el polvo
sino en la realidad, en el presente
de este terreno paterno.
Como si de sorpresa
hubiera llegado
la hora de sembrar.

Claro que no discuto, ¿y luego qué haría?
Pero mientras tanto renuevo la casa
me traslado
a una esquina de la calle.
Sí, me mudo fuera de la ciudad
a lo mejor a un bosque
me establezco en una encina hueca.

Un mundo reforzado con vitaminas y sales minerales
por cierto más seguro a causa de las alarmas
las puertas blindadas, los portones herméticos
con seguros y candados
por la libertad encerrada en caja fuerte
en espera de tiempos mejores
de un nuevo equilibrio perfecto.

No voy a sentir la necesidad
de tener una parte de todo.
Tendré poco y ese poco me va a alcanzar,
no voy a apurarme a consumirlo.
No voy a usar muletas ni apoyos
dejaré la puerta de par en par abierta
y voy a ser feliz recibiendo huéspedes y amigos.

Total la lluvia borrará las huellas
y será imposible volver a atrás.

Los árboles
fueron abandonados?
ya no tienen nombre
bajo la robusta corteza
hay sólo un agujero
un pasaje impedido
carente de savia
un nido de moho, de carcoma.
Por eso dentro de tres días
van a venir a derribarlos.

En el suelo los frutos
vaciados por los gusanos
se vuelven presa
de hormigas hambrientas
de arañas rojas
con boca de tenazas.

Alrededor del árbol
la alfombra de hojas
maceradas en el agua.

Las rosas
no tienen olor
los pétalos plegados
se dejan
lacerar por el viento
secar por el sol.

Sobre el alambrado del recinto
las ortigas se devoran
las moras todavía verdes
con las espinas envueltas
por hojas de hierba seca
que forman como frágiles nidos.

Las rosas
las pusiste tú
con gestos tranquilos
que desde hace siglos
se transmiten
de madre a hija.

Las rosas
son la reserva
de calor y de dicha
el sueño de agua
que se vuelca
sobre el bosque en llamas.

Limitarse a poco, susurros
y yo enseguida pienso: comas
sí, a lo mejor cada tanto
un lindo punto.

Excavar
una zanja de desagüe
un pozo
para el agua de la lluvia
poner un palo derecho
para sostener
el albaricoquero joven
y el tiempo que pasa
numerarlo
medirlo
sin mejorarlo en nada.

En tus manos
hay un sol
no muy luminoso
pero sí claro y necesario
que tranquilo se duerme
entre su luz opaca.

No agregas nada
ya pones en marcha
corres a dar al viñedo
el agua sulfatada.

Cuando regresé
aquí había un desierto
con una jungla en medio.
La hierba altísima
tanto que Flavia y Simone
se desaparecían ahí adentro.

Con la hoz
me cortaba las uñas
desollaba
el huesito del pescuezo
me esforzaba muchísimo
por retomar aliento
después de los trabajos, los arreglos
plantaba la hiedra y el lauroceraso
el cornejo y el madroño
los abetos que ahora
son audaces y fuertes centinelas
que protegen la tierra y siempre
nos saludan, nos abrazan
cuando de carrera
abrimos el portón de par en par.

Lo aclaro con un ejemplo
mira, te digo
estas manos están llenas de rasguños
han arrancado las espinas
la hierba mala del campo
por el monte escarpado
lo han hecho
aunque al volver
todo se encuentre como antes
la maleza ya está alta
e incluso más tupida.

Entonces no hablas más
bajas la mirada azul
abres con los ojos
un hoyo que se va
directamente al cielo.

Con los pies en el aire
y el mentón hacia arriba
miro y admiro
la luminosa simplicidad
de tu pensamiento.

Cierto, te alcanzo a fines de agosto
y ya en tu mirada leo
el comienzo del otoño.

Los árboles sin hojas
la hierba seca, ya amarilla
el sendero recubierto
de espinas, y de ortigas.

Hay tristeza en el grito
tardío de los pájaros.
Parecen cansados y sin ganas
como si volaran en el agua
por eso yo me muevo
con prudencia, muy despacio.

Mi asomo a un sitio secreto
pero ancho para la mirada
para las manos de los demás
para los brazos de todos
para el rostro extenso
milenario del mundo.

Es como si tuviera que volver a empezar
todo desde el principio, desde
los penosos primeros pasos.
Ahora lo sé y no espero nada más.
Sí, tendría que haberlo entendido
diez años atrás
pero tal vez no podía.
No obstante: más vale tarde que nunca,
se dice así, no es cierto?

Les voy a pedir que me ayuden
una asidua colaboración
para no aislarme de nuevo
no dividirme en tantas partes
en el espíritu y en el cuerpo.
Así también está bien
se puede vivir en silencio
cambiar de manera brusca
el método y la dirección
aspirar a un pensamiento calmo y puro.

Volverse más pequeños
para dormir en los nidos de los pájaros
más ágiles para treparse a los árboles
más livianos para tenderse en las ramas
para después podarlas y recoger los frutos.
Más delgados para pasar
entre las rejas de los portones.

PÁGINA 31 - CUENTO

Espíritu de emulación.


Por Fernando Sorrentino (Buenos Aires/Argentina)

