Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL

Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL
Feria del Libro Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Año 2012

Rediseñada para ofrecer una mayor difusión de la escritura en castellano.

Dirección: Norma Segades - Manias
directoragaceta@gmail.com
GACETA LITERARIA Nº 13 – Enero de 2008 – Número Aniversario



Imagen de tapa e ilustraciones interiores: Artemio Alisio, Soledad-Santa Fe/Argentina, 1942-2006

PÁGINA EDITORIAL

Un sueño compartido.


Por Norma Segades - Manias

Durante 2007, el formato electrónico de Gaceta Literaria Virtual se convirtió en objeto de comentarios periodísticos y entrevistas televisivas realizadas por distintos agentes culturales que intuyeron el prestigio que podría alcanzar una publicación cimentada en valores tan tradicionales como la honestidad, el compromiso y el esfuerzo fecundo enmarcada en inusuales cánones estéticos, informáticos y culturales.
Sin embargo, esa proyección no hubiera sido posible de lograr sin el patrocinio de una lectura reflexiva, interesada, responsable; sin el apoyo de quienes se brindan generosamente a la extraordinaria posibilidad de encontrarnos en el lugar exacto donde se fortalecen los vínculos comunicacionales, en el sitio preciso donde cada texto cobra su verdadera vida porque ha dejado de pertenecernos, ese espacio sin nombres ni distritos ni fronteras al que reconocemos como propio y donde todavía se torna posible la comunión entre autor y lector.
Así, en el accionar solidario, nos fue dado comprobar que la problemática del desamparo, el desconocimiento o la exclusión no son responsabilidad exclusiva de procesos creativos más o menos impenetrables o insolentes desidias lectoras sino de la sistemática ausencia de distribución de la producción intelectual o la casi inexistente difusión de los quehaceres literarios a través de los organismos oficiales.
Durante este año, autores y lectores nos atrevimos a soñar con nuevos caminos, nuevos horizontes, nuevas utopías. Y cada uno de ustedes, es decir, cada uno de nosotros, se sintió gratificado, vital, inquebrantable, indispensable protagonista de esta empecinada resistencia contra la desesperanza.
Por ello les ha sido dedicado el anuario de esta revista que, por vez primera, ejerce el personalismo provinciano de ofrecerles, en plenitud, el patrimonio cultural de los santafesinos.
Lo hacemos porque entendemos que la obra de algunos de los autores aquí seleccionados está reclamando la mirada respetuosamente crítica de los claustros universitarios; porque no podemos sumarnos a quienes pasean su ignorancia entre los tenderetes del mercado editorialista actual; porque consideramos que sus obras configuran, pese al silencio, el imaginario colectivo de nuestra provincia; porque es necesario dignificar su trabajo perseverante y soledoso oculto por las distorsiones ópticas con que la mirada globalizadora dificulta la visión de lo cercano.
Y porque no queremos ser cómplices de tanta molicie agazapada urdiendo telarañas en los telares de la desmemoria.

PÁGINA 2 - Miriam Seia (Gálvez-Santa Fe/Argentina)

Espejos

Aquella tristeza de niña solitaria
estaba antes de mí.
Me adoptó /
cuando compartíamos las puestas de sol
y sentíamos el ocaso como un aguamarina
donde sumergir las pupilas de la tarde.
Era inevitable mi tristeza.
Sosegada, y protectora.
Un refugio donde esconder la fragilidad,
las mensuras inexplicables…
Fui su cautiva.
Era mágica.
Es.

Sigue aquí, me acompaña todavía,
segunda piel, sustento de distancias
que ampara el bosque de mis venas.
Quisiera empezar a desprenderla
por los bordes; estirarla,
plegarla con cuidado infinito
y ponerla sobre mi corazón
como un pergamino sagrado
donde están escritas mis verdades.
Si la dejo, sabríamos las dos
quién puede respirar primero.
Quién es imagen.
Quién espejo.

Cacería

Alguien en un punto, ha encendido una fogata.

El olor profundo del fuego
habla de hojas y ramas
que contemplan el resplandor de su alma.
En los troncos, un tatuaje de cicatrices
indelebles
y la brisa,
palpando la textura seca de sus heridas.
El olor profundo del fuego
cerraba mi garganta mientras el aire
se tupía de aromas , de raíces chamuscadas.
Mi alma vegetal , como los árboles
allí inmóvil , parecía presa
y sin embargo estaba libre, suelta.

Esa noche, en un lugar abierto
alguien hizo una fogata.
La luna cazadora nos había encontrado,
al dueño del fuego y a mí,
testigo insomne.
Su ojo blanco, sin pupila,
desnudo en la mitad del cielo
nos miraba.

Acaso nos veía como éramos.

Me hundía entre hojas muertas
como se hunde una fiera cazada
en una trampa blanda de la que,
sin embargo jamás escaparía.
El ojo de la luna, traidor,
omnipresente
se me clavó en la espalda.

Ángel ciego

Mi espalda / esa desconocida
- que necesita dos espejos para ser –
expectante, acecha…

Desde su geografía misteriosa
como un barco encallado
en lo oscuro,
responde a mis gestos
que la piensan.

Abandonado mascarón de proa
la presiento,
con un largo y herido silencio.

Siempre atenta y sigilosa /
como un ángel ciego.

PÁGINA 3

El misterio de la puerta cerrada
(o la vida misma)

Por Adrián Escudero (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

El primer lote de los 124 ejemplares ya se fue. De hecho, la Antología Universal del Cuento, Cervantes y “Don Quijote de la Mancha”, la Antología de la Poesía Universal, el Teatro Selecto de “Sófocles, Shakespeare y O´Neill”, la “Eugenia Grandet” de Balzac, “Crimen y Castigo” de Dostoievski, Kafka y “El Proceso”, “Fausto” y von Goethe, “La hija del Capitán y la Dama de Pique”, de Pushkin, y hasta Scott con su “Ivanhoe”, ya han partido luego de una delicada –debemos reconocerlo- tarea de limpieza y acondicionamiento previo. Pero ese tipo debe haberse vuelto loco. Hace casi 20 años ya que moramos en los estantes de un lugar espacioso, apacible y cálido, llamado por él “su” biblioteca, sita en el living comedor de una casa provinciana con muebles de maderas olorosas y alcurnia contemplativa y ahora…
No llames “ese tipo” a nuestro dueño, mi estimado Gogol; él sabrá por qué hace lo que hace…, opina un reposado Emilio Zola, no ovidando haber superado el romanticismo humanitarista de Lamartine, Víctor Hugo y George Sand…
¡Pero es que, con el segundo lote que llevará, ya serán como 30 los libros que abandonan el lugar!, asiente compungido un fláccido Bret Harte, tomando armas de sus “Cuentos del Oeste”.
Yo sé dónde los llevan, dice alguien de pronto y para estupor de todos.
¿Sabes dónde los llevan? ¡Y cómo sabes tú dónde los llevan, presuntuoso Poe!
Pues, porque he sido devuelto, y yazgo, junto a mi amigo H.P. Lovecraft, en la mesa comedor que está frente a sus narices, escuchando el escándalo de quejas que provocan sus berrinches.
¿Y por qué han tenido la suerte de haber vuelto?
Bueno, no sé si será suerte o no; de hecho, don Elvio tiene una fijación: leerlos a ustedes por primera vez; que dejen de ser objeto de exhibición y guarda para hijos y nietos, para pasar a ser objetos y sujetos de su atenta lectura… ¿comprenden?, dijo algo molesto Lovecraft
¡Noooo! ¡Claro que noooooo!, gritaron a coro Stendhal desde su pedestal “Rojo y Negro”, Víctor Hugo desde su “Notre-Dame de París”, y hasta, con temor reverencial, Nathaniel Hawthorne y Herman Melville.
Es que son “Tiempos Difíciles”, acotó Dickens con sabiduría…
Opinión correcta, subrayó Poe. Y no lo podrán saber hasta no llegar a penetrar el Misterio de la Puerta Cerrada: es como una… pascua, o paso; ¿o acaso un bebé, cuando está en el vientre de su madre, pleno y gozoso, tiene la menor idea de que está por “nacer”, y presto a abandonar la bolsa licuosa, pulcra y protectora donde flota como un astronauta de estos nuevos siglos?… Afuera hay… o habrá, “vida”. O, al menos, así le llamábamos cuando estábamos en idéntica dimensión humana… Algo parecido a esta sensación de “sentirnos” que poseemos, y que incluye la prefiguración de que podamos estar conversando y comunicándonos ahora, casi como los mismos personajes que alguna vez diéramos vida propia, y de una forma muy parecida a la que ellos lo hacían… Así que, hasta que no salgan del útero vaginal en la que están metidos desde hace dieciocho años, nueve meses y siete días, no podrán averiguarlo… A menos…
¿A menos?, demandó nervioso un León Tolstói, abrazando amante a su “Anna Karénina”.
A menos que yo se los diga… Y, de hecho, no lo haré, respondió el genio del terror
¿Y puede saberse por qué?, intervino Julio Verne, acostumbrado a viajar a la Luna…
Entre nos: porque estoy celoso; igual sucede con Howard. Es cierto que de mí sabe un montón, pues me ha leído y releído tantas veces como ha querido; pero a ustedes, los de la antigua y desactualizada Biblioteca Básica Universal, publicada por el Centro Editor de América Latina en Buenos Aires (Argentina), allá por 1979… no.
Todo pasa, ¿eh?; dijo un quejoso y agresivo Alejandro Dumas, vestido como uno de “Los Tres Mosqueteros”.
Claro, todo pasa, ¿y por qué ese Centro Editor no nos tuvo en cuenta alguna vez?, protestaron R. L. Stevenson, Jack London y Joseph Conrad, apoyados en su furia letrómana por G. K. Chesterton y Rudyard Kipling… No. No. Digo que no.
Excepto algunos ejemplares explorados por él, como es el caso del No. 1 -esa antología cuentística soberanamente extraviada o escondida por alguno de sus hijos-, o de los Nos. 2, 3, 4 y 5, del brillante Miguel de Cervantes y sus tomos de “Don Quijote de la Mancha”, o los Nos. 66 y 67 del querido Mark Twain en “Las aventuras de Huckleberry Finn”…
Bah, ¡mentiras!, protestaron Verne y el sulfuroso Dumas: sabemos que nos ha releído también a nosotros y por otros sellos editoriales… Mi hipótesis es que él amaba tanto esta Colección, que no quería que nadie la tocara, y menos después que su Nº 1 hubiera desaparecido con rumbo desconocido…
Recuerdo su ira el día en que descubrió el hecho, apuntó perspicaz Nicolás Maquiavelo, suavizado por la sensatez de don Miguel de Unamuno.
Es una “Utopía” alcanzar explicación anticipada de nuestro destino, sentenció Tomás Moro, sosteniendo a duras penas su cabeza degollada…
Quizá, si hubiera integrado esta Colección el enigmático Arthur Conan Doyle, podríamos haberlo sabido, agregó George Bernard Shaw.
Insisto, dijo Poe, extrañamente ruborizado por la última acotación y la tensa atmósfera que había creado entre sus colegas de oficio. Sin embargo, manteniendo la calma, sentenció: “No se apuren por saber que el tiempo se los dirá, que no hay cosa más bonita que saber sin preguntar”…, soltando luego, tras el adagio popular, una nerviosa, siniestra carcajada…
Oye, tú, escabroso y apoltronado Edgard Allan Poe: Si no vas a confesar qué se trae entre manos ese viejo loco llamado Elvio Armando Helguero, por si lo quieres nombrar con ceremonia, insistió con más fuerza Nicolái Gógol, debo decirte que lo que hace y nos hace es… ¡vergonzoso y vergonzante! ¿No te parece? Más allá de tu obligada actitud de espectador, deberías fijar una posición al respecto…
¿Y qué podemos…?, susurró inaudible el espectro de François Rabelais, impedido de demostrar cómo a través de “Gargantúa y Pantagruel”, había podido corroer la retórica escolástica.
Es cierto: ¡Nosotros formamos parte de su Colección de Literatura Universal; ergo, podría haber llevado hacia el Misterio a los del estante de abajo que son nada más que unos vulgares… ¡autores nacionales!
¡A qué comparar, si no hay parámetro!, arguyó Poe.
Claro que –dijo no obstante Madame Bovary, incontenible en su lengua de mujer inteligente, tras ocultar a Gustave Flaubert bajo una falda amplia y perfumada-, no podemos negar con qué dulzura nos trata en el traslado hacia el Misterio de la Puerta Cerrada.
Sí, pero, ¡puaj!; encima nos besa sin haberse afeitado, y todo porque hoy es sábado y no trabaja por la mañana…, señaló Lewis Carroll protegiendo a “Alicia en el País de las Maravillas”.
Voy a serles franco, razonó William M. Thackeray: toda esta cháchara no es más que una “Feria de Vanidades”…
Tranquilos, intervino por última vez Poe. Saben que “Dios no permite males sino para mayores bienes”, y que “sólo Él escribe derecho con líneas torcidas”… Ahora, shhhhhhh, que ahí viene otra vez en busca de “el siguiente en la fila”, como diría Bradbury paseando con “El Hombre Ilustrado”…

… Ahora estoy verdaderamente en ella. Dominando a pleno su Misterio. Desnudo, como un difuminado fantasma de otoño. Los aromas perfumados del lugar y su brillo higiénico, hacen que el sitio sea tan especial para mí, y me lleve a advertir que, a pesar del puesto gerencial que desempeño en una fábrica de condones multicolores, no bebo, no fumo, no me involucro en flagrantes infidelidades, ni me escapo los jueves con una banda de seres marginales. Trato de ser un hombre sensato, en un territorio encarnado por una postmoderna frivolidad globalizada. De hecho, siento que vivo, pero no en este mundo. Soy, lo que se dice un... puritano, bah... Que sólo lee libros... “Es mi único vicio”, digo, esperando comprensión –aunque sólo fuera hoy- a mi especial estado de ánimo. Sin embargo, nadie me escucha. En el fondo, tampoco espero nada. De nadie. Ni siquiera de ella: tan pragmática e inexorable en su envidiable autoestima y ejecutividad. De todos modos, mi cansancio obedece a otros motivos: stress; mal de época. Y siento que me abate de a trozos, derrumbándome por la sórdida pendiente de una falsa paciencia que me conduce, inexorable, a un valle de caries depresivas y cóncavas, imprevistamente anegado en lágrimas o arrebatado por Las Furias... No obstante, el milagro se produce y encuentro en ella al refugio inaudito; y lo hago mío para siempre: íntimo, seguro, acogedor. Allí mis penas se mitigan y mi aliento recupera su natural vitalidad: ¡Ahhh… la biblioteca o “El Misterio de la Puerta Cerrada”...!, como osara llamar yo a aquel lugar en el que, al equilibrio físico gratamente alcanzado, mi alma devota por las letras exultara aquel gozo interior tan profundo como placentero… Gozo hecho de ojos tendidos sobre palabras avivadas por virtualidades literarias (ficciones deliciosas), que servían a mi ego demiurgo como alimento de dioses: pues eso era yo en aquel sueño irredento, mientras leía; un dios eterno y viajero, henchido por los vientos del espíritu que me arrebataban hacia insospechados universos...
Urgido, selecciono un texto: “La abuela salvaje”, de Maupassant. Después, con entrenado ademán y furtivo oficio, lo devoro. Al cabo, satisfecho y excitado, concluida su lectura, deposito el libro sobre el lavabo para higienizarme, dar un vistazo ritual a la secreta colección de volúmenes ordenadamente oculta en el fondo de la bacha, y oprimo el dispositivo que, tras absurda descarga, borrará primero el desprecio primitivo, y, luego, con abominable estertor, los sueños de niño que, por un instante, alquilara al Señor de los Mitos: Orfeo desembarca…
Sí, al cabo, me precipito de nuevo, con vocación de adulto, en el agitado mundo de los hechos cotidianos. Y a instancia del Gran Hermano o del Gran Mercado, o de la vida misma que le dicen, y que todo lo dispone y administra; sobre todo en mí, que, por un vagido contra natura, me he vuelto contador y medio economista…
Sí. “¡Ya está! ¡Ya voy! ¡Ya voy!”, protesto resignado. Y ella, tan disciplinada como intolerable, espeta al horizonte: “Sebastián, ¡apuráte! ¡Entrá al baño de una vez, por favor! Mirá que, por fin, salió papá... ¡Apuráte!, ¿querés?; o vamos a perder el turno con el dentista. Dios santo… ¿Y vos, Elvio, cuándo vas a madurar, querido, y a poner cada cosa en su lugar?”.
Sí, o de la vida misma, que le dicen…

PÁGINA 4 – Sergio Bartés (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Intimidades

Estás desnuda
como la luz,
como uvas al sol:
festividad del cisne
y el trigo.

En tu mirada
ronda de promesas
y jardines sexuales.

Debajo de tus pechos
la sombra cóncava,
que te roza
como plumas desveladas.

Mis ojos te tocan,
se derraman
por tu cuerpo:
gotas gemelas
de consumida espera.

Y me deslizo
entre tus pétalos
de signos inminentes,
como un argumento
de la sed.

Como un espejo.

Escribo con todo el cuerpo;
y sólo me derramo
en suelos de evasiones
y climas despojados.

Subo,
bajo;
y no me aferro a soportes
de dudosa consistencia.

Las palabras
nacen,
se dilatan,
estallan:

tinta de sangre
que gotea en el papel,
y me retrata.

Desvarío

Un día
los pájaros
se cansaron
de ser pájaros.

Fingieron
ser hombres
y se dedicaron
a escribir
poemas
de pájaros.

PÁGINA 5

..."et in pulverem reverteris"

Por Liana Friedrich (Rafaela-Santa Fe/Argentina)

Es evidente que no puedo hacerme responsable de mis actos. Pero existe una razón. La agresión verbal sólo sirve para avivar más mi herida. Ella sí que sabe tocar mi vulnerabilidad con su desprecio medido... Día por día. Noche tras noche... (Aún siento su expresión burlona rehuyéndome. Sus palabras, provocándome. Mecánica, milimétricamente intencionadas...)
¿Tan desesperado tiene que estar alguien para llegar a planear una muerte?
Detrás de sus espaldas, una rosa roja de tallo largo pugna por salirse del marco majestuoso de orla dorada. Un escalofrío le recorre sutilmente la espina dorsal... Casi siente el suave roce sobre el hombro. Pero no, ¿para qué inquietarse? Si ella ya no está aquí, realmente. Es sólo una imagen petrificada sobre la pared la que retiene el tallo flexible y desencadena el recuerdo.
La tarde desembarcaba en el macizo verde con un perfume definido. Eran los primeros retoños -y risas- de marzo... Desde el rectángulo de luz veía tus manos, alargando fugaces destellos, apartando diestras el pimpollo más perfecto, casi sin espinas... Pero... ¿Acaso sólo lo bello vale? Si el estigma del dolor no existe... Solamente la magia radiante de los días. La tersa tibieza de la sangre, envolviendo entre sus pétalos concéntricos el corazón naciente del otoño...
La extraño tanto... Extraño tanto esa felicidad suave de los primeros meses... Sin embargo aún no sé qué hacer con la caja gris del tiempo, que impasible aguarda sobre el escritorio de caoba tibia.
Un rosal por cada año de felicidad, mi amor...Y al despertar esta mañana el olor a tierra removida entró por la ventana abierta a los pies de la cama. Entonces, creía que la felicidad era un estado de eterna infinitud...
Un testigo solo no basta para condenarlo. Aunque... ¿acaso exista testimonio más elocuente que esa urna gris?
Decir: Yo amo a María. Yo extraño a María, ahora no basta.
Sé que es posible anular el conflicto abruptamente. Suprimiendo toda emoción hago que los sentimientos negativos se muevan sólo en la superficie, sin dolor... (Si logro aceptar definitivamente mi conducta, habré dejado de juzgarme). El deseo que alumbra mi mente es desplazado hacia mis manos. Ellas no preguntan qué quiero hacer. Sólo obedecen ciegamente.
Pero hoy, que tomé una decisión, ya no me atemoriza el vacío del silencio. (¡Ja! Sospecho que estarás aburrida, ahí encerrada, viviendo una vida diferente...) A solas, conmigo mismo, descubro aliviado que ya nada me falta, porque estoy completamente en paz. Porque ya sé cuál será su último destino. Nada ni nadie puede existir aisladamente... (No estarás más sola ni aburrida. Te lo prometo, mi amor...)

Disimulando, desvía sus ojos del pequeño contenedor gris... (para que el lector no logre asomarse a su secreto y hasta quizás se atreva a preguntarle: ¿qué guarda usted ahí, tan celosamente, que no quiere mostrarnos?).
No niego la perspectiva de lo monstruoso. Puedo decir que existe incluso cierta grandiosidad en el sentimiento de lo ruin, de lo deforme...Hasta puedo llegar a idolatrar ese oscuro túmulo...
Ya es hora de dejarnos de personalizar en el yo o en el tú, esas palabras atroces, que deterioran minuto a minuto nuestro matrimonio, con peleas constantes.
En todo caso, ahora le puede resultar más fácil comunicarse con ella... ¡Ahora que tengo oportunidad de ser tomado en cuenta, ahora que puedo ser yo mismo!... único cenobita en esta habitación...
Nadie sospechará... que los rosales podrán, desde mañana, abrevar en ubérrima esencia, y marcar, retoñando en tus pimpollos rojos -sin espinas- cada año de amor.

PÁGINA 6 – Nora Hall (Rosario-Santa Fe/Argentina)

De a ratos

(a mi padre)

el fuego era celeste
en el umbral levísimo de la mañana

la sombra del ciprés
casi un cuchillo
abría en el agua, despacio,
su fuga

en la otra orilla
la niebla contrastaba
el ocre muerto de las hojas

a nuestros ojos
lo único perenne era esa despedida:
una extrema raíz
y su desprecio

Nunca

en sus labios
riesgos

esta estructura que se pudre
parecería
ignorar las claves de un pasaje seguro

(puedo decir
algún momento enardecido
como un gesto posible
más allá de la muerte)

lo cierto es este grito y su vértigo
la sombra de una llave
su marca singular
detrás del vidrio

De noche

la canilla gotea:
hay que nombrar las cosas
y sin tartamudeos

y cada gota
busca su lumbre
la estela de los grandes barcos
las aguas madres
la grieta, la vertiente

sin embargo
y por regla general
lo poco que se tenga que decir
replicará un vacío
escribirá en el agua
o con el agua al cuello
a veces
sin ahogarse

menguando el ruido
cada gota va a hacer
con la mañana
su aposento cuidado –anidado-
tan claro
como el agua

PÁGINA 7

El acecho
.

Por Ángel Balzarino (Rafaela-Santa Fe/Argentina)

Se detuvo junto a la ventana, con el rostro descompuesto por el miedo y un brazo tendido de manera sentenciosa, mientras gritaba es él, está otra vez allí, en la calle, mirá. Tiré con violencia la revista que tenía en las manos y corrí en un impulso casi desesperado hacia la puerta. Ya eso resultaba un hábito más en el desarrollo diario, algo completamente mecánico que realizaba con pasmosa rapidez, como bajo el imperativo de una orden perentoria, cada vez que Marina denunciaba la presencia del hombre que se había convertido en una tenaz amenaza. Recorrí la calle con la furtiva esperanza de poder atraparlo y acabar por fin con esa pesadilla; divisé algunos familiares habitantes del barrio que regresaban del trabajo o procuraban gozar el fresco aire de la noche, pero ningún rastro de quien despertaba toda mi rabia no sólo por su constante acecho sino también porque parecía tener la rara cualidad de esfumarse repentinamente, con el sigilo de un ladrón consumado, como si pretendiera rehuir cualquier enfrentamiento o, peor aún, fuera una hábil maniobra para atacar en el momento oportuno. La búsqueda resultó inútil y de nuevo me sentí con las manos atadas, impotente para destruir la trampa que se iba tornando cada vez más opresiva, aunque me esforcé por reflejar un aspecto sereno, casi despreocupado, cuando regresé a la casa y Marina me abrazó con el cuerpo agitado. Repetí las palabras acostumbradas, calmate, ya se fue, no estaba en la calle. Ella no pareció oírme o ya ninguna razón conseguía tranquilizarla, conferirle la fuerza necesaria para desalojar el obsesivo terror que la dominaba, se habrá escondido, estoy segura, jamás aceptará que lo haya abandonado, volverá para matarnos. El silencio fue un tácito asentimiento, la pasiva conformidad de que ese ominoso presagio nos sumiría en un estado de permanente desasosiego, hasta producirse la catarsis que significara la liberación o el derrumbe total. La certeza de una espada suspendida sobre nosotros, que nos aplastaría de modo sorpresivo, comenzó a prevalecer tres meses atrás, cuando ella se presentó solicitando un empleo en la compañía de seguros donde yo trabajaba. Advertí enseguida su extrema tensión, que la incitaba a mirar en torno con una alarma apenas disimulada, y luego, a través de la tarea diaria que fuimos compartiendo, me sentí sorprendentemente atraído por ella. Quise indagar en su mundo que de pronto presentí arduo y enigmático. Así, me impuse casi la obligación de explorarlo, de averiguar la causa del pavor y la ansiedad que le hacían considerar como un fatal enemigo a cualquier persona que se le acercaba. Quizás me aceptó no tanto por mi asedio sino por la irrefrenable necesidad de sentirse protegida, de tener a su lado alguien que le brindara un sólido apoyo; pero en el curso de aquellos días en que nos dedicamos a ir al cine, comer en un club o pasear por un parque, eligiendo siempre los lugares más discretos y apartados, como dos fugitivos que buscaban con avidez un refugio seguro, no quiso o no se atrevió a confesarme abiertamente el peligro que la agobiaba. Cuando decidió mudarse a mi departamento, la primera noche de absoluta intimidad se vio perturbada por una cuota de duda e inquietud, porque mi anhelo de posesión significaba tal vez una especie de ataque o sometimiento que ella no estaba dispuesta a consentir, como si eso llevara implícito exponer su debilidad, dejarla sola y sin defensa. Comprendí que debía vencer ese último baluarte para descubrirla en su completa sinceridad, para que ya no hubiera ningún secreto ni subterfugio entre nosotros. No me equivoqué; le costó ceder, llegar a la entrega total. Después que el placer compartido fue transformándose en agradable ternