GACETA LITERARIA Nº 14 – Febrero de 2008 – Año II – Nº 2
Imágenes: Fotografías de Sebastiao Salgado (Aimorés-Minas Gerais/Brasil)
PÁGINA EDITORIAL
Manifiesto del escritor web.
Por Pablo Paniagua (/España)
La vida pasa rápido y yo mañana podría estar muerto. No tengo tiempo para entrar en ese proceso “kafkiano” de buscar un editor para mi obra, más cuando casi todo lo que se publica es un tipo de literatura consumible, destinada a un lector poco exigente y alienado dentro de un sistema que sólo busca un beneficio económico. Está claro que a la industria editorial le dejó de interesar la buena literatura, en favor de un nuevo producto que bien podría semejarse, si se me permite la comparación, a una hamburguesa de McDonald´s. A eso lo quieren reducir todo: la “literatura chatarra” en pos del logro económico y a costa de un lector complaciente.
Y ya no son los contenidos sin fondo que tanto predominan, también es la forma que se ve asediada por un total desprecio, que se evidencia de manera ordinaria en todo el ámbito literario actual. Antes, por lo menos, se trataba de escribir con cierto estilo, por ejemplo, sin incurrir en reiteradas cacofonías, cuando ahora está de moda todo lo contrario, por ser tantos y tantos los autores que la practican sin ningún remordimiento, asimismo como los editores que la promueven. Ya nada importa, hay que vender de acuerdo a la gente que consume dichos sucedáneos, mientras que el arte de la literatura se degrada. Ahora los escritores cacofónicos, algunos de los cuales quieren hacer pasar como grandes maestros en su oficio, son los que abundan. Ya les digo: la vulgarización de la literatura, igual que “hamburguesas de McDonald´s”.
El insulto a la inteligencia, por tanto, ya es parte de las políticas editoriales, cuando la “literatura chatarra” se amontona en las mesas de novedades y en los expositores de las librerías, como un producto consumible o como una lata de Coca-Cola en un refrigerador, para servir a ese lector complaciente que se leerá cualquier novela con una bonita foto en la portada. Algo sencillo de leer y que no haga pensar mucho, que se pueda vender fácil y rápido, especial para los alienados, literatura que vuele a ras de suelo para las mentes convencionales.
A esta lamentable situación tenemos que aunar, dentro de las estrategias al uso, la farsa de los premios literarios convocados por las grandes editoriales que, así mismo, funcionan bajo la sinergia arriba mencionada y como parte de un mecanismo de promoción comercial, donde las obras ganadoras, la mayoría de las veces, surgen de una negociación anterior y bajo determinados intereses que son ajenos a la competencia en sí, y que hacen del concurso una mera fachada de cartón piedra, un subterfugio y una burla hacia los incrédulos participantes que se convierten, con ese acto, en una simple comparsa para el fraude.
Y el problema de fondo, a fin de cuentas, es que la literatura se está alejando del arte para acercarse cada vez más a un producto consumista, en una apreciación general hacia la baja que la desvirtúa y la despoja de sus valores históricos, para ser mostrada desde una nueva perspectiva que se transforma en ejemplo para las futuras generaciones. Cuando se habla de crisis en el sector editorial se hace desde la visión exclusiva de los beneficios, cuando la verdadera crisis está en la calidad de contenidos. Este ejemplo nos permite apreciar la verdadera dimensión del problema: la literatura está siendo abandonada por aquéllos que deberían ser sus valedores, con el fin único de obtener un buen resultado comercial y con la excusa de la propia subsistencia de la actividad editorial.
Por estas razones, y ante el desdén de una industria editorial que desprecia la literatura como arte, los narradores, que no practicamos las formas y contenidos de la banalidad, tenemos la obligación de buscar nuevos espacios para dar salida a nuestro trabajo. En este punto, y gracias al desarrollo de las nuevas tecnologías, que convergen en una red donde fluye y se comparte de manera libre la información, es donde el escritor puede ir en busca de un nuevo tipo de lectores: los lectores del futuro. El Internet, entonces, se convierte en un salvavidas momentáneo para aquellos creadores que apostaron por el arte y la literatura, teniendo en cuenta, sin embargo, que son muy pocos los que asumen el riesgo de regalar su trabajo y de ser algo más que comentaristas ocurrentes, o dedicarse a la comicidad, lo que a la postre arroja una panorámica desalentadora en referencia a los contenidos y ahuyenta el interés de la crítica y la prensa escrita para tratar las obras literarias que se generan bajo tales circunstancias.
Como se ve, son algunos los riesgos y muchas las incertidumbres, pero cuando no hay otra salida, cuando no hay nada que perder, porque ya estaba de antemano todo perdido, no se puede dudar ni pensar en la derrota; entonces, el salto al vacío es inevitable, es una cuestión de honestidad, de creer en lo que haces y saber que no eres menos que nadie, porque, a fin de cuentas, eres un artista y eso es lo importante.
Yo, desde luego, prefiero regalar mi obra por Internet antes que ser derrotado por la ceguera y la ineptitud de unos cuantos, y aquí estoy, sentado frente a una Sony Vaio del 98, comprada de segunda mano, retando a todo el medio editorial (agentes literarios, editores y críticos), para que sepan que soy el escritor más underground del mundo por el simple valor de mis declaraciones, la determinación, y por el hecho de ser un artista que escribe desde la adversidad y que es consciente de que dar a la luz pública este manifiesto es el último acto romántico de la literatura, en espera de aquellos editores que apostaban por el arte.
Hoy el ejercicio literario es más libre que nunca, también su difusión, y el “escritor web”, que está impregnado de futuro, nace para cambiar un medio que por momentos necesita aires de renovación. Las editoriales ya dejaron de ser un filtro fiable respecto a la calidad de contenidos y el libro impreso en papel se ve amenazado por las nuevas tecnologías digitales, de tal modo que los escritores, en un futuro cercano, no necesitarán de intermediarios para dar a conocer su trabajo, que se hará a través de Internet y a cambio de una donación económica, de parte de los lectores, y por algún sistema de comercio electrónico, tipo PayPal o similar.
Tú que escribes bien, deja de mirarte al ombligo; ¿crees que tienes un tesoro que nadie leerá?; son millones los lectores que te esperan; ahora puedes ser un pionero de la literatura digital, de escribir una página en la historia; ya el paso del tiempo juzgará a cada cual según la calidad de su trabajo; no tengas miedo de formar parte del futuro y, sobre todo, no dejes que nadie pisotee el sueño de tu vida.
Dentro de poco, les aseguro, grandes escritores surgirán por Internet.
PÁGINA 2
El secreto de la niebla.
Por Vicente Antonio Vásquez Bonilla (Guatemala)
El turista emprendió el camino rumbo a la montaña. Minutos antes, el sol lo había precedido y alumbraba la esplendorosa vegetación de las faldas de la cordillera que, a media altura, enigmáticamente, siempre se mantiene cubierta por un manto de niebla.
Contadas son las personas que se aventuran a escalarla y cuando lo hacen, es hasta donde la niebla permanece estacionada. Inclusive, los campesinos que cultivan en sus faldas, rara vez se atreven a penetrar algunos metros dentro de ella. El temor ante lo desconocido los detiene.
El turista había invitado a varios de sus amigos para que lo acompañaran en la ventura. Pero no fue posible convencer a alguien para que lo hiciera; más aún, la mayoría, si no todos, le aconsejaron que no lo hiciera. Le recordaron que, según dicen, nadie de los que ha escalado esa montaña y penetrado en la misteriosa neblina, ha regresado para contar el cuento.
A él, lo aguijonean las ansias por la ventura. Desde niño le gustaba explorar ríos, barrancos y cerros en las cercanías de su tierra natal. Soñaba con realizar exploraciones en los puntos más remotos de la tierra y ser el protagonista de grandes descubrimientos.
Desde que tuvo conocimiento de la Montaña de la Niebla le intrigó y anhelaba conquistarla y descubrir sus secretos, porque está seguro que los tiene. La niebla esconde algo, bueno o malo, pero él quiere saber qué es.
Por esa razón, hoy emprendió el viaje.
Después de algún tiempo de transitar por caminos conocidos, con la mochila a la espalda y cansado, llegó al lugar de la eterna neblina.
Descansa por un rato, medita sobre la aventura que va a emprender, se persigna y decidido penetra en la bruma.
Sus ojos alcanzan a ver, a lo sumo y con dificultad, un par de metros adelante, lo suficiente para sortear obstáculos y avanzar siempre hacia arriba. Esa es una ventaja, cree que no puede perderse, la meta está, precisamente, arriba. Podría no saber donde queda determinado punto cardinal, pero no puede equivocarse en subir. Tendrá que llegar al algún punto máximo. La montaña no es infinita, debe tener una cima y no importa a qué punto de ella llegue.
Aún dentro e la niebla se distingue el día y la noche. Cuando la noche llega, acampa. Va preparado para ello.
Al día siguiente reanuda la marcha. El ascenso es difícil, pero su voluntad lo lleva. Dos días le tomó llegar al punto más alto. Siempre entre la neblina que lo mantiene húmedo.
Siente la satisfacción de haber alcanzado la cima, pero al mismo tiempo experimenta la frustración de no poder ver el paisaje que lo rodea. Regresar y simplemente contar que llegó a la cúspide, le parece algo sin valor. Incluso, su hazaña puede ser puesta en duda.
Decide continuar. Desciende por el lado contrario al camino seguido, quizá, un cráter o algún valle. Después de todo, durante el trayecto continuamente se ha preguntado: ¿Qué habrá del otro lado de la montaña?
El descenso fue tan difícil como el ascenso, pero al cabo del tiempo, logró llegar a donde la niebla termina. A sus pies se extiende un amplio valle de vegetación exuberante, cruzando por ríos que a la distancia rielan como hilos de plata. Piensa que son como las huellas que dejan las babosas.
A la luz del sol el descenso fue acelerado. Por la tarde llega a un poblado de indios. Para su sorpresa, hablan español, un español que le parece raro, pero entendible. No es como el español que hablan los indígenas del resto del país. Pero la comunicación es posible.
Fue recibido pacíficamente.
Superada la novedad de la presencia del visitante, se le dio autorización para acampar en las cercanías de una de las viviendas, inclusive se le proveyó de alimentos. La vivienda consiste en una enramada sostenida por horcones. Uno de los lados de la enramada se apoya sobre grandes piedra, que sirven de fondo para el fogón, donde se ubica la cocina. No hay paredes. El clima es cálido, pero agradable.
Al declinar el día, los indios lo dejan solo. Se acomoda y se prepara para dormir cuando la noche caiga del todo. La familia de la vivienda continúa con su vida normal. Se les ve reunidos en el interior. El explorador se siente en confianza y decide examinar las rocas que sostienen uno de los lados de la enramada. Queda maravillado. Las rocas, que se encuentran ahumadas son grandes cabezas de tipo olmeca. Hay tres esculpidas en una sólida formación rocosa y otras dos independientes, reunidas, en mudo coloquio de siglos, con sus característicos labios y narices de tipo negroide.
De la vivienda parte una vereda que conduce al río. Desciende por ella y a la vera encuentra dispersas más esculturas del mismo tipo, que aún son visibles a la luz del día que se extingue. Son los vestigios de una cultura desaparecida y quizá, los habitantes del valle sean sus descendientes.
Asombrado por el descubrimiento regresa al lugar donde acampa. El jefe de la vivienda se le acerca y alrededor de una fogata, conversan.
Ante las interrogantes del turista, el indio indica que, según le contaron sus abuelos, esas grandes cabezas siempre han estado ahí. También relata que hace muchos años, unos frailes españoles se aventuraron hasta allí y se quedaron para evangelizarlos y les enseñaron su idioma. Los nativos, por su parte, según descubre el forastero, profesan una fe, fruto del sincretismo, que abarca el culto a las cabezas que, para ellos, son la huella de un dios escultor. Si los habitantes del valle tuvieron alguna vez un lenguaje propio, quedó enterrado bajo el español arcaico que hablan.
Según explica, tienen de todo para sobrevivir y no se aventuran a salir. Saben que afuera del valle existen personas ambiciosas, malas, que representan una amenaza para su pueblo y no quieren saber nada del exterior. Su dios los protege con su anillo de niebla que rodea la cumbre.
Al día siguiente, el turista pasea por el valle, es grande, mucho más de lo que pudo imaginar. Con asombro, ve un hato de caballos alados.
¡Son pegasos!
Pastan libremente, recorriendo los campos y los ríos entre trotes y vistosos vuelos. El turista los señala con admiración, pero para su acompañante es algo normal.
Los moradores del valle no molestan a los pegasos ni los montan. Según se entera, son respetados, tal como las vacas en la India, piensa.
Creen que son mensajeros entre los hombres y los dioses. Por eso tienen el privilegio de volar.
Si los pegasos causaron su estupor, por la tarde llega al delirio, cuando una parvada de aves fénix revolotea sobre el valle y luego desaparecen rumbo a sus nidos, en lugares recónditos dentro de la niebla.
No le cabe duda que los mitos emanan de la realidad. Esta es la prueba.
—Nadie me creerá esto —comenta—, es increíble y maravilloso. Cuando regrese pensarán que deliro o que miento.
Su acompañante lo escucha y en silencio lo ve, con una mirada indescifrable.
—Sí, no me lo creerán. Tendrán que ver para creerlo. ¡Qué gran descubrimiento! ¡Seré famoso! Y yo, de burro, no traje la cámara fotográfica.
El nativo permanece taciturno por el resto del recorrido.
Dentro del valle hay una región donde la tierra se ve resquebrajada, llena de fisuras, como si una fuerza poderosa la hubiera desgarrado. El nativo la elude y sólo murmura:
—Ese lugar es peligroso, hay que evitarlo —y se sumerge en su mutismo.
En la noche, el turista se acomoda en su campamento. Desea descansar y meditar sobre las asombrosas sorpresas del día. La presencia de varios hombres que se encaminan hacia la vivienda de su anfitrión, captan su interés, pero no les presta mayor atención.
En la vivienda se encienden velas. Los frailes, seguramente les enseñaron a fabricarlas. Se escuchan cantos.
La curiosidad le cosquillea. Se levanta y con sigilo se acerca. Cree que va a ser testigo de una nueva sorpresa.
Una de las cabezas pétreas, la que da al interior de la vivienda, tiene frente a sí varias candelas encendidas y uno del grupo la embadurna con hollín o algo parecido. El pom, que brota de un sahumador, simula la niebla que protege a este pueblo.
Están efectuando una ceremonia.
El visitante ve con interés el desarrollo del ritual. Se invoca a los dioses tutelares y a los santos cristianos.
Solicitan la guía divina para decidir la suerte del hombre que vino del exterior y que pone en peligro su pacífica existencia.
La respuesta de las divinidades no se hace esperar y se manifiesta por medio de la voz del oficiante, quien dice que el extranjero debe morir, como única posibilidad de mantener en secreto la existencia del valle. Al día siguiente deberá ser capturado y sacrificado en la mansión de la serpiente de siete cabezas, la que implacable devora ganado, pegasos y hombres. La que habita en la región del dios del mal, donde la tierra está rajada. En donde nadie entra, porque es el reino de la serpiente y la muerte.
El turista asustado, se retira con precaución, ante el temor de ser descubierto y acelerar su captura.
Su suerte ha sido fijada por el chamán.
—¡Tengo que escapar! —se dice.
Prepara la mochila y antes que el sol penetre en el valle, emprende el camino. Toma por el lado contrario al de su llegada. Teme que si retorna por la ruta de ingreso, será alcanzado con facilidad y capturado. Se adentra en el valle, descendiendo por veredas que lo conducen a una red de riachuelos que se distinguen más adelante. Evita el paraje de la tierra rajada, donde se supone que habita la serpiente de siete cabezas que devora hombres. Es difícil creer en su existencia, pero ¿acaso no existen los pegasos y las aves fénix? No hay que creer ni dejar de creer, piensa, recordando un viejo dicho.
A sus espaldas escucha el bullicio que, seguramente, despertó el descubrimiento de su fuga. Se interna en uno de los riachuelos y por largo trecho lo recorre aguas abajo, con la esperanza de no dejar huellas que lo delaten.
Poco a poco, los riachuelos van convergiendo hacia un río que, con la colaboración de sus tributarios, se ensancha hasta volverse caudaloso. Sale del cauce del riachuelo y viaja en paralelo al río mayor, hasta que lo ve desaparecer tragado por una caverna, en donde el río muere por lo menos para la vista de los hombres.
Emprende el ascenso de la montaña por el otro extremo del cráter que alberga al valle. Sube, sube y sube hasta alcanzar la niebla; penetra en ella, remonta la cima e inicia el descenso.
Varios días vaga en busca de una salida.
Por fin sale de la niebla. El cansancio, el hambre, la sed y la maleza, han afectado su salud y su vestimenta. Su estampa es lastimera.
Desciende por senderos que ya puede ver con claridad, en donde el sol de nuevo le da el calor que ha añorado durante su ciego vagar.
Se encuentra en alguna finca, pues plantíos bien cuidados lo rodean. Horas más tarde llega a una explanada, en donde hay varias casas humildes y una pequeña iglesia, de esas que suele haber en las fincas y que se abre una vez al año para celebrar el día del santo patrono del lugar. Algunos jóvenes juegan en la plazoleta. Por su apariencia se intuye que son descendientes de extranjeros, quizá de europeos.
Solicita ayuda y trata de narrar su odisea. Los jóvenes lo escuchan. Intercambian miradas de incredulidad y a pesar que hablan español, entre ellos se comunican en una lengua extranjera que no entiende; podría ser alemán.
Es llevado a la casa patronal, en donde no tarda en atenderle un médico. El viajero insiste en hablar de pegasos, de aves fénix, de grandes cabezas de piedra y de serpientes de siete cabezas. Los finqueros lo escuchan con la cortesía que se presta a las fantasías de un niño. Es asistido para su recuperación y se le suministran calmantes.
Duerme profundamente.
Después de un prolongado letargo vuelve en sí. ¡Se encuentra en el manicomio! Los habitantes del valle pueden continuar su vida en paz.
PÁGINA 3 – NUESTRA POESÍA
Claridad
Floto embriagada entre la luz y el viento.
Leve polvo estelar
invade rigurosos
templos de la razón.
No más dolor. Sólo el prodigio
de ver, sentir, soñar.
Vacía de preguntas
soy un momento indefinido
en que habita el amor
soy la actitud de liberar el miedo
esperar y confiar.
Vivo el milagro del lugar inmenso
que quedó en el después desmesurado.
Llegarán mariposas
ataviadas de luz iridiscente
a poblar este cielo,
claridad que se expande
y disuelve la bruma del recuerdo.
El alma es un recóndito santuario
de recobrado sol.
María Amelia Schaller (Esperanza-Santa Fe/Argentina)
Naufragio
Gravemente la lluvia está contando
el pesado suicidio de las gotas,
y hay un naufragio de recuerdos nuestros
en las pequeñas cosas.
De pie entre los despojos, mi sonrisa
acepta las migajas de tus horas,
y no ves que, privadas de tu savia,
se desprenden mis hojas.
Angustia de caer pendiente abajo,
costumbre de la piel, que se demora;
grilletes de miseria compartida...
se nos muere el amor, se desmorona.
María Amelia Schaller (Esperanza-Santa Fe/Argentina)
Nocturno del perdón
Late en la noche un péndulo de tiempo.
Fluyen palabras
entre los labios de un dolor vencido,
boca-herida-alcancía
que purifica y vuelca.
Fluye cinta de luz,
amor-dolor
trocado amor-caricia;
oleaje circular que se propaga,
extensión de clemencia
desde la piedra origen
-ya casi olvido, ya casi arena fina-.
Puntadas insistentes de las sombras
los grillos pican superficie tersa
en derredor,
metódicos
y lejos.
¿Son acaso los dueños de su canto
o - como yo- son voces de la noche
multiplicada y monocorde en ellos,
plural y solitaria en la vigilia
que parte en busca de mi sueño tuyo?
Se alimenta el poema
picoteando palabras elegidas.
Barre el radar del pensamiento
tu ausencia circular que me contiene.
La noche,
sustancia misteriosa,
camino de quietud,
lleva mis besos.
María Amelia Schaller (Esperanza-Santa Fe/Argentina)
PÁGINA 4
Días
Por Alfredo Di Bernardo (Santa Fe/Argentina)
Aplicados a la medición del paso del tiempo, los números redondos suelen resultar impactantes. En cuanto uno se descuida, un acontecimiento que parecía haber ocurrido hace poco, se nos revela sucedido hace 10, 20 o 30 años y nos devuelve bruscamente a una dimensión temporal implacable que, por lo general, queda oculta tras los engañosos pliegues de lo cotidiano.
Experimenté esa sensación en carne propia el año pasado, cuando cumplí los 40. La vuelvo a experimentar hoy, porque estoy cumpliendo 15.000 días de vida.
Decir "quince mil días" conmociona, provoca cierto grado de vértigo. "Quince mil" suena a cantidad de víctimas de un terremoto, o algo así (curiosa asociación ésta, pues no estamos hablando de muertos, sino de vida; a no ser, claro, que incurramos en la licencia poético-filosófica de considerar muertos a los días ya vividos). Pero al mismo tiempo, la magnitud de la cifra desdibuja las singularidades de cada unidad que la compone. Hablar de "quince mil días" disuelve los contornos particulares que cada uno de esos días ha poseído, su carga irrepetible de alegrías, problemas o ilusiones. Decir "quince mil días" permite abarcarlos mentalmente a todos en un solo racimo, pero a costa de concederles una igualdad intrínseca de la que en realidad carecen.
Quizás por esta misma razón, la primera pregunta que surge ante la inminencia de semejante hito cronológico es: ¿cuántos de esos 15.000 días soy capaz de recordar con precisión? Se trata, intuyo, de un intento -fatalmente parcial y acaso vano- de restituirles la individualidad perdida.
Me caracterizo por poseer una notable capacidad para registrar fechas en mi memoria, pero es evidente que eso no alcanza para impedir que los días recordados constituyan una abrumadora minoría. Puedo enumerar sin dificultad qué día conocí a ciertas personas, qué día presenté cada uno de mis libros, qué día me recibí, o qué día empecé a trabajar, y evocar claramente, al hacerlo, cada uno de esos momentos. Pienso también en fechas vinculadas a la historia del país (11 de marzo de 1973, 1º de julio de 1974, 2 de abril de 1982) e inmediatamente se presentan en mi cabeza imágenes de lo que estuve haciendo los días en cuestión. Lo mismo sucede con fechas vinculadas al deporte y con los sucesivos cumpleaños propios, de familiares y de amigos. Entra, también, en este apretado inventario, el inexplicable registro de ciertas fechas que están allí sin que nada lo justifique (ninguna de las personas que conozco recuerda, por ejemplo, que el 13 de junio de 1974 Brasil y Yugoslavia inauguraron el Mundial de Alemania empatando 0 a 0, o que el 20 de julio de 1976 la sonda Viking se posó sobre suelo marciano, y sin embargo sobreviven ilesos a esta razonable amnesia). En suma: aún con el aporte extra de estas rarezas mnemotécnicas que me distinguen, el listado de días vividos perfectamente identificables constituye un porcentaje demasiado escaso en relación al total.
Primera y paradójica conclusión, entonces: a pesar del asombro que suele provocar mi memoria entre quienes me conocen, el verdadero motivo de sorpresa no está dado por todas las fechas que soy capaz de recordar, sino precisamente por lo contrario, por la descomunal cantidad de días que se han desvanecido para siempre, extraviados sin remedio en la neblina de la rutina
escolar, estudiantil y/o laboral.
Claro que esta melancólica comprobación no debería sumirme en el desconsuelo. Después de todo, la mayor parte de los recuerdos se conserva sin fecha precisa de origen. Y lo que en verdad importa es justamente su conservación, no la exactitud matemática de su ubicación temporal. Puede
entonces que no logre determinar qué hice con mi vida el 6 de noviembre de 1973, o el 27 de agosto de 1992, pero ¿cómo olvidar la mañana en que me metí por primera vez al mar, la tarde en que terminé de leer extasiado "La vuelta al mundo en 80 días", o el día que "2º C" le ganó el clásico a "2º B" con un gol mío sobre la hora? A la luz de esta certeza, el dato concreto pasa a segundo plano, se vuelve irrelevante. Considerados en sí mismos, los días serían, desde esta perspectiva, apenas un mero envase destinado, en la mayoría de los casos, a sacrificar su identidad en aras del especial contenido que los llena.
Esta preeminencia del contenido, sin embargo, me conduce a un interrogante aún más perturbador que el primero: ¿cuánto de lo que he vivido recientemente habré de recordar dentro de algún tiempo? O dicho de forma más incisiva: ¿cuántas de mis acciones diarias, cuántos de esos compromisos y urgencias que tantas horas me consumen y tantas preocupaciones me generan tendrán la significación necesaria como para ser recordados en una década o dos? Tampoco aquí caben las respuestas definitivas, por supuesto, pero mucho me temo que -por expresarlo en términos suaves- un porcentaje considerable de mis días actuales está sacando boleto de ida hacia la nada con absoluta impunidad.
Es altamente improbable que las proporciones estadísticas negativas de la memoria puedan revertirse por puro voluntarismo, pero deberíamos actuar como si se pudiera. Habría que esforzarse un poco. Sería cuestión, tal vez, de no seguir desperdiciando lastimosamente nuestro tiempo en tantas tribulaciones vacuas. Sería cuestión, tal vez, de aprovechar cada día para meterse en otros
mares, descubrir nuevos mundos imaginarios o hacer goles importantes en otros arcos. Sería, tal vez, cuestión de merecer el recuerdo futuro.