Es bastante intenso el espíritu de emulación que existe entre los habitantes del edificio de la calle Paraguay en que vivo.
Es cierto que durante mucho tiempo todos ellos se limitaron a rivalizar en perros, gatos, canarios o loros. El más exótico de ellos nunca fue más allá de las ardillitas o de una tortuga. Yo mismo tenía un hermoso perro de policía, que era un poco más chico que el departamento y se llamaba Josecito. Pero, además de Josecito —y esto se ignoraba—, vivía con mi mujer y conmigo una bella araña de la especie Lycosa pampeana.
Una mañana, a las nueve, cuando le estaba dando de comer a mi mascota, el vecino del 7º C —a quien ni siquiera había visto nunca— vino, no sé por qué confusa razón, a pedirme el diario por un instante. Después, sin atinar a irse, se quedó un buen rato con el periódico en la mano. Contemplaba fascinado a Gertrudis, y en su mirada había algo que me hizo estremecer: era el espíritu de emulación.
Al día siguiente me llamó para mostrarme el escorpión que acababa de comprar. En el pasillo, la mucama de los del 7º D sorprendió nuestro diálogo sobre la vida, los hábitos y la alimentación de arañas, alacranes y garrapatas. Esa misma tarde sus patrones adquirieron un cangrejo.
Luego, durante una semana, no hubo novedad alguna. Hasta una noche en que coincidí en el ascensor con una de las vecinas del tercer piso: una joven lánguida, rubia y de mirada perdida. Llevaba un gran bolso amarillo cuyo cierre relámpago estaba parcialmente fallado: por una de las roturas se asomaba cada tanto la cabecita de un lagarto overo.
Al mediodía siguiente, cuando regresaba del almacén, por poco no se me caen las bolsas de la mano al toparme a boca de jarro con el oso hormiguero que bajaban de un camión con destino a la portería. Uno de los tantos mirones que se habían congregado murmuró —en voz lo suficientemente alta para ser oída— que un oso hormiguero no era, en realidad, un verdadero oso. La mujer del abogado tuvo un sobresalto y corrió, trémula, a refugiarse en su departamento: sólo la vi reaparecer unos días más tarde cuando, con desdén y con la faz radiante, salió a firmar el recibo a los fleteros que acababan de traerle el oso pardo americano.
La situación ya se me hacía insostenible. Los vecinos me negaron el saludo, el carnicero ya no me quiso fiar, todos los días recibía anónimos insultantes. Al fin, cuando mi mujer me amenazó con la separación, comprendí que no podría sobrellevar un solo día más una insignificante Lycosa pampeana. Desarrollé entonces una actividad sin precedentes. Pedí dinero prestado a varios amigos, hice economías indescriptibles, dejé de fumar... Así pude comprar el leopardo más maravilloso que pueda concebirse. De inmediato, el del 7º C, que no me perdía pisada, pretendió abrumarme con un jaguar. Y, aunque parezca ilógico, lo consiguió.
Lo que más me lastima es tratar con gente que carece de sensibilidad estética, gente que no percibe la cualidad, gente meramente cuantitativa. No hubo un solo vecino que se inclinase ante la superior belleza de mi leopardo; el mayor tamaño del jaguar les había cegado el entendimiento. En seguida, todos los vecinos, azuzados por el aire jactancioso del propietario del jaguar, se dieron a la tarea de renovar sus animales. Yo debí reconocer que mi humilde leopardo ya no me proporcionaba el status de otrora.
Ante sigilosas conversaciones que mi mujer sostenía por teléfono con un caballero anónimo, advertí que la disyuntiva era de hierro. Sin ningún remordimiento, vendí los muebles, la heladera, el lavarropas, la enceradora. Hasta vendí el televisor. Vendí, en fin, todo lo que se podía vender y compré una descomunal boa anaconda.
Es dura la vida del pobre: sólo durante tres días fui el héroe del edificio.
Mi anaconda rebasó todos los diques, destruyó toda mesura, echó por tierra las convenciones más respetables. En todos los departamentos fueron multiplicándose leones, tigres, gorilas, cocodrilos... Algunos hasta tenían panteras negras, esas panteras que ni siquiera posee el Jardín Zoológico. La casa entera resonaba en rugidos, aullidos, parloteos. Pasábamos las noches en vela, resultaba imposible dormir. Los olores entreverados de felinos, cuadrumanos, reptiles y rumiantes tornaban irrespirable la atmósfera. Grandes camiones traían toneladas de carne, de pescado, de vegetales. La vida en el edificio de la calle Paraguay se hizo un poco peligrosa.
Fue una experiencia inquietante la que tuve cuando volví, después de tanto tiempo, a compartir el ascensor con la joven y lánguida vecina del tercer piso, que ahora sacaba a su tigre de Bengala a dar una vuelta a la manzana para hacer pis. Recordé el lagarto que había asomado la cabecita por la abertura del cierre relámpago. Me enternecí. ¡Qué lejos habían quedado aquellos primeros, difíciles y quijotescos tiempos de los escorpiones y de los cangrejos!
Finalmente llegó un momento en que no se pudo confiar en nadie. El portero, ante la tensa mirada de varios copropietarios, lavó en la vereda con agua y jabón a su rinoceronte de dos cuernos, y luego —como si allí no hubiera pasado nada— lo hizo penetrar en su departamento. Esto era más de lo que estaba acostumbrado a soportar el del 5º A: unas horas más tarde subió triunfalmente las escaleras llevando de la brida a su hipopótamo.
El edificio se halla ahora inundado y semidestruido. Me encuentro redactando este informe en la azotea, en condiciones desfavorables. Cada tanto me sobresaltan los plañideros barritos del elefante que vive con los del 7º A. Escribo con el reloj a la vista, pues, a intervalos de ocho minutos, debo guarecerme entre las ruinas de la escalera para que no estropee estas páginas el chorro de vapor que lanza la ballena azul del 7º C. Y escribo con cierta inquietud, estando, como estoy, bajo la suplicante mirada de la jirafa del 7º D, que, asomando la cabeza por sobre la tapia, no cesa ni por un segundo de pedirme galletitas.



PÁGINA 32 - ENSAYO

Literatura y los “tres mosqueteros”.


Por Luis Alberto Ambroggio©
Academia Norteamericana de la Lengua Española.

