Imágenes: Pinturas de Joaquín Sorolla Bastida (Valencia/España)
PÁGINA EDITORIAL
Las palabras y el sentido.
Las palabras, mas allá del significado que se le da a una obra literaria, tienen una trascendencia inagotable si las remitimos a un sentido de la vida. Por eso, las grandes creaciones de la literatura nos otorgan constantemente nuevas revelaciones que superan las intenciones de quienes las plasmaron. Tal es, por ejemplo, el caso de La Odisea, o el de La Ilíada de Homero; la Divina Comedia de Dante; El Quijote de Cervantes; los múltiples dramas de Shakespeare y, entre muchas otras, el Fausto de Goethe.
Cada relectura de cualquiera de las obras mencionadas nos permite un nuevo descubrimiento, porque no son solamente la creación de una mente humana, sino que el autor ha recibido la inspiración que viene de lo alto. Rubén Darío llamaba a los poetas “pararrayos celestes”, acertada metáfora que la cultura inmanentista en boga contradice abiertamente. Sin embargo, los hechos, con sus contundencias incontrastables evidencian, a quien tiene ojos para ver, que existe un sentido por encima de la fragilidad individual.
Mircea Eliade, en sus ensayos, nos dice que, en un principio, todo oficio humano fue considerado sagrado y vinculado con la totalidad viviente. Esta sacralidad se fue diluyendo cuando el centro de la tensión humana se ancló en el propio hombre y, por ende, se diluyó en la imagen limitada de lo inmanente. Pese a la amputación del sentido trascendente, es inevitable que aparezca, aun en obras contemporáneas que no pretenden una vinculación con la totalidad, signo de una presencia concreta omniabarcante. Es que, por más que estemos distraídos, la totalidad actúa en todo momento, ya que no es una teoría ni una concepción sino un acontecimiento.
Si la inspiración que viene de lo alto no es reconocida, deja de actuar por aquello de “que no hay peor sordo que el que no quiere oír y no hay peor ciego que el que no quiere ver”.
Es curioso comprobar cuanta tinta se ha utilizado y se utiliza para demostrarnos que la vida no tiene sentido y que las palabras adquieren un significado limitado que convencionalmente es creado por nosotros. Esta actitud revela, por si misma, su absurdo, ya que pretende persuadirnos, por el sentido de un pensamiento, que pensar no puede llevarnos a encontrar el significado de los hechos.
Las reflexiones que venimos desarrollando nos llevan a la conclusión de que negar que las palabras tienen un origen y un sentido trascendente es demostrar una soberbia que es, a la vez, extremada pobreza, porque pretender que la realidad queda reducida al alcance del hombre es una suerte de suicidio ontológico, ya que veda para siempre toda perspectiva de profundización de lo real convirtiéndonos en marginales de la existencia.
Hay que comentar que las palabras no se originaron, en cada idioma, por ocurrencias azarosas, sino que obedecieron a características propias de cada pueblo, de cada región, de cada clima, de cada historia, y se han ido plasmando por la conjunción creativa de la inspiración y la materia ambiental, del mismo modo que un escultor plasma la belleza con la materia de que dispone.
PÁGINA 2 CUENTO
La memoria en los dedos
"El cuerpo tiene más memoria que el cerebro".
(Philip Roth)
Por Alfredo Di Bernardo (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)
La única decisión que mi abuela paterna tomó respecto del destino final de sus pertenencias fue la de legarme el piano. Un piano vertical alemán sexagenario. El mismo con el que le había dado clases a cientos de niños santafesinos que pasaron por el Conservatorio Di Bernardo, en las décadas del '20 y del '30. El mismo en el que mi tía había estudiado metódicamente hasta obtener su título de profesora. El mismo en el que mi papá se las ingeniaba para sacar canciones usando solamente su dedo índice.
Para cuando mi abuela manifestó su voluntad respecto del piano, yo tenía veinte años y hacía rato que había dejado atrás mis precoces logros musicales. Tocaba de oído, con mucho entusiasmo pero escasa técnica. Sin embargo, aún con mis limitaciones a cuestas, a ella le gustaba que yo hiciera sonar el piano cuando iba a visitarla. No sé, supongo que, acostumbrada como estaba a vivir rodeada de música, le habrá parecido un pecado imperdonable que un instrumento permaneciera mudo.
Cuando mi abuela murió, el piano recaló en mi casa, tal cual ella lo había dispuesto. Desde entonces, sentarme a tocar en él se transformó en una costumbre casi cotidiana a la que dedicaba gustoso aunque más no fuera unos minutos. No hablo de estudiar, ni de practicar, ni de esforzarme por progresar. Hablo de tocar; simplemente tocar. Me resultaba casi terapéutico hacerlo. En esos momentos, mi mente lograba desembarazarse de las preocupaciones diarias y de las existenciales. La música interrumpía ese vicio mío de pensar demasiado y me concedía un espacio de paz interior que, fuera de esa circunstancia, se volvía inalcanzable.
Continué con tan saludable hábito por unos años, hasta que mis sucesivas mudanzas me fueron llevando a viviendas cuyas características edilicias tornaban poco recomendable incluir un piano en el mobiliario.
El 1º de enero pasado, después de los brindis de Año Nuevo en casa de mis padres, me dejé llevar por el impulso de levantar la tapa del "Rachals" y garabatear algunos sonidos en su entrañable mixtura de madera y marfil. No estaba tan desafinado como esperaba, pero algunas de sus teclas evidenciaban signos de una considerable disfonía. Me senté en el viejo taburete giratorio y me puse a tocar. Llevaba realmente mucho tiempo sin hacerlo, y cierta enojosa insistencia de mis dedos en desobedecer mis órdenes mentales se encargó de recordármelo con suma franqueza. Seguramente, el continuado de boleros y música de películas antiguas al que recurrí para darle el gusto al auditorio presente se escuchó esta vez un tanto deslucido, pero nadie de entre los oyentes me lo reprochó.
De pronto, en medio del concierto, mientras decidía qué tocar a continuación, mis manos se desentendieron de mi voluntad y se deslizaron por su cuenta hacia el dibujo de una melodía dulzona que al principio no logré identificar con precisión. Tardé varios segundos en reconocerla: era el valsecito que había compuesto para mi abuela y que solía tocar en aquellas visitas que le hacía. Me pareció asombroso, ya que, como mínimo, yo no había siquiera tarareado esa melodía en los últimos diez años. Y sin embargo, ahí andaban mis dedos, jugando caprichosos con aquella sucesión de notas que había permanecido sumergida en mi subconsciente durante tanto tiempo, demostrándome que eran capaces de recordarla sin mi ayuda.
Fue como abrir la compuerta de un dique. En cuestión de segundos, me vinieron a la cabeza numerosas escenas familiares en las que, invariablemente, el piano ocupaba el centro de la anécdota evocada. Pensé en mi otra abuela, la materna, que también tocaba, y eso me llevó a volcar mi repertorio hacia ciertos tangos y valses con los que ella acostumbraba satisfacer mis requerimientos infantiles: "Adiós muchachos", "Lágrimas y sonrisas", "Santiago del Estero"...
Me puse contento. Acaso antojadizamente, sentí que estaba homenajeando a mis abuelos. Y no quisiera incurrir en sentimentalismos baratos, pero mientras tocaba imaginé que ellos andaban por ahí cerca, escuchando con alegría, aprobando reconfortados que su nieto los recordara de esa forma.
Algo cansado, interrumpí mi recital por unos minutos y pedí que me acercaran algo fresco para reponerme del calor. Mientras bebía, caí en la cuenta de algo en lo que nunca había reparado hasta ese momento, y es que mis dedos guardan una herencia familiar intangible pero invaluable, atesoran una historia poblada por remotos paisajes sonoros de los cuales provengo, y que han contribuido a hacer de mí lo que soy.
Tuve la certeza de que iba a escribir algo al respecto. Vislumbré un pantallazo general de lo que iba a ser el texto, y hasta supe cómo iba a titularlo. Hubiera podido permanecer suspendido en esa fantasía creadora durante un buen rato pero, apenas advertí que -una vez más- estaba pensando demasiado, detuve mi maquinaria mental de inmediato.
Mis abuelos me estaban pidiendo un bis, y no era justo hacerlos esperar. Así que me acomodé de nuevo frente al teclado y me puse a tocar "Gricel".
PÁGINA 3 – NUESTRA POESÍA
María Oscaritz (Arroyo Aguiar-Santa Fe/Argentina)
Del Setenta y Seis
I
Ladraron los perros
sobresalto y presagio
en su vigilia
miró a su compañero
escondió a su hijo
ya se habían enroscado en los tallos de la muerte
-Perros- pensó
ladran
o persiguen
tembló de frío
cuando arrrancaron
la puerta a patadas
no vaciló
vació su cargador
mientras caía
II
Buscaron poniendo
su sangre
cayeron sin las luces
de la muerte bendecida
en el lugar eternamente equivocado:
baldío
mar
cama ajada
solos
frente a sus hijos
las manos de los muertos
se crisparon
cuando
nos
decretaron el olvido
III
Los sueños de los muertos
saltaron la barrera
muertos después de todo y
ante nosotros
la Historia
circula empobrecida por las calles
buscando su razón
en la vergüenza.
IV
Había que cambiar el mundo
para todos
unos pocos
alzaron la bandera
pero la hidra regeneró su incendio
y nos dejó
sin treinta años
de voces
y memorias.
V
Creció de la ilusión
la noche atroz
llamó a batalla
a violencia animal
llamó al silencio que abonó los miedos
no supimos juntarnos en
la Historia
nos mataron a todos
en un escándalo
de muertos
sin nombre
sin olvido.
PÁGINA 4 - CUENTO
Noches negras como boca de lobo
Por Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez-Santa Fe/Argentina)
Un buen hombre se sacó el corazón con la mano y lo sembró en su huerta para la época de las siembras, y vio brotar una planta de corazones.
El hombre la regó cada tres días y la cuidó del viento, del mucho sol y de malas hierbas y bichos y la buena planta floreció en la época de las flores y dio sus buenos frutos en la época de los frutos.
Cuando los nuevos corazones estuvieron en sazón, el hombre los recogió, se los puso en el hueco del pecho y esa noche fue al bosque, donde una jauría de lobos hambrientos lo esperaba. El hombre sacó uno a uno los corazones de su pecho y los puso en las bocas de los lobos y todos comieron y todos se durmieron en saciado círculo alrededor del buen hombre.
Al amanecer, ya no encontraron los lobos al hombre ni pudieron seguir con su fino olfato el rastro de su desaparición.
Alguien dijo haber visto, cuando todos dormían, bajar un ángel hasta el centro del círculo de los lobos y dijo haber visto al ángel sacarse el corazón con una mano y sembrarlo en el hueco del pecho del buen hombre
y dijo que el buen hombre lloró agradecido y rogó al ángel:
--Llévame a las tierras azules… más allá de las ultimas estrellas y de los últimos aullidos, llévame a donde pueda dormir y soñar y cultivar un jardín que ya este mundo me ha arruinado para siempre.
Y el ángel y el hombre se fueron cielo arriba hasta más allá de las ultimas estrellas. Al final el buen ángel se detuvo e hizo un lecho de sueños donde puso suavemente a dormir al buen hombre.
Los lobos despertaron hombres sedientos de sangre humana y hambrientos de corazones y todos corrieron a las ciudades y aldeas donde fueron recibidos entre los hombres y rápidamente treparon todos ellos a los más altos cargos en el orden económico, político, científico, religioso y militar entre los hombres y en el poder vivieron por los siglos de los siglos, sin que faltara a ninguno de ellos cada día una buena guerra y cada noche, un buen plato de corazones humanos recién arrancados y ofrecidos y una buena damajuana de sangre humana para largo festín.
Campesinos y ciudadanos, se consolaban unos a otros:
-¡Ya no hay lobos hambrientos en el bosque!
Hasta que un loco rompió a llorar y agregó:
-Es verdad, ya no aúllan los lobos hambrientos en el bosque, pero tampoco hay primaveras en el huerto ni hay más estrellas.
Esa noche todos miraron al cielo y era verdad, ya no hay estrellas, todas se fueron más allá del último cielo, hambrientas, sedientas, buscando quien sabe qué.
PÁGINA 5 - ENSAYO
Dulzura a gajos
Por Danilo Sánchez Lihón (San Marcos/Perú)
A la tarde de lluvia
cuando el alma
ha roto su puñal en retirada.
César Vallejo
Explicación:
Al subir al terrado a componer unas goteras –por donde el agua de las lluvias que se desatan en enero se estaban filtrando y dañando la bóveda y las paredes de la casa de César Vallejo en Santiago de Chuco– el profesor Wilson Alayo Cueva, a cargo del cuidado de ese santuario, al estirar la mano entre el carrizo y las tejas, sintió que tocaba un sobre forrado en cuero y atado con una cinta ya enmohecida.
Al desamarrar el atado se encontró un archivo de cartas de la primera mitad del siglo pasado. Cundió entonces la alarma, la ilusión y la expectativa. ¿Se trataría de cartas del poeta a sus familiares? Porque él se quejaba desde París y ante los suyos que les escribía mucho y continuamente y sin embargo no obtenía respuesta en la misma proporción ni medida.
Las cartas están ahora debidamente depositadas en el área correspondiente del Municipio Provincial. He conversado con el señor Enrique Caballero Alayo, gerente institucional, quien me informa que son alrededor de cuarenta misivas, ninguna de ellas firmada por César Vallejo, pero sí por familiares cercanos como sus hermanos, entre ellos don Víctor Clemente.
Pero, ¿por qué se escondieron en un lugar inaccesible? Porque solo quien las pusiera allí podría alguna vez recuperarlas, ya que había que alzar una teja del techo para desatracar ese vestigio. En consecuencia, tiene que haber una razón y esa razón encierra un misterio.
Conjetura Enrique Caballero, como primera aproximación, que podría ser el archivo de Otilia Vallejo Gamboa, hija de Víctor Clemente y sobrina del poeta, quien vivió en esa casa hasta el día de su muerte y a quien César Vallejo le escribiera:
Luciré para Tilia, en la tragedia, / mis estrofas en ópimos racimos; / sangrará cada fruta melodiosa, / como un sol funeral, lúgubres vinos. / Tilia tendrá la cruz / que en la hora final será de luz!
Prenderé para Tilia, en la tragedia, / la gota de fragor que hay en mis labios; / y el labio, al encresparse para el beso, / se partirá en cien pétalos sagrados. / Tilia tendrá el puñal, / el puñal floricida y auroral!
Sobre las cartas familiares de César Vallejo escribí las siguientes líneas:
1. Ternura andina
Revisando unos archivos míos de hace muchos años encontré varias cartas remitidas por mis hermanos desde Santiago de Chuco, pueblo donde nací, me crié y de donde salí a la edad de 16 años para estudiar literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Al releerlas, después de varios lustros pasados, me he quedado sorprendido: ¡qué ternura tan honda y sentida resuman sus palabras!, ¡qué candoroso el acento y qué a flor de piel la cordialidad de las expresiones! ¡Cómo nacía y se abría tan natural el sentimiento! Y, seguro, que ¡yo también era así, sin darme cuenta! Y mi pregunta –ante esas misivas entrañables de aquellos tiempos – ha sido: ¿de dónde venía y cómo asomaba ese venero de pureza, ingenuidad y estremecimiento?
Luego, revisando varias cartas de César Vallejo a sus hermanos, compruebo que la emoción es igual, el cariño y el apego es idéntico en lo pleno, sincero e inocente; como cuando Vallejo les dice a Víctor Clemente y a Manuel Natividad: «Hermanito amado», o «Manuelito de mi corazón»...
¡Igual escribían mis seres queridos! Y entonces se me ha hecho evidente un hecho que quiero compartir, cual es: la ternura inmersa en el ser de las personas de nuestros pueblos de origen y de nuestras casas nativas.
Y eso, ¿para qué? Para que la rescatemos y la defendamos con vigor, ¡para que no se nos pierda!, para que actuemos con ella de la mano y más frecuentemente en la vida cotidiana. Para que no nos amilanemos de tenerla en el alma.
Y, los que aún no la han perdido ni dejado ir, para que la conserven y acrisolen con denuedo; para que cobijen a esta huidiza, delicada y temblorosa doncella. A esta virtud suprema venida para alentarnos en la vida: la ternura.
De este modo, por ejemplo, le escribe César Vallejo a su hermano Manuel Natividad, el 2 de diciembre de 1918:
«He tenido al fin la alegría de recibir cartita tuya, después de las numerosas cartas que yo te he escrito desde marzo de 1917 en que me alejé de ustedes. He gozado y he llorado al leer tus tiernas, conmovedoras y tristes letras. He gozado dolorosamente, horriblemente. Cuánto recuerdo y cuanta felicidad que se ha ido para siempre. ¡Oh Manuelito de mi corazón! ¡A qué me sabía un destino tan negro, lejos para siempre jamás de nuestra madrecita del alma! Oh, queridísimo hermanito».
2. Está pegada a la cuna, a la leña y al humo de la cocina
¡Cómo abundan los diminutivos en el texto! ¡Cómo rebosa y colma, estalla e inunda el cariño!
Consideremos que Manuel Natividad, en la circunstancia que estamos citando, tenía ya 38 años. Y, sin embargo, pareciera que es a un niño a quien se le habla y escribe. ¡Que es entre niños que están llorando juntos! Y, entre ellos, es aún mucho más el temblor, el agobio y la turbación de quien remite la epístola, que no es otro que César Vallejo, quien tenía en aquel entonces 26 años y que por los méritos alcanzados bien podría haberse convertido en un ser vanidoso y arrogante y despectivo.
Porque, para esa fecha era un autor ya reconocido en el parnaso literario del país, quien por sus poemas publicados en periódicos y revistas había merecido elogios de personalidades refulgentes de la escena cultural, como Abraham Valdelomar, Antenor Orrego y Percy Gibson; y de artistas e intelectuales del mayor prestigio y reputación del Perú de ese entonces y de ahora, como José María Eguren y Manuel González Prada.
Sin embargo, ¿es soberbio? ¿Se muestra, acaso, petulante y ufano? ¡No! Al contrario: es humilde y desasido. ¡Y qué hermoso es el tono, la quejumbre y la actitud con que se rinde a sus exaltaciones. Y, en el caso citado, ante su hermano mayor Manuel Natividad, que en aquel entonces era agricultor, es decir campesino o chacarero, quien vivía en la rusticidad del campo, entre la gleba, la oscuridad y la floresta.
Vallejo, en cambio, era un profesional graduado con los más altos honores en la Universidad de la Libertad. La nota que obtuvo en la sustentación de su tesis “El romanticismo en la literatura castellana” fue de sobresaliente, mereciendo la nominación de cum lauden.
Pero, ¿tiene, por asomo, pose de señorito? ¿Le invade la jactancia y la altanería del académico encumbrado? No, no la tiene en absoluto. No, no lo mancha ni una pizca de ello.
La ternura de Vallejo ¡es legítima, natural y auténtica ternura andina!, porque es afecto pegado a la cuna, a la leña y al humo de la cocina, ¡a la piedra tutelar de la puerta o la escalera que nos cobija y por ahora nos consuela en la añoranza de la casa y del origen!
Ternura que es un bien y un tesoro lamentablemente amenazado. Del cual se hace incluso burla, mofa y escarnio. ¡Hagamos que viva por siempre y para siempre, con César Vallejo como portaestandarte. ¡Y que no muera nunca! Ni falte jamás en nuestras vidas
3. ¡Oh Manuelito mío, hermano queridísimo!
Es ternura que no sé cómo nace, brota y se expande. Que no sé tampoco cómo explicarla. Pero que se da, subsiste y es poderosa. Pero que también es frágil y fácilmente herible. Que con frecuencia se agazapa y desaparece. Que se mimetiza: late en la hilacha de la frazada pobre, en el rebozo y el poncho de padre y madre que aún en el recuerdo nos abrigan, protegen y cobijan, aunque ellos hayan muerto hace años y hace mucho tiempo su recuerdo perviva.
Ternura que es una especie de queja, de renuncia, de tristeza. Y de digna alegría! También de vergüenza. Ternura que se oculta y esconde en todo adiós, en el irse lejos, que se asocia mucho al rubor, al callar, al no querer hacernos notar. En ocultar nuestras penas, desengaños y congojas.
Tanto es así que pienso: el dolor de César Vallejo, en aquel ser tan silencioso y digno, ¡cuánto de más grave, hondo y atroz habrá sido! ¡Y, a su vez, cuán inmensa y dilatada ha debido ser su devoción y consubstanciación con el hombre para poder hallar el equilibrio a esa índole implacable del dolor!:
I, desgraciadamente, / el dolor crece en el mundo a cada rato, / crece a treinta minutos por segundo, paso a paso, / y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces / y la condición del martirio, carnívora, voraz, / es el dolor dos veces / y la función de la yerba purísima, el dolor / dos veces / y el bien de sér, dolernos doblemente.
Jamás, hombres humanos, / hubo tánto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera, / en el vaso, en la carnicería, en la aritmética! / Jamás tánto cariño doloroso, / jamás tan cerca arremetió lo lejos, / jamás el fuego nunca / jugó mejor su rol de frío muerto! / Jamás, señor ministro de salud, fue la salud / más mortal / y la migraña extrajo tánta frente de la frente! / Y el mueble tuvo en su cajón, dolor, / el corazón, en su cajón, dolor, / la lagartija, en su cajón, dolor.
¡Cuánto más de inmenso habrá sido su desgarramiento interior. ¡Y no lo dijo totalmente!, por ese recato y esa dulce timidez que habita en los andinos! ¡Porque Vallejo también en su sufrimiento fue muy santiago-chuquino y muy serrano!
En su carta a Manuel Natividad, que he citado en parte, prosigue:
Han pasado 114 días desde el inolvidable 8 de agosto; y para siempre vivo en la fe de Dios y estoy seguro de que mamacita está viva, allá en nuestra casita, y que mañana o algún día que yo llegue, me esperará con los brazos abiertos, llorando mares. Sí... Yo no puedo aceptar que la haya llevado Dios tan temprano para el amor y esperanza de sus hijos que han luchado para conquistarse un porvenir que había de ponerse a los pies de nuestra santísima madrecita Santitos ¡Oh Manuelito mío, hermano queridísimo!
4. Luchar por un porvenir
Toda carta que Vallejo dirige a un familiar suyo, que en aquel tiempo permanecían en Santiago de Chuco, reboza de cariño, porque él sabe que ese es el lenguaje de uso e intercambio entre su gente. E, incluso, que no se puede ser de otro modo.
Descubre también sus cartas a un Vallejo que se arropa, que se abriga, hunde y protege en esa ternura para poder seguir sosteniéndose en la vida.
Sin embargo, no quiero dejar de señalar un rasgo muy nítido y conmovedor en esta carta reproducida, cual es aquella expresión que dice:
(...) sus hijos que han luchado por conquistarse un porvenir que había de ponerse a los pies de nuestra santísima madrecita Santitos!
Y es éste otro elemento presente en las cartas que dirige a sus familiares, cual es hablarles –de modo casi ingenuo– de alcanzar éxito, de llegar a ser grande, de obtener logros que les llenen de satisfacción y orgullo; ¡y hasta de riqueza!, para beneplácito de su madre y su familia.
Reflexionemos sobre este hecho: César Vallejo es un poeta de estatura universal al igual que el Dante, en palabras del pensador y místico norteamericano Tomás Merton. Todo ello lo hizo como empeño y consagración para ponerlo a los pies de su madrecita. ¿No es excelso?
El militante de la República Española, que muere en el fragor de esa contienda, quien escribió los poemas más sublevantes de la especie humana inspirados en esa trágica hecatombe, hizo esa proeza para ponerlo a los pies de su santa madrecita. ¿No es sublime?
El peruano más cabal del Siglo XX, según todas las encuestas que se hicieron a nivel nacional al término de aquel siglo, alcanzó a llegar a ese horizonte en razón de algo muy tierno, como él lo dice, lo declara y recalca, cual es: para ponerlo a los pies de su santa madrecita. ¿No es glorioso?
Algunos lo postularon –con sobrada razón– como el peruano más colosal del milenio, junto a Miguel Grau, pues ambos con su martirio navegaron mares procelosos y vencieron todos los escollos para sobrevivir en la eternidad.
Pero en el fondo de esa grandiosidad está la radiante y leve flor, frágil pero a la vez eminente flor de la ternura y la bondad sin límites por todo aquello que merece ser amado.
Y el arrojo de nuestras vidas para ir tras aquellos ideales y utopías. ¿No es sagrado?
5. Todas éstas son razones y motivaciones del amor
Esa grandeza no le fue fácil alcanzarla, porque no es silvestre ni es gratuita. No le vino como un regalo inesperado, sino que la conquistó –así lo dice en la carta– con lucha, con hondas renuncias y con total sacrificio. Oblación inmensa antes de esta carta y peor aún después.
Bastaría sopesar el hambre y las privaciones que pasó en París para tipificar esa dedicación como una realización insigne y heroica.
Sin embargo, toda esa proeza la puso a los pies de su madre, doña María de los Santos Mendoza Gurrionero, a quien César Vallejo llama «santísima madre Santitos». ¿No es conmovedor?
¿No es, acaso –mirándolo desde el lado de la educación del alma y del espíritu– algo exultante? ¿No sentimos que eso mismo hacemos cada uno de nosotros –humildemente– en cada minuto de nuestras vidas?
