GACETA LITERARIA Nº 17 – Mayo de 2008 – Año II – Nº 5
Imágenes: Pinturas de Claude-Oscar Monet (Francia 1840 / 1926).
PÁGINA EDITORIAL
Por Silvia Delgado Fuentes (Bilbao/España)
“El lunes 7 de abril, cinco fiscales de Tegucigalpa, Honduras, iniciaron una huelga de hambre en las instalaciones del Congreso Nacional para exigir a las máximas autoridades que presenten ante los tribunales de justicia varios casos de corrupción cometidos por ex -funcionarios públicos”.
En un tiempo demasiado lento un puñado de hombres y mujeres ofrecen sus vidas a cambio de un país con la frente limpia para los hijos, para los hijos de los hijos
Ya no sirve mirar hacia otro lado, sus bocas se detienen para castigar a los que no desean rendir cuentas.
La patria hace ruido porque tiene el estómago vacío de justicia y ellos, con los dientes apretados, masticando mansamente sus pulcras dignidades aguantan el apetito y miran de frente a los que pasan a cuchillo el presente y el futuro
Un puñado de hombres y de mujeres, desafiando al miedo, a la derrota, al castigo, abanderan con su decencia la esperanza de entregar a los hijos un país del que no sentir vergüenza.
Por ellos, levanto mi mano izquierda y brindo. Por ellos.
PÁGINA 2 - CUENTO
Talismán
Por Roberto Attías (Fontana-Chaco/Argentina)
El río mecía suavemente los camalotes que cabalgaban las pequeñas olas alumbradas por el titilar de las estrellas. El monótono golpeteo de los remos y la respiración acompasada del pescador guiando con destreza la embarcación en pos de la costa y luchando contra la corriente que aunque invisible trata infructuosamente de arrastrarlo aguas abajo. Luego los remos se detienen abruptamente cuando la proa roza la playa dejando escapar un corto quejido de las maderas arañadas por la arena.
Manuel regresaba al campamento situado en lo alto donde no llegan las aguas en las crecientes. Fue allí donde su padre, don Carlos, construyó un refugio amplio y prolijo para albergar a su esposa y su pequeño hijo. Él eligió este lugar porque era parte de un paisaje espléndido con grandes extensiones cubiertas por vegetación y bajo la cual la maleza como una alfombra llegaba hasta el agua. Por la mañana, un coro de vida te despertaba, donde predominaban las aves con sus trinos y en los días de cambio de tiempo, los monos aulladores gritaban sobre las copas de los sauces y alisos, allí la vida se manifestaba a cada paso.
Un día apareció un gran cartel que declaraba a la franja costera como Zona Industrial. Pronto se edificaron fábricas, astilleros y frigoríficos con la idea que esto traería el progreso a la provincia y el esperado trabajo a las personas del lugar.
Ya no estaban solos los pescadores. El predio se pobló de camiones, cañerías y humo.
Pasaron los años y algunas de las industrias, como la curtiembre “Oeste”, cerraron y quedaron abandonadas las oficinas, los galpones y las cisternas donde trataban los desperdicios líquidos antes de arrojarlos al río, y aun así en días ventosos se puede sentir el bao picante y nauseabundo que hace arder los ojos y la garganta.
Pero a Manuel solo le preocupa la falta de peces, era el oficio enseñado por su padre, al cual acompañaba en sus tareas hasta que enfermó de los pulmones, igual que su madre, y ambos terminaron muertos. - Es el humo de las fábricas - dijeron los doctores.
El muchacho era joven, pero con años de trabajo arduo que tiñeron su mirada de incertidumbre y despoblaron sus pensamientos de sueños esperanzados, pues pasó los últimos meses tratando de atrapar algunos peces con la red y no lo ha logrado ni siquiera triplicando el esfuerzo. Cada día ha visto como las pequeñas boyas amarillas desaparecen rápidamente bajo el agua, arrastradas por los plomos. Manuel había estado sentado y quieto esperando el momento de levantar la red cuando llegara a la señal prefijada, solo se movía para dar un golpe de remo y corregir el rumbo, mientras sus pensamientos lo arrastraban por los recuerdos de leyendas oídas, escudriñando en los comentarios hechos en días de reuniones, tratando de descubrir la palabra, el hecho mágico o el elemento preciso que le devolviera el don de atrapar esas presas escurridizas.
El nuevo amanecer lo encontró meditando, sentado en la costa, viendo como su embarcación se sacudía con violencia a causa de la tormenta que había llegado al alba.
- Con esto se empeoraron las cosas!- pensó, y se dirigió a un grupo de pescadores que, como él, sufría del mismo problema; algunos recordaron años anteriores, cuando ocurría algo similar, colgaban sus herramientas y se empleaban en las empresas del lugar.
Pero él se negaba a apartarse del río, convencido de que hallaría remedio a la situación. Después que el grupo se desmembró quedando solo en el arenal, con don Benigno, habitante de la isla de enfrente, que entre relatos, chistes e historias fantásticas, contó al muchacho que su abuelo extraía de la cabeza del Dorado un huesillo conocido popularmente con el nombre de San Antonio, que, extraído de acuerdo a un ritual ancestral, adquiría el poder de convertirse en el más poderoso talismán para la pesca.
Esta idea encendió una hoguera en su mente, allí estaba lo que tanto buscó, aquella era la solución definitiva y el comienzo de un futuro promisorio.
Luego de disimular la prisa se alejó con la promesa de volver.
Estando en su rancho, farfullaba y revisaba el equipo que tenía para la pesca de costa, anzuelos, cambiadores, patejas, líneas y demás. Luego acomodó todo en un zurrón y se dirigió a buscar carnadas con la tarraja, a corta distancia de su hogar, en un diminuto estero, mientras esperaba que aminorara la tormenta.
Amaneció gris y aunque la calma no era total el peligro había pasado.
Al medio día, después de remar toda la mañana río arriba, se detuvo en el extremo sur de la Isla Grande. Bajó todas sus cosas con premura y tiró seis líneas encarnadas con cascarudos. Seguidamente cortó ramas, colocó sobre estas un trozo de carpa, juntó leña y encendió una hoguera. Una hora después, se sentó a esperar, mientras fumaba un cigarro y bebía unos sorbos de caña en el precario campamento. Pasaron las horas y todos los peces que atrapaba los devolvía como dictaba el rito. Un tirón de una de sus líneas hizo replicar la campanilla de alerta, esto lo sacó bruscamente del sopor. Con movimientos apresurados atrapó la tanza con fuerza y comprobó que la presa estaba atrapada; allí se inicio una lucha que se extendió por varios minutos. En la desesperación de sentirse prisionero, el animal dio un desesperado salto fuera del agua y Manuel pudo ver un resplandor de cobre y oro en sus escamas. Un sentimiento de júbilo elevó su estima, mientras recogía al Dorado vencido en la batalla por la libertad. Manuel repetía las mismas palabras una y otra vez, primero como un susurro y luego se fue elevando hasta convertirse en un grito “la mitad del camino está recorrido, tengo el animal que posée el hueso mágico, desde ahora el boleto de ida hacia la gran cosecha de peces”. Siguiendo estrictamente el ritual que le expresara el anciano, obtuvo el talismán y luego devoró con ansias la carne, como lo dictara la leyenda.
Mientras comía, pensaba sobre ese sabor delicioso como el de los peces de la laguna interior de la isla, de textura más suave y color más agradable. Allí la pesca era magnifica, y se quedó por unos días a disfrutar de la naturaleza.
Todo estaba dispuesto para volver, tenía el talismán dentro de una bolsita atada a la canoa. Luego de varias horas divisó el paisaje cotidiano de las inmediaciones de su casa.
Primero divisó el caño del desagüe principal de las cloacas de la ciudad, más allá está el puerto de la industria química y entre este y el frigorífico: la curtiembre.
Pasó lentamente frente a estos caños color ocre que se sumergían en el agua. Algunos de ellos, perforados por el oxido, dejaban apreciar, en su interior, el fluir de una cantidad imprecisa de liquido fétido y oscuro que descendía hacia el río, en todo ese sector las hierbas estaban secas.
Todos los días veía lo mismo y no prestaba mayor atención a la acostumbrada desolación del paisaje, que se fue degradando con el pasar de los años. Hacía mucho que las aves y los monos se habían retirado de la región, pero eso no lo preocupaba, sólo los peces lo mantenían alerta.
Preparó todo para el amanecer, el día estaba calmo. Se dirigió a la señal de inicio y echó la red al agua.
Esperó los veinte minutos que tardaba su red en recorrer ‘la cancha’ [1] Las manos traspiradas y la boca seca como evidente señal de la ansiedad que le daba estar atento a la marca que fijaba el final de la labor que, generalmente, es alguna chimenea que sobresale en la ciudad.
Sonreía constantemente, como saboreando de antemano el logro que se suscitaría pronto.
-¡Ha llegado el momento!- pensó, se aferró con energía a la boya de la punta y comenzó a izar la malla y a depositarla desordenadamente en la tabla fija, sobre las cuadernas de su canoa.
¡Una, dos, diez brazadas de hilos enmarañados y ningún pez! Pero se calmó un poco pensando que, todos los metros que aún faltaban por recoger alcanzaban para marcar el triunfo. Cuando hubo sacado más de la mitad, la duda comenzó a corroerlo y, de la tímida incertidumbre, pasó a la zozobra más descarnada ya que, antes de concluir su labor pudo comprender su total fracaso.
-¿En qué he fallado?- se preguntaba entre lágrimas, mirando con tristeza el agua.
Pero lo que no podía comprender era que los peces que no habían muerto habían emigrado lejos de la contaminación, al igual que las aves y los monos. Casi nunca prestaba atención al reclamo que se oía en la radio de parte de los grupos ecológicos, y, cuando lo hacía, era para mofarse de los anuncios asegurando: - ¡Esa es otra manera de timar a la gente! Su descreimiento, sumado a la desinformación lo convirtió en cómplice –paradójicamente- del problema que desbastaba su hábitat y su trabajo.
Y lo que allí aprendió fue que los peces no eran más escurridizos que antes, que no necesitaba un talismán para atraparlos, porque no estaban allí. Lo que necesitaba el lugar era un plan de protección ambiental.
[1] Según la jerga pescadora: sección del lecho del río libre de trabas que fueron retiradas precedentemente para tal fin.
PÁGINA 3 – NUESTRA POESÍA
María Oscaritz (Arroyo Aguiar-Santa Fe/Argentina)
1-
Consejos silvestres
Si planea dominar un continente de indemostrable vastedad:
hembra o reino,
es imperioso que su más atroz artillería
bendiga
el arte del lenguaje;
que despliegue
un exquisito arsenal
de frases célebres
inscriptas ya en la cumbre del arco
desdeñoso.
Previsión ineludible para justificar sus estandartes
acosando muelles suaves y futuros sembradíos de discordia.
Es imperioso, señor, que tiente al demonio con la brújula del tiempo
distrayendo su atención con un discurso de aristas principescas,
reteniendo en el descuido, entre sus redes,
al pez desconcertado
para su primera y última cena de victoria,
que intentará usted repetir hasta el empacho,
señor,
amparado en un pudor obsceno.
(Doy a usted gratuitamente mis consejos porque los sabios han descubierto
tras paciente observación de las especies,
que a las hienas
se les ha negado el habla)
2-
El poeta
El poeta desordena
un hambriento sentido de pasado.
Se recuesta en una siesta de milenios, eleva la pregunta desde su vida primera.
Los sucesos caen y caen, él aletea entre raíces. Un imponente otoño de algarrobos le arrasa el día por la espalda. Y se lo ve luchando cuerpo a cuerpo con la manía de una poderosa incertidumbre.
Se pliega en una trágica dulzura:
“He posado una húmeda mirada sobre el ojo del volcán, sobre la sed de la tarde, sobre el filo de los labios de seda”; “... amorosamente pongo el río en la salamandra”, escribe,
pero brinda con juegos del infierno entre acertijos de vino, insomnio y tinta. Se agota buscando los lenguajes inmortales, el argumento colosal para hablar desde sus pozos de ventiscas y de hambre, desde sus desbocadas soledades.
Avanza:
“...mis pasos corrían más que yo...”. “Fotogramas caen de un libro al espacio de la ausencia en la tarde”. Noches de hielo mojan ab aeterno las estrellas de su alma. Bellas por lejanas. Le hablan, boca a boca, en el certero idioma, develan espacios de niñez. Destinos de dolor a ras de tierra lo engarzan en la única joya por crear:
ese grito que anuda, muerde y lame.
El poeta desordena su silencio con músicas de perdidas tierras. Campos fantasmales de mujeres infinitas. Mujeres: cuencos de sus ruegos. Mujeres: dueñas de la idea.
Piensa un sentimiento más allá de los confines.
Canta el hechizo de los diablos con tambores de vientos, lumbre y aire. Canta en papeles que se destilan con el tiempo en una comprensión inexplicable.
Clarita como el agua.
De acequias bravas bajando la montaña.
Y se hieren comprensión y hombre, se tienden trampas de tejidos inusuales, los dos beben sus sangres después de la agonía.
Quiebra su voz, tantea el poema que lo muestre veraz ante sus muertos.
Captor de sus ahogos en el margen izquierdo del espacio.
Roedor en los oscuros labios de la vida, allá donde el trasluz guarda el secreto.
Con dolor respeta sus astucias y sus límites:
una misteriosa sumisión esconde antiguos desvaríos, orígenes que resisten insepultos, el poder de avanzar entre peñascos. Vitales desvaríos: la cepa de sus manos que buscan los motivos en la hembra.
Se cansa en noches de alcantarillas y zaguanes,
de escalofríos y de sangres que escapan por dos ojos cazadores. Noche que se recoge en sus primeras mudas. Noche que se anuncia y se disgrega. Noche-noche: vaso de latidos, su lugar de novedades y rescoldos, de canoas, displaceres, de ángeles, de absurdos, de ascensos al único vértice que atiza el universo. Noche de esquinas esfumadas y malicias, de vientos inconstantes. Mentirosa y altanera. Noche-noche oculta entre sus dedos.
En el día camina entre la gente seca.
Gente que brota de plantas de viveros, de facturas a pagar, de urbanidades y miserias. Gente que usa las palabras sin besarlas. Perdona.
En el techo de acero de las calles, en el río,
en el tiempo sin espacio, acuna a la mujer sin nombre. Humedece su cuerpo ante sus formas. Se esconde. Alza el teléfono. Cuelga el teléfono. Se afeita a veces. A veces come y duerme.
Mastica el sudor y machaca entre sus dientes
las ansias de volverse tierra, de conducir la luz con las voces de la greda, con los salobres
espectros de los cerros. Desguaza el domicilio de la historia. Acecha su lujuria un sesgo
de pestañas que aplasta sus huesos tras los severos maderajes del deseo:
El sol está dispuesto.
Y la mujer.
Y el agua con el vino.
Las túnicas del viento y el sextante.
Los cereales de Moisés, las estrategias,
y las inescrutables piedras de Vinchina:
a N R. Poeta.
PÁGINA 4 - CUENTO
Leyendo el futuro
Por Delfina Acosta (Asunción/Paraguay)
Desde muy niña, leía las manos.
Mi madre no se interesó por esa fantasía mía, pues era común en ella, tener la cabeza en otra parte, aún en los momentos de las tempestades familiares.
A mí la lectura de las manos me salía fácilmente, porque no hacía sino clavar mis ojos en los ojos de las personas y dar en el clavo.
Así pues, observando la mirada, los gestos, el tono de la voz al preguntar, por ejemplo, “¿cómo me irá en el amor?”, ya tenía la palabra floreada en la boca. A las señoritas que ponían toda su atención en mí, como si fuera, en ese instante, aquel ser humano que habría de sacar en claro su destino, les decía todo y nada a la vez, dentro de un lenguaje zalamero, y ellas asentían, varias veces, con la cabeza, como si entendieran todo, para acabar preguntándome: “ ...Pero, ¿ él me quiere o no?”.
Dándome la importancia del caso, fruncía el ceño y aconsejaba: “Pues ahí está el caso. Él te querrá y bendecirá tu nombre, cuando consigas enamorarlo. Tienes que hacerte amar...”
- Es cierto - escuchaba decir.
Traía todo el futuro del mundo con estas simplicidades de las que ellas no se percataban: “Pero no te desesperes. Ése chusco te va a adorar; está clarito que sí. Te querrá con locura, sin moderación, y es muy probable que te proponga matrimonio. Pero... Pero tienes que ser más coqueta; te vendría bien una gargantilla, unos aros colgantes, una blusa transparente, con más escote, y mucho color en las mejillas...”.
- Cierto. Muy cierto es eso. ¿Y qué más? - quería saber alguna fulana.
- No quiero mentirte, sin embargo veo pintadito en las líneas de tu mano que hay..., no sé..., en fin, veo una mujer trigueña, quiero decir morocha, que está muy interesada en él - decía.
- Ah... esa es fulana de tal. Ya me parecía que ella andaba a la pesca - me contestaba sorprendida de mis dones, la fulana.
Y ahí terminaba la cosa. Y la mujer se iba hablando flores de agosto de mí, mientras juraba por Dios y por todos los santos que yo era infalible.
Tenía yo ocho años. En la noche de San Juan, mi madre me vistió como a una gitana, y me metió en una carpa roja. Una larga cola de gente se formó, esperando su turno, para consultar con la vidente Lunita roja.
Caía gente inocentona.
Una mujer de edad madura y de ojos muy tristes como ramas de higuera se acercó, con una expresión extraña, hasta mí.
Y le leí las líneas. Y le dije que se pintara los ojos todos los días, y que se frotara el cuello con ramos de jazmines, y que cambiara la tela gris por la verde, y que ya su boca no hablara tristezas sino que cantara “Cielito lindo”.
Le recomendé que lo aguardara, que tuviera nomás un poco de paciencia, y otro poco de ilusión, porque alguna vez él llegaría a su casa, con su traje blanco y su sombrero panameño, y pediría su mano, y le traería un regalo de esos que antes de abrirlos uno sabe que son preciosos, y le daría un beso en la boca.
Se fue contenta. Todavía la recuerdo. Era feúcha, delgada y mal vestida como una rama de limonero en otoño. Vivía hace tiempo enamorada de un hombre, que según su confesión, ya tenía dueña.
Pienso, mientras escribo este relato de mi niñez, que ella está aguardando a ese señor que embrujó su corazón, reclinada sobre un sillón. Ahora deletreo mejor las líneas imaginarias de su mano derecha. Una sombra se hace a imagen y semejanza de aquel hombre de traje blanco y sombrero panameño, y esa sombra avanza - lentamente - hacia ella, mientras la sombra de un caballo se inquieta, a metros de la puerta, en la vereda.
Ya no hay tristeza en los ojos de esa dama, sino, cómo decirlo, un brillo bonito de aguas saladas.
PÁGINA 5 - ENSAYO
Extravagariedades
Por Alejandro Bovino Maciel (Corrientes/Argentina)
Propósito de estos escritos impíos.
Un día domingo lluvioso frente al televisor me detuve a pensar en la homilía que un sacerdote enfatizaba desde el púlpito de cierta catedral norteamericana de un estilo austero y aséptico, con ángeles de plástico y estuco en las columnas imitando un mármol travertino escandalosamente postizo y de pésimo gusto. El pastor aseguraba que el paulatino y progresivo alejamiento del hombre [1] de los Diez Mandamientos era la causa del reinado del terror en el mundo inmundo, asestó.
Me puse a repasar mentalmente los Diez Mandamientos y, por ejemplo el simple "no matarás" no tiene su correspondiente desarrollo de aplicación; no me dice qué hacer si un señor con muy malas intenciones entrare armado en mi casa, matare a toda persona que encontrase en su camino y yo tuviese un arma a mano. ¿Qué debo hacer?, ¿salvar al resto de mi familia del criminal con una buena dosis de pólvora? ¿O debo atenerme al mandamiento y dejar que asesine impunemente a todos, incluyéndome? El mandamiento dice secamente: "No matarás" y con esa proposición negativa exhortativa paraliza todas mis acciones.
Otro mandamiento dice claramente: "No desearás la mujer de tu prójimo" y aquí hallo dos o tres objeciones. Primero, ¿las mujeres están libres del inciso nuevamente? Ya empiezo a sospechar una discriminación misántropa en el Decálogo. ¿Acaso las mujeres pueden desear libremente maridos ajenos y hasta hacerle proposiciones pícaras o procaces? Pero lo más grave es que la orden se impone a un ciego ya que todos sabemos que el deseo lo es, hasta la fecha no se halló fórmula alguna capaz de neutralizar un deseo; hubiese sido más sensato ordenar no consumar las malas apetencias, no cumplir los malos deseos, dejarlos de lado, sepultarlos en lo hondo del alma, enviarlos a la Gehena pero nunca dejar de reconocer su existencia porque "brotan del aire" como me decía cierta amiga, adúltera consuetudinaria. En otras palabras, puedo abstenerme de consumar deseos en la práctica, pero no de cesar todo deseo en teoría a menos que esté aguardando mi turno de sepelio.
"No mentirás", a secas, ya es una mentira. De Quincey[2] se encargó de mostrar que hasta un filósofo tan inteligente como el señor Kant es capaz de llegar al absurdo siguiendo al pie de la letra esta receta obsesiva.
Así pueden repasar el decálogo y verán por ustedes mismos (y mismas) que cada código restrictivo (no harás esto, no harás lo otro…) tiene zonas frágiles, opacidades y faltan las pautas de aplicación. Las normas positivas se limitan a ordenar sentimientos: "Amarás a Dios por sobre todas las cosas", perdón don Dios pero yo no comando mis amores, ¿qué hago si no me puedo enamorar de Usted? [3] ¿Finjo mal, como los galanes de las telenovelas mejicanas de Televisa? Pero eso sería mentir y Usted también me lo prohíbe, ya ve don Yahveh, ¡estoy atrapado entre dos mandamientos!