Esta es la historia o la ficción de un evento singular; las chispas del fuego en los detalles. En el auditorio de la YMCA de la calle 92 de Nueva York (Y92, como dicen los neoyorquinos), se reencontraron Salman Rushdie, Humberto Eco y Mario Vargas Llosa, los “tres mosqueteros”, según el ocurrente bautismo del mismo Eco, acompañados de duendes y espíritus, como el de William Carlos Williams, con cuya lectura en el año 1939 se inauguró allí el centro de poesía de Unterberg. “Los tres mosqueteros” –explicaron- configuran la versión literaria de la actuación de los tres grandes tenores (Pavarotti, Plácido Domingo y Carrera). Si bien no tuvo la mítica bohemia de la aquella primera reunión en Londres el 10 de Octubre de 1995, entre tragos y cena, luego de sus lecturas en el London’s Royal Festival Hall, hoy cumplieron su juramento londinense de volverse a cruzar espadas en veinte años. Y lo hicieron aceptando rápidamente la invitación de Salman Rushdie, presidente de PEN americano, a congregarse en Nueva York, para tomar parte en este Festival de las Voces del mundo, como si quisiesen adelantar la cita de las espadas más filosas del momento, sus palabras, sus plumas, y un diálogo fluido de amistad y de ideas. Así, ese viernes de una noche de Mayo, en un intercambio agudo y vivaz de opiniones, hipótesis y comentarios, produjeron los tres una tertulia literaria de magia, frente a un público abarrotado y absorto.
Rushdie inició con la lectura con un fragmento, primicia de su nueva novela La hechicera de Florencia, que transcurre entre la cuna del Renacimiento italiano y la ciudad de Fatehpur Sikri, capital del emperador mogol Akbar. Describe en él la promesa del rey de construir en el corazón de su ciudad del triunfo una casa de adoración, un templo a la discusión y el entendimiento, en donde todo podría decirse, disputarse, entre unos y otros, cualquier tema, incluyendo la inexistencia de Dios y la abolición de la realeza. El Rey incluso se auto-enseñaría humildad en dicha casa. O más que enseñarse, recordarse de recuperar la humildad ya existente en el fondo de su corazón. Templo o casa que, como la sabiduría precaria –valga la alegoría- ha desaparecido; hecho o ficción que Rushdie perspicazmente atribuye al haber posiblemente sido una carpa con toda la volatilidad de dicha construcción. Le siguió Umberto Eco, quien, afirmando “la veritá e brevísima”, compartió en italiano unos párrafos de su novela de El péndulo de Foucault, capítulo 119 en que el personaje Jacobo, dentro del contexto de un funeral, toca la trompeta que le presta Don Tico, y lo hace perdido en sus emociones, entre ellas, el amor de su Cecilia, manteniendo por momentos una sola nota, como si con una sola cuerda pudiese retener al sol en su lugar o poseer a Cecilia, llegar a la paz, para luego juntarse con el futuro.. Vargas Llosa hizo lo propio con Travesuras de la niña mala, en la que relata un amor temprano con una adolescente chilena quien llega a integrar su grupo de jóvenes de Miraflores, Lima, en las primeras aventuras amorosas y a la que “le cae”, contra los consejos de su tía, pero que por tres veces se niega a aceptar sus avances, en una narración ágil, tierna en su frescura y calidez, leída en español, con las peculiaridades idiomáticas peruanas; aspecto que llamó la atención del moderador del panel y que mereció la respuesta decidida de Vargas Llosa, en español “me siento más cómodo al poner las comas», con su entonación y pausas. Rushdie lo apoyó: «Por supuesto, los escritores tienen que leer en su lengua, ¡que es en la que han realmente escrito!»
Se desató luego un ingenioso debate entre y sobre los “Tres mosqueteros”. Contrastándose con los tres tenores, Eco afirmó que la música de estos “tres mosqueteros” sería más bien jazz o blues. Además se repartieron los roles mosqueteriles decidiendo que el distinguido Vargas Llosa era Aramis, el corpulento Eco sería Porthos y Rushdie, bueno el mosquetero que queda, Athos, Entonces, a partir de una jugosa elocubración de Eco sobre esa exitosa novela de Dumas que produce tantas páginas sin decir nada, como repitiendo ¿qué hacer? (teorizan jocosamente que Dumas sería pagado por palabra), concluyen Rushdie y Eco, con la espada cortante de su lengua, que es mala literatura; o mejor, que tiene la magia de haber sido mal escrita. Reflexionando sobre la duración de esa intriga narrativa cuyo misterio y monstruosidad se extiende en tres novelas, en el tiempo y que se mantiene a través de los años a través de su serie infinita de contrastes, oposiciones, crisis y soluciones, en diferentes medios y versiones, Eco profundiza, que por un lado tenemos literatura y, por el otro, mitografía, al que correspondería la creación de Dumas. Vargas Llosa disiente y aclara con un juego de palabras que, aunque mal escrita puede considerarse una novela fantástica porque toca, conmueve, es una aventura que conjura a la imaginación. Concuerdan en una nueva categoría: la de “un buen mal libro”.
No es de extrañar que estos escritores, creadores y metafísicos de la literatura (Vargas Llosa en La verdad de las mentiras y Eco en Sobre literatura), se preocupen de la misma: ¿qué es?, ¿para qué sirve? Rushdie ya había escrito que la vida de la literatura se halla en su excepcionalismo, en descubrir que en la visión individual, idiosincrásica de un ser humano, con placer y gran sorpresa, se encuentra reflejada nuestra propia visión. Y Mario Vargas Llosa, complementando el entendimiento de Breton de que la literatura sería artificio, pose, gesto vacío de contenido, frívola vanidad, conformismo a lo establecido, escribe que también es, en casos sobresalientes, audacia, novedad, rebeldía, exploración de los lugares más recónditos del espíritu, galope de la imaginación y enriquecimiento de la vida real con la fantasía y la escritura.
Umberto Eco, con la profundidad semiótica de su cátedra, y sus irónicos análisis intertextuales, nos desafía a pensar qué habría sido la civilización sin la literatura: Grecia sin Homero, la identidad alemana sin la traducción de la Biblia hecha por Lutero, la lengua rusa sin Puhskin, la civilización india sin sus poemas fundacionales, porque “los textos literarios no sólo nos dicen explícitamente lo que nunca más podremos poner en duda, sino que, a diferencia del mundo, nos señalan con soberana autoridad lo que en ellos hay que asumir como relevante y lo que no podemos tomar como punto de partida para libres interpretaciones”.
Es curioso que un amante de la literatura como Borges, hedonista en su lectura, hubiese dicho “Estoy podrido de literatura”, pero incluso en esa expresión peyorativa reaccionaba con placer ante su realidad absorbente.

Literatura y cultura

En un relámpago de intercambios, se preguntó a los tres por sus interpretaciones con respecto a la dialéctica confrontacional entre las culturas de Oriente-Occidente, que vuelve a ser el gran tema de la nueva novela de Rushdie, La hechicera de Florencia y de la de Eco, Baudolino, donde el narrador trata de una cultura que no es la propia. Los tres mosqueteros coincidieron en que «ninguna persona inteligente es sólo del Este o del Oeste», sino que se siente oscilando siempre entre mundos, participando de muchas culturas a la vez, porque no existe entre ellas separación, sino que, como lo muestran en sus obras, están profundamente entrelazadas. «Sólo los fundamentalistas son lo bastante estúpidos como para no tener ese don», terció Eco con sarcasmo. Vargas Llosa destacó el microcosmo que es Perú con la amalgama de culturas autóctonas, africanas, asiáticas, japonesa, china, además de la hispana.

Literatura y compromiso

De allí surgió la discusión sobre si el escritor acarrea un peso público en la cultura y el alcance de su compromiso con la sociedad. Cada escritor enfocó el reto a su manera. Humberto Eco habló del compromiso político desde la cátedra universitaria, con la observación de que las Universidades europeas existen inmersas literalmente en la “polis”, la ciudad, (las Hispanoamericanas también con un marcado involucramiento político), mientras que las americanas operan encerradas desde su “campus”. Vargas Llosa lo hizo desde su experiencia como candidato presidencial en Perú, concluyendo que “Perú votó en contra suyo porque aman sus novelas”. Rushdie desde su experiencia con la desafortunadamente célebre «fatwa» pero también, y con mucho humor, de lo difícil que es ser un intelectual de referencia en un país, Estados Unidos, donde hay tantas estrellas de cine (él ha decidido convertise en una de ellas con varias películas en su haber).
En este rápido ir y venir de bromas intelectuales (con la cita cómplice para justificar posiciones, entre otros, de Chomsky, Gunther Grass, Italo Calvino), Rushdie aportó ingenio, Eco magisterio, Vargas Llosa hechos inquietantes, cuando por ejemplo recordó que la más distinguida izquierda europea, empezando por Sartre, fue maoísta hasta la médula, en medio de los abusos de la revolución cultural en China. Y nunca pidió perdón por ello. Una observación puntual, de reinvindicación en el contexto de un festival del PEN que este año se ha propuesto resaltar y denunciar la represión literaria en China con connotaciones olímpicas. Rushdie con ironía sugirió que el estímulo y aprecio de un país por sus escritores está en proporción directa con el grado de represión que padecen, trayendo como ejemplo el caso de la Unión Soviética, cuya literatura decayó y sus escritores dejaron de figurar al cesar la misma. Vargas Llosa acotó con fuerza que los escritores, para destacarse y ser políticamente influyentes necesitan dictadores; en una sociedad abierta, democrática, son parte del mundo del entretenimiento. Todos lamentaron que en la actualidad se ha profesionalizado el comentario político, limitándose las voces de una crítica comprometida y con capacidad influyente de cambio.

Literatura y lenguaje

A partir de la pregunta metafórica sobre la influencia de los escritores en los Estados Unidos, los “tres mosqueteros” se sumergieron una interesante discusión sobre el futuro del inglés como lingua franca, en medio de las continuas variaciones socio-lingüísticas. Eco, que afirmó tener “la satisfacción de ser un profeta”, auguró su extinción por difusión masiva a la manera del latín, tragado por las lenguas romances. Rushdie habló del enriquecimiento del inglés y de su flexibilidad, a la vez una virtud y un riesgo. Eco, que ha sostenido a lo largo de su distinguida carrera académica y literaria que la literatura mantiene en ejercicio a la lengua como patrimonio colectivo, y contribuyendo a formar el lenguaje, crea identidad y comunidad, advirtió sin titubeos, que la variación lingüística y literaria es imparable hagan lo que hagan los gobiernos del mundo. El lenguaje va donde quiere ir. «Ningún poder político ha conseguido imponer una lengua», subrayó, mientras especulaba graciosamente sobre la ilusión de un polilenguaje mixto y extendido que daría en llamar “Europanto”.
A la pregunta banal de un miembro de la audiencia de cómo escribía, con seriedad y desparpajo literario, concluyó tersa y categóricamente: “De izquierda a derecha”, Eco que cierra su novela En el nombre de la Rosa con un post-scriptum y su libro Sobre literatura con enjundiosos ensayos sobre “cómo escribo”.
Con risas, concluyó este capítulo de literatura en vivo y en directo de los “tres mosqueteros”, en su nuevo encuentro (aún no se ponen de acuerdo si se trata del segundo o del tercero), en Nueva York, como uno de los eventos principales del Festival Internacional de Literatura, Voces del mundo, el gran foro internacional que cada año organiza la división americana del PEN, algo así como una ONU de escritores. Jorge Luis Borges, como el público presente en este evento, profundamente satisfecho y emocionado, también los hubiese aplaudido con efusividad.


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