Y, ¿no es lo mismo lo que han hecho y hacen cada día los hermanos que han emigrado tan lejos y que remiten cada día fondos para la educación de sus seres queridos; o para la construcción de la casita y para amenizar la fiesta de la aldea, la villa o del pueblo natal?
Vallejo luchaba, entre otras grandes simpatías y razones, por el amor a su madrecita. ¿Y quién era ella? ¿Cómo era esa bendita mujer?
Era una mujer modesta y sencilla, como se ve en la única fotografía de familia que registra su presencia, con el gesto de llanto en la comisura de los labios y de amor en las arrugas alrededor de los ojos. Con su rebozo pobre, con los hombros doblados por el peso del trabajo y del insondable cariño, como lo es toda madre del pueblo trabajador y sufrido.
¿Pero acaso porque vestía pobremente no es valiosa? ¿Porque no ostentaba pergaminos académicos, ni cargos públicos, ni renombre propio, no era inmensa? ¡Lo era! Dio protección, y sintió devoción por sus hijos. Engendró, crió y se desvivió por uno de los portentos de la raza humana de todos los tiempos.
Y su nobleza –¡adorable nobleza!– ha dado como fruto al genio universal de la poesía más significativa del siglo XX, al baluarte moral de la humanidad, honor que luego él pone a los pies de aquella abnegada mujer, razones y motivaciones todas estas inspiradas en el amor sublime.
6. La sagrada memoria de todos ustedes
Este componente afectivo, cariñoso y pródigo, en la ternura que César Vallejo deja aflorar, es un elemento que quisiera destacar porque nos toca directamente defenderlo a nosotros quienes pertenecemos al mundo andino.
Primero para dejar constancia de que es fruto de nuestra cultura; segundo, para cuidar que no se nos pierda, tercero para vigilar que no se nos arrebate siguiendo paradigmas engañosos basados en la ciencia y la tecnología, cuarto para enfatizar que ello es bueno, quinto para corroborar que estuvo en el fondo del alma de César Vallejo. Y que ello también hizo posible que él fuera el poeta universal que es.
En otra nota, fechada el 14 de julio del año 1923, el día en que César Vallejo llega a París, oigámosle lo que hace constar y escribe; donde es claro que no le fascina tanto la rutilante ciudad luz, emblema del mundo occidental, sino que lo invade y domina el recuerdo de su tierra original, Santiago de Chuco. Esa carta la dirige a su hermano Víctor Clemente y le dice, entre otros asuntos, lo siguiente:
Mi queridísimo hermano Víctor:
El Altísimo permita que mis letras los hallen llenos de bienestar, papacito y toda la familia. El Altísimo también ya me hizo llegar sin contratiempo alguno... Aquí estoy ya, y me parece todo un sueño, hermanito amado. ¡Un sueño! ¡Un sueño! Quiero llorar ahora, viéndome aquí, tan lejos de ustedes... ¡uf! ¡muy lejos! Quiero llorar mucho, a torrentes porque mi dolor y mi tristeza asoman a mis ojos y no me dejan escribir...
…escribo ahora a las cinco de la tarde. Llegan del boulevard un murmullo de músicos, risas, voces, traquidos de carros subterráneos, etc, etc. Dedico este momento a la sagrada memoria de mi padre y de todos ustedes, que, a esta hora, estarán en mi Santiago, y en casita, quizás conversando juntos, riendo o acaso llorando. Pienso en ustedes y la melancolía me ahoga y no puedo más. Yo regresaré a América, Dios lo permita muy pronto.
7. Dulzura a gajos
Víctor Clemente, en la fecha en que él escribe esta carta, tenía 53 años, pero no hay problema para que le diga: «hermanito amado». No hay atajo para sentirse y ser niños. Niños siempre en el plano de las simpatías, aquí y ahora, en concreto y tangible.
En las cartas a sus familiares las referencias afectivas son desnudas y abiertas, sin timidez y sin censura.
Y es que Santiago de Chuco es encanto, es caricia y es bondad. “Ríos de luz y entrañas de amor”, lo definió él.
En él todo es dulce: la luz en las cosas, el hablar de la gente, la manera de tratarse unos a otros.
En donde el cariño es fuerte, espontáneo e íntegro. De allí que César Vallejo pudiera escribir versos, estando ya en París, como:
¡Dulzura por dulzura corazona! / ¡Dulzura a gajos, eras de vista, / esos abiertos días, cuando monté por árboles caídos!
Es el afecto que no hay que maltratar ni descartar de nuestras vidas, ni mucho menos desasirnos de él.
Que debemos velar y atesorar, cuidando que nunca se pierda, reconociéndolo como aquello que hay de más valioso sobre la faz de la tierra.
Afecto que si te vas lo llevarás contigo. Y si te quedas permanecerá fiel a tu lado.
Afecto que si callas dentro de ti sabrá lo que te sucede. Y alargará hacia ti su mano compasiva.
Afecto que te ayudará a perdonar a los demás, y a perdonarte a ti mismo. Que ahora anuda nuestras gargantas y hace brotar las lágrimas de nuestros ojos por todo lo que hemos dejado esperando que algún día volvamos.
PÁGINA 6 - CUENTO
Olvidando a Xiara
Por Gustavo Marcelo Galliano (Gödeken-Santa Fe/Argentina)
¿Cómo olvidarme de Xiara?...
Sería como quedar atrapado eternamente, en la cima del magno Aconcagüa.
Pero sería una utopía. Utopía de aquellos que aún resisten a creer en el olvido. Imposible abstraerse ante ella. Su sola presencia todo lo invade y todo lo torna supremo.
Es como si una ráfaga de aire fresco, mezcla de pino y hierba fresca, te insuflara los pulmones, te despertara el alma, te convirtiera en alguien mejor, y a la vez, otra ráfaga de calor intenso, denso, te lleva a desearla más que a nada en el Universo. A desear su infierno, si existiera un infierno, o más de uno, según el Gran Dante.
Su figura felina logra encender hasta el deseo de aquellos que creen que el deseo es algo que ya no lograrían desear, ni encender.
Esa es Xiara. Mi Xiara.
¿Cómo olvidarla después que haya posado sus ojos en mí?
Esa mirada de fuego, fuego de lava. Lava de incontrolable volcán. Corriente infernal que te hace sentir vivo, pleno, átomo repleto de energía.
Ni el Faro de Alejandría o el Coloso de Rodas, ni el Templo de Artemisa o la Estatua de Zeus, ni los Jardines Colgantes de Babilonia o el Mausoleo de Halicarnaso... ni siquiera las Pirámides de Guiza... nada es comparable a mis días con Xiara.
Un inmenso torbellino me envuelve en su fragancia, sin permiso ni descanso. Y me devuelve a la realidad de manera injusta, insensata. Cruel y arrogante. Castigo excesivo a mi testaruda ignorancia sobrecargada de hormonas.
Como arrojarse sin ataduras desde las Cataratas del Niágara y sentir esa sensación que nace en el estómago, explota en el pecho y estalla en el cerebro, tan intensa y compleja como la muerte misma, tan llena de adrenalina como la vida misma.
Respirar junto a ella era conocer a las Parcas en un instante... como si Nona, Décima y Morta se convirtieran en solo una, y poderosas decidieran embriagarme con el destello de Xiara, hasta dejarme satisfecho. O más insatisfecho aún.
Pero decidí saltar, saltar hacia la duda.
Como si me arrojase desde la cima de los Cárpatos Occidentales, desde los Alpes de Transilvania, como si lo nuevo fuese bueno, solo por nuevo, solo por aventura, por violar las reglas. Sin necesidad, solo porque sí.
Saltar hacia la nada y a la vez saltar al todo.
Saltar sin parapente ni paracaídas. Saltar. Cuando no se conoce hacia donde se salta pero se creyendo firmemente en que vale la pena.
Y sin embargo, mi interior me lo imploraba.
Como una voz que te martilla y martilla los oídos desde la mañana hasta la noche. Y vuelta a comenzar. Y término del día me encontraba extenuado, extenuado y más conflictuado que el interior del mismísimo Kafka.
Hoy el despertar sin ella es como despertar en un tórrido desierto.
Con la garganta reseca y arterias palpitantes. Con la mente confusa y el corazón casi inerte. Músculo convertido casi en fibra. Fibra sin calor.
Despertar sin Xiara es como no llegar a despertar nunca. Como no poder volver a soñar, y solo tener acceso a pesadillas constantes. Como si estuviera en el árido Sahara, cuidándome de oasis y moros. Como si estuviera en el reseco sur del Kalahari, huyendo de bosquimanos.
Un presagio me ha invadido: estoy comenzando a olvidar a Xiara.
Olvidar es comenzar a recordar un poco menos.
Como comenzar a desandar el camino. A ovillar la madeja. Y poco a poco, se obtiene la nada. Xiara es el todo. Yo equivoqué mi camino y hoy soy lamento sin muro. Creí que tras el muro estaba la vida plagada de dicha y escapar a la calle sería solo una aventura. Aventura con retorno. Retorno y regreso. O nó. Después de todo... eso es la aventura.
Mi anterior hogar era un chalet antiguo, ventilado y soleado. Con eco de risas de niños, perfume a rosas y jazmines cultivados. Con aroma a alegría, dicha, calma. Mi nueva casa es gris, oscura y húmeda, aroma a incienso repulsivo, a hiedra y malva.
De ellos solo distingo sus zapatos. No son muy cariñosos ni considerados. Hace algunos días, o semanas, como saberlo, me llevaron ante un profesional de la salud, según ellos. Dijeron que era por mi bien, que estaría más calmo.
Hoy mi voz es apenas un eco desgarrado en la distancia... Una implosión que me destroza... un destello de lo que fuera... si acaso fui... o pude ser.
Extraño mi antigua casa... aunque cada vez el recuerdo brote más tenue. Extraño mi anterior nombre... aunque “Xum” ya no me resulte tan interesante, jamás me acostumbraré al de “Rodríguez”.
Sí... extraño tanto a Xiara... paradójico... aunque de a poco haya comenzado a olvidarla... aún a pesar de no desearlo... pero es inevitable... aquí en el sillón frente al TV todo es hastío y sueño sin sueños... como queriendo no ser.
¿Por qué habré escapado? ... ¿comprenderán algún día los humanos lo que siente un gato esterilizado?...
El frío de esta casa es mi necrópolis, sin duda, sin Xiara, es tan fría como la cima del magno Aconcagua.
PÁGINA 7 – NUESTRA POESÍA
Hernán Salcedo (Rosario-Santa Fe/Argentina)
Pausa XX
lo árbol de tu cuerpo
esa corteza natural en el abrazo
las manos donde construyo mis nidos
las raíces pequeñas que te sostienen
las hojas de tus ropas que caen en el otoño de nuestras noches
y esa irresistible naturalidad con que me hacés sentir la flor
De acuerdo
de acuerdo:
yo dejo de garabatear tu espalda
de escribirte con dedos en las piernas
de libar tus junturas
y de recortarte los ojos con los dientes
y vos dejás de ser tan maravillosa
tan adictiva
y tan mujer
porque para este cuerpo vagabundo
tu posta de vinos y de música
y sobre todo tu sexo
son el sendero hacia la irracionalidad
Sitios
se cierran los labios
en el silencio y el beso
se cierran los ojos
en la noche y el sexo
se cierran las manos
en la compañía y el miedo
se cierra el mundo
en la muerte y el dolor
Morena en silencio
tu piel
cuando es única ropa
y junto a la ventana bailas
con la luz abrazándote de un lado
descalza en la alfombra y en el tiempo
quieta perfección en cada movimiento
tu piel
cuando es única ropa
y junto a la ventana bailas
morena en silencio
la ansiedad me flagela
y mi cuerpo
remolino mediante
es cárcel
es viento
y mi aliento
el compás del beso
PÁGINA 8 - CUENTO
Gaya ciencia
Por Alejandro Arciniegas Alzate (Bogotá/Colombia)
Los científicos estaban sorprendidos porque a la vieja estratosfera vino a sumarse una nueva capa que es como una lámina de pegamento y nicotina. Sin embargo, los industriales aseguran decisivo este progreso para la adecuada refracción de los rayos solares: como sentenciara André Breton: ha terminado la función de los ultravioleta. No importa si las muchachas se descaman. Es la fiesta de los atomizadores y los perfumes de spray. No es necedad lo que en abril acalla. Recordemos que fue en globo como Luthor escapó de la prisión. No puede enfadarse en la fila aunque larguísima del banco porque sería muy básico. Antes bien, goza de libertad para arrojar una moneda arriba y estrellarse con las hélices del abanico.
PÁGINA 9 - ENSAYO
El porvenir de una ilusión
Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires/Argentina)
El catorce de diciembre de 2007 se cumplieron ciento doce años del nacimiento de Paul Éluard, sin duda una de las voces más límpidas y originales de la poesía francesa. Había visto la luz en Saint-Denis, durante 1895, y su verdadero nombre fue Eugène Grindel aunque, desde muy joven, prefirió adoptar su apellido materno.
Una grave enfermedad pulmonar, contraída a los dieciséis años, lo obligó a internarse durante dieciocho meses en un sanatorio suizo de Davos. Donde no sólo le tocó convivir con quien sería otro gran poeta, el brasileño Manuel Bandeira, sino que allí conoció a la famosa Gala, su legendario primer amor, que lo abandonaría más tarde para entregarse a Salvador Dalí, quien la convertiría en su promocionada esposa-musa.
Y ese nombre, el del estrepitoso pintor catalán, más allá de sus encontronazos privados, ya resulta significativamente premonitorio. Porque con él se conjugan también para Éluard, aunque sea como antípoda, las dos vertientes capitales de su vida: el surrealismo y la acción política. Dalí fue por un tiempo compañero de Éluard en el primero, y terminó enfrentándolo en el otro. Pero, para entender mejor esta cuestión, hay que contar la historia.
En 1920, Paul Éluard funda en París la revista Proverbe, que llegó a publicar seis números y en la que colaborarían los dadaístas. En el clima efervescente de esa primera posguerra europea, que ya habían fecundado el futurismo, el cubismo y el expresionismo, los jóvenes poetas y artistas franceses que se habían unido con entusiasmo a Tristan Tzara en la demoledora experiencia del dadaísmo, comienzan pronto a dar síntomas de disconformidad. André Breton, que por entonces tiene veinticinco años y ya había realizado sus primeras experiencias de escritura automática, organiza en 1921 el sonado proceso contra el escritor Maurice Barrès, quien representa para ellos “un crimen contra la seguridad del espíritu”.
La disensión con los dadaístas se hace aún más profunda en 1922, cuando Breton organiza un Congreso para la determinación de las directivas de la defensa del Espíritu Moderno, del cual Tzara se niega a participar. En marzo Breton asume, junto con Philippe Soupault, la dirección de la segunda época de la revista Littérature, de cuyo equipo forma parte Éluard y donde ya se publica una entrevista a Freud. En septiembre, el número 4 ataca directamente a Tzara, quien devuelve la afrenta cuando, al interrumpir un acto dadaísta, en julio de 1923, son maltratados Breton, Benjamin Péret y Éluard. La ruptura oficial se consagra con un manifiesto de Breton: Dejen todo, que comienza con estas imborrables palabras: “Dejen a Dadá”.
Littérature aparecerá hasta junio de 1924, en que es sustituida directamente por La Révolution Surrealiste. El Primer Manifiesto del Surrealismo, también de Breton, ve la luz en octubre de 1924. El movimiento, ya con su conducción, se había desencadenado, y entre sus filas contaba con Francis Picabia, Louis Aragon, Marcel Duchamp, Éluard, Soupault, Pablo Picasso. En 1925, las Ediciones Surrealistas publican un libro escrito a dúo por Éluard y Péret: 152 proverbes mis au gout du jour. Herederos de Baudelaire y de Rimbaud, admiradores de Apollinaire y de Reverdy, futuros devotos de Lautréamont y del Marqués de Sade, esos jóvenes inician una aventura que iba a constituirse, por muchas razones, en uno de los acontecimientos culturales más trascendentes del siglo.
Continuando la tradición iconoclasta del dadaísmo, pero ahora detrás de sus propios objetivos, se realizan --con no poco escándalo-- numerosas y agresivas manifestaciones públicas de todo tipo y siempre de carácter polémico. Al mismo tiempo, por lógica interna y externa, comienza a crecer y manifestarse en ellos la necesidad de una acción política revolucionaria, por oponerse a la cual son expulsados en 1926 nada menos que Antonin Artaud (siempre irreductible) y Soupault. Breton, Éluard y sus amigos se lanzan decididamente en “todas las vías de lo maravilloso” que, por supuesto, no excluye los dominios de lo real sino que, por el contrario, trata de ampliarlos. La revolución social y la Tradición alquímica o esotérica, el humor negro y el erotismo, el inconsciente y el sueño, el automatismo y la imagen onírica, la poesía y el arte concebidos como una auténtica manera de vivir, sin frontera alguna, sin ningún límite entre sí, son puestos a prueba mil y una vez, no para concretar alguna mera habilidad o logro estético sino para “cambiar la vida”, como quería Rimbaud.
En 1930 las Ediciones Surrealistas vuelven a publicar dos libros colectivos que incluyen a Éluard: el fundamental L’Immaculée Conception, en colaboración con Breton, y el no menos sintomático Ralentir travaux, concebido igualmente junto a Breton pero también con René Char. Más allá de sus propios títulos individuales, entre ellos los indelebles Capitale de la douleur, de 1926, o L’amour la poèsie, de 1929, donde Éluard se demuestra como un lírico espléndido, dueño de una deslumbrante e intensa claridad de lenguaje encarnado y de una nueva concepción de la mujer amada, más natural y más profunda --todo lo cual llevó a afirmar entonces que después de Éluard ya no es posible amar como antes de Éluard--, aquellos sintomáticos textos colectivos demostraban cabalmente hasta qué punto el poeta de Le devoir et l’inquiétude, su primer libro, de 1917, estaba honda e íntimamente comprometido, en el centro mismo de la aventura surrealista, de la cual llegó a ser una de las figuras esenciales.
Pero todos iban a tener que cambiar, tanto el surrealismo como Éluard. Probablemente debido al clima de la época (triunfo del Frente Popular en Francia, amenazador ascenso del nazismo en Alemania y consolidación del fascismo en Italia, presagios de la guerra civil en España), el surrealismo decide ingresar en la política concreta, pidiendo su inclusión en el Partido Comunista Francés y lanzando la segunda época de su revista bajo el sintomático lema de Le Surrealisme au Service de la Révolution. Y aunque el intento concluye en un fracaso, tanto por la incompatibilidad entre ambas ortodoxias como por la forma, premonitoria, en que Breton percibe los tintes siniestros con que el stalinismo ha ido cubriendo a la actividad revolucionaria, el movimiento no renunciaría a participar en acciones similares de tipo independiente, no sin asignarse al mismo tiempo las características de una “sociedad secreta”. En función de esos acontecimientos se producen importantes y dolorosas escisiones, primero la de Aragon y luego la de Éluard, así como la de Picasso y más tarde Tzara.
Vivamente tocado por el alzamiento franquista contra la República española, uno de cuyos acontecimientos daría origen a su memorable poema La victoire de Guernica, y habiéndose comprometido con la Resistencia al invasor durante la ocupación nazi de Francia --en cuyo transcurso su luego famosísimo poema Liberté logró convertirse en un signo secreto de reconocimiento--, a partir de 1938 Éluard se va apartando del surrealismo, alejamiento que se convierte en definitivo al adherir, en 1941, según dicen a instancias de su gran amigo Picasso (a quien el inicuo bombardeo de la Luftwaffe nazi sobre la población civil de Guernica, la ciudad sagrada de los vascos, inspiró su más famoso cuadro), al férreo Partido Comunista Francés entonces en la clandestinidad.
A partir de esa decisión, Éluard se convierte en una de las cabezas intelectuales más visibles de ese partido --considerado como uno de los más stalinistas de Europa en su momento-- y, al parecer sin ninguna hesitación, pone su pluma al servicio de esa causa. No obstante, como le reconociera explícitamente el mismísimo Aldo Pellegrini, pionero del surrealismo en América Latina: “hay que destacar que fue el poeta que menos perdió con el cambio de frente”. Porque a su imagen de gran poeta del amor (“Y el amor está en el mundo para olvidar al mundo”), sin disminuir su nivel lírico Éluard le había añadido la resplandeciente idea de otro amor más amplio, más inclusivo (“Y porque nos amamos / hemos querido liberar a los otros”), el viejo sueño de la fraternidad universal.
Su muerte ocurre de improviso, a consecuencia de una angina de pecho, el 18 de noviembre de 1952. Siendo muy joven me tocó experimentar, entonces, desde Buenos Aires, como parte de la onda expansiva que recorrió al mundo, la profunda vigencia que mantenía su lirismo aún entre quienes no compartíamos todas sus posiciones. Un surrealista argentino, Julio Llinás, a la sazón en París, me confesó tiempo después que había acompañado desde lejos la comitiva oficial, para dejar una flor roja sobre su tumba. Y es que, a no dudarlo, como hoy ya es casi universalmente aceptado, una obra de arte ha de considerarse por sí misma, independientemente de las opiniones de su autor. Al menos, en teoría.
Éluard fallece, como vimos, apenas cuatro años antes de la rebelión húngara, aplastada literalmente por los tanques soviéticos. ¿Qué hubiera dicho él, por ejemplo, en 1968, cuando otra intervención similar hizo sucumbir a la promisoria Primavera de Praga? ¿Qué al enterarse de que ese mismo año, durante las conmociones del mayo francés, su viejo compañero de ruta, Louis Aragon, otro ex surrealista devenido comunista, resultara públicamente jaqueado por los jóvenes manifestantes? ¿Y qué de los conmovedores acontecimientos terminales del sueño comunista: la caída del Muro de Berlín primero, y luego la disolución en el aire de la antaño inexpugnable URSS? No lo sabemos, pero todo hace sospechar que hubiera tratado de seguir siendo fiel a su viejo ideal.
Uno de los últimos grandes humanistas de Europa, el italiano Norberto Bobbio, pudo opinar con suma claridad sobre estas paradojas: “No hace mucho tiempo tuve que hablar a propósito de la ‘utopía invertida’, después de la constatación de que una grandiosa utopía igualitaria, la comunista, anhelada desde hace siglos, se convirtiera en su contrario en el primer intento histórico de realizarla”. Y el mismo Bobbio recuerda que Thomas Nagel, después de admitir que “El comunismo ha fracasado en Europa”, llegó a afirmar también: “En este momento histórico valdrá la pena recordar que el comunismo debe en parte su propia existencia a un ideal de igualdad que conserva toda su fascinación a pesar de los enormes delitos y de los desastres económicos producidos en su nombre”.
¿Nos será dado, todavía, entonces, admitir que es ese viejo, inmarcesible ideal humano el que quizás nos parece seguir sintiendo vivo, latente, en los bellos y fraternales poemas de Paul Éluard, a pesar de que la vía en la cual creyó para llevarlo a la práctica no sólo se haya mostrado insuficiente sino, inclusive, hasta enemiga de esos mismos principios? ¿Tendremos el derecho de seguir viendo, sintiendo eso en sus poemas después de testimonios tan desoladores como el que yergue César Moro en su demoledor manifiesto “Objeción a todos los homenajes a Paul Éluard”, de 1953, donde se alude tan clara como dolorosamente al hecho de que Éluard hubiera aprobado implícitamente, en público, tres años antes, la condena a muerte de su amigo Zavis Kalandra, el surrealista checo?
Un gran poema de amor puede seguir contagiándonos aún cuando quien lo motivó ha traicionado o desmentido ese sentimiento. Y hoy se proclama no sin razones el concepto de la autonomía del texto. Pero, para quien fue arrollado por las tragedias de la historia, o para quien creyó a fondo en sus sueños --a veces hasta el riesgo de su vida--, resultan sin duda inescindibles un hombre y lo que dice, un hombre y lo que hace, se hace casi imposible separar un texto de lo que su autor inviste. Especialmente en un caso como el de Éluard, donde su vida misma parecía fundamento esencial, fuente y blasón de su poesía.
Es verdad que la peste maniquea produce una mala conciencia simultánea. Criticar al amigo que nos defrauda puede favorecer al enemigo común. Pero es allí, precisamente (¿no es de eso que se trata?), donde el uso de la palabra debe demostrarle su eficacia tanto a la inteligencia como al corazón. No obstante, aún con derecho a hacerlo, y hasta desde el punto de vista de la misma utopía, creo que hay sin embargo un importante testimonio como para reflexionar antes de decidirse a emitir juicio. Si hay alguien de quien no se puede dudar, en estos temas, es René Char. Supo ser surrealista y dejar de serlo, supo combatir contra el nazismo sin permitirse extraer posteriormente ningún provecho ni pretender erigirse en juez (todo lo contrario) con la victoria. Amigo entrañable de Albert Camus, fue uno de los pocos intelectuales franceses que estuvo siempre a su lado cuando a ambos les tocó denunciar, tanto a la dictadura franquista como al totalitarismo mal llamado soviético. Pues bien, ese mismo René Char, en su significativo texto La conversation souveraine, que constituye un agudo y exigente balance de toda la poesía francesa, después de señalar a Vigny, Hugo, Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Mallarmé, Verlaine, culmina ese perfil de las muy altas cumbres con estas líneas finales y, a la vez, definitivas: “Reconocimiento a Guillaume Apollinaire, a Pierre Reverdy, al privilegiado lejano Saint-John Perse, a Pierre Jean Jouve, a Artaud destruido, a Paul Éluard.” ¿Alguien se animaría, tras eso, a arrojar la primera piedra?
PÁGINA 10 - CUENTO
Las máscaras de Beatriz
Por Ángel Balzarino (Rafaela-Santa Fe/Argentina)
La mirada de los otros tuvo la vigencia de una fría puñalada. Se detuvo en el umbral, indeciso, con la bochornosa sensación de ser alguien raro o completamente ajeno en ese lugar. Pero al fin continuó la marcha, baja la cabeza, imaginando las preguntas que debían formularse ellos para tratar de comprender o justificar su presencia allí.
No era por parentesco, obligación o curiosidad. Lo impulsaba otro sentimiento. Sutil, delicado. Sin duda le resultaría difícil explicarlo, definir el carácter de la comunicación que se había establecido entre ella y él. Libre de los demás. Algo íntimo, casi.
Vaciló al observarla. Con un escalofrío, súbitamente mareado. Debió reprimir un grito mientras retrocedía un paso, no tanto para reponerse sino más bien para borrar la punzante visión. No. No es así como quiero verla. Tampoco recordarla. Y permaneció quieto, los puños apretados, acosado por la imperiosa búsqueda de la máscara -tierna, sugestiva, hermosa- que desde ahora deseaba conservar de Beatriz.
Había sido su tía Nélida la primera en hablar de ella. Estaban almorzando cuando dio la noticia: una mujer joven acababa de mudarse a la vieja, bastante abandonada casa de los Vecchio. Ni su tío ni él efectuaron comentario, tanto por la falta de interés por esa novedad como por el desdén y cansancio que siempre experimentaban ante la charla apabullante. Por espacio de dos o tres días no volvió a mencionar el asunto hasta que, con la pícara sonrisa que esbozaba cuando era dueña de un dato valioso, reveló que la mujer se llamaba Beatriz y ya en el pueblo circulaban múltiples interrogantes por el enigma de no saber de dónde procedía ni por qué estaba allí.
Tal vez eso avivó la curiosidad por conocerla. Pudo hacerlo una tarde en que, como era habitual, andaba en el pesado triciclo repartiendo mercaderías del almacén de don Bautista. Luego de visitar varios clientes, los vio: apostados en una esquina, con las bicicletas formando un muro, la actitud desafiante. La sorpresa se confundió con el miedo mientras se esforzaba por frenar el triciclo. Paseó la mirada por los tres -Barboza, el Cacho Funes, Sampietro- en busca de un signo revelador de lo que proyectaban hacer. No pudo eludir un estremecimiento al recordar el modo como solían actuar ellos (arteros y casi crueles al concretar los juegos y bromas con que pretendían divertirse a costa de los otros, más débiles o temerosos) y menos cuando el Cacho Funes preguntó cuántos paquetes llevás allí, qué te parece si los repartimos entre todos. La noción del peligro se impuso abruptamente. Al tiempo que estallaba la risa de ellos, dio vuelta el triciclo y se acomodó en el asiento y comenzó a pedalear con premura; pero las piernas no respondieron al voluntarioso afán y el avance se hizo lento, agobiador, que acrecentó la inseguridad por la cada vez más cercana presencia de los perseguidores, provocativos en las carcajadas y las palabras soeces. Condujo sin rumbo y dificultosamente, tratando de sortear no sólo los obstáculos de la calle sino sobre todo el roce de las bicicletas, los rudos empujones. Cuando al fin una rueda se hundió en un pozo y perdió el equilibrio, el grito de furia y dolor se confundió con el estruendo del golpe. Después, caído junto al triciclo y el canasto de mimbre y los paquetes desparramados, los vio alejarse, rientes y victoriosos por la proeza realizada. Tardó bastante en levantarse, más que por los magullones en el cuerpo, por la impotencia, el total desánimo; y maquinalmente colocó el canasto en el triciclo y luego se dedicó a recoger los tarros y cajas de mercaderías. Te ayudo, la voz afirmativa, más que mera pregunta. Confundido, al volverse, sin saber si era por descubrir a la mujer recién llegada al pueblo, por el cálido gesto de colaboración o por quedar encandilado por la sonrisa, la belleza del rostro. Sin esperar respuesta, ella fue colocando algunos paquetes en el canasto, son unos bárbaros, cómo te van a hacer eso, alguien tendría que darles un escarmiento. Mirarla. No pude ni quise hacer otra cosa. Nada más hermoso. Sólo después de quedar todo acomodado reparó en la mancha rojiza en su brazo, vení, te voy a limpiar esa herida. Tampoco dijo nada, agradecido por surgir otro motivo para tenerla cerca, dejándose tomar de la mano y conducir la media cuadra que había hasta la casa de ella. El frescor del ambiente contrastaba con la sofocación de la calle y, aliviado, se sentó en el comedor mientras ella desaparecía por una puerta; al volver, de una caja extrajo algodón, vendas y una botella de alcohol. Diecisiete, dijo sin atreverse a confesar los quince apenas cumplidos, aunque la sonrisa maliciosa de ella le hizo adivinar que no le creía. El silencio estableció una íntima complicidad. Formuló otras preguntas, dónde vivía y para quién trabajaba y cuáles eran sus gustos, al tiempo que pasaba un trozo de algodón humedecido sobre la herida y él respondía con monosílabos o frases escuetas, ajeno, sin querer que nada le robara el hechizante placer de mirarla, de embriagarse con el aroma de su cuerpo, de sentir el tibio y suave roce de las manos. Bruscamente hubo un cambio. Se calló, erizado el cuerpo, con una mueca de preocupación. Atraída por algo -tal vez un golpe o una voz que él no llegó a oír-, ella se dirigió ansiosa hasta la ventana y, abriendo un poco el cortinado, observó la calle. Los ojos, escrutadores, trataron de descubrir el motivo de la sorpresa o alarma. Después, desistiendo o ya más tranquila, regresó a su lado. Bueno, creo que ya está, la forzada sonrisa no consiguió disimular la turbación mientras terminaba de vendarle el brazo, será mejor que te vea un médico. ¿Qué le pasa? Se asustó por algo. De pronto abstraída, casi olvidada de él. Tuvo la sensación de molestar y optó por marcharse. Esperá. Fue a buscar dos vasos con gaseosa. Luego de entregarle uno, se desplomó en un sofá dejando escapar un suspiro como cauce aliviador a un estado de pesar. Me hablaba y sonreía, pero estaba pensando en otra cosa. Preocupada. Lamentó que se hubiera destruido el clima de bienestar. Al terminar la bebida, se levantó. Cuidáte, mientras lo acompañaba hacia la puerta apoyó un brazo sobre sus hombros en actitud protectora o de afecto, vení a visitarme cuando quieras, resultándole más que una simple despedida, la promesa de nuevos y gratificantes momentos.
Después fue su secreto. Personal. Inviolable. Sin querer compartirlo con nadie. Por eso fingió desconocer a la mujer que en el pueblo todos comenzaron a individualizar como Beatriz o adoptaba un aire distraído cada vez que oía hablar de ella, pero estaba siempre atento para detectar cualquier referencia a su mundo. Algo grave o malo la perturbaba. Me hubiera gustado ayudarla. Procuró, a través de diversas fuentes, develar el enigma. Pero sólo pudo ir armando un cuadro bastante abigarrado: el desconcierto de don Bautista por notarla rara e intranquila y sobre todo verla un día salir del negocio corriendo, sin causa justificada; los airados comentarios de la gente porque permanecía aislada, sin desear ni permitir ninguna intrusión en su vida privada; el gesto indignado de su tía al imaginarle un pasado borrascoso y aun sórdido debido al creciente rumor de que por las noches recibía la furtiva visita de algunos hombres.
Se vio obsedido por la duda, por descifrar la verdadera imagen de ella. Durante el diario recorrido por el pueblo, cada vez que pasaba frente a su casa, reducía la marcha, vigilaba puertas y ventanas, abrigaba el anhelo de verla aparecer de pronto. A pesar de la invitación, esperaba que un hecho fortuito provocara el nuevo encuentro. Temía golpear la puerta, ser observado, descubrir abiertamente su secreto. Necesitaba conservar en el sitio más recóndito de su ser lo ocurrido entre ellos. El tesoro más precioso. Dispuesto a preservarlo de cualquier arremetida. Y así sucedió aquella tarde en que estaban echados sobre la gramilla del enorme patio de los Iturre -donde todas las siestas unos diez muchachos trataban de probar su habilidad con una pelota-, en una pausa para descansar y charlar y reír por las bromas, cuando alguien la mencionó y Zanola dijo sería bueno hacerle una visita, parece que le gusta tener compañía por las noches. La carcajada se hizo general, tal vez sea mejor que la Clotilde o la Alemana, la malicia y el regocijo iluminaron la cara redonda de Godoy al evocar momentos compartidos en promiscua y fascinante aventura. No. Están equivocados. No es igual. El grito que no se atrevió a proferir para aplacar las risas burlonas, evitar la ofensiva comparación con las dos mujeres que merecían una actitud de repudio en el pueblo. Incapaz de enfrentarlos para revelarles que la conocía y asegurarles que no era como la imaginaban, sólo atinó a salir corriendo, sin atender las exclamaciones de sorpresa ni el llamado para regresar con ellos.
Y aquella noche no pudo dormir. No. No es como ellas. Más que la certeza, era el anhelo, la empecinada necesidad de rechazar todos los comentarios y críticas aviesas que pretendían enlodarla. El tiempo pasado juntos le resultaba suficiente para saber que era distinta de las otras mujeres. Al menos de la Alemana. Decidite, vení con nosotros, y una vez más evocó la reiterada invitación de los muchachos para penetrar en una zona que siempre había considerado con un halo secreto y misterioso, algún día tenés que empezar, viejo, vamos. Y por fin fue con ellos, la pertinaz aprensión superada por la curiosidad, por el deseo que latía en todo su cuerpo; y no supo definir claramente si quería alcanzar un voluptuoso placer o más bien realizar el acto que lo iba a equiparar con ellos y lo dejaría libre de burlas y ofensas. No pudo relegar un estremecimiento mientras entraban en la casa pálidamente iluminada, durante la silenciosa espera, al quedar solo frente a ella. En el cuarto se mezclaba el pegajoso olor a perfume, sudor y humedad. Desvestite, la orden más que la invitación o sugerencia que hubiera deseado, tal vez para sacarlo de la inmovilidad, entre ausente y avergonzado. La miró. Recostada sobre la cama, sonriente, un brazo tendido hacia él. Obedeció maquinalmente. Desabrochándose la camisa caminó hasta que, junto a la cama, se detuvo, cohibido por el pudor o por la fijeza de los ojos vigilantes. Parece que es la primera vez, vení, impaciente, algo burlona por su timidez o torpeza. Un simple muñeco. Sin voluntad, aceptando todo pasivamente. Quizá por eso no llegó a disfrutar los anhelados instantes de goce; y aunque procuró disimularlo ante los otros muchachos, los posteriores encuentros con la Alemana -en el cuarto casi en penumbra, abrumado por el cosquilleo de su risa, con el roce de los dedos hábiles y suaves-, sólo le dejaron una sensación de malestar y desencanto. No. Ella es diferente. Estoy seguro. Y pasó la noche en lucha incesante por atrapar la verdad, debatiéndose entre la zozobra y un pertinaz temor.
Muy pronto supo que nunca llegaría a saberla. Por la mañana, cuando fue sobresaltado, no tanto por la hiriente luz de la ventana sino por la voz chillona, destemplada, de su tía al decirle que habían matado a Beatriz.
Ahora, casi aislado en el cuarto asfixiante, trataba de recobrar la mejor, más agradable imagen de ella. Aún no había logrado superar la conmoción provocada por el hecho sorpresivo, brutalmente violento, cuyo indescifrable origen sirvió para despertar variadas opiniones: la venganza del novio o marido engañado; el feroz ataque de un ladrón; los celos homicidas de alguno de los hombres que solían visitarla por las noches. Nadie pensó en ella. Si estaba asustada o tenía un problema grave. Dolorido por el manifiesto desdén de los demás, por la predisposición para convertirla en el centro de morbosos comentarios. Ninguno siente lo mismo que yo. Tal vez a nadie le importe realmente que haya muerto.
Por fin salió. Mientras el aire de la noche lo despejaba, comprendió el modo como quería recordarla: la tarde del único encuentro, igual que dos viejos amigos, embriagado por el dulce perfume, gozando el delicado roce de sus manos.
PÁGINA 11 – POESÍA ARGENTINA
Oscar Portela (Corrientes-Corrientes/Argentina)
Palemón
Blanca es ésta página y helada como la soledad
del cuerpo mío. Fluye tras el cristal como la vida
que es muerte y río, oscuridad y endriagos.
Ah, ya lo sé, lo sé. ¿Qué más da, estar muertos
o estar vivos? ¿Acaso el Otro lo echaría en cuenta?
Lo he comprobado ya. Sólo a la soledad confío
los augurios del tiempo. Soy invisible al Otro
y su porfía. Me he muerto ya con el deseo a cuestas
que lleva en sí los encontrados reinos del poema.
Estoy de vuelta. Es de noche y el día me acongoja.
Todo humano es hostil a mis ensueños.
Solo, solísimo confío al verso las plegarias
de vagos pensamientos. El sol me escalda.
El triste gris acero de los cielos el sueño no me quita.
No hay albergues. Deshabitado estoy como Carfaxs
en Ruinas y solo entro a la noche en la que vivo.
Todo otro es ausencia. Solo ausencia. Los llamados
se han muerto en las estepas y el aullido bronco y espasmódico
mustio está ahora bajo el áureo hielo.
¿A qué escribir entonces si el círculo vicioso
repite el estribillo eternamente?
¿A qué volcar en blanco las penurias de la tierra indigente
que ha parido lobeznos en la blancura de los sueños?
Nadie sabe si estoy o si me he ido.
A nadie importa éste destino
cierto que tiene por verdad la urna ya elegida
Y nadie lo sabrá cuando a la nada entre en el silencio
sin llamar siquiera. Alguien me espera entre la zarza ardiente.
Su voz tonante es dulce y su figura altiva de Adán desnudo
Y sin pecado alguno ni redención, ni Paraísos idos,
me lleva hacia otras puertas nunca abiertas.
¿Qué importa ahora si sueño todo esto?
No vivo en el desierto. Si la noche y el infierno
temido es el deseo que tiembla entre mis labios
cuando sueño…
Allí la zarza siegue ardiendo a solas
Como mi corazón en el desierto.
Réquiem
Como Tiberio frente al mar azul, como Tiberio
al infinito tiempo de la espuma sin memorias ninguna,
como Tiberio el Dios atisbando sin ver,
más que el abismo del pasado y sentir vagamente
las incendiadas gemas arder en su corazón de niño,
así, como Tiberio, como Tiberio el Dios,
frente al inabarcable órgano del océano
siento subir en mí, contemplando como Tiberio
el elíptico vuelo de las aves,
el horror del pasado, el pánico quebrándose
sobre mi corazón, el quiasmo de lo no sucedido,
hundido como Tiberio, el Dios, entre tinieblas,
con las ardidas naves del verbo proferido por el deseo
del otro que fui, o de los Otros que hablaban
en nosotros, el infinito misterio del pasado.
Larga ha sido nuestra búsqueda, finitos pero intrincados
los pasadizos en los que buscábamos el orden
perdido, el vuelo de los Ángeles, las voces que dictaban
y exultantes ardían en nuestros corazones
enjaezados de lunas y de estrellas, de promesas
burladas por la voluntad de alzarse con el todo del mundo.
Pero heme aquí sin palabras, como Tiberio, el Dios,
pálido en la certidumbre de ser sólo un espectro,
una pálida huella en las danzas de la memoria
del devenir del mundo, por los Dioses burlado,
mirando ahora, sin ver más que el Ocaso de los soles
que amara, como Tiberio, como Tiberio el Dios,
yo Dios, ahora deseando la desmemoria sin sexo
de los cerrados ojos de una magnolia,
sobre un cuerpo ya anciano que no pronunciará
jamás las órdenes de vida o muerte.
Como Tiberio, como Tiberio el Dios, desterrado en sí mismo
frente al mar, bordando el réquiem de lo no sucedido,
pidiendo al Ángel de la gracia de los piadosos
espíritus, que aparten del insomnio toda muerta memoria.
Como yo, como Tiberio el Dios, así, en mitad del leteo,
ahora me preparo para llevar conmigo
la vacilante nada de los Días, los espejismos
de las Islas Perdidas, -todo lo que un nombre firmara -,
en nombre de unos ojos, unas trémulas manos
de amante y de asesino, unos labios sedientos
de venenos, que ahora cantan la canción del vacío,
las lágrimas de Eros desterrado -el baño de Diana-
y Acteón destrozado, como Tiberio, ya invisible
a la jauría de perros, solo azotado por el lamento
del viento arremetido contra los acantilados de Capri,
allí donde Tiberio, el niño Dios, el anciano demente,
espera la última traición, que un inmortal soporta.
El brillo que la noche vanamente quiere ocultar al mar,
(- el único vigía, el último testigo del infierno
que despectivamente baja hasta los féretros...)
La ira de Dios
Si el corazón como un durazno seco
y sin vitales sabias, y el verano, como un buitre
que sin cesar golpea las puertas del destino
para recordarnos, que sólo sombras errantes somos,
recuerdos de un pasado aferrado a la pequeña inmortalidad
del deseo (ser no es querer perseverar en su ser Spinoza, no),
sino desaparecer, trasponiendo umbrales, ir más allá,
del otro lado, porque siempre existe lo abierto y el
vuelo de lo abierto- lo sabe el pájaro, sí, lo sabe-,
y el deseo jugando en ese espacio, también abierto
de otra memoria más profunda que ésta.
¡Ay, Thanatos! Si Eros quiere profundidad
aún en tus pasadizos y sombras, por los que preferimos
pasar, y contemplar admirados a la doncella de rizos
de oro, sonriendo bajo las aguas y los saúcos,
ofreciéndonos el cáliz del olvido, abriéndonos las puertas
a los cielos más leves y a los aires más puros,
mientras dos ángeles nos sostienen junto al abismo
que ya no es abismo sino caer levísimos hacia arriba,
mientras los dioses nos sonríen, a través de la pequeñísima
"inmortalidad" del deseo donde se disgrega el ser y el
tiempo deja caer sus dardos sobre nuestras almas.
Bodas con la luz
Un día temprano, súbitamente florecí con la luz
ese día la luz nació y se hizo carne, se hizo voz,
se hizo huella y amaneció noctámbula dormida
entre mis brazos como abeja sin madre.
Más tarde me desperté con ella y descubrí
en mi abrazo sus terribles abismos: fui su esposo,
su esclavo, su mutilado mártir, y en los naufragios
reinaba como la voz del miedo y la sombra
acudía a su encuentro, con la cruz invertida
de los vastos naufragios y las esquirlas que la noche
puso en su casto cuerpo de doncella indomable.
Fue la luz primigenia del día primero de gracia
donado al desterrado príncipe sin corona ni mirtos,
-el rapsoda voraz que canta ahora los crepúsculos
y el reino no conquistado de la luz vulnerada,
- destrozado por los litigios del día y de la noche-,
azotado por las llagas de la melancolía y de la
cuadratura del sol del mediodía, que escande,
llaga, y exilia a sal y amarga hiel de la melancolía,
y el abismo de aquella luz tornándose toda ocre.
Así, me perdí tristemente en el abismo de la razón,
en las blancas salinas y los desiertos páramos
del que no tiene patria, ni boca para nombrar
cenizas de palabras, señales de muertes innombrables
de aquella virgen del Estío primero, entre palmas
y abras solitarias, donde se filtran los fragmentos,
entre huellas de sangre y presagios- aún presagios-,
de mensajes de abriles que recuerdan
el día en que llamé a la luz, -encanallada ahora,
harapienta, arrepentida de sus delirios y los míos-,
buscando el nombre único, el exacto compás
y la tibieza exacta de una larga promesa.
Pobre niña, pobre patria expatriada,
pobre deseo inerme entre cruces y llagas-,
cuando ya nadie busca ser Dios, acariciado
por el viento del Éter más azul y más claro:
luego se aleja pensativa, dócil quizá, entregada
al escarnio de los días que pasan,
y marchitadas flores por corona-, alrededor
de túmulos se arrodilla ligera, para en silencio
buscar al vástago del día en que llamé a su puerta
y vino a mí sin preguntar por qué.
PÁGINA 12 - CUENTO
El agua que seca
Por Ariel Puyelli (Esquel-Chubut/Argentina)
Y eso que don Mario le dijo que el agua no moja: “¡lo seca a uno! Despacito, como de a sorbitos, lo va dejando seco. Un papelito lo deja”.
“Se va a embromar”, murmuró cuando lo despidió en la tranquera. Sacudió la cabeza con la invocación a lo irremediable y se metió en la casa.
El hombre estaba contento. La casa al borde del río, al pie de la cascada mayor, era el sueño de su vida.
“Pobre don Mario –le comentó a su mujer manejando hacia su nueva propiedad-. En fin, yo sé que lo dice sin mala intención, pero ¡qué ocurrencia!”.
Don Mario echó maderitas en la cocina económica. La mujer lo miró como miran las mujeres de su tipo: en silencio. Esperó. Sabía que algo iba a decir. Y lo dijo. “Los forasteros no saben nada. Ni oír saben”. La mujer comprendió. Porque al igual que don Mario, sabía oír.
Los dos conocían desde siempre la historia, aunque nunca la recordaban con palabras. Sólo de pensamiento. Ellos saben que las palabras le dan ideas al Diablo. Y se hacen historia de verdad, con nombre y apellido.
El hombre fue advertido una vez más, pero inútilmente.
“La ciudad los pone lesos. O sordos”, volvió a murmurar don Mario.
La cabaña del hombre fue tomando cuerpo, creciendo cobijo. Los troncos se volvieron paredes y techo. Las piedras, sendero. Los árboles, sombra para la gente. Y el sueño, realidad.
“¿Usted habló con él?”, le preguntó un vecino a don Mario. No hizo falta decir nada. Otra vez la cabeza lamentaba lo inevitable. Lo fatal.
“Las cascadas son ríos que la montaña no quiere –recordó el vecino-. ¡La montaña vomita esa agua!”. Enojado, chupó con fuerza el mate y lo devolvió a las manos de don Mario, que seguía en silencio.
“Se van a secar, sí señor”, remató el sujeto antes de que el silencio se instalara en la cocina.
La cabaña fue terminada y ocupada por los felices propietarios. La dueña de casa comenzó los ritos habituales: una pequeña huerta, dulces caseros y recolección de flores para secarlas y hacer adornos.
“Como las flores se van a secar”, pensó don Mario cuando entró en la cabaña acompañando al hombre, que lo necesitaba para alambrar.
Ella pensó que era el cambio de clima. “Es mucho más seco acá”, se dijo y se proveyó de cremas hidratantes. El creyó que era el resultado de tantos trabajos duros, al aire libre. Pero no usó cosméticos.
Sin darse cuenta se fueron secando por fuera y por dentro.
“Váyanse mientras les dé tiempo el agua”, le dijo una sola vez don Mario. Pero al hombre se le habían secado por completo los oídos.
Una mañana no despertaron. No tenían cómo. Papelitos eran.
Don Mario y su vecino los encontraron abrazados en la cama.
Los paisanos se miraron pero no dijeron palabra.
Tampoco era cuestión de decir algo que enojara al río despreciado por la montaña. Al fin de cuentas, tanto ellos como el agua, eran parte de la misma tierra.
PÁGINA 13 – ENSAYO
Propiedades
Por Esther Andradi (Ataliva-Santa Fe/Berlín-Alemania)
I
A los bienes que no pueden transportarse se les llama bienes raíces. Como casas o terrenos. De ahí que alguna gente identifique su propia raíz con bienes raíces. ¿A quién se le ocurriría una raíz móvil? No quiero hacer aquí un catálogo de bienes raíces, de los cuales jamás dispuse, pero sí del papel que desempeñan ciertos espacios en el desarrollo personal, y en particular la significación de la casa en la vida de las personas. En mi familia nunca fuimos propietarios, de ahí la categoría de mueble que una va adquiriendo por el mundo. Junto con la movilidad llegan las palabras, porque una no puede andar de aquí para allá sin tratar de hacerse entender, mientras que sí puede quedarse en casa calladita su alma y no me molestes compadre. Por eso a veces las formas de las letras se apropian de las formas de las casas. Pero a diferencia de las casas, las letras son muebles. Ocurre que hay casas y casas, y así como hay gente que vive en una oración completa, otros viven en la mera letra. Apenas la lisa y llana letra para albergar un cuerpo presente completo, haciendo honor a aquello que "de esencias están hechos los arduos caminos del espíritu". También hay quien vive en bibliotecas, es decir, en espacios donde los forasteros se pasean casi permanentemente por la sala de estar, lo que sería una forma de los hoteles, las posadas y aún casas de inquilinato -aunque no se puede comparar un ambiente con otro, por supuesto. Hay muchos que viven en terrenos prestados. Y otros que usurpan terrenos, una forma ciertamente menos sólida de ser propietario, porque una se encuentra siempre entre la acción y el efecto de apropiarse, lo que no deja de tener sus riesgos en la sociedad moderna. Pero como también hay "leasing" mal que mal una se defiende. Y por último tampoco falta la letra muerta, un extendido abanico que abarca desde el famoso Père Lachaise hasta la soledad de cualquier camposanto de pueblo, inmensos y también modestos territorios para refugio de guiones, más o menos ilustres, pero guiones al fin.
II
La casa que me vio nacer era de modestísima construcción, una sola planta en forma de L acostada, como la mayoría de las casas de campo de aquel entonces. A lo largo de esta L se distendían la cocina, el comedor y el dormitorio de las niñas -en ese orden- y doblando por la L, la alcoba de los padres, que cerraba la construcción. Debajo del comedor o sala de estar -que entre nosotros sólo se usaba como corredor para ir de la cocina hacia uno u otro dormitorio y viceversa-, se encontraba el ingreso al sótano. Su penumbra dio lugar a más de una fantasía, pero más allá de ellas, lo decisivo es que después de las grandes lluvias que asolaron la región, el sótano se llenó de agua y no pudimos volver a usarlo. Una L con sótano en el medio y algo de imaginación letrística puede llegar a convertirse en un "lo", nada más ni nada menos que el artículo neutro del idioma castellano. Así comienza la escritura de los primeros años de mi vida: Con un "Lo" colgando en la desmesurada página en blanco de la pampa.
De aquella casa original mi familia pasó a otra algo más compleja, con dos plantas, una verdadera H. A esta casa prefiero adosarle el inmenso patio arbolado que le pone sonido a la primera letra muda de mi historia. Eran seis robustos ejemplares, alineados de dos en dos como en un tablero de damas, pero no eran damas sino tipas, Tipuana Tipu para los expertos, que así se llaman estos frondosísimos árboles que se dan con profusión en la llanura santafesina. Gracias a este patio con proporcionales ínfulas, la H aparecía flanqueada por una E. Las Tipuana Tipu me acompañaron hasta la adolescencia con sus flores amarillas y sus chicharras del verano escritas en el paisaje del pequeño pueblo de provincia adónde nos habíamos mudado. El fragmento de la pampa que comenzaba con "lo" dejaba paso ahora a los balbuceos del pretérito perfecto HE, que me vio crecer. Claro que no escribí muchas páginas más a partir de HE, porque como dije al comienzo, formamos parte de la gran mayoría de la humanidad que no dispone de casa propia, de un bien raíz donde quedarse, de una casa adónde volver cuando uno se ausenta, sea para venderla o solazarse en la nostalgia o ambas cosas, de modo que después de un tiempo de permanecer en un ambiente letrístico, página o libro, había que salir en busca de otras páginas, otras bibliotecas, otros estantes vacíos. Partíamos, eso sí, llevándonos lo que teníamos puesto, es decir, los bienes muebles. La letra era uno de ellos.
III
Las letras son una suerte de caparazón de tortuga o caracol que se arrastra con el cuerpo, con lo cual quienes vamos por la vida moviéndonos de aquí para allá solemos justificar nuestro parsimonioso andar en general y nuestra exasperante lentitud en la producción en particular. El caparazón que nos protege pero a la vez nos acompaña es nuestra identidad móvil. Acaso lo que vamos viviendo se va grabando de alguna manera en esta suerte de coraza, que, movibles y todo como somos, pasa a ser finalmente lo más sólido de nuestra mínima historia. Siempre y cuando no nos aplaste un camión al cruzar la autopista.
IV
Hubo por cierto, una casa que concentró mis raíces en la infancia y que guardo en el jardín de la memoria. No por propia decisión, sino por los avatares del movimiento, que no siempre es cauteloso y que puede arrasar también con lo mejor de nosotros. En la casa del abuelo, el padre de papá, los nogales flanqueaban el ingreso al visitante, los rosales se disputaban un lugar bajo el sol marcados de cerca por los granados que reventaban en rojo cada otoño mientras ciruelos, damascos y durazneros se cubrían de frutos no sin antes dejar algunas ramas al alcance de la mano para que trepáramos los nietos. Fresas y buganvilias, mandarinos, naranjos y legumbres parecían complacerse por igual hundiendo sus raíces en el surco húmedo de aquella parcela. La casa en sí no valía nada, hay que ser sinceros. Era una I mayúscula, los despojos de una columna dórica donde se sucedían en el más precario estado una cocina humeante -abuela tenía todavía una cocina a leña-, un comedor, una sala que sólo se usaba en especiales ocasiones y el dormitorio, donde la última vez que estuve allí fue para velar al abuelo. En los escasos rincones donde las paredes habían logrado defender su pintura de la voracidad del tiempo, era posible entrever en alguna orla decorada la dignidad de antaño. El suelo en cambio, permanecía cubierto sólo por una capa de cemento, ya que el dinero nunca llegó a alcanzar para baldosas. Y a mí que me importaba? Si esta casa recostada sobre el vientre embarazado de la huerta, enmarcada por el cerco frondoso de los árboles, amortiguados sus ángulos por mullidas enredaderas que protegían la mutación de los insectos parecía la escritura en sí misma: Una I de tiempo, custodiada por la eternidad de los olivos. El abuelo, que había dejado sus raíces en el desierto para buscar fortuna en el Nuevo Mundo, construyó esta casa con sus propias manos, con las mismas manos arañó la tierra abriéndole surcos, echó las cimientes, plantó los olivos, dio de comer a sus aves y caballos, protegió el canto de canarios y asiló los pájaros que se acercaban a este vergel a medio camino de la pampa y del pueblo que me vio crecer. En esta I del abuelo se escribía diariamente la historia. Dejó la casa a sus hijos con un ruego: No la vendan. No es un bien transportable, quiso decir el viejo: Es nuestra raíz en varios tomos.
V
Desde aquella partida de la HE paterna varias letras fueron mi refugio transitorio a lo largo del abecedario. La primera de todas fue aquella casita en el puerto, una humilde P a la que se arribaba por un largo pasillo que conducía a una única habitación milagrosamente compartimentada en cocina, baño, sala de estar y de dormir, además de un mínimo ángulo que hacía las veces de escritorio. Mi perro Bakunin se subía a los tapiales que marcaban el perímetro de P y solía atrapar con precisión de felino a las gallinas de los patios adyacentes provocándome horrores ortográficos. Sin embargo este clima bucólico no fue roto en ninguna medida por los vecinos, habitantes a su vez de precarias letras, sino por la gramática misma. Partir, como parir, se escribe con P en castellano. Y yo soy de las que tuvieron que partir, no por nada, sino porque ahí ya no se podía más vivir.
VI
De aquella letra cursiva -impresa en una participación matrimonial que se agotó- a la gótica remedando el sello de denegación del permiso de estadía de la policía de extranjeros- fui escribiendo una que otra página con los caracteres que se me iban dando. No me faltó por cierto una residencia en tipo florido, como aquella casita de Barranco que tenía todo el encanto de la bohemia con los rezongos del mar y su tejido de jazmines. Tampoco puedo olvidar una breve estadía de letras cortesanas en aquel palacio encantado de Jaipur donde un jardín bordado de cedros y fuentes cobijara mis acrobacias en las noches. A veces sin embargo, me agobiaron los caracteres capitales de Udine, con su frialdad grandilocuente. Tanto como los crepúsculos en Puerto Santa María, donde meses enteros fui acosada por bastardillas. Aunque pocas mayúsculas fueron comparables a aquella C invertida del portal de Idris desde donde sobreviví a Beirut en llamas. De estos achaques me resarciría una larga estadía en Berlín: Un día en la calle de Hohenstaufen el destino se cruzó de vereda y por una milésima de segundo fui testigo de su código cifrado. Desde allí asistí estremecida a aquella payada entre Oriente y Occidente cuando le crecieron tanto los ojos al muro que acabaron por perforarlo. Y aún cuando hasta el momento la cosa no haya dado más que para estirar la larga lengua de una factura, a mí, nadie me quita lo bailado.
VII
Porque hay letras y letras. Varios alfabetos con sus reglas y sus cifras y un montón de tipos que impregnan los espacios según sus caracteres: letras gótica, inglesa, capitales y dóricas, cortesanas o redondas, y aquellas emergidas de la computadora, compuestas de tan mínimos punteados haciendo las veces de paredes, que nos obligan a los usuarios a disponer cada vez de menos materia, si queremos refugiarnos en ellas. Incluso daría la impresión que, ciertos caracteres alfabéticos influencian no solamente a quienes los utilizan, sino que su espectro se vislumbra en la arquitectura de ciertos espacios míticos. El lamento del mundo, no escribe y borra al mismo tiempo la lágrima en hebreo y árabe sobre el muro gris de Jerusalén? No se percibe acaso un parentesco entre el alfabeto Indi y aquel templo de Vishnu en Delhi? Y no se asemejan los caracteres chinos a algunas pagodas mientras los signos del parsí parecieran ondular en las mezquitas? La clara y fría tipología inglesa, en cambio, recuerda la sólida arquitectura de los bancos tanto como la itálica evoca los palazzos renacentistas. Y los caracteres del alfabeto japonés, ¿serán el chip que sintetiza el lenguaje electrónico y zen en las calles de Tokio?
VIII
Pasar de letra en letra no sólo no es fácil sino que puede ocurrir que una se quede colgada a mitad de camino sin llegar a ninguna otra, puros puntos suspensivos, la página en blanco, el colmo del nihilismo o la soledad. Es así que, animada por una profunda nostalgia en torno a aquel "lo" original sucumbí a la tentación del regreso: Veinte veces hube de pasar delante de aquella modesta "L" para reconocerla. Estaba pintada de blanco, la habitación de los padres había sido derrumbada, y como la herrería se había adosado al jardín, aquel "LO" de mi infancia se había convertido en un JE irónico. En cuanto a la HE, la Hache había enmudecido. Las constantes lluvias elevaron la napa de agua y debieron extirpar las Tipuana Tipu antes que se derrumbaran como una muela podrida aplastando con su corpulencia a cualquier desprevenido. La casucha del puerto explotó en pedazos, demolida por una bomba. Fue una equivocación, dice que se disculparon frente a los escombros. La I del abuelo había sido vendida. Los nuevos dueños aportaron sus ideas renovadoras en restauración, cercaron el ingreso con imponentes rejas de hierro forjado, podaron los frutales, el nogal se secó, y los olivos... Ya no tuve fuerzas para ver dónde habían quedado los olivos.
IX
El único territorio que permanece intacto a nuestro retorno es la X. La eterna X, la incógnita, el estado especial, la vieja recurrente de la historia. La X intacta con sus cuatro puntas, con los cuatro vientos convocados por la encrucijada central, nos está esperando en el recodo del futuro que comienza hoy por la tarde. No somos nosotros quienes decidimos la próxima letra que cubrirá nuestra página abierta. Incluso la misma letra austera que ayer dejamos reluciente, hoy cubierta de polvo es capaz de volverse cortesana o capital. Lo único que permanece es el movimiento, la articulación con sus infinitos giros. Ninguno parecido a otro. Acaso ésta sea la única fortuna al alcance de todos: La Escritura de la página en blanco hasta agotar el propio grito. Desde la calle, en tránsito, frente a miles y miles de XXX que vienen y van.
PÁGINA 14 - CUENTO
¿Adonde van ustedes?
Por Arturo Lomello (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)
-Ahora estamos a salvo- dijo Pablo al trasponer la puerta de calle
Pero Lelia no estaba tan segura de que hubieran logrado escapar, al fin, de ese mundo insólito en que habían incursionado inopinadamente unas horas antes. Sintió compasión por su marido que con aire inocente, con aire de niño que quiere evadirse de la realidad, la cruda realidad, buscaba ahora olvidarse de los momentos vividos.
Lelia observó la sala, preguntándose si estaban de regreso en la realidad acostumbrada, o continuaban sometidos a las leyes desconocidas que los regían en el parque de diversiones del que minutos antes habían huido, desesperadamente.
Aparentemente todo estaba en orden. En aquel rincón su hija Ema emprendió sus primeros pasos, junto al viejo armario sustituido ahora por un diván cama. Era idéntico el empapelado blanco con los dibujos romboidales azules y hasta la pequeña mancha de humedad junto al cielorraso. Pero presentía que no iba a resultar tan fácil escapar a la pesadilla cuyas imágenes la perseguían como aves de rapiña que se ensañan con su presa.
Mientras Pablo encendía el televisor como si nada hubiera ocurrido, Lelia recordaba los hechos descabellados que como una telaraña los habían envuelto durante dos horas. Primero fue la imagen juvenil, fascinante que le devolvía un espejo circular. Era su propio rostro, pero treinta años atrás y como perfeccionado por un artista invisible. Era el mismo trazo de óvalo, pero con mucho más sutileza. Era su nariz respingada, pero con un matiz mucho más gracioso, como si un pintor hubiera aprovechado al máximo todas las posibilidades plásticas. Los ojos que la contemplaban desde el otro lado del espejo eran los suyos en la juventud, tenían esa nocturnidad profunda que alguna vez la había envanecido, pero ahora fulguraban con intensidad demoníaca. Llamó a Pablo y cuando la imagen de él apareció junto a la suya en el espejo, también fue como retroceder en el tiempo o, más que eso, como obtener las mejores posibilidades estéticas de la propia fisonomía. Sin hablar permanecieron admirándose durante un tiempo sin reloj, un tiempo que se escapaba del conocido y que tenía la textura del asombro.
Pero una sensación de debilidad creciente les advirtió al cabo que las imágenes en el espejo se alimentaban de sus vidas y que de no irse de allí pronto, esa otra realidad los llevaría para siempre, succionándoles la sangre como un vampiro. Al intentar moverse, comprobaron que sus pies estaban como enraizados en el suelo. Pablo intentó gritar, pero sólo alcanzó a mover los labios. Lelia fue asaltada por un mortal terror: algo los absorbía lentamente desde el espejo. Las imágenes y su seducción adquirían mayor relieve a medida que crecía la sanción de debilidad.
Los rescató la voz de alguien que había entrado en la sala. Fue como si se quebrara un encanto. Reanudaron entonces la marcha, confundidos, sin mirarse. Y pese a que deberían haberse sentido aliviados, cayeron en una suerte de frustración al regresar a la realidad de dos sesentones rutinarios.
Al salir al aire libre, donde una abigarrada muchedumbre recorría los numerosos entretenimientos todo parecía haber recuperado la normalidad. Ahora sí, se contemplaron sin decirse nada, aunque en silencio se entendieron; era mejor así, continuar con la vida de siempre, las de dos casi ancianos que cumplían con las leyes de la naturaleza, de lo humano, de lo habitual.
-¿Adonde van ustedes?- les preguntó el enano, aparecido súbitamente entre la muchedumbre. El que entra aquí no puede salir hasta que se le autorice.
Lelia y Pablo rieron, aunque la broma no les había causado mucha gracia. Pero cuando quisieron trasponer la puerta de acceso, el portero los detuvo:
-No se pueden ir. Deben pasar por todos los juegos y entretenimientos.
Pablo hizo como que no había oído y prosiguió caminando hacia la salida. Lelia se quedó paralizada, sin comprender por qué no había seguido a su marido. Un hombre de gigantesca talla, surgido de entre las sombras de la noche, aferró a Pablo de un brazo. Tenía una cara desmesuradamente larga en la que se perdían unos ojos que parecían ranuras a las que asomaba una mirada fría y astuta.
-Señor, los reglamentos deben ser respetados. ¿Acaso usted no los conoce? Hágame el favor de volver. Hasta la medianoche no pueden irse... además aquí se divertirán mucho...
Lelia y Pablo se sintieron dos prisioneros que retornaban a la prisión, frustrado el intento de fuga. Regresaron a los caminos del parque, envueltos por una densa y divertida muchedumbre. Algunos se burlaban de ellos. Un chico, que iba tomado de la mano de su padre, comentó, señalándolos:
-Papá, esos deben estar locos, se quieren ir...
El comentario del chico convenció a Pablo de que vivían una situación gobernadas por leyes desconocidas. Quizás se tratara de un número del parque de diversiones. Esa presunción era la más lógica, pero de ser verdadera, respondía a una iniciativa de extrema audacia. Recordó lo ocurrido en la sala de espejos y se estremeció al asociarlo con las palabras del gigante, que los venía siguiendo unos metros atrás.
-¿Qué es lo que está ocurriendo, Pablo?
El comprendió que la pregunta de Lelia, era un desahogo para romper el peso de la angustia en que estaban sumergidos. Su respuesta también fue un desahogo:
-No sé, lo del espejo pudo ser ilusionismo. Las actitudes del enano y del gigante tal vez forman parte del espectáculo... hoy en día ya no saben qué hacer para provocar sensaciones. Creo que lo que nos urge es encontrar una salida,.... he visto un hueco, tratemos de salir por allí.
En verdad, el parque no tenía otra salida. Lo rodeaba un alto cerco. Sin embargo, en la parte opuesta, existía el pequeño hueco que había visto Pablo, con suficiente espacio para el paso de una persona. Daba a un terreno baldío, según recordó. Muy probablemente estaría vigilado.
Llegaron al lugar, tratando de ocultarse del gigante. Afortunadamente, en esos momentos nadie lo vigilaba. El gigante había quedado algo retrasado, pero con unos grandes trancos, moviéndose desarticuladamente como si las distintas partes de su cuerpo estuvieran mal ensambladas, los alcanzó en pocos segundos:
-Son muy tercos- dijo- Les repito, no se pueden ir, no se pueden ir. Si insisten en desobedecer me veré obligado a llamar a la policía.
Pablo oyó su propia voz como si la estuviera emitiendo otro:
-¿ Qué es lo que impide que nos vayamos? Esto es absurdo, delirante.
El gigante se rió grotescamente, sacudiendo su cuerpo en una convulsión.
-¿De qué mundo vienen ustedes? ¿No conocen, acaso, las leyes? Aquel que entra en un parque de diversiones, se somete a lo que dispone el príncipe de la risa, el bufón. Y debe sufrir todos los riesgos y acatarlos hasta que llegue la autorización de retirarse que, en ciertas ocasiones, se produce alrededor de medianoche. De cualquier modo, todo esto es muy divertido...
“Las leyes del manicomio”- pensó Pablo, pero se abstuvo de decirlo: no valía la pena, por lo visto. Lelia, con un hilo de voz, preguntó al gigante:
¿Pero no estamos en el parque de diversiones “El Titán?
-Por supuesto... y ahora continúen disfrutando de nuestros juegos y diversiones o me veré obligado a llamar a la policía.
El gigante se quedó observándolos, con su cabeza que parecía la de un muñeco, sobresaliendo de entre la muchedumbre. Continuaron caminando y pasaron frente a una calesita, en cuyos autitos y caballitos iban montados alborozados niños.
-Creo que nos estamos haciendo un mundo de nada- comentó Pablo- Lo más probable es que se trate de un juego, de un espectáculo, que seguramente ha sido anunciado durante estos días sin que nosotros nos enteráramos. Vamos a hacer algo muy simple. Le preguntaremos a alguien en qué consiste el juego y terminaremos con esta estúpida angustia. Aquí no hay nada siniestro: fijate como se divierte la gente. Jamás había visto a una muchedumbre tan animada y contenta.
Lelia no demoró en llevar a la práctica las palabras de Pablo. Abordó a una quinceañera, muy acaramelada con su pareja.
-Disculpe... mi marido y yo estamos un poco desconcertados por lo que aquí ocurre. ¿Se trata de algún juego? No hemos leído los diarios ni visto la televisión en estos últimos días.
La boca atrevida, bajo unos ojos brillantes y algo agresivos, con signos de sorpresa, respondió
-No te entiendo: ¿Qué me querés decir?
La muchacha encendió un cigarrillo, con aire impaciente y después agregó:
Pedile cualquier explicación al director del parque: el bufón .Está allí adentro de ese pabellón. Y le señaló una gran carpa, ubicada entre la sala de los espejos y la rueda gigante.
¿Era admisible pensar que todos estaban conjurados para engañarlos? Tampoco era admisible aceptar lo que estaba ocurriendo. Resolvieron no ver al bufón. Tenían miedo de encontrarse con revelaciones aún más delirantes.
Mucha gente se había arremolinado en torno a un pabellón, cuyo letrero decía: “Viaje a cualquier parte”.Pagaron y se introdujeron en un recinto oscuro donde palpando se encontraron con un vagoncito. Accionaron la palanca y el vehículo se movió rápidamente. Se desplazó por túneles iluminados conforme con el paisaje que transitaban. Así se encontraron con selvas centroamericanas o con nevados lugares montañosos. Acompañaba el canto de pájaros o el silbido del viento en las alturas. Por fin y cuando el viaje parecía prolongarse indefinidamente, el vagoncito chocó contra algo y se detuvo. Aparentemente había sufrido un desperfecto. Al descender, advirtieron un hueco en la pared de lona y madera.
Pablo comprobó que la abertura daba a calle Europa. Pudo ubicarla al divisar enfrente el letrero a gas neón de un supermercado.
Con alguna dificultad lograron salir y sin decir nada emprendieron una veloz corrida, todo lo veloz que les permitían sus no muy ágiles piernas. A los cien metros se detuvieron, porque les faltaba el aire. Varios transeúntes los observaban con curiosidad.
-Nos escapamos de la pesadilla- dijo Pablo, jadeando.
Lelia no respondió: no estaba tan segura. Le había parecido oír que un joven comentaba:
-Estos creen que se pueden ir así nomás...
Por eso ahora, mientras Pablo se tranquilizaba viendo televisión, ella recorría la casa, temerosa de encontrar el detalle revelador de que todavía se encontraban sometidos a las leyes del parque de diversiones.
Sonó el timbre: tres veces, lo que la serenó porque era la contraseña convenida con sus hijos. Seguramente se trataría de Rafael, que había prometido venir a despedirse antes de su viaje de vacaciones. Era Rafael, según comprobó abriendo la mirilla de la puerta.
Mamá aquí vengo con un amigo que quiere hablar con ustedes.
El acompañante era alto, tenía una cara desmesuradamente larga y unos ojos que semejaban ranuras, de mirada fría y astuta.
PÁGINA 15 – POESÍA ARGENTINA
Gabriel Impaglione (Luján-Buenos Aires/Argentina)
En la inmensidad de las llanuras del salitre
En la inmensidad de las llanuras del salitre
las redes buscaron el pez de oro,
los puertos donde anclaban
la primera aurora, el beso de la última sirena,
la casa establecida del pan caliente.
Fueron los barcos el origen de las multitudes.
En los húmedos corredores donde nacían
esperanzas, hijos muertos, claveles
en las manos
uno detrás de otro en larga fila de silencios
rindieron sus lenguas,
las valijas abarrotadas de preguntas.
Entonces subieron en la tierra nueva los zapatos
rotos a los andamios,
construyeron la voluntad del almuerzo.
Se gastaron la piel hasta desnudar la llaga
donde el dolor pulsa su primer grito,
los quemó la cal, la máquina
les llevó una mano, el olfato, les mordió la luz,
cada jornal fue un esponja con vinagre.
En los arrabales donde el musgo del orín
no pudo con la rosa, abrieron un hueco
en el frío para acunar los hijos.
La tierra los llamó semilla y la semilla
padre, y fundaron el estallido del cereal.
Y así la rueda avanzó donde nada hubo y nada
sucedía sino viento.
El camino se hizo tendedero de cráneos y amapolas,
harapos, nombres extraviados, guerras
que mordían la memoria, largas travesías
en busca del origen que no era sino la nueva
singladura.
El regreso cobijado en las postales
a veces tembló como un pájaro herido.
Llenaron los nuevos horizontes de aceitunas,
guitarras, estructuras, vides, puntos de partida
y levantaron la casa que vio nacer partir
regresar cada domingo lo mejor de los sueños.
Muy después a las llanuras del salitre
los hijos regresaron por el pez de oro
el palmo de aire
lo posible
de espaldas al humus carbonizado por la pena.
Entonces los pueblos de calles estrechas,
donde ya nadie esperaba noticias de ultramar,
donde quedaban muy lejos
las nuevas dimensiones del mundo.
De la casa del hombre
De la casa del hombre
salen zapatos cansados que otro hombre
hace embarcación para andar el mundo.
De la casa de la máquina rota
sale un pedazo de nada que sirve para cualquier cosa.
De la casa del gran inquisidor sale un misil
imperial que hará crecer memorias, oratorios,
puños que devolverán el odio algún día.
De la casa en la basura sale un manojo de niños
gastados de hambre, ahuecados por la infamia.
De la casa de gobierno sale un cretino satisfecho
rodeado de pares que no se satisfacen con poco.
De la casa del poeta sale un grito y otro y otro
que llegará más temprano que tarde al hombre
del zapato, a la casa de la máquina rota, al niño
del residuo y enhebrando las voces se hará basta
en la casa de gobierno.
Circularidad de tu nombre
Eres esta claridad que llega
como un barco de fuego, una ciudad
de hogueras en su deriva lenta.
Vienes con una música
que sólo yo conozco.
Las palabras suben al racimo del día
savia fantástica, pura esencia planetaria,
y en tu nombre
trepo a la mañana a recoger el canto.
Alimento de ti esta locura calladamente
nuestra, esta alegría mansa de rosa infinita
que llega como un barco de fuego,
una ciudad de hogueras en su deriva lenta.
Ay tierra regresada, patria
de mis besos,
humus victorioso
que alza la aurora de tu boca mía como una manzana,
panal de dulces amapolas.
Luz que inventa las palabras.
Vienes a besarme
con una música que sólo yo conozco.
Ay tierra surcada de guitarras!
A tus orillas los geranios de plata,
muchedumbre de lirios esmeralda,
pequeños saltimbanquis de nácar y de espuma
que danzan en su eterna fiesta entre las piedras.
Te nombran los pájaros en la corriente del viento,
con un brillo de barco de fuego
de ciudad de hogueras en su deriva lenta.
PÁGINA 16 - CUENTO
Así de breve
Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)
Inicio aquí mi historia, la que será breve como el vuelo de los pájaros. Quizás porque se ha quedado en eso, sin tener más pretensiones que ser la breve historia de Milagros Noguera.
Yo, Milagros Noguera, nací y morí la misma mañana en que Ignacio se fue. Todavía llevo la imagen de su partida barnizada por la tierra del camino y por el apuro de levantar los ojos para terminarlo de ver. Desde allí supe, por las piedras, que ni el tiempo, ni el olor de las tunas maduras me lo traería. El camino me confesó también que estaría lejos en cuanto yo cerrara los ojos para lavar su recuerdo y dejarlo como nuevo.
Antes fuimos felices. Antes íbamos a la feria y había guirnaldas de colores sostenidas entre el cielo y nuestras cabezas. La gente nos llamaba por nuestro nombre y no nos avergonzábamos porque la vergüenza era para los clandestinos.
Nosotros estábamos juntos. Habíamos sido felices. El campo era una cueva de eucaliptus y gramilla que nos protegía de la luz del sol y de la soledad verde en el pecho.
Fue una mañana sin ruidos y con flores recién abiertas que yo lo vi. Ignacio venía de un viaje con los del circo y su tropilla de caballos. Formaban una caravana. Las mujeres tenían vestidos largos. Los hombres, sobre las monturas o a pie, marcaban la velocidad y el ritmo del paso. Al llegar a mi casa, no pensé que se quedarían. Lo supe después, cuando apoyaron los baúles cerca del granero y me dijeron: "Nos quedamos unos días".
Yo era sola. Vivía con mi madre pero ella se murió. Me quedé con su ropa y con la casa. Ya eran mías, pero se volvieron más mías cuando puse a mi madre bajo la tierra, envuelta en una sábana blanca porque hacía calor. Mi abuela me hablaba de que los muertos sudan un agua gris hasta que se mueren del todo. No quería que ella estuviera incómoda entre las raíces y los gusanos. Por eso la enterré con la sábana sola y los ojos abiertos para que me pudiera ver desde la fosa, cada noche mientras le rezaba. Mi abuela decía que los muertos se vuelven santos cuando están muertos y que hay que rezarles para contentarlos. Yo también vivía sola cuando llegaron ellos. Los dejé quedarse porque eran gente rara. Había algunos que hacían piruetas y lanzaban al aire botellas de madera sin que éstas cayeran al suelo.
Ignacio podía saltar muy alto. Un día aflojó una teja al caer, de un solo salto, sobre el techo. Tenía una sonrisa sin apuro dibujada en la boca. Me invitó a bailar. Las noches suelen ser hermosas por esta región. Cantaban canciones en muchos idiomas y bailaban todos haciendo sonar tambores y flautas de caña. El aire de mi casa cambió, de pronto. No me dolía más la ropa de batista, ni la pintura roja que borraba a mis labios por miedo a la frialdad plateada de los espejos. La soledad no era más ese rumor hueco, perforando el medio del día o de la noche. Aquí una sale al campo y no encuentra otra cosa que la largura del cielo y la porosidad de la tierra.
Ellos bailaban. Me ponían collares con cuentas de vidrio y me dedicaban trucos en los que desaparecían vasos verdes o rojos y pañuelos. Ignacio, no. Ignacio dormía en mi cama. Todas las noches. Guardé la colcha violeta por él. Por él también, porque me lo pidió, corté las flores de los cactus para los floreros vacíos y para las fotos enmarcadas.
Él me bañaba de perfume con el canto del gallo y me trenzaba el pelo. Fuimos felices hasta que ellos se fueron. Guardaron sus instrumentos en las alforjas y se diluyeron de mi ventana junto con las carpas, los faroles apagados, los niños que corrían empujados por el viento.
Se fueron los otros. Ignacio se quedó. No sintió dejar a su gente por mí. Yo le había prometido la paz de un techo seguro. Lo quería para que me tapara ese aire del sur que levanta las cobijas a la noche o que hace bramar las ventanas y los escapularios de la cómoda.
Tuve conciencia de que no me quería por sus caricias rápidas. Por eso y porque no se daba cuenta del vestido azul que me ponía para rellenarle los ojos conmigo. Mentía bien cuando salíamos al baile. Nadie más que yo tenía claro que me iba odiando despacio. Tampoco lo conté. Quizás porque su odio me hacía saber que estaba acompañada.
Nunca se fue, hasta que lo vi perderse por el mismo camino que me lo trajo. Todavía puedo ver si me lo propongo, esa tierra pegajosa que se levanta al pasar un animal. La noche anterior ya no hablábamos. Estábamos cansados de no hacerlo. Junto al fuego, en la cocina, la saliva nos sobraba en la boca de no usarla. No tenía ni esperanzas de decirle nada. El ruido de los platos sobre la mesa se precipitaba ocupando todo el espacio, haciéndose lugar en el silencio nuestro. La gente como nosotros sabemos callar mucho, hasta que nos duele la lengua.
Al servirle la comida, detrás del humo, se le vieron los ojos. Me miró como lo hacía cuando se enojaba pero no le hice caso. Comimos un guiso hecho de un arroz que brillaba con la luz del sol atardecido. Me acuerdo. Cuando cortaba la cebolla bien fina y los pimientos, la luz rosada le daba a los granos un reflejo suave, amarillo. La abuela me decía que los condimentos deben ponerse a lo último. Ni antes ni después. Que deben ser frescos, que no se tienen que marchitar.
Nos habíamos cansado. Demasiados meses sin extrañarnos. Eso pensaba. Los tomillos estaban marchitos y el orégano también. Ignacio llegó del campo y no quise mirarlo para que no me viera. Se me acercó durante las horas que siguieron pero yo le hice creer que no lo veía. Era mejor así. Quise acordarme de los días en los que llegó. La primera noche entró en mi casa. Yo había cargado la palangana de losa con agua fresca para lavarle la tierra de los saltos y esas cosas que no gustan en la cama. Al entrar se quitó el cinto de cuero y se desabotonó la camisa hasta la mitad. Tenía un vello oscuro, igual que los hombres que luchaban en las épocas de mi abuela, antes de mi nacimiento. Mientras se lavaba, miró los retratos y se le armó una sonrisa en la boca. Se burlaba de lo mío. Lo dejé. Para que pelear en la primera noche.
Las hierbas triangulares tienen buen sabor. Los pájaros las comen. Yo no las probé. Ignacio, sí. Antes de ir a la cama dijo que el guiso no estaba mal. Ahí casi me arrepiento de dejarlo ir. Al dar vuelta la cara y ver la casa vacía como quedaría otra vez, me entraron intenciones de abrir la puerta de la habitación y abrazarlo fuerte. De decirle todo hasta lo último, que queda hecho borra en el pecho. Hasta abrí los ojos y la boca para hablarle pero no pude. Volví a dejar los dedos donde estaban, al costado del plato y del guiso humeante.
Él se fue. Yo me senté en uno de los escalones y comencé a escribir mi historia. Milagros Noguera. Esa era yo. También era la madera de mi casa, el polvo del camino. Era la cruz de la tumba de mi madre, las piedras, los pliegues del agua.
La noche antes no durmió bien. A su lado, en la misma cama, lo sentí moverse, plegar las piernas como si algo le doliera. Lo sentí incómodo, sin sueño. Hasta el amanecer no descansó bien. Cuando el sol estuvo alto, recién se durmió. Me di cuenta porque el calor pegaba en los cactus. Corrió un viento fuerte que le agitó el flequillo.
Yo vestí, con las ropas de la primera noche, a aquel hombre que no renunció odiarme, hasta que se lo tragó la distancia. Yo le ordené los cabellos. Yo lo besé y me subí a una silla para ponerlo sobre el lomo del caballo que había ensillado. Todo eso es mío. Lo conservo para mí, a pesar de esta procesión fastidiosa de remover la memoria del último día. A pesar de los días que seguirán a esta confesión única, porque me pertenece, desde todos los dolores, para siempre.
Las hierbas triangulares siguieron creciendo frente a mi casa. No me animé a cortarlas. El veneno de sus hojas me recordaba las palabras de mi abuela, las recomendaciones sobre su buen sabor engañoso y sus recetas de cocina. Me traía el paso de un hombre, el único, por esta mi piel de Milagros Noguera. El paso de quien, sin querer, había iniciado esta historia mía, que sería tan breve como el vuelo de los pájaros.
PÁGINA 17 - ENSAYO
El lado peligroso de la poesía
Por Delfina Acosta (Asunción/Paraguay)
La vida del poeta chileno Pablo Neruda fue recogida, en todo su esplendor, por él mismo, en su obra Confieso que he vivido. La obra de marras tuvo una aparición póstuma. Las muchas crónicas, los abundantes libros y ensayos que sobre el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada se han escrito, siguen el itinerario poético del poeta, pero no entran, obviamente, en la sangre y la sal tormentosas de aquella existencia marcada por grandes pasiones amorosas, por dolorosos exilios, y por una entrega total a la causa comunista, como Pablo Neruda nos narra en Confieso que he vivido.
Nacido en Parral, en 1904, su padre lo inscribió en el registro civil con el nombre de Ricardo Eliezer Neftalí Reyes Basualdo. Su primer poemario, Crepusculario, lleva el nombre de Pablo Neruda.
Ese libro, y el que le sigue, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, causaron asombro y admiración, al mismo tiempo, en los lectores, en los críticos y en los poetas. Forzada tarea se le hizo, después, a las generaciones posteriores, no dejarse influenciar en sus poesías por el autor. Los que pudieron, a través de austeras revisiones de sus propias obras poéticas, no dejarse arrastrar por el poderoso canto amoroso de Pablo Neruda fueron, ciertamente, pocos. Se hizo tan común escuchar esta frase: “La poesía de fulano es muy nerudiana”.
Después de la aparición de los dos primeros libros capitales del vate chileno, se impuso el estilo nerudiano. Ese estilo ha ahogado, sin lugar a dudas, muchos talentos, pues en esto de escribir y de ganar autoridad poética, debe prevalecer -siempre- la voz propia. Un gran poeta de Chile, Vicente Huidobro, “trabó enemistad” con Neruda. Siendo ambos contemporáneos, no encontraban otro punto en común que no fuera la rivalidad, acentuada en Huidobro. Vaya este apunte como ejemplo de lo difícil que suele ser la amistad entre los escritores.
Versos devoradores
Los poetas que entienden el oficio de la escritura, también entienden que es imposible no dejarse influenciar, aunque sea mínimamente, por los grandes autores de la poesía universal. De hecho, un poemario es la suma de varias voces. Mas el autor debe mantener una particular voz, un especial acento, el suyo.
Pablo Neruda le lee algunos versos suyos a Federico García Lorca, su amigo, en cierta ocasión. El vate granadino le interrumpe con estas palabras: “No sigas, no sigas, porque me influencias”.
¿Cómo escapar de estos devoradores versos de amor de Pablo?: “Te recuerdo como eras en el último otoño. / Eras la boina gris y el corazón en calma. /En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo. / Y las hojas caían en el agua de tu alma. / En 1927 empieza para Neruda la experiencia de los viajes. Ocupó cargos diplomáticos en Ceilán, Madrid, París, México, China y Birmania.
La totalidad de sus obras publicadas es muy amplia, pero se destacan nítidamente: Crepusculario, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Residencia en la tierra, Canto general, Memorial de Isla Negra. Aquel libro suyo, Los versos del capitán, apareció con seudónimo, pues Pablo Neruda lo había dedicado a su compañera de amor y de causa: Matilde Urrutia. Hermosos poemas encierran el texto. Temiendo herir la sensibilidad de su esposa, Delia del Carril (La hormiguita), el autor no quiso asumir la paternidad del poemario. Sólo después de que vino el divorcio, Neruda dio la cara por Los versos del capitán. Los versos de ese texto, maravillosos a la simple vista, y cargados de lirismo, causan en el ánimo de quien los lee, un todo de angustia, de nostalgia, de hechizo y de poesía auténtica. Cuidado, cuidado... Quien lea esos versos, debe plantearse, quizás, el peligro que corre de caer bajo su influencia.
PÁGINA 18 - CUENTO
La biblioteca
a Jorge Luis Borges, i.m.
Por Guillermo Ibáñez (Rosario-Santa Fe/Argentina)
El hombre ingresó al extraño edificio en cuya portada era evidente advertir que se trataba de un lugar no común, olvidado de la gente, contrariamente a esos inmensos estadios donde miles de personas se congregan diariamente para ver los espectáculos musicales, deportivos o artísticos como les han dado en llamar a esas presentaciones.
Sabía que se trataba de una biblioteca, que no era ni la de Babel ni la del rey persa Asurbanipal, que la hizo escribir sobre ladrillos o piedras para legar a la posteridad, ni la biblioteca del poema “Ensueño” de H. Hess. Sí de La Biblioteca.
En ésa, como en las mencionadas, era posible encontrar todos los libros del saber humano universal de todos los tiempos.
Debió apoyarse sobre las pesadas puertas, empujó, hizo todo el esfuerzo que sus brazos y sus piernas le permitían. Le dolía la cintura; los músculos de la espalda y el cuello estaban tensos al máximo. Al fin logró transponer la entrada.
Como lo esperaba, ante sus ojos se presentaba la biblioteca mágica, en la que podría encontrar todo el saber: cada libro contendría las respuestas a cada interrogante: llámese vida, muerte, color, espacio. Llámese filosofía, literatura, poesía.
A tientas, indeciso, rondó largo tiempo, hasta que su mano derecha comenzó a señalar más expresamente lomos de libros, conocidos algunos, nunca pensados los más, libros inmensos como mares en los que un hombre, amén de leer, podría sumergirse, inundando sus ojos, su mente, su cuerpo, todos los sentidos, en conocimiento.
Sus manos fueron acariciando cada volumen a la altura de los títulos, hasta que cuidadosamente eligió y extrajo de los anaqueles polvorientos un tomo que depositó sobre una de las innúmeras mesas que había en ese sitio, el que ahora, estando dentro, parecía no tener límites.
Era un gran espacio. La puerta por la que entró se divisaba muy lejos. No percibió a nadie cerca de sí. La luz era tenue, casi mortecina.
Al fin se decidió, abrió el libro y se notó en su mirada la degustación de esa obra que paladeaba página a página, perdiendo totalmente conciencia, noción y relación de espacio.
Estuvo leyendo durante mucho tiempo. Pasaron horas, quizá días y seguía leyendo. Tal vez semanas, meses.
Nada más que leer, representaba un placer sin límites y continuaba haciéndolo y eligiendo otro libro y otro más, así, interminable y continuamente, olvidándose del mundo. De pronto, vio que había un anciano, en una mesa lejana.
Le extrañó no haberlo percibido antes. El viejo estaba leyendo otro libro inmenso, absorto y sin reparar en que alguien lo miraba.
Transcurrido un tiempo en el que lo observa callado, percibe un ruido, un zumbido y siente un escozor que le recorre el cuerpo.
El anciano levanta la cabeza, lo mira, va hacia donde está y le pregunta:
—¿Qué libros lee... qué busca?
—¿Y usted qué lee, qué busca?
—Los mismos.
—¿Y cómo sabe lo que busco, lo que quiero leer?
—Porque fui como vos.
—¿Cómo dice? ¿Que usted fue lo que yo soy...? Pero... acaso...
—Sí, sí... Lo que he dicho. Yo soy, además, lo que vas a ser.
El anciano hablaba pausado y seguro. El hombre empezó a temblar, a no poder pronunciar claramente sus palabras.
El otro lo miraba con ojos permisivos y mansos. El hombre buscaba con sus ojos, lazos con una realidad tangible.
—¿Usted me dice que yo... que soy... su pasado?
— Así es, ¡y yo tu porvenir!
— Y qué lee usted, ¿qué ha leído en todo el tiempo?
—Primeramente te diré: soy un perdido en esta otra ficción de creer que en los libros se encuentra todo el saber y... (no pudo concluir, lo volvió a interrumpir)...
—¿Acaso negará que en los libros uno aprende la vida?
—Segundo: así es, en los libros no se aprende la vida. La vida de uno, claro. En ellos está la vida de otros, ficticios o reales. Biografías, autobiografías, contenidos de otros que vivieron y plasmaron su experiencia, que novelaron hechos que conocieron o imaginaron. Lírica de sus emociones y sus sentimientos que hicieron poesía. Conocimientos ordenados que hicieron historia. Mi vida y tu vida están en tu vida y en la mía, no en la de los otros...
Estremecido de pavor, su voz crecía en grito, sus movimientos en desesperada búsqueda de salida a la situación.
—Debo escapar. No sé si usted está demente o... qué pasa... pero me voy...
El viejo silenció su voz y tomó otro libro. Parecía aceptar su destino.
Primero caminó, luego corrió hacia la puerta inen-contrable.
Desde la distancia y sin levantar la mirada, el otro dijo en voz baja, aunque audible:
—Estás condenado como yo. No intentes la salida. No pretendas huir de lo que has pensado como el conocimiento. Ahora has comido del árbol y te has expulsado del paraíso...
—¡Pero! (el tono era rozando el llanto y la furia)... quiero volver a ver paisajes... estrellas... niños, gente, películas, hojas caídas en otoño, nieve en las cumbres de las montañas (y enumeraba sin ton ni son, emitiendo sollozos entre sus voces), quiero (y el tono subía y ya eran gritos y ruegos y lamentos y voces confusas que subían y pasaban cerca del que leía)... quiero luces, sombras, sonrisas, mirar el césped, la luna...
—Estás condenado y ya...
No le permitió continuar. Tomó al viejo de las solapas del saco que vestía y lo sacudió mientras le gritaba que lo dejara salir, mientras el otro repetía:
—¡Estás condenado, estás condenado! (aunque su tono era cordial, seguía siendo dulce, lo miraba con ternura y compasión).
Mientras eso ocurría, el anciano se le iba deshaciendo en las manos, como hecho de humo o de polvo.
Se miró las manos vacías. Emitió un grito profundo. Golpeó las mesas. Llamó.
Los libros desde los estantes esperaban, todos y cada uno, ser los elegidos.
El hombre, que había quedado sentado exhausto, se levantó de la silla, extrajo un tomo, empezó a hojear y se sentó a leerlo.
PÁGINA 19 – POESÍA AMERICANA
André Cruchaga (Chalatenango/El Salvador)
El País (Casi una elegía)
Tu cuerpo se fue haciendo pequeño
ante la multitud,
vértigo de la abstracción, premisa de hiel,
instancia del dolor, cuerpo sin labios,
dolorosa luz entre la piel de titubeantes carbones.
Así has sido, País. Ala de gemidos, delirantes quejas,
muro de la esperanza, alfombra del embuste,
porción de espejos en disputa del sonido.
Ante tanta desdicha, la historia no ha tenido felicidad:
cada calle de la ciudad es cementerio.
La ropa so sirve para cubrir las venas rotas,
ni el día es suficiente para que brillen los ojos.
Todos nos hemos convertido en hijos de la muerte.
La única certeza es la destrucción:
el odio ha soltado sus estertores ciegos.
La realidad está ahí cubierta de huesos,
de sombras y labios sucios.
Todo nos conduce a la noche:
noche la razón en tazas de ficción,
noche la existencia del orden,
noche la memoria con frases imaginarias,
noche el ojo que ha renunciado a la claridad,
noche la risa delirante en la garganta,
noche el cielo reducido a noche,
noche el tiempo envejeciendo como piedra,
noche el fuego y el pálpito;
latente, sin embargo, el temor y la injuria.
Cansada la voz, la ceniza la corona.
Hacen falta alas, para salir de estos huesos
convertidos en sórdida caligrafía del pan:
somos odio, burdeles y discursos.
Somos tema de la propaganda,
madera sin violines, suma de sombras,
donde las hojas son saetas del aire
y las criptas, contrapunto del ultraje.
La Patria entre la niebla de la historia
En la noche la lluvia resume los sonidos.
Tenue el vidrio de las gotas revive los peces:
la historia sólo cambia de guantes y bastones,
cambia a ratos su hollín, acorrala,
siempre alza muros de tumbas en la intemperie
y despojos hechos ceniza.
Hay un fervor inaugural del albedrío:
la beatitud al caos es inminente;
el tropel, feroz e imprevisible.
La esquirla o la bomba o el asalto sirven de gramática,
en las clases de lenguaje y humanismo,
la hoja de papel de miedo e incredulidad.
En la luz sólo se ven manos vencidas,
colgando de espejos mudos y yertas miradas.
En los sueños, la esperanza es hojarasca,
no otro color que transfigure la memoria.
No es camino, ni resplandor, ni paraíso,
sino geometría oscura en el umbral del otoño:
falaz ostentación de las estatuas,
pesadez de las sombras sobre el horizonte.
La historia se ve en el espejo de la niebla.
Allí la lengua saca su espada,
los espectros convulsos del llanto,
los perros oscilando su saliva en el hueso.
Bajo el cielo, el dolor y el miedo son patentes,
la moneda que cambió nuestra identidad.
¿Es que acaso no tenemos derecho a la alegría?
En esta hora, el devenir parece un cuchillo oscuro;
los sueños, alfileres; y la felicidad,
llagas de enredaderas putrefactas.
Jamás ha habitado el sol de la prosperidad esta tierra:
a la ciudad la veo moribunda,
y a los pájaros, chupamieles en fuga.
Nadie sale invicto, ni tiene sosiego:
emigrar es huir para construir otros cementerios
y vivir extrañamente entre fantasmas y mimetismos.
La historia es un candil que se adelgaza
con el viento, su pabilo de herrumbre
cae sobre la tierra
y pellizca el espinazo de los relojes,
hasta esculpir destinos de pánico:
sedientos fetichismos para abrigos
y tacones de obediente proclama.
Jamás la historia ha sido otra cosa,
sino esqueleto, plegaria de la fe, espejo de la niebla…
Persistencia de la muerte
Estás siempre en mí, por más que distante
vea tu traje de etérea mordida.
Estás en todas partes ocupando distintos cuerpos;
en cada trance te dejas ver,
en cada espejo está el aleteo de los pájaros,
el aguacero interior del alma,
y el río profundo del silencio cerrando los labios:
¿Por qué cavas en mi alma con tanta persistencia?
Cavas y horadas mis sueños sin descanso…
Te reconozco tras mirarte en la noche;
tampoco puedo negarte en la saliva rota del día.
Desde siempre estás encarnada en mi casa,
ocupando ese arcano sinsentido de la vigilia,
del sueño doliente, oscura ceniza del aliento.
Estar vivo, a menudo, es tener miedo.
Raros cielos brotan de la zozobra,
las sombras deambulan en su propio refugio,
fieles a esta frágil o adusta cara del mundo.
Sé de las leyes de la metafísica y del cordero;
pero no sé si todavía se puede lavar el pecado,
entender el clamor de la vida
y sobrevivir a la memoria para no seguir muriendo
entre apretados racimos de abejas
y cuerpos oscuros como los gritos quebrados de los huesos.
En el centro del candil cierras los ojos,
el cierzo se hace fiebre; Dios ilusión.
Estás en todas las cosas: en el insomnio
en la arena y el mar; en el tacto deshecho
de los cadáveres te revelas,
en las pupilas ciegas de la noche te apoyas,
gastada figura de las inclemencias.
Sé que eres pontífica y sigilosa.
Temible eres. Te ufanas en las guerras,
te hartas en la enfermedad
y pese a ello, lames toda la tierra
con tu lengua de profético aniquilamiento.
Estás en mí con tu perversa sonrisa,
acostumbrándome a la alegoría de los ciegos
para no verte en la creciente noche de la historia.
Estás en mí, como el temblor sombrío del césped.
PÁGINA 20 - CUENTO
La mujer en la ventana
Por Jorge Isaías (Rosario-Santa Fe/Argentina)
Apenas la mujer se hubo asomado a la ventana, apoyando sus codos en el marco, esa ventana que estaba abierta como un ojo en la negrura de la noche, como un ojo solitario que permanecía latente, apenas hubo asomado la cabeza hacia la esquina una luz pobrísima titilaba, lo vio pasar. Era un hombre que iba vencido, con los hombros cargados, como sosteniendo sobre ellos un peso imposible de soportar para un solo hombre, para un solo ser desvalido sobre la tierra yerma.
La noche es sin embargo, una mancha oscura, una declinación negra del día que cayó de bruces, envuelta en tembladerales violetas, para ser devorada por esa niebla de brea que sin ningún diente actúa como una boa constrictora, devorándolo todo. Todo, menos esa ventana donde la mujer asoma su cabeza envuelta en una cabellera clara, que circunda su rostro comido por la oscuridad de la noche y sólo los hombros desnudos, resaltan con esa luz que duerme a sus espaldas. ¿Y qué habrá a sus espaldas, ya que desde aquí sólo vemos una parte de su cuerpo, fragmentos descuidados, cabeza, cabello, perfil del rostro y sus brazos desnudos que como una pena en la noche avanza sobre nosotros en una inmovilidad que nos presupone cierta eternidad, que sólo la mera curiosidad, tal vez, orientó su decisión, mientras nosotros imaginamos penetrar esa realidad suya que no nos será develada y que tal vez obedezca a motivaciones inescrutables, a un instinto oscuro, no develable a nosotros por más voluntad que en ello pongamos.
Y si esperara un amor, un hombre que no llega o que se retrasó en la cita y ella está pronta y con la cena lista, a punto de poner sobre la mesa un mantel de lino, con dos velas que sólo esperan el chasquido ansioso de un fósforo, con la botella de vino sin descorchar, porque ella sabe cuánto gusta a un hombre esa tarea que pone a prueba su –digamos- caballerosidad no exenta de hidalguía.
¿Y si fuera al revés? Ella no fue a la cita por alguna razón oscura que obviamente, desconocemos y se queda en la duda entre arrepentirse o vestirse y salir un poco apresurada a buscarlo.
¿Y si estuviera triste? ¿Y si estuviera con los ojos húmedos, ya que desde aquí no le vemos los ojos ni siquiera sabemos si son claros como el aire que llamamos cielo o negros como la noche o el olvido?
Del hombre vencido que pasó bajo la ventana donde la mujer está asomada ya no queda ni el recuerdo, apenas una estría en nuestros ojos curiosos lo guarda como el fogonazo breve de un fósforo, una línea sutil en nuestro cerebro que pronto se esfumará sin dejar el mero recuerdo: sólo los pasos cansinos, la espalda encorvada, las ropas oscuras y los zapatos gastados, que arrastra casi a su pesar.
Como un fragmento de esa realidad inapresable en que la percepción se activa y se diluye con la misma intensa rapidez. Pronto será una nada en nuestra mente, y también en la mente de la mujer que por otro lado no sabemos desde aquí si registró su paso anodino, casual, sin importancia verdadera.
Por esa calle vacía acierta pasar un grupo de muchachas parlanchinas, despreocupadas, a quienes el viento breve, mejor dicho, la brisa que viene del río acaricia sus blusas claras cubriendo los corpiños que resguardan la pasividad de sus pezones oscuros, con su aureola rosada, sin tener en cuenta cuántos estremecimientos se habrán producido en ellos al ser besados. Sólo pasan y en minutos ya serán recuerdo.
Pasa un ciclista solitario, como un demiurgo que corta la noche con los rayos de acero de las ruedas de su parca bicicleta, que lleva en esos mismos rayos haces de la luna en forma tan minúscula que apenas percibimos mientras la mujer sigue impertérrita, lejana, eterna en esa ventana y que no sabemos cuándo cesará esa inmovilidad que la reduce a esfinge cuando ya creemos haber batido todos los records de “voyeurismo” del que somos capaces.
PÁGINA 21 – ENSAYO
Opinión de la opinión
"... nuestras nadas poco difieren"
Jorge Luis Borges
Por Estanislao Giménez Corte (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)
En una calle o en un bar, entre dos personas, se produce una discusión apasionada. Dos posiciones, aparentemente rivales, pugnan por ganar el guiño de credulidad del auditorio. Buscan persuadir. El público ejerce el rol de juez, de verdugo, de injusto calificador de las ignorancias y las vaguedades humanas; con decisión, con exageración, los contrincantes desnudan sus argumentos. Menos vale la veracidad de éstos que lograr el elogio de la turba circundante; no hay aquí consideraciones éticas o búsqueda de lo real. Es duro el debate, justificable en pos del triunfo el uso desmesurado de hipérboles y arengas de los expositores. El público oscila en su preferencia con cada arrebato o manipulación de la oratoria. Respuestas, giros y refutaciones se despliegan sobre el mapa de la compulsa. Las palabras, con el poder y la fugacidad de lo oral, reemplazan la verdad y las ideas; la gestualidad las acompaña y las deforma; coexisten los silencios.
El tiempo (el cansancio) determina que los hablantes manifiesten una conclusión, condición fundamental para la consagración y la pena que arbitrará el jurado. El primer hombre articula una síntesis extraordinaria de su concepción y de su creencia. El grupo decisor observa atento, indeciso. Su rival, apelando a un emotivo discurso, ahogando con retórica la sinceridad, asevera que la postura de su oponente resulta más válida y categórica. Alude a la importancia de saber reconocer sus límites, exalta la honestidad a la que se deben los hombres de honra. Consagra a su adversario; convence al jurado, que declara entre aplausos triunfante al primer concluyente. En un último instante, ambos se miran.
El segundo expositor observa al declarado victorioso y sonríe; éste último, aunque confuso, se sabe derrotado. El persuasor del jurado, quizás con un dejo de satisfacción, se retira cabizbajo. Hacedor y consciente de su triunfo, acaso sólo percibido por su contrincante, piensa mientras camina que los hombres apenas se diferencian; que sus opiniones divergentes son sólo eso, la fatal subjetividad que nos da entidad; que -como se escribiera alguna vez-, todo se reduce a los diferentes modos de enunciar algunas metáforas.
PÁGINA 22 - CUENTO
Cita en el casino
Por Mabel Pedrozo (Asunción/Paraguay)
Amo los viajes en taxi. Ese abandonarse en un asiento trasero con la despreocupación de los que están en ninguna parte, corriendo a 120 por la avenida de los casinos, sobre sus luces amarillas delirantes de bichos puestos a morir en el cono de las lámparas. Sobre todo a esta hora (digo, lo de los viajes) en que el mundo se llena de oscuros con olor a pasto recién hecho y ganas de quedarse para siempre con la falda de seda soplándome las piernas, haciendo distancia de la ceremonia consabida que son los hombres bajando de los colectivos con ganas de llegar a casa, darse una ducha mientras la mujer se mete con el guisado y la cerveza y se sonroja segura de que él la sabe perfumada por si surge hacer el amor después de los chicos y los noticieros de las veintidós. Sin embargo, detesto los semáforos. En la ciudad, bueno, pero aquí, en una carrera loca hacia el acabado del universo, nadie mejor que uno para regularse velocidades, aunque admito divertirme con la morbosa curiosidad que incitamos las mujeres solas, elegantes, puestas en la vitrina de una marcha en suspenso.
Ellos tienen razón. Los que miran, digo. No es de uso. Cosa de esposas penando el amor que no les cruzó de la puerta de calle, adolescentes conteniéndose el sexo, prostitutas tarareando una canción barata, amantes. No soy la excepción, sino lo último. Una amante. La amante de un hombre casado, lo que no me hace más especial que el ochenta y tanto por ciento de las mujeres de este país; quizá, algo menos trágica e infinitamente feliz de permitirme amar a antojo.
Me lo dijo por teléfono, como acostumbra cuando teme respuestas. Tonto. Sí quería conocer a esos amigos suyos parte de nuestros cafés pretexto para irle viendo ceder palabras, empujarlas como si le viniesen del fondo, como si se las despeñase de a una boca en suspenso, boca llenándose de sonidos por detrás de los dientes, miedo de hombre queriendo saltar fuera, dejándose caer sobre el redondo del laminado de la taza. Además ellos, sus amigos, eran el tiempo que me faltaba conocerlo. Amigos de secundaria que lo vieron crecer, enterrar a su padre, sentir las primeras mujeres. Amigos envidiándole el ingenio, el porte, el misterio. Sí, dije, voy.
La ocurrencia les había costado alquilar el salón de fiesta del mejor casino de la ribera. Sería una cena secreta, como en las películas, el mejor juego de infidelidad al que se habían atrevido, y como invitadas, nosotras, las amantes. Una noche inequívocamente clandestina, irreverente.
No la conozco. A ella, Clara Emilia, su esposa. No tiene que ver en esta historia y así lo entendimos cuando despertamos del primer beso en la boca. Tan nuestra la emoción de vernos enteros. De reír a gritos en un motel donde fuimos a parar esquivando una siesta de diciembre, la tristeza insoportable de la Navidad, las compras, la gente. Nadie más que nosotros en la confesión de un amor hecho de verdades interminables, de mentiras también interminables, de lecciones de historia a medianoche, frente a la casa de gobierno, las corridas hasta el último colectivo de la estación urbana, su voz pegada a mis oídos sobre la mudez del teléfono.
Clara Emilia era un afecto en acordado paréntesis ante mi presencia, una vida doliéndome a menudo, a escondidas, a las ocho de la noche de todos los días, frente a los escaparates de la esquina Robles, cuando era ella, imposible no saberlo, a quien él invocaba siguiendo los encajes de un corsé importado.
El casino. Séptimo piso. Aguantarse la claustrofobia en el ascensor. Quedarse viendo el tablero de círculos rojos prendidos en orden. Segundo salón. Él, esperando en el pasillo con su aire de etiqueta pendiente de mi proximidad, de mis ruidos, de mis labios alcanzándolo. "Están dentro", dijo mientras me encajonaba en sus brazos, su boca en mi rostro, su prisa revolviéndome la ropa todavía húmeda de avenida Los Presidentes y atardecer detrás de los últimos árboles alcanzados por los ojos.
Un resto de melodía recordaba la excusa en la oficina, los patos de vestir comprados en la tienda americana (gamuza a precio subiendo los bordes del pantalón), la escena de presentaciones ensayadas en noches sin sueño. "No quiero entrar", dijo, y para entonces tampoco yo quería. Me atropellé ganando las escaleras, sintiendo su correteo entre el sexto y quinto piso, cuatro escalones detrás, sobre mi cuerpo. Oscuridad hecha a medida, a tiempo, obscuridad cayendo en punta sobre el jarabe caliente del apareo.
Camino a casa, en el auto, Alejandro comentó la reunión en el Casino, soportando mi retraso. Las amantes de sus amigos, contó, fuera de rol, asumiendo el de esposas preocupadas por la cocina, orgullosas de conocer alguna de sus manías insignificantes, confesando intimidades a boca llena, métodos anticonceptivos, regeneradores de la piel, ungüentos para el pelo. Ellos, sus amigos, anticipando resultados de la economía de mercado y las privatizaciones.
La avenida era una costura de luces corridas en línea recta hacia la madrugada, un cordón de velas eléctricas empapadas de sereno, complicadas en esto de seguirme prolongando su abrazo sinceramente avergonzada de haberlo querido también. Digo, como ellas, sentirme Clara Emilia por una noche.
PÁGINA 23 – POESÍA AMERICANA
Carmen Julia Holguín (Chihuahua/México)
Vacío
Dimos a luz
a un niño de sombras
que murió prematuramente,
ahogado de silencios
en nuestros brazos de ausencia.
Y qué vacío
de vientres huérfanos
nos ha quedado.
Qué vacío
tan poblado
de esta distancia asesina
que nos despojó
de nuestro recién nacido.
Qué vacías
nuestras entrañas,
para siempre estériles.
Recomenzar
El escritor observó complacido
la sangre que se deslizaba
del cuerpo inerme del protagonista
y que corría por al menos diez páginas
seguidas
de su última novela.
En un descanso de su labor
con el ábaco de las palabras,
se sentó a mirar las noticias:
ciento cincuenta muertos
en un sorpresivo ataque suicida
en la zona del conflicto.
El autor empezó a llorar
Inconteniblemente,
heridas sus pupilas inocentes
con las niñas de otros ojos
insomnes para toda la muerte
Así estuvo por varios días
hasta que volvió a aquel pueblo de papel
y arrojó entre las letras púrpura
toda la sal de sus lágrimas
para que nadie resbalara con el hilo rojo
que trazaba la línea perdida de la vida
Dulce ya la lluvia que resbalaba por sus mejillas
la tomó en el cuenco de sus manos,
abrevó en ella la sed
que lo estaba consumiendo
y recomenzó la historia.
Plegaria
Me arrebataron mi nombre en el desierto,
Juan;
garras de odio
me lo quitaron a jirones
y lo arrojaron entre los médanos congelados
de una noche sin luna.
Me lo hicieron pedazos
en medio de un silencio de siglos,
de horas infinitas
cargadas de dolor y humillación
ante cada sílaba ensangrentada
que se perdía en aquella oscuridad maldita.
No pude defenderlo,
Juan;
maniataron mi aliento,
vendaron mi corazón,
amordazaron mis manos y mis piernas
y me lo arrancaron de a poquito,
disfrutando el despojo.
Cuando el sol despertó entre las dunas,
me encontré sin nombre
y empecé a sentir el frío
que me abraza los huesos
y que no me deja incluso ahora,
a pesar de esta sábana blanca
que cubre los restos
de mi carne desorientada.
Estoy muy sola sin mi nombre,
Juan;
durante días han desfilado
frente a mi rostro de cuencas vacías
mi padre y mi madre
y no han podido llamarme hija,
mis hermanos
y no han podido llamarme hermana,
mis hijos
y no han podido llamarme madre
porque no tengo nombre.
Tengo miedo del silencio eterno,
Juan,
de que nadie pueda
volver a pronunciar mi nombre
desbaratado sobre la arena
que ahogó mi sueños.
Sálvame,
Juan.
Nómbrame Ana, Luisa, Rosario,
Yolanda.
Bautízame,
Juan.
Llámame Clara, Rebeca,
Lucía.
Ayúdame a decir presente
cuando Dios llame a todos sus hijos
por su nombre.
PÁGINA 24 - CUENTO
La bicicleta abandonada de Neruda
¿Cómo logró su libertad
la bicicleta abandonada?
(Pablo Neruda)
Por Estela Parodi (Rosario-Santa Fe/Argentina)
El día que me trajeron a la casa había sol y la dicha traspasaba sus sonrisas. Estaban recién casados y les parecía que la vida era larga, la vejez estaba lejos y el amor era el único tema para pensar. Se desparramaban a cualquier hora en la cama, sobre la mesa, en cada rincón. La pasión les hacía olvidar sobre la hornalla encendida la plancha de los bifes o la cafetera, o que el teléfono llamaba sin cesar. No escuchaban más que esa música tan igual que llevaban dentro, ardiendo como campanadas incansables, con la voracidad de los besos y la ternura del después, cuando se dormían acariciándose mientras afuera, amanecía u oscurecía. No importaba siquiera porque no había tiempos en el primer tiempo.
Cuando él empezó a trabajar, ella lo besó largamente en el umbral y prometió extrañarlo. Y cuando regresó, ella ya se agitaba en la puerta con la mirada ansiosa y los labios secos por la espera. Entonces se amaban cada anochecer fijándose en el almanaque cuánto tiempo faltaba para el domingo, para reírse, para subir a las bicicletas, para que el tiempo no fuera medido.
Al año nació el niño y la casa se plagó de improvisados tendederos de ropa infantil, de mamaderas olvidadas en cualquier sitio, de berrinches, de entusiasmo, pero también de noches de insomnio y cansancio, del “tengo que trabajar” y del “yo sola no puedo.” Y también quedó la hornalla encendida, pero no por el olvido de besos sino por la fiebre del bebé y el terror en el alma. Las sábanas quedaron quietas de suspiros por algún tiempo y hubo gritos y portazos y él, yéndose conmigo solo por el sendero mientras en la casa, caían algunas lágrimas rozando biberones y pañales. Entonces, ella decidió esperarlo en la puerta, intentando que los labios volvieran a secar la espera de la primera vez, con el niño en brazos, sonriente, esperanzada. Él volvió calmo y apenas me apoyó sobre la pared, vi que los abrazaba fuerte porque en verdad los quería demasiado a los dos. El cambio de un niño en la casa tal vez les hubiera quitado paciencia pero de ninguna manera podría quitarles la necesidad del amor. Aquella noche volvieron a besarse y arrugar las sábanas mientras se prometían la obligación de recuperar los tiempos sin medida. Entonces, el domingo siguiente ella sentó al niño en la canastita de atrás y nuevamente ellos tres y yo, respiramos aire puro.
La niña llegó en el momento justo en que desaparecía el cansancio de las noches en vela, cuando el niño ya subía solo a la bicicleta con rueditas y a él lo ascendían en el trabajo. La niña llegó justo para ocuparle a ella las horas que la responsabilidad de él obligaba a abandonar. Los días se hicieron largos y la espera, profunda. Los labios de ella se secaron pero no salió a la puerta porque las horas se le iban de las manos entre las papillas y el nuevo tendedero y los primeros palotes del niño que ya iba a la escuela. También se estiraron para él que, por momentos, casi olvidaba que su hogar tenía paredes blancas porque las de la oficina eran azules; como olvidaba llamarla a ella por teléfono porque su compañera lo entretenía con las piernas bien cruzadas y una sonrisa atrapante. Y las noches pasaron en calma y la cama adoptó la forma de espaldas enfrentadas y silencios. Sólo algunos domingos me sacaban y entonces ella se subía, sentaba a la niña en la canastita, y él y el niño la seguían sobre mis compañeras. A pesar de todo, no sé explicar por qué pero aquellos paseos resultaban distintos. Las risas sólo eran de los pequeños.
Fue justamente al regresar de un domingo que ella encontró ese pañuelo desprendiendo aroma a perfume fino y uñas recién pintadas en el bolsillo del saco de él, y sintió que el mundo se abría bajo sus pies para que ella cayera sin remedio por un pozo oscuro. Cuando apenas pudo reponerse, miró al espejo y le preguntó en qué momento había dejado de arreglarse el cabello con ese moño que a él tanto le gustaba, o de vestirse con la blusa de volados que él desprendía de un tirón al principio, cuando se quemaban los bifes y el café. ¿Cuándo se le habían engrosado de esa manera las caderas y arruinado la piel de las manos? ¿En qué momento había perdido la costumbre de prepararle una copa de vino helado cuando él regresaba y enroscar sus brazos por el cuello para embadurnarlo con besos tibios de labios secos por la espera? Sé que el espejo no le respondió más que la verdad. Escuché un llanto y gritos y el silencio, y nuevamente el llanto y nuevamente el silencio; y por tres domingos, sólo anduvimos él y yo por el sendero.
Aunque pienso que aquel pañuelo sirvió, o acaso el hecho de que los niños crecieran, porque ella comenzó a tener una sonrisa distinta, se cortó el pelo a la moda y se acortó la pollera y lo esperó más de una noche con dos copas de vino. Nuevamente la cama supo de tormentosos desniveles pero esta vez a puerta cerrada con llave, gemidos ahogados para que no escuchen los chicos y besos apretados por el temor. Pero el desnivel llegaba más acompasado por la costumbre, las caricias parejas como en un tácito acuerdo, las palabras de amor, olvidadas en la almohada. Fueron casi los últimos tiempos que él y ella me buscaron en el garaje para dar juntos un paseo. Era la niña que me usaba de mañana para ir al colegio, o el niño para el gimnasio, los jueves. Pero ellos, poco, pues cada vez que regresaban sentían algún dolor en el cuerpo y entonces preferían que no, mejor el domingo que viene. Empecé a pensar en el abandono.
La niña se casó en un septiembre lluvioso y ella lloró abrazada a él en al puerta de la iglesia. Luego partió el niño a trabajar a otro país porque en éste no había lugar para un profesional estudioso. Entonces ella lloró de nuevo tomada del brazo de él, mientras agitaba un pequeño pañuelo blanco pensando en cuánto tiempo había pasado desde aquel Tiempo sin tiempos. También escuché su llanto escapar por la ventana junto a la ternura de las palabras de él consolándola, las cabezas canosas y juntas y el olvido definitivo para mí porque era mejor recorrer el sendero caminando, más lento, pero sin que dolieran los huesos. Casi creí morir entre la oscuridad de aquel garaje. Nadie se acordaba ya de mi existencia y no supe qué haría con esas horas que me sobraban, con mi cuerpo olvidado sobre la pared, con esa sombría libertad. Entonces, decidí no desesperarme y esperar. Alguien abriría la puerta y me necesitaría seguramente alguna vez.
Un día la casa se llenó de gente. Desde mi rincón, la vi subir a ella al auto, desencajada, los ojos enrojecidos. Y regresar al otro día, con los ojos apagados y los labios secos de soledad. Mis caños se oxidaron sobre una descascarada pared, junto a un montón de cosas del pasado, un balde, un cofre antiguo, el respaldo quieto de una cama del Tiempo sin tiempos, de sábanas revueltas y tendederos improvisados, de canciones de cuna y palotes desprolijos, de uniformes y títulos y azahares y horas que se fueron esfumando junto al sendero y nosotros, juntos .
Y hoy, mientras recordaba, la puerta del garaje se abrió de golpe. Enseguida escuché la voz de una joven señora elegante que le decía al casero que tirara al diablo esa bicicleta roñosa, que no servía para nada, que dejara libre el lugar para algo mejor. No pude escuchar qué porque ya el hombre me había alzado por los aires y me apoyaba en el caño que soporta al tacho de basura.
Y aquí estoy, mirando la casa por última vez, imaginando qué haré con esta nueva libertad, ésa en la que alguna vez Neruda también pensó. Y es raro, que a un escritor tan inteligente se le haya ocurrido preocuparse por la libertad de una simple bicicleta abandonada, aunque haya tantas por ahí.
PÁGINA 25 - ENSAYO
Estarse en tiempo quieto
Por Mónica Russomanno (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)
Hace siempre calor en este vestíbulo y esta gran sala. Los viejos están sentados en sus sillas, sillones o sillas de ruedas, alguno leyendo el diario con la lupa, otro con los brazos colgando inertes, la cabeza buscando el suelo.
Hay dos que pasean del brazo, la más anciana recta, enhiesta como una flecha, y perdida detrás de los ojos. Alguna vez suplicará confusamente algo ininteligible sin modificar la expresión vacía. Mirando como si mirase más atrás o a otro interlocutor, quizás hablando con alguien que estuvo en otro lugar y otro tiempo, muy lejos, muy atrás. La otra saludará alegremente “hola, María”, y se extenderá en un discurso minimalista con una sola palabra, que es la que le quedó o la que le dejó la vida “la catarata, catarata, la catarata… ¿no?” Si, si, claro, adiós. Y seguirá caminando, sonriente, con el pantalón grande para la silueta que se ha reducido a las líneas de una delgadez tan lejana de los delgados cuerpos jóvenes. Las espaldas se encorvan aquí, desaparecen las cinturas, el cabello ralea y la tintura deja senderos blancos en las cabezas de coronillas calvas.
Una anciana sentada espera el desayuno. Está de perfil, atenta al ruido de la cocina. La luz le dibuja el grosor de los párpados, los iris lechosos se hacen transparentes al trasluz, es muy bella así, las arrugas replegando en oleadas las facciones dulces.
Un hombre de sombrero y saco negro pasa lentamente. Tiene cien años. Es hombre, y tiene cien años. Todavía las viejitas se tienen que cuidar de sus manos ávidas. Cuidado, cuidado que pasa.
En su mesa está la Leo. “Yo soy la Leo” aclara con una voz fuerte, la única voz alegre y estentórea. Se ríe la Leo, Leonor, se ríe excepto cuando recuerda a la mamá que estaba internada con ella y murió el año pasado, con el siglo recién cumplido. Ahora está solita, y entonces hace puchero y acerca la cabeza rizada a mi hombro y pide mimos. Pero generalmente es feliz. Tiene sus bolsas con lápices de colores y lapiceras negras, sus cuadernos, y algún cuentito o algún periódico para copiar palabras.
Copia una palabra cien veces y pinta los renglones de colores. Trabaja la Leo. Se ceba mate y dice que está trabajando, cebar mate es toda una tarea y en esos ratos cierra el escritorio y no atiende a las visitas. Camina con pasitos bamboleantes, arrastrando las piernas hinchadas. Viene con cara picaresca y las manos escondidas. Se queda un rato disfrutando su broma, inmóvil, y luego hace aparecer alguna hojita garabateada para mi renovado asombro.
“No se entienden estas palabras, Leo, están todas tachadas”. No, les hizo punto
cruz, claro, lo dice y se ríe y cloquea y los ojitos pequeños y juntos se le achican más.
Una mujer se percata de que le presto atención, y aprovecha para contarme las mismas cosas que me contó ayer, y antes de ayer, y mañana.
El tiempo está tan presente aquí, y sin embargo no existe. Su vida se ha reducido a algunas narraciones: cuarenta operaciones, la hija que se divorció pero nunca tuvo otro hombre, la delicadeza de su estómago.
Otra viejita me mira y dice “mentiras, todas mentiras”.
La Tita es tan pequeñita que se diría que duerme en una caja de fósforos. Ella está aquí porque la sobrina tiene miedo de que si se queda sola le pase algo, pero explica que no pertenece a este lugar. Ella está bien. Supongo que todos piensan lo mismo. Ninguno pertenece a este lugar, están en tránsito, los otros son los que sí, los otros sí, tienen que estar en este lugar.
No se prestan atención los viejos. Pocos hablan entre ellos, no se miran. Se desprecian con la misma intensidad con que los jóvenes los ignoran. Basta que alguien joven entre para que las miradas lo devoren.
El hijo de la dueña jugaba con su autito en el suelo. Una viejita con alzheimer, atada a su sillón para que no se caiga, se dice a sí misma con alegría “un muchachito”.
Las bocas desdentadas, las manos reumáticas, las mucamas cambiando las sábanas, los calefactores encendidos, las cucharas en las tazas donde se remojan los panes, los chales chalinas y gorritos de lana, el estarse, ese estar sin estar, el simple estarse ahí sentado sin esperar nada. La vida que se inclina y se va afinando y se pierde en una pared verde clarito, con flores alrededor de un reloj que funciona para nadie.
PÁGINA 26 - CUENTO
Perros abandonados
Escribe Bernard Eisenschitz: “los primeros meses de 1930 vieron desarrollarse una psicosis de masas alrededor de los crímenes cometidos en Düsseldorf por un asesino en serie”.
Por Patricia Suárez (Rosario-Santa Fe/Argentina)
¿Vas hacia el lado del bosque? Es extraño: a la mañana temprano no parecías tan seguro y ahora... No veo qué cosa te atrae de allí, aparte de lo que atrae a todo el mundo: el amor, por supuesto: la gente es lo suficientemente asquerosa como para ir al bosque Graffenberg en busca de amor. Y el aire, ah, ese aire tan especial que entre el follaje parece que huele a sangre. Oh, Maxim, vamos; no hay necesidad de fingir. ¿Llevas todo? ¿Pañuelo? ¿Llevas pañuelo? Siempre acabas emocionándote y luego no tienes dónde... “¡Adiós, señor Korbes!” Aquella gallinita... ¿quién es aquella? ¿La quesera? ¿Ida Reuter se llamaba? No, no la saludes; no le hace falta. Te llama “señor Korbes” la muy arpía; seguramente lo hace por burlarse: ¿no se da cuenta acaso de que no tienes más de veintidós años? Te llama “señor” como podría gritar “lacayo”; prepara los quesos con mucho suero y están agrios, así dicen los vecinos, lo que es tú: ¿cuánto hace que no pruebas el queso? ¿Y por qué saluda la tacaña? Te habrá visto guapo, ¿no estás en edad, como dicen las viejas, de merecer...? Es para enfurecerse, en verdad; podrías llevarla al bosque pero ni siquiera vale la pena: está demasiado gorda: la carne le cuelga fofa a los lados del corset. Igual acabarás casado con una prostituta, ¿no te lo vaticinó así la madre? Ah, la madre. Buena gallinita esa también; luego inventó que la cosa no le gustaba y hasta quizá fuera cierto, ¿pero era necesario traer catorce pollos al mundo? Oh, vamos, Maxim, no te ensañes con la madre. No, si no es ensañamiento. Oh, vamos, no repliques; tus réplicas no hacen sino rezumar la herida. (Estás diez grados bajo el nivel de la muerte.) ¿Y si fueras al castillo Jägerhof? ¡Con lo bonito que es! Hay personas que se pasan el día entero mirándolo. Claro: te pesan las vituallas; esta bolsa no es del todo buena para los largos paseos; ¿te fijaste sino se transparenta su interior? Ah, siempre el mismo cabeza de chorlito. El mismo inútil. A ver. No, no se transparenta. Oh, aquel: ¿no es el gitanito de...? Qué piernas tan finas, qué tranco más elegante. Ni te ha mirado; gitano orgulloso. ¿Sabrá leer la suerte en las líneas de las manos? ¿Es que tienes líneas aun debajo de los callos? Ya debe saber robar; ya debe saber tocar el violín. Los gitanos son buenos con los perros; siempre les tiran algún hueso. Déjalo ir, Maxim, él no va a acompañarte al bosque de Graffenberg; tendrás que esforzarte un poco más para hallar la compañía justa... a tu sensibilidad. ¿Qué es este olor? Toda esta ciudad huele a caca de burro; Düsseldorf apesta. ¿Qué es peor? ¿El río Düssel o el Rhin? El Düssel te trae recuerdos incómodos, y en los muelles del Rhin una vez encontraron muerta a una corista, degollada: ¿la recuerdas? No, claro que no, Maxim, claro que no tuviste nada que ver. Pero te acercaste a mirar, y ella tenía esa gargantilla de rubí que la volvía tan hermosa, casi lo único bello en esos setenta kilos de carne de caballo. ¡Oh, no!: ahí está aquel, el imbécil de Peter; si hiciera hervir su cabeza como un nabo, puede que sirviera para algo. ¿No habrá dónde ocultarse? Demasiado tarde. “¡Maxim! ¡Maxim! ¿Adónde vas?” Cuidado. “A la Iglesia de San Lamber.” “Ah, ¿sí? ¿A qué?” “A rezar.” “¿Tú, a rezar?” “Bueno, ¿qué hay?” “¿Puedo acompañarte? ¿Puedo acompañarte? ¿Puedo acompañarte?” Qué castigo. “Bueno; un tramo.” “Sí; un tramo nada más; un tramo, sólo un tramo.” Ahora a desviarse por esta esquina, qué lástima perder así el tiempo. “El señor Silbermann dijo en la taberna que esta semana recogieron ustedes muchos perros abandonados.” “Ah, sí. Somos la Perrera, ¿no?” “La gente no tiene con qué alimentarlos y luego los abandona.” “El gobierno paga al señor Silbermann para que...” “Al señor Silbermann se le ocurrió que podían pedir un subsidio al Duque.” “¿Un qué?” “Subsidio. Dinero. Para alimentar a los perros abandonados. ¿Qué crees, Maxim?” “Nada.” “¿Estuviste en el gimnasio de Willi ayer?” “No.” “Brühl y Levinsohn se enfrentarán el domingo; doce rounds.” “Qué bien.” Ese Levinsohn todo enclenque como está se cree un héroe de novela. “¿Quién crees que ganará la pelea? ¿Apostarías por Levinsohn? Sí, ¿verdad?” ¡Sablista! “No tengo un solo pfenning para apostarle a nadie.” “Levinsohn se desmayó tres veces en el último entrenamiento. Boxeaba con su propia sombra... Cayó. No había probado bocado en las últimas veinticuatro horas dijo, y... ¿tiene veinticuatro horas el día o es que tiene más?” “No sé.” “Por como le crujía el estómago parecía que muchas más. Le dijeron que debe comer seis huevos diarios para estar fuerte y...” “¿¿Seis huevos??” Ojalá reventara. “Sale esta noche con los muchachos a robar gallinas ponedoras. ¿Quieres venir?” “¿Te crees que no tengo nada que hacer, Peter?” “Oh, yo pensé...” “Pues pensaste mal.” “Hay una gallina azul pasando tu calle... en la Mettmannerstrasse.” “La Mettmannerstrasse es mi calle. Oye, no se te ocurrirá robarle una gallina a madre.” ¡Ladrones! “No, no, Maxim, no, claro que no, no, no. El número 71 está marcado como intocable por los muchachos y el 46 porque allí...” “Júralo.” “Lo juro, lo juro, porque los diablos bailen en mi funeral, no tocaremos tu casa.” ¿Que los diablos no hagan qué? “Más te vale”. ¿Por qué no se marcha? “¿Mataste muchos perros esta semana?” “¿Qué?” “Dijo el señor Silbermann que no lo haces como debieras, con un hachazo arriba de la cruz sino que los degüellas...” “Allí está la iglesia. Se me hace tarde, Peter. ¿Entras a rezar?” “No.” “Bueno, adiós.” Arde en el infierno, Peter. Oh, vamos, Maxim; sube, sube, dos, tres, cinco, quince escalones. “¡Maxim, Maxim!” Desgraciado, ¿ahora qué? “¿Por qué cosas rezas?” Eso: hazle una seña obscena; dile “Por los perros”. Se ríe; a ese Peter habría que matarlo de un tajo. Oh, qué fría está la iglesia, cala los huesos, márchate, márchate ya. ¿Qué sabe él de los perros vagabundos para hacerte cuestiones? ¿Qué sabe él de la muerte? El viejo Silbermann podrá matarlos de un hachazo detrás del cuello; el viejo Silbermann come dos veces al día platos calientes, jamón, salchichas polacas, bebe cerveza. Los animales caen muertos a la primera embestida; ni siquiera se han enterado que les sobrevino el fin; algunos incluso mueven todavía el rabo durante unos segundos más. En cambio, tú. ¿Qué tienes en la barriga la mayoría de las veces? Pan negro, sopa de agua, ¿con qué fuerza blandirías el hacha...? El señor Silbermann es un ogro, pero tú, pobre Pulgarcito: ¿cuántas veces deberías golpear al pobre perro hasta que...? Y luego la angustia, la angustia que te destrozaría: ¡ese perro no merecía morir! ¡Ninguno, ningún perro se merece morir! El cuchillo, en cambio, es sólo un instante. Le rascas la garganta y el perro te lame las manos, juguetón, luego cortas, mana la sangre, es el final. Es el único consejo bueno que el padre te dio estando sobrio, al fin y al cabo: el pulgar sobre la hoja y herir siempre hacia arriba –¡herir hasta las estrellas!-. Entonces viene un infeliz, como este de Peter y te amarga el día en menos de una hora echándote en cara que no sabes cómo matar suavemente un perro. Malhaya. ¿Llevas el cuchillo? ¿No lo habrás olvidado, verdad? Era el padre quien decía que el cuchillo después de todo es más fiel que un amigo. En algún punto tenía buenas ideas el viejo cerdo... ¡pero había acaso necesidad de darte esas golpizas cuando andaba borracho; de hacerle pollos a la propia hija! Allá él; que se pudra en la cárcel. A deshacer el camino; te alejaste demasiado del bosque; podrías andar en puntas de pie para no gastar tanto la suela de los zapatos, pero de ese modo ninguna niña se te acercaría: sospecharían que eres un mugriento. “¿Una limosnita?” Ah, y mira quién mendiga: si ésa es Klara la callejera. ¿Era Klara el nombre de esta gallina desconsolada? Aquí todas las niñas se llaman Klara o Lotta, como si alguna de esas miserables pudieran heredar algún talento de la Schumann o de la de Goethe, mediante la magia de los nombres. (Aquella niña, la primera, en la playa del Düssel, ¿no se llamaba también Klara? En el periódico decían que se llamaba... ¿Kristina era? ¿O Klara?) Ah, vamos. No la mires siquiera. ¿Cuántos años tiene ya? ¿Diecisiete? Cuando pasan los catorce se echan a perder; es cosa sabida. ¿No había entrado de sirvienta en la casa de un noble? ¿Y qué pasó? ¡La madre te lo contó, Maxim!, ¿cómo es posible que no prestes nunca atención a nada de lo que ella dice? Ah, los aristócratas son una porquería; ¿recuerdas aquel canichito tan semejante a un cordero, que encontraste detrás de los jardines dedicados a Schumann? ¡Qué bonito era; con su collar de cuero y aquellas piedras verdes que el codicioso del señor Silbermann insistía en que eran esmeraldas! ¿No te pondrás a llorar ahora por el perrito, Maxim? Ah, si es lo único que faltaba. Te mira aquella niña; derramando lágrimas así la asustarás. Ahí tienes: se fue corriendo. ¡Hiciste todo lo humanamente posible! ¿No lo ocultaste en un canasto en casa de la señora Scheer, la lavandera, dos o tres días? Cierto que ella te echó el perro a la calle porque robaste las tijeras de su marido el sastre, pero podría haber tenido un poco de piedad, sabía que al animal acabarían sacrificándolo y... (¿Fueron aquellas las tijeras que usaste en la ribera del Düssel?) Fue todo culpa del señor Silberman, a él se le metió en la cabeza que la Perrera debía cumplir con lo estipulado por el reglamento del municipio y que si no venía el dueño a reclamarlo debían sacrificarlo en un lapso de dos semanas. ¡Los dueños! ¡Los dueños! ¡Venir a una Perrera los nobles! ¡Antes la lluvia caerá de abajo para arriba que pasar necesidades un noble por un cuzco pulguiento! Estúpido señor Silbermann. Por eso Lena la tabernera decía que los pobres como ellos, como los Korbes y todos los de la calle Mettmannerstrasse debían hacerse anarquistas; ah, Lena gallinita clueca, no cabe la menor duda de que está loca: si odias el mundo, según ella, debes hacerlo saltar en pedazos. Pues no. Precisamente es cuando uno lo odia que hay que dejar que continúe: si la mejor y más constante ocupación de los hombres es hacerse pedazos entre ellos. ¡Ah, Lena la sabia! La única que casi no parece una mujer; fue ella la que te prestó el “Werther”; todo el mundo tiene aquí el “Werther” o cualquier otro libro de Goethe; para eso vives en Düsseldorf. ¿Qué hizo Goethe en Düsseldorf? ¿Estudió? ¿Fue a la universidad? Seguro que en aquel entonces la ciudad ya largaba este maldito olor a caca de burro y a otra cosa, a esa sustancia espesa que se calienta en el borde de las heridas... ¿Y qué? ¿Cuántas páginas habrás leído? ¿Doce, veinte? La lectura provoca dolor de cabeza; es por eso que los perros no aprenden a leer. Tanto esfuerzo para llegar a la conclusión de que Werther es un estúpido, un suicida idiota, un fanfarrón que se puso de moda... hasta el padre cuenta que se vistió con chaqueta azul y pantalón amarillo el día apresurado de la boda con la madre, porque ella ya estaba preñada de ti; luego resultó mentira, como todo con lo que el viejo se llena la boca: te miente, Maxim, te miente: no hubo boda jamás y el niño de la preñez –era una niña- nació muerto, frío, completamente quieto, sin nombre: lo habrán tirado por allá atrás, entre los basurales. (Estás diez, veinte grados bajo el nivel de la muerte.) Ah, la Lena esa dice que es sabia, pero si la condenaran a pasar un día entero encerrada en una biblioteca, al cabo la encontrarían muerta. (Estás veinte grados bajo el nivel de la muerte.) Un canichito tan lindo, tan inteligente: le decías “pata” y él daba la pata; le decías “muerto” y él se echaba panza arriba y se quedaba quieto, tan quieto... Ya se respira el aire de los bosques; no falta mucho. ¿No olvidaste los dulces? Ah. ¿Qué traes? ¿Bastones de caramelo? ¿Se los quitaste al pequeño sobrinito? Pobre bastardo, mejor que vaya llorando así va entrenándose en lo que es el mundo. Tal vez cuando llegue el momento le hagas un favor a él también. Dulce Fritzi, ¿qué parentesco tiene contigo en realidad, Maxim? ¿Es sobrino, es hermano por la parte del padre? Quizá hubiera sido mejor que visitaras el cementerio, las tumbas de Robert Schumann y Klara o..., ya sabes dónde están. El padre una vez quiso tocar el concierto de “La vida de los niños” o como se llame, con la acordeona y sonó a lata mojada y a herrumbre; qué infamia; debiste cortarle los dedos con la hachuela, por respeto a la música. ¡Allí! Despacio, despacio. Lindo vestido, y ¡qué trenzas más largas! Síguela, no la espantes. ¿Llevas, por casualidad, una muñeca de trapo? Oh. ¡Pero si no costaba nada traer ese espantajo, Maxim! ¿Quién iba a pensar que eras un maricón sólo por traer la muñequita...? Te mereces que la niña se dé vuelta y se marche; sí, por imbécil. Oh. Viene para aquí esa pollita. Mira: tiene las medias raídas. Pobrecita, parece un perrito mojado perdido en las lindes del bosque. Salúdala; bien, tranquilo. Tranquilo; qué graciosa es. El caramelo; dáselo, ahora. Los padres no la advirtieron que no acepte dulces a un extraño. Está niña podría llegar a ser una mujer preciosa; deslumbraría a todos en el salón de baile del Duque. Oh. No tiene todavía los dientes delanteros. ¿Cuántos...? Ocho. Elsie. Elsie, ¿no es maravilloso? (El nombre de la primera niña era Klara, sí. Lo recordaste al fin. La policía dijo que se llamaba Klara y tenía un apellido que sonaba como Kühn, un golpe seco.) “¿Aquello?” Dile, Maxim, explícate. “Es una lechuza.” No sabe, pobre niña, cómo se deletrea lechuza. “¿No te envían a la escuela?” No, no la envían, no tienen dinero; ah, el dinero, siempre el problema del dinero; “son las jóvenes lechuzas en la frontera del bosque.” Qué chistosa es: “No sirven para nada, están ahí simplemente”. Tiéndele la mano; ahora, entren en el bosque: el novio y la novia entran a la nave de la iglesia y más allá el cura párroco... Ríe. Le gusta reír. No deben hacerle chistes seguido, pollita, la tienen olvidada. ¿Tiene novio?; ah, vamos, pregúntale, hazle alguna chanza. No tiene; nunca llegará a deslumbrar a nadie en un baile; nunca llegará a mujer. (¿Acaso puedes remediarlo? ¿No tienes esta maldición dentro tuyo? ¿El fuego? ¿La voz? ¿El dolor?... ¿Sabe alguien lo que sientes, Maxim...?) Allí, ese es el sitio; es un haya preciosa. Ahora, cuéntale la historia del zapatero que entra en una fonda y se apuesta los ahorros de toda la vida a que su perro es capaz de hablar y nadie le cree, nadie, nadie, y entonces el perro no llega ni a abrir la boca y cuando luego el zapatero le pregunta por qué se calló, el perro dice que porque no se le había ocurrido nada que decir. Así; que se suelte el cabello: oh, oh, qué suave, si hasta parece que duele de hermosura; se asemeja un poco al caniche la niña ésta. Buena pollita. (Estás veinte, treinta grados bajo el nivel de la muerte; vas irremisiblemente hundiéndote.) ¿Todas las cosas que trajiste están en la bolsa, verdad? Oh, vamos, ahora sí, Maxim; te llegó el momento de comenzar a sacarlas.
PÁGINA 27 - POESÍA ALLENDE EL MAR
Diana Lichy (Paris/Francia)
Ouroboros
Pulverizar sus ojos
leer sus entrañas
extender la mano sobre el lomo de la escritura
sacarle el mundo
arrancarle su piel de serpiente a un lado
y renacer
en el infinito
Tanto
Tanto guerrear con las palabras
enderezar frases
para no terminar nunca
el último poema
y que la muerte
nos venga
a ganar
al final
de la partida
La noche se escapa
La noche se escapa
por el tejido de nuestra hamaca
las estrellas se despiden bajo tus parpados
el sol
comienza a afilar
la sombra de los árboles
y el aroma del café
desnuda al sueño
cuando cristaliza este poema
PÁGINA 28 - CUENTO
El bastón del Romi
Por Neftalí Sandoval Vekarich (Belgrado/Yugoslavia)
Para Alberto Abinum, el último de los voluntarios Yugoslavos de las Brigadas Internacionales.
Extraños metales tronaban disueltos en los calderos de los artesanos a varios metros dentro de las montañas de Raska. Los herreros eran hijos del rayo. El dragón es la tempestad del héroe a través del sueño, le decía al nieto romi el abuelo que en la arcilla de Ilios capturaba la luna. Pero el niño protestaba diciendo que esa lagartija no era la luna. Tampoco el sueño es la muerte, le decía el abuelo, también añadía: "la luna está en el agua" mirando a las ninfas que en el arroyo vecino se bañaban desnudas. Ocultos en los arbustos los jóvenes disfrutaban con los alborozados gritos de placer de las jóvenes chapoteando en las espumas. El estanque lo llenaba lentamente una hebra de agua que descendía desde lo alto semejando una salamandra de plata.
Escurriéndose por entre las fisuras y hendiduras de las rocas la corriente se encontró con otras idénticas en un ímpetu voluptuoso. Más adelante fueron un caudal acomodado en un lecho que orientaba su marcha para llenar abrevaderos y lagunas que en tiempo inoportuno trágicos desenlaces habrían de secar en mala hora. "Los pantanos —le decía el abuelo— serán la incógnita del dragón" y de tantos que eran no quedó más que una brizna insignificante de hierba enredada en las guedejas largas y oscuras de las hembras, en las rubias melenas de las hembras que iban tras de ellos sembrando la esperanza, gozando del fragor de los íntimos combates en un abierto desafío a la muerte. Cuando lo incrustó en una rama de cedro bien labrada y dura le dijo al nieto que sería en sus puños la frontera del amor y de la vida, del fuego que devasta y devuelve en la ceniza el poder intrínseco de la materia.
Mil setecientas gargantas estremecieron el aire, mil setecientas cabezas opusieron resistencia al viento, mil setecientas lanzas, mil setecientos escudos formaron una muralla acorazada apuntalada a lo que dejaría de ser lo imprevisible para confundirse en un abrazo con otros centenares de guerreros que llegaban desde los más apartados e inhóspitos confines en busca de la aurora. Serían hermanos en la gran y desigual batalla contra las fuerzas del mal. Ahora ardían las fogatas. Día y noche ardían las fogatas para acompañar a los héroes que dejaban atrás las sombras e iban tras los surcos luminosos del sol. Cantos y bailes en las tierras sagradas del agua, del polen y del viento, en una ronda semejante a la esfera incandescente del cielo que les daba la vida. Pero aquel guerrero de piel oscura no podía morir a pesar de los otoños que habían purgado su esperanza de redención y de victorias. El amor era una brasa incólume acomodada a manera de una salamandra en tizona tan extraña.
Uno de tantos quedaba. Una brizna imperecedera abriéndose paso hasta alcanzar la plenitud del tiempo. "Es también la muerte un sueño", le reconvino el abuelo "y en otro puño tiene que alimentar el dragón su camino hacia la vida." Era tan imperioso su recuerdo que allí en ese atrio iluminado por el fuego congregaba a los hijos y nietos de los mil setecientos que un día partieron en busca de la aurora.
Apoyaba férreamente su estatura en la empuñadura del bastón de cedro. Las hábiles manos de un oscuro forjador de espadas habían templado la madera, con el fuego y el agua, de la misma forma como templan los metales los artesanos de la secreta cofradía de los portadores de la luz. La madera hecha piedra era negra y dura, más que una salamandra parecía un dragón de plata en el puño del bastón que se acomodaba a la diestra nervuda del viejo combatiente. Habían cabalgado hacia el sol dejando atrás la noche sembrándola de estrellas.
Su fe tenía el tamaño de un grano de mostaza. Tuvo el sueño de los predestinados al silencio del polvo. Un pájaro que pudo capturar sin necesidad de jaulas ni de trampas. Simplemente extendió las manos y la atrapó. Era un águila albina. Entraron en los pueblos cantando, las armas escondidas entre gajos de flores y de palmas. Joven y bello como un dios. Le siguieron cantando sin temores ni querellas. Los caminos se ensanchaban. Crecía la patria en el recuerdo, la hostigaban el olvido y la nostalgia. Los caballos medían las distancias, el corazón el rumbo de la irreversible aventura. Otras eran las esperanzas, otros el mundo que defendían lejos de sus propias fronteras porque el peligro se extendía como un incendio, un cólera de ríos desbocados. No querían errar el golpe para cerrar la boca a la blasfemia y cortar la lengua de la peste.
Fue del grano insignificante un árbol esplendoroso en el desierto. Una llanura de rayos y tempestades que caminaban con el estruendo de timbales y trompetas de los artesanos romi a la zaga de los racios con sus mujeres vestidas de multicolores telas. Crótalos los cascabeles de sus pulseras de cobre y bruñidos bronces. No opusieron resistencia cuando los extraños dejaron de cantar y quedaron desnudas las espadas y las lanzas. Los guerreros buscaban el amanecer de los dragones, el firmamento de las águilas. Pero el peligro venía de otras latitudes, de una dilatada multitud que exaltaba la muerte y proclamaba el imperio de las sombras. Muchas lanzas se quebraron. Muchas espadas fueron vencidas, y rotos los escudos. Los equinoccios perdieron su ritmo. Las bestias fueron más poderosas que los hombres porque encadenaron la vida en sus frenéticos carros de guerra.
Retrocedieron tratando de encontrar el curso del tiempo, pero se habían perdido las huellas de sus pisadas y el exilio fue violento. Venían vencidos por las tinieblas, acompañados de quienes habían perdido la patria a la búsqueda de los rescoldos de los viejos campamentos. Hicieron fiesta de bienvenida las mujeres colocando flores de colores encendidos en sus nocturnas guedejas y guirnaldas en sus doradas melenas. Encendieron fogatas desbrozando el campo donde pastaba el ganado y levantaron andamios inflamables. No había sitio para el dolor ni para el llanto.
Llenaron de hidromiel y sidra los odres vacíos quienes con ellos vinieron para recordar en cada equinoccio de la siembra la memoria de aquellos que partieron a los insondables paraísos del sueño. "Alli dónde tu corazón aloje alondras, le dijo el abuelo, encontrarás almendras". Soltaron de sus jaulas a los pájaros prisioneros, dejaron que en el bosque crecieran nuevos retoños hasta alcanzar la dimensión de lo incognoscible.
Ahora después de tantos años, completamente solo afrontaba la curiosa asamblea de gentes que nada sabían de los gestas de sus abuelos. Recostado en el bastón que el romi mortalmente herido le ofreciera como la única alternativa, recordaba la invisible fuerza que contuvo a las bestias. Salió indemne del huracán. En el puño estaban las auroras, las ninfas que en los arroyos se ofrecen a los dioses. Otros jóvenes guerreros tras los arbustos deleitaron su sangre con la plenitud de esos cantos a la vida.
No pudo el romi explicar su origen. Lo había tenido desde que el sueño creció con el abuelo. El dragón de plata le correspondería al hombre que aun tendría tiempo para el amanecer de un mundo nuevo: al último de los mil setecientos y un combatientes.
PÁGINA 29 – COMENTARIO DE LIBRO
La pasión como membrana sensitiva
Erótica de las lluvias - Óscar Sauri Bazán – UNEAC - Edic. Unión - Colec. Sur - La Habana, 2006 - 217 pp.
Una compilación de cinco volúmenes conforma el presente libro, denominado Erótica de las lluvias, donde se observa la principal inclinación del artista ycateco: exaltar el ardor de los sentidos a través del desbordamiento de la pasión, tal como se establece por el término que utiliza en el título. Aunque el autor no llega, ciertamente, a la obsesión amorosa o sensual, porque estos asuntos son abordados por Óscar Sauri Bazán de una manera peculiar: su discurso va de la mano de la combinación regulada por dimensiones y cadencias simétricas que impiden el desbordamiento afectivo. La sujeción del lenguaje a medidas fijas –endecasílabos y heptasílabos, principalmente, o alejandrinos y pareados en otros momentos- pretende otorgar al contenido sonoridad y armonía, pero sin recurrir a la rima. Esta ley, esta medida, en la actualidad puede restarle vigor expresivo a lo que se proyecta formular, sobre todo si se utiliza el hipérbaton, como ocurre en momentos vitales.
Es verdad que el verso blanco es propio para exponer una historia. Y esto es lo que dispone el escritor, originario de Cansahcab, Yucatán (1958). Aquí, en verdad, se privilegia el contenido. El ritmo horizontal, sin estridencias ni reverberaciones, se vuelve único. La herencia rítmica es clara: recursos propios de una preceptiva enclavada en la tradición, pero donde la disposición acentual no consigue la misma intensidad para dar al verso fisonomía y color.
Pero no adelantemos juicios, puesto que si la temática es el amor, como evidentes aspectos de la Erótica, habría que detenernos en el viejo Platón y, acaso, en el renacentista Marsilio Ficino, quien abordaba el ojo, la mirada contemplativa, para asentar su propuesta reunida en De amore. Comentario a <
“Antes del verbo fueron los colores...”
(p. 170)
La naturaleza misma como pasión y deseo. La mirada masculina que penetra y se estremece. Gemidos, hemisferios del insomnio, abrazo compulsivo del agua y la arena, como un ritual perenne. Más que unión, comunión:
“En los cuellos del agua sumergida
Está el salobre grito de la arena”
(p. 173)
Si la memoria no me falla, en El banquete se habla de dos Eros y dos Afroditas como camino para crear y captar la belleza; pero lo que me importa resaltar es, justamente, la exaltación al culto a Eros, el dios helénico del Amor, en sus tres vertientes: como dios-naturaleza, como el dios referido a la mística y, desde luego, el Eros por todos conocidos, cantado por los poetas provenzales del siglo XII, como efecto maravilloso de la belleza, invencible e irresistible. Carne luminosa de sensaciones, sí, ligada a la idea del placer físico, efímero. También es innegable que en Erótica de las lluvias, el aspecto anacreóntico está desfasado, puesto que el amor no se aborda de una manera más delicada y graciosa, sino sensual. Aquí observo una insistencia amorosa, sexual. Erotomanía, para resumirlo con una única palabra. Oscar Sauri detalla con minuciosa escrupulosidad:
“El verbo como acción entre tus muslos”
(p. 127)
El verbo con minúscula, sí, hecho carne y piel. No el logos hebraico llenador de vacíos, tan necesario para nombrar y hacer que las cosas existan. No el logos socrático que determina el discurso, el pensamiento. Tampoco el logos pitagórico (el número, la música, sin substancia), sino el verbo ergotizado, admitido socialmente por la relación humana, corporizado por el falo definidor. Disponer del cuerpo femenino para construirse. Cierto: la figura de la mujer se añora, se presiente. Brota de la nostalgia, hostia carnal, tersura entre las sombras. La voz del autor jamás llega a consumarse en tanto blasson, en esa estructura trovadoresca de alabanza de la cual procede la lírica europea, española principalmente, y de la cual somos herederos. Aunque, por cierto:
“Todo ha de suceder
En el eterno entreacto hacia la aurora”.
(p. 134)
La figura femenina es exaltada, sí, desde la perspectiva corporal, desde el deseo mismo; pero no es el eterno femenino, no la Creadora del Canto II de Altazor, sino simple y sencillamente en su dimensión estrictamente carnal:
“Para decirte aquí está mi cuerpo
Una esquirla de hueso lo lastima
Un abrazo de rezos lo hace invicto
Y tu sexo lo puebla de ceniza”.
(p. 84)
Pero dejo atrás el tema de la Mujer, con mayúscula, que derivaría en una controversia que por ahora no me corresponde establecer. En este momento sólo me concierne resaltar el segundo aspecto del título de Sauri Bazán: la lluvia, no como agente fecundador del suelo (de donde procede la fertilidad, la abundancia), o como partícipe de la relación hierogámica cielo-tierra: la lluvia como esperma fecundante, como la simiente, sino como el principio activo, celeste, el principio k´ien de mis antepasados chinos, del que toda manifestación extrae su existencia:
“El amanecer te anuncia como un trino” (p. 59), descubre el autor.
La lluvia, de naturaleza yin, y el rocío, de naturaleza yang, como signo de armonía del mundo, combinándose con el cuarto ámbito de la filosofía, que trata de la belleza y del amor, para instituir fértiles surcos ocres donde se congregan los afectos y los besos (y donde el terreno social tampoco es soslayado). De esta manera, Erótica de las lluvias se vuelve un espacio único, un territorio de musgos y corales, transformado en un ejercicio lírico donde peculiares adjetivos se disponen para ampliar el horizonte semántico, no para calificar o para delimitar al sustantivo, sino para proyectar el sentido, otorgándole una nueva intención: “cumbre somnolienta” (p. 15) o “voraz cadencia” (p. 43) son ejemplos determinantes de lo que asevero.
Exterioricé al principio que el volumen que me ocupa es una compilación de cinco obras: Erótica de las lluvias (pp. 9-46), Para decirte (pp.47-84), Frágil (pp. 85-147), Otras lluvias (pp.149-184) y Erótica (pp. 185-217), donde se conjugan versos de arte mayor con los de arte menor, siempre con el deseo de expresar la carnalidad como membrana sensitiva. El uso del hipérbaton, como condición ineludible, funciona con positiva intencionalidad:
“Cuando tus dientes firmes dan sonido
A tu voz que la anuncia lengua libre”
(p. 29)
Deseos y evocaciones se aglutinan:
“Y unos dientes que besan
Muerden cada tajo de la ausencia”
(p. 97)
Erótica de las lluvias constituye un movimiento corporal, un testimonio que pretende sostener un espacio íntimo, social y tradicionalmente libertario, donde el autor enfoca sus preocupaciones existenciales en la armónica fecundidad del cuerpo femenino, acaso para manifestar la identidad de un hombre erotizado y donde la belleza física encarna la única estirpe que debe ser cantada, eternizada por el ojo y la palabra.
Por Óscar Wong (Tonalá-Chiapas/México)
PÁGINA 30 - CUENTO
La sospecha
Por Senén Rodríguez Perini (Maresme–Barcelona/España)
“No pensé que llegaras tan temprano - la voz se sentía nerviosa – no tengo nada preparado, como ves, todo es un desorden” – se sintió un ruido sordo en el dormitorio – “Nerón debe estar haciendo de las suyas” – al sentir su nombre el perro vino moviendo el rabo, había conocido la voz y esto en parte quitó tensión al ambiente –
“¿Vas a darte una ducha antes de cenar? – era más un pedido que una pregunta, la voz se sentía levemente angustiada – si ya cenaste tengo agua caliente en el termo, ¿querés un café?” – Mientras caminaba hacia la cocina sintió la negativa del esposo – “bueno, entonces dúchate que ya vuelvo”.
El hombre dejó la ropa sobre la cama al pasar al baño, abrió la llave del agua caliente y comenzó a conversar con ella. Desde el comedor se sentía clarito el ruido del agua en la bañera y su voz serena.
Segura de que estaba bañándose, ella contestó a sus preguntas y siguió con el tema del café, porque precisaba tiempo. “Bueno sí, te lo dejo en la mesa de noche, está muy caliente”.
Nerviosa abrió rápidamente la puerta del closet sin hacer ruido, pero no encontró a nadie, buscó luego bajo la cama y tampoco, supuso que se habría ido pero vio la ropa escondida en el rincón, casi no podía respirar, sintió que el marido salía del baño.
“¿Ya te bañaste?... ¿tan rápido? – intentaba controlarse pero era casi imposible, los pasos se acercaban a la puerta – ¿qué rico se siente luego de una ducha de agua caliente no?, hoy seguro que tuviste poco trabajo, por eso llegaste pronto, ¿no?”.
Él se secaba parsimoniosamente la cara a los pies de la cama, el cuerpo desnudo, ella le repitió, solícita: “tenés el café en la mesa de luz, mi amor, decime si está bien de azúcar, se te va a enfriar”.
Con la toalla en la mano, siempre desnudo, tomó un trago, articuló que estaba bien y después, con mucha calma, le dijo que no le quedaba claro qué hacer, pero opinaba que lo más sensato sería llamar a la policía. Esto la dejó pensando.
“¿Llamar a la policía... y para qué?” – recién allí vio la mano pálida saliendo de la bañera y unos salpicones rojos en la mampara y las baldosas del baño. Quedó sin palabras. Como de ultratumba sintió que desde algún sitio la voz de su esposo le decía:
“No volví temprano, no, simplemente no fui a trabajar, sospechaba esto desde hacía tiempo – las palabras sonaban impersonales, congeladas - ¡pero con alguien de nuestra total amistad!... eso sí no me lo imaginaba, la verdad - la revelación quedó flotando como una nube fría en el dormitorio mientras el vapor de agua que salía del baño y la mancha roja del piso aumentaban de tamaño – eso si no me lo imaginaba, no me lo imaginaba, no me lo imaginaba”, repetía como un disco rayado mientras caminaba en dirección a ella con el estilete en la mano y los ojos extraviados...
PÁGINA 31 – POESÍA ALLENDE EL MAR
Silvia Delgado Fuentes (Sopelana-Viscaya/Euskal Herria)
1
Traigo una patria entre mis brazos,
una patria sucia de pólvora y ceniza,
una patria llena de fantasmas.
Traigo una patria entre mis brazos,
no lavéis su sangre con azufre,
si vais a esconder el crimen
dejadme llorar junto a las larvas,
dejadme llorar con ella y sin sus pájaros.
Con ella,
si.
Con ella hasta la muerte.
Traigo una patria entre mis brazos,
traigo toda su hambre y sus puñales,
su llanto de estepa,
sus cadáveres tatuados.
Traigo a un dios ahorcado
entre los senos de esta tierra desahuciada,
antes de arrebatarme los cadáveres
dejadme llorar.
Dejadme.
*
dices que traes una patria entre tus brazos
y lo que traes, Silvia, amiga,
son versos tibios,
versos que son andrajos,
que son osarios.
2
Mi casa ya no es mi casa.
Sabedlo.
Sabed que la tierra está sembrada de cráneos,
que arrancaron de cuajo las colinas,
que sepultaron el paisaje.
Sabed que mi casa fue humillada,
saqueada,
que mis hijos llenaron de odio sus bolsillos,
que el hambre baila por todas las esquinas.
Sabed que la barbarie robó nuestros olivos,
que los invasores tienen nombre y apellidos,
sabed que pusieron precio a las ruinas
y que las cadenas no molestan con su ruido.
Sabed esto, debéis conocerlo.
Convirtieron las rosas en cerrados puños,
acallaron las plegarias,
nos pasaron a cuchillo.
Debéis saberlo,
vinieron a mi casa,
dejando solo sangre en los caminos.
*
dices que allí, las casas son humilladas, saqueadas,
y hablas como si la barbarie estuviera sentada en la cocina,
pero esa barbarie nunca llamará a tu puerta
y eso, tú lo sabes
y eso, Silvia, tú, cada día
lo confirmas.
3
Afuera, a veces, llueve,
a veces se comparte el pan
o se derrama alegría.
Afuera, no tienen negras dentaduras,
ni rodillas ulceradas,
ni clavan en el suelo las miradas.
Afuera, dioses ignorantes acarician alacranes,
los niños juegan con sus ojos de piedra
y los amantes se desperezan sin poder tocarse.
Afuera buscan a tientas los sables.
Aquí dentro, en esta tierra donde ya no llueve,
en esta tierra donde mueren y es como si no muriera nadie
tiemblan las manos que castigan.
Porque dicen, no,
no hay rosas,
Porque dicen, no,
no hay sangre,
porque dicen no,
nos sobran corazones,
porque dicen no,
a esa jauría de monstruos sin cabeza.
*
dices que allí dicen “no”
y lo dices como si tuvieran elección,
como si fueran niños mimados,
lo dices, Silvia, sin pensarlo demasiado.
Ellos dicen “no”,
porque morir,
es siempre mejor que estar enjaulado.
es siempre mejor que estar esperando,
es siempre mejor decir no que estarse callado.
4
Se ahorcaron los dioses,
después de montones de siglos delirantes.
Se ahorcaron los dioses
después de presenciar
que sus hijos predilectos
son verdugos de oficio.
Los encontraron oscilantes,
colgados de olivos,
los encontraron tibios
apestando a orines
y a mierda.
En sus epitafios
estará escrito:
Que los gritos de los niños golpeados
hicieron el nudo,
que los gritos de los niños torturados
columpiaron los cadáveres,
que los gritos de los niños masacrados
dejaron abiertos los ojos
de todos los dioses cobardes.
*
Hablas como si todas las mañanas
empujaras a tus hijos a los sables.
Lo cierto es que hablas y no sabes
qué siente una mujer cuando es madre.
PÁGINA 32 - CUENTO
La Abanderada
Por Sonia Catela (Ceres-Santa Fe/Argentina)
Acude esta noche y la noche de ayer, acude cada jornada de 1956, en tanto putea a los dioses que le ponen límite a sus visitas; necesita inmortalidad para seguir viendo a la mujer más allá de los tiempos. La mujer muerta es de él. Él se la robó. Cada noche esta noche el coronel abre la puerta del garaje donde mantiene escondida a la bella hembra desnuda. Embalsamada. Rubia. Quita el candado al enorme ropero donde guarda el féretro con el cuerpo, pero no ora por el alma de la muerta, la que no le importa. Tampoco le inspira cuidado alguno la suya, si es que la tiene, y si es que la tiene no le interesa ponerla en peligro eterno. Se sopla las manos. Se refriega la boca para que le llegue la fogosidad de la sangre. Entonces roza –como fina llovizna- los labios pintados de la mujer que él robó, escondió y no piensa devolver aunque le cueste la vida. Ahora la retira del armario, la coloca sobre una mesa, dentro de su féretro forrado en raso blanco y sucio. Y se sumerge de lleno a sorber aquello que él espera durante veinticuatro horas. Empieza con una levísima caricia boca a boca. Huele la piel de detrás del lóbulo, la piel que no despide olor alguno, que es menos carne que sustancia sostenida por compuestos químicos. Deshace las gruesas madejas rubias y desparrama el pelo sobre los pechos desnudos de la mujer también desnuda, blanca, inmóvil. Pero cuando recoge un cabello que se acaba de desprender, y lo pone sobre su palma, el coronel recuerda a los dioses que los encierran dentro del tiempo, y los putea. Porque esto no puede decidirlo él como sí lo hizo cuando decidió bajar monumentos con la cara y el rodete de la muerta y arrastrarlos con un jeep, hasta que los volvió escombros. Se huele las manos y halla todavía el ácido olor de la quema de fotografías y láminas que la hacían santa. Ella no es santa. Ella es la puta de él.
La primera noche el coronel deshizo el rodete trenzado que llevaba originalmente la muerta y luego no supo rehacer el elaborado peinado. También le quitó la ropa, el traje sastre gris, los delicados encajes interiores, y la dejó desvestida, porque el coronel toca los senos de la mujer cada noche, suspira su pelvis, unge sus muslos todo a lo largo de la entrepierna, hasta las rodillas; les deja un sutil rastro de saliva. El coronel también se desnuda y entreabre los vellos rubios del pubis de la mujer, le lame sus capullos rosados, fríos, más con su aliento que con la carne de su boca. Pero antes controla los párpados de ella; siguen cerrados. Luego se recuesta a su lado, le encima la pierna sin tocarla dejando un centímetro de aire en el que no hay calor alguno sino la distancia sideral de la muerte, y cuando llega al espasmo, el coronel espera, cada noche, lo que sobreviene. Aguarda una sola cosa, por la que vela durante horas. La alborada le marca que hoy tampoco lo logró. El coronel grita, sacude el cajón de la hembra, blasfema, suplica. Exige que la mujer abra la boca y se entregue, que afirme que lo ama, la mujer apasionada que él robó y defenderá, el coronel aguarda que la Abanderada abra sus labios muertos y desfallezca: "te amo", los labios de Eva embalsamada, a la que acude todas las noches, escondida en el garaje de su casa, "mía" dice el coronel "mía"; y cada vez, cuando descubre que ella permanece muerta, rabiosa, ajena, cada noche muda , muerta, entonces, la acomoda. La peina, le recompone la pintura de los labios, le coloca las peinetas y llora.
PÁGINA 33 - ENSAYO
Poesía y cibercultura: los ciberpoetas
Por Carlos Fajardo Fajardo (Santiago de Cali/Colombia)
Hemos entrado a familiarizarnos con los impactos que las tele-tecnologías y la cibercultura producen en las esferas artísticas. Esta revolución microelectrónica cambia cantidad de categorías con las cuales hasta ahora habíamos pensado la poesía. Interesante observar cómo en los encuentros y festivales de poesía se le está dando especial participación y escucha a estas nuevas formas de exploración poéticas, las cuales más que analizarlas con un moralismo tecnofóbico, debemos acercarnos a ellas rescatando las posibilidades de los diferentes lenguajes que en el fondo proponen los ciberpoetas. Ni apocalípticos ni integrados queremos ser al realizar una aproximación a estas tendencias tecno-imaginativas; ni conciliadores ni radicalmente resistentes, sólo tensos y expectantes, asumiendo la vigilancia con ojos críticos, pues si algo poseen estas iconosferas es su capacidad de seducción y embrujo. De allí que aceptemos la frase de Mc Luhan, pronunciada en 1973, a los tecnofóbicos radicales: “los hombres de formación literaria no entienden la TV, ni la radio” y es probable que actualmente no entiendan la Internet.
La poesía posmoderna hace parte de toda esta gama de cultura audiovisual y se integra a la fotografía, el cine, las ilustraciones informáticas, páginas web, a revistas digitales, hipertextos, etc. Se ha desplazado de Guttenberg hacia la galaxia digital. Los poetas actuales, educados y casi alfabetizados por la cultura mediática, se han nutrido de la exaltación de la imagen; su modo de sentir y percibir es audiovisual. Este proceso educativo ha llevado a reconsiderar las teorías poéticas pensadas antes de que la cultura estuviera inundada de “guerras blandas” y redes o por la inmediatez, lo instantáneo, la ubicuidad y la aceleración telemática.
Entre los conceptos poéticos que se comienzan a mudar, está el de autenticidad personal, solitaria y contestataria al mundo burgués capitalista, tan propios del poeta vanguardista. El joven ciberpoeta no teme hacer parte de la imagen pública y convertirse en noticia o marca efímera. Tal vez no desea permanecer en la memoria histórica, sino en la memoria fugaz de las redes blandas. Su trascendencia está marcada por lo que puedan perdurar sus textos en la red. La memoria aquí muta también de significado: es una memoria global inmediata, heterodoxa, simultánea, ubicua, contraria a la memoria grávida, crítica, que construyó los conceptos de “actor social”, “necesidad histórica” y “heroísmo histórico”, tan caros a los siglos XIX y XX.
Con el predominio de la iconoadicción, el poeta ciber también ha ido cambiando el concepto de lecto-escritura. La sensibilidad hacia lo mediático establece ciertos códigos que se integran al acto escritural, códigos observados en las páginas web y revistas digitales. Tránsito de lo verbal a lo icónico. De la homogeneización lecto-escritural a la heterogeneidad hipermedia. Poesía para lo presente. El “ahora” adquiere mayor importancia que el “aquí” en la omnipresencia del tiempo real para los ciberpoetas. Cambio de noción sobre el tiempo. Al suprimir casi toda preocupación por el futuro, sólo queda la entrega total al instante, a la perpetuidad fugaz. La poesía se hermana con los deportes límites, extremos. Poesía extrema, a veces con matices tremendistas.
La vivencia del “instante” ha sido exaltada, a través de la historia de la poesía moderna, como una fuerza permanente de afirmación vital por parte del poeta. La conciencia de la mortalidad y de la inevitable presencia del fin, lleva implícito la angustia que promueve una rebeldía metafísica artística. Vivir la “eternidad del instante”, “vivir en poeta”, “atreverse a vivir la poesía” más que frases son posiciones ético-poéticas donde se invita asumir la intensidad de la vivencia como sujeto autónomo, temporal e histórico. La poesía moderna hizo de tal actitud una propuesta contestataria, contracultural, poniendo en tela de juicio la vida pacata, normativa y esclava de las leyes burguesas. Sin embargo, el “ahora” del joven posmoderno, no integra la fuerza de rebeldía metafísica ni histórica. Vive el instante sí, pero un instante que no se perpetúa ni et.erniza. No existe aquí esa “consagración del instante” como la denomina Octavio Paz. Las luchas del poeta moderno por instaurar presencias donde antes existían ausencias; por eternizar, a través del lenguaje, lo que se fuga, toman otros matices en la ciber poesía y en la pantallización cultural. El tríptico del mercado global: consumo, uso y desecho, ha sido asimilado por las sensibilidades hasta ser producido como imaginario cultural y estético. La poesía posmoderna fluye familiarizada con esta atmósfera posindustrial, la cual no desea trascendencia artística ni permanecer en la memoria histórica. Artes límites, artes extremos. La perpetuidad del instante, que tantos traumas causó a los artistas modernos, se rechaza o ignora con una mueca cínica -que no irónica - en estos mapas ciber estéticos con sus tecnologías de la aceleración.
Poesía y tecno-imaginación; poesía de procesos multimediáticos (palabra, sonido, expresión, movimiento, duración) la cual fragmenta los regímenes estéticos tanto clásicos (objetuales) como modernos (subjetivos), predominando el proceso sobre el objeto y el sujeto e imponiéndose el zapping hipertextual como medio para elaborar la obra de arte.4
Los ciberpoetas actuales están captando una telépolis transnacional y su percepción se procesa en red, construyendo el sueño de estar en todas partes y en ninguna. Poetas de un mundo desgravitado y telepresencial. La tecno-virtualidad y la tele-globalización están produciendo unas poéticas que no habíamos ni siquiera sospechado. Flujo, aceleración, velocidad, posibilitan que hablar desde la percepción del objeto real - que tanto nos dijeron los antiguos y modernos - se comience a escuchar como algo extraño. ¿No se estará gestando una poética con sensaciones virtuales y percepciones telemáticas en red? La virtualización del mundo, aceptada por el colectivo, hace parte de la cotidianidad del ciberpoeta. Poetas en línea construyendo metáforas sobre el ciberespacio y los ordenadores. Si los juzgamos con los paradigmas de la modernidad estética, seríamos probablemente injustos con los cambios de sensibilidades que están proyectando formas diversas en la obra de arte. Habrá que esperar algún tiempo para que estos nuevos lenguajes y procesos se afiancen y desechen tanta basuralización como la que en algunas revistas electrónicas actualmente encontramos.
Ante la ciudad global, en un futuro cercano, el poeta será ciudadano virtual. Por la velocidad ¿perderá la capacidad de pertenencia y participación a un territorio y de distancia? Junto a esto, los conceptos de realidad y grandiosidad de la naturaleza se disuelven fácilmente por las tecnologías electromagnéticas. El anonimato y la soledad del poeta futuro estarán dados por la sensación de encarcelamiento en un mundo reducido y casi liquidado en su extensión planetaria por las redes. Si el sentido actual de anonimato es el confinamiento en medio de la expansión activa de las ciudades, al poeta futuro se le abrirá la posibilidad de dominar en el “ahora” las distancias y, por lo tanto, de disolver la idea de espacio extensivo. De allí el cambio de concepto de anonimato: un poeta anónimo virtual en la megápolis global intensiva. Poetas de la velocidad que nos hablarán y se horrorizarán quizá de las guerras electrónicas, de las democracias virtuales, de bombas informáticas, de las clonaciones y de la difícil tarea de distinguir entre humanos y replicantes por los avances de la bio-tecnología.
Nuevos escenarios esperan a los poetas. Escenarios de flujos y redes en las telépolis desterritorializadas, descentradas e híbridas. Sus imágenes, los códigos de habla urbana, surgirán de la virtualización de lo social. Los poetas actuales, y más en el futuro, están generando un gran gusto por lo ingrávido, lo leve, contra la monumentalidad de la estética moderna. Multimedia de sentidos, poesía en multimedia, creando imágenes blandas, volátiles, veloces, donde el zapping es un deber ser para su lecto-escritura. Poeta collage, poesía en bricolage. Poesía de lo inmediato, de la memoria instantánea global, decíamos arriba; poesía del acontecimiento telepresencial donde las manifestaciones reales se reemplazan por pixeles en aceleración. Poesía del tiempo-luz, de la energía en información. “El arte ya no habla más del pasado, ni representa el futuro, se convierte en el instrumento privilegiado del presente y de la simultaneidad” (1998, 138).
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