Es cierto, quizás ni siquiera así alcance. Quizás permanecer en la memoria sea
necesariamente el privilegio de unos pocos días. Tal vez éste no sea uno de ellos. Es probable, entonces, que llegue un momento de mi vida en que ya no recuerde qué fue lo que estuve haciendo este jueves 13 de julio de 2006. Hasta es posible, incluso, que tampoco recuerde haber escrito este artículo.
Sin embargo, lo escribo igual.
Al fin y al cabo, quizás sólo por eso escribe uno: para combatir el olvido.
PÁGINA 5
Espejos y laberintos
Por Stella Netri (Escobar-Buenos Aires/Argentina)
Estando de viaje por Francia, en 1894, Julio C. tomó el tren al infinito, dejándonos la magia de sus juegos de letras.
Dos años más tarde, junio de 1986, me encontraba en Ginebra, ya comenzado el verano europeo y en un negocio, encontré a Nina trabajando de cajera. Ella también recorría el mundo; nos habíamos conocido en un viaje anterior.
No se sorprendió al verme y expresó “ estaba segura que vendrías , Él está cerca… Yo sabía que querías verlo. Se aloja con María K en un hotel céntrico; en estos momentos ella está dando unas charlas a veinte kilómetros de este lugar y regresará tarde”.
Quedé muda; no sabía que hacer. Entonces Nina me apuró: - no pierdas tiempo.
Al ingresar al hotel me sorprendieron mis caras; los espejos seguían cada gesto mío, cada paso era registrado por esa multiplicidad de lentes que no me perdían de vista; me sentía observada por miles de ojos que estaban ahí, escondidos.
Miré hacia el piso, alfombrado de laberintos y arabescos, que me ayudaron a llegar a la puerta del ascensor; al abrirse me asustó algo en su interior, pero de todos modos ascendí al tercer piso.
En la puerta de la habitación, toqué anunciándome y entré.
Jorge Luis B descansaba en una cama baja; una lámpara iluminaba su cara, sus cabellos blancos.
Abrió sus ojos dormidos y adivinó una presencia, la mía.
Contuve el llanto ante este instante final de su realidad; mi mano sostenía mi boca.
Pude más, me acerqué a su lado y dije: -Maestro.
Me preguntó quién era, que hacía allí, si lo había ido a buscar; no se sobresaltó.
A su derecha, en unos estantes, diversidad de textos.
Volvió a dormitar y tomé un libro, páginas y páginas de la novela no escrita.
No sé cuanto había pasado, el calendario marcaba 14 de junio de 1986.
Me despedí en silencio, me fui con el Minotauro.
PÁGINA 6
Los chanchos
Por Amanda Pedrozo (Asunción/Paraguay)
Los chanchos cavaron hasta más no poder. María Gertrú volcó el contenido del tacho de comida en la tierra. María Gertrú se miraba hacer estas cosas sintiendo que las palabras se le trancaban en la saliva sin que pudiera escupirlas ni procurando. María Gertrú vivía sentada en la rama baja del yvapov. Los parientes más próximos habían aprendido que era inútil tratar de arrancarla del silencio y del árbol. Desde donde miraba fijamente a los chanchos que cavaban día y noche hasta más no poder. Justo donde ella solía volear el contenido del tacho de comida para que ellos siguieran el ritmo de su fiebre.
El hueco en la tierra se fue ahondando. Hasta que entre descanso y descanso de estómago los chanchos pudieron tener la felicidad de dormir metidos allí por turno riguroso. Mientras ellos dormían María Gertrú paraba un rato su agitación desmedida hasta que no aguantaba más y soltaba las frutas más cercanas del yvapov, confiada en el instinto inagotable que los hacía mover otra vez las pezuñas, movimiento que María Gertrú acompañaba inevitablemente con las palpitaciones de sus dedos. Una vez antes de eso la muchacha se había negado a entrar a la casa y nadie pudo arrancarle el empecinamiento de los ojos que hurgaron sin parar el sitio exacto de su salvación. De donde quisieron sustraerla Negra y Aparicio tomándola de los sobacos. Pero ni el peso de la obligación familiar impidió que finalmente la olvidaran, para lo cual sólo tuvieron que dejarla sentada en la rama baja del yvapov, sitio único en el mundo en que lograron que no siguiera gruñendo como los chanchos.
Por lo que al principio no pudieron identificar quién había gritado de ese modo desde el patio, allá donde el hueco en la tierra se iba haciendo cada vez más profundo. Negra y Aparicio forzaron juntos la memoria hasta que les fue posible apartar del resto de los sonidos la voz de María Gertrú. La muchacha gritaba perdida en el centro de la tierra y el ruido de los chanchos, cavando con las uñas y la ansiedad, arrancando terrones de tierra, arañando, rompiendo, sacando los dientes, sudando. Negra y Aparicio la vieron descuajar el mundo hasta el grito final y el desmayo.
Recién entonces pudieron olvidarla para siempre jamás, en el mismo instante en que vieron el cuello del kambuchi que salía apenas pero que ya dejaba ver su glorioso contenido de oro y locura y desesperación. María Gertrú jamás despertaría del sueño sin ventanas en que la había sumido la plata yvygui , desde que los primeros póras entraron al patio de los tres hermanos mediante un temblor del cielo y una resonancia de la tierra mojada.
PÁGINA 7 – NUESTRA POESÍA
Las torres del sol.
(Para Horacio Rossi)
Deja escritas tus palabras en la piel de los ríos
pero no abandones del todo la caverna del invierno
conserva por lo menos su recuerdo
y luego sale al mundo camino hacia las torres del sol
te acompañarán tu herencia de aguas claras
y la penumbra de la caverna como un cuero tibio.
Deposita en tu equipaje una idea generosa
alimentos solares y el proyecto de andar sin prisa
por los caminos increados
trazados solamente en la mente del dios del Augurio
en los serenos mapas grafológicos del Oidor
en la secreta constelación de tu instinto
camina entonces por las praderas
pero sin tocar la flor y el tallo de jugo dulce
pisa la ortiga y la cicuta y duerme debajo del nogal sonoro
no bebas agua que no sea la celeste del amanecer
y dedica al rocío la palma abierta y la espalda desnuda
ese será tu alimento sorprendido en su tránsito de la nube a los suelos
así no serás intruso
y serás, sí, visitante honesto del cielo invisible y frutal
el que comprende al rocío, al nogal y las avispas del estío
ingresa a los bosques con la nariz ávida y tensa
y toca con la mano trémula la madera antigua
de donde fluye la resina como una sangre perfumada
camina bajo las frondas y no temas a las murmuraciones
de los ocultos habitantes radiculares
ni a las tentaciones de la diosa desnuda que yace bajo la luna
tibia y sin nombre
prometida inviolable, pura luz del cielo, pura carne de la tierra silenciosa
sigue ignorante de la filosofía y de los códigos abrumadores
camina y toca, respira, oh andariego del bosque, come la miel
olvida tu cuerpo desnudo sobre los musgos
y reúne las semillas pacientes en tu mano abierta
y permite que allí germinen una a una
como lentas consumidoras del tiempo de los árboles
atraviesa luego las playas doradas donde yace el beso oceánico
y tiritan caracolas azules y existe el erizo demencial
-oh, cristal difuso, pulcro y rotundo como un sol apagado-
multiplicación del odio y la abulia
suavemente en serena reproducción salina
busca del mar la espuma fértil y besa su pulpa que habla lengua de naufragios y que traslada los pulsos tropicales a las regiones del frío donde yace el albatros muerto como un corazón seco, como un plumaje del viento
entrega tus muslos a la tentación de los golfos
y hunde tu mano roja en la entraña de los archipiélagos dispersos
como en un bolsillo donde el Oidor guarda
el secreto de la llave sin puerta y los espejos del hollín
donde se mira Dios cuando es tiempo de la tristeza.
Abre tu oreja al viento del mar
no temas a sus maldiciones ni a los apagados gritos de horror
de sus ahogados violetas, flotantes, pálidas medusas de sombras ausentes
mezclados con velámenes y timones quebrados
y abecedarios olvidados y un libro de bitácora que se pudre.
Sube a la montaña y no ceses
infatigable
aunque remota te parezca la voz de la roca
y la pupila eléctrica de las aves de la altura
te mire sin verte atravesado de infinitud
mineral, ambulatorio, sed incesante, sed hacia las cumbres
sed hacia arriba como un viento sin vestigios limpio y alto
firma atmosférica y salvaje de la llanura
incontaminado ascendente sin remedio
reunidor de los despojos minúsculos de la piedra
sacrificante solo y ansioso en las alturas del frío
disperso, toril todavía, incesante como tu paso
-oh, infatigable-.
Y de ese modo
habiendo escrito en la piel del agua tu palabra
y conservado el recuerdo de la cueva del invierno
y de haber andado la pradera, el bosque, el mar y el monte
es decir las extremidades del Augurio
todo bajo el testimonio sin vacilaciones del Oidor
desnudo, total, resumen de la tierra y del aire
germinado una y otra vez
idéntico a la vez que multiplicado respiratorio y muscular
atravesado una y otra vez por la transparencia del mundo oloroso
con la red de los finos sentidos purificada
así –oh, infatigable-
llegarás a los umbrales de las altas torres del sol
las edificadas por el augurio en su tiempo postrero
las amadas torres levantadas en su agonía que no cesa
las hechas con la luz reunida del universo
las bellas construidas como si ellas fueran un panal
con el polen de todos los territorios
con las partículas de las graves y pequeñas cosas visibles
y con el aliento de los motores que no se ven.
Llegarás y ante ellas dejarás estar el hato
de tus sensaciones, de tus respiraciones, de tus ansiedades reunidas
y serás tocado por la luz total
y de ella serás y serás ahíto del Augurio
y el Oidor dirá la palabra que designa a dios
solamente para tu corazón purificado
para tu extraña habilidad aún intacta de tener pronta la palabra
una vez escrita en la piel de las aguas
y otra vez repetida y amada en la penumbra de los bosques
y en la caricia de las espumas y en el viento de la montaña.
Descubrirás, conmovido –oh, infatigable- que las torres del sol se rinden
ante tu simple prodigio de palabrero, de hacedor y amante de la palabra
que reúne, edifica, limita, penetra, vive y muere sin términos ni límites.
Serán tuyos toda la luz y el innumerable cuerpo del Augurio constructor
y lo pequeño y lo grave y lo terrible y lo sublime
tendrán lugar en tu conquistada otra vez palabra del hombre.
Y cuando hables y las digas, entero y frutal
será la otra luz nacida
y la luz entre el hombre y el hombre
el Augurio en agonía y el Oidor en vigilia
para siempre, para nunca cesar.
Estás pues con tu palabra frente a las torres del sol
Dila –oh, infatigable- y concluye la obra de la luz
Hugo Mandón (Larrechea-Santa Fe/Argentina)
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El loco de las piedras
Por Ariel Puyelli (Chubut/Argentina)
«Las ferias de artesanos son lugares misteriosos», me dijo una vez un hombre muy viejo, de más cien años, que estaba sentado en un banco de la plaza de El Bolsón, desde donde miraba la feria con mucho miedo.
“Hay que tener mucho cuidado con las cosas que se tocan en las ferias, porque algunas tienen poderes especiales y otras son muy peligrosas”, agregó.
Cuando le pregunté por qué creía él que había cosas peligrosas en esos lugares, y cuáles eran las especiales, el viejito me dijo que me iba a contar una historia que le pasó a un chico en una feria de artesanos, hace muchos años en Esquel.
Esto fue lo que me contó el viejito de más de cien años, sentado en un banco de la plaza, apoyado en un bastón muy raro:
“Había una vez un chico de ocho años, que vivía cerca del barrio El Badén, al que le gustaban mucho las piedras. Visitaba las ferias buscando los puestos donde los artesanos exhiben y venden piedras de distinto tipo, con muchos colores, piedras raras que en su interior esconden formas increíbles.
El chico se quedaba horas mirando las piedras, encantado por esas formas y colores. Pedía permiso y las tocaba, las acercaba y las alejaba de su vista. A algunas las miraba bien a la luz y a otras las observaba en la sombra, admirando los reflejos y las luces naturales de ellas.
Muchas horas en decenas de ferias había pasado el chico mirando las piedras, pero nunca quiso comprar ninguna, a pesar de que sus papás y otros familiares siempre le pedían que eligiera alguna para regalársela.
Él decía que no podía elegir ninguna en especial, porque le gustaban todas. Entonces aquellos que querían hacerle ese regalo, se olvidaron de ofrecérselo y prefirieron, para sus cumpleaños, obsequiarle medias y calzoncillos.
Hace algunos años, en una feria de las que se hacen en invierno en la Sociedad Española, el chico comenzó a ir desde que abría hasta que cerraba. Ese invierno fue muy duro, pero él concurría a pesar de la nieve, el hielo y el frío intenso. Había dos puestos de artesanos con piedras. Visitaba uno un día y otro el día siguiente. Los muchachos del puesto lo dejaban observarlas tranquilo porque ya lo conocían. Le habían puesto el sobrenombre de «el loco de las piedras», porque no decía una palabra en toda la tarde y era capaz de estar mirando cada piedrita durante dos horas, parado frente al puesto.
Pero sucedió que una tarde, a eso de las seis, se desató un temporal de nieve y nadie vino a visitar la feria. Los artesanos se empezaron a retirar de a poco y los organizadores avisaron que cerrarían el local en media hora.
El chico estaba mirando las piedras de uno de los puestos, y cuando el artesano le pidió que la dejara en su lugar porque iba a taparlas a todas para retirarse, él decidió ir hasta el otro puesto para seguir con sus observaciones.
Mientras se dirigía allí, los últimos artesanos se retiraron de la feria; y los organizadores empezaron a cerrar el local. El puesto estaba tapado, pero el chico quitó la tela blanca que ocultaba las piedras y se puso a observarlas. Hubo una que le llamó muchísimo la atención: era oscura, y en su centro tenía como una cuevita color roja.
Al mismo tiempo que el encargado de cerrar las puertas apagaba las luces, el chico descubrió que desde el fondo de esa cuevita venía una luz muy especial.
La Española quedó a oscuras y nadie, salvo el chico, en su interior. Como por arte de magia, desde el fondo de la piedra la luz fue haciéndose más grande, iluminando la cara del chico, que estaba paralizado por el asombro y el miedo. No podía moverse; y veía que la luz lo envolvía. Quiso gritar y sólo emitió un ronquido. Quiso salir corriendo y tampoco pudo.
Toda la Española fue llenándose de una luz que empezó a verse desde afuera. Un policía vio que todos se habían ido, que el local había quedado a oscuras, pero que ahora desde adentro salía una luz muy potente. Pensó que habría entrado algún ladrón, entonces avisó en la comisaría. Desde allí vinieron muchos policías y forzaron la puerta para entrar.
Cuando lo hicieron, la luz se apagó. Uno de los agentes prendió las luces generales y todo el local se iluminó otra vez, pero con la luz de los reflectores.
Buscaron por dentro y por fuera los supuestos ladrones que habían entrado, pero obviamente, no encontraron a nadie.
Un policía vio que frente a uno de los puestos, había una de las piedras en el suelo y que las otras estaban destapadas.
- ¡Acá hay una pista! -gritó y se acercaron todos los policías, que más tarde fueron a buscar al artesano para que les dijera si faltaba alguna piedra.
El hombre dijo que no, que no faltaba ninguna. Entonces todos pensaron que los ladrones habían huido sin poder robar nada.
El asunto quedó olvidado.
Al día siguiente, la mamá del chico se presentó para hacer la denuncia de que su hijo había desaparecido.
Nadie relacionó un hecho con el otro, salvo yo, que sé que las ferias son lugares misteriosos”, dijo el viejo y continuó relatando:
“Cuando me enteré de esto, fui a la feria para investigar el puesto donde había aparecido la piedra en el piso, y casi me desmayo de sorpresa al ver que una de ellas, la misma que habían encontrado en el suelo, tenía una cuevita roja desde donde salía una lucecita muy, muy chiquita en su interior. Con la ayuda de una lupa que me prestó el artesano, miré en el interior de la piedra, y me llevé la sorpresa de mi vida al ver en su interior a un chico de unos ocho años, como detrás de rejas de piedra maciza. Volví a mirar y sí, allí había un chico que gritaba desde adentro, como pidiendo que lo rescatara, pero era tan chiquito, que no lo podía escuchar. Desesperado, sin pensar en las consecuencias, tomé la piedra y salí corriendo de la feria. El artesano gritó que le estaban robando su mercadería y en la vereda la policía me atrapó. Nadie creyó mi historia. Nadie…
Cuando después de estar preso quince días me liberaron, regresé a buscar al artesano. Pero la feria había terminado y no lo encontré nunca más.
Empecé a visitar las ferias de toda la Patagonia, para hallar la piedra misteriosa donde había quedado encerrado el chico, pero no la encontré. El tiempo se encargó de hacerme más viejo todavía y no poder caminar mucho, así que abandoné la búsqueda. Lo único que logré fue que a mí también me apodaran “el loco de las piedras”...
El viejo me dijo que los que escuchen esta historia, tienen la obligación de buscar la piedra donde está el chico encerrado para intentar liberarlo; pero que tienen que tener mucho cuidado de que no los atrape, porque después será imposible salir.
En casi todas las ferias hay puestos con piedras parecidas a las que me describió el viejo. Y soy sincero: no me animo a buscar al chico, porque tengo miedo de que esa piedra maldita me capture a mí también. ¿Y si el viejito sólo quiere que la piedra atrape a los chicos y es imposible escapar? ¿Cómo sé yo que él no es un mago, un demonio, un brujo o algo así que sólo pretende capturar gente?
Yo no me animo a buscar al chico…
¿Y vos…?
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La Neociudad
Por Vicente Antonio Vásquez Bonilla (Guatemala)
En la antigüedad existían las ciudades-estado, que conformaban alianzas entre ellas y para su supervivencia dependían de un gobierno mayor, quizás, bajo la protección y tutela de un rey o de un emperador. Fuera de esas ciudades cerradas imperaba la ley de la selva, en donde los maleantes sentaban sus reales y los ciudadanos para cumplir con seguridad las fases del intercambio comercial tenían que recurrir al gobierno superior en busca de protección, desde luego, pagando los tributos correspondientes.
Hoy nos estamos acercando a situaciones similares. Ante la inseguridad reinante; las ciudades-estado han sido sustituidas, en su primera fase, por los glamorosos centros comerciales. Lugares de refugio en donde se puede permanecer por largas horas con la sensación de seguridad. Otra versión, son las colonias cerradas, con su administración y seguridad propia. Ambos con la venia y dependiendo de las ordenanzas del señor gobierno, a quién se tributa y obedece de acuerdo a leyes superiores.
La segunda fase de estas imitaciones de las ciudades-estado, serán más completas e incluirán grandes edificios con múltiples torres de diferentes categorías económicas y sociales, en donde se cumplirán todas las facetas de la vida social, comercial, administrativa y religiosa, sin salir de ellos a la inseguridad externa.
Las plantas bajas serán ocupadas por los diferentes comercios, que proporcionarán trabajo a los habitantes de los niveles superiores y al mismo tiempo satisfarán sus necesidades de consumo y supervivencia, tales como: zapaterías, librerías, salones de belleza, abarroterías, supermercados, gimnasios, bancos, expendios de todo tipo de comida, bares, etcétera; como ya se ve en la actualidad. Convenientemente, estarán situados, hoteles, cines, teatros, templos ecuménicos para la celebración de ritos religiosos y quizás, hasta una discreta sala de “masajes” exclusiva para atender las necesidades biológicas de los caballeros.
En niveles intermedios funcionarán: escuelas, colegios y sucursales universitarias. En uno de tantos pisos estarán las diversas clínicas médicas y uno o más sanatorios. Niveles destinados a oficinas legales, contables, comerciales… Pisos reservados para la recreación infantil y en las soleadas terrazas, entre otros, jardines, piscinas, canchas de tenis y baloncesto.
Para cumplir con los trámites legales y con los requisitos reglamentarios, estarán presentes las oficinas de carácter gubernamental, tales como el correo, la sucursal del Registro Civil nacional y el de identificación local, y a no dudar, la infaltable maquila regentada por un inmigrante coreano. La mayoría de los empleados de seguridad, de limpieza y de otros oficios de inferior categoría provendrán de las torres de apartamentos económicos o inevitablemente acudirán del exterior, pero eso sí, debidamente seleccionados e identificados.
Varios sótanos acogerán en sus parqueos a los turistas del exterior, a los vehículos de los diferentes tipos de servicios y a los automóviles de los valientes vecinos que trabajarían fuera de la moderna polis. Un discreto sótano albergará las capillas funerarias y para los que puedan pagar y lo deseen, un limitado número de nichos, al estilo de los antiguos templos católicos, para el eterno descanso de los seres amados, huéspedes de corto tiempo, que luego pasarían a ocupar democráticos osarios para satisfacer la fatal demanda. Los difuntos de los residentes de escasos recursos irían a los atestados y riesgosos cementerios del exterior.
Así, los modernos ciudadanos no tendrían que abandonar su santuario, no sufrirían el indeseable estrés del tránsito externo y estarían libres de la acción malvada de los delincuentes y de las inclemencias del tiempo, a excepción de los imprevisibles terremotos. Riesgo siempre latente y al que estarían expuestos todos los habitantes del país.
La mini neociudad sería un moderno paraíso cerrado en donde se cumplirían los ciclos vitales. Surgiría el amor, la vida y la ineludible muerte. Los habitantes vivirían tranquilos y en paz, hasta que la irremediable naturaleza humana se las ingeniara para descubrir nuevas formas de delinquir, extorsionar y explotar a sus confiados residentes.
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Armas con sangre
Por Carolina Orlando (Luján-Buenos Aires/Argentina)
Dicen que no fue la primera vez que el cielo se puso rojo. El muchacho lo sabía.
I
Ésta será tu arma, kunumi. Un hombre alto se lo dijo.
El polvo del uniforme de aquel Karai era polvo limpio, su mirada no se doblegada ante el enemigo. Sus labios escondían una mueca impune: burla. Ríos de sangre inundaban la mirada de terror. La forma de los ojos, modificada por la misma sonrisa que escupía desprecio, era incierta. El arma, sostenida por sus manos grandes, dormía sin uso, nueva y silenciosa.
El muchacho, hipnotizado por aquellos ojos púrpura y por los gestos irónicos del gran señor, enderezó su pecho y apuñó el asta marrón: su arma de palo, astilla y paja.
La carcajada del hombre fue perdiéndose bajo el cielo rojo que cubría el campamento, y el recuerdo de su madre, abrigada en una casa de Iturbe de Manorá, fue inevitable.
Detenido, escuchando ahora sólo el silencio, esperó ansioso a que llegara la noche. Las luciérnagas nacían, morían, volvían a nacer. Iluminaban el monte, le recordaban su niñez, y entonces, otra vez Iturbe y su madre.
¿Qué pensarían los demás si lo vieran con una escoba? Tu arma, dijo aquel hombre, y volvió a escuchar la carcajada, y a recordar a su madre, a Iturbe, y sintió frío…
Ratatata, ratatata, ratatata. El cielo, más rojo, era infierno. Las ametralladoras apagaron el silencio y los aviones chillaban altivos, soltaban bolas de fuego y muerte, un humo espeso ocultaba el sol, que acababa de nacer impúdico. El muchacho, valiente, sostuvo su arma de madera y paja; los silbidos de las bombas aturdían sus sentidos. Inútil mi arma, pensó. Ratatata ratatata, correr hacia el fuego, pelear en el frente, combatir. Pero en su mano descansaba la escoba, su arma (le habían dicho). La inclinó. La imaginó de metal y artillería, la creyó fusíl y comenzó a disparar: ratatata ratatata, gritaba.
Una mano, pesada y sorpresiva, tocó su hombro y sintió frío. Una voz, que podría haber sido la suya, le dijo vamos que hay que trabajar y, sin soltar el arma, otra vez escoba, siguió al muchacho que podría haber sido él mismo. Aturdidos, corrieron hacia la siniestra procesión de camillas.
Polvo rojo y restos de guerra atestaban los sombreros de aquellos campesinos, las sienes morenas sufrían bajo tanto peso, las pieles padecían el calor del fuego y los ojos imploraban paz.
El muchacho arrojó la escoba, ayudó a sostener una de las camillas con su mano derecha y, mientras tanto, con la otra espantaba las moscas que sobrevolaban la muerte, hambrientas. La apoyó en el suelo y quitó el poncho que atravesaba el torso del herido, tomó su cuchillo y rasgó la camisa, ahora lastimada y partida. Brotaba sangre del pecho y de los hombros, abierto estaba su vientre, hundido. Otra vez, el frío.
Bssbss revoloteaban las moscas, los tábanos olían las llagas y el muchacho, pávido, descubría que su herido ya no tenía piernas y que el rostro, desfigurado, lo observaba desde otro tiempo, carente ya de espacio, ido, muerto. Bssbss resoplaron los visitantes que se adueñaron del cuerpo, una vez que el muchacho, aferrado nuevamente a su arma, lloraba en el suelo.
Las camillas siguieron entrando en un sostenido ritmo dantesco. Mientras los cuerpos, en jirones, atestaban de olor el campamento, las ametralladoras dormían, impacientes, esperando nuevos dueños.
Algunos heridos gritaban, pedían por sus mujeres y, los más conscientes, maldecían la guerra.
El muchacho, entre moscas y tábanos, se llenaba de heridas invisibles.
II
Che, kunumi, ¿por qué no soltás la escoba?
Me dijeron que es mi arma y no la suelto, usted duerma y sueñe que bien le hará a su pierna.
Al llegar la noche, barría el campamento. Sus manos apretaban la escoba con fuerza. Arrastraba polvo, vendas y luciérnagas muertas.
La tierra solía pegarse a las gotas de sangre fresca y las pajas se desprendían, inútiles ramas perdidas.
Inútiles no, pensó. La escoba será mi arma: con sus hebras dibujaré letras de sangre fresca.
Una noche, eran tantas las gotas de sangre y tan consistentes las hebras que formó palabras, frases y hasta un poema.
Cuando el sol iluminó el campamento, los muchachos auxiliares, algunos heridos y hasta las moscas se acercaron a la frase. Todos rodearon los dibujos que sabían letras, pero sólo uno alcanzó a leer, despacio: “La escoba será mi arma”.
Todos se preguntaban quién habría sido capaz de hacer hablar a los muertos, y a su sangre.
III
Los días siguieron rojos y silenciosos. Los nuevos enemigos eran la sed y el hambre, ahora implacables. Los hombres, antes de morir, ya no llamaban a sus esposas ni maldecían a la guerra. Ahora sólo se les escuchaba mascullar, en un último suspiro: agua.
IV
Che, kunumi, ¿por qué no soltás la escoba?
Es mi arma, respondía, duerma y sueñe que bien le hará a su pierna.
Cada mañana, el suelo amanecía con frases nuevas: “la sangre habla” “hambre y sed” “¿cuáles son nuestros enemigos?” “Oro negro”.
El comandante, alertado, asumió que algún rebelde se escondía en el campamento y dispuso centinelas para averiguar quién era el del arma, la sangre y el oro negro.
El Karai les había dicho: vivo o muerto. Los vigilantes, atentos a cualquier sonido intruso, afilaban sus oídos y preparaban sus armas. Eran cuatro. Cada uno soñaba con ser el soldado que habría de capturar al rebelde, lo querían como premio, cegados por la promesa del gran señor que auguraba un cargo más alto y agua.
Algunas nubes empañaban la nitidez de la luna que por momentos, dejaba de iluminar el campo.
Uno de los centinelas oyó risas, pero eso era habitual los días tranquilos. El otro, que no oyó las risas, se distrajo con las frases que, a sus pies, ya borrosas, leía con dificultad. El más gordo de los cuatro jugaba a buscar gotitas de sangre y el último luchaba por mantener los ojos abiertos.
Una rama seca crujió y rompió el silencio. Los cuatro, esperanzados, corrieron hacia el ruido.
Una sombra, erguida delante de la maleza, atrajo los túneles oscuros de sus armas que sonaron rotundas y funestas en medio de la noche. Cuatro disparos se oyeron, cuatro disparos aniquilaron a aquel hombre que, en el momento en que las nubes tapaban la luz de la luna, conoció la muerte. Oscuridad que cegó el rostro del supuesto rebelde.
Fui yo el primero en disparar. ¿Cómo? Yo estaba más cerca. Qué vas a ser el primero. Déjense de macanas que el muerto es mío. ¡Che, Karai! ¡El muerto es mío! Gritó, y nada más.
V
Pájaros azules cubrieron el cielo. Sus ojos brillaban como estrellas, luces amenazantes. Abrían los picos y devoraban moscas y tábanos, volaban en círculo. Giraban sobre las tiendas. El campamento todo quedó cercado por las extrañas aves azules.
Los chillidos, ya insoportables, despertaron a los jóvenes que se asomaron curiosos. Las aves, ahora gigantes, comenzaron a volar con mayor velocidad, rompían las barreras de la luz, zumbaban como flechas, ruidos sordos: turbinas de avión.
Ya nadie peleaba por aquel muerto, supuestamente rebelde.
Todos miraban al cielo y, victoriosos, los pájaros de metal soltaron sus bombas que estallaron al tocar el suelo seco del campamento.
Astillas de metal atravesaban los cuerpos, el fuego quemaba las tiendas, el humo mataba el aire impregnado de olor a muerte, y los hombres que alguna vez soñaron con pelear en el frente, veían de cerca el fuego y el infierno.
Los aviones se fueron, gritó alguien, lo sé por el silencio. Y los sobrevivientes comenzaron a salir de las trincheras.
Ratatata ratatata, gritaba el muchacho. Una mano, pesada, se apoyó en su hombro. Sintió frío. Una voz, que podría haber sido la suya, le dijo al oído unas palabras que no llegó a entender y, sin más que poder decir, el joven de la mano helada, cayó muerto.
Cercano a los arbustos espinosos que cubrían el monte, el cuerpo del Karai ya no reía a carcajadas. Lo rodeaban los centinelas, también muertos. Quisieron protegerlo al desgraciado, pensó, y siguió caminando hasta que el miedo endureció sus músculos. Se detuvo.
A su alrededor, los cuerpos se consumían, desangrándose. Los huesos sostenían láminas de piel morena y restos de carne sin vida. Los ojos explotaban, se hundían en sus propios huecos. A la piel, delgada, se la fue llevando el viento, y los blancos esqueletos se retorcían en el suelo.
Uñas y hebras de cabello crecían sin tiempo. Tan largas resultaron, que también a ellas se las llevó el viento.
Huesos consumidos, polvo, quedó de aquel infierno…
VI
Un hombre barre los fragmentos de la batalla. Arrastra vendas, luciérnagas, sangre y hojas.
Colmado de heridas y llagas internas, una nube de moscas y tábanos olfatean su tristeza. La escoba, consumida, repta sobre las hojas. Debajo, ellas esconden su secreto.
Mientras tanto, los truenos gritaban en el cielo, la lluvia lavaba los huesos y la sangre alimentaba la tierra con muertos. Decenas de miles de cruces brotaron del suelo, figuras de una guerra convertida en polvo y en infierno.
Che, kunumi, todavía no soltás la escoba… ¿Sabés leer? ¿Qué dice?
Dice:
“La escoba será mi arma,
sus hebras de oro:
sangre que habla,
reconocen el hambre y la sed
como enemigos
¿si no cuáles?
Oro negro y hastío.”
VII
Cuentan que no fue la primera vez que el cielo se puso blanco, que se llenó de nubes y que las aguas colmaron los ríos.
Dicen que ese hombre ya nunca olvidó su sangre ni soltó el arma, sus hebras de oro: las palabras.
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Cash
una mujer en caída libre
rajando el aire en dos como un cierre relámpago
¿piensa en velocidad
o puede desmembrar escena y escenario?
¿borra cada pregunta la respuesta anterior cayendo en caída libre?
¿recuerda algo vital o prioritario dadas las circunstancias
ha combinado esa mañana los colores de su ropa interior
cerró con llave
o impactará contra el cemento
como en los brazos del hombre que la ama?
¿podrá abrir una grieta
su peso de mujer cayendo en caída libre
imprimir en el medio de la calle un leve desnivel
algo que la recuerde para siempre tanto menos vulgar que una mancha de sangre?
¿verá pasar la vida delante de sus ojos?
¿cuarenta fucking years cayendo en caída libre
son suficientes fichas para ganar el juego?
o es demasiado riesgo
tentar la cavidad rosada del peligro en una sola apuesta
sin más que esa moneda para pagar el precio
Laura Yasán (Buenos Aires/Argentina)
En el humo
hay hombres con los ojos llenos de candados
siempre cargan consigo algún secreto sórdido
una estampita de bordes carcomidos
y la foto borrosa de un amor sin retorno
los domingos la tienden como un mantel sobre el recuerdo
hacen su fiesta de un material sin brillo
fumando lentos
pueden ver en el humo el más fino detalle de ese rostro
ganar en el alcohol la melodía innata de los héroes
suspirar quebradito hasta la noche
de no ser por la yegua soledad que pide piel a gritos
y que le abran de una puta vez
Laura Yasán (Buenos Aires/Argentina)
Escrito bajo el agua
desciendo de un secreto
trazado bajo el agua por la quilla de un barco
un siglo de silencios me niega cada vez
me devuelve a una isla en donde soy la única habitante
privada del reflejo
caigo a una cifra indivisible
cadena trunca
¿qué cantaban los hombres en rumania?
¿de qué reían descalzos en la nieve?
¿tejían las mujeres su destierro?
¿ ladronas eran?
¿prostitutas?
¿piezas de cambio en el mercado negro?
busco en otra mirada el mapa de la sangre
en el dibujo de mis venas
falso sudario
es tan lejos de casa el beso que encendió mi corazón
Laura Yasán (Buenos Aires/Argentina)
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Desobediencia
Por David Lagmanovich (Tucumán/Argentina)
A principios de la primavera, el Sindicato decidió cortar todos los accesos a los hospitales de la zona. La única excepción tolerada por los obreros fue el Hospital Neuropsiquiátrico regional, popularmente llamado “el loquero”, cuyos pacientes colaboraron alegremente en la construcción de barricadas. Los agentes enviados por el Jefe de Policía, ante la imposibilidad de dialogar con los manifestantes, decidieron tomar mate con tortas fritas a la vera del camino. Después reportaron a sus superiores el desaire sufrido y se desconcentraron sin incidentes.
Sucesivamente los miembros del Sindicato, que habían hecho caso omiso de las órdenes policiales, desobedecieron un fallo judicial, una exhortación del gobernador de la Provincia, una orden del presidente de la Nación, un dictamen del mediador enviado por la Unión Europea, una acordada de la Corte Internacional de Justicia de La Haya y un pedido especialmente paternal del Sumo Pontífice. “Hemos cortado las rutas y de aquí no nos moveremos”, fue su unánime respuesta.
Pasaron el resto de la primavera y la totalidad del verano. Las ambulancias con enfermos graves que pretendían ingresar en los hospitales se acumulaban del lado exterior de las barricadas. Después les tocó el turno a los coches fúnebres, cargados de cadáveres. Muchos de los difuntos eran enfermos que no habían podido obtener ayuda médica; otros habían sido asesinados por sus colaboradores alienados. Ya en el otoño, se interrumpió la llegada de los camiones que traían yerba mate, galletas y vino tinto en cajas de cartón, para sustento de los militantes y sus familias.
La llegada del invierno disminuyó en mucho la presencia de obreros sublevados, quienes fueron víctimas de atroces neumonías. Por una cuestión de principios, sus dirigentes no les dejaron concurrir a los hospitales, que continuaban aislados. La circulación por las rutas, interrumpida durante casi un año, se resolvió casi por sí sola: simplemente ocurrió.
Con las brisas primaverales llegaron los primeros automóviles y también los periodistas, quienes entrevistaron a los cuatro o cinco sindicalistas que se mantenían en pie. Interrogados, manifestaron no conocer los motivos de la manifestación. También reclamaron la presencia de un peluquero y anunciaron que proseguirían la lucha.
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Fue legítimo delfín de Mallarmé o de Apollinaire, y un ícono viviente para los surrealistas. Intentó aislarse del mundo, pero se vio convertido en víctima emblemática del nazismo. Sin embargo, Saint-Pol-Roux el Magnífico hoy parece olvidado hasta en Francia.
El Mago de Bretaña
Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires/Argentina)
Su vida osciló siempre entre lo mágico y lo trágico, que la rondaron hasta unificarse entre sí y volverse destino, en una dialéctica cruel. Un destino que, sin embargo, tiene mucho de voluntariamente elegido. El mismo silencio que hoy lo envuelve en un olvido injusto, con ser frío y ciego, no constituye quizás sino otro testimonio del éxito que alcanzó en su solitario y orgulloso distanciamiento. Un rechazo (cargadamente ético) de la sociedad no sólo literaria de su tiempo que hoy, en esta época de abrumadora y mediocre frivolidad, no hubiera hecho sino acrecentarse. Como bien dijo su biógrafo y amigo, Théophile Briant, "él ingresó en la poesía como se entra en una religión" y, a esa íntima y apasionada entrega, le dedicó con devota integridad su entera existencia. Que, por ello, y por la limpieza con que la vivió así como por la intensidad con que escribió, se hizo desde entonces ejemplar.
El que más tarde iba a bautizarse a sí mismo como Saint-Pol-Roux, fue llamado por sus padres Paul-Pierre Roux y nació en Saint-Henry, en los alrededores de Marsella, el 15 de enero de 1861. Siendo por lo tanto un hombre del Mediodía, un provenzal, hijo del sol y de la luz mediterránea, su deseo de alejarse de las ciudades y su inclinación casi istintiva por un mundo de nieblas y leyendas, preñado de significados ocultos --el antiguo dominio de los celtas--, lo condujo primero a refugiarse con su familia en el bosque de las Ardennes y luego, ya para siempre a afincarse hasta concluir erigiendo su propia y mitológica morada (donde la tragedia habría de cumplirse) cerca de Camaret, en la Bretaña raigal, cara a cara frente al mar bravo de Armórica.
Su paso –inevitable-- por París, había sido breve pero fulgurante. A partir de 1882 su juventud inquieta y subyugante se relaciona allí no por supuesto con los consagrados, sino con los valores escondidos, los disidentes, los renovadores. Entre ellos escoge como sus maestros al memorable Villiers de l'Isle Adam y al sintomático Mallarmé quien, el 23 de marzo de 1891, durante un banquete, se dirige a él, sentado a su derecha, como "mi hijo". En 1893 publica una leyenda dramática: Ame noire du Prieur blanc, primicias de su sueño (que nunca pudo concretarse) de instituir un "teatro poético". Pasa unos meses en Bélgica y, como dijimos, se instala luego en las Ardennes, donde la amistad de las gentes sencillas no le hace añorar en absoluto los salones literarios. Sin embargo, su paso por la Ciudad-Luz le permitió compartir junto con Maurice Maeterlinck y tantos otros el nacimiento del simbolismo, una corriente de fondo con la cual su espíritu siempre tuvo profundas connivencias.
El llamado de la selva
En su manifiesto del Magnificismo, aparecido en 1885, Saint-Pol-Roux el Magnífico afirmaba su firme voluntad de que "por el hada Poesía, la belleza desciende a sentarse entre los hombres, así como Jesús se sentó entre los pescadores de Galilea". Antes de lo que hubiera podido imaginarse, él iba a realizar en forma concreta esa propuesta. El rechazo de sus colegas y de los críticos lo lleva a alejarse inexorablemente de París, hacia su refugio definitivo en la Bretaña pero, no sin antes despedirse estruendosamente con un feroz panfleto: L'air de Trombone à Coulisse, publicado en 1897 y que constituye una de las más violentas ridiculizaciones de la crítica que se hayan conocido. (Cosa que nunca le fue perdonada. Es inútil, por ejemplo, buscar el nombre de Saint-Pol-Roux en L’Histoire de la Littérature Francaise, de Audic y Crouzet, editada por Didier en 1912 y reimpresa corregida en 1939.)
En julio de 1898 Saint-Pol-Roux se instala con su familia en Lanverzanal, en una choza de Roscanvel. Así, a sus treinta y siete años, se aleja de la vida urbana, dando comienzo a la leyenda del Solitario de Barba Blanca, el último Santo bretón. Como para acentuarla, y ya trasladado al puerto pesquero de Camaret, habiendo mejorado su tradicionalmente difícil situación económica a consecuencia de recibir la herencia de su padre, se hace edificar en un promontorio rocoso, la punta de Pen’hat, cerca del sitio de Quelern, directamente frente al mar, una casi teatral construcción de ocho torres, a la que designaría como el Manoir de Coecilian, nombre de uno de sus dos hijos varones, que le arrebataría la guerra.
La soledad de que Saint-Pol-Roux se rodeó en su exilio nórdico, con resultar llamativa desde los grandes centros poblados, no fue nunca total. No sólo porque, como le surgía en forma espontánea, él confraternizó siempre abiertamente con la gente del lugar, pescadores, marineros o labradores. Sino también porque permanentemente hubo escritores o artistas que se acercaron hasta él (Victor Segalen, Camille Mauclair, Alfred Vallette o el desdichado e inefable Max Jacob, por citar sólo algunos), y hubo otros, muchos otros, que no dejaron de considerarlo un faro, un modelo, una guía. Entre ellos, no es casual que el grupo de los brillantes jóvenes que iban a dar lugar a la revolución surrealista, lo percibieran de inmediato. André Breton lo proclamó estentóreamente, a los cuatro vientos, desde el número de homenaje que Les Nouvelles Littéraires le consagró en 1925: “Saint-Pol-Roux tiene derecho entre los vivos al primer lugar, y conviene saludarlo entre ellos como el único auténtico precursor del movimiento llamado moderno. Sería fácil mostrar lo que el cubismo, el futurismo, el surrealismo le tomaron prestado sucesivamente. Y de establecer que sin saberlo él quizás, su influencia, confesada o no, que ella se ejerza directamente por su obra o a través de alguna otra, no hace desde veinte años atrás sino revelarse más determinante y aumentar.”
Y Breton --que iba después a dedicarle su libro Clair de terre-- no estaba solo. Ese homenaje colectivo fue firmado también por Robert Desnos, Roger Vitrac y Michel Leiris. Louis Aragon llamó a Saint-Pol-Roux el “Hombre-Rayo”, y Jacques Baron, “el Hombre Libre, el Príncipe del Espíritu puro”. Mientras que Paul Éluard le demostró, no una sino muchas veces, su devoción y su respeto. A pesar del escándalo posterior de la Closerie des Lilas, que fue indudablemente un fruto del momento, esos jóvenes rebeldes de menos de treinta años habían vuelto a sacar de la sombra a un patriarcal poeta de sesenta y cuatro, percibieron antes que nadie y con absoluta nitidez el resplandeciente modelo, a la vez ético y estético que ofrecía, sin proponérselo en absoluto, el Mago de Camaret.
El círculo se cierra
Para Saint-Pol-Roux el poeta es “el hombre completo... átomo o fragmento del Alma universal”. Y no sólo eso. Se animó igualmente a afirmar que “el poeta corrige a Dios”. Pero no es un dios: “Exijamos al poeta, que sea desnudo y libre”, y nos ofrezca “el Pan humano”. Por otro lado, siendo él quien era e invistiendo lo que representaba, nunca renegó de la ciencia. Fue uno de los primeros admiradores de Einstein, de cuyas teorías percibió antes que muchos supuestos especialistas la universal conmoción a que darían lugar. Y en 1933 le dedicó explícitamente su poema La Supplique du Christ, escrito para protestar contra la implacable persecución desatada por Hitler y sus siniestros secuaces contra el pueblo judío.
Esta vida cuyo aislamiento y fidelidad lo habían convertido como vimos en una legítima leyenda, iba a cerrarse con una tragedia. Ese recinto sagrado donde se había recluido fue hollado también por la barbarie nazi. Entre el 2l y el 24 de junio de 1940 un panadero de Silesia devenido miembro de la Wermacht se introduce en la morada de Saint-Pol-Roux, amenaza a todos con sus armas hasta conducirlos al sótano y, al pretender llevarse a Divine, la queridísima hija del gran poeta, provoca su comprensible resistencia, que desencadena el drama. El soldado alemán no sólo hiere en la pierna izquierda a la muchacha sino que mata de un tiro en la boca a su doncella Rose y, después de trabarse en lucha con el venerable anciano, lo deja como muerto con dos balazos en el cuerpo. No satisfecho aún, cargó a la pobre Divine sobre sus hombros y la condujo al salón, donde perpetró sobre ella un nuevo crimen. Y nadie puede saber lo que hubiera sucedido además si al perro-lobo de la muchacha, que dormía en el primer piso, no se le hubiera ocurrido despertarse, haciendo huir al infame.
Como sonámbulo, sin poder aceptar del todo la cruda realidad, Saint-Pol-Roux sobrevivió todavía algunos meses casi automáticamente pero, un día de octubre, se vio obligado a asistir atónito al pillaje de su casa, y a la quema o destrucción de sus preciosos manuscritos, que representaban más de treinta años de labor. No pudiendo soportar esta última prueba, Saint-Pol-Roux muere el 18 de octubre de 1940, en brazos de su hija, internado en el mismo hospital de Brest donde Divine se había recuperado. El ataúd fue llevado en brazos por cuatro marinos langosteros con rostro de estatua, que hicieron un alto ante la tumba de Rose antes de conducirlo a su reposo final, en el cementerio de Camaret. Como si todo esto fuera poco, su Manoir de Coecilian, que había sido ocupado por los alemanes, fue bombardeado en agosto de 1944 por la aviación aliada, y completamente incendiado.
Pero otro círculo, no menos simbólico, se había cerrado también antes: en 1932, a los setenta y un años de edad, Saint-Pol-Roux recibe finalmente la Legión de Honor, que había sido pedida para él, ya en 1910, por uno de sus primeros admiradores: nada menos que Guillaume Apollinaire, sin duda el legítimo padre del espíritu moderno. Así, esta vida auténticamente legendaria cobraba todavía una mayor representatividad, de la cual sólo el profundo apagón cultural de nuestra época puede explicar que parezca haberse mitigado. Porque a Saint-Pol-Roux le cabe el alto honor de haber investido lo mejor de las tradiciones poéticas francesas, de haber prácticamente encabezado uno de los momentos más intensos y más íntimamente enriquecedores de su transición, como es el simbolismo y, por añadidura, pero no por casualidad, también el de haber alimentado a las grandes vanguardias que iluminarían, desde sus primeras décadas, lo mejor del arte y de la cultura del siglo XX. Que una personalidad semejante continúe sin ser debidamente apreciada, en su verdadera dimensión, no sólo entre nosotros sino inclusive en su propio país, y en el mismísimo Viejo Mundo, no es sino otro testimonio más de la honda crisis, de la inmensa pobreza que parece afectar de raíz a la vida cultural contemporánea.
PÁGINA 14
Mi cumpleaños
Por Diómedes Morales Salazar (Trujillo/Perú)
El sol llegó temprano a Contumazá, y sin pedir permiso a nadie, se metió a las
casas por los techos de teja o calamina, cual visitante familiar. Y comenzó a
despertar a la gente, a limpiarles las legañas a los niños y a pintar de colores los
utensilios de las cocinas. Pronto, todo el pueblo participaba de la luz vespertina y hasta parecía retozar de alegría, porque los panaderos ambulantes, desde las
cinco de la mañana, recorrían las calles con su pregón acostumbrado, y ya estaban terminando de vender su primera canasta de pan. Por eso se oía todavía
algunas voces que decían:
-El páaan...
-Páaannn...
Y los fogones de las casas, a las siete de la mañana, dejan ya de humear. El aroma del caldo de papas, con su pedazo de quesillo y su orégano molido y espolvoreado al hervir, que en ciertos hogares reemplaza al desayuno de los escolares, da al arriero que llega del campo o a los que del pueblo parten a sus chacras, un sabor agradable que despierta el apetito. A esa hora, pues, mi hermano Ernesto y yo, con las canastas de pan al hombro, conversando, salíamos de la panadería del ‘‘Choclero’’ para empezar nuestro segundo viaje, teniendo que ir cada uno por su lado. La Calle Alta, donde queda la panadería
del ‘‘Choclero’’, empieza en el sector La Cruz del Quique, llamado así porque
en medio de la calle hay una cruz de madera, de color verde olivo, ya vieja y un tanto destartalada, que esta situada sobre un bloque de piedra cuadrangular, sostenida con cemento. Y porque, además, pasando La Cruz..., yendo hacia la salida (o entrada a Contumazá viniendo por la carretera a Cascas), está el Quique, que es un antiguo pero pequeño puquial, cuyo chorro de agua resume de entre las peñas que hay ahí, y que es famoso porque dicen que esas aguas, además de ser saludables, ‘‘encantan’’ a propios y extraños con sólo beberlas o lavarse con ellas, haciendo que el que las prueba jamás se olvide de Contumazá. Y, sobre todo, porque dicen que son muy efectivas cuando se trata de conquistar al ser querido, dándole a beber en nuestras propias manos.
Y ahí también, frente a la Cruz del Quique, está el colegio secundario ‘‘Abel Alva’’ que, justamente, inicia el caminito de subida a La Ermita, otro acogedor paraje contumacino. Por eso, la Calle Alta viene a ser como el cinturón con que se faja el cerro El Calvario, en cuyas faldas y hasta sus pies, se forman las calles horizontales y verticales. Siendo, por eso, la primera calle horizontal del pueblo que, como si cruzara por el ombligo del Calvario, pasa por los sectores de La Lucmita y La Pampita, hasta toparse con la escuela primaria 101, donde muere arrastrándose, ya verticalmente, en el Jr. Chilete. Y, precisamente, a una cuadra después de La Lucmita y a dos cuadras antes de La Cruz del Quique, en cuyo lado de la Calle Alta no se forman esquinas porque no se las necesita, está ubicada la panadería del ‘‘Choclero’’. Y ahí, frente a la puerta, estaba parado con mi hermano.
-¿No pensarás jugar tú, verdad? -me pregunta Ernesto, porque el ‘‘Choclero’’ nos ha dicho que el 21 y 22 de setiembre, en plena fiesta patronal, por las mañanas, se realizará el Primer Campeonato de Fulbito Inter-panaderías, organizado por los propietarios de las mismas en coordinación con la Hermandad del Patrón San Mateo. Y, lógicamente, nos ha pedido que participemos también en el equipo de ‘‘nuestra’’ panadería.
-¿Y por qué no? –le respondo-. ¿Acaso crees que soy como tú, que hasta pa’l juego eres haragán?
-¡No! –contesta- Yo digo no más. Porque como eres herniao, no puedes jugar.
Además, las reglas del fútbol prohíben que jueguen los lisiaos, como tú.
-¿Lisiao yo? Sólo porque tengo hernia. Y entonces, ¿cómo puedo jugar, trabajar, correr y saltar, como los demás muchachos de mi edad?
-Sí; éso puedes hacer, pero a medias. Porque el trabajo de panaderos no es pesao, y jugamos y corremos con cuidao; pero no puedes marchar en los desfiles escolares, pelear a trompada limpia con tus iguales, o jugar fútbol en campionatos, porque si te llegan a dar un pelotazo en el estomago, te jodiste...
Y sin esperar mi respuesta, Ernesto partió hacia La Cruz del Quique y me dejó intrigado, molesto, reviviendo otra vez mi pasado. Sólo, proseguí por la Calle Alta. Y al llegar a La Lucmita, bajé del hombro la canasta de pan a mi brazo derecho y fui a sentarme junto al árbol, que está al fondo del patio de esa casa abandonada, vieja y triste, como la planta que le da nombre al sector. Dejé mi canasta en el corredor y luego abracé a la lucmita metiendo uno de mis brazos por el hueco que tiene la planta a medio metro del suelo, donde su tronco parece una carapa quemada, por lo negra que está; y me senté junto a ella.
En mi recuerdo clareaba ya la mañana del día en que nací, según me habían contado tantas veces, mientras que mis ojos se entretenían en el panorama de mi pueblo, formado por la pendiente del cerro El Calvario. Fue el siete de setiembre de hace ocho años; y el sol, como ahora, alegraba el ambiente; pero en mi casa reinaba la tristeza, porque yo había nacido a las seis de la mañana con una perforación en el estómago, por cuyo hueco salían una parte de mis intestinos grueso y delgado, ubicada precisamente en el ombligo, motivo por el cual –quizás- soy el único niño que se conozca en Contumazá y sus alrededores, que no tuvo, no tiene ni tendrá ombligo jamás.
La partera que atendió a mi mamá, doña María Pretel, asustada y temiendo mi muerte, metió los intestinos como pudo y procedió a vendar la herida, lavándola primero con alcohol y cubriéndola de ungüentos cicatrizantes. El tratamiento lo repetía diariamente hasta que, al cumplir dos semanas, se había transformado ya en una protuberancia del tamaño de un limón, pero parecido a un ojo, que sustituyó al ombligo. De color marrón oscuro, y hasta hoy, que ha crecido hasta ponerse del tamaño de una naranja, tiene siempre una cantidad determinada de capas superpuestas de piel finísima que, al principio, se iban secando y cayendo casi a diario; pero que, a la vez, se iban reconstruyendo para mantener su mismo grosor.
Por eso, haciendo caso a otras ‘‘curiosas’’, a los quince días suspendieron el alcohol y, desde entonces, la piel dejó de secarse y caerse a pesar de que es tanta su delicadeza que, francamente, parecía que en cualquier momento se iba a romper; y más aún cuando lloraba, preocupando a mi familia. Y hasta hoy deja traslucir los intestinos que, así, parecen estar sólo sostenidos por la piel. Por lo que el temor de morir en cualquier momento se fue acentuando cada vez más, hasta que, el médico que llegó al pueblo, me auscultó y corroboró dicho temor; y, finalmente, a partir de aquel día, todo el mundo estaba seguro de mi próximo fallecimiento.
‘‘¡Cáu!; pobre criaturita!’’ , decían unos. ‘‘Ha nacido dañadito’’, murmuraban otros. ‘‘Cualquier ratito se muere, porque mucho llora’’, se lamentaban los demás. ‘‘Y es hombrecito’’, repetía mi padre, que estaba pálido, angustiado y atareado, atendiendo a mi madre que había quedado delicada del parto, y recibiendo a la gente que, informada del nacimiento del ‘‘dañadito’’, iban a conocerme. Además, desahuciado, mi padre se dedicaba también a preparar el velorio, como le aconsejaban todos. Compró, pues, el pequeño ataúd, de color blanco, que todavía está en la casa esperando en vano que en cualquier momento me muera. Hizo los trámites correspondientes para obtener el nicho y una tarde, con la autorización en el bolsillo y el pico y la palana al hombro, fue al cementerio y abrió la fosa sepulcral, dejándola lista para cuando sea menester; pero que, con el paso del tiempo, el barro de los inviernos y la yerba silvestre que fue creciendo, la borraron para siempre del lugar.
En tanto, mi madre, que seguía postrada en la cama, lentamente se iba recuperando; hasta que un día, ya más aliviada, pidió que le entreguen a su hijo, a quien no veía desde nacido; pero eso no era posible porque mi tía Matutina, segura de mi próximo deceso, vino un día a la casa y me llevó a la suya para que muera lejos de mi hogar, dejándome al cuidado de mi prima Yolanda, quien me tuvo una semana, más o menos. Pues, al ver que no moría y que mi madre insistía, me llevaron a sus brazos. Y al verme, llorando de pena y alegría, mi madre le contó a mi padre que yo había nacido así, ‘‘dañadito’’, a causa de un relámpago que cayó cerca de ella, cuando todavía estaba de cuatro meses de embarazo y el invierno contumacino era torrencial.
‘‘Esa tarde –dijo mi madre- yo estaba sentada en la puerta de la casa, tejiendo y oyendo la música de la lluvia, hasta que, de pronto, cayó un relámpago grandazo ahí, en la piedra grande del patio; y su luz, que fue como un rayo repentino, me cegó por un instante, pero nada más. Luego pasó, y yo seguí con mi quiacer.
Después, ya con cierto presentimiento por las habladurías de la gente, que dicen que en estos casos podría ser perjudicial pa la criaturita o pa uno mismo, le conté a mi tía Cónce lo que miabia pasao; y ella, después de tratarme, me dijo que ya nuabia mas quiacer, sino sólo confiar en Dios pa que no le pase nada al muchachito, porque sólo cuando nazca sabremos si liabia afectao o no. Y como tovía faltaba mucho pa eso, me olvidé del asunto y no te dije nada, David; pero ya veo que si liafectó a mijito...’’
Y eso no es todo, pues durante el tiempo que estuve al cuidado de mi prima
Yolanda, mi tía Matutina determinó bautizarme ‘‘pa que muera siquiera con Dios’’, y le preguntó a mi papá sobre los nombres que deberían ponerme y quiénes serían mis padrinos, contestándole a su cuñada que yo me llamaría ‘‘José’’ y que mi padrino sería don Cosme Lescano, quien aceptó la proposición por el parentesco que los unía con mi padre y hablo con su prima Sofía para que hagan esa ‘‘caridad’’, llevándome a la pila bautismal. Más, cuando el padrecito Rebaza les pregunto por mi segundo nombre, no supieron qué responder, porque –según ellos- no era necesario ya que en cualquier momento me iba a morir. Pero el párroco, fiel a la costumbre, insistió en que deberían ponerme los dos nombres; y mis padrinos, por la premura del tiempo, nerviosos, no sabían qué nombre ponerme, hasta que por fin ladró un perro en la calle, y mi padrino Cosme Lescano se acordó de que en el colegio ‘‘Abel Alva’’, donde trabajaba de portero, había un perro que se llamaba ‘‘Diómedes’’, y sin más ni más, me pusieron ése nombre...
Pero mi vida seguía siendo ilegal, pues conforme fueron pasando los días y los meses, las conversaciones entre mis padres se volvieron discusiones a favor y en contra de mi partida de nacimiento, porque mientras mi madre la sabía indispensable, mi padre la creía innecesaria pues en cualquier momento me iba a morir. Mas, cuando nació mi hermano Ernesto, el 15 de junio del año siguiente, mi padre, que íntimamente se había hecho a la idea de perderme, ganó, no uno, sino dos hijos, porque al día siguiente nos registró a los dos como si fuéramos mellizos. Pero no es cierto, porque mi verdadero cumpleaños es hoy, siete de setiembre...
Después me paré, y pensando que tenía un nombre de perro y una fecha de nacimiento falsa, eché mi canasta de pan al hombro y reanudé mi camino con la determinación de destruir ahora mismo el ataúd que, blanco-sucio, viejo y apolillado, estaba en mi casa esperando en vano que me muera en cualquier momento. Quizás por eso caminé las tres cuadras restantes a paso ligero; y al entrar, me topé con mi mamá Jacoba que salía de la cocina a botar al patio el agua de los platos que recién había terminado de lavar. Y me dijo:
-¬¿Qué tienes, hijo? ¿Estás enfermo?
Pero no le contesté y pasé hasta el corredor. Ahí bajé mi canasta y la coloqué junto a la puerta de la sala, y entré al cuarto-dormitorio. Llegué hasta el rincón de la habitación y retiré las cajas de cartón con ropa, que estaban sobre el ataúd.
Cogí un trapo y limpié el polvo y lo paré. Parecía un niño de cinco años, pues su estatura me daba en el pecho; por lo tanto, así muera, ya no podría usarlo. Lo eché y lo destapé, y en su interior me vi como un bebito dormido, vestido con mi pantalón blanco con tirantes que usaba cuando tenía cuatro años, y una camisa que, recuerdo, mi tía Silvana me regaló para ir al Jardín de la Infancia. Y me dije:
-¡No! Ese no puedo ser yo, porque yo estoy aquí, cumpliendo ocho años de vida...
Luego, metí la mano y saqué un puñado de polilla, que volví a echar al cajón de muerto. Y busqué un papel grande, donde vaciar toda la polilla para limpiarlo bien. Empero, cuando terminé de asearlo, sentí la curiosidad de acostarme en él un ratito no más, sólo para saber qué se siente dentro, pues esta caja mortuoria debía ser el lecho donde me hubiese convertido en polvo si me hubiese muerto, como querían.
Me acordé también que la tela negra que mi padre había comprado para el velorio, estaba guardada. Y empecé a buscarla entre la ropa de las cajas de cartón; mas, al no encontrarla, abrí una de las cajas de madera que estaba a un costado, y busqué en ella hasta hallarla bien abajo. Saqué la tela y la extendí sobre la cama, como si fuera una colcha. Con ella me arropé y, conforme me iba envolviendo, sentí que lentamente me iba introduciendo en una neblina negra, como la oscuridad. Apenas si logré tantear el ataúd y, como pude, me acosté en él para seguir en el remolino negro, que me transportó al mundo de los muertos.
Ahora sé que todo ese paroxismo de orfandad no duró mucho, pero el tiempo que estuve ahí, viajando en la oscuridad más intensa, fue más que suficiente para conocer lo que hay al otro lado de la vida: un silencio inabarcable que aún retumba en mis oídos como una música lejana que se aproxima de vez en cuando. La falta de oxígeno me trajo a la realidad y, desenvolviéndome, me paré y salí del ataúd.
Cuando me pasó el ataque de asfixia, amontoné la tela negra dentro de la caja mortuoria y, tapándola, la abracé y la levanté para sacarla afuera, al patio. Ya en él, agarré el hacha vieja y comencé a astillarla. Cuando terminé, tiré el hacha a un costado y arrimé la leña, colocando sobre ella el manto negro, pues mi intención era quemarlos para que no quede huella alguna de mi pasado.
Entré a la cocina y cogí la botella de kerosene; pero cuando iba a sacar un tizón ardiendo del fogón, mi madre, que seguramente se acordó de mi cumpleaños o estaba ya esperando el momento adecuado para felicitarme, antes de que mi mano alcance el leño elegido, se paró de su asiento y me abrazó diciéndome con voz entrecortada:
-Feliz cumpleaños, hijito. Que lo pases bien. Te lo deseo de todo corazón.
-¡Gracias, mamita! –le respondí, con un nudo en la garganta-.
Y, con los ojos llorosos, miré a mi madre sentarse en el banco de maguey. Luego, saqué el palo ardiendo del fogón y salí al patio. Eché el kerosene sobre la tela negra y las astillas del ataúd y procedí a prenderlos con el tizón. El fuego los devoró en unos minutos y, cuando ya todo era sólo ceniza, alcé mi canasta de pan al hombro y salí dispuesto a terminar de vender...
PÁGINA 15 – POESÍA ARGENTINA
Un hombre
a Humberto Costantini
un hombre se me viene cayendo por la sangre
con una copa rota entre los dientes
no soy yo
somos todos
la soledad
el tajo de odio en la memoria somos
un hombre se me viene derrumbando
por la oscura saliva del silencio
salpicando mis ojos con antiguas cucharas
lágrimas que él inventa cuando pisa
los charcos de mi sangre
un hombre se me viene cayendo por la herida
no hagan música o fuego
no soplen ni respiren
quiere decirnos algo
hay un sur de rodillas preguntando
dónde estábamos todos
cómo fue que dejamos crecer la indiferencia
para que de una puerta salga el enceguecido
tirando puñetazos al aire
echando espuma por la boca
un hombre se me viene cayendo por la sangre
con pasos de borracho
no hagan ruido no escupan
no demoren quiere decirnos algo.
Jorge Boccanera (Bahía Blanca-Buenos Aires/Argentina)
Siempre estoy comenzando este poema
siempre estoy comenzando este poema
pero claro
llaman a las puertas las voces cotidianas
o se cae a pedazos el día diecinueve
o se me sube rosi a las rodillas
o caigo en la guitarra buscando no sé qué
siempre estoy comenzando este poema
pero llegan recuerdos de una ternura un día
o me sirven café
o voy a ver al boby que está ladrando mucho
siempre estoy comenzando este poema
y escribo una palabra y ya viene la tarde
con su naufragio entonces
pongo la ternura en una botella
para que alguien recoja pedazos de mis ojos
siempre estoy comenzando este poema
pero llega la noche
quiero decir tu pelo mojado
quiero decir que crezco
y que salgo a caminar tu nombre.
Jorge Boccanera (Bahía Blanca-Buenos Aires/Argentina)
La mujer del prójimo
I
Llegó al cuarto entre asustada y no
su piel había memorizado calles
para que yo esta noche las caminase todas.
Llegó invadida de cebolla y pena,
de fiebre del pequeño y vecinas absurdas.
Llegó cansada de saludos breves,
preguntarse por qué a tanto silencio.
Necesitaba
que esta noche sus hombros arriben a otro puerto,
sus manos algo lejos del filo de la escoba,
su pelo rojo en otra almohada.
Entonces comprendí
que la mujer del prójimo es ajena,
incluso para él.
II
No unté mis ojos
con el paisaje de los tuyos,
ni desordené el día para que aparecieras,
ni he juntado tus ruidos con mi boca
para que no doliesen las preguntas,
ni siquiera
me llamo como dices, pero
puedes quedarte,
hay un poco de sopa, algo de vino,
afuera está lloviendo en otro idioma.
Jorge Boccanera (Bahía Blanca-Buenos Aires/Argentina)
PÁGINA 16
A morte usava vendas nos olhos
Por José Geraldo Neres (Garça, São Paulo/Brasil)
I
A morte usava vendas nos olhos. Grande voz domadora dos desertos – meu coração – combatia os anjos. Era o menino em seu cavalo branco. Atravessava os espelhos; andava descalço por entre os lotes de almas perfuradas; bebia o sangue das sombras com um cálice retirado da voz de um corvo, do leito profundo de um deus esquecido. A morte usava os olhos desse deus, fazia dele o seu lar. Corria pelas veias como fumaça e cruzava a cidade e suas torres de sangue; mercadora de milagres.
O dever nos becos e vielas, um anjo traz uma seringa. Naquela prisão de vidro eles viajam com outros deuses. Descobrem o útero do tempo. Encontram o poeta que habita o abismo.
II
Maria não consegue mais lembrar do rosto de sua mãe. Quando alguém pergunta, dá sempre a mesma resposta: - Minha mãe é a rua!
Maria, doze anos. Carrega uma boneca, presente de Natal. Mas a miséria não dá trégua; a fome é um rosto antigo, dentro de Maria. A virgindade tem seu valor. O suor daquele homem corre pelo corpo. O sol é um punhal. Refaz seu rosto. Corta a alma. O choro, o grito, e nenhum anjo para escutar. Nenhuma lágrima.
Hoje ela almoçou!
José usa a boneca para limpá-la. Senta ao seu lado. Chora.
– Que foi? Por que está chorando? Guardei um pouco de comida para você.
III
Um minuto. A encruzilhada. Árvore de galhos retorcidos e frutos soltos. Aos pés: pedaços de pão, um espelho, uma cuia com água, um novelo de lã, uma vitrola. Uma criança com um maço de cartas nas mãos. Ela cobre o espelho com pequenos pedaços de pão. Apanha uma carta e a cuia. Olha para os dois objetos. Mergulha a carta. Começa a movimentar-se de um lado a outro. Gira, gira. Retira a sombra dentro da sombra, arrasta o silêncio para dentro da cuia. Eleva as mãos; joga-os para o alto. A água, cai no novelo de lã. Cada milímetro do novelo, tece um outro labirinto. Com um rosário de carnes a criança colhe meninos sem sombras.
IV
Está surgindo um silêncio novo a cada dia, e sempre surge esse abismo que ronda as sombras brancas do papel. O tiro de um anjo sádico quebrou minhas asas. –Mãe; hoje não escutei a sua benção; sinto uma risada cortar o ar.
No leito profundo de um deus esquecido a morte usava vendas nos olhos.
La muerte llevaba vendas en los ojos
Por José Geraldo Neres (Garça, São Paulo/Brasil) en la traducción de Adolfo Ruiseñor.
I
La muerte llevaba vendas en los ojos. Grandiosa voz domadora de los desiertos –mi corazón—combatía a los ángeles. Era el niño en su caballo blanco. Atravesaba los espejos; andaba descalzo sobre las tumbas de las almas perturbadas; bebía la sangre de las sombras en un cáliz tomado de la voz de un cuervo, del lecho profundo de un dios olvidado. La muerte tenía los ojos de ese dios, hacía de él su casa. Corría por las venas como humareda y cruzaba la ciudad y sus torres de sangre; vendedora de milagros.
El deber en los callejones y callejas, un ángel traza una jeringa. En aquella prisión de vidrio ellos viajan con otros dioses. Descubren el útero del tiempo. Encuentran el poeta que vive en el abismo.
II
María no consigue más evocar el rostro de su madre. Cuando alguien pregunta, da siempre la misma respuesta: ¡Mi madre es la calle!
María, doce años. Carga una muñeca, regalo de Navidad. Pero la miseria no le da tregua; el hambre tiene rostro antiguo dentro de María. La virginidad tiene su valor. El sudor de aquel hombre le corre por el cuerpo. El sol es un puñal. Rehace su rostro. Corta el alma. El lloro, el grito, y ningún ángel para escuchar. Ninguna lágrima.
¡Hoy ella almorzó!
José usa la muñeca para limpiarla. La sienta a su lado. Llora.
-¿Qué fue? ¿Por qué está llorando? Guardé un poco de comida para usted.
III
Un minuto. La encrucijada. Árbol de ramas retorcidas y frutos sueltos. A los pies pedazos de pan, un espejo, una vasija con agua, una madeja de lana, una victrola. Una pequeña con un mazo de naipes en las manos. Ella cubre el espejo con pequeños pedazos de pan. Toma una carta y la escudilla. Mira para los dos objetos. Zambulle la carta. Comienza a moverse de un lado a otro. Gira, gira. Retira la sombra dentro de la sombra, arrastra el silencio para dentro de la vasija. Eleva las manos, las juega para lo alto. El agua cae en la madeja de lana. Cada milímetro de la madeja conduce a otro laberinto. Con un rosario de carnes la pequeña coge niños sin sombras.
IV
Está surgiendo un silencio nuevo cada día, y siempre surge ese abismo que ronda las sombras blancas del papel. El disparo de un ángel sádico quebró mis alas. –Madre; hoy no escuché su bendición; siento una risotada cortar el aire.
En el lecho profundo de un dios olvidado la muerte llevaba vendas en los ojos.
PÁGINA 17
El mundo no empezó
Por Alejandro Bovino Maciel (Corrientes/Argentina)
Es bien sabido que monsieur Descartes era francés. Y de los franceses, no podemos esperar otra cosa que debates, controversias y polémicas.
Monsieur Descartes, francés, opinaba que la voluntad de Dios no tiene límites y aún podría crear contradicciones ya que no está sujeta a la lógica aristotélica del “Organon” y los “Primeros Analíticos”. Pero esta idea se debe casi exclusivamente a la índole pugnaz de los pensadores galos que, con tal de fastidiar al Vaticano no cejan en la manía de llenar las cátedras de pensadores inspirados en la nequicia más abyecta. ¿Podemos deducir del mundo tal cual lo vemos, su duración? ¿Bastará con el testimonio de los sentidos y un poco de razonamiento para saber si el mundo ha sido, dejará de ser o Es eternamente? Confieso que yo no podría hacerlo y conste que lo he intentado observando minuciosamente el árbol que tengo frente al balcón y aunque hice toda clase de análisis mentales no he conseguido pronosticar el día de su defunción ni adivinar cuándo dejó de ser semilla para nacer como brote. Cuando ya empiezo a desesperar sospechando que el tumor que me malogra el seso no me deja deducir lo evidente, llega en mi ayuda el P. Sertillanges advirtiéndome que la duración de las criaturas (el árbol, la piedra, yo mismo) y los fenómenos (la lluvia, la inercia de los cuerpos) depende de sus causas. Si la duración depende de las causas y si la única causa del mundo es la voluntad de Dios, que, nos recuerda el P. Sertillanges, “nunca cambia” entonces el mundo es eterno. Porque decir que no cambia es lo mismo que decir que nunca empezó ni tendrá fin, ya que ambas cosas implican cambios. Uno piensa en los sucesivos Apocalipsis que periódicamente difunde Hollywood, la CIA, los ambientalistas y los pastores electrónicos interpretando profecías de la Biblia y surge la duda: ¿Cómo sabe el P. Sertillanges que la voluntad de Dios es inmutable? Muy sencillo, recurriendo a la teología y la ontología en un recurso de mutuo amparo jurídico~filosófico nos recuerda que por definición Dios es: perfecto, infinito, indivisible, inmutable, la primera causa y el último fin del universo, el primer motor inmóvil que todo lo impulsa desde la eternidad. Si es inmutable no pude cambiar de parecer ni adoptar modas como hacen nuestros ministros de economía porque entonces la economía universal estaría sometida a los criterios de un lunático y eso es imposible para la lógica que predica un Dios perfecto. Y es aquí donde hinca con pravedad sus dientes monsieur Descartes, reprobado por réprobo para el P. Sertillanges, tomista consuetudinario.
¿Se sigue el razonamiento? Es muy simple una vez aceptadas las premisas. Si Dios no cambia, el mundo del que es Causa tampoco cambia y si no cambia es que nunca empezó ni tendrá fin. Los ciclos, vidas y muertes que vemos sucederse deben de ser una ilusión de los sentidos como ya lo presentían Parménides y especialmente los eleatas que lo siguieron: Zenón y Meliso. Eso es lo que yo llamo tener fe; creer en lo que no se ve contrariando lo que vemos a diario porque los ojos, ya lo sabemos, son los órganos más embusteros y falsarios que tenemos encima.
PÁGINA 18
Aventura pasajera
Por Estela Parodi (Funes-Santa Fe/Argentina)
Fui yo, Deisi, la que me decidí a tocarte el timbre una mañana de mayo. Desinhibida, frontal y segura de cada paso que daba, me acerqué a tu puerta y con un solo timbrazo esperé que aparecieras. Percibía que me estabas esperando. Aunque ninguno de los dos hubiéramos sabido hasta ese momento cuan importantes seríamos en la vida del otro, aquella mañana nos intuimos, nos presentimos, nos buscamos en la brisa enamorada que se colaba por los árboles, en el misterio de la pequeña distancia que nos separaba. Definitiva aquella distancia, pues ambas existencias pasarían a dividirse en un antes y un después.
Te había esperado tanto en ese indefinido tiempo que habité hasta allí, que apenas vi tus ojos detrás de la puerta no pude menos que sentir una absoluta exaltación. Susurros de cosquillas brotaron en mi pecho e impaciente, un arrullo de alfileres comenzó a vibrar en mi cuerpo sólo por imaginar un rato a solas con vos.
De cualquier manera, en ese primer momento no pensé que concretaríamos algo y aunque me vieras resuelta aunque nerviosa, prudente y hasta algo sensual pero indiferente a tu inminente supuesta conquista, sospeché que ese día regresaría a mi casa sin tocarte un pelo por el mismo camino que había llegado hasta vos. Vos también estabas inquieto (creo más que yo) aunque lo disimulabas muy bien. Además de aplomado, muy seguro en tu sitio y expectante a cada gesto o actitud mía, me daba cuenta de que la situación te superaba.
Ahora, tantos años después, sé que eran tan inevitables tus impaciencias como los mías aunque indudablemente yo lo manifestara mirándote fijo y tal vez intentando escapar por la puerta y vos evitando como podías mi amenazante huida. Parecía culparte a vos de eso que yo me debatía entre pensar deseo, necesidad o primer osado atrevimiento de una verdadera dama. O lo que era peor, inconscientemente te culpaba por lo que de una u otra manera me había conducido hacia allí. Porque desde las mejillas alborozadas hasta mis pequeños ojos estudiando los tuyos (grandes, marrones, expresivos), me estaba enamorando irremediablemente.
Elegante aunque discreto en tus movimientos me invitaste con un corto silencio a compartir un rato. Recuerdo que me pasó un carrusel de sentimientos por la sangre pero, confiada en la gente que nos rodeaba, resistiendo a los temblores que me constreñían, y empujada por los misterios que se agazapaban detrás del color de tus ojos, di una última mirada a la puerta (que se convertía de golpe de puerta de entrada en puerta de salida) y seguí el sendero de lo desconocido. Creo que ya no me importaron la gente ni la inquietud del orgullo, ni siquiera el potable peligro que apremiaba latente detrás del murmullo y de las risas de los que nos rodeaban. Para mí, desde ese momento en el que decidí seguirte incondicionalmente hasta la ambigüedad de la nada, no existió ninguna voz más que la de mi voluntad y más deseo que el de vivir una aventura con vos. Aunque fuera fugaz, aunque fuera un juego, aunque supiera que vos tenías tu vida allí y yo debiera regresar pronto adonde había venido, porque allí estaban los niños y con el cuidado de ellos no podía jugar.
Supe siempre aunque no lo creas en qué lugar estaba mi verdadero y definitivo espacio. También el tuyo, pero si me hubiera ido por la puerta de salida sin transitar el camino hacia la ambigüedad del después pensando siempre en los niños, jamás hubiera sabido lo que era vivir un romance, una aventura, o como quieran llamarlo los demás. Para mí hasta hoy, cuando me acerco al lugar donde estás, aunque doble en la esquina antes de ver nuevamente tus ojos, sigo recordando ese día de compleja decisión como algo muy íntimo, muy mío, que me llena de felicidad. Tal vez si hubiera huido, nos hubiéramos perdido ambos en el caótico maremoto de la duda que es el peor de los laberintos porque absolutamente nadie puede encontrar la salida.