Pero si vamos más lejos el digesto sagrado nunca aborda de un modo claro los límites de la imputabilidad. Nada nos dice acerca de los alienados, los dementes, y sobre todo, la minoridad. ¿Desde qué edad estoy obligado a cumplir los Mandamientos? Estrujé biblias, nuevos y viejos testamentos, levíticos enteros, deuteronomios de cabo a rabo y no conseguí responder esta simple pregunta: ¿cuándo empiezan a imperar mis obligaciones? ¿Qué hora de qué día de qué mes de qué año empieza a regir la norma para corregir mi conducta y evitar el descarrío del pecado? Esto, que parece superfluo es de vital importancia ya que fija definitivamente el inicio de mi responsabilidad civil, familiar y social y me hace moralmente imputable en caso de transgredir las leyes; el Código Civil no debería ser más perfecto que Yahveh y sin embargo no existe uno sobre la Tierra (que yo sepa) que ignore este principio básico. Seguí mesándome la cabellera escasa sin conseguir resolver la cuestión y en eso estaba cuando se me apareció el demonio de monsieur Descartes acosándome con preguntas: ¿Quién asegura, decía le granuja, que el Pentateuco sea preferible al Corán o los antiquísimos Vedas? ¿Dónde está la firma hológrafa del Autor en cada texto? ¿Por qué insistir buscando en un libro toda la verdad? Obviamente, porque el Pentateuco es de inspiración sagrada, repuse, ¿acaso me instigarás a investigar el código de Dios en las novelas del valenciano Blasco Ibáñez que tienen en mí cierto poder somnífero del que no puedo sustraerme?
Ya se sabe que discutir con los demonios es tarea de tarados, pero debo reconocer si me restara algo de honestidad intelectual que su pregunta quedó resonando en las cavernas de mi alma. ¿Por qué insistir con el fanatismo monoteísta, monótono, monógamo y monóbiblo? ¿Acaso las éticas de Aristóteles no son igualmente edificantes? ¿Acaso Platón en "Las leyes" predica el dolo, el crimen, el estraperlo y la fanfarronería? ¿No hay gente redimida tras la lectura de Cicerón? ¿Alguien salió ileso en su maldad después de leer al cordobés Séneca?
Cuando creí que el demonio hesitante me había devuelto la paz y dispuse las sábanas para el desquite diario del sueño, el muy malandra volvió a inmiscuirse en mis cavilaciones horizontales y juró no cejar en sus acosos a menos que escribiese yo este "Própósito" para explicar por qué les propongo, erudito lector, clarividente lectora hacer este recorrido desordenado a través de la Biblia, la idea de la eternidad que anima los santos dictados, los sueños y algunas obras de nuestra civilización que nos proporcionaren algunas pistas sobre estas tópicas utópicas.
Cumplo entonces con Lucifer antes de rezar a Jahveh pidiendo me dé descanso al cuerpo, paz al alma y moderación a la Dirección Impositiva que se viene transformando mes a mes en un purgatorio crediticio armado de prorrateos, porcentuales, tasas y otras entelequias igualmente malignas que me van despojando de mis bienes bien habidos con el debido sudor de la frente con el que maldijo Dios a la raza por haberle hurtado una manzana; sin menguar jamás un ápice de mis males que los dejan intactos.
Desde hace por lo menos tres mil años Dios y el Estado nos vienen cobrando deudas, ¿acaso aprendió el uno del Otro? ¿O son la misma cosa?
Cuando la Iglesia olvidó el diezmo, el Estado inventó el IVA.
Dios nos libre de ambos y así sea.
[1]El clérigo dijo claramente "hombres", las mujeres no son hombres, ergo el 50% de la población constituida por la suma de niñas, señoritas, señoras y viudas deberían agradecerle el haberlas librado del proceso de malversación humana al que aludía el prelado en su homilía edificante. Sólo los hombres somos responsables del estropicio social.
[2] En "Del asesinato considerado como una de las bellas artes" donde señala que el criticista recomendaba llevar esta consigna a estos extremos: si yo viese pasar a una persona a quien persigue un asesino armado y el criminal me preguntase dónde se ocultó la víctima es mi deber responderle la verdad aunque supiese las consecuencias que acarrearía. Esto plantea dos problemas: uno civil y otro legal. El moral dice que el uso de la información que yo proporcionara en dichas circunstancias es inmoral y hasta tóxico para la futura víctima. El legal, me convertiría en cómplice del asesinato o, como gusta decir a nuestros modernos letrados "autor en grado secundario".
[3] Infrinjo las normas gramaticales, pero tratándose de Dios no puedo escribir "usted" sin mayúsculas. No es mi cuñado ni su primo, mi atenta lectora, ¡se trata de Dios!
PÁGINA 6 - CUENTO
Nadar en la eternidad
Por Carmen Amaralis Vega (Mayagüez/Puerto Rico)
Salté en caída libre y me hundí hasta lo más profundo. Fui bajando, bajando, bajando. Ya no tenía más aire en los pulmones y la presión del agua me hacía reconocer que perdía el sentido. Dejé de bajar y la fuerza boyante sumada a mi grito mental me devolvió a la superficie. El agua me llamaba con fuerza, siempre lo hace, debo haber sido pez en otra vida. Yo puedo, pensé, y antes que la razón
me contradijera, di el salto desde el puente del deseo.
Ya a flote reconocí la distancia hasta la orilla, y nuevamente pensé que podría nadar hasta la arena dormida. A mitad de trayecto los brazos me dolían, las piernas se debilitaron y un calambre egoísta disparaba corriente en todas las direcciones de mi cuerpo. Supe que era imposible llegar a la orilla, y fue entonces que invoqué a los dioses del mar y no me escucharon, clamé a mi ángel de la guarda y se rió de mi osadía.
-Nunca has sabido medir las consecuencias de tus actos.
Fue el reclamo del ángel, mientras yo sucumbía a lo que más se puede parecer al pánico. Pero no, yo no me puedo morir ahora, aún me quedan lecturas por hacer, besos en la boca, y necesito sembrar la semilla de mango que espera su punto exacto sobre la mesa del jardín.
El sol me nublaba la vista y la sal ardía como arde en una herida abierta, y yo ahí, revoloteando como pájaro herido, como loba en parto, o ninfa sin amor.
No puedo morir, me repetía con la poca fuerza que me quedaba. Y no pude. Simplemente me crecí aletas de tiburón, escamas de sirena y ojos de delfín, y con mi traje más azul, soplé la imaginación, las olas crecieron hasta que una avalancha de deseos vivos me trajo a la orilla.
Ahora sé que puedo nadar eternamente.
PÁGINA 7 – NUESTRA POESÍA
Diego Ferrero (Rafaela-Santa Fe/Argentina)
I
pecho atravesado por un gancho frío
alma de niño muerto en el frigorífico de dios
ya sin dolor o sin la importancia del dolor
belleza disonante y ausencia profunda
carnes después de la balacera
alma atravesada por un gancho cada vez más frío
reses de niños colgadas en el frigorífico de dios
II
Y se va
no sé sorprender a un picaflor
al menor suspiro de ruido se altera
o me altero
sabe volar
yo ni merezco su nido
duermo bajo una rama que evita al cielo
tener que sostenerse en mis pálidos hombros
en cierta forma he cumplido la misión
pero yo lo quería anidado
para verlo
despierto
pero calmo
y se va...
III
duele más el frío
cuando subyuga en una estación
la espera
sola y al oscuro
en amargo equilibrio de posibilidades
y esas llegadas que asoman
bajo abrigos de abrazos
son llegadas extrañas
y esas partidas perfumadas de aventuras
son partidas ajenas
luego el vacío
la madeja de personas expirando
y ya no perfora la espera
solo el recuerdo en rememoración
desnudando mis abrigos
como si no existiese cobijo
para ciertos inviernos
IV
una mesa insomne
desequilibrando el idioma
de sus merodeadores
son tres
y en el centro
un concierto de alientos fumados
lijando los escombros del silencio
entre paladares delictivos y somnolientos
que acurrucan los últimos suspiros
de los sueños
y giran
todo gira.
la amistad
o quizás el cansancio y el hastío
los alejan del entorno poco a poco
acariciándoles ideales que abofetean
y desparraman mundos vacíos
será que les sobran horas
o tal vez será que para ellos
falta espacio en el tiempo
PÁGINA 8 - CUENTO
Señas peligrosas
Por María Silvia Pérsico (Vicente López-Buenos Aires/Argentina)
EL 522 era unos de esos colectivos lecheros a los que había que tener mucha paciencia, especialmente a las siete de la mañana, con el viento y humedad de pleno invierno marplatense, en que hasta los sabañones se le congelaban.
Ese día, Laura había llegado a la terminal de ómnibus, un portón junto al de la Escuela 2, en una calle mejorada, paralela a la ruta a Balcarce, poblada de quintas de bolivianos y de casas construidas ladrillo sobre ladrillo.
Ya había pasado un año y medio desde que la habían trasladado de la 10. Hacía un solo turno, pues su bebé de pocos meses y la carrera humanística que intentaba estudiar no le dejaban más tiempo para el trabajo.
Se había granjeado la confianza de sus compañeros: El maestro de séptimo, un jardinero que, después de la escuela, se hacía sus changas en los jardines de los chalets de Parque Luro y Los Troncos. Serena enseñaba Lengua en sexto y séptimo y se había recibido hacía poco de Profesora en Letras; se interesaba mucho por literatura infantil. Hacía poco que se había reincorporado a la escuela, después de tener un bebé. Los de la parada de colectivos las confundían a menudo: jóvenes, humanistas, con bebés llegados al mundo hacía poco.
Durante la mañana, cuando llovía, no había recreo al aire libre (no saber cuándo se va a largar el chaparrón ni hasta cuándo se mantendrá la neblina que llenaba todos los espacios de la galería y que invadía las clases enfrentadas y unidas por los adoquines gastados del patio); así que el mate cocido se servía bajo los techos de los pasillos.
Susana, la vice, era de las maestras de antes; de caligrafía aplicada, respetuosa de las normas, de sonrisa amplia y dientes de aviso publicitario.
Laura se encargaba de Cruz Roja. Revisaba cabezas a los de quinto, casi todas las mañanas. Se había tomado el trabajo de armar una campaña contra los piojos. Su largo y fuerte pelo morocho se pescaba de vez en cuando unos cuantos bichos, pero sonreía suave con sus dientes perfectos para seguir con la nada agradable tarea.
Al primero que revisó fue a Matías, el canillita. Venía dormido, de trabajar dos horas, repartiendo diarios en la calle. Ahí nomás, le atrapó uno y, sin perder tiempo, improvisó la clase para todos: incrustó al bicho moribundo entre dos tiritas de “cintascoch”, que adhirió a un marco de diapositiva y la proyectó a sus alumnos. Tanta impresión causó, que al día siguiente, unos cuantos llegaron con olor a kerosén. Y la seño se apareció con el pelo a la “garzón”, por cierto un poco malhumorada.
También organizaba consultorios para los padres del barrio. Una vez llevó a médicos del Hospital Regional y se quedó boquiabierta cuando descubrió que los padres casi no frecuentaban al profesional y que ésa era la única oportunidad de hacerlo. Así que aprovechó y una tarde presentó, con los alumnos, una obrita de teatro que dejaba mensajes sanitarios: La bruja saludable, se llamaba.
Otra vez, los colectiveros del 522 habían ofrecido un micro para llevar a los chicos a conocer el Puerto. Aprendieron sobre las artes de pesca y el fileteado, después de recorrer un frigorífico y ver el trabajo que se hacía.
Otra vez fueron a Sierra de los Padres con el ómnibus cedido por la provincia. Muchos ni conocían más allá de la esquina de su casa. Y para que sus alumnos tuvieran experiencias lo más vivenciadas posibles, invitó un día a un pescador de altura, quien se mandó con una historia real de naufragio, que los chicos escucharon con atención y después hicieron todas las preguntas del caso.
-Su marido llegó a eso de las diez y media para buscar a Laura -, contó Susana - Yo estaba en la secretaría. No tenía buena cara. Le hice dos o tres preguntas sobre el accidente de sus suegros por Gualeguaychú. Eran de Corrientes, ¿sabés? Y menos mal que firmó el retiro pasadas las once menos cuarto, cuando se fueron.
Sólo voces, pasos...Y el sonido del mar, el oleaje de mis pechos cargados y mi bebé llorando...
Fue cuando estaban acomodando los libros de la biblioteca con los chicos en la clase de Serena. Matías, el canillita, se asomó primero, los ojos hacia el patio. "Seño, seño, venga". Todos se acercaron a los ventiletes entornados, justo cuando hombres verdes bajaban intempestivamente de un jeep y abrían el portón de la escuela.
El rumor corrió por la hilera de adoquines y se filtró por todos los oídos. La buscaban a Laura.
Algo resonó adentro. ¿Laura estás? ¡Lobo está! La mañana de niebla los vio retirarse sin la compañía que buscaban.
PIDO EL ESFUERZO SOLIDARIO A CAMBIO DE ORDEN Y JUSTICIA PARA SUPERAR LA CRISIS Y OFRECER TRABAJO Y HONESTIDAD EN EL GOBIERNO A CAMBIO DE PACIENTE COMPRENSIÓN EN EL PUEBLO PARA ENCARAR LA REORGANIZACIÓN NACIONAL A TRAVES DE OBJETIVOS PRECISOS.
“La noche. Mucho más allá de la medianoche. Y las voces. Quejidos. Sollozos. Ecos de espantos ahogados... Y las sombras. El eco de las sombras.”
Arrorró mi nene. Arrullo que te arrullo. Me desgarro a lo todo. Tengo la boca llena de tierra. Y siento que pienso. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Estoy aquí, pensando boca arriba en aquel tiempo, para olvidar mi soledad.
“Sintió que la cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza, de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la respiración; pero cada vez se retorcía más, como si se hundiera en la noche...”
LA INMORALIDAD Y LA CORRUPCIÓN DEBEN SER ADECUADAMENTE SANCIONADAS LA ESPECULACIÓN POLÍTICA ECONOMICA E IDEOLÓGICA DEBEN DEJAR DE SER MEDIOS UTILIZADOS POR GRUPOS DE AVENTUREROS PARA SUS FINES.
Serena estaba en su casa cuando se aparecieron. “Era de noche. Dormíamos. El bebé, en su cuna. Entraron de madrugada, nos llevaron y encerraron en un galpón, supongo “, contó. “ Después no supe nada más de Juan hasta que nos metieron en la camioneta y aparecimos en un baldío por el puerto. Habrían pasado unas horas. Antes del mediodía estábamos en casa de mamá y yo dándole la mamadera a la beba”.
- ¿Qué me van a hacer?- Preguntó ella.
- ¡Sólo contestá lo que se te pregunta!- vociferó uno.
- ¿Dónde está mi marido?- reclamó ella.
- ¡En la mierda!- contestó el otro.
“Tiempo después... Habrían pasado dos semanas¨, contó la vice, “ vino alguien a casa, de parte de Laura. Hablaba lo justo y no tenía intención de largar prenda. De cualquier manera, le pregunté si ella y su marido estaban bien. Me respondió con un sí seco. Yo no podía dejar de preguntarle por el bebé. `Con los abuelos, en La Paz´, me dijo. Y ahí mismo se fue, sin decir adiós señora ni nada por el estilo... Eso decían, que a ella la habían `chupado´ cuando había ido a buscar su cheque a la Municipalidad y a él, que lo habían matado cerca de Bahía Blanca. Que tenían un arsenal en la casa, eso dijeron. No supimos más”. Después, nos enteramos de que al bebé lo habían dejado sano y salvo en la tintorería de unos amigos, cerca de su departamento.
Aquí abajo una siente alivio y aunque no haya aire se respira mejor. Hablo de ellos que deben estar con sus pecados a cuestas. Por eso mejor aquí donde no hay luz, pero se respira mejor y no los veo. Mi sombra debe andar rondándolos. Y no pueden cerrarme la boca porque sigo hablando para que me escuchen.
NO HA CAIDO SOLAMENTE UN GOBIERNO SINO QUE SE HA CERRADO UN CICLO HISTORICO PARA DAR PASO A OTRO NUEVO.
- ¿Pero quién dio la orden, carajo? Son otros– vociferó un suboficial.
La colonia de lobos marinos descansaba al pie de la escollera sur. Olas considerables golpeaban contra el murallón, recordando la presencia de los bancos de arena del fondo. Adentro, algún velero que otro del Náutico, algún barco de pesca o los barcos escuela. Camuflados delante de los galpones negros, dos submarinos largos y angostos en desuso.
- ¡Que los suelten! ¡Pedazo de boludo! – ordenó otro.
El marinero levantó la barrera y dio vía libre a la camioneta que llevaba a dos personas, no incluyendo al chofer.
PÁGINA 9 - ENSAYO
La palabra poética como energía espiritual
Por Graciela Maturo (Buenos Aires/Argentina)
Reflexionar sobre la palabra poética nos conduce a revisar necesariamente un concepto del hombre y una idea del lenguaje. Nuestras apreciaciones pueden variar enormemente si consideramos al hombre como inteligencia mecánica, como un simple animal evolucionado, o como un sujeto dotado de conciencia y tensionado hacia su más alta posibilidad, la realización del sujeto trascendente. Novalis decía que esta realización era la tarea más elevada del poeta. Vale decir que para nosotros la poesía, antes de ser expresión, es una dinámica espiritual, una experiencia.
Por otra parte el lenguaje, que la teoría positivista ha cosificado hasta presentado como mero signo, objetalmente considerado -tal como legítimamente pretendía Ferdinand de Saussure para siste¬matizar su estudio científico- es para una concepción trascendente del hombre algo mucho más importante, profundo y constitutivo de lo humano: se trata de una energía espiritual que tiene la cualidad de encarnarse en el hecho expresivo, a través de la palabra profe¬rida, por medio del aliento que pone en movimiento una zona de nuestra corporalidad preparada para ello. Sin el mundo interior que lo colma este sería tan sólo un hecho físico, y podría tratarse de un signo convencional como el llamado de un pájaro u otros gritos de los animales. Pero tratándose del lenguaje humano, y por lo tanto del lenguaje, ni la sola sonoridad ni el puro mundo de las imágenes e ideas que conforman la psiquis pueden concebirse aisladamente. Mundo interior y palabra proferida forman una unidad en el acto de habla, ese acto que constituye al hombre en su plenitud. El hombre es el ser que habla. Y esto comporta algo más: el hombre es el ser que escucha. Hablar y escuchar como actos no meramente físicos ni sígnicos, sino como operaciones que van conformando la conciencia humana, le van señalando al hombre un destino, una realización. A quien asume plenamente ese destino de escuchar y de hablar lo llamamos poeta.
Experiencia y lenguaje de la poesía son inseparables. Tanto el sonido como el sentido de la palabra -y ya veremos que el sonido es en la poesía también sentido- son llevados en la experiencia poética y en su expresión, a su más alta potenciación. El aspecto fónico de la palabra se vuelve arrebatador y sugerente, arrastra al poeta y a sus oyentes a un estado de encantamiento. Por cierto, estamos hablando de la poesía dicha en voz alta, como lo ha sido en los tiempos arcaicos de la cultura. Pero la poesía moderna, escrita y leída solitariamente, no por ello escapa de estas condiciones que siguen dándose en mayor o menor grado: el poeta vive la sonoridad de su palabra antes aún de enunciada, ya que existe a nuestro juicio el estado poético como estado de canto (del que se aparta, pero nunca del todo, la reflexividad poética que prevalece en tiempos actuales). Platón decía en su diálogo República que los poetas no están en sus cabales cuando escriben: ellos son como los coribantes, que danzan y se entregan al frenesí dionisíaco. Por esto los exiliaba de su república ideal, por no confiables.
Reconociendo que también existe una poesía discursiva y refle¬xiva, que alcanza otro género de belleza, deberemos reconocer también que no es ésta la que puede generarse en el estado de canto, ni comunicarse por vías de encantamiento, de magia o de poder. Se trata en cambio de la puesta en marcha de energías vitales profundas, que movilizan una expresión musical. Musical llamaron los griegos a todo lo que pertenecía al dominio de las musas. Musical quiere decir divino, espiritual, mágico.
La palabra poética como sabemos tiende a formar unidades rítmicas y melódicas a las que damos el nombre de versos. Verso quiere decir lo que vuelve, lo que se repite, y efectivamente los versos forman tiradas de diversa extensión. Las características de color y timbre de las vocales, la disposición de los acentos, la cantidad de las sílabas, son todos elementos de la esfera sonora que generan sugestión, encantamiento, magia. Desde cierto punto de vista, la poesía pertenece a las artes musicales.
El ritmo es esencial en este campo. Ritmo es periodicidad temporal que percibimos con agrado, que moviliza nuestro ser con un lenguaje menos racional pero no menos significativo que la palabra. (Los formalistas negaron significación al ritmo, con lo cual la negaban también a la música). Para Platón la música era, en cambio, una parte de la filosofía.
Se atribuye a Pitágoras, gran iniciado de todos los tiempos, el haber descubierto las leyes numéricas de la armonía. A partir de allí, para los antiguos de la gran tradición occidental, en especial para los griegos y latinos, la poesía fue un arte que reclamaba estudio de las leyes de la composición, y conocimiento de los miste¬rios religiosos. Bien lo mostraba Eduardo Azcuy para la generación de los románticos y simbolistas, en su libro El ocultismo y la crea¬ción poética.
¿Por qué nos encanta ese verso que es rítmico, que instala un ritmo interior en nosotros, que nos hace participar de su impulso generador? ¿Por qué nos atrae una ordenación que suspende el desorden del mundo? Fray Luis de León decía, pitagóricamente, que el alma está compuesta de números concordes que se concilian con la armonía cósmica.
Claudel habló del ritmo del corazón, ese yambo básico que es uno de los ritmos ineludibles de nuestra corporalidad. Cierta exci¬tación motora del poeta crea otros ritmos, los varía y los recupera en un impulso acompasado en que se expresan sus pulsiones más íntimas. No lo comprenderá así el racionalista, el hombre ence¬rrado en el prejuicio de la ciencia positiva, ni el crítico provisto de instrumentos puramente científicos.
Me he detenido en el ritmo por parecerme uno de los factores básicos del encantamiento poético; el poema musical es catártico; es danza, movilización de la energía espiritual. Pero podríamos hablar igualmente de la metáfora, cuyo proceso se funda cons¬ciente o inconscientemente en las leyes de la analogía universal. La metáfora es filosofía, sabiduría, o búsqueda de ella.
Lezama Lima distingue entre juego metafórico e imagen. La metáfora se dirige hacia la creación de la imagen que verdadera¬mente dice en el poema. En su dinámica peculiar, la poesía multi¬plica metáforas como procedimiento de tanteo, hasta que da con la imagen buscada, aquella que revela el ser. Ello produce un gozo, tanto en el creador como en su oyente o lector, conducido por la misma búsqueda o crecimiento interior. He ahí que la poesía no sólo encanta en el sentido de adormecer o transportar; también despierta, simultáneamente, a la escucha de la verdad que se manifiesta en forma de belleza. Tema éste de la aproximación de poesía y verdad que es consustancial a la tradición del humanismo.
También podríamos abordar el tema de la magia poética en rela¬ción con el rito, con los misterios. Poetizar no es entretener ni divertir, sino fundamentalmente movilizar, revelar, descubrir, y también operar, conjurar, sanar o hacer maleficio. La palabra misma ha revelado poseer un especial poder que modifica al sujeto y a su entorno. Y por otra parte existen las palabras de poder, conocidas por los egipcios y por otros pueblos. Sabemos también que la palabra acompaña el rito, como por ejemplo en la operación de bendecir o bautizar, donde la intencionalidad ritual enmarca a la palabra y le confiere su fuerza. Para entender esto no nos bastan las explicaciones racionalistas, hay que acudir a la noción del Verbo sagrado, que opera a través de los hombres. Quien acepte el poder mágico de la palabra tendrá que aceptar la cratofania o emergencia del poder divino, que es llamado a hacerse presente por la invocación.
Para resumir el sentido de estas reflexiones diría que la poesía no es mero juego sino un juego grave y significante; creo en su posi¬bilidad mágica, transformadora, operante, en su valor de aventura y riesgo.
PÁGINA 10 - CUENTO
Sector de abedules
Por Marta Ortiz (Rosario-Santa Fe/Argentina)
Te llamo el domingo a la noche; la voz parpadeó, fosforescía en la cabeza de Gilda, violentaba la vibración del micro General Belgrano, servicio Pullmann de las 9,30 a Junín. Te llamo el domingo, má, calculá pasada la medianoche, le dijo, sonrió apenas despierta. Aleteó la mano fuera de la sábana en un saludo, bostezó y después se cerró en un hermetismo de caracol en su cápsula justo cuando Gilda a punto de salir, el abrigo sobre los hombros, las gafas oscuras en la mano, quiso abrazarla fuerte así, en la precariedad de esas condiciones.
El parloteo de dos mujeres en el asiento trasero se asimila al ruido del motor. A Gilda la sorprende la energía de algunos para confesarse lo trivial y lo medular, ese fluir de cascada errática bajando entre piedras con diversos grados de sonoridad. Se reparte entre las voces y la ventanilla, punto de fuga. De lejos, moteadas sobre el campo esmeralda, las vaquitas son de plástico.
Parece mentira pero Pedro acaba de morir, ni cuarenta y ocho horas hace y si bien por mucha edad y mucha dolencia era un desenlace anunciado, la pobre Adela está destruida y necesita consuelo. Gilda misma necesita consuelo, ese hombre recién enterrado llevaba entre las letras de su nombre la primera combinación silábica que aprendió a escribir a los cinco años, la mano guiada por el flamante magisterio de Adela sobre papel rayado: Pedro. Pe-dro. P-e-d-r-o. Cumplían cuatro años de recatado noviazgo la hermana y él (en total fueron diez), cuando Gilda nació. Otro padre, dos tuvo, el propio y el padrino, Pedro.
Imposible separar las aguas, poner cada lágrima en su lugar, saber si le mojan la cara debido a la muerte del cuñado o a la mudanza de la hija mañana domingo a primera hora. Dos razones para desolarse. Como la pesadumbre de Adela, como la suya que ahora, pero es distinto… qué va a comparar. Con Morena lejos, nada más que lejos, a trescientos kilómetros. No muerta, lejos. Una vez dejados atrás los naranjales de San Pedro; no, las flores de Escobar, una vez pasadas las flores de Escobar, todo se resuelve en sortear la entrada a Capital, ese laberinto que retuerce un moño al final de la circunvalación. Y allí estará Morena, aguardando en su nuevo hogar, una miniatura de repisa; como ella, minuciosa.
No lo imagina muerto, al muerto. Lo ve entrar a su casa, invitar a la mateada, congregar. Corazón que no ve… La lágrima tirita en el declive de la mejilla, arde sobre restos de maquillaje.
La mudanza se veía venir, entre los temas diarios que tocarlos era como tocar ascuas, alcanzaba el estatus de un axioma indiscutido para Morena y Felipe; tampoco se puede sostener toda la vida un noviazgo a distancia así como les pasó a Pedro y Adela; eso se sabe y también se sabe que mucho mejor es sumar que restar y si a Morenita se le ocurría plantar una familia en otra ciudad como quien planta un árbol en jardín ajeno hay que pensar que con el tiempo el tronco se ensancha, brotan hojas y flores y frutos; un brazo imprevisto de la familia crece, lo más parecido a un afluente. Después de todo, para qué guardarla en casa, ¿acumular hijos como se acumulan sábanas o toallas para que después todos apilados acaben arrancándose los ojos? No, la tragedia griega ya fue, no hay por qué ni para qué apilar; Miki, el padre, no opuso resistencia, y Luli y Nico, los hermanos, se sienten ligeramente desplazados, pero aceptan.
Sus tropiezos tuvo Morenita también, gratis no hay nada en la vida; los últimos meses, cada tanto fijaba las claves de un escenario y una acción futuros: “no me quiero ir pero tampoco me quiero quedar…” –le explicaba -, los ojitos húmedos y esa angustia rara, dubitativa, como si la opresión que le dolía en el pecho fuera opresión a medias y en su núcleo creciera, como un prado de amapolas, una isla de felicidad.
Campo raso. No más ganado vacuno, ovino ni equino. La ruta, de repente, se pica de sombra. ¿Había pronóstico de lluvia? Gilda mira el cielo y no ve sino árboles, largas hileras a los lados del camino. ¿Olmos?, ¿casuarinas? Puede ser, y vastas extensiones de campo canela, detrás.
“Lo que es la vida –rasca y rompe sus cáscaras interiores -, a menos de veinticuatro horas de la mudanza de Morena (que se aparta de mí mientras llevo a cabo esta quijotada de consolar a mi hermana viuda desde hace dos días que le deben parecer dos siglos), el micro cruza Pergamino, de donde hace tanto tiempo fui yo quien se desgajó”. Por primera vez (y le pareció increíble precisamente eso, que fuera por primera vez) ligaba la palabra Pergamino con Pérgamo, la arcaica, la fabricante de pieles peladas, pulidas, alisadas y teñidas donde se escribía, se borraba, se reescribía, se volvía a borrar… A partir del ojo de la ventanilla, Gilda revelaba las partes de un complejo negativo que hasta esa mañana habían permanecido opacas, indescifradas: no fue el azar sino el destino (y ahora la imagen aparecía completa) el que orientó la estrella de sus ancestros a clavar la bandera en el solar propicio, qué duda podía caber. ¿Cuál era la calle de la casa de los abuelos? Calle ancha de tierra apisonada…
Como pinturas antiguas pasan suburbios descascarados, tapiales, enredaderas, el puente sobre el arroyo Chu-Chú. El aire denso en el interior del micro se carga de jazmín, los camiones regadera aplacan polvaredas de recuerdos. Con avidez ella lee una especie de geología personal en ese libro de aire pero de cuero, el pergamino que retuvo las grafías de aquellos sedimentos ya fósiles, bajo sistemas blindados de seguridad…”.
(La ventanilla vuelve a dibujar vaquitas de plástico, pasto de papel crepé).
“Pero... ¿sistema seguro, cuál?”–Gilda es apenas un insecto mínimo en el bosque oscuro sin saber qué atajo tomar; reclina la butaca, estira las piernas –¿“qué sistema existe que sea seguro si un día la vida te rompe a puñetazos el vidrio blindado y permite que se muera Pedro y eso es como decir que el lobo devora a la abuelita, por ejemplo; o que una mano negra disuelve su figura y extravía el sonido de su voz y ya no se puede ni se debe –so pena de convertirse en estatua de sal -mirar atrás, y a pesar de las llagas en carne viva todo te empuja a enganchar la mirada en la estación que sigue: es decir, en la hora y el lugar exacto de la mudanza de Morena?”
Se mira en un espejito de cartera a pesar de la capa de polvillo rosado que lo cubre. Lo limpia con un dedo. A lo lejos se insinúan los contornos de Junín, las agujas de la Iglesia, una línea de edificios discontinuos, casas chatas, simétricas.
Cierra el libro que no leyó. Diez minutos más tarde el micro apunta su cabeza de oruga a la plataforma cinco entre dos líneas blancas. Ajetreos simultáneos de abrigos y bolsos, pies en movimiento, brusco silencio del motor.
Falta cubrir el último tramo. Gilda sube a la combi para pasajeros que ofrece un hombre de cara poceada. Queda una sola butaca libre. El nuevo punto de mira descubre un hábitat esta vez de patos y garzas que delatan la proximidad de la laguna. Dos o tres aves de plumaje oscuro y cuello blanco hunden sus picos en el espejo de un estero. Una que otra bandada dibuja ideogramas en el cielo blanco.
Como en el cine, agitadas por el entresueño, Gilda ve pasar las estaciones de la enfermedad y la vejez que se encargaron de hurtar a Pedro de este mundo. Pero la pantalla, lejos de sostener la trama inicial enloquece, y avanza a la segunda escena: una hoguera donde arden montañas de papiros. Cualquier semejanza con la realidad no es pura coincidencia. Se cubre hasta el cuello con el abrigo. Sueña que ella y Adela, Pedro y los demás, alineados en fila india, son bolos de carne y hueso que una bocha desmedida procura derribar. Nada, nadie quedará en pie, la conclusión le transpira en el cuello y en las manos, debajo del abrigo.
Una breve sacudida indica el final del recorrido. Recoge su bolso. Desde el andén, que una fina llovizna abrillanta, la ve llegar a Adela en el decrépito auto gris que conservaban con Pedro más por sentimentalismo que otra cosa; la ve bajarse y venir a su encuentro. En el vértigo simultáneo de información visual y táctil anterior al abrazo, percibe con cuánta crueldad las huellas del sufrimiento se incrustaron en su magra presencia, en sus flamantes ojeras de viuda.
El tiempo del fin de semana modela, a modo de consuelo, una matriz blanda y fláccida conteniendo el reencuentro de las hermanas; tiempo irregular, distorsión pura, como esos relojes decrépitos que la memoria deformaba y derretía en las pinturas de Dalí.
El domingo amanece húmedo. La resolana a primera hora blanquea el insomnio de todos en la casa. Alrededor de las diez la familia se traslada en auto, sin que medien palabras, al cementerio jardín; la luz blanca ha dado paso a un azul intenso que acristala las formas. “En este momento Morenita viaja a Buenos Aires”; Gilda perpetúa su monotema, se aferra a él con la prolija tenacidad de quien borda un monograma.
“Aquí la parcela donde se ubicará la tumba”, le informa una voz que ella, a quien van dirigidas las palabras, no reconoce y percibe ausente de la escena que los deudos componen: “Pedro no fue aún enterrado en su sitio definitivo”, agrega la voz en off. Mira donde le indican, ve una placa de metal sin inscripciones en medio del césped. Enfrentado a la placa, al borde de un sendero de grava, un banco de madera donde Adela, de ahora en más, pasará largas horas en el intento de una conversación imposible. El predio se compone de montecitos de árboles reunidos según la especie.
“Un lugar ideal para el descanso de los muertos " -amplía la voz.
Adela y los suyos entran a la capillita vidriada, rezan, el siseo descoordinado sube a la cúpula.
Gilda entra con ellos pero a ella el rezo se le coagula en la garganta. Dice algo como una jaculatoria incomprensible, da unos pasos indecisos hacia el altar pero no llega ni a la mitad de la nave cuando parece que recula, gira en seco y vuelve a trasponer el umbral en dirección a la boca verde que abre el parque como aquella otra inmensa pero oscura boca del lobo en el cuento; todo lo rápido que las piernas le dan, penetra entonces en la telaraña. Rastrea en el parque los abedules blancos, sus cortezas folio-pergamino-papiro donde espera grabar no un corazón con dos iniciales herido por una flecha sino el cuento de la mudanza dichosa que enredaba esa mañana una larga baba de muerte.
Encontró un espléndido “sector de abedules” en el cementerio jardín. El otoño esparcía una arena ocre de hojitas desmenuzadas. Con lápiz negro y paciencia de copista, empezó a cavar en la corteza el trazo de la primera palabra. Hundió la mina como una gubia pero otra vez dudó, como cuando entró a la capilla. Acaso la detuvo pensar en la pertinencia, en las cosas del “se debe” y “no se debe” y lo pensado le paralizó la mano y la mente: nada nuevo había bajo el sol, nada que contar en realidad; “amor y muerte son historias tan viejas como el mundo” –, murmuró. Y bajó los brazos. La mina inservible se soltó de su mano y cayó al pie del abedul. La copista no escribiría su relato en la corteza. Toda marca de rebelión, todo trazo de su propio cuento pasaría inadvertido para los deudos de Pedro; a ellos los rodea un foso de dolor que los transforma en isla más allá de cualquier continente.
En cuestión de segundos regresará y se dejará acariciar la cabeza en señal de paz. Se sentará en el banco junto a la tumba futura, no en el sector de abedules sino en el de tilos.
Es cierto que murió Pedro, habrá que asumirlo, tan cierto como que los demás y ella misma están vivos. Y si algún detalle alcanza para drenar ese foso de aguas de muerte que rodea a la viuda como una corola marchita, ese detalle es reponerlo a él, al muerto, en el sector elegido, sector de tilos, allí donde tiempo atrás, visionario ( y volvió a oír la voz de la hermana la noche anterior enfatizando esa palabra: “visionario, Pedro era un visionario”), cuando cada tilo era sólo un tilito compró su lote en cómodas cuotas a pasos del banco de algarrobo, porque primero –y tratándose de Pedro era una conducta natural, había que creerlo -, antes que en él mismo fue en Adela que pensó; vivo o muerto, siempre, lo primero para él, fue pensar el bienestar de Adela.
PÁGINA 11 – POESÍA ARGENTINA
Rolando Revagliatti (Capital Federal-Buenos Aires/Argentina)
A Jean Genet
Si porque
le extenúan la sombra
en el sueño sus propios albergados
Si porque
se la afilan en las estaciones
Si porque
le imprimen un cómplice tocado
ya muerto con un floripondio
Si porque
a ella danzan
las nupcias
gemidas
del preso.
A Raúl González Tuñón
En el fumadero
alertados por un chino
nos escaparemos de la policía
con Jerónimo y con Perecito
por el espejo con licencia de puerta al milagro
Nos recibirán
Señoritas Todavía Vivas
y desanimadas.
A Henry Michaux
A ver, exploremos
donde hay el hombre
y unos cuentecitos
Exploremos ese
patrimonio
A ver, al ciego
al cegado.
A Alfredo Veiravé
Osó la voz anunciarlo
con unos bombos y un platillo
él miró de reojo a la voz
mientras penetraba en el recinto
donde poco después
siempre sensato
remataba líricamente
un platillo por aquí
y unos bombos.
PÁGINA 12 - CUENTO
Colores de ausencia
Por Beatriz Giobellina (Argentina/España)
Él miraba absorto la estantería repleta de piezas de telas que le parecían iguales. No había tenido tiempo para pegarles a todas los papelitos escondidos, reveladores del color que sus ojos ya no le querían mostrar. La mujer a sus espaldas se impacientaba y refunfuñaba con mal disimulada torpeza, al tiempo que sacudía a una niña caprichosa que goteaba mocos sin quedarse quieta. Un sudor frío le recorrió la espalda mientras sus manos tocaban los géneros, uno a uno, rogando que la suavidad de los hilos le hablara al contacto con sus dedos.
-¡Esa no, joven, la de la derecha!
Escuchó la voz crispada y salvadora que sonó a sus oídos como una grata melodía. Cogió la pesada pieza y comenzó a cortar los metros que le habían encargado. Su mente recorría todas las estrategias que había inventado para que esto no le sucediera con los otros artículos de la tienda: escribió los colores a medida que los iba redescubriendo y ordenó por gamas de frío a caliente todo lo que le pudieran solicitar para no equivocarse (los hilos, las lanas, las cintas, los guantes, los tejidos, los sombreros); también dejaba visibles las etiquetas de los envoltorios de la mercadería, que antes se desechaban, donde estaban las características que las diferenciaban unas de otras; ensayó gestos disimulados y comentarios ambiguos que inducían a los clientes a que lo orientaran con exactitud sobre lo que deseaban; además de otras decenas de recursos, cada vez más ingeniosos y sofisticados, con el objetivo de que nadie se diera cuenta de su sorpresiva ceguera ante los colores. Cada día se le presentaba un nuevo desafío y tenía que inventar una solución. Las tensiones de las primeras semanas lo agotaron, pero poco a poco fue adaptándose a la nueva realidad y, como siempre, encontró la forma de resolver las adversidades con su mejor sonrisa y buen humor.
Al partir la clienta escribió el papelito para pegarlo en el recientemente descubierto color malva, que nadie le había pedido en los últimos dieciocho meses. Respiró aliviado, sólo le quedaban unas quince piezas de tonos imposibles de adivinar. Con el resto de los objetos, los de más salida, ya había ganado la batalla.
Hoy al fin me decidí a escribirte. No creas que no desee hacerlo cientos de veces en estos años. Tengo en mis manos sólo una hoja de papel, un tintero y una pluma que tomé prestados. Será la única carta mía que recibas. Las manos me tiemblan, temo que la tinta manche la blancura de mi delantal almidonado. Hace calor. Estoy sentada bajo un naranjo cubierto de azahares, su fragancia dulzona me transporta y me trae recuerdos de ti. Desearía que escucharas los sonidos de la llanura inmensa que me rodea. A lo lejos, detrás de unas sierras selváticas, el sol está por esconderse. Me queda poco tiempo de luz y no encuentro las palabras para transmitirte lo que siento, lo que me pasa, lo que me alejó de ti. Tenía mis razones. Te lo juro. No era la falta de amor, como habrás pensado. Quisiera atraerte definitivamente a mi lado…
Luigi buscaba recuperar la salud que se había llevado su prima al decidirse a atravesar el océano hacia Sudamérica, más de dos años atrás. Se sentía arrastrado por un alud de urgencias contradictorias y sentimientos prohibidos. Él no había tenido la necesidad (o el coraje) de emprender ese descabellado camino de inmigrante que significaba cortar las raíces que lo unían con sus tierras lombardas. No lograba comprender cómo ella, Antonella Marani, tomó la decisión y partió sin despedirse. Luigi pensaba que se aferraba demasiado a una tibia invitación recibida el verano anterior de unos parientes afincados en Brasil. Ella le había implorado que la acompañara. No resistía la presión que ejercía el resto de la familia, quienes no aceptaban el amor entre los primos, aunque fueran lejanos. Tenía diecinueve impulsivos años y la reciente muerte de sus padres la liberaba de toda obligación con los mayores. En el pueblo conocieron su decisión por una esquela dejada para cumplir el requisito de la despedida.
Luigi se sintió herido y se propuso olvidarla. Demoró bastante tiempo en aceptar que su ausencia era la causa por la que se habían esfumado los colores. La primera semana, después de su partida, se fue el rojo de sus retinas. Unos meses después perdió el amarillo y, con el transcurso del tiempo, los paisajes y las personas se confundían en tonalidades de sepia. Sentía que las imágenes se habían detenido en un papel sin temperatura. A él no le hubiera importado pasar el resto de su vida entre esas fotografías en movimiento, era sabido que se adaptaba a cualquier situación desde su infancia sin que nada, aparentemente, pudiera borrar la ingenua sonrisa de su rostro. Pero lo torturaban los sueños. En su memoria los colores continuaban vitales y cada vez más brillantes. Era al intentar dormir y al despertar cuando lo invadía la angustia de su incomprensible enfermedad. Primero atribuyó ese fenómeno al incipiente otoño que teñía de tostados los árboles y las praderas, y pensó que era la estación más intensa que había vivido hasta el momento. Luego, con el invierno y la nieve desaparecieron los colores cálidos; aún así, todo estaba dentro de la normalidad para esa época del año. Pero al llegar la primavera se fueron los azules y en verano los verdes.
Con el transcurrir de los meses tuvo que asumir que había enfermado y que ella era la causa. Lo perseguía en sueños quemándolo con sensaciones impregnadas de las tonalidades ausentes. Sus días de vigilia se alargaban mientras sus agotadoras noches se reducían a las pocas horas en las que el cansancio era mayor que el dolor. Y el dolor, poco a poco, fue desgastando la tranquilidad de su vida organizada. Cuando cerraba los ojos y su mente se abandonaba al incipiente sueño, estallaban los colores cada vez con más fuerza, herían todos sus sentidos y minaban la fortaleza de su cuerpo y de su mente. En la tienda donde trabajaba, al principio, no sólo confundía los tejidos, sino también las lanas, los hilos y las cuentas (a pesar de que su maestro en la escuela se admiraba de su talento para el cálculo mental). Los números se parecían y las sumas reducían mientras las restas aumentaban los resultados. Clientes y patrón se sentían vulnerados en su confianza. La enfermedad siguió, imparable, y resquebrajaba su capacidad para cumplir con sus obligaciones. Cuando cortó una pieza de género con el color equivocado y el propietario se lo descontó de su salario, se asustó. No sabía cómo podía prevenir futuros errores y no deseaba compartir su secreto mal con nadie. Temía perder ese trabajo en el que tantos años había invertido para asegurarse el porvenir.
Su familia era campesina, había trabajado desde sus tatarabuelos las tierras de un importante terrateniente de la comarca. El futuro previsible de Luigi era continuar la penosa trayectoria familiar, hasta que un día lo iluminó la buena suerte (al menos era lo que todos pensaban). Un tío lejano -que había quedado viudo y sin hijos- lo pidió a sus padres para criarlo, educarlo y darle un “oficio de bien”. El hombre tenía la tienda más completa del pueblo, donde las familias necesariamente tenían que comprar lo que consumían. El padre aceptó el ofrecimiento aliviado por una boca menos que alimentar y soñando que al menos uno de sus hijos tuviera la oportunidad de alejarse de la miseria. Lo entregaron con apenas una muda de ropa, además de la que vestía. El niño entró con seis años a trabajar todo el día por la cama y la comida, excepto las horas en las que asistía a la escuela. Al terminar la primaria dedicó todo su tiempo y esfuerzo a la venta de multitud de enseres domésticos que se apilaban en el almacén. El tío lo compensaba con dos monedas cada sábado, de las cuáles sólo recibía una al mes, pues el resto servía para cubrir los “gastos extras” que ocasionaba su manutención. Luigi se consideraba afortunado, sentía que tenía el futuro asegurado. Los jóvenes de su edad lo envidiaban y su tío le prometía ser el heredero de todos sus bienes.
La vida en el pueblo, de la que sólo disfrutaba el día de descanso, era más entretenida y estimulante que las duras jornadas de su infancia en la aislada propiedad del terrateniente. Allí conoció al resto de su extensa familia, que constituía casi la mitad de la comunidad. Allí aprendió que el mundo era más grande que las decenas de hectáreas que cultivaron sus antepasados desde que la sangre de los Marani llegó para abonar esas tierras. Allí conoció a Antonella, dos años mayor que él. Ella despertó sus deseos y colmó su vida simple de una felicidad desconocida.
Se veían en secreto cada noche en la trastienda, donde nadie podía importunarlos. Permanecían horas acariciando sus cuerpos, amándose. Ella adoraba su enrulada melena cobriza, le parecía extraña y sensual. Enredaba sus dedos y jugueteaba con los cabellos casi rojizos, hasta que el amanecer les indicaba la hora de la despedida. Frente a los demás, disimulaban. Sólo compartían, entremezclados con los parientes, unas pocas celebraciones familiares, misas domingueras y algunas fiestas religiosas que vestían al pueblo de renovadas imágenes sacras, puestos de comida y bailes hasta el atardecer.
La existencia de Luigi era previsible y tranquila. Ser dependiente en la tienda del pueblo despejaba los nubarrones de la pobreza que obligaban a partir hacia América -el gran continente de las oportunidades- a decenas de familias de la región desde el siglo pasado; por esa causa, cuando Antonella le pidió que la acompañara a buscar otra fortuna, él la miró como si no comprendiese lo que estaba diciéndole. Con sus diecisiete años ya tenía “labrado el porvenir”, sus ambiciones estaban colmadas y no le pedía más al destino. Todo era cuestión de esperar, ya llegaría el momento de mostrar su relación ante los demás. Sólo le pedía tiempo. Estaba convencido de que en el momento en que fuera el propietario de la tienda nadie se atrevería a reprocharles nada.
La última noche que pasaron juntos ella le pidió que le regalara uno de sus rizos. Al día siguiente hizo sus maletas, se fue y todo viró al sepia.
Cuando Antonella desapareció y él enfermó, recién pudo dimensionar el amor que sentía por ella. Se arrepintió de haberla dejado partir, pero no sabía adonde buscarla. Pasaron más de dos años sin que nadie recibiera noticias de la viajera, hasta que finalmente Luigi tuvo en sus manos la carta que la joven escribió.
… y primero llegué a Brasil, una tierra tropical de color rojo intenso recortada sobre playas doradas bañadas por un mar azul. La población era mayoritariamente oscura y tocaba una música de tambores que aceleraba el corazón y penetraba bajo la piel. Me hacía mover el cuerpo en una forma ajena a mi voluntad.
Estuve tres meses cuidando a los hijos de una familia adinerada que me presentaron mis parientes. Luego me despidieron. Fue el peor momento para mí, mis familiares me dieron la espalda y no tenía a quién recurrir. Nunca me sentí tan sola ni desprotegida, pero seguí adelante. No había retorno posible. Permanecí unos meses más en Brasil con el poquísimo dinero que había ahorrado, hasta que pude viajar y seguir buscando mi camino. Deseaba un lugar donde fuera posible realizar mis sueños sin que nadie me despreciara o me criticara por mis decisiones.
Los vientos húmedos me trajeron a un rincón perdido entre verdes montañas del país vecino, Argentina, donde vive Piera con su familia, mi mejor amiga de la infancia. Ella me envió el dinero para el pasaje, me dieron casa y comida, y me ayudaron a comenzar una nueva vida. Me siento tan agradecida…
Estoy trabajando. Con mi habilidad para la costura me defiendo. Las amigas de la madre de Piera me están encargando trajes con añoranzas europeas. Los copio de los últimos figurines que llegan de París y todas están encantadas.
Ahora estoy bien. Ahora puedo escribirte, confesarte que sigo amándote, que te necesito a mi lado. Podría decirte muchas cosas más para atraerte, para ayudarte a que tomes esa decisión que tanto te cuesta. Pero no quiero. Deseo que sea tu amor el que te traiga a mi lado, si es que es tan fuerte como el mío.
Tuya siempre. Antonella
Al leer su pequeña letra en esa carta de una sola hoja, Luigi no tuvo dudas de que nada más le importaba. Necesitaba acallar la tortura de los sueños coloridos. Trabajó unos meses más para terminar de reunir el dinero para el billete que, junto a la moneda que había recibido cada mes desde su infancia y que no tuvo necesidad de gastar, le permitieron abandonar la seguridad de su puesto en el mostrador de la tienda (ya totalmente organizada con los papelitos de los colores). Caminó dos días hasta la ciudad y allí subió a un coche tirado por caballos que tardó otros dos en dejarlo en el puerto de donde partían los barcos hacia América. Cuatro semanas tuvo que esperar para que un carguero aceptara llevarlo a cambio de la mayor parte de sus ahorros y, al fin, reemplazó la tierra firme por jornadas interminables de cielo y mar.
Semanas después, el barco entró a las aguas dulces y barrosas del puerto del Río de la Plata. Al sentirla más cerca de él, desaparecieron el miedo, el frío y la humedad del océano embravecido. Olvidó el sufrimiento ocasionado por el hacinamiento con personas y ratas con las que compartió la bodega del navío, y el dolor del hambre, apenas engañado con mendrugos de pan y de queso con los que completaba la escueta ración incluida en el pasaje de clase indefinible que logró pagar.
Cuando pisó tierra firme sintió que el mundo a su alrededor se negaba a detener su constante balanceo. Una sensación de asfixia y alivio se entremezclaron en sus entrañas y estuvo a punto de caer. Su pesada maleta le sirvió de improvisado asiento hasta que los líquidos de su cuerpo reestablecieron el equilibrio. Descendió del barco sepia, caminó por el muelle sepia, se apretujó entre gente sepia y siguió procurando acercarse al único ser que podría devolverle el privilegio del descanso. Logró caminar con dificultad entre la muchedumbre desorientada que buscaba la esquiva salida. Como rebaño fueron conducidos en alborotadas e interminables filas hasta las mesas donde los funcionarios de aduana registraban sus pertenencias y los de migraciones su entrada al país.
-¡Su nombre! –le requirió el hombre marrón sin levantar la vista, cuando al fin le tocó su turno.
-Me llamo Luigi Marani –respondió intentando que su voz sonara segura. Llevaba días practicando algunas pocas palabras en castellano que lograron enseñarle durante la travesía, pero no estaba claro cuándo podría usarlas en una conversación.
-Luis Marán –decretó el funcionario, mientras escribía con una caligrafía decorada en un voluminoso libro donde se acumulaban millares de nuevas identidades.
No le discutió, nada de eso le importaba.
El aturdimiento le duró varias semanas. No lograba recordar qué fue lo que ocurrió después de salir del puerto y penetrar en la ruidosa y sucia ciudad que abría sus fauces misteriosas para tragarlo. Se sintió transportado por ignotos conductos, sometido a varios tipos de lavajes que fueron despojándolo de su inocencia de recién llegado y, luego, digerido con una multitud de pedazos de carne humana que huían de guerras y miserias, para al final, ser escupido, por milagro, en la dirección que él buscaba: un lejano pueblo grande llamado San Miguel de los Sueños desde donde partió la única carta de Antonella.
Cuando Luis Marán pudo emprender el último tramo de su largo viaje hacia la ciudad de destino, no lograba contener el nerviosismo que crecía con cada kilómetro que recorría. Al descender del tren lo deslumbró la intensidad de la luz que atravesaba el aire denso por la humedad del verano. El color fue invadiendo sus retinas, hiriéndolas con su belleza a medida que se acercaba a Antonella que lo esperaba en la arbolada acera.
Primero regresó el verde vegetal, sobre el que se recortaba su blanca silueta; luego percibió el azul del firmamento, que se confundía con la transparencia de sus ojos brotados de lágrimas; después los colores cálidos de los poblados naranjos que cobijaron con su sombra ese tan anhelado abrazo del reencuentro. Por último, el rojo estalló en sus ojos cuando, desde atrás de la falda de Antonella, se asomó un pequeño rostro con una sonrisa tímida. El niño, de casi tres años, tenía la misma enrulada melena cobriza de su padre.
PÁGINA 13 – ENSAYO
Volver a Molière
Por Jorge M. Taverna Irigoyen (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)
Usted sabe algo de Molière, de sus farsas, de su satírico sentido para poner de relieve la máscara, la mueca y los falsos afeites que los hombres se colocan durante la aventura de vivir. Molière lo hizo con talento y con audacia y llegó a tal punto su agudeza para retratar y denunciar, que se lo ubicó con justicia entre los cuatro mejores clásicos del famoso siglo de Luis XIV, al lado de Racine, La Fontaine y Boileau. Contribuyó con su teatro farsesco y su alto sentido del histrionismo a que el siglo XVII francés tuviera el agridulce sabor de un autor con genio e ingenio, que las escenas de la corte y de la vida diaria alcanzaran su exacto espejo crítico a través de sus personajes, que la mordacidad de sus obras no rehuyera jamás la oportunidad de una sonrisa y más de una carcajada.
En muchos aspectos el teatro de Molière asume hoy una actualidad que sorprende. Una actualidad deliciosa por lo fina y penetrante, pero a la vez una actualidad que incomoda, que hasta duele (y no precisamente las asentaderas del espectador). El Tartufo, por ejemplo, es un personaje de vivísimo presente, con su burilado contorno de los falsos devotos, de los hipócritas que pueblan nuestros días y que –tres siglos mediante- resultan menos tolerables que otrora… Pero no es, por cierto, el único de su centenar de figuras que podrían incorporarse fidelísimamente a la galería de criaturas del siglo XX. Claro está que habría que verlos con otra lente y oírlos con otro aparato auditivo, si tal pudiera ser, para detectar mejor y más apropiadamente sus ironías.
Algunas obras, en tal orden, podrían quedar como están, sin necesidad de mover uno solo de sus actos. Otras tal vez requerirían adaptarlas más fehacientemente “a la hora”, y hasta quizá aconsejarían la conveniencia de cambiarles de título. Claro está que, en tal caso, requeriríamos –por respeto y por necesidad- de la presencia del propio Molière para que diera el justo énfasis a tales cambios. “El avaro”, por ejemplo, sin cambiar el rostro de Rapagón, podría titularse “El agiotista”. “Los preciosos políticos” reemplazaría a la otra famosa (cambios de sexo mediante), con ligeras adecuaciones de referencias, “El médico a palos” y “El enfermo imaginario” adquirirían una pasmosa realidad, de enfrentarlos con el sentido de omnipotencia de la nueva medicina aparatológica. Y, en fin, aparecerían nuevas farsas y entremeses, porque de estar Molière entre nosotros, ¡cuánto trabajo para su cálamo! “Tiranuelos trasnochados, con sangre condecorados”. “Entremés del burgués al revés”. “Las ideas al bidet”, “Que ilumine del baño al comedor la pantalla del televisor”. “La libertad a contrapelo”. “La computadora del diablo”. “Los banqueros sabios”. “Farsa del funcionario que se creyó necesario”. “El zoo ambulante”. “Mediocres son los otros”. “Impuestos para nacer, impuestos para crecer, impuestos para j…”
Es evidente que la dramaturgia actual no ha quedado ajena a este tiempo descocado y de escorzos hirientes que vivimos. De lo contrario, negaríamos el importantísimo teatro del absurdo, con Ionesco a la cabeza. Pero el filo de la cuestión pasa por otro lado. Por otra “consanguinidad” con la vida, que tampoco arrojarían –si nos volviéramos a retrotraer en el tiempo- los sustantivos teatros de Calderón o de Lope de Vega.
Molière es otra cosa. Es otra temperatura emocional. Otra agudeza de los sentidos reales y de los imaginarios. Por eso sería tan fundamental volverlo a oír con la frecuencia necesaria. Oír y verlo para sentirnos reflejados en nuestras más descarnadas miserias. Que no son pocas.
PÁGINA 14 - CUENTO
Mente asesina
Por Ricardo Juan Benítez (Capital Federal-Buenos Aires/Argentina)
El hombre estaba al final del callejón sin salida, en más de un sentido. Estaba alerta, al acecho. Esperaba su presa. Como un animal olfateaba el miedo y la debilidad de su potencial víctima. Sabía también que él a su vez se había convertido en un blanco móvil. Que hacía tiempo que él lo perseguía y que aquella noche finalizaría todo, de un modo o de otro. El tipo pensaba:
-“Tal vez fuera mejor que alguien me detenga. Ya no puedo seguir haciendo esto. Pero solo quiero una muerte más antes de morir. Matar es una droga. Me causa placer. Siento los gritos, me maldicen… me suplican ¡Piden que los mate de una buena vez! Pero me tomo mi tiempo; no tengo apuro. Luego en un éxtasis final, cubierto de su sangre, grito y bailo ¡todo concluyó!
Ahí viene el arrepentimiento los gritos en mis pesadillas. Ya no puedo arreglarlo ¡Lo que hice está hecho! Entonces juro que va ser la última vez, que no lo voy a hacer más, que voy a ser un chico bueno.
Aquella vez que fui a pedir ayuda a aquel cura. ¡Pobre! Lo desollé sobre el altar. Tal vez si me apresara la policía, podría argumentar que me había poseído el demonio. O cuándo mate a la madre del estúpido que me persigue, pensó que me podía ayudar. Me ayudó ¡Claro que me ayudó! Todavía escucho sus aullidos:
-¡No! ¡No, hijo, no!-Mi cuchillo pedía sangre- ¡Hijo!... ¡NO!
El muy débil pensaba que podía conmigo; hacia años me perseguía. Yo tenía la sensación que si no me había atrapado es por que no quería. Estaba eludiendo el encuentro final. Por lo menos hasta aquella noche.
Mejor reviso mi arma.”
El asesino tomó la automática con su mano derecha. Con la izquierda retiró el cargador. Tiró de la corredera, en la recámara no había ningún proyectil. Puso el seguro y examinó el cargador. Estaba completo. Aunque una sola bala le alcanzaría. Colocó el cargador. Tiró nuevamente de la corredera. Quitó el seguro. Luego con la punta de los dedos acarició el cabo de asta del cuchillo de monte que llevaba entre sus ropas.
En el mismo callejón, casi en el mismo lugar estaba el perseguidor. Había terminado de comprobar el estado de su arma. Al tipo lo consumía el ardor de la venganza. Su propia madre había muerto a manos de aquel sádico hijo de puta. Y él tuvo la sensación de haber nacido aquella noche; en que su mamá le suplicaba a aquel tipo llamándolo hijo. ¡Hijo! De todas maneras el sujeto le había dado un sentido a su vida. Durante años se preparó para aquel momento. Ahora no se podría escapar… estaba en un "cul de sac". Le daba la impresión que el turro en realidad deseaba terminar con aquello. Le repugnó la idea de estar haciéndole de alguna manera un favor. Pero hoy lo tenía que matar. Y mientras pensaba:
-“Este guacho mató a mi vieja. ¡Nada de capturarlo con vida! Es más… estoy seguro que si no lo ejecuto hoy todo comenzaría de nuevo. Tengo que matarlo por el curita, por mi mamá y por tantos otros a los que él no les tuvo compasión. Tengo que matarlo para evitar más muertes, más víctimas… más dolor.
No me tiene que importar que tuviera una infancia difícil. Yo también tuve lo mío. Un padre alcohólico y luego ausente. Mi madre… bueno, ya se sabía. Luego la calle, las compañías pesadas. Mi vida había sido y era ardua. Calculaba que el otro tampoco la tendría fácil. Tenía que lidiar con sus propios demonios. Yo sabía que era un enfermo. Pero… ¡No!... esta vez no. Ya se me había escurrido demasiadas veces de entre mis manos. ¿Tal vez lo hubiera dejado escapar a propósito? ¿Le tenía temor? ¿No lo quería enfrentar?
Como fuera esta noche no tenía opciones. Los dos estábamos en el mismo lugar, todo tenía que concluir.”
El vengador tocó la tranquilizadora superficie del arma. El frío del metal. El poder que emanaba de tan solo sentir en la mano su peso.
El asesino tenía el arma en su mano. Cavilaba:
-“El imbécil cree que puede conmigo. ¡Está loco! Si me llegara a matar es tan sólo porque yo lo dejara. Porque quiero terminar con los llantos y los gritos en mis sueños. Con la culpa. Pero… si pudiera atraparlo. Reducirlo y tenerlo a mi merced. Podría estrenar mi cuchillo con él. La hoja me llevó semanas para templarla. Lo podía ir mutilando de a poco, mientras le contaba lo que le había hecho a su vieja. Le explicaba lo de los chillidos y los ruegos. Los mismos que daría él. ¡Tipo duro! El infeliz no sabía lo que era una vida pestilente. Representaba todo lo que yo odiaba de la sociedad, esos estúpidos que no me comprendían. ¡Que me rechazaban! ¡Me odiaban! Tanto como yo los odio a ellos. ¡Si pudiera mutilarlos y matarlos a todos, malditos orgullosos!
Pero vamos por partes, ahora tengo que terminar este asunto.”
Empuñó con decisión el arma. El cañón apuntando al lugar correcto. El dedo sobre el percutor.
En ese preciso instante el otro tomó la misma disposición. La pistola preparada. Apretando el gatillo.
Ambos escucharon el estampido. Ambos murieron con esa misma sola bala.
PÁGINA 15 – POESÍA ARGENTINA
Gabriel Impaglione (Luján-Buenos Aires/Argentina)
¿Dónde el Prisionero?
En el palmo de muerte
de su sombra
el verdugo
muerde muerte.
Cava en la historia
la fosa de sus hijos
traga
la propia indignidad,
el vómito negro
de su baba imbécil.
Por los siglos de los siglos
su nombre maldito
y su herencia
maldita
por los siglos de los siglos.
¿Dónde el prisionero?
¿Donde el prisionero?
¡Dónde!
Argentina, 1976.
He visto los hombres trepar a la sombra
tensando los arneses aún dormidos
y marchar unidos en el esfuerzo bestial
hasta montar el sol sobre la tierra.
Entonces salían de todas partes los niños y las madres
y luego los mercados llenaban las veredas
de silbos y manzanas.
La alegría de las gestas domésticas
coronadas por la dignidad del almuerzo!
He visto largas caravanas de obreros en el alba
marchar hacia el metal de la sirena.
Ágiles bicicletas con la vianda,
la radio colgando del manubrio.
Hasta que el estrépito de ráfaga
de cañón maldito
de horrorosa muerte
abrió un boquete en cada casa y entró la niebla negra.
Todo se retorció como un pez en la arena,
hasta ser tragado por el miedo.
Desapareció la fábrica.
También el hombre.
Y los hijos, y los mercados con silbo, y las radios
que no fueron sino un espejo del infierno roto a veces.
La universidad de Luján fue clausurada.
Encadenaron la luz en los sangrientos sótanos,
persiguieron los brotes del canto asesinado.
El abrazo fue un código secreto
la patria un dolor ahogado bajo la tortura.
Y el sol deseo apenas musitado
entre los nombres de los que ya no estaban.
He visto ayer, tal vez de mañana
He visto ayer, tal vez de mañana,
cerca de una hora precisa de pan caliente
todavía, al hombre que pasaba
con sus hijos en la boca.
Rodaba en su bicicleta sobre un hilo
de regreso urgente.
O volvía a llevar la misma mirada de imposibles
rota.
A dejarla en la cocina como una medalla,
un trofeo astillado, un punto de partida.
Cargaba una bolsa redonda, hinchada
de almuerzo y las manos en los brazos
y los brazos en los hombros
y los hombros rematando la ancha espalda
transpirada.
Ay mi amor el hombre que estrenaba
el brillo en los ojos, el aire en los pulmones,
la honda y poderosa esperanza.
Lo hubieras visto!
No ví guitarra tan llena de auroras!
Caminaba sobre el viento
con breves pasos circulares
y silbaba.
Iba detrás del abrazo, del buen día,
como si lo arrastrara el alma.
Y a sus espaldas flameaba una pared,
un torno, un crisol, una espiga!
Habrá sido un martes de espadas,
o aquel jueves que los diarios callaron,
pero lo vi deambular por el residuo
y me preguntó la hora.
No hay apuro, me dijo y fumamos,
la basura no tiene memoria.
Me llevé su mirada de granito y cartón,
su rostro desatando los abismos,
y en ese espejo me conté los años.
Ay mi amor, si supieras tanta palabra
inútil que ronda en los periódicos!
Hoy es lunes de mirar distinto.
Silbaba y en su camisa el viento fresco
era remolino de mesa servida,
un come despacio con sol afuera,
fiesta del pan que me ha llenado el alma.
Futuro posible
Descalzarse hundido en la memoria.
Enterrarse hasta que duela cada hora.
Es urgente recuperar la boca, el aliento,
los días de canto, de manos y de hombría.
Encontrar cada herramienta necesaria.
Hay que echarse a la cima del planeta
para incendiarle el cielo al nosepuede.
Urge abajo alumbrar los nacimientos.
PÁGINA 16 - CUENTO
Nubes.
Por Claudio Portella (Fortaleza-Ceará/Brasil)
clautella@ig.com.br
Mañana de plomo. ¿Nubes? ¡Nubes!. El oso polar. La rueda gigante. El pirulito. Él. Lentamente él pasa. Después él. Él. Él. Él. Una caravana de ellos desfila en el cielo de plomo sin nubes. Él. Él. Él. Él. Él. Él. Él. Él. Él. Él.
Filtro el café. Compro pan. Esquivo la mirada hacia el suelo. Una cosa se desprende de la alfombra como un efecto especial de un film loco.
Derrama el café en mi vestido. Abre mi boca y me arranca un pedazo de pan masticado. Me escupe en la cara. Él es de los tipos que escupe en el plato del que come.
Limpio el rifle-amarillo. ¿Cuántas aves caerán sobre la mirada la mirada auspiciosa de mi abuelo?
Soñé que volaba. Salía por la ventana. Cruzaba la ciudad. La playa. Iba al encuentro de las sierras. En lo alto de la sierra. Cansada de saltar como los buitres. Miro el cielo. Nubes. Nubes. Elevarán a mi hombre hacia una casa de descanso sólo porque él hacía nubes. Debe dar mucho trabajo hacer nubes. ¡Son tantas! El oso polar. La rueda gigante. El pirulito. Él. ¿Él?
Cocino y almuerzo. Es insoportable comer lo mismo que yo hago. Abuelo de la mirada auspiciosa que quita los pecados del mundo. ¡Mira estoy aquí! ¡Soy un pájaro!
¡Estoy sobrevolando la cocina! ¿Vio mis muslos? ¿Mi gran nalga? ¡Es tan fácil! Mientras revolvía las alubias.
Va a llegar el día en que nunca más voy a tener que limpiar el rifle-amarillo de mi abuelo. Son las ventajas de irse. Nunca más tener que limpiar las cosas. Nunca más tener noticias del Tibet. ¿Saben por qué los chinos tienen los ojos pequeños? Para ver sólo mis verdades. El sufrimiento del pueblo tibeteano hace de mí un gavilán ciego, preso en una jaula.
Cena para dos a la luz de las velas. Yo y el espectro de él. Me levanto bruscamente de la mesa. Él sujeta mi brazo con fuerza. Me toma por el cuello. Evoca en mis oídos palabras que deletrea muy despacio. Es inevitable no caer en la trampa. ¡Cama! Una fantasía de circo. Él de payaso. Yo de trapecista.
Noche de luna llena. Una bola amarilla en el cielo. La segunda en el billar. Luces. Barullo de avión. El rifle-amarillo de mi abuelo en las paredes. Todo en su lugar. La luna llena en lo alto del predio. La bola amarilla sobre el paño verde. Las luces en la avenida. El avión en los tímpanos. El rifle-amarillo en mi garganta. El café en el vestido. El almuerzo en el basurero de la cocina. La cena sobre la mesa. La mirada auspiciosa de mi abuelo en la mira del rifle-amarillo.
Traducción: María Pugliese. Argentina. Docente, poeta y ensayista.
maripugliese@hotmail.com
PÁGINA 17 - ENSAYO
El vanguardista Leopoldo Marechal
Por Jorge Isaías (Rosario-Santa Fe/Argentina)
La utopía de las Vanguardias tuvo una fuerza no sólo textual, irritante, los manifiestos y las polémicas trazan la imagen de un campo de batalla; si se me permite la generosa y laxa metáfora.
Los manifiestos son tanto como los poemas.
La utopía que se lee en los programas -Sarlo dixit- funciona como toda Utopía: ampliando los límites de lo posible.
Confrontan la legalidad estética, separan la vida de la literatura, parecen fuera de la sociedad, pero crean un público. Parten de cero, porque en esa confrontación contra lo instituido no sólo se ataca lo oficial, se ataca todo vestigio de forma que ellos consideran caduca para plantarse ante el arte.
Programáticamente avanzan contra la sensorialidad del modernismo y del decadentismo, contra la emotividad del resabio romántico que aún se usaba en el Río de la Plata y contra el psicologismo de los realistas y sencillistas.
Son unos recién llegados, son hijos de inmigrantes en su mayoría, son de clase media, móvil o que había empezado a movilizarse apenas unos años antes con el advenimiento del gobierno de Irigoyen, con la ley Sáenz Peña, flamante en la elección de Presidente de la República, y por primera vez un gobierno era legitimado por casi toda la sociedad, exceptuadas las mujeres.
Ahora todo esto es dominio de los historiadores y los profesores de literatura.
“La vanguardia” o la generación del ’22 como comúnmente se conoce, tuvo a Marechal, Olivari, los González Tuñón, Arlt, Molinari, Borges, Cané, Palacio, González Lanuza, Bernárdez, Luis Franco, Roberto Ledesma, Salvador Merlino, Rega Molina, Córdoba Iturvuru, César Tiempo, Alvaro Yunque, Gustavo Riccio, y sobre ellos los entusiasmos de tres hombres de una generación anterior: Ricardo Güiraldes, Macedonio Fernández y Oliverio Girondo.
Entre estos bulliciosos y agresivos jóvenes de entonces estaba Leopoldo Marechal, quien como el más pintado también le quiso tiznar la cara a Lugones en una ingeniosa discusión que no se produjo, ya que el cordobés no recogió el guante, porque su soberbia de bronce no le permitió discutir con un ignoto poeta sobre la importancia de la rima. Ese joven ruliento que usaba el humor como un estilete y escribía versos con la precisión de un orfebre.
Marechal cumple con las presunciones de la Vanguardia y a lo largo de la producción de esos años podemos constatar en él un digno representante de esa nueva sensibilidad –tan cacareada- diría su par, Borges.
Entre esas configuraciones debemos consignar el humor, tan caro a don Leopoldo, ya que lo cultivó toda la vida, y su obra tal vez más ambiciosa, Adán Buenosayres, es una muestra clara de ello. No una mera caprología como intentaron ver algunos críticos, sino como una constante intención de desprestigiar todo lo envarado y solemne.
Sabemos que el humor no ha sido común en nuestra literatura, somos un pueblo inmaduro ya que no nos atrevemos a reírnos de nosotros mismos y siempre miramos el patio con la escarapela en el piyama, como ironizaba Girondo.
La otra característica es el uso magistral del primero de los preceptos vanguardistas: la metáfora. Enmaridada a veces con lo más alto de la poesía del siglo de Oro español, salta en eficaces desvíos novísimos, dándole una elasticidad desconocida al hacer una conjunción inédita de los términos que nunca habían permanecido juntos.
Si obviamos a Girondo, creo que Marechal es de todo ese grupo el que utiliza las más audaces metáforas.
Un ejemplo del libro “Días como flecha” (poema “A un zaino muerto”): “Has arreado tus días como novillos rojos/ y tus noches enguampadas de luna; / sobre tu cruz el sol/ fue un pájaro boyero que cantó en las mañanas.// Hacías temblar la cuerda/ metálica de los ríos. / Cigüeñas asustadas los paisajes/ al son de tu galope levantaron el vuelo.”
Los temas de Marechal
La naturaleza del sur de la provincia de Buenos Aires donde transcurrieron los primeros años del poeta, aparece muy insistentemente en su obra. Los hombres, las mujeres, los animales, los paisajes son el motivo fundamental. Pero claro es la mirada de Marechal que imprime cuando dice por ejemplo:
“Porque si yo volviera y con mis dedos/ cavase la llanura/ tal vez desenterrara mis amores/ todavía calientes/ allá en el Sur amargo/ bailarían las horas exaltadas/¡ay, como ayer, paisano/ junto a los toros negros del estío!. (“Segunda elegía del Sur”).
Otro de los tópicos de su poesía es la intención de captar y expresar las perspectivas del ámbito patrio.
En “La Patriótica” del Heptamerón (1966) dice “La Patria era una niña de voz y pie desnudos./ Yo la vi talonear los caballos frisones/ en tiempo de labranza,/ o dirigir los carros graciosos del estío,/ con las piernas al sol y el idioma en el aire...Yo la vi junto al fuego de las hierras:/estampada su risa en los novillos;/ junto al universo de los esquiladores,/ cosechando el vellón de las ovejas/ la copla en las dulces guitarras de septiembre./...Yo vi la Patria en el amanecer/ que abrían los reseros con la llave/ mugiente de sus tropas”.
El amor
Un leimotiv metafísico en Marechal. Hay un bellísimo poema singularmente representativo de esta confluencia: el poema “Niña de encabritado corazón”.
“¡Fue imprudente olvidar que Amor en tierra/ nunca logra el tamaño de su sed...”
Y en “Gravitación del cielo” de “Poemas australes” leemos: “¡Esa fue nuestra culpa, la de haber olvidado/ que la tierra escondía/ su vejez entre las flores!”
En “Laberinto de amor” (1935) Marechal desarrolla poéticamente su concepción metafísica del amor y de la belleza. El “Amor” se identifica con Dios, y todas las criaturas que nos solicitan desde su belleza sólo son un eco del reclamo divino, “porque, sin humillar en su signo a la flor/ la rosa es el llamado, pero no el Llamador.”. Todo el camino sería entonces un laberinto, pero hay una clave para hallar el itinerario que nos salvará:
“Andan los pies y tocan Laberinto y hondura:/ la de los pies clavados es la marcha segura.” Imagen que evoca obviamente a Cristo en la Cruz. Y sugiere como una plegaria:
“Sin alejarse nunca del centro de su esfera/ el alma parte sobre la rodilla viajera; (...) “En su noche toda mañana estriba: de todo laberinto se sale por arriba.”.
“Los Sonetos a Sofía” son una depurada expresión poética del amor concebido como “llamado”, como “viaje” y como “Llamador”.
“...porque son dos: Amante desterrado/ y Amado con perfil de navegante./ Si fuesen uno, Amor, no existiría/ ni llanto no bajel ni lejanía,/ sino la beatitud de la azucena./¡ Oh amor sin remo en la Unidad gozosa!/ ¡Oh círculo apretado de la rosa!./ Con el número dos nace la pena”.
En el sexto día del Heptamerón que se titula “La Erótica”: “Porque amor es tan sólo el movimiento/ que se realiza entre un Amado inmóvil/ y un Amante movible”.
La poesía
En la gente de Florida se nota una constante preocupación por considerar la génesis del poema, Marechal no fue ajeno a esa inquietud.
Esta no es sino una reacción contra las modalidades que consideraban perimidas, las formalizaciones que otras generaciones precedentes habían anquilosado con su práctica. La lucha era, no contra Darío a quien todos admiraban, sino a sus epígonos del Río de la Plata y sus dardos iban dirigidos a Leopoldo Lugones, en el fondo como confió Borges alguna vez, “escribir para nosotros entonces era escribir como Lugones, era ser Lugones”. Pero como todos ustedes saben la figura omnipresente, autoritaria y excluyente del contradictorio cordobés era el símbolo de un poder poético y político que había que destruir en un arranque parricida. Lugones, se sabe, jamás contestó estos agravios. Una sola vez al ser consultado para la Antología de Pedro Vignale y César Tiempo se explayó y consideró la poesía sin rima y sin métrica de los jóvenes vanguardistas como una libreta de almacén (eran otras épocas claro).
En pleno fervor martinfierrista Marechal escribe su libro “Días como flechas”, en algunos de sus versos uno puede conjeturar una crítica a las formas caducas que su generación (el grupo vanguardista al menos) quiere borrar:
“y abejas de silencio se pegaban a tus labios/ empolvados con un azúcar de viejos libros...” (“Poema de veinticinco años”) o “¡De qué metal será la palabra/ que infantilice los labios del mundo!” (“Canto de otras vidas”).
Pronto en estos poemas como en los demás empieza a sentirse la gravitación metafísica.
“Se habían pronunciado las palabras: “Toda canción es flecha de destierro”./ Y en el día sin lanzas/ por encima del hombro/ disparé mi canción/ Fructificaba el árbol con altura de árbol/ y al sol el buey mugía/ con altura de buey;/ pero mi voz, ¡oh, duelo!, era más alta/ que mi altura de hombre” (Introducción a la oda).
A manera de conclusión
La alegría, la naturaleza del sur, el amor, la poesía, aparecen como temas fundamentales de la obra en verso de Marechal como hemos visto.
En el tema de la naturaleza hallamos el de la Patria y dentro del tema de la poesía hallamos la formación (la preocupación al menos) del motivo de esa formación. Y está la marca de la metafísica y la religión que armoniza todo en una propuesta superior. Han dicho algunos críticos como acción de gracias de Marechal que alienta casi toda su poesía.
Para terminar, en su libro “La realidad y los papeles” de 1967, César Fernández Moreno hace un obvio paralelo entre Francisco L. Bernárdez y Marechal.
Dice: En 1935 se producen en el seno del ultraísmo, en plena escuela de Florida dos reversiones dirigidas hacia un pasado de siglos: las de Francisco Luis Bernárdez y Leopoldo Marechal. Estos dos poetas, inicialmente ultraístas siguen una evolución que guarda cierto paralelismo.
Ambos publican sus libros primeros en 1922 en pleno fervor ultraísta, pero en 1935 Bernárdez publica “El Buque” y Marechal “Laberinto de amor”, allí está el abandono de los amores del mundo por el amor de Dios. En lo sucesivo ambos ordenarán sus obras dentro de los cánones poéticos tradicionales informados por cánones y sentimientos tradicionales, no sólo el amor de Dios sino el amor a la Patria.
Dice también que Marechal es el poeta mayor entre los cristianos argentinos. Y termina con una frase interesante:
“Marechal - dice Fernández Moreno- el díscolo entre los ultraístas, el que estaba pero no estaba, el que metaforizaba como todos, pero con una íntima reserva sobre la licitud de tan superficial ocupación y con una íntima preocupación por la salvación del alma”.
PÁGINA 18 - CUENTO
El Ritual
Por Loreto Silva (Pica-Chile)
Mirando en lontananza el anciano escrutó las montañas y habló.
—¡Ya deberían haber regresado!, ¡hace tres años que se marcharon!, ¿tus observadores han visto algo?—, el acompañante negó con un gesto de su cabeza.
—¡Hum!—, dijo en voz baja y más bien hablando para si, que para ser escuchado
—cambiar el ritual, fue una buena idea en su origen, espero no habernos equivocado.
Ensimismado, recordó la llegada a la aldea, una más de todas las que dependían de él. La visitaba para decidir que jóvenes irían a hacer su iniciación a las tierras yermas cubiertas de hielo. Los que regresaran, con una blanca piel de oso sobre sus espaldas, serían considerados hombres; los otros no volverían. Era la tradición, la habían cumplido ellos, sus padres y los padres de sus padres, hasta donde la memoria colectiva les permitía recordar. Él creía que estaba bien así, un joven incapaz de superar esa prueba no merecía el privilegio de tener una esposa y criar hijos.
De pronto un hombre enajenado, que corría hacia él haciendo grandes aspavientos, interrumpió sus pensamientos abruptamente cuando le habló a gritos.
—¡Anciano!, ¡aléjense!, ¡váyanse!, ¡huyan de aquí o morirán!
El consultó —¿Qué ocurre, por qué debemos irnos?
El lugareño, enloquecido, intentó alejarlos, lanzándoles piedras.
Para calmarlo el anciano detuvo la comitiva. El hombre se tranquilizó algo, lo suficiente para explicarles su extraño comportamiento.
—¡Un mal de los dioses ha caído sobre nuestra aldea!, ¡se comió a los niños!, ¡luego a las mujeres y a todo el que tocó a alguno maldito!, ¡Anciano aléjate!, ¡yo estoy maldito, mira mi piel!
El anciano observó al que se decía maldecido y vio que tenía una especie de brea negra en algunas partes de su cuerpo, especialmente se notaba en los pies y en las manos.
El hombre, antes de perder la voz, alcanzó a contarles que los niños habían tocado unas manchas negras y quedaron sucios; luego, sus madres al lavarlos también se habían manchado y quedado malditas; después los esposos al llegar de sus labores. El mal se transmitía al tocar a alguno maldito. Él único sobreviviente de toda la aldea era él. Y por lo que había visto: no por mucho tiempo.
El anciano y su comitiva se sentaron en el suelo y lo acompañaron a la distancia, presenciando la acción del mal, hasta que sólo vieron una pequeña mancha de brea negra, no más grande que el puño de un guerrero. El hombre había sido comido.
Decidieron entonces que el ritual de iniciación, por esa vez, consistiría en: capturar las manchas en un sarcófago de metal, trasladarlo a las tierras de los osos blancos y enterrarlo allá, bajo el hielo eterno y lejos de sus soleadas aldeas.
Los que regresaran serían considerados hombres.
PÁGINA 19 – POESÍA AMERICANA
Rosy Paláu (Culiacán-Sinaloa/Mèxico)
Te pareces
En qué olvido tan pequeño te resguardas.
Amenazas con hundirte.
¿Cómo?
Te pareces al amor
cuando se arroja a la lumbre
de unos ojos
para morirse todo
y despierta de pura luz.
Pero muérete si quieres.
Que el silencio
lleno de póstuma dulzura
se arrodille junto al sueño
que le miente.
Sé el fantasma
de los patios apagados,
un viento en medio de lo triste,
que si ver, pueda ya verte,
donde la luna desentierra penitente
las cosas de los vivos.
Rumor que en la penumbra
se demora,
rama rota por el pie
de lo inventado.
Es barro la palabra todavía,
más se apresura
a edificar tu imagen.
Eres como el río que desnudo
pretenden los reflejos,
como el árbol al mediodía,
asomándose por el brillo
astillado de las hojas,
pájaro en el cielo absoluto
del instante.
De ti me viene la lluvia,
ese olor con aspecto de infinito,
me viene la sombra que asiste
a su verdad de nube ya pasada.
¿Si voy por la materia
de todo lo invisible,
por qué nunca me has visto?
La noche se entretiene
en tu evidencia
como los niños con el vuelo
espiritual de un ángel.
Te sitia ese paisaje
acordonado por la flor
que nunca tocará una mano.
Intento la memoria
que con sed
moja los labios.
Sed de la verdad de una presencia,
espejismo,
agua que convence,
destilada en lejanía.
Es polvo lo que ha sido,
polvo tibio de la hora que lo envuelve,
sombra vaga que no alcanza
para la luz
que lo solo necesita.
Te ampara lo que invoco,
partes de la voluntad
de las palabras
que temblando se desvisten
más allá de todo,
en su silencio de monte
o lejanura de estrella.
No hay más
que un espejo roto por el peso
de la noche,
claridad apuntalada
en la certeza que a ratos
lo desdice.
Breve es el espacio
donde el tiempo se congrega
tan natural en su vacío.
Sólo la luna despierta
devociones por un beso,
embellece al insomne
con el terror de lo perdido.
Resplandor que la quietud agrava,
viento serenado de grillos
por el que huye espectral un gato
ambicioso de blancura.
Ojalá fuera lo mismo ser que luz,
agua y pozo,
nada y vastedad,
ojalá que el aire amaneciera
fruto en el rincón de un árbol.
Pero muérete si quieres,
a todas horas,
entre los días para siempre.
Arde en paz.
Pienso
Dulzura escondida
prisionera del juego
sirena de los charcos
vagabunda
en tus ojos se refresca la tarde
como el silencio
en el agua de las vasijas
princesa del árbol y la nube
sobre un trono de ladrillos rotos
te viste el día
luz entre la hierba plantada
tallo del que brotan
los reflejos en racimos
perfume de prado recién llovido
te llamas como dejaron escrito
las hojas
que asistieron tu bautismo
en ti se ampara la claridad
alma que cuelga en hilos de beso
soledad sonriente
prometida de la sombra
que viaja en una flor
visitadora de secretos
misterio que alumbra
la luna llega de lejos
y te encanta
te recuestas sobre tu nombre
como sobre un espejo
donde todo es principio
y es fin
pedregal del sueño
suben por tu cuerpo
las estrellas
pareces el monte
cuando se va con el arroyo
nómada de la quietud
en tu orilla la noche
caza sus imágenes
un árbol viene por ti
cuando amanece
tu mirada es el hilo
con el que la luz
enhebra su paisaje
entre el ramal de nubes
el sol espía,
te bañas en chorros
de la mañana
ríes y el aire es un mar
por donde llega
todo el cielo en pájaros.
Pienso niña:
Si una estatua en otro juego fueras
de tus ojos saldrían chispas
para salvar de los malos
a la tierra.
Nocturno
La noche florece
en el asombro de los astros
que la espían.
Por la calle un perro ladra
a la voz indiferente
del minuto.
El tiempo vuelve,
se derrama.
El pasado existe
en el hoy eterno.
Arrastra un árbol
el oleaje de las claridades.
Cierro los ojos
y es incendio desbocado,
cielo de hojas ardiendo
en la lumbre de los pájaros.
De un silencio a otro
las palabras hablan sus imágenes,
el sueño se congrega
para contarse a si mismo.
Hay un patio.
Quietud errante
las piedras beben apiladas
en los arroyos de yerba.
Los muros se encienden,
parpadean,
cegados por el relámpago
de las enredaderas.
Lejano sol que se deshace
dentro del día
mientras el día hila las horas
en el agua de una pila.
El pensamiento construye
verdades y deseos.
No hay nadie.
Los muertos están muertos.
El instante es la lámpara
que los rebela
atravesando los espacios
todavía frescos de su misterio.
Me despierto.
La inmensidad se ahonda
en la ventana
como un Dios
hecho de miradas inexplicables.
La ciudad se alza
desde sus laberintos,
un gallo canta a deshoras,
una puerta se abre y otra se cierra.
Correr de pasos anónimos,
sílabas que se alejan solitarias
como la oscuridad que apenas toca
tu cuerpo manso de reflejos.
Tierra dormida
sobre el alma que respira
goces y miedos infinitos.
En qué pozo te abismas,
qué aventura te arrastra
como la tarde en rápidos de luz.
La luna se asoma
desde un acantilado de estrellas.
Eres la playa que se extiende
allá debajo.
Columna de transparencia,
el espejo que a la nada sostiene,
en repentinas marejadas te refleja.
La mirada va, vuelve,
se regresa.
El mundo conoce sus historias,
se contempla
como la flor en su tallo dichoso,
como la nube que se abre en lo alto
y se deja salir
en formas vivas.
Pasajeros de las horas,
junto a la sombra que te escribe
yo te leo y te repito.
Diminuto torbellino
zumba el aire en un insecto.
El cuarto se aparece.
Ya clarea.
PÁGINA 20 - CUENTO
El enigma indescifrable
Por Edgar Bastidas (Bogotá-Colombia)
Su nombre había comenzado a figurar en las páginas literarias de un periódico de provincia de notable circulación nacional. Ciertamente no era un nombre común, pues a primera vista se trataba de un seudónimo, lo que indujo a muchos lectores a tratar de establecer su identidad.
Llamaba la atención el enfoque original con que trataba los temas y todo indicaba que era un erudito profesor. Por los libros y autores que citaba se deducía su predilección por el pensamiento francés contemporáneo: Sartre, Foucault, Deleuze, Derrida, Blanchot, pero su libro de cabecera era Fragmentos de un discurso amoroso, de Barthes. Se complacía en transcribir: “El lugar más erótico de un cuerpo no es acaso allí donde la vestimenta se abre”?
Cuando los lectores se habían familiarizado con él su nombre desapareció sin que el periódico diera ninguna explicación. Había muerto? Fue nombrado en un cargo público y por dignidad suspendió sus colaboraciones? O se ausentó del país para un viaje de estudios o para ocupar un cargo diplomático? O había interrumpido temporalmente su trabajo para revelar luego su identidad o adoptar otro nombre?
El misterioso caso empezaba a olvidarse cuando apareció un homónimo suyo en un Foro Nacional de Filosofía en San Juan de los Pastos. Tenía ciertas afinidades intelectuales y reveló aspectos que despertaron gran interés.
Era un hombre joven, de aspecto bohemio, que vivía inmerso en la literatura y la soledad. Parecía un personaje ficticio y tenía un aire fantasmal. Tímido, en apariencia, permanecía silencioso hasta que el licor desataba su lengua para recordar versos del poema Embriagáos de Baudelaire: “Siempre hay que estar ebrio. Eso es todo: tal es la única cuestión: para no sentir el horrible fardo del tiempo, que os quebranta los hombros y os doblega hacia el polvo, es menester que os embriagués sin tregua. De qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo. Pero embriagáos”
Y contaba historias:
La de un hombre que vivía en la periferia de una ciudad mediana en una casa de alquiler a pocos pasos de un río de aguas turbias y pútridas. Sin embargo, era el paraíso de los gallinazos y de los muchachos que lo habían convertido en un lugar de diversión pública.
Era un profesor universitario y procedía de una región del altiplano andino, que dejó en su adolescencia para trasladarse a la capital. Su temperamento y experiencias mundanas que había adquirido en los años universitarios lo capacitaban para adaptarse a cualquier circunstancia. Las limitaciones económicas que lo acompañaban, el marginamiento de la capital, la estrechez física de su nueva morada, atiborrada de libros y de botellas vacías de varios licores, eran su hábitat.
Tomaba las cosas con resignación y buen sentido del humor. La vida es dura decía, pero tiene compensaciones. A la pobreza y estrechez económicas, corresponde la riqueza espiritual, para apropiarse de la belleza del mundo: los días luminosos, el crepúsculo con sus arreboles, las noches estrelladas y titilantes, la quietud infinita y sensación de libertad de las aguas vespertinas, los valles con sus ríos verdemar, el horizonte azul, el goce metafísico de las alturas, el misterio profundo del mar, la fuerza impetuosa y seductora de las cascadas, la música de las fugas de Bach que nos transporta a la eternidad.
La ensoñación le permitía descubrir la cara oculta de las cosas. Se bañaba en el río, pescaba en él cuando el hambre le acosaba, vivía en estrecho contacto con la naturaleza. Nadaba, imitando a Capax, hasta Torobajo, lugar de su trabajo, y a veces, las aguas lo llevaban hasta el mar.
Transfería identidades.
A una novia fea pero dueña de un gran capital, a quien le había prometido matrimonio civil en segundas nupcias, a cambio de un viaje de luna de miel a Venecia y otras ciudades europeas, para hacerle el amor solía colocarle máscaras de actrices de cine y de mujeres célebres. Alternaba sensual y plácidamente con Marylin Monroe, Sofía Loren, Brigitte Bardot, la desomunal Aita Eckberg, María Félix, Sonia Braga, pero no todo se reducía a la posesión sexual. Preparaba el escenario para la actuación de María Callas y Edith Piaf. Se complacía en que se conociera su última conquista: Martha Senn, cuya voz y belleza, decía, lo colocaban en la gloria.
Se transportaba al infierno para conquistar a Cleopatra, así tuviera que rivalizar con César y Marco Aurelio del goce supremo. Para mostrar su sensibilidad tropical, bailaba apasionadamente con Celia Cruz, la reina rumbera. Cuidaba mucho de que su prometida no se convirtiera en Dalida, la cortesana, para no perder sus fuerzas hercúleas.
Amaba la noche, que esperaba con ansiedad. La ciudad adquiría una dimensión surrealista. Le introducía en la vida anónima e individual. Recuperaba su seguridad y se extrovertía: visitaba los bares para oír salsa, boleros, libando y bailando con Yolanda, su amante, hasta el amanecer cuando el hechizo terminaba.
Original o no, nadie podía identificarlo plenamente. Pero si fuera necesario descifrar el enigma, él suele frecuentar el bar Mindanao, todos los viernes.
PÁGINA 21 – ENSAYO
Entre el clavel y la espada
Por Rodolfo Alonso (Capital Federal-Buenos Aires/Argentina)
Casi con el siglo, se apagó el 28 de octubre de 1999, en el mismo Puerto de Santa María de Cádiz donde vio la luz (1902). Los grandes medios eligieron entonces el panegírico y casi todos reprodujeron lo mismo. La única sorpresa fue la coincidencia, sobre todo por provenir de intereses con los cuales nunca había concordado. Es que, como a todo hombre, le había tocado vivir en un contexto: su circunstancia histórica. Y si ahora podía repetirse lo evidente, que era “el último de la generación del 27”, no tenía ya el mismo sentido. Aquella brillante camada de grandes poetas se abre como una flor espléndida en uno de los pocos momentos promisorios de la historia de España en la primera mitad del siglo XX. Y fue segada junto con el pueblo al que estuvo siempre hondamente ligada, y cuyo renacer también implicaba.
La Segunda República parecía presagiar un porvenir más luminoso para la sociedad española. Pero no pudo ser. Y el injusto triunfo fascista en la guerra civil se llevó sin duda a los mejores (Lorca asesinado, Miguel Hernández fallecido en prisión, Machado muerto de dolor en Collioure a poco de cruzar la frontera francesa con los últimos refugiados republicanos), para convertirlos en leyenda viviente. Como Salinas, Jorge Guillén, Juan Larrea, Cernuda y tantos otros, a Alberti le correspondió el exilio. A él, a quien ya le había tocado ser un poeta andaluz contemporáneo nada menos que de Federico, ahora le tocaba sobrevivir sin el halo oscuro de su trágica muerte.
No es seguro que eligió Buenos Aires, adonde llegó de Francia en 1940. Gonzalo Losada (h) recordaba a su progenitor, homónimo, un gran editor republicano: “Al llegar aquí, Rafael Alberti pensaba seguir a Chile, pero mi padre le dijo que se quedara, que la editorial lo iba a ayudar.” Junto con su esposa, María Teresa León, permaneció junto al Plata veinticuatro años. No fueron del todo perdidos. Buenos Aires era todavía un espléndido centro cultural, y aquí vivía una vasta colonia de inmigrantes y exiliados españoles, en su gran mayoría gallegos y también lealmente republicanos. (Recuerdo todavía, desde niño, de la mano de mi padre, aquel magnífico acto en la Federación de Sociedades Gallegas donde se presentaron, ante un público silenciosamente emotivo, poetas de la talla de León Felipe, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Raúl González Tuñón y también Alberti.) Aquí tradujo y publicó, hizo teatro y pintura: sus liricografías. Aquí produjo libros que no hubiera creado en otra parte, como sus Baladas y canciones del Paraná (1954). Y grandes poetas argentinos fueron sus amigos, como Oliverio Girondo y Ricardo Molinari. Aquí nació su hija Aitana, cuyo bello nombre es sin duda la no menos bella fonetización popular de sus paisanos para el entrañable vocablo gaditana, con lo cual seguía mostrándose fiel a sus raíces y a su pueblo.
Quizá por eso a los sesenta y un años se instala en Roma, donde recupera su entorno europeo y se relaciona con Ungaretti, Pasolini, Vittorio Gassman. Y el 27 de abril de 1977 retorna finalmente a España. La España que ya es otra. Fallecido el dictador, se recupera la democracia con la monarquía constitucional: “Me fui con el puño cerrado y vuelvo con la mano abierta como símbolo de paz y fraternidad entre todos los españoles”. En junio es elegido diputado por el partido comunista, pero renuncia en octubre. Y después de tanto exilio, se deja mimar. Llueven las condecoraciones, y él las acepta todas, porque son signo de los buenos tiempos. Pero no aceptará el Premio Príncipe de Asturias porque se considera republicano.
Pero sobre todo es un poeta. Y su obra también ha sido marcada por el contexto. Originalmente sensorial, juguetona, entre culterana y barroca, pero por lo general con un sabroso y límpido lenguaje (“Duro, pulido seno de Amaranta, / por una lengua de lebrel limado”, hay quien la descubre surrealista y hasta metafísica. La gran herida del 36 le provoca otra clase de libros. (Aún hoy, prefiero su poema Los campesinos, bellamente humano y nada partidario.) Pero ninguno de los grandes poetas españoles de su tiempo fue capaz de generar un libro tan indeleble como España aparta de mí este cáliz, del mestizo peruano César Vallejo, probablemente lo más hondo que se haya escrito sobre la guerra civil española.
En cambio, Alberti será siempre el artista que supo percibir la grandeza de La lozana andaluza, ese delicioso texto del Padre Francisco Delicado, joya de la lengua y de la picaresca tradicional, del cual hizo una versión escénica. Y también el hombre que, en medio de la contienda, supo tomarse el tiempo para salvar los tesoros del patrimonio artístico de los bombardeos franquistas, en el heroico Madrid asediado. En su pieza Noche de guerra en el Museo del Prado, el diálogo de las grandes obras resulta tan revelador como su gesto.
PÁGINA 22 - CUENTO
Catalepsia
Por Senén Rodriguez Perini (Maresme – Barcelona/España)
Cuando despertó estaba solo, el ambiente era muy oscuro, sofocante, húmedo.
Se le dificultaba respirar y lo que inició una corriente fría en su espalda fue el silencio. Un silencio impresionante, profundo, pesado, increíble.
Comenzó a entender lo sucedido, tratando de negar sus propios pensamientos.
Antes de que el terror lo agobiara intentó estirar la mano buscando la lámpara salvadora y sus nudillos chocaron contra una pared de madera que sonó secamente a hueco...
PÁGINA 23 – POESÍA AMERICANA
Lina Zerón (México DF/México)
Letanía
Benditas las mujeres que protegen el fruto de su vientre
asumiendo la parábola de su belleza bajo un delantal,
aquellas que lavan su rostro con el manto de la rutina
y aprenden a alzar la voz , aunque sólo se tenga la voz.
Benditas las mujeres que arrastran la cruz de impuras
regando su futuro con lágrimas de ausencias
que encuentran purificación en el agua de cualquier río
y tejen amores dispersos en el manar del tiempo.
Benditas las mujeres que se enamoran,
las hechiceras de la noche,
las que comparten el fuego de las bodas del cuerpo
en la consagración de la piel.
Benditas las que gritan lo que el corazón profesa
las que escuchan y las que imponen su palabra
también las que callan su verdadera pasión
sobreviviendo como agua estancada y triste.
Benditas las que enfrentan el nido vacío
reviviendo cada noche el éxodo desde su origen.
Benditas las que son tormenta, río sin cauce,
a las que llaman locas, revoltosas,
liberadas, feministas,
y son capaces de atropellar al viento con una mirada
Benditas las hembras con fracturas y fragmentos
Benditas Nosotras, matriz del universo.
A Li Yú
En esta ciudad cada minuto muere una canción de cuna
de una hija que no nacerá
por el pecado de ser hembra.
La extraerán mil cuchillos del útero de su madre
y por estirpe podría ser emperador si hombre fuera
pero es luna, es loba, es mujer.
Mi congoja se suma a al llanto de la noche,
Y quisiera morir de vergüenza por aquél que nos humilla,
de arder en la hoguera de la fiebre mortal de los magnicidios,
dolerme en las hojas pisoteadas por los varones reyes,
de gemir en las ramas que braman con el viento.
En esta ciudad sobre poblada todas tenemos culpa
de ser partícula ínfima de otra hembra,
porque no habrá bienvenida
sólo una imaginaria tumba.
Éstas leyes absurdas no matan con el mismo cuchillo
a ellas y a ellos,
porque ellas morirán antes de haber nacido
por ser hembras.
100 dólares la hora
En esta ciudad donde se ha perdido la inocencia
guardo bajo la alfombra el magnífico vestido blanco,
el collar de perlas negras de mi madre,
y el anillo de diamantes de la abuela...
Soy mujer de cien dólares la hora.
Más allá de la piel y sus quehaceres,
del movimiento de marea baja en la playa,
de la punzante risa que calcula los placeres,
Soy noche sin pijama peinando el tiempo,
gravedad de ópalo hirsuto bajo distintos cuerpos,
Mujer que borda con hilo rojo los delirios.
En esta ciudad donde fracasa cada minuto un macho
en su obstinación por ser el mejor amante
yo,
con mis gemidos de consagrada actriz,
logro formar de un trozo de cristal un brillo de infinito.
Un distraído me ha regalado exóticas joyas como juramento
el inocente cree que mis manos
podrían amasar pan para el desayuno
usar delantal, rulos y zapatos bajos,
mas ha olvidado que soy mujer de cien dólares la hora
y me he encariñado con los deleites de este oficio.
Etiqueta y moda
Echemos a la basura los corsés que ocultan el vientre,
brasieres de varilla y doble relleno
para levantar las uvas ya caídas,
las pantys reforzadas que disimulan la piel de naranja,
las incómodas y desechables pijamas sexis.
Destruyamos todo aquello que oculte, deforme o engañe.
no tratemos más de ser muñequitas de vitrina fina;
al diablo con las estilizadas piernas de Julia Roberts
con el busto de montañas de cera de Pamela,
o las pestañas postizas de actrices de telenovela,
las cremas ant-iarrugas,
anti-envejecimiento
anti-vida.
Al carajo con todo tipo de joyas que nos aten
sobre todo anillos de compromiso,
relicarios con fotos añejas,
medallones con iniciales de nombres propios.
Muera todo aquello que signifique propiedad de otro,
la inseguridad de estar solas,
el miedo a ser nosotras mismas.
PÁGINA 24 - CUENTO
Reversible
Por David Lagmanovich (Tucumán/Argentina)
Estaba hundido en el sillón, con la mirada fija en el televisor cuyo sonido había reducido a cero. Roque pensaba que tenía que resolver de una buena vez el problema de su relación con Alicia. No sabía cómo lograr que ella lo aceptara, descartando esas actitudes de amiga ideal que le sonaban a condescendencia. Ahora mismo reaparecería viniendo del interior del departamento, sonriente, brillante y espléndida la larga cabellera rubia que un rato antes había cepillado aplicadamente. Sabía cómo seguía la historia: serviría otro trago, acercaría el hielo, y luego caminarían en el atardecer por calles arboladas, hasta el momento de detener un taxi y verla desaparecer de su vida quién sabe por cuanto tiempo. Hasta otra visita, de ella a él casi siempre, en la que nuevamente habría un trato cordial pero nada más, algo que lo dejaba solo y frustrado, deseándola intensamente y pensando —como ahora— que debía hacer algo para superar esa barrera invisible.
El reloj que estaba sobre la chimenea saltó de pronto, desde las 19 hasta las 11 de la mañana anterior. Luego comenzó a girar hacia atrás. Fascinado, Roque lo vio desintegrarse con un ruido sordo, acompañado por el estrépito de muebles que se quebraban, ventanas que desaparecían y edificios enteros que entraban en la sombra. Luego se encontró a sí mismo en un paraje desconocido, al atardecer, esperando algo que no se realizaba. Una mujer —¿Alicia?— pasó despaciosamente. El hombre que había sido Roque la alcanzó con un manotazo. Después apresó los largos cabellos amarillos y la arrastró al interior de la cueva, mientras gruñía excitadamente.
PÁGINA 25 - ENSAYO
Alquilando Infancia
Por Maritza Luza Castillo (Lima/Perú)
En la última década en Latinoamérica, los derechos y responsabilidades humanas, han sido tomados por asalto cuando la autoridad central se muestra miope frente el uso y abuso de infantes, los mismos vienen siendo alquilados por adultos inescrupulosos bajo el pretexto de pobreza extrema
A diario, las principales calles Limeñas se ven pobladas de hombres, mujeres y jóvenes que cargan un menor en el hombro como si se tratase de un morral. Un morral de carne y hueso que pesa y estorba pero que rinde monedas en el acto.
Este fenómeno, lamentablemente se ha extendido en los vecinos países de Colombia, Venezuela, Ecuador, etc. revierte semanalmente entre 40 y 60 dólares que son usufructuados por los padres de los infantes en la mayoría de los casos. Tan solo una minoría son parientes o tutores con moral de hiena para rentarlos por horas a sus ocasionales clientes sin saber el desenlace que pudiera tener rentar un alma humana
A diario, se ve subir a los vehículos públicos, con intervalos de apenas unas cuadras, una cantidad de personas con un lactante en brazos, mal cargados, dejando la piel a la intemperie en pleno invierno. Sin siquiera importarle la comodidad de su objeto preciado, ofrecen de asiento en asiento, lapiceros, agendas, lupas, chocolates ó galletas, con la finalidad expresa de conmover al viajero y chantajearle unas cuantas monedas. Unas cuantas monedas, siempre jugando al juego de la piedad, humanidad forzada, caridad, para un parasito que se nutre alquilando su vida.
Mientras el grueso lactante felizmente disfruta de un hogar, si bien es cierto no como lo manda Dios pero si como pueden los apoderados, por lo menos hay un techo que los respalda y calor de hogar aunque sea detrás de un mostrador ambulante, pero con la satisfacción intrínseca de ser cobijados por sus progenitores.
Hasta cuándo, y hasta dónde los seres humanos se van despersonalizando reduciendo su supervivencia a una manera fácil de obtener dinero generando lástima. Dinero muchas veces recibido a cambio de usarlos como barricada contra desalojo de comerciantes del Mercado Mayorista de Santa Anita en Lima
La conformación de una mesa de dialogo con el gobierno tan solo trajo un comando femenino para su protección y así desvirtuar los 50 soles que les costo alquilarlos contra la destitución
Es necesario, llamar la atención de las autoridades pertinentes y abrirle los ojos frente al fenómeno comercial que trae como consecuencia la depredación infantil en su conjunto y la vulneración de sus derechos humanos. Esta entonces, en la sociedad denunciar el comercio abusivo para lograr no un gesto quebrado, sino una sonrisa
PÁGINA 26 - CUENTO
Perfumes lejanos
Por Ana María Manceda (San Martín De Los Andes-Neuquén/Argentina)
...Tú tienes la forma de una fuente no de agua sino de tiempo
En lo alto del chorro de la fuente saltan mis pedazos
el fui, el soy, el no soy todavía, mi vida no pesa.
El pasado se adelgaza. El futuro es un poco de agua en tus ojos.
“ Trowbridge Street” Octavio Paz.
No sentí que fracasé, pero debía hurgar, buscar en mi mente el origen de esa explosión que no me permitió seguir con la lectura del poema. El público aplaudió cálido, como apoyando esa emoción... Y sí, siempre me perseguirá la nostalgia, sello justificado, es la vida que me tocó. Más de una vez, mientras cae la nieve y sopla el viento desde el Pacífico, me he preguntado ¿Qué hago acá, en la Patagonia?
Le contaba que salimos temprano de la escuela por el eclipse de sol, todos nos asustamos, hasta los pájaros, porque el día se hizo de noche. La abuela Rosario, con su mirada de tierra oscura de musgos, velada por el desarraigo, me miraba, mientras revolvía en la olla de hierro, traída desde su tierra subtropical, los chicharrones de la pella de grasa vacuna. Su amor brotaba en la gran cocina de la casa platense, desde sus manos mágicas, mientras esculpía esas comidas de sabor profundo, misterioso del noroeste. Habían comenzado los preparativos para la fiesta de mi “Primera Comunión” y no faltaría nadie, las empanadas de la abuela eran famosas desde el Bosque hasta la entrada de La Plata. Era la época en la que en una cuadra habitaban italianos, españoles, brasileños, norteños como nosotros y aún una familia japonesa. Era una época en las que los aromas de comidas exóticas y criollas se mezclaban con el olor a pasto recién cortado, el perfume de los jazmines del cabo y el olor al Río De La Plata que traía el viento del este. Era una época en la cual los viejos vivían con sus familias y las bibliotecas de los clubes de barrio eran santuarios para los pibes y leer era un escudo de nobleza. En las fiestas patrias se escuchaban zambas y pasodobles y a todos los inmigrantes nos unía el mate y el asado. Pero las empanadas de la abuela son inolvidables. Los preparativos hasta el momento de hincarles el diente duraban tres días.
Al día siguiente se colaban los chicharrones para separarlos de la grasa caliente, cuyo futuro serían las tortillas de grasa - Comé hijita, comé, estás muy delgada, se persignaba, cuando venís se te ven solo los ojos, y así una se volvía gordita y saludable. Luego preparaba la masa, una vez lista se formaban los “pupos”, tarea en la que yo ayudaba- Así Nóe, deben quedar bien redonditas. Me encantaba darle esa forma redonda a la suave pasta y luego hundirle un dedo en el medio. Estirados con el palo serían las tapas para el relleno. Mientras tanto en una gran olla, mi madre hervía en la cocina la gallina elegida por la abuela del superpoblado gallinero. Una vez cocida se picaba la gallina y carne vacuna cruda, a mano y con un cuchillo afilado para el caso. El caldo que quedaba era tomado como una ceremonia, debíamos estar bien alimentados, según la abuela los pueblos antiguos lo valoraban por las ricas sustancias que hacían más fuertes a su gente, yo no entendía mucho, pero me gustaba, la prefería al horrible hígado de bacalao que me daban cuando empezaban las clases.
En esos días yo había suspendido mis correrías habituales, tenía una sensación de santidad, mis amigos me extrañaban pero estaba convencida que debía estar en un estado de pureza inmaculada, pronto recibiría a Dios y debía confesarme de manera asidua, no podía jugar a la mancha venenosa ni al médico, aunque en los atardeceres sentía el griterío de los chicos en la plaza de enfrente de la casa, ahí me corría un cosquilleo por el cuerpo y sentía el impulso de salir corriendo a jugar. Por la noche espiaba por la ventana de la pieza de mi madre las actividades de los nuevos inmigrantes, sufridas familias de la posguerra, que llegaron en esos días. Vivían por el momento en carpas, en un sitio del amplio espacio de la plaza, que les había provisto el gobierno hasta que se hicieran sus casas en terrenos adjudicados. Se veían luces de faroles en la oscuridad de la noche y miles de luciérnagas acompañando los juegos de los chicos, sus voces resaltaban con tonos europeos y las ranas y los grillos parecían burlarse haciendo coro desde las acequias, entonces yo buscaba en el cielo las constelaciones que marcaban el Hemisferio Sur y mi lugar en el mundo; Las Tres Marías; La Cruz Del sur, pensando que extraños se sentirían los vecinos, esas no eran sus estrellas. Los días pasaron volando, entre mis viajes hacia la Iglesia donde tomaría la comunión, el estudio del catecismo, las últimas jornadas de clases y las pruebas del vestido que luciría. Mi tía, famosa modista, era la encargada de su confección. No sé porque capricho, ni de donde sacó la idea, pero se le ocurrió que quería innovar, mi vestido no sería largo, sí blanco, bordado, pero la falda a media pierna. El modelo imitaba a los clásicos vestidos de las ¡Holandesas! Hasta me hizo el casco con alitas para arriba que lucían esas extrañas mujeres y bueno, en las fotos aparezco con mi cara de santa, mi piel trigueña, mis grandes ojos negros asombrados y en las manos, juntas como rezando, el libro blanco de nácar y el rosario. ¡Flash...flash..! La noche anterior no pude dormir, por suerte toda la familia descansaba, excepto la abuela, pensativa quedó en la cocina fumando su cigarro de chala de caña de azúcar, ella misma lo armaba, el tabaco y la chala se lo mandaban sus parientes del norte. Me acerqué a ella y la abracé, era feliz al sentir su olor a naranjos y a caramelos de menta.
Y llegó el día. Desde muy temprano toda la familia entró en acción, mis hermanos menores me miraban como si fuera una princesa, en cierta manera todo giraba en función de homenajearme, pero desde la distancia del tiempo y el espacio estoy convencida que la fiesta era para ellos. Todo debía estar listo para cuando regresemos y lleguen los invitados. Con la abuela Rosario se quedaba una prima que le ayudaría a armar las empanadas. El aroma inundaba toda la cocina, aún hoy los vientos del recuerdo me lo acercan, es un aroma donde se refugian todos los sabores: el dorado de las cebollas verdeo, ají morrones, las carnes de la gallina y vacuna picadas, mezclados con el aditamento de las especies; pizca de pimienta, ají molido, pimentón y el toque esencial del comino. Las blancas papas cortadas en dados, previamente cocidas, resaltaban el colorido de la olla. En platos hondos , los huevos duros picados, las pasas de uvas remojadas en agua y las aceitunas , esperaban como toque final, coronando el relleno antes de hacer el repulgue de las empanadas.
Y aparecí, vestida de holandesa, reluciente, la casa brillaba, estaba feliz. Era un día maravilloso, una tregua. Los conflictos provenían de cierta anarquía con que mi padre llevaba la economía del hogar y los celos de mi madre. Él fue contratado por un club de fútbol de La Plata, era arquero, de ahí la migración de mis padres y luego la de la abuela y tía desde Tucumán. En pocos años su carrera fue exitosa pero la frecuencia a fiestas en su homenaje y nuevas amistades, algunas poco confiables, provocaban los celos de mi madre y las terribles discusiones. Al ser la mayor de mis hermanos, pronto cumpliría los diez años, yo estaba siempre alerta ante estas situaciones, cuando las cosas se ponían difíciles me refugiaba en los juegos con los chicos del barrio, en mis libros o en esos días con los preparativos de la “Primera Comunión”
Tomamos el micro que nos llevaba a todos, ocupamos gran parte del mismo. Iba quieta, rígida, no quería que se arrugue el vestido, ya había planificado guardarlo en una caja especial. Durante el viaje, mirando por la ventanilla, creí ver en las nubes las siluetas de la Virgen, Dios y los Santos. Mi abuela me había enseñado a buscar imágenes en ellas así como en la luna. En las “Noche de Reyes”, sentadas en la vereda, agobiadas por el calor, ella en el sillón hamaca dándose aire con su abanico tornasolado, yo sentada en el brazo del sillón, me mostraba como se veía que la Virgen traía al niño Jesús sentado en un burro y José al lado, los Reyes Magos los acompañaban en una estrella trayendo los regalos. Nunca perdí la curiosidad de buscar misterios en el cosmos.
Al entrar por la nave principal de la antigua Iglesia, sentí una emoción que me desbordaba, la luminosidad que entraba por los vitrales y el canto de los coros acompañaron el momento mágico en el que recibí la comunión. Todo quedaría en un cofre dorado, los pasos de mi vida fueron muy disímiles a ese momento.
De regreso entré corriendo a la casa, ya estaba llena de gente, amigos de mis padres y vecinos. Al costado de la cintura del vestido colgaba una pequeña bolsa con puntillas, ahí todos depositaban algunas monedas o billetes, eran los regalos. Fui hacia el fondo cerca de la huerta, sobre el piso de tierra, estaban haciendo un asado. El patio era inmenso y con los chicos hacíamos un barullo que competía con el ruido de la música de la radio y la charla de los adultos. Al aviso - ¡Ya están las empanadas! Todo fue una estampida. Sobre la mesa de la cocina, en una inmensa fuente enlozada, brillaban, doradas por la fritura en la olla de hierro, las famosas empanadas tucumanas. Tomé una, de manera atropellada le hinqué los dientes, sentí el calor en el pecho. Un chorro de jugo grasoso, colorado, se derramó sobre las puntillas y bordados del blanco vestido de holandesa. Casi me pongo a llorar, pero no, era mi fiesta, me fui a cambiar, no iba a arruinar un día tan especial. Entré en mi habitación, cuando me estaba cambiando sentí risitas y murmullos, me acerqué a la puerta, seguí por el corto pasillo que daba al living, todo estaba oscuro para evitar la entrada de la luz y de las moscas, los días eran calurosos. Espié tras las cortinas de brocado, en un rincón de la sala, entre penumbras, divisé la silueta de mi padre jugando con los cabellos de una mujer, ella se agachaba y movía como tratando de esquivarlo pero se quedaba. No quise ver más, huí en busca de mis amigos, pero en ese día ya nada tenía sentido.
Ahora, sabiendo de mi llanto, no me importa que el pasado se adelgace, ni que mis pedazos salten en lo alto del chorro de la fuente, ni este viento que sopla del Pacífico y trae la nieve, todo ocurre bajo las mismas estrellas. Sí querría volver a mirarme en tus ojos de tierra oscura de musgos, mientras te cuento abuela, sobre el eclipse de sol y el miedo que tengo y cómo los pájaros también se asustan, mientras revuelves los chicharrones en tu olla norteña.
PÁGINA 27 - POESÍA ALLENDE EL MAR
Tanya Tynjälä (Helsinski/Finlandia)
…y es mejor que nadie lo sepa
Aprendiste a dibujarte una sonrisa
a mirar el mundo a través de sus ojos
a fingir que no te duele
a echarle la culpa a tu torpeza… y es que caerse 5 veces en un mes de las escalera…
a explicar que tiene mucho temperamento
a disculparlo, diciendo que tuvo un mal día
a sonreír mientras dices que en el fondo es un buen hombre
a satisfacerlo en todo, a cualquier hora, te sientas como te sientas
a considerar que tus amigas exageran
a vivir anticipando lo que le pueda molestar
a no abrir la boca a menos que sea necesario
a caminar disimulando la cojera
a defenderlo alegando que todos tiene sus defectos
a aceptar que realmente debes ser una estúpida
a admitir que es mejor para los niños vivir junto a su padre
a no gritar para que los vecinos no se alarmen
a convencerte de que peores cosas ocurren en el mundo
a esconderle que saliste con una amiga
a recordar exactamente en qué orden dejó las cosas, para volver a ponerlas
en el mismo lugar antes de que él llegue
a no decirle nada a tu madre, para no tener que escuchar sus consejos
a no llorar para que los ojos no se te irriten
a encubrir tus momentos de felicidad
a preparar lo que le gusta y que no este muy caliente, o muy frío, o con mucha sal, o con poca, o… por que sino…
a pensar que nadie en el mundo lo comprende… solo tú
aprendiste a callar y ocultar aplicándote perfectamente el maquillaje
para que nadie note los moretones
pero los azules de tu alma, solo se borrarán cuando él acabe contigo
Vampiro
El sol calla
entre sus dédalos,
la luna
grita en silencio.
Es la madre nuestra
de cada ocaso.
(Huye,
que no te consuma
la última cena)
Aracne
Aracne protege a sus hijos aun de ellos mismos.
Su existencia cobra el sentido del tiempo que dedica a cuidarlos.
Vive por ellos, respira por ellos.
Los mantiene por siempre dentro de sus huevos, suaves, tibios, ausentes del mundo.
Permanece sorda a las voces que le piden dejar salir esa vida que palpita dentro
¿Porqué hacerlo?
Si ella sabe bien lo que necesitan.
Está tan ligada a esos huevos que salieron de sus entrañas.
No precisa escuchar sus voces para saber lo que piensan.
Si alguna cría intenta salir de su albergue, ella la persuade tiernamente.
Con sus largos y afilados dedos de terciopelo aprisiona el cascarón quebrado, lo envuelve en pesadas sábanas tejidas con hilos de seda y lo abraza fuerte, para que al sentir el palpitar de su corazón de madre, el rebelde se dé por vencido.
Ni siquiera parece darse cuenta de que en su afán por conservar junto a ella todas sus crías, algunas ya están muertas, sofocadas por tanta ternura.
Tú que estás en el suave limbo de Aracne, sacude la cabeza, no te dejes engañar por el cómodo calor, rompe el cascarón y corre sin mirar atrás.
Cubre tus oídos para no escuchar los alaridos de amor, deja la culpa olvidada en el camino, sigue adelante.
Y cuando estés lejos, sé mariposa si lo deseas, o si no sé mosca, pero sé tú mismo.
Oye mi consejo, no permitas que tu cuna sea tu tumba.
PÁGINA 28 - CUENTO
Mujeres en tránsito
Por Malcolm Peñaranda (Medellín/Colombia)
Primera Escena
Aleida es una costeña de racamandaca.
Liberal y liberada, aprendió desde niña a ignorar chismes y rumores.
A sus cuarenta y tantos conserva un cuerpo que cualquier adolescente sueña.
Se maquilla acentuando su nariz y sus pómulos y su labial es de tonos rojos, rosas o violetas, lo que resalta su personalidad apasionada.
Camina con contoneo de mujer coqueta y siempre culiparada.
Habla con voz pausada y oblitera su acento con expresiones muy paisas.
De su exmarido le quedó su posición social y el recuerdo de un gélido desempeño sexual que nunca equiparó su naturaleza volcánica.
Ahora busca hombres apasionados, preferiblemente divorciados y maduros.
Cayó en las garras de Felipe, un adolescente de 47 años, típico depredador sexual que vive su segunda adolescencia brincando de cama en cama y de década en década.
Él le propuso que fueran una pareja abierta y ella aceptó con la ilusión de enamorarlo con sus encantos y hacerlo cambiar de opinión.
Ella en el fondo sabía que él nunca iba a renunciar a su harén ni a sus ansias de reafirmar aquello de que “entre más canas, más ganas”.
Él se la gozó y agregó algunos capítulos a su diario de Casanova. Ella se empezó a enamorar y se alejó para no terminar siendo otro pedazo de carne.
Ahora la podés ver en los casinos o en las más exclusivas boutiques de los centros comerciales, en tránsito hacia un hombre maduro y serio que quizás sólo exista en su utopía de mujer ardiente.
Segunda Escena
Cristina es la típica mujer escurridora que te divierte con su cinismo y desfachatez.
Tiene un principio de realidad tan fuerte que te quedás preguntándote si es una armadura o simplemente un signo de una personalidad realista y equilibrada.
Siempre tuvo claro que entre soltera y solterona había muchos hombres de diferencia.
Por eso guardó debajo de la cama la decencia y se empezó a poner minifaldas a los catorce para irse a bailar y brinconear en las chiquitecas de su barrio.
Habla de su primera vez como si fuera un muchacho que presume de ello y saborea cada palabra cuando nos dice medio murmurando: “y me hizo venir!”.
Cambió al hombre de sus sueños por el barrigón de sus pesadillas.
Hoy le apuesta a que su esposo se aburra de sus costosos antojos o de sus infidelidades.
Mala suerte. El tipo está más encoñado que soldado de sirvienta tetona.
Ella no lo quiere pero lo disfruta y lo escurre, literalmente, porque dice que su gordo no solamente le encontró el punto G sino que ya hasta le exploró el paralelo Z.
Empero, Cristina también saborea cuanto ejecutivo desparchado encuentra en los bares de los hoteles de cinco estrellas, en tránsito hacia una galaxia repleta de hombres ricos y ganosos.
Tercera escena
Eliana se cansó de esperar a “Mister Right” y empezó a conformarse con “Mister Right Now!”.
El príncipe azul se le volvió viejo verde y canjeó las zapatillas de cristal por unas buenas prótesis mamarias que la hacen sentir como toda una reina.
Ha estado en todos los grupos de “solos y solas” y ha chateado con toda clase de pervertidos. Hasta se fue a Bogotá un fin de semana para conocer a un ciber-amante que, según ella, le resultó “tamal sin carne” y la dejó iniciada.
Es promiscua por naturaleza y selectiva por recomendación de sus amigas.
Mira a los hombres de pies a cabeza y a todos les hace la ecuación de la colegiala.
Jamás sale a la calle sin maquillarse ni se pone chaquetas o sacos por mucho frío que haga afuera. Arguye que opacarían su “pechonalidad”.
Intenta posar de intelectual y termina posando con una flexibilidad memorable.
Le encanta jugar a la botella y asegura que nadie baila como ella.
Sigue apostándole a los gringos ilusos que vienen por estos lados buscando esposa bajo la premisa de que las latinas son hacendosas y casi tan sumisas como las asiáticas.
Se ha apuntado a mil cursos de francés que nunca aprendió pero se empezó a sentir francófona cuando memorizó la frase “voulez vous coucher avec moi?”.
Se pavonea por los sitios más exclusivos en su Volkswagen último modelo, en tránsito hacia una autopista donde lluevan hombres todo terreno y el límite de velocidad sean sus combustibles ganas.
© 2008, Malcolm Peñaranda.
PÁGINA 29 – COMENTARIO DE LIBRO
Antídoto para una mujer trágica, ¿territorios de lo femenino?
Por Óscar Wong (México)
Dulcemente trágica, perversamente tierna, Gema Santamaría (Managua, Nicaragua, 1979) responde a un linaje proverbial de celebridades como Ernesto Mejía Sánchez (1923, muy apreciado en México, donde falleció a finales del siglo XX), Martínez Rivas, Ernesto Cardenal (1925) y Pablo Antonio Cuadra, entre otros, quienes dentro de la historia de la literatura hispanoamericana cobran particular resonancia. Y justamente por esta raigambre resplandeciente, por su condición de mujer, sería fácil caer en el estereotipo y señalar, de primera intención, que el poemario Antídoto para una mujer trágica, pertenece a la lírica centroamericana donde la innovación, la autenticidad y el dinamismo revolucionario –no sólo en el ámbito político- son determinantes, y además, en el segundo caso, responde a una manera de ser femenina, ajena al discurso masculino dominante y, sobre todo, que pretende “escaparse del falocentrismo”, como invocaban las viejas feministas angloestadounidenses.
No pretendo repetir que “lo escrito por mujeres reafirma el valor de lo femenino”, ni caer en los cuatro modelos propuestos por la crítica con esta temática: 1. Modelo biológico, sexista, que responde al ámbito orgánico de la mujer, 2. Modelo lingüístico, que en momentos pretende reinventar el lenguaje, 3. Modelo psicoanalítico, que incorpora los modelos anteriores en una teoría sobre la psiquis o el ser femenino configurada por el cuerpo, el desarrollo del lenguaje y el papel del sexo en la sociedad, y 4. Modelo cultural, que busca definir la cultura femenina como experiencia colectiva inmersa en la totalidad cultural, una conocimiento que vincula a las escritoras a través del tiempo y del espacio.
Habría que agregar a la imaginación, como espacio estético forjado como un ámbito literario activo, para poder decir lo que se quiere decir, básico en todo terreno. Y el silencio, primordial en la creación literaria, en la poesía misma, que provoca y perturba, y establece cadencias y atmósferas.
La imaginación, esa “fuerza que penetra en el sentido interno de la realidad” o “la capacidad para crear sustitutos de la realidad”, como determina Patricia M. Spack, sino ese espacio mágico donde lo maravilloso no violenta las leyes de la lógica sino que forma parte de ella. Por supuesto que escribir “como mujer”, según Marjorie Agosín, no involucra escribir mal, sino sacar a la luz su propio lenguaje, su propio decir, desde la particular perspectiva, y donde el silencio, como un discurso subversivo o como esa zona insonora donde se refugia la mayoría de las que no saben decir, o como forma de evadir a la autoridad para “refugiarse en la interioridad de la imaginación para solamente en este espacio poder decir lo que se quiere decir”
Ardor, experiencia, sabiduría. Pero también conciencia del oficio (pericia técnica), y una visión profundamente auténtica del mundo, son invaluables. Y Gema Santamaría ha demostrado ser una sacerdotisa de la forma, de la expresión reveladora, puesto que la poesía -ese espacio textual donde se busca una poética radical para desestabilizar el lenguaje, transformándolo, modificándolo, haciéndolo nuevo cada día, dinamizándolo, como sugiere el viejo Pound-, se determina de manera incisiva en los 39 poemas de que consta Antídoto para una mujer trágica. Recobrar lo petrificado de la substancia lingüística que subyace en la Palabra, en ese vacío léxico extraviado en la Torre de Babel, para castigo de los hombres, según Murena y Foucault y que el poeta debe recuperar. Pero a pesar de eso, el lenguaje sigue siendo “el lugar de las revelaciones”, donde el mundo pretende establecerse, ser. Cierto: la Palabra nos perpetúa: es la memoria hecha substancia y, la naturaleza, según los hebreos, es ese espacio poblado de letras y palabras.
De este mundo, obstinadamente hostil, perturbadoramente espléndido, nos canta Gema Santamaría. Sinécdoques y metáforas van generando una expresión que, no obstante, se vuelve en momentos intimista, confesional: la mujer se pinta las uñas, se “texturiza”, casi de manera similar como en “Contradicciones ideológicas al lavar un plato”, de Kira Galván (México, D. F., 1956).
Gema y Kira Galván se hermanan a distancia, puesto que en ambas la historia se encuentra presente como una afirmación hegeliana, como una adecuada herramienta metodológica de conocimiento, de interpretación. Precisa Gema Santamaría:
“pinté mis unas de rojo. porque sí. porque el día me ha parecido aburrido, sin sobresaltos. con puras tragedias enanas envueltas en pequeños sobres de oficina. porque en el metro vi a un papanatas leyendo el periódico y viéndome el escote, con la discreción de una vaca rumiante, y pensé que mis uñas de rojo serían una buena advertencia: afiladitas como las de una gárgola, porque en el estado del tiempo han dado los tips de la última moda y en lugar del rosa que cubre las sonrisas dietéticas de las pasarelas, me decidí por el rojo. al fin y al cabo un color más ardiente para este mayo tan o más tropical que cualquier verano de fiesta. porque he llegado a casa y en lugar de apagarme como todas las noches, después de la divertida faena de celulares enfermizos y avenidas voladoras, decidí jugar con el pequeño pincel de las pinturas de uñas. imaginar que, ese frasco pequeño, no esconde el aroma de algún químico adictivo, sino el olor metálico de la sangre recién lastimada. pinté mis uñas de rojo y pinté también esa sábana blanca con la que nos cubren a todos justo después de la muerte”. (p. 51)
Galván alude a ese ceremonial “insignificante” al aplicarse el maquillaje, independientemente de su origen primitivo, mágico, del orden antropológico, pero que asume otra significación menos evidente: connota la manipulación de que son objeto las mujeres en la sociedad contemporánea, e ironiza sobre la no-superación de las contradicciones:
“Me pinto el ojo / no por automatismo imbécil / sino porque es el único instante en el día/ en que regreso a tiempos ajenos y/mi mano se vuelve egipcia y/el rasgo del ojo se me queda en la Historia./La sombra del párpado me embalsama eternamente/como mujer”
La autora observa la vida como una “calculada trampa”, donde el sexo puede ser un abandonado temblor entre las piernas “de esos que derriban ciudades/ y erigen imperios” (p. 31), mientras que la condición del Yo (su cuerpo femenino), se transforma “en un charquito de agua enjabonada”(41); el mundo –hostil, aburrido, intransigente- se vuelve un rito amoroso, “carne tibia y deshuesada como aceitunas flotando en la saliva de un martini” (p. 47), en tanto el instinto se revela como “antesala de la locura” (p. 55). Es interesante también la deconstrucción que establece fonéticamente con un adjetivo (amar i llo) y una forma enunciativa (amar y yo). Y cuando el lenguaje es insuficiente, Gema Santamaría subvierte la prosodia: feminiza los sustantivos: cangreja (p.31), animala (p. 37). Aquí se advierte la conexión entre escritura, género e ideología puesto que la poesía, la literatura, constituye una forma de conocimiento, donde el mito, incluso, no puede faltar. Y es que el verso, ya lo sabemos, es un código rítmico, una manera de respirar.
La experiencia que asume con el lenguaje, los ámbitos metonímicos, cuya morfosintaxis dispersa la univocidad -provocando hipálages e isotopías- establece una dimensión sonora, un territorio donde no hay titubeos. Prescinde de las mayúsculas y las pausas son marcadas por diagonales, a la manera del poeta argentino Juan Gelman. Hay, ciertamente, combinaciones discursivas: el verso acentual (amétrico, irregular, y que algunos señalan como libre), se concilia con el verso corrido (lo que algunos torpes denominan “prosa poética”, soslayando la intención sonora, la combinación silábica).
Para concluir, Gema Santamaría, independientemente de sus recursos versiculares, sabe manejar su cadencia rítmica, íntimamente vinculada a las metáforas, que evidentemente muestran (de ahí el término de fanopea, que señala Ezra Pound) el otro contenido de la realidad. Antídoto para una mujer trágica constituye un volumen de poemas muy bien articulado donde el mundo se concilia con esa visión sensible, profunda, que asume la autora para ingresar, de lleno, en las dimensiones de lo femenino, aunque sin actitudes sexistas o feministas.
PÁGINA 30 - CUENTO
La extraña
Por Sergio Borao Llop (Zaragoza/España)
Después de tantos meses, el paseo vespertino era una rutina más, un invariable deambular por las calles del barrio y los parques cercanos.
La costumbre traza itinerarios. Así, aunque uno se dejase ir al azar, los propios pasos se amoldaban a la monotonía grisácea de las aceras y conducían siempre a los mismos destinos, a idénticos regresos.
Salvo esporádicos encuentros con algún vecino o intrascendentes conversaciones accidentales, nunca sucedía nada.
Pero esa tarde de martes - lo mismo podría haber sido viernes o domingo; así de plano era mi horizonte por esa época – hubo un cambio.
Como tantos otros días a lo largo del tedioso e inacabable periodo de convalecencia, yo había salido a caminar por el barrio. Ya de vuelta, intentaba introducir la llave en la puerta para entrar en el viejo edificio donde vivía, cuando vi a la chica. Algo en ella me llamó la atención, y por eso me quedé mirándola, con cierta curiosidad.
Cuando llegó a mi lado, se quedó allí parada, como esperando que terminase de abrir de una vez la puerta para poder entrar en el patio. Así lo hice, invitándola con un gesto a franquear el umbral, cosa que hizo con bastante celeridad y sin el mínimo sonido, como si estuviese formada de brumas o de la intangible esencia de los sueños. Luego, se demoró un poco junto a los buzones, aunque sin abrir ninguno de ellos. Por un momento, pensé que tal vez fuese una repartidora de publicidad, aunque deseché tal idea al observar que no llevaba un solo papel en las manos.
Pasé junto a ella, musitando un sordo “hasta luego” que no recibió respuesta (cosa harto común en este inicio del XXI) y comencé a subir los cuarenta y ocho escalones que me separaban de mi casa, de la temible e inquebrantable soledad tan arduamente edificada a lo largo de los últimos diez años.
No tardé en percibir sus pasos leves, indecisos, a mi espalda. Cada vez más convencido de que ella no pertenecía al edificio, temí que me hubiese venido siguiendo, que tratase de robarme (unos días atrás le había sucedido algo así a una vecina del segundo) pero ese pensamiento me resultó absurdo. La chica era delgada y no muy alta. Calculé que no pesaría más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos. Resultaba difícil pensar en ella empuñando una navaja o una jeringuilla.
Deseché tal visión y seguí subiendo con lentitud, con esa lentitud que da el cansancio, ese cansancio nacido de la repetición infinita de los actos cotidianos. Cuando por fin llegué junto a la puerta de mi casa, ella también se detuvo, detrás de mí, a menos de un metro de distancia, mirando al suelo y en silencio.
Me sentí incómodo. No sabía si meter la llave en la cerradura o dar media vuelta y bajar de nuevo los cuarenta y ocho escalones; o quizá encararme con ella y preguntarle por el significado de su persecución o de su estancia allí. Ninguna opción me satisfizo. Tenía la certeza de errar, independientemente de lo que finalmente decidiese hacer.
Muy despacio, esperando que fuese ella quien se viese obligada a tomar una u otra decisión, metí la mano en el bolsillo del pantalón y demoré unos segundos infinitos en encontrar el llavero. Luego, con una casi ceremoniosa parsimonia, seleccioné la llave indicada y la introduje en la cerradura, girándola dos veces y abriendo finalmente la puerta, sin prisa, con aparente calma (pero mis entrañas eran un campo de batalla, un entrechocar de sensaciones contrapuestas sin solución posible).
Cuando ya estaba en el interior de mi vivienda, me giré un poco para comprobar su reacción. Seguía allí, al otro lado del umbral, inmóvil, mirándome con esos ojos verdes, profundos, como esperando una invitación (me recordó, no sé por qué, esas historias de vampiros, en las que el vampiro no puede entrar en una casa sin el correspondiente permiso del que la habita)
Mas su mirada no albergaba un ruego, ni una pregunta. Nada. Sus ojos eran un remanso de aguas tranquilas. Como si su presencia allí afuera, justo al otro lado de la puerta, fuese lo más natural del mundo.
Imposible precisar el tiempo que duró esa escena. Yo la miraba, interrogándola con los ojos, sin cesar de hacer difíciles conjeturas acerca de sus motivos, esperando que dijese algo, tratando de convencerme de la conveniencia de cerrar la puerta y dejarla allí con su insoportable silencio y su corta melena rubia y el misterio abisal de sus pupilas que no cesaban de mirarme. Ella sólo aguardaba un gesto.
Lo malo de tomar decisiones es que siempre hay que elegir un camino y desechar todos los demás. Uno nunca sabe qué hubiera pasado de haber hecho otra cosa. Resulta frustrante la sospecha de haber elegido la peor opción. Por eso, no cerré la puerta, pero tampoco la invité a pasar. Di media vuelta, me adentré en el recibidor y dejé que fuese ella quien se viese obligada a decidir.
No dudó ni un instante. De reojo, comprobé que, desde el interior, cerraba tras de sí con mucha delicadeza, como tratando de evitar el mínimo ruido. Sonreí.
PÁGINA 31 – POESÍA ALLENDE EL MAR
Katalin Ladik (Vojvodina/Serbia)
Balkan Express
Los mundos que regresan!, como ellos
los afilados engranajes giran hacia
la no materia, semejando los minutos que caen
hasta morir fuera de mi.
(D. Tandori)
Ahora, muy lejos de ti, en un transoceánico sobre tus campos de trigo,
convertidos los postes del telégrafo en negros mástiles,
lejos, a la vez, como un velamen victorioso
ya no estará aquí cuando yo llegue.
Es la agonía, la sed, voces de luto que provienen de lo más profundo
de todos los sueños.
Un susurro me inspira.
Ayer cayó aquí un Ángel.
Ahora todos escriben diarios, múltiples historias.
Un cisne y la metralla se abrazan en la puerta.
El hombre y la máquina tienen el rostro color ceniza
y vacías las cavernas de sus ojos.
Lejos y muy lejos
y a la vez próximos a ti como el gorrión que golpea los cristales de la ventana. Empiezan a aullar dentro de mi propio ser los grandes y negros cilindros.
¿Dónde estás?
Esta aquí la más espantosa y sombría de las tinieblas.
No te quiero atemorizar con esta historia.
No esperes mi llegada.
El tiempo del camaleón
Deja el pico tras la nieve cósmica que cae.
Una remezón violenta y perceptible
puede ser la causa de un mundo que nace.
Justamente, horripilante,
vuela a través de las ventanas
y no encontrara jamás el camino de regreso
dentro del frío resplandor de los huesos.
Para que los árboles crezcan
Desaparecen después. Viajan cada vez más
hacia una realidad diferente.
Este jardín es una protesta desnuda.
Ningún rostro humano en ninguna parte.
Escribir poesía -terapia de trabajo
accesible a cualquiera que su propia cabeza
injerta en el tronco de un caballo.
Puedes desaparecer de este jardín para siempre,
siendo cada vez menos hazle el favor
a la generación futura:
puedes con tu poesía exitosamente
acabar con los ratones.
Ser estupendo allí donde la sola duda
significa el ego-trip de ser su propio enemigo
que no injerta en sí la manzana y el albaricoque.
Aquel que hace la historia:
una tarde te formó a imagen y semejanza.
Te vacunó en este jardín con su locura
y lo declararon por ello parque nacional
allí hasta la lombriz se considera en la oposición.
Se ha reservado su silla en la revolución.
Detrás de ti en este jardín
ya no gritan los albaricoques ni las manzanas.
El azul de la serpiente pálido inusitado
Para Cavafy
El azul camino de la serpiente pone una capa pálida, inusitada,
y se escabulle bien lejos.
El habla de todo, en general más allá de las paredes
porque es cálida su lengua, ambas en griego y húngaro.
Comprende qué es lo que ha sido, el benévolo sonido de las glándulas,
se sorprende de la belleza virtual, empieza a resbalar hacia abajo,
no como una serpiente pero si como un actor que se pone una capa oscura
y huye muy lejos.
Pero en la funesta ebullición por encima de las escaleras
fue caluroso el hálito púrpura de la páprika húngara,
hebreos y griegos conocen muy bien el mundo de la libertad
y que vacío el sentido de los nombres heredados del imperio.
Pero el día fue cálido y lleno de poesía
y pálido el inusitado camino azul de la serpiente.
Entonces su alarido lo arrastra a las profundidades del abismo
diferente a la serpiente alada o al reloj del abuelo
que desea solamente la caída, volar y ser libre,
como si se colocara los plumones de un pájaro negro
sorprendido por la belleza de lo insondable,
encontrándose a si mismo entre la golpiza de los huevos pálidos
y los riscos de los arrecifes,
batiendo su propia cola.
Traducción del serbio al español/Paul Disnard (Belgrado/Serbia)
PÁGINA 32 - CUENTO
Carta de Rodrigo de Escobedo sobre las sirenas [1]
Por Patricia Suárez (Rosario-Santa Fe/Argentina)
A Rodrigo de Escobedo:
Habiéndoos dejado hace cuatro días, hago ésta para testimonio de lo visto al nordeste del Monte Cristi. El día pasado, cuando el Almirante iba al Río del Oro, dixo que vio tres sirenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara. Dixo que otras veces vio algunas en Guinea, en la Costa Manegueta. Se alejó y partióse de donde había surgido, y al sol puesto llegó a un río, al cual puso nombre río de Gracia; dista de la parte Sudeste tres leguas. Habíanle dicho que las creaturas estrañas del Río de Oro poseen don de profecía; el Almirante conocía dellas por la historia del náufrago Ulises y porque dícese que a la Génova llegó la sirena Lygea dormida o muerta hace centomil años, de donde el abate Battista de la Iglesia de San Matteo la tornó a la mar a que la devoraran los peces; más su cuerpo encalló poco después a morir a la costa de Nápoles, adonde navegan ellas su ruta pagana, como lo hiciera la Parténope.
Tarde en la noche el Almirante volvió sobre sus pasos y quedó en la barca desde donde llamó a las sirenas. La piedra de carbunclo que le hacía de amuleto contra naufragios y ahogos, llevaba colgada al cuello. Sabía él que las creaturas no van detrás del hombre, sino que lo esperan. Había a la orilla huesos descarnados y pieles putrefactas del alimento que tomaban. No piensa el Almirante que comieran hombres como sí los cinocefálos de la India de los que Micer Polo habla en su libro y desta manera él tiene noticia. El agua del río era fabrida y con la color de la uva torrontés. Subió a él la tristura de la oramala, y acordó de Beatriz Enríquez que quedó en la Córdoba y el tiempo en que Amor y Pesar fue puesto al servicio della. Pensé en don Hernando. Acordado de tanto, vencido ya el juicio de que cualquiera tiempo pasado fue mejor y que se forjan bien rápido las ofensas que no las glorias. Los siete años que el Almirante pasó detrás de la Corte Itinerante de los Reyes Católicos pesaron sobre sus huesos como setenta. Le vino a las mientes el arrobo de doña Violeta Moniz en Huelva, cuando llevó él al niño don Diego, sobrino suyo e hijo habido con doña Felipa, futuro heredero legítimo de sus bienes y honores de Indias. Acordóse del gusto que tenía el pequeño don Diego a la fruta dulce, más poderoso que el pecho de su madre. Le vino al Almirante el olor de La Rábida, del Monasterio y del Fray que le salió al paso con un cántaro cuando él aun no había puesto en verbo su sed y deseo de tomar agua. Acordóse del sabor a yerba secreta que le supo el agua aquella y cómo él pensó que una planta de beleño mojaba sus hojas en el pozo o en el manantial de donde los frailes sacaban el agua y a eso se debía la mansedumbre que los hiciera famosos en esa tierra. Entre todas las naciones, sólo el pobre es extranjero: este era un pensamiento del Almirante antes y después de descobrir las Indias. Vuélvolo a decir para sentencia moral a don Rodrigo Escobedo, que me lees. Ésta y la que antes te dixera: la hembra no debe tocar arma y si lo hace no debe fiarse della. El primero ejemplo de la historia estuvo la Semíramis que vistióse en su tiempo con los trajes de su marido y defendió la Assiria y trajo de vuelta a Babilonia, de rescate a su nación; después ca encendida de la continua comezón de la luxuria, la desventurada, y entre sus enamorados se contó su mismo hijo. Díselo el Almirante por esta doña Agustina Antonia que, según dice, a los diez y seis años por el mes de mayo dejó la casa para embarcarse con el nombre fingido de Juan Cuadrado como grumete en La Pinta al mando del Capitán Martín Alonso Pinzón por la paga de dos mil e seiscientos e sesenta e seis maravedís. Al cabo descubriola el marinero Gil Pérez cuando vió trenzarse la larga crencha. Doña Agustina Antonia siquiera habíase cortado los cabellos y en lo escuro se lo adornaba con plumas de papagayos de la Isla. Detenida y preguntada por el Almirante, doña Agustina Antonia confesó: tornada a su país se meterá a monja para ser por siempre esposa de Jesús; que no era de temer la luxuria en ella. Dixo en lengua de su país: “Amar urtian errege serbitu dotia gertu daukat moja srtutzeko”. El Almirante encomienda tan luego de estas palabras a don Rodrigo de Escobedo no librar a doña Agustina Antonia de los grillos y la vigilancia.
Guarecido por la escura noche, candela en mano, el Almirante paróse a la orilla y tiró en ella la plata y el oro contenida en un casquete. Al punto el agua se abrió y una dellas dixo desta guisa: ”Apaga la lumbre”. Así lo fizo el Almirante y escuchó a las creaturas salirse del río y sentarse en las piedras. Preguntó él por el porvenir. “¿Cómo nos pagarás?”, dixeron las creaturas y a continuación fizieron lista de aquello que querían. Esto me pesa grandemente en la conciencia; ellas pidieron un marino que se cobrarían mucho tiempo después, dixeron, no siendo él ninguno de mis hijos ni hermanos, ni ninguno de mi sangre que pusiera pie en las Indias. Dixeron que se cobrarían a él en un viaje, en la costa de una isla a llamarse Xamaica, viaje que será el mío último y para desgracia. Preguntóles el Almirante por aquello que bien amaba en el mundo; rieron, riéronse de él cuantas las sirenas eran. “Vos viviréis poco más, pero esto no os importa; porque sois tan estulto que pensáis que hay algo por descobrir en el otro mundo, el mundo de la muerte. Iréis solo y sin navío y de esta guisa diréis: ‘Yo estoy perdido. Yo he llorado hasta aquí a otros. Haya misericordia ahora el cielo y llore por mi la tierra’. Estas palabras las diréis y las escribiréis y se las enviaréis a la Reina, quien jamás ha confiado en vos y en el fondo de su ser os aborrece. Siete años sin cuento estuvistéis en la Corte hablando de una empresa que queríais hacer y descobrir y todos pensaban que era burla. Vos veréis ahora suplicar en la Corte hasta a los sastres por descobrir tierras y a los mismos sastres les darán; el pensamiento que hará de guía a los Reyes es poco halaquero hacia vos. Dirán: Si aquel loco, aquel endemoniado del ginovés, ha encontrado la ruta de las Indias, ¿por qué este pobre bendito de sastre no habrá de descobrir aunque sea un peñón para la Reina? No os desalentéis. No temáis, confiad: todas estas tribulaciones están escritas en piedra mármol y no sin causa. Pobre, en la olvidanza de casi todo dejaréis el alma en Valladolid, soñando mercedes reales, gracias divinas. Consolaós, si os alcanza con esto que os diremos: en el Monasterio de esos locos que vosotros llamáis Cartujos, en Sevilla, a tu muerte el Rey Fernando escribirá en una piedra sin paramento: ‘Por Castilla y por León Nuevo Mundo Halló Colón’. ¿Os alcanza? ¿Os place? ¡Oh, Almirante, vos tenéis el mal de Abraham; la passión por la simiente! No habrá coplas a vuestra muerte dictadas por Don Diego; empero su amor será complido, y prosperado medrará entre los más caros nobles. Él tendrá y mantendrá una persona de vuestro linaje en la ciudad de Génova, tal como se lo pediréis en un escrito de vuestro puño y letra, que le haréis en pocos años. La tristura, la bilis negra os hará mentar la región donde nacistéis y de donde venís. Don Hernando os deparará otro sinsabor, vuestro hijo habido con la formosa Beatriz de Córdoba, al que vos criásteis como marino y navegante, dejará memoria tras él por su afición a los libros. Libros sí, los juntará y construirá una casa para albergarlos dentro, tantos volúmenes serán. Pero vos, ¡ah vos! Os quejaréis dentro de diez años de no tener un techo ni tan siquiera una sola teja adonde guardar la cabeza; y en los mesones y fondas os está negada a vos la alegría; hundiréis en este mundo nuevo un navío con dos quintales de bizcocho, tantos será vuestro desatino, y muchas barcas y gente ahogada sembraréis por nuestros ríos. ¿Os hemos dicho todo lo que deseábais saber, Almirante? ¿Acaso os imaginabáis que vos no ibais a acabar como el resto de los mortales a la hora del fallescer: anhelando y gimiendo que hubiérase sido mejor no haber nacido? Acabaréis deseando haber sido tejedor en vuestro poblado de Monconesi en la Montaña, soñando con la lana como el gazapo con la teta de su madre. ¿Esperábais todas buenas nuevas de nosotras las sirenas? Estáis salando nuestra agua de tus ojos, mancillándola. Si tenéis valor y ventura, haced como los otros y arrójadte a las aguas, que aquí os acogeremos y tendremos cuitado y a cambio dejaremos en paz al marino Vicente Ruiz con el que nos has pagado y a quien comeremos a la hora nona, en memoria de la hora en la cual Jesucristo se desangraba, en el Año de Gracia 1503, en el mes de febrero cuando vuestra alma zozobre en esta costa y ruegue a Dios y Dios la abandone.”
Nunca nadie fue herido como el Almirante en aquel punto, volvióse a la barca con rabia dolorida, oyendo tras de sí aun las risas de aquellos demonios y sintiéndose fenecer. El Almirante encomendó su espíritu a la Santa Trinidad y a la Conçepción de Nuestra Señora y vio el mucho peso que en su consciencia harían los bienes de este mundo. Cuando yo descubrí las Indias, dije que eran el mayor señorío rico que hay en el mundo. El oro es excelentísimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las ánimas al Paraíso. Las sirenas dixeron cuanta verdad sabían sobre el porvenir del Almirante y nada puede fazer él contra el Destino.
Llore por mí quien tiene caridad, verdad y justicia.
Palabras del Almirante.
Hecha en las Indias, en la isla La Española, a 11 de enero de 1493 años.
[1]El documento es de dudosa autenticidad, según algunos expertos. Se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid.
PÁGINA 33 - ENSAYO
Los libros dedicados a Efrén Hernández
Por José Antonio Lugo (Distrito Federal/México)
jalugog@prodigy.net.mx
En un reciente artículo, Javier Marías nos relata cómo fue comprado un lote de libros de Sir Peter Russell, el escritor inglés al que dedicó su novela Tu rostro mañana, por partida doble, ya que lo hizo de manera impresa en todos los ejemplares y asimismo en un volumen autógrafo. Al contarnos que no fue posible recuperar ese ejemplar, afirma que: “No está mal del todo que los libros que una vez fueron nuestros o de nuestros amigos vuelvan a circular y regresen al mercado. ‘Al fin y al cabo, tú y yo, Peter’ le escribí ‘nos hemos sentido felices al encontrar, en el último rincón de una vieja librería, un ejemplar ‘inscrito’ por el autor a alguien que para nosotros es un completo desconocido, pero que tal vez para aquél fue un ser querido. Y ten en cuenta que son probablemente esos ejemplares, que no ocultan del todo su pasado, y que nos consta que al menos una vez el autor tuvo en sus manos, mientras los dedicaba, los que más queremos y atesoramos”.
¿Cuál es el destino de los objetos que vamos adquiriendo a lo largo de la vida? Su destino se separa de nosotros con la muerte, con los divorcios o las separaciones y siguen su camino, a la manera del escarabajo de Manuel Mujica Laínez, que durante milenios cambia de manos, de siglos y de culturas, en un viaje que comienza en Egipto y termina en el Museo Metropolitano de Nueva York. Otros continúan con nosotros, como mascotas fieles.
Martín Hernández Ponzanelli, hijo de Efrén Hernández -el genial autor de “Tachas” y amigo y maestro de Juan Rulfo-, presenta a los lectores de Laberinto una serie de dedicatorias autógrafas a su padre. Las presentamos como un homenaje en los 50 años de su muerte. El ramillete de nombres nos remite a una época: Neftalí Beltrán, Luis Córdoba, Francisco Díaz de León, César Garizurieta, Roberto Guzmán Araujo, Gastón Lafarga, Guadalupe Marín, Mario Monteforte Toledo, Eglantina Ochoa Sandoval, Alberto Quintero Alvarez, José Rojas Garcidueñas, Juan Rulfo, Rubén Salazar Mallén. En ese entonces todos eran amigos de Efrén Hernández; hoy, algunos sólo son nombres olvidados, otros, han pasado a ser figuras imprescindibles de la literatura mexicana y universal.
Destaca, por supuesto, la dedicatoria de Neftalí Beltrán “Para Efrén Hernández, poeta y amigo, con mi estimación, México, 1949”, antes de firmar como Pablo Neruda.
Sin duda las dedicatorias más valiosas son las de Rulfo. La de El llano en llamas dice: “Al admirable amigo Efrén Hernández, a quien debo más que afectos, el ser padre de este trabajo. La gratitud ahora y siempre de Juan Rulfo, México, 1953”, y la de Pedro Páramo: “Al gran amigo Efrén Hernández, con un cariñoso abrazo de quien lo admira y le debe todo, Juan, México, 1955”.
Borges habla en “El otro poema de los dones” de “el arte de la amistad”. Estas dedicatorias nos conmueven por provenir del mejor narrador mexicano del siglo XX, pero también por la amistad que reflejan y que nos recuerda la de amigos inseparables como Michel de Montaigne y La Boétié. La melancolía del padre del ensayo ante la muerte de su querido amigo lo acompañó el resto de su vida. De la misma manera, la prematura muerte de Efrén Hernández rompió esa amistad y alejó a los hijos de ambos, que dejaron de verse durante décadas, hasta que, en una tarde feliz, en la presentación de la biografía de Juan Rulfo escrita por Alberto Vital, Martín Hernández y Juan Pablo Rulfo se reconocieron, después de no verse desde que eran niños.
Si los epígrafes son como una cornisa ¿qué papel representa una dedicatoria? Como hemos visto, imprimen en el libro la energía de la amistad y el afecto, son testimonio de un vínculo literario. Son también el reconocimiento de la sensibilidad del otro: se regala y se dedica un libro a quien creemos que lo va a apreciar, que va a disfrutar su lectura, que lo va a incorporar a su alma. Son también, como en el caso de Rulfo, testimonios de admiración.
Son, finalmente, con el paso de los años, un túnel del tiempo que nos remite de manera inmediata a la época en la que esos autógrafos cobraron vida, sin saber que décadas después serían vistas por otros ojos, por otras sensibilidades, por otras almas distintas a aquellas a las que fueron originalmente destinadas, como estas dedicatorias, escritas hace medio siglo.
Todos los textos, fotografías o ilustraciones que integran el presente número son Copyright de sus respectivos propietarios, como así también, responsabilidad de los mismos las opiniones contenidas en los artículos firmados. Gaceta Literaria solamente procede a reproducirlos atento a su gestión como agente cultural interesado en valorar, difundir y promover las creaciones artísticas de sus contemporáneos.
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