Lo que vino después me causa gracia. Éramos tan tímidos, tan absolutamente imposibilitados de resolver nada más que lo que surgía segundo a segundo a pesar de nuestra adultez, que supongo yo desde el principio, nos salvó definitivamente esa atracción fatal que nos absorbía. Enigmática, provocadora, concluyente.
Nunca puedo recordar cómo fue que llegamos hasta ese espacio a solas que yo había imaginado desde el principio. Nunca voy a saber cómo permití que empujaras la puerta y quedáramos por un momento de pie uno frente al otro, mudos, pensando en lo que vendría, con la incertidumbre clara del después. Primero la suficiente distancia, la búsqueda de esa invisible correa que me ataba al afuera, a mi lugar, a los niños. Y vos, movido intermitentemente por la temerosa inquietud de mi miedo, de lo que yo pensara, de la amenaza aún latente de mi escape, aunque la puerta estuviera cerrada con doble tranca.
Sí puedo recordar el momento que definitivamente te perdí el miedo y me lancé a lo que yo llamaba el abismo. La imagen de los niños quedó oculta detrás de las paredes que nos circundaban y tus ojos, redondos, marrones, los más hermosos que creí ver en mi vida, se convirtieron de golpe sólo en un mundo. Mi pequeño mundo con vos. Mi pequeño gran mundo con vos .Y a veces me pregunto en lo íntimo de mi soledad, si acaso recodarás esa estocada provocadora de aquel beso fugaz que me lanzó sin que me diera cuenta a la inmensidad del vacío, y la ambigüedad de la nada se abrió de pronto a lo concreto de un espacio que empecé a recorrer junto a tu cuerpo.
Pegados, amarrados, seduciéndonos mutuamente en cada contacto de intimidad, comenzamos un invisible conteo con jugadas tan machistas, firmes y ganadoras de tu parte, como tan imprevisibles por la mía. Me abarcó el remolino de tu incandescente mirada y el beso aquel tan primero y mío, se convirtió en un disparador para los tuyos que comenzaron a convertirse en un maremoto intenso de oleadas que me pervertían la sangre. Indomables sentimientos de fuego me hicieron olvidar el pasado que había vivido hasta allí y hasta el futuro que me esperaba detrás de esa puerta con doble tranca. Relegué la compostura de dama que había mantenido siempre y me perdí en ese vaivén de caricias insolentes y besos furtivos. Seguramente te habías asegurado llegar a un diez en tu mente pero la imagen de los niños me llegaron como un barrilete distante sobre un cielo abierto y el hilo acortándose, y los niños y la pared que casi se hizo transparente y me contuve en el cinco, justo antes de que se anticipara el seis. Y entonces, el orgullo de dama me hizo incorporarme al presente y luego de un último beso perecedero sobre tus ahora confundidos labios, destrabar la puerta, atarme a la supuesta correa y tomar nuevamente el camino a casa.
Nunca supe si aquella vez supusiste que regresaría. Como un antiguo caballero de siglos pasados, acompañaste algunos pasos de mi recorrido y con una tierna mirada encontrada, nos despedimos con un simple e inocente roce de piel.
No sabíamos si habría un próximo encuentro pero sí sabíamos que nuestros corazones, tan pegados y revueltos hasta hace un rato, ya no eran los mismos.
Aquella noche sólo tuve pensamientos para vos. El insomnio me reprimió los sueños hasta la madrugada en la que forzosamente mis ojos debieron ceder aunque por poco tiempo pues a la mañana siguiente y con los primeros rayos de un sol insistentemente cálido, me apresuré a aprontarme para llegar a tu puerta por segunda vez, decidida ya a formalizar ese amor que habíamos dejado en suspenso veinticuatro horas atrás. Y entonces ya no mostraste inquietud sino seguridad, ya no contaste más que para mostrarme nuevamente el espacio que nos esperaba y que rodeado de suaves perfumes invernales, habías preparado para mí. Las paredes esta vez fueron impermeables a la culpa del abandono a los niños y sé que lo sabés, me convertí en el ser más esplendoroso de la tierra. Vos no perdiste ni por unos segundos y ni aún en los momentos de mayor excitación tu compostura de caballero y respetaste paso a paso, aquella experiencia mía tan primera y tan única en la vida de una dama. Sin embargo, cuando al cabo de tantas horas, las caricias, los besos y los arrullos quedaron flotando entre el aire perfumado y vos te disponías a atenderme con la mayor de tus gentilezas, te miré fijamente para perpetuar esa imagen en mi recuerdo sugiriendo que debía regresar a mi camino.
Y vos lo aceptaste en silencio porque sabíamos de memoria antes de empezar aquella dislocada andanza de amor, que ambos nos debíamos a lugares diferentes. Los dos sabíamos también que los momentos prohibidos que el destino nos había permitido vivir tienen un brillante principio y un entristecido e irreparable final de adiós. Nuestra calidad de adultos inteligentes no nos permitió discutir aquel tema de otra posibilidad de futuro entre los dos más que el de la separación y así, al abrirse nuevamente la puerta con doble tranca, me até a la correa nuevamente para ya no volver.
Nunca olvidaré tus ojos de aquel día. Afligidos, pensantes, observando la escena de despedida como la más desconsolada del mundo pero si recurríamos a ese lugar común de que si lo bueno, breve, dos veces bueno, lograríamos el consuelo necesario para nuestras desconsoladas y separadas almas enamoradas. Yo debía volver a los niños y vos, a tu espacio de trabajo.
De ningún modo logré saber de qué manera pasaste los primeros días que le sucedieron a nuestro encuentro pero yo no podía ni por un minuto borrar de mi pelo aquellas caricias que con tanto decoro y respeto habías colocado. Pero el tiempo y los niños corriendo por el jardín me trajeron definitivamente a la realidad, única diseñadora de nuestras existencias.
Ahora han pasado muchos años y me encantaría mirarte al menos un segundo a los ojos para decirte cómo continué mi vida en aquel lugar donde ya la había asentado antes de conocerte. Porque los romances terminan materialmente pero siempre traen al menos la secuela de la nostalgia. Por eso se me ha antojado mirar al aire perfumado de esta tarde y decir todas estas cosas que tal vez puedas escuchar, estés donde estés.
Un mes después de haber recorrido el camino hacia tu casa, me llegó el anuncio de que estaba embarazada. Los niños se alborotaron y creo que hasta las hormigas del jardín parecían de jolgorio por el anuncio de que la Deisi tendría cachorros. Y si me hubieras visto los últimos tiempos caminando a duras penas por la casa con la cabeza gacha y el ampuloso vientre, no hubieras dicho que era la misma damita que tan galantemente habías seducido con esos ojos redondos y marrones de caballero. Pronto y en término, nuestros ocho vástagos vieron el sol un límpido amanecer de primavera aunque más tarde sentí un privado dolor al verlos uno a uno partir de la casa. Los niños lloraban y mi melancolía era imparable pero me quedó la satisfacción de que el más esbelto, el más alto, el que tiene las mismas manchas y los mismos ojos tuyos, se quedó junto a mí. Y no sabés lo que he lamentado que nunca pudieras conocerlo. Ahora lo miro detrás de la verja. Se llama Tango y está alerta esperando una damisela que todas las tardes pasa delante de la puerta. Cuando llega la hora se sienta, se abstrae y aspira el aire que la anuncia. Estoy segura que uno de estos días, ella se animará a tocarle el timbre como hice yo y entonces él temblará de miedo y sus bríos, tan parecidos a los tuyos alguna vez, tendrán cabida para acompañarla al espacio que tienen reservado detrás de algún portón de doble tranca. Y seguramente habrá aroma a flores. Y también esperará su tiempo de llegar al diez como vos esperaste el mío. Me he cansado de advertirle que las aventuras románticas duran pocas horas y que debe saber de memoria que ella deberá volver a su casa y sus niños pero Tango no escucha nada. Se sienta y la espera con toda la ansiedad del mundo. Entonces me recuesto porque de vez en cuando me duelen los huesos, pienso en vos porque el recuerdo es necesario y lo dejo. Ya solo aprenderá de romances y ya solo aprenderá de despedidas, como debimos aprenderlo en nuestros tiempos.
PÁGINA 19 – POESÍA AMERICANA
Ábrete sexo
Ábrete sexo
como una flor que accede,
descorre las aldabas de tu ermita,
deja escapar
al nadador transido,
desiste, no retengas
sus frágiles cabriolas,
ábrete con arrojo,
como un balcón que emerge
y ostenta sobre el aire sus geranios.
Desenfunda,
oh poza de penumbra, tu misterio.
No detengas su viaje al navegante.
No importa que su adiós
te hiera como cierzo,
como rayo de hielo que en la pelvis
aloja sus astillas.
Ábrete sexo,
hazte cascada,
olvida tu tristeza.
Deja partir al niño
que vive en tu entresueño.
Abre gallardamente
tus cálidas compuertas
a este copo de mieles,
a este animal que tiembla
como un jirón de viento,
a este fruto rugoso
que va a hundirse en la luz con arrebato,
a buscar como un ciervo con los ojos cerrados
los pezones del aire, los dos senos del día.
Ana Istarú (San José/Costa Rica)
Alumbramiento
Vino de mí
salió del fondo
el médico aplaudía
yo vine con el mar en la barriga
como un intenso parasol
un mapamundi
yo era la esfera que rodó en la madrugada
de corazón latí como un caballo
lo digo así
es que la crin
me perfumó
el vientre se movía
como suelen moverse los rebaños
venía con mi molusco mi amapola
mi potranco
con mi gorrión redondo
yo no podré faltar jamás
me dije
a nuestra cita
así que estoy aquí
con esta fiesta
brincando por el talle
hice mi baile de rosas
mi aleteo
mugí como los barcos
el vientre daba vueltas
me esperaba
oculta en el carmín
donde el médico buscaba con su ceño
yo empujaba
el ventarrón del orbe en mi testuz
soplaba como un faro
Como los dioses marinos de los cuentos
una granada real a punto de volar
recuerdo que por suerte
César me retuvo del cabello
estaba emocionado
sin saber si tintinear o si envidiarme
de entero dedicado a mis pulmones
expirando inspirando y expirando
me miraba de adentro de sus ojos
como sólo una vez me mirará
en toda la vida de su vida
y a mi vientre que cambia de paisaje
y así
vino de mí
salió del fondo
nos bendijo de un golpe con su grito
se puso a beber sol como una fiera
de lana o amaranto
yo estaba enamorada y me reía
de loca de centella de rodillas
quería besar el sexo el vellocino
de César que lloraba
tomar a mi criatura
correr a derrocharla por las calles
qué llovizna de leche que cabalga
toda la luz del mundo en el pezón
Ana Istarú (San José/Costa Rica)
La suavidad del pan que no ha nacido...
La suavidad del pan que no ha nacido
sostiene sus caderas,
un lomo terso de venado,
la curvatura del melón,
altas mejillas donde escribió
su adiós final la espalda.
Cómo no amar a este varón
sentado en sus dos lunas,
volcado como un río sobre el lecho.
Amo su boca tocada por la abeja,
amo sus higos apretados,
amo esta órbita doblemente dulce:
detenidos ocasos sus dos nalgas,
oh gloria de la esfera, las dos copas
en que lo habrán vertido un día.
Su grávida ternura me devuelve
a las cosas más terrenas.
Los ángulos equinos, el traje circular del universo.
Cómo no amar a este varón tocado
con piel de albaricoque en la cadera.
Ana Istarú (San José/Costa Rica)
PÁGINA 20
Mi tía ha enviudado
Por Irma Verolín (Buenos Aires/Argentina)
Jamás pude imaginarme a mi tía Adelina viuda. Y digo “viuda” y es como si dijera “desnuda”. Desnuda o hueca, vacía, sin el menor atributo de su adelinidad. Aunque ahora, en cierto sentido podría decirse que no está vacía, sino que está llena de viudez: el tío gordo se murió hace unas semanas. Han sido semanas muy largas, muy largas y muy huecas, muy viudas.
Miro a mi tía y me desmorono por dentro. Algo parecido me sucedía cuando ella vivía con nosotros en el barrio de Floresta y usaba esos corpiños puntiagudos que le daban un aspecto chocante. En aquel entonces, mientras la miraba ir y venir con el mate a cuestas desde la cocina hasta el negocio cruzando el gran patio, nunca pude imaginármela casada. Nunca. Pero un día apareció el hombre gordo y se casó con mi tía, que acababa de cumplir cincuenta años. Y el mundo cayó boca abajo. Abrigados por el clima trágico y jocoso con que una mujer de esa edad es mirada por la parentela, vimos a Adelina perder su soltería con bastante naturalidad. Y ahora, que me ceba mate en este pequeño departamento del barrio del Once, me parece que entre aquella soltería y esta viudez existió desde siempre un círculo que la unió delicada y tirantemente, en medio del cual los veinte años de casamiento con el tío gordo fueron una pequeña flor marchita que se fue cerrando.
Tía hace girar la bombilla dentro del charco de yerba, conozco ese gesto demasiado. El mate es de plástico y ella habla de su viudez filosóficamente. Habla y no dice nada. Pienso que sólo es posible hablar así de la viudez. Tía Adelina, de tanto en tanto y haciendo un hueco dilatado en la conversación, me comenta:
- Parece mentira.
Y no hay nada más que agregar. El tiempo se estira entre nosotras, busca desesperadamente algún resquicio sólido donde asirse y sigue de largo. El agua se escurre entre las grietas de una roca y el mar retrocede hacia el infinito.
Antes, en la cocina oscura de la casa grande, tía hablaba hasta por los codos, contaba historias de otros en las que ella irrumpía como protagonista: empujaba a los demás y los echaba del escenario cautivándolos con los atractivos de su seducción. Eran historias que jamás habían sucedido y que ella cambiaba un poco cada vez, las iba embelleciendo con el tiempo, mejoraba sus actitudes, adornaba su imagen, condimentaba sus palabras. Era como si tía se hubiese pasado la vida trabajando para favorecer su recuerdo en el porvenir. Sin embargo ya no habla, se deja estar, aunque es lo mismo de antes, ella o su viudez ocupan todos los espacios y a mí no me queda nada. Escuchar su silencio o dejarse tragar por su viudez son una misma cosa. Creo que para sacarla de ese lugar central en el escenario le hablo de mí, de la cantidad industriosa de análisis que tengo que hacerme: colposcopía, papanicolao, ecografía. Me mira sin expresión, sin la menor expresión. Cualquiera diría que ella no tiene vagina ni aparato reproductor. Y mientras trato de imaginar qué puede hacer una persona frente a semejante falta de expresión, se me ocurre que si volviera a escribir un cuento sobre mi tía, ella se quejaría como de costumbre de la forma en que la presento. Que la pinte mejor, me pide, siempre me pide que vuelva a escribir un cuento sobre ella, pero “mejor”, mejor que el otro. Prefiero no hablar de ese dichoso cuento. Fue traducido al inglés con un título raro. Cuando mi tía se enteró puso el grito en el Cielo: “¡Qué pensarán de mí en Norteamérica!”
Noto, con cierto espanto, que el aspecto de mi tía ha empeorado muchísimo en estos últimos años. Es como si el tiempo hubiera pasado y vuelto a pasar, como si el tiempo volviera a acontecer de distinto modo, igual que las historias que mi tía inventaba y reinventaba con ligeras variantes. Sin embargo también es cierto que mi aspecto deja bastante que desear: tengo las canas sin teñir y las uñas de distinto largo y el vello oscuro sin aclarar sobre el dorso de la mano. Tía se ha quedado sin historias o ya no las puede mejorar más. Entonces no hay nada que hacer entre ella y yo. Nuestro ritual de veinte años atrás está roto. Las olas del mar retroceden y se precipitan en el abismo.
Con los ojos fijos en el mantel cuadriculado sobre el que mi tía ha apoyado una mano suelta, blanda, olvidada de sí, me animo a pensar que la edad de mí tía es una edad irreal. Y todo por la dichosa viudez que, en realidad, no empezó el mes pasado sino hace más o menos veinte años, una viudez preparada poco a poco, muy anunciada, tan vieja y bien forjada que casi se ha vuelto blanca. Pero no es así. Por más que una se empeñe la viudez nunca podrá ser blanca. La viudez es un pozo profundo, negro, interminable, un pozo que, por no acabar de acabar, atraviesa la tierra y la agujerea y continúa más allá de todo y aventaja al Universo que se estira y se estira hacia los cuatro puntos cardinales. Y lo supera.
De pronto, sin levantar los ojos del mantel cuadriculado, creo que a mi tía la viudez le queda grande. Igual que la ropa de su ex marido con la que no sabe qué hacer. Se la pone, se la prueba y la deja otra vez colgada, grande, hueca y vaciada del cuerpo de mi tía y del difunto. De tanto probársela y probársela habría que pensar que la ropa enviuda a cada rato. Cada cosa se ha vuelto viuda aquí desde hace un mes. El tiempo, por empezar a detallar los asuntos, el tiempo digo, se estira inconsistentemente hacia todas partes, como el Universo, aunque el Universo es compacto y enérgico, está lleno de sí mismo igual que un dios. Mi tía, en cambio, está hecha de viudez se la mire desde donde se la mire. Mirada de perfil se ha afinado tanto, tanto que da pena mirarla. De frente los ojos se le salen de la cara. Yo diría que especialmente sus ojos están cargados de esa condición viuda que no tiene peso, ni cuerpo ni sostén, los ojos, digo, se le van de la cara, huyen contagiados por esa imagen que mi tía y yo hemos visto hace un momento en la televisión.
- Fijate vos ¡Big bang! Bah, puros macanazos – me dijo ella, absorta ante la imagen arremolinada que apenas parecía entrar en la pantalla de la televisión – a las teorías científicas les ponen ahora nombres que son ruidos o musiquitas para bailar en una comparsa. ¡Big bang! Bah, puros macanazos.
La idea del Big bang nos aturde en la cabeza. Nos deslumbra y nos asusta. Es demasiado grande para nosotras, es una viudez científica, una vestimenta extremadamente holgada para nuestras flacas entendederas. Si una entra en ella se pierde para siempre y no deja de enviudar infinitamente. En eso justamente pensábamos las dos, mientras el mate iba de mano en mano, ya frío y deslavado, cuando sonó el teléfono. Mi tía, lenta y amarga, caminó algunos pasos, apoyó una mano en la mesita enclenque y con la otra agarró el tubo de color naranja con forma de manubrio de bicicleta que le trajeron de regalo.
-¡Hola! – dijo.
Silencio. El rostro de mi tía empalideció. Sus ojos agrandados iban de un lado a otro de una manera mecánica. Ella escuchaba, escuchaba con indignación.
-¡Callesé! ¡callesé!- gritó mi tía.
De repente ella colgó el tubo y se quedó parada ahí, con la mano todavía apoyada en la mesita.
- Un degenerado – dijo.
Y no se habló una sola palabra del asunto por un largo rato. Y de nuevo el mate frío de mano en mano y nada más. Nada para ver, nada para decir. Nada que se pudiera agregar. Sonó el teléfono otra vez y los ojos de mi tía se alargaron y se volvieron despavoridos. Esta vez atendí yo. Una voz gangosa y masculina me murmuró al oído.
-Soy un hombre apasionado.
Y jadeó, jadeó, jadeó. No dijo nada más, sólo eso: “Soy un hombre apasionado”. Y siguió jadeando.
Colgué el tubo de inmediato y me volví a sentar. Después el teléfono sonó ininterrumpidamente sin que lo atendiéramos. El sonido del teléfono nos arrastró hasta un lugar donde no había mundo, ni Universo, ni hombres y nos dejó suspendidas en un punto. Y allí quedamos. O acaso nos acurrucamos junto al hombre de voz apasionada y así fuimos atrapadas en ese naranja restallante, convertidas en un ruido sin forma, en un jadeo de metal.
De pronto me acordé de una película, una de esas tantas películas sobre las mujeres solas que viven en Nueva York, donde en cada rendija, huequito o agujero se apiñan voces, ojos y manos voluptuosas o asesinas en busca de una víctima. En la película la mujer era un poco ciega, medio parecida a mi tía, claro que era más joven y rubia, en su casa había una escalera cubierta con una alfombra mullida y la voz que la acechaba desde el teléfono terminó por volvérsele familiar. Por suerte la película tenía un final feliz. Aunque no se casa ni se encuentra con nadie, la mujer no muere, lo que en Nueva York ya es prácticamente un milagro, sino que permanece sentada al pie de la escalera oyendo los ruidos de la ciudad, sus brazos laxos y en sus ojos una mirada suave y sugestiva que no mira nada. La mujer lucía más joven que nosotras y más rubia y estaba impecablemente maquillada, sin embargo se nos parecía en la manera de mirar.
Toda la tarde mi tía y yo seguimos escuchando el sonido del timbre del teléfono sin dejar de pensar en el hombre, en la voz del hombre y en algo más que la vida de aquel hombre de lo que no nos atrevimos a mencionar. Mi tía había cruzado los brazos sobre su falda. Resguardaba su pubis de la intemperie del mundo, con una expresión perpleja en la cara, quizá esperando que la tierra dejara de girar o las horas se estancasen, cesaran o estallaran. Varias veces tuve ganas de interrumpir el sonido del teléfono que llamaba y llamaba, tuve ganas de levantar el tubo, para que la voz del hombre me rescatase, para que me salvara de ese mar que retrocedía, de la imagen de ese abismo que se devoraba todos los males. Cuando el teléfono dejó de enloquecernos con su timbre, el recuerdo del hombre, o de su voz o su jadeo impregnaron la habitación hasta el punto de sofocarnos, mucho, muchísimo. La viudez de mi tía se había achicado tanto desde entonces que no había dónde meter la voz del hombre, su jadeo o el recuerdo de los dos. La luz que entraba por las hendijas de la persiana se había ido esfumando. Sólo el cuadrado del televisor iluminaba las cosas que nos rodeaban, nuestras manos, la cara desencajada de mi tía que, inesperadamente, dijo:
- Qué extraña que es la vida ¿no?
Lo repitió dos o tres veces mientras alisaba el mantel de hule, incansable, como tratando de estirarlo, como queriendo que se pareciera un poco a esa imagen que pasaron hace un rato por televisión donde el estallido brillante crecía a una velocidad increíble haciendo un ruido muy leve, muy, muy leve, demasiado leve para llamarse Big bang, estallando en silencio, sin interrupción, prolongando el presente hasta hacerlo futuro, para que, enseguida, de un modo abrupto, apareciera la mujer del flequillo quien, igual que cada noche, nos dio el informe meteorológico: lluvias intermitentes para el fin de semana, además nos detalló, con su voz pastosa, los pormenores del estado del tránsito en las calles de esta ciudad sin mar, en este día que enviudó de sí mismo junto a nosotras, al borde de la mesa cubierta con el mantel cuadriculado.
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El ataque del inglés
Por Ivonne Bordelois (Buenos Aires/Argentina)
Antes de enfocar el problema representado por la primera de estas amenazas sería conveniente despejar algunos términos. Es indudable que el predominio científico y técnico de los países anglosajones apareja la inclusión de un vasto vocabulario de términos de ese tipo en el español, situación que suele afligir a nuestros puristas. Sin embargo, una mera ojeada nos puede convencer de que en todas las grandes transformaciones históricas ocurrieron hechos similares en la esfera de lo cultural y lo político, sin afectar la identidad de las lenguas comprometidas. El inglés mismo hubo de tomar una gran parte de su vocabulario jurídico del latín, así como del griego se desprenden gran parte de las palabras que designan nociones filosóficas básicas en el inglés y otras lenguas modernas. Este tipo de fenómenos, antes que corromper su carácter, enriquece el perfil de una lengua. Si fuéramos puristas absolutos, seguiríamos diciendo almadias en vez de canoas, primer y hermoso americanismo transportado por Colón, con el que América latina ingresa al léxico español. La ley argentina del español neutro, de 1986, que sostiene "el hablar puro conocido y aceptado por todo el público hispanohablante, libre de modismos y expresiones idiomáticas de sectores", desconoce la porosidad inherente a toda lengua viva.
Es molesto, por cierto, que Buenos Aires sea una de las capitales latinoamericanas donde más se han importado, innecesariamente, términos ingleses: no se ve por qué hay que decir sales o outlets o parking cuando los equivalentes castellanos están allí. Se afecta una falsa familiaridad con el inglés del consumo y de los medios, como si éste fuera un pasaporte de elegancia, un gaje de exotismo superior, una herramienta de exclusión para los desposeídos que no cuentan con el fetiche necesario. Donde el inglés dice very cool escuchamos un sorprendente culísimo; no sólo chateamos sino que e-maileamos; en España, por lo menos, con cierta gracia, no se habla de e-mails, sino de emilios. Y allí los baby-sitters han sido rebautizados como canguros. Pero algunos latinoamericanos intentan vacunar la carpeta –penosa trasliteración de to vacuum the carpet, pasar la aspiradora a la alfombra–, barbarismo que todavía no he escuchado entre nosotros. De más está decir que quienes conocen profundamente el inglés u otros idiomas son en general los menos inclinados a incurrir en estas lamentables trivialidades, testigos del abandono y del descuido en que tenemos a nuestra propia lengua.
Un estudio reciente señala –según observaciones cruzadas entre la Academia y el ámbito universitario– que un hombre culto en la Argentina maneja entre tres mil y tres mil quinientas palabras frente a cien anglicismos, y un universitario de veinticinco años, entre mil doscientas y mil quinientas frente a setenta. Pero un adolescente de quince años, en cambio, usa alrededor de seiscientos vocablos, y posiblemente sesenta anglicismos. Es decir, mientras la extensión del vocabulario decrece generacionalmente, el porcentaje de anglicismos va subiendo hasta llegar, aproximadamente, a un diez por ciento del léxico total.
Como dice un texto atribuido al humorista Fontanarrosa:
"En esta época de globalización, aggiornate o quedás afuera. (...) Argentina no es la misma. Ahora es mucho más moderna; durante muchos años, los argentinos estuvimos hablando en prosa sin enterarnos. Y lo que todavía es peor, sin darnos cuenta siquiera de lo atrasados que estábamos. Los chicos leían revistas en vez de ‘comics’, los jóvenes hacían asaltos en vez de ‘parties’, los estudiantes pegaban ‘posters’ creyendo que eran carteles, los empresarios hacían negocios en vez de ‘business’ y los obreros, tan ordinarios ellos, a mediodía sacaban la fiambrera en lugar del ‘tupper’. Yo, en la primaria, hice ‘aerobics’ muchas veces, pero en mi ignorancia, creía que hacía gimnasia. Afortunadamente, todo esto hoy cambió; Argentina es un país moderno y a los argentinos se nos nota el cambio exclusivamente cuando hablamos, lo cual es muy importante... Las cosas, en otro idioma, mejoran mucho y tienen mayor presencia".
Países limítrofes de la Argentina, como Chile, Paraguay o Uruguay, están lejos de adoptar tal cantidad de términos superfluos, lo cual refleja que este asimilacionismo, bien descripto por Fontanarrosa, proviene de una moda sociocultural muy propia y característica de los argentinos y de su consabido esnobismo antes que de una catástrofe inevitable. (Al parecer, si se excluye a Puerto Rico, España y la Argentina, junto con México, son los países hispanohablantes más permeables a los anglicismos.) Como se sabe, la etimología de snob significa sine nobilitate: la falta de nobleza expresa aquí también una falta aún más profunda de seguridad, que incita a los dominados a vestirse obsecuentemente con las galas del triunfador.
La combinación de lo eufemístico con el fervor anglicista produce resultados notables: así, el fracaso en la dirección de la empresa se denomina downsizing. El profesor de gimnasia se llama ahora personal trainer, y la moda informal, "ser fashion". Si se trata de trasladar la propia ineficiencia, estamos ante un caso de outsourcing, si no se consigue pareja, la excusa es "no encuentro mi target". Se tiene la impresión de que recurrir al léxico "anglo" exime en cierto modo del sentimiento de fracaso total: seremos desdichados, pero nos redime en cierta medida la inmersión en la lengua del imperio. Fracasar en inglés es menos penoso que hacerlo en nuestro simple castellano: las costas de la verdadera vida están a la vista, a nuestra disposición acaso.
Sin embargo, no es el asimilacionismo anglicizante, a mi entender, el problema más acuciante con el que nos encontramos en nuestra convivencia planetaria con el inglés. Cuando los académicos de la lengua reunidos en México declaran solemnemente que es mejor sustituir conversación cibernética por chat parecen estar honrando la tradición quijotesca que suplanta a los molinos de viento por gigantes. La palabra chat resulta indetenible simplemente por su concisión eficacísima, que espeja precisamente la velocidad en la comunicación alcanzada gracias a la técnica computacional.
Aquí también se equivoca un poco el camino, en el sentido de que son ciertos datos superficiales los que se tienen en cuenta mucho más que los más peligrosos y verdaderos. A mí me molesta, por cierto, que Buenos Aires sea la capital latinoamericana donde más se han importado, innecesariamente, términos ingleses. Pero no es esto lo más importante, porque al fin y al cabo estos términos en general acaban por remarse e incorporarse al castellano, del mismo modo que las palabras celtas o latinas se fueron incorporando al inglés, donde adquirieron fonética y morfología propias. Clericó proviene de claret cup, pero ya nadie lo sabe, porque el español amasó la palabra de tal manera que su origen se vuelve irreconocible. El escritor Ismael Viñas me informa que, en Florida, Southwest se dice sauesera, con lo cual el nombre parece evocar una mezcla de sal y de huesos y no es posible sospechar ni escuchar de dónde viene. Del mismo modo me reveló que la manteca Dairico de nuestra infancia quería decir en realidad Dairy Co., algo que nunca pude imaginar.
Otros ejemplos que ponen de relieve el hiperfiloanglicismo de los argentinos es nuestra tendencia a invertir las iniciales de los productos y las máquinas que utilizamos, unida a la costumbre de pronunciarlas algunas veces a la manera anglosajona. De este modo, decimos CiDí donde los españoles dicen CeDé –pero en realidad tendríamos que decir DeCé (disco compacto); "es un PeErre" significa que alguien se ocupa de relaciones públicas: public relations. También decimos, como los españoles, PeCé, cuando deberíamos decir CePé (computadora personal). DiYéi es la abreviatura de Disc Jockey, una profesión rendidora que nadie se atreve a hispanizar.
De todos modos, como arguye Di Tullio, desde el punto de vista lingüístico, un planteo cerradamente localista resulta hoy inadecuado. La identidad ya sea lingüística o cultural ya no es una sino que, en la sociedad actual, cada individuo asume una identidad múltiple: la identidad cordobesa no la sienten los cordobeses en su provincia sino en Buenos Aires, por ejemplo. Pero cuando los argentinos están en Chile, la identidad es la argentina y, en España, la de los latinoamericanos es la americana. La identidad de hispanohablante se experimenta y muchas veces se sufre en un país de lengua diferente, en el que el manejo de otras lenguas europeas –y, sobre todo, del inglés– parece representar una cierta identidad occidental.
PÁGINA 22
El pobre Pedro.
Por Juan Pomponio (Berazategui-Buenos Aires/Argentina)
La nave estaba a la deriva, perdida en un océano de óxido, flotando entre los desechos que la humanidad había vertido impiadosamente. Enormes icebergs de basura navegaban sobre la inmensidad del agua corrosiva. Aquel lugar era conocido como el mar tóxico, La Gran Lagartija: un lugar visitado por los demonios del pasado, adormecidos por antiguos lamentos que sonaban cuando el sol se destrozaba sobre la línea del infinito.
La tripulación, cercada por el hambre, continuaba con su desesperación; la última rata había sido comida ese mismo día, por la mañana; el aroma de carne asada aún permanecía en el aire, como un latigazo de crueldad sobre aquellos hombres abandonados; ya no quedaba nada, ni siquiera los insectos; tampoco se salvaron las cucarachas gigantes; todo había sido consumido. Las provisiones habían alcanzado para un determinado tiempo de navegación, pero llevaban varios meses de atraso porque la tormenta de vientos envenenados les había obligado a cambiar el rumbo. Los marinos temblaban. El hambre, instalada en el barco desolado por la locura, observaba imperturbable.
La situación se hacía insostenible y todos cuidaban su vida, mirándose unos a otros con recelo; la hambruna voraz acechaba con tentáculos siniestros. Pasaban los días y ellos continuaban sumidos en un silencio trágico. Sólo tomaban el agua que extraían del mar, procesándola con la maquina purificadora.
El hambre camina por la borda con paso lento; los dolores de estómago son insostenibles, calambres agudos comienzan a llamar al descontrol. Ya ni se miran. Nadie se anima a nada. El miedo y lo macabro circulan entre los hombres agotados. Todos desconfían de todos.
—Ha llegado el momento de tomar una decisión —dice finalmente el capitán—. Y como responsable del barco, tengo que decirles la verdad. No tenemos alternativa. El médico de la nave hará una revisión minuciosa de todos nosotros, y luego de una evaluación física determinara quién es el más débil y ése será sacrificado en honor de la salvación de los demás. Esa carne prohibida será el pasaje a la conquista de algo que existe más allá de esta historia. —El capitán pensaba y miraba hacia su tripulación con una autoridad mucho mayor que la normal, estaba tomando decisiones que no eran suyas—. Si no lo hacemos así empezaremos a delirar y de todos modos nos comeremos unos a otros, como bestias. Debemos resolverlo con nuestro pensamiento y con la aprobación de todos. Con un cuerpo podremos alimentarnos durante algunos días y tal vez encontrar la tierra buscada. Será un cuerpo, o dos, o quién sabe cuántos, pero no tenemos otra salida. Piensen, tienen una hora para meditar y decidir.
El murmullo de la tripulación ascendió por las velas, hacia el cielo, como iniciando una plegaria salvadora. Las palabras del capitán sonaban coherentes pero, ¿cómo sería tener que comerse a un compañero? ¿Quién lo sacrificaría? ¿Quién lo asaría igual que a las ratas? Sonaba aberrante, pero no tenían escapatoria. Uno o dos días más de hambre y empezaría a atacarse, con la naturalidad del que desea sobrevivir. Cada miembro de la tripulación se convertirá en un animal o en algo mucho peor que una bestia.
Luego de la meditación, los hambrientos tripulantes deciden aprobar la sugerencia del capitán. La suerte está echada, el médico comenzará a revisarlos uno por uno. Un silencio muerto flota en el lugar, el médico será el ejecutor de un designio reservado a las fuerzas Misteriosas. Él es el más adecuado para decidir quien deberá ser sacrificado... aunque el médico ya sabe quién es el más débil, todos lo saben, pero nadie se anima a tomar la terrible determinación.
Hasta que de pronto, uno de los hombres, el más delicado, da un paso al frente y dice:
—Todos lo saben. Yo también lo sé. No podré resistir mucho más. ¿Un día, acaso dos? Ya estoy listo. —Mientras habla un sopor de espanto le quema la carne agotada—. Tomen mi cuerpo y salven sus vidas. Mi carne será el alimento que los salvará a todos. Ya estoy preparado. Ahorremos el trámite de mi sufrimiento. ¡Por favor!
Un silencio de hielo cubre la nave; nadie hablaba. Todos se miran, nadie se anima a dar el siguiente paso. ¿Quién matará al pobre Pedro? ¿Se atreverán a comer su carne? Cada minuto es crucial. Pedro está ahí, listo, entregando su vida por una causa noble y justa. Pero: ¿qué dirá el Universo? ¿Qué pensarán las leyes de la existencia? Nadie quiere tomar en sus manos esa maniobra cruel del destino, nadie está preparado, nadie es lo suficientemente frío como para hacerlo.
Pedro se adelanta unos pasos, coloca el caño del fusil del capitán en su cabeza y lo insta a disparar.
—¡Dispare, capitán! —grita con fuerza inhumana.
El capitán aparta el arma, y comienza a llorar, y todos lloran. ¿Comerán a un compañero? El hambre acecha, morboso, la tortura del dolor quema los rostros. En ese momento una gran esfera se ubica sobre ellos: una luna antigua, presagio de desgracias. El hambre sonríe y los mira con desprecio, ya no es hambre, ya se ha vestido con las ropas de la locura.
—¡Dispare, capitán, dispare hijo de una gran puta! —El insulto brota desde el fondo del alma de Pedro como descargando toda su impotencia—. ¡Dispare! ¡Dispare! Es una orden. ¡Dispare!
El estampido rebota en el silencio del fin, el disparo marca el comienzo de la vida. Nadie olvidará ese disparo. Nadie olvidará el grito del pobre Pedro, y nadie olvidará, aunque logre vivir mil años, el terrible grito del vigía: ¡Tierraaaaaaaa! ¡Tierraaaaaaaaaaaaa!
PÁGINA 23 – POESÍA AMERICANA
Horizonte
He cambiado de piel tres veces
Me ha costado darle la vuelta al mundo
para llegar al punto de partida
Mis piernas me sostienen mejor
Tengo una cicatriz en el pecho
Más bien una costura, un bolsillo roto
Acceso directo al corazón
Estoy de regreso de mí mismo
Noches enteras buscando una estrella fugaz
que me conceda un deseo
Nada extravagante
Tan sólo la habilidad de reconocer
la verdad de la mentira
Es otoño aún y los días son largos
La luz se recuesta cálida sobre la montaña
Quiero decir que el horizonte se distingue
¿El horizonte es una línea firme?
¿Es una pintura mural que cambia cada día
movida por tempestades de color?
¿Hay un atajo para llegar al horizonte?
Quizás sirva de algo haber adquirido
una cicatriz en el pecho
Una costura de piel y nervio
Una entrada directa al corazón
Alfonso Gumucio (Bolivia)
Lista de cosas que no entiendo
Una golondrina rayando el cielo.
Tanta música en los bosques.
La humedad de un látigo de sauce.
Sus lágrimas, su aspecto acongojado.
Una hilera de palomas idénticas
sosteniendo el alero de un tejado.
Una estatua más hermosa mutilada.
Un balcón que se descuelga quejumbroso.
El rocío, los charcos, las ranas.
Las estampillas que van y vuelven
cargadas de promesas.
Un callejón vacío y en el fondo
no tanto, en último plano
la primera estrella de la noche.
El frío de un limón que me desgarra.
La arena que llena tu busto dormido.
La imperfecta pieza de cuarzo salvaje
en que te miro. Tus sonrisas varias.
No entiendo, no entiendo nada.
Vamos a ver. ¿Para qué
tantas cosas inútiles?
¿Cómo justifican su existencia?
No entiendo esta infinita
variedad de sutilezas.
La piel blanca de la nieve
que acabo de herir, la sangre que brota
de mi labio partido, partidos
tus muslos, tu humedad, partida
tu
y lejos.
Alfonso Gumucio (Bolivia)
Trizas
No queda mucho, apenas
romper el último poema, éste
cadáver de caimán lleno de humo
a las cuatro de la mañana no revive, hay
que dejarlo caer en pedacitos
en el baño, tirón de cadena y de gatillo
que se lo trague
el vientre podrido de la tierra
que escriban esta vez las cloacas
su fétido poema.
Pero no es fácil
andar trizándose los dedos
en púas, relámpagos y versos.
Lo sé desde mi asombro infinito
desde mi dolor ancestral
no se puede rasgar dos veces
la misma cuerda al rojo vivo
acallar el mismo convulsionado latido
seamos sinceros, poetas, es falso
que nos rompamos desde adentro
que en medio de la noche
rasguemos pap[i]eles dolorosos.
Alfonso Gumucio (Bolivia)
PÁGINA 24
El gesto vedado
Por Pilar Romano (Corrientes/Argentina)
La mujer camina hacia mí. Está a unos diez metros de distancia. Se ve diminuta, inclinada hacia adelante por la cuesta que le marca la vereda estrecha e irregular; también la encorva el peso de la bolsa en la que carga cosas que debe haber comprado en las tiendas cercanas. El pañuelo oscuro anudado en la nuca parece parte de su anatomía.
Es ella, sin duda.
El tiempo expectante se detiene por un momento, como si quisiera esperar a que ponga en orden los recuerdos. Recuerdos mutables como seres vivos: apareciendo, creciendo, destruyéndose. Al fin, doy dos o tres pasos y me acerco a la mujer.
Estoy frente a mi madre, luego de más de cuarenta años.
Había programado que mi llegada al pueblo fuese sin anuncios, pero no me había preparado para el encuentro. No hay forma de prepararse. Sin embargo, la imagen recrea una escena habitual de mi niñez: mi madre volviendo de las compras de la mañana.
Ella aminora el paso, como si intuyera la irrupción de un personaje distinto en el inmutable escenario cotidiano. Aminora el paso y alza los ojos. Siento que esa mirada me va tiñendo lentamente de azul. Un azul cansado e irreemplazable que me renueva el significado de la proximidad materna. Ahora, un espacio breve -casi musical- me separa de mi madre, e intento sorprenderla.
-¿Me permite ayudarla, señora?- Con la mirada, la sonrisa y las manos espero una señal de reconocimiento, pero sólo siguen un movimiento esquivo y un gesto de desconfianza. De seguro este Leonardo que soy ahora conserva muy poco del aspecto de aquel muchacho de dieciséis años que decidiera irse a América. De seguro los ojos añosos de ella ni siquiera presintieron los cambios operados por el tiempo. Un tiempo que no fue fácil. ¡Hemos pasado por tantas cosas los dos! Tanto esfuerzo, tanta espera, tanto miedo, tanto dolor, tantas alegrías no compartidas, que es casi como no alegrarse...
En un segundo -en este segundo- tengo exacta conciencia del enorme hueco de la separación, un hueco áspero y devorador y me sacude una forma desconocida de temblor.
Pero el júbilo del encuentro me aviva el deseo de hablar, de expresar miles de sentimientos. Pero no puedo, porque este momento tiene la voz del silencio. Al fin, murmuro algo.
-Mamá... soy yo, Leonardo, su cuarto hijo... he venido a visitarla, mamá- La mirada azul adquiere una extraña infinitud y siento que dos incrédulas mariposas celestes se me posan en los hombros.
-Mamá... le dije que volveríamos a vernos y he cumplido. Soy yo, Leonardo-Entonces vienen los abrazos, los sollozos, las caricias. Por alguna razón, o sin razón, siento -en medio de mis emociones- que hay un gesto vedado, algo que no debo hacer. ¿Puedo reír? Sí, puedo reír. Y llorar también. Y secarme las lágrimas y volver a reír. Pero una voz recóndita me advierte que debo evitar un gesto que lo estropearía todo.
Entonces hablo, caminando junto a ella, que ya me ha entregado la bolsa.
Hablo de mis comienzos en la nueva tierra, de los paisanos que me ayudaron y callo los nombres de los pocos que me dieron la espalda, de la forma en que fui afianzándome poco a poco, a fuerza de trabajo y ahorro; de la huerta en el terreno del fondo de la casa, en la que volvía a transpirar en los atardeceres luego de trabajar duro durante el día; de los cuatro pueblos en los que viví hasta que encontré no solamente pan sino también un regazo: aquella muchacha morena con pechos como torcazas que temblaron bajo mis manos grandes de luchador; de la primera casa propia, que debí malvender cuando mi solidaridad de "gringo" se vio estafada por la inescrupulosidad de otros; del recomenzar con dos hijos que ya iban a la escuela; de la sociedad cooperadora que había fundado para que funcionara una biblioteca en el barrio; del orgullo que significa el hijo ingeniero trabajando en la misma empresa en la que yo fuera operario. Y ¡por fin! de la plata que alcanza para viajar y cumplir la promesa.
Abrazo con fuerza a mi madre. Siento que puedo abrazarla, que no es ése el gesto vedado.
Y sigo hablando... de los eneros que en la tierra en que vivo son cálidos, con un cielo azul y confiable y un sol opulento. De los abriles, lluviosos e indecisos. De los junios apenas amenazantes, con grises que nunca llegan a congelarse. De los setiembres con rutilante estallido de flores. Los ojos azules me miran con embriaguez contagiosa. Entonces callo, hamacado por esa embriaguez. Me invaden la boca sabores que creía olvidados y me llegan de lejos antiguas voces reconocibles, enredadas en nanas y coplas.
De algún modo, esas voces me reiteran la inquietante advertencia: hay algo que no debo hacer.
Llegamos a la casa y nos sentamos en la antigua sala; esperamos a José, el hermano solterón que eligió cuidar a mamá y continúa recibiendo de ella los mismos afanes que con increíble fortaleza prodigara en un tiempo a sus nueve hijos.
Dejo mi silla y beso de nuevo a mi madre, sintiéndome niño. No es el beso el gesto vedado.
No quiero pensar, pero en el fondo lo sé.
Lo prohibido es abrir los ojos. Porque si los abro, todo se desdibujará y perderá presencia. Si abro los ojos, tan solo veré el sobre que sostengo en una mano, aún cerrado, llegado de aquel pueblito detenido, con aquella gente detenida, sin celulares ni internet, ese sobre que, aferrado a la vieja usanza, mi hermano solterón ha cruzado con un listón negro en uno de los ángulos.
PÁGINA 25
Tlön, Hegel y los griegos
Por Fernando Proto Gutierrez (Buenos Aires/Argentina)
I
El 26 de Julio de 1958, en Heidelberg, Martín Heidegger pronuncia una conferencia en relación con la historia de la filosofía desde la perspectiva de Hegel: ¿cómo expone Hegel la filosofía de los griegos en el horizonte de su propia filosofía? Hegel argumentará que el espíritu absoluto se piensa en el devenir histórico del pensamiento que se manifiesta a sí mismo, suponiendo entonces que la historia de la filosofía es un proceso unitario en el que las ideas no se hallan inconexas, sino relacionadas indefectiblemente las unas a las otras, en una secuencia temporal a partir de la cual el pensamiento se encuentra a sí mismo, a partir de un círculo dialéctico cuya premisa básica pondera el principio de identidad; así, la dialéctica es el proceso de construcción de la subjetividad del sujeto absoluto.
El devenir de la metafísica determina el movimiento circular del pensar que capta su unidad a través de la historia. Consiguientemente, existe una primera salida del pensar en búsqueda de sí mismo, momento situado en la antigua filosofía griega caracterizada por la relación entre belleza y abstracción, pues, es el período cuando el pensamiento se dirige al objeto sin la mediación del sujeto, obteniendo el concepto más abstracto, universal y objetivo: el ser; los griegos reflexionaron sobre lo objetivo puro, el concepto universal más pobre de la filosofía en cuanto no se refiere al sujeto en cuanto sujeto, sino al sujeto en relación a lo objetivo: el ser del universo parmenídeo, el ser del logos en Heráclito, el ser de la idea platónica y el ser actualizado aristotélico. En la primera salida del pensamiento, el sujeto no es encuentra a sí mismo, sino que contempla pasivamente el objeto, el ser que Hegel indicará estructuralmente como tesis.
El advenimiento del sujeto empírico de Descartes, representado pictóricamente en el manierismo, conduce al espejamiento entre sujeto y objeto, que permitirá la unión de los contrarios en la constitución de la subjetividad del sujeto absoluto; en este sentido, el proceso dialéctico es especulativo, ordenando el método dialéctico como el movimiento íntimo de la subjetividad del ser. El método es el proceso por medio del cual se teje la trama de la realidad de lo absoluto, determinando firmemente la historia. El descubrimiento cartesiano del sujeto en el acto de pensar, define la existencia de una relación regresiva, una reflexión del sujeto sobre sí mismo a través de los objetos, con los que es conciente de su existencia en el mundo. El sujeto será, en la estructura filosófica hegeliana, la antítesis.
El momento culminante de la historia de la filosofía que se piensa en el devenir de la historia, sustentada en el principio de identidad, es la pensamiento de la síntesis, cuando el espíritu trascendental capta la unidad de sujeto-objeto en su movimiento dialéctico especulativo circular. La historia de la filosofía fue trazada por el pensamiento del objeto y del sujeto, dibujando una línea exacta de relación entre el principio material de los milesios y el sujeto empírico cartesiano, las ideas platónicas y el sujeto lógico kantiano, la substancia aristotélica y el sujeto absoluto de Hegel: pensar y ser son lo mismo y en el devenir de la filosofía que se piensa a sí misma, la historia no es sino el espejo perfecto de la metafísica.
II
El punto exacto de unión entre el cristianismo y la filosofía griega, es la inscripción de ideas que el nietzscheano estúpido demiurgo talla en la materia eterna; la cosmogonía cristiana medieval concebirá al mundo como un libro donde Dios inscribió sus secretos, no obstante la materia es creada y las ideas se hallan en el Verbo, guía de los hombres hacia la verdad. Sobre la base de la teoría de los arquetipos universales ante rem, los cabalistas intentaron encontrar el número y la palabra que descifraría el universo (aún el código es oscuro y acaso la pronunciación desintegraría el cosmos).
Borges inicia el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, borroneado en los papeles que forman el libro Ficciones: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar”. Acaso puede interpretarse que el espejamiento entre el mundo y las letras, develan la fantasía, la construcción de Tlön.
Alejandro de Afrodisia, cree solucionar el problema sobre la exactitud del proceso abstractivo afirmando que el hombre percibe de manera individual pero piensa de forma universal; empero, el problema es grave si se introduce la mediación del sujeto en el pensamiento que tergiversa lo percibido por su voluntad de poder ser inmortal (según confiaría Samuel Schwartz).
Las naciones de Tlön son idealistas, circunstancia que influye en el lenguaje, la religión, las letras y la metafísica. Quizá, la relación más próxima con la idea del devenir del espíritu que se piensa a sí mismo en la configuración de un método dialéctico especulativo, es la cosmogonía tlöniana, según la cual “el mundo no es un concurso de objetos en el espacio, es una serie heterogénea de actos independientes: es sucesivo, temporal, no espacial”. Borges cita en Los teólogos el principio hermético que define la semejanza entre el arriba y el abajo; otro de los principios herméticos escritos en El Kybalion, define que el universo es mental. En este sentido, los tlönistas conciben el universo como una serie de procesos mentales que se desenvuelven en el tiempo, añadiendo que una asociación de ideas comprende ser también una asociación de hechos; el idealismo de Tlön se sostiene sobre el principio de identidad: ser y pensar son lo mismo; empero, la continua asociación de ideas no puede ser nombrada, pues, toda reflexión sobre la asociación como estado posterior del sujeto, implica un falseo; tal condición supondría la ausencia de ciencias, hecho refutado por la multiplicidad de sistemas filosóficos que buscan el asombro. En Tlön la metafísica es una rama de la literatura fantástica, equivalente a decir que pensar y soñar son lo mismo: la mediación del sujeto en el pensamiento, así como la captación de la unidad de los contrarios, son universales post rem.
El agudo problema de la percepción, a saber, si es posible conocer la realidad tal cual es, llevó a dos posiciones diametralmente opuestas: el racionalismo cartesiano y su fino acariciar el solipsismo por un lado, y el contacto feroz de Hume con el empirismo, por el otro. Borges sigue fielmente a Berkeley en su teoría sobre la correspondencia entre percibir y ser, y el hecho por el cual percibir y crear son lo mismo. Un sabio heresiarca de Tlön quería instaurar el materialismo, a través de un razonamiento herético: “El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa”. El materialismo decía deducir del relato la continuidad de las nueves monedas (principio de identidad) perdidas y encontradas: Berkeley afirmaría que solamente las monedas percibidas son. La refutación de los idealistas afirmó que "si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.
¿Cómo expone Borges la metafísica idealista en el horizonte de la cosmogonía de Tlön? Contrariando los principios herméticos, el universo no es mental, pues, es la mente la que crea el universo en el instantáneo acto de percibir el mundo. De esta forma, la estructura dialéctica del espíritu manifestándose a sí mismo, no es sino la proyección mental de un Hegel que buscó el asombro; empero, la unión entre la tesis hegeliana y la antítesis de Borges, proyectaría un sistema aún más fantástico: todo sujeto se presenta a sí mismo como sujeto (reflexiona), a través de los sueños. El proceso dialéctico especulativo crea Tlön, y la sustitución del verbo pensar por el verbo soñar, comprendería que la metafísica como ficción determina la historia de los hombres que se escriben y sueñan a sí mismos.
________________________________________
Jorge Luis Borges, Nueva antología personal, Editorial Bruguera, 1º edición, enero de 1980, pág 94
Ibíd., 101.
Ibíd., 105
Ibíd., 106.
PÁGINA 26
Cosmogonía
Por María Silvia Pérsico (Buenos Aires/Argentina)
Lumen abrió su cofre en lo alto y, sin perder un instante, se desprendió de su chispa divina para que cayera. La llama se extendió en contacto con la superficie y resquebrajó la tierra como una herida.
Las masas se separaron.
La lumbre rojiza llegó hasta los ojos absolutos. Entonces, Lumen lloró y sus lágrimas llenaron los vacíos de las masas.
Poco después, llegaron otras brasas a las aguas, que dieron vida a seres unicelulares.
Y así, Lumen contempló la tierra abrasada de muerte. Y pensó que eran necesarios otros elementos. Desprendió, entonces, su saliva, que llegó hasta la tierra para fertilizarla y dar lugar a bosques y selvas.
Pero su voluntad de fuego hizo que sus rodillas comenzaran a hincharse lentamente hasta reventar a borbotones, y del líquido vivificante se desprendió otra chispa conteniendo a una pareja animal. Luego, por entre los espacios óseos de la otra rodilla, surgieron diminutos y envueltos en fuego un hombre y una mujer.
Lumen descansó.
PÁGINA 27 - POESÍA ALLENDE EL MAR
Derrotado en Damasco.
Cementerios de arena, los nombres confundidos,
intercalados, puestos ante las flores,
tenebrosos y oscuros de los muertos.
Incontables, putrefactos, los sueños.
Extrañas sementeras donde crece
la flor bilis del pánico.
Los cuerpos, macerados, disueltos en vitrales,
con la vida mirando hacia el azogue.
Ordóñez de Montalvo
Cabalga hacia la muerte como Amadís de Gaula.
Periandro de Corinto
Balbuceando, tirano, entre lo oculto.
Pericles de Jantipo
Arrasado por fuegos interiores.
Harrison Salisbury
Dolors Alberola (Valencia/España)
La Virgen del Descanso en la Lactancia
Cerrados, pues, los ojos sobre el mullido verde
de la tierra -la virgen que ahora extiende
su pesado almohadón contra tus sienes-,
la leche que fluyera también del paraíso
te ha detenido el sueño.
Adónde pues quedaron tus manos, los pinceles,
las gotas de tu amor o los colores.
Hace frío en Milán cuando los niños,
descalzos, van hollando. Hace frío en sus dedos
cuando tocan el pecho de la madre.
Hace frío si osan proclamar que tu ausencia
es una ausencia más, es otra nada.
Las bocas de los niños que ahora manan
el rojo de la sangre y una espada
guardaron para ti,
en un lugar que nunca visitarás de nuevo.
Andrea Solari
¿1524?
Dolors Alberola (Valencia/España)
El beso de la muerte
Hemos hecho el amor y a fuerza de cadenas
no hemos vencido nada.
La fiera, resurrecta, se imprime en los tejidos,
elaborada ya en el beso primigenio.
Hemos hecho el amor contra las piedras vanas
pero no profanamos el templo de la muerte.
Nuestros cuerpos sedientos murieron en oasis
y ahora Egipto o la esfinge han borrado las huellas.
Un desierto de nadas hemos alzado juntos.
Los genes, en la lucha,
no supieron romper el mecanismo.
Nos matará París y un día Londres
será un lugar inútil.
Se alzará Notre Dame como un templo vacío
y el Big Ben tocará sus horas funerales.
Hemos hecho el amor y nos mató la vida,
la guerra más sangrienta nos la trajo la sangre.
Edward Lawrie Tatum
Nueva-York, 1975
Dolors Alberola (Valencia/España)
PÁGINA 28
El primer paso
Por Martín Orell (Santa Fe/Argentina)
No toda civilización comienza con un diálogo.
Fue antes de la primer palabra, de la primer duda existencial, o no.
Antes de la primer vacilación del camino a seguir, o no.
No siempre existe el primer momento de todo.
Probablemente en África,
o en cualquier lugar;
probablemente hace muchos años
o dentro de algunos,
probablemente sin ser conscientes,
probablemente fue así...
(o será)
El macho dominante los mirará a todos con desprecio.
Sabía la fuerza y el efecto de esa mirada en los demás. Contará con eso.
Había llegado el momento; confiaba en sus fuerzas, la experiencia de los años, dirán, pensaban algunos. Y no tendrá miedo a morir dignamente en la reyerta, el recelo surgirá de quién lo sustituiría.
El macho joven sabía que se habrá pasado de la raya y esta vez no quedaría sólo en gritos intimidatorios. Estará asustado y por lo tanto exponía arrogancia.
Las hembras se alejarán en las ramas llevándose a los pequeños.
Los árboles se sacudirán, el miedo se palpaba y el olor de la adrenalina los provocará.
Una tormenta comenzó a formarse en el horizonte, horizonte todavía vasto, enorme, implacable; o lleno de escombros, de ceniza y humo, restos de ciudades, enorme y vasto e igual de implacable.
Dios (los) mira de reojo.
El acercamiento será lento, ceremonioso, como parte de una danza cuya coreografía se ha repetido alguna vez, algún Dios llevará la cuenta; pero claro, ellos no lo sabían. Hasta que el macho dominante clavará sus colmillos en el hombro peludo del más joven y la sangre regada los terminó de enloquecer.
El Diablo esperaba su turno (otra vez.)
Cuando el joven lo arroje de la rama en la que peleaban pareció que el final será irrevocable, pero el viejo se sostendrá del follaje más bajo y volvió ciego de odio, echando espuma por la boca.
Algunos apoyaban en silencio al más joven en que algo debía cambiar.
Otros sostenían que todo estará bien así.
Todos esperaban esto;
pero sin razones,
ni dialécticas complejas,
ni masturbaciones intelectuales;
así por sentirlo nomás,
especie de inferencias instintivas
anudadas a un tiempo
no correlativo.
Los truenos rodaban sobre los ojos de todos.
La riña continuará aun cuando los dos estaban al límite de sus fuerzas.
Dios y el Diablo corrían con la ventaja de saber como terminaría, empezaría la historia.
A los dos simios los protegía el miedo.
En un leve respiro de ambos, el joven trastabilló y caerá sin que rama alguna lo sostuviera.
El piso lo esperará sin piedad.
Podría ser un final, un comienzo más interesante, más emocionante, lleno de acción, de suspenso; pero no, no valía la pena.
Parecía muerto.
Tres minutos, tres horas, tres días más tarde sé levantará como resucitando.
Se mirarán a los ojos y el que estaba en la tierra supo que ya no valía la pena pelear por un árbol.
Ni por otro.
Se irá caminando, erguido, sabiendo que lo acompañarían un grupo de rasgos simiescos que compartirán ese entendimiento raro, la fortaleza que corteja a los que se saben del lado de los más débiles.
En esto también es difícil determinar la existencia de un entendimiento.
“Los primeros homínidos bajaron de los árboles”, hubiera titulado algún diario de la época.
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Felisberto o el uso del no saber
Por Gustavo Lespada (Montevideo/Uruguay)
(...) lo que obsesiona es lo inaccesible de lo que no podemos deshacernos, lo que no encontramos y por tanto no podemos evitar. Lo inasible es aquello de lo que no se escapa.
Maurice Blanchot
1. Felisberto y la vanguardia
La crítica ha mencionado frecuentemente la excentricidad de la escritura del uruguayo Felisberto Hernández, muchas veces sin que se especifique claramente en qué consiste esta excentricidad, pienso que el tema amerita detenernos un poco en este aspecto. Comencemos por evocar la etimología del término, como aquello que está lejos o fuera del centro, porque en este sentido creo que hay un uso de la excentricidad en Felisberto, quien produce justamente a partir de ella, a la manera en que el concepto de excentricidad es aprovechado en Física para transformar un movimiento rectilíneo –como el de los pistones de un motor- en otro circular –como el del eje de una rueda-, y además en la acepción de marginalidad, porque si hay una producción marginal en la literatura latinoamericana, esta es la de Felisberto. Marginalidad respecto del campo intelectual de su época -recordemos que sólo cuenta con educación primaria y que su formación es fundamentalmente autodidacta o al menos, no académica-, marginal por el ambiente de pobreza y suburbio en que se mueven sus personajes, pero también marginal respecto de la narrativa regionalista o costumbrista hegemónica en la década del 20 que es cuando aparecen sus primeros relatos, en este sentido lo reivindicamos como un narrador vanguardista.
Claro que a Felisberto no pueden atribuírsele las estridencias de ningún manifiesto. No integra ningún grupo o formación vanguardista de las que por aquellos años se proponen espantar al burgués con sus proclamas incendiarias tanto en Europa como en América, tampoco se embarca en la toma del cielo por asalto ya que carece de formación política –lo cual no quiere decir que su escritura no sea política-, ni gritará nunca a los cuatro vientos su desafío al canon o a la gramática, no, su tono es más tenue y humilde; pero cuando la efervescencia pase y se asiente la espuma, pocos serán los que puedan exhibir un aporte de singularidad y renovación en la prosa como el de Felisberto quien, en los papeles –quiero decir, en la letra- es indudablemente un escritor de vanguardia.
Felisberto Hernández hoy tiene asegurado un lugar de privilegio entre los grandes escritores del siglo XX, pero esto no ha sido siempre así, hasta su muerte fue casi un desconocido -aunque entre sus lectores de culto de la primera época estuvieran el pintor Joaquín Torres García, el filósofo Carlos Vaz Ferreyra o el poeta Jules Supervielle-, recordemos que incluso en la década del sesenta sus ediciones eran paupérrimas comparadas con las que caracterizaron al boom de la literatura latinoamericana. Ha sido la invalorable tarea de rescate -casi diría la militancia- de críticos y escritores como José Pedro Díaz, Angel Rama, Norah Giraldi y Julio Cortázar entre otros, cuyo tratamiento y difusión colocó a la escritura de Felisberto en el lugar que le corresponde.
Sus primeros relatos que aparecieron en ediciones muy precarias en diversos puntos del Uruguay (además de Montevideo, publica en Rocha, en Florida, en Mercedes), denotan el nomadismo de su trabajo como concertista de piano y las dificultades de esta primera etapa signada por la experimentación y el afianzamiento de sus mecanismos narrativos. Mecanismos que también responden a las crecientes innovaciones tecnológicas y transformaciones industriales que se trasuntan en cambios sociales y urbanos propios de nuestra periférica modernidad.
Esta forma de escarbar en la realidad perturbando la inercia de las tradiciones, rompiendo con las convenciones del realismo –que es compartida por sus contemporáneos, el argentino Macedonio Fernández, el brasileño Mario de Andrade, el ecuatoriano Pablo Palacio o el chileno Juan Emar, entre otros-, no es ajena al clima revulsivo instalado por los planteos futuristas, dadaístas o surrealistas. Pero tampoco puede leerse la producción latinoamericana de aquellos años como un mero epifenómeno de las vanguardias europeas puesto que la vanguardia latinoamericana posee una fuerte identidad propia, es decir, tiene un profundo arraigo continental y una relación específica con los modelos vigentes. Además de los narradores que hemos mencionado resulta innegable la originalidad y creatividad manifiestas en los poetas Oliverio Girondo, Vicente Huidobro o César Vallejo, para citar sólo algunos casos reconocidos.
A la hora de enumerar rápidamente los rasgos más sobresalientes de nuestra vanguardia, podríamos destacar un lenguaje fragmentario, de alto nivel poético y una escritura constantemente replegada sobre sí misma en tanto metarelato, es decir, tomando como objeto sus propios procedimientos. Los tonos lúdicos de sofisticada ironía y las digresiones que trascienden lo puramente anecdótico, producen frecuentemente una narración que se expande y bifurca con morosidad imaginativa e inquietante. Además, las transgresiones de las fronteras entre los géneros tradicionales, permiten la incorporación de discursos de otros ámbitos, como el periodístico o el científico al que recurre Pablo Palacio, o reflexiones más propias del ensayo aunque conservando el tono ficcional e irónico, a lo Macedonio. Estos elementos configuran la concepción de una obra plurisignificante, abierta, que postula una variedad infinita de lecturas. Pero aún reconociéndolo dentro de este linaje, de esta estirpe de renovadores estéticos, el caso de Felisberto es singular. No en vano tanto Onetti como Calvino coinciden en que Felisberto no se parece a ninguno.
En una tesis reciente se descarta la consideración de tres etapas en la obra de Felisberto por considerarla “arbitraria e insatisfactoria”, sosteniendo que la idea de “evolución” que esta división sugiere “dista de ser evidente”. Aunque estoy de acuerdo en poner bajo sospecha toda forma de clasificación, creo que esta distinción de tres períodos ha sido plenamente justificada por Angel Rama y surge de las propiedades intrínsecas de los textos en cuestión, a saber, una época inicial que abarcaría sus primeros escritos desde Fulano de tal (1925) hasta la publicación de La envenenada (1931) y algunos otros relatos aislados que aparecen en revistas o periódicos, una segunda, que también ha sido llamada etapa “memorialista”, a la que pertenecen sus obras más extensas, Por los tiempos de Clemente Colling (1942), El caballo perdido (1943) y Tierras de la memoria (de 1944, aunque de edición póstuma), y un tercer período que correspondería a la serie de cuentos de Nadie encendía las lámparas (1947) y Las Hortensias (de edición póstuma como libro). Siendo además notoria la madurez de la escritura hernandiana a partir de la etapa memorialista, es decir, creo que existe una marcada progresión respecto de aquellos primeros textos compilados por la Editorial Arca como “Primeras invenciones”. Lo que sí comparto con este trabajo es el interés por esa producción iniciática del escritor en la que pueden rastrearse muchos de los rasgos distintivos de su prosa.
Los primeros textos de Felisberto Hernández impresos en ediciones muy precarias, en diversos puntos del Uruguay (además de Montevideo, publica en Rocha, en Florida, en Mercedes) denotan el nomadismo de su trabajo como concertista de piano y las dificultades de esta primera etapa signada por la experimentación y el afianzamiento de sus procedimientos narrativos. En Fulano de tal (1925) –cuando apenas cuenta con veintitrés años de edad- manifiesta su atracción por lo que se esconde detrás de la apariencia de las cosas, una desconfianza radical por los circuitos consagrados y una pulsión que lo empuja contra los propios límites del lenguaje. En el "Prólogo de un libro que nunca pude empezar" ya se propone “decir lo que sabe que no podrá decir”. Esta inquietud por lo indecible revela una temprana preocupación por los límites del lenguaje y un hambre de lo inalcanzable, de lo prohibido, porque sabe que sólo de allí puede provenir lo que hay que decir –parafraseando a Blanchot-, ese pan que masticar con los dientes de la escritura.
En varios relatos de Libro sin tapas (1929) y La cara de Ana (1930) aparece el misterio como un componente irreductible de lo cotidiano, así como sus primeras manifestaciones de la focalización descentrada, la fragmentación del cuerpo y la animación de los objetos. Dicho de otra manera, lo que comienza a consolidarse por aquellos años en el estilo de Felisberto es la imposición subjetiva y ficcional sobre la exterioridad objetiva: el narrador-personaje no exhibe una percepción del mundo exterior real, sino que proyecta su interior (como actividad asociativa, deseante y transformadora) en el afuera, invirtiendo los supuestos expresivos del verosímil realista basados en la concepción de transparencia del lenguaje, al tiempo que persiste en la búsqueda de un yo nunca asimilado totalmente al cuerpo físico ni al pensamiento.
Estos mecanismos de extrañamiento han sido frecuentemente confundidos con los de la literatura fantástica, pero en tanto que el pacto de lectura de lo fantástico pareciera constituirse en la formulación de un mundo otro, ajeno, que irrumpe contrastando tajantemente con la solidez y normalidad de una construcción previa similar a la del realismo –de ahí el efecto del terror-, aquí la otredad se halla levantando las fundas de los muebles, en las manos de una mujer o escondida en el interior de un atado de cigarrillos, es decir, sobreimpresa a nuestra realidad cotidiana.
2. Para una caracterización del procedimiento.
Uno de los recursos que rompen el automatismo perceptivo proviene de las alteraciones de las figuras. Toda figura poética opera sobre la linealidad de la escritura, emboscando la secuencia, haciéndola estallar con sus imágenes y artefactos asociativos, con sus conexiones inéditas, con su propuesta expansiva. A este dinamismo inherente a los tropos debemos incorporarle el que Felisberto les imprime con su tratamiento singular. Por ejemplo, en el desplazamiento que se provoca a partir de la comparación, cuando desaparece el nexo comparativo y el segundo término cobra vida propia a expensas del primero. Veámoslo en los textos.
En “El vapor”, un cuento de La cara de Ana, el protagonista describe la angustia que le produce la indiferencia de los pobladores de una ciudad en la que ha actuado: “La sentí como si dos avechuchos se me hubieran parado uno en cada hombro y se me hubieran encariñado.” Pero enseguida agrega: “Cuando la angustia se me aquietaba, ellos sacudían las alas y se volvían a quedar tan inmóviles como me quedaba yo en mi distracción”, y continúa refiriéndose a los pajarracos que no sólo se han independizado del primer término de la comparación, sino que ahora ellos provocan la angustia. En la “Dedicatoria” de su Filosofía de gangster, leemos:
Ahora se me ocurre que la razón es como una hija mía; yo le estoy pegando con alguna violencia en una parte que no le hace mucho daño; pero yo soy padre al fin, y la quiero; y ella de cuando en cuando me hace algún mandadito. (Primeras invenciones, T. 1, 98)
En otra parte he estudiado este procedimiento que atraviesa toda la obra de Felisberto. Veamos otro caso tomado de Tierras de la memoria, durante una sesión con el dentista:
Al darse la vuelta para venir hacia mí, la poca luz que entraba por la ventana le hizo brillar los lentes como los faroles de un vehículo en un viraje; al acercarse la luz le dio de espaldas, su figura se oscureció y el vehículo avanzaba agrandándose. (T. 3, 51, el destacado es mío)
El brillo de los lentes habilita la comparación con los faros de un vehículo, brindándonos con esa imagen la sensación de pánico e impotencia frente al accionar invasivo del odontólogo. En la frase siguiente, el dentista se oscurece, es decir, la figura se convierte en fondo y el que avanza –sobre ese fondo- es el vehículo imaginado. O sea que, no sólo se menciona el movimiento en el nivel semántico –el inminente atropello-, sino que el movimiento viene dado desde la estructura formal: el inocuo brillo de los lentes se ha transformado en un vehículo amenazador que se le viene encima, de la misma forma que las pinzas odontológicas adentro de su boca se transformarán en las patas de un cangrejo que agarran la corona de la muela (53). Ese pasaje, ese desplazamiento operado dentro del tropo convierte a la discreta comparación en otra figura más radical: la metamorfosis. Pero además este gesto narrativo esboza la autonomía del discurso estético respecto de las leyes lógicas y el mundo de los objetos.
El taxi” (Filosofía de gángster) es una ficción reflexiva sobre la figura: una metametáfora o metáfora de la metáfora. En este pequeño texto se menciona “una metáfora de alquiler” que funciona como un taxi en que el escritor se desplaza. Este metarelato se sube a la metáfora para incursionar en la propia relación de la figura poética con la vida cotidiana, con aquello que sabe y también con lo que no sabe, es decir, con ese su territorio favorito en que habitan los misterios y las sombras: “mientras voy en metáfora siento que contengo mejor muchas sombras” -afirma nuestro narrador. Sin embargo no tarda en dejar planteada su crítica a la metáfora como “vehículo burgués” (T. 1, 99). Habría cierto reduccionismo, cierto adocenamiento restrictivo en la metáfora que, a pesar de permitirle direccionarla, lo fuerza a tomar la determinación de abandonar el vehículo: “A algunos lugares iré a pie. Además, puedo robar un vehículo con chapa de prueba”. El hecho de trasladarse caminando junto a la idea de robar y de prueba, pareciera estar aludiendo al proyecto estético de evitar los carriles legalmente transitados, a la dificultosa elección de desmalezar los propios, a la voluntad de transgresión de la normativa y al riesgo que esa transgresión implica, cifrado en la percepción de “la policía” como amenaza (101). Finalmente sus ideas necesitan escapar del encierro de la metáfora, salir al aire libre; la referencia al “precio de la metáfora” pareciera relacionarse con las dificultades de subsistencia a que se encuentra sometido el escritor del tercer mundo (102). El rechazo por “esta metáfora (que) acostumbra a ir por caminos que previamente ha construido el burgués” y que sólo conduce a representaciones débiles, congeladas y falaces (101), me recuerda el desprecio de Kafka hacia esta figura que evitaba deliberadamente, y el tratamiento que a partir de su obra hicieran Deleuze y Guattari, oponiéndola a la metamorfosis, como expresión más cercana y legítima de esas intensidades en fuga. “El lenguaje deja de ser representativo para tender hacia sus extremos o sus límites”. La metáfora –dice Felisberto- “tendría que pensar y sentir con otro ritmo y con otra cualidad de pensamiento; el misterio de las sombras se transforma demasiado bruscamente en el misterio de lo fugaz” (101), y su reclamo pareciera dirigirse al rescate –nuevamente- de lo elusivo del lenguaje, de todo lo inquietante que reside en los bordes sombríos del conocimiento humano y que las convenciones intentan disimular mediante carteles de neón, fórmulas tautológicas o etiquetas tranquilizadoras.
3. Una escritura lateral
Un aspecto de la apertura de estos primeros textos lo constituyen las abundantes apelaciones al lector. La búsqueda de su complicidad y cooperación descubren una conciencia lúcida acerca de la actividad fundamental de la lectura en la conformación del hecho literario. La “Dedicatoria” de Filosofía de gángster se cierra con el siguiente exhorto dirigido al lector:
Por otra parte te pediré que interrumpas la lectura de este libro el mayor número de veces: tal vez, casi seguro, lo que tú pienses en esos intervalos, sea lo mejor de este libro. (T.1, 98)
Énfasis puesto en el estímulo, en la actividad performativa, en la interacción de la escritura. Hay aquí también una marcada afición por lo inasible que viene de antes, recordemos aquella frase de Juan, el personaje de “Drama o comedia en un acto y varios cuadros” del Libro sin tapas: “Lo que más nos encanta de las cosas, es lo que ignoramos de ellas conociendo algo. Igual que las personas: lo que más nos ilusiona de ellas es lo que nos hacen sugerir” (T.1, 47). “Pero el que se propone decir lo que sabe que no podrá decir, es noble..." –decía en aquél prólogo de Fulano de tal, asumiendo la pulsión mallarmeana hacia el texto no escrito e imposible. Postulación de una poética que se decide por el riesgo de lo otro, oscuro e impenetrable. Y así lo reformulará más adelante, en los comienzos de Por los tiempos de Clemente Colling:
(...) tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura: y esa debe de ser una de sus cualidades.
Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro (OC, I, 138).
Lo otro, lo que no sabe, lo que las palabras no sustentan y quizás sólo puedan aludir. Lo otro, eso que las imágenes de las cosas no admiten en su superficie sino que relegan a una zona oculta, impenetrable, fatalmente oscura. José Pedro Díaz caracteriza esta singular forma de percepción como una “abierta disponibilidad para atender a los procesos laterales del pensamiento”. A mí me parece un hallazgo este concepto de lateralidad porque percibo en él algo específico de la escritura hernandiana. Lateral en un sentido político del término, como gesto de atención y reubicación de elementos nimios, de materiales desplazados, de restos intrascendentes respecto de la racionalidad y las valoraciones socialmente aceptadas. Lateralidad, presencia del borde desconocido que hacen de esta literatura una codificación fronteriza siempre gestándose en otra parte, siempre a caballo de la cifra y el silencio. Escritura que pareciera proceder como el automovilista de cualquier gran metrópoli que circula con la mirada centrada en el tránsito de adelante pero dependiendo para su desplazamiento del campo periférico de su visión, sin el cual se expondría a innumerables accidentes. De esa zona incierta provienen las señales salvadoras, de ese borde de sombra que nos acompaña siempre como una reserva de caracteres recesivos.
En este punto podríamos señalar una sintonía con el pragmatismo radical de Carlos Vaz Ferreira –siempre y cuando no pretendamos correspondencias directas de uno a uno, puesto que la modulación estética es muy diferente del lenguaje especulativo de la filosofía-, en cuyo programa manifiesto de la Lógica viva se propone la remoción de muchos vicios mentales, paralogismos y falacias de la racionalidad cotidiana, en tanto que se interesa por las manifestaciones ajenas a la razón –como el inconsciente y la locura-, así como en la complementariedad de su Fermentario donde realiza la defensa de la duda y los estados larvarios del pensamiento, junto a la desconfianza frente a las ideas acabadas por todo lo que pueden haber perdido al vestirse con el lenguaje de la lógica.[10] Soslayando la compleja discusión -que excedería el alcance de estas notas- sobre la posibilidad de existencia de ideas afuera del lenguaje, me interesa retener esta valoración conceptual de lo menor, del resto, de todo aquello que la organización social descarta, para pensar la escritura de Felisberto, teniendo en cuenta que aún “la enunciación literaria más individual es un caso de enunciación colectiva”.
4. El silencio de las palabras
Frente a la opacidad del mundo nuestro narrador insiste. Si el resto es silencio, esta literatura no se detiene en ese umbral, sino que busca escuchar las manifestaciones de lo indecible como una música no escrita, no ejecutada aún. Y no se trata de palabras nuevas, no brotan cacofónicas desde el azar de una galera ni por combinaciones estrafalarias; las palabras de Felisberto son las mismas de todos los días, las que deambulan por las habitaciones o circulan por la calle, se trata de las hasta ayer dóciles, domésticas palabras que de pronto se han levantado las solapas o escondido en un túnel para erizarse como el lomo de un gato; las tocamos con los ojos pero ellas nos vuelven la espalda y se mandan mudar dejándonos todo el peso de su ausencia. Porque –parafraseando a Susan Sontag- al igual que Mallarmé, Felisberto sabe que su misión es “desbloquear con palabras nuestra realidad saturada de palabras, mediante la creación de silencios en torno de las cosas”. Un relato breve de La envenenada (1931), que se titula “Hace dos días”, concluye así:
... me imaginaba cómo sería cuando nos diéramos el primer beso, cómo sería de ancha su cara cuando yo estuviera hundido en ella, y cómo sería el silencio alrededor de ese beso. (T.1, 87)
Nuevamente la figura disolviéndose en el fondo: en ese silencio reside el sentido del beso, ese silencio expresa toda la expectación y lo inefable del deseo. Tomemos otro ejemplo del Libro sin tapas, título que, además de aludir a la carencia, sugiere una lectura abierta y libre desde el epígrafe de la primera edición, en que indica que “se puede escribir antes y después de él”. Carece de la portada que es como la corbata o los lustrosos zapatos del libro, anunciándose como impresentable ante la prolijidad canónica, con la precariedad del apunte: texto de entre-casa. Pero también sin los límites que materializan las tapas, libre del marco y de los protocolos literarios. Y otra cosa, además de este típico gesto vanguardista, la carencia es un tópico recurrente porque constituye una de las fuentes en que esta literatura abreva. Felisberto hace un uso intensivo de la ignorancia y otras formas de desposesión.
En “La casa de Irene” el narrador cuenta que la muchacha no es nada extraordinaria, es una de esas personas que podríamos calificar como “simpáticamente normal: es muy sana, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo que diría un ejemplar de ser humano”. Sin embargo, en su misma espontaneidad reside su misterio. Al avanzar el relato, este misterio será atribuido a esa especial relación de Irene con las cosas, pero nunca resuelto. Esta percepción distorsionada de los objetos que rodean a Irene proporciona un camino analógico para acceder al intraducible encanto de la joven y una perífrasis sobre los sentimientos del yo-narrador que, durante una sesión de piano, nos cuenta:
La silla que tomó para tocar era igual de forma de la que había visto antes pero parecía que de espíritu era distinta: ésta tenía que ver conmigo. Al mismo tiempo que sujetaba a Irene, aprovechaba el momento en que ella se inclinaba un poco sobre el piano y con el respaldo libre me miraba de reojo. (T.1, 41)
El protagonismo de los objetos que rodean a la joven produce el “misterio blanco” que se irá diluyendo al consumarse la seducción y, como este misterio era el verdadero motor de la escritura, al desaparecer, el relato se detiene.
En la temprana intuición de Felisberto acerca del carácter constitutivo de las faltas, en la relación con lo no dicho implicado en las construcciones fragmentarias y su atención puesta en la productividad de los bordes, reside una de las manifestaciones rupturistas más efectivas de su narrativa que nunca transige en devolverle al mundo una imagen cerrada como un silogismo. Su escritura descubre como pocas las incongruencias de la lógica y la indigencia del pensamiento con su obsesión por lo inaccesible que palpita bajo la costra cotidiana, con su búsqueda de todo lo que se nos niega y por eso tanto nos fascina.
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El pastor Leonel
Por Orlando Van Bredam (El colorado-Formosa/Argentina)
Esa mañana escuché al pastor discutir con la muchacha que yo había apodado Yiya no sé por qué remotas asociaciones. Después la vi alejarse, muy empacada.
-Hay que tener fe- me consoló el pastor mientras llenaba un vaso con líquido azul. Era un agua particular que resultaba del hervor de yuyos traídos del oeste, del Paraíso donde alguna vez iríamos. La bebió lentamente. Por momentos lo imaginé tan azul como el agua, más azul que el cielo espléndido de esa tarde, con una cara azul y manos azules que se agitaban como alas y emprendían vuelo. Lo vi subir y ejercitar acrobacias sobre el templo.
-Hay que tener fe- me dijo una hora más tarde porque me encontró pensativo. En realidad, sólo repasaba la ingeniosa manera con que el pastor había logrado hacerse de un capitalito para emprender nuestra misión. Una semana atrás no teníamos más que treinta pesos, lo último de mis reservas. Era un lunes, y a los lunes el pastor, a diferencia de casi todos los mortales, los vivía con humor y ancho optimismo. Saltó de la cama aparatosamente cuando la luz apenas se insinuó en la pieza y entre risas me dijo que ya había solucionado el problema económico. No hizo otro comentario, ni siquiera mientras mateábamos. Acomodó unas camisas y un pantalón en un bolso de viaje, se ató la larga cabellera con una cinta roja, besó su biblia, apuró unos rezos confusos y me gritó desde el portón que se iba.
-Volveré dentro de una semana. Si preguntan por mí , les dirás que me fui al oeste, en busca del agua sagrada- me explicó a los gritos, ampulosamente. Lo dijo para que lo oyeran nuestros vecinos, los tres hombres que cruzaban en bicicleta, la muchachita de la esquina, el vendedor de frutas y verduras encaramado a su anacrónica carreta y los pájaros alborotados de la mañana. Se llevó los últimos treinta pesos y me dejó la llave de la alacena donde había acomodado algunos comestibles y un paquete de yerba.
Cuando lo borró el fin de la calle, el vendedor de frutas y verduras, que lo había observado alejarse con inquieta atención, me cruzó una mirada y dejó caer con sabiduría:
-Raro el hombre, como virgencita en quilombo.
Volvió, justamente, una semana después. Desparramó sobre la mesa un chamuscado y enorme manojo de yuyos. Los hirvió lentamente en una olla de hierro que nos prestaron. El olor era tan fuerte que podía desmayar a un caballo. Me escapé en la camioneta hacia cualquier parte, mientras él permanecía extático ante el agua burbujeante que se iba tornando azul, un azul puro, uniforme, luminoso. Todo el templo y los aledaños eran un aroma punzante. Todavía recuerdo aquel perfume como una empecinada huella del pastor Leonel. El, sin embargo, no lo sentía o parecía no sentirlo.
Al día siguiente, fraccionó el agua en pequeños frascos. Colocó etiquetas con el enfático título de “Agua sagrada del Paraíso”.Me aseguró que la pobreza no nos tocaría más el culo. De ahora en más, me dijo, vamos a tener suficiente como para iniciar nuestra misión. Lo dijo con la mitad de una boca azulada, con una voz azul y una mirada azul que a veces vuelve en mis pesadillas o encuentro en el fondo de un vaso.
Salimos en la camioneta a vender aquella mercancía del Edén. El sabía ofrecer, persuadir, insistir y rebajar o encarecer según el cliente.
-Para los intestinos y el espíritu- le decía a una gorda mientras le sostenía el pulso.
-Cuidado con esa anemia. El agua azul contiene hierro, lava los riñones y el alma-le confiaba a una flaca mientras la miraba fijamente a los ojos.
-Hipertensión- diagnosticaba a un anciano- nada de sal, mucho limón y agua sagrada.
Así, en una semana, vendimos centenares de frascos. La última dosis del brebaje la cargaba, ahora, en un vaso y la bebía.
-Entonces, es cierto? –pregunté con ingenuidad.
-¿Qué cosa es cierto?.
-Que el agua azul es curativa...
-No importa que lo sea. Lo importante es que yo también lo crea.
-Pero usted, cree?
Se rió.
-Desde luego.
Esa misma mañana o una mañana cualquiera reapareció la muchacha que yo había bautizado Yiya no sé por qué remotas asociaciones. La vi en el portón como un objeto que alguien hubiera depositado al pasar. Como una encomienda. Seria y con un aire inocente, aguardaba después de dos golpes.
La recibí. Era una de esas mujeres que me volvían atrevido, incapaces de poner límites a pesar de su resistencia. La abracé y la conduje mientras se desovillaba en un palabrerío al que no presté atención. Hablaba sin tratar de advertir que le acariciaba el pecho.
Al verla, el pastor adoptó una sonrisa paternal. Le escudriñó el óvalo de la cara, flanqueada por gruesos cabellos negros. Desde los labios generosos de la muchacha nació una explicación:
-Me han hecho un mal, pastor.
La solté para esconder la risa que me subió como un vómito. Era increíble. Todavía no me acostumbraba. De espaldas a Leonel y a Yiya fui adivinando los gestos que compondrían semejante diálogo.
-Cómo es eso, hija?
-Sí, pastor...me han hecho un mal. He perdido el apetito y el sueño. No tengo ganas de vivir. Los hombres y mis amigas se ríen de mí.
Se fue deshaciendo en un llanto asmático.
-Seguramente es así, hija.
-Usted puede ayudarme.
-Claro que sí. Hace un tiempo dudaste de mí.¿Qué te hizo volver?
-Se habla mucho de usted. Todo el pueblo habla del pastor Leonel. Le pido perdón.
-No es necesario. Estoy para servir.
Imaginé la mano derecha del pastor secando dos lágrimas. La rigidez de Yiya , insensible como una piel de animal muerto. Era una mujer que siempre hablaba desde otro lugar. Entregaba el cuerpo como si no le perteneciera. En su ignorancia, curiosamente, sólo aprisionaba palabras. En el fondo, nos parecíamos. Por eso yo la acosaba sin ningún pudor. Era como acariciar mis propias piernas.
-Qué se puede hacer, pastor?
-Vamos a ir a tu casa. Si te han hecho un mal, ahí debe estar el hechizo.
No sabía qué se proponía cuando lo vi salir detrás de la muchacha. Lo seguí con curiosidad creciente. Cruzamos separados las tres esquinas de una misma calle. La muchacha avanzaba muy decidida, como empujada por un viento joven; a diez pasos, iba el pastor Leonel, un hilo místico suspendido del cielo. Más lejos, yo seguía el dibujo de aquellos pasos sobre el polvo ceniciento como si cumpliera un ritual tibetano. Hacía meses que no llovía y todos sentíamos la sequedad del aire como látigos invisibles. El calor penetraba la realidad hasta agrietarla.
La muchacha se detuvo en el portón de una casa blanca con jardín al frente. Leonel alzó los brazos y antes de pisar la borrosa vereda soltó aquella frase:
-Atrás, aprendices de demonios! Llegó Leo, el exterminador.
Lo decía con tanta solemnidad, que era imposible encontrar la hendija de una ironía. El pastor se deslizó sobre la vereda, avanzó decidido hacia el cantero desprovisto de flores, se arrodilló junto al esqueleto de un rosal y murmuró una larga e indescifrable oración. Yiya buscó mis ojos. Parecía asustada. La abracé con fuerza, como un hermano frente a la desgracia común. Leonel buscaba algo entre los bosquejos de plantas. De pronto se puso de pie con un vidrio en forma de triángulo en la mano derecha y una cajita de fósforos en la otra. Colocó el trozo en la palma y la extendió hacia la muchacha.
-Quién colocó esto aquí?
La muchacha dudó, turbada.
-Y esta caja?
El silencio atontado de Yiya dio pie a Leonel para hacer la siguiente explicación:
-Aquí está todo tu mal, hija. Alguien que no te quiere ha dejado este sortilegio en tu jardín. Pensá quién pudo ser...
-Claro! Esa fue la Carmen. Seguro que con la Pelito Sosa.
-Obra de mujer, obra del mal- ratificó el pastor con inusitado machismo- Con este vidrio te cortaron la voluntad, las ganas de vivir. Con este fósforo te consumieron el alma. No pudieron terminar su obra porque los descubrimos.
-Está visto que así fue- se sorprendió la Yiya.
-Sólo hay una forma de rehabilitarte, de volver a ser lo que eras- dijo el pastor y colocó el vidrio y la caja en una bolsita de nylon que tenía en el bolsillo y se la entregó a la Yiya. Esta la recibió temerosa.
-Andá y enterrala en el jardín de la Carmen o en el de la Pelito Sosa. Devolvele la jugada. Estos aprendices de demonio que viven en estas cosas ya están empollando, no pueden detenerse.
-Y cómo hago?-preguntó asustada la muchacha.
-El hermano Zenón te va a ayudar- me involucró el pastor- lo mejor es a la noche. El mal como la luna, se mueve en la noche.
Yiya se apretó contra mi cuerpo. El suyo había perdido rigidez y había comenzado a excitarme.
-Otra cosa, hija...- dijo el pastor antes de irse y dejarnos solos- Dale el gusto a la carne y enseguida vas a recuperar el sueño y el apetito.
PÁGINA 31 – POESÍA ALLENDE EL MAR
Leyendo a Aronzon*
Ahora tú también te has quedado sin dientes
Año sesenta y siete
Digo catástrofe
Pero por ahí todavía se me ocurre
Alguna estrofa
Como el arco del violín felino
Que al atardecer se hace oir un poco
De Rusia aquí y otro poco más alla
Detrás mío los trenes Pushkin
Lermontov esa voz arrancada del pecho
Mientras tú remiendas los días
Con la ayuda de los rayos de sol
Surces por los cielos azules
Tu balcón ya celestial
Dices que la hija menor ya duerme
Y tu alma está con ella
Como con la ue anda por España
O bien el sueño prolongado del hijo
Leo y yo soy un lector apestado
Lástima que esta noche no estemos juntos
Podrías traernos un poco de nada
Y ponerlo sobre la mesa
Un chorro sagrado de estrellas
El amor
Mientras nos baña
*Aronzon Leonid, poeta ruso (1939 – 1970)
Moma Dimic (Serbia-Montenegro)
Las sombras
Resueltamente dominan el tiempo
desde la cumbre de sus párpados
del cansancio joven después del desayuno,
lo invaden como el humo
que todavía no se ha disipado.
Brillan las rosas de la ventana
de los edificios
en su saludo ceremonial sobre los canales
sobre los años
y el cielo que sólo cambia de ropa
por medio de las teclas de las nubes
o algún avión que se va a estrellar
y el grito plenario y el silencio por fin.
Sus sombras me invaden
como los padres de ustedes,
de sus manos
también mi cuerpo se hace sombra
estancada,
recordando al atar los nudos
al cortar la sandía de la risa
las sombras del viaje por la piel
debajo de la cual aún hierve
el corazón
del primer paso
Moma Dimic (Serbia-Montenegro)
Madre Gitana
Fue de tus senos sustraída la leche, madre.
Cien litros de leche.
De tus entrañas sacaron a los niños, madre.
Dos camiones de niños.
Pero tú eres nuestra madre,
nosotros en el viaje,
nosotros en la esclavitud.
Son azotes azules las venas en tus piernas, madre,
tu rostro es blando como un embutido;
al bosque ya no puedes ir alegre.
Eres un simio, madre, un simio.
Pero tú eres nuestra madre,
Nosotros en el viaje,
En la esclavitud nosotros.
Moma Dimic (Serbia-Montenegro)
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Boletos
Por Sergio Borao Llop (Zaragoza/España)
No nombraré la ciudad porque la ciudad es múltiple, y porque lo que allí sucede, bien puede suceder a diario en otra ciudad, en otro país. Acaso cambien los nombres, los rostros, los objetos.
Yo, turista en todas partes, eterno extranjero, pertinaz inhabitante, venía caminando hacia la estación, con mi maleta medio vacía (maleta de nómada incurable, brevísimo catálogo de recuerdos y ausencias, inútil equipaje), y un creciente cansancio que se iba acentuando a medida que mis pies cruzaban más fronteras, a medida que mi pasaporte acumulaba sellos. Puesto que aún faltaba más de una hora para la salida de mi tren, tomé asiento en una terraza sombreada.
Enfrente, al sol, había varios niños jugando. Niños pobres, harapientos, de los que abundan en los alrededores de casi todas las estaciones del Sur. Cuando pasaba alguien con traje, o con aspecto de turista, uno de ellos se separaba del grupo y se acercaba al desconocido, ofreciéndole un billete de lotería. El timo es antiguo. Se trata de billetes viejos, sin premio, que los chicos recogen del suelo o de las papeleras y planchan lo mejor que pueden para darles apariencia de nuevos. A veces, algún despistado compra un billete, pero generalmente hay gritos y amenazas, y a menudo, los chicos tienen que salir corriendo para no caer en manos de la policía.
No muy lejos de allí, las máquinas excavaban lo que muy probablemente se convertiría con el tiempo en un centro comercial o un edificio de oficinas. Quizá a causa del monótono ruido de las excavadoras, me amodorré un poco.
Una voz suave me despertó.
- Señor...
Cuando levanté la vista, una chiquilla morena, con dos trenzas medio deshechas y una mancha oscura en la mejilla, me ofrecía uno de aquellos billetes.
Mi primer impulso fue echarme a reír y despedir a la mocosa con unos céntimos o con la amenaza de la policía, que es el remedio habitual en estos casos, pero algo en su mirada me impedía hacer una cosa así.
- El número es lindo -dijo, tratando de vencer mi indecisión con esas simples palabras.
Entonces la miré con más detenimiento. Sus ojos no eran los de una niñita suplicante, no eran ojos mendicantes, ni ojos víctimas; tampoco eran los ojos pícaros de quien está estafando a un turista crédulo; aquéllos eran los ojos firmes y tranquilos de alguien que sólo pide lo que por derecho le corresponde.
No lo dudé un instante. Conté algunas monedas y puse en su mano el dinero que costaba el billete. Ella me dio las gracias, sonrió dulcemente y regresó junto a sus amigos. Mientras la miraba alejarse correteando alegremente, guarde el papelito en mi cartera, junto a la fotografía de Mariela.
Miré el reloj. Había que irse. Mi tren estaba a punto de llegar.
Sé que es innecesario contar lo que sigue, decir que aquel fue el primero de una larga colección de boletos caducados, que hubo en mi camino otras muchas estaciones, otros niños y otras excusas, que en cada lugar que visité fui atesorando con avidez los boletos que aquellos niños famélicos me ofrecían, siempre ante la atenta y burlona mirada de los testigos, ciegos, incapaces de percibir que todos y cada uno de aquellos papelitos medio arrugados tenían un premio mucho más valioso que el que indicaban los números impresos.
Durante años he llevado conmigo ese primer boleto, prueba irrefutable de que la escena anteriormente narrada no fue un sueño. A veces, contemplo la cifra, ("-El número es lindo") como si en ella pudiera leerse algo que no fuese una sucesión más o menos armoniosa de dígitos. A veces, contemplo la cifra como esperando que esos signos revelen algo que en realidad no necesita ser revelado.
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Poesía, teatralización y farándula
Por Carlos Fajardo Fajardo (Santiago de Cali/Colombia)
La palabra poética ha cedido su puesto a la imagen visual; el discurso poético al espectáculo fetichista fascinador. Como toda publicidad y producto de mercado, busca el efecto en un público que aplauda, seducido por la puesta en escena de sus happenings artificiales. Así, la poesía circula como artefacto del mercado puesto en escena, teatralizada en performances, instalaciones y reality show muchas veces de baja factura estética. A dedicarse al puro juego escénico y no asumirse también como juego escritural, se anula en ella la atmósfera lecto-escritural, al texto producido con palabras. Estas quedan, por la teatralización, reducidas a telón de fondo, perdiendo su protagonismo esencial de creadoras de realidades simbólicas y lingüísticas. ¿Qué pasa entonces con la lectura privada o en público del poema? Se le discapacita como productor de sentidos simbólicos, confinándosele a una acción íntima, supuestamente superflua e inútil, pues sólo lo masivo y espectacular es efectivo en estas cartografías publicitarias. Nietzsche, quien fue crítico de la “teatrocracia”, de la “moral de rebaño” y de lo masivo, intuyó de forma sorprendente el paso de un nihilismo combativo artístico a este nihilismo del desencanto pasivo. “La teatrocracia, escribía, es una forma de democracia en las cosas del gusto, es una rebelión de las masas, un plebiscito contra el buen gusto”.
El poema como tal (escritura, lectura, voz interior, diálogo, escucha…) se sorprende al ser suplantado por un happening constante y unas performances mediocres que hacen juego a la estruendosa sociedad del ruido posindustrial globalizada. En busca del aplauso, del éxito, la marca y un futuro de adulaciones por parte del establecimiento, el poeta se rebaja a ser bufón de la corte mediática para no ser víctima de un pronto olvido. Asegura con ello su imagen pública y olvida la lucha por la indagación poética. Lo público entra a gozar de privilegios, apabullando la soledad solidaria que sostiene toda vida poética. En este proceso sólo se observa la batalla por tratar de dejar en el escenario una imagen teatral más eficaz, exhibicionista, más extasiada que la del “competidor” de turno, es decir, el otro poeta. Cada recital donde la “teatrocracia” está presente, se vuelve una competencia de aplausos. El valor del poema o del poeta se obtiene por la capacidad de seducción que impone su happening. Lo cuantitativo espectacular supera lo cualitativo de la palabra. Ello no significa, para nada, que el poeta, por el número de aplausos que recibe, sea una alta voz en medio de esta espesa nebulosa teatral. Más bien significa que, por una parte, a la poesía le ha tocado entrar al juego de las leyes de la publicidad y espectacularizar su gracia, negando quizá la capacidad de seducción que ella lleva en sí misma desde el recogimiento creador y, por otra, que el público posmoderno es un público educado y moldeado en su sensibilidad por lo mediático, alfabetizado en la cultura del espectáculo y del aplauso sensacionalista.
A todo esto, ¿qué pasa con la poesía del silencio? ¿Con la poesía de la intimidad dialogante, surgida del recogimiento entre texto, autor y lector, edificados en una sola entidad estética? ¡Se impone una poesía estridente, que sólo entusiasma por su languidez teatral y que manifiesta una desfachatez relajada, despreocupada por la edificación de una gran poética!
En esta edad del comerciante y del bufón, la poesía se faranduliza con su juego de palabras y escenas fáciles de digerir, mostrando un deprimente espectáculo. Despoetización de lo poético y poetización de lo light. Esto no quiere decir que nos opongamos a la fusión de las artes y a la hibridación de los géneros, lo cual, realizado con alta calidad y con gran conocimiento del proceso, sirve para superar algunas fronteras estéticas y favorece el descubrimiento de nuevas posibilidades artísticas. Lo que aquí se cuestiona es la facilidad con que se entrega toda pulsión poética a las leyes de una espectacularización mediocre, la cual concibe el arte como adorno decorativo y ornamento artificial. Se sabe que las hibridaciones o mezclas de géneros y estilos provienen de la concepción estética romántica sobre la unidad de las artes, donde las manifestaciones artísticas se congregan en la poesía, la cual es común a todas ellas por encima de sus diferencias formales. La poesía adquiere categoría de Fundamento estético, unificando las artes en un “continuum” hasta lograr la obra de arte total. Esta concepción estético-metafísica progresiva del arte y de universalismo poético, convertida en utopía moderna (el poetizar la sociedad y socializar la poesía) se ha mutado en la posmodernidad por una estetización vacía de fuerza sublime ante lo infinito y lo universal, cuyos resultados son la vacuidad de una tolerancia pasiva y la coexistencia pacífica conciliadora que se olvida de “unificar la liberalidad absoluta con el rigor absoluto” como exigía el romántico alemán Friedrich Schlegel. Las hibridaciones entre los géneros de última hora, ignoran esa fuerza crítica y creativa que debe acompañar a las nuevas manifestaciones artísticas, producto del pluralismo estético.
En esta estetización se acepta toda acción como una acción artística y ya conocemos sus resultados. Se produce una “Estética del acontecimiento” y del efecto donde cualquier cosa o ejercicio físico puede convertirse en objeto artístico y ser considerado de buen gusto y agradable. (Cf. Marchán Fiz, Sf. 106-107). “Estética del acontecimiento” sensacionalista como los Ready-Mades. Pero si en Duchamp este acontecer libera al objeto o a la acción física de todo propósito práctico y funcional, constituyéndose en artefacto artístico, puesto a vagar sobre el “planeta de la estética” (Marcel Duchamp), no pasa lo mismo con la poesía light farandularizada. Antes que sustraerse del mundo funcional del mercado, ella queda más bien fascinada por el utilitarismo pragmático de su acción en el Spot publicitario. La estetización cumple aquí su cometido: fusiona utilidad, arte y mercado. El argumento kantiano del “arte como finalidad sin fin”, sin propósito práctico y útil, se supera aparentemente en la estética y poética light gracias a las hibridaciones que se manifiestan en la globalización económica y en la mundialización cultural. La poesía se funde así con la alta costura, los autos, el turismo, las Top Models, el Hit parade. Es decir, farándula, poesía y mercado se constituyen en mundos paralelos, si no similares, gracias al macro-proyecto en red del consumo. 3
Al ponerse de actualidad estas fusiones, es la palabra viva del poema y del poeta la que declina ante la imagen visual. El lenguaje poético es reemplazado lentamente por una teatralización casi esquizofrénica, subsidiada por una cultura telemática, la cual logra realizar algo impensable en la tradición poética moderna: saltar de las Top Models del Fashion internacional a los nuevos Top models poéticos y políticos, es decir, superar la palabra por la imagen contundente y fascinante. “Para el Top internacional el dilema de la comunicación audiovisual se ha resuelto por la amputación pura y simple de la palabra” (Virilio, 1999, 82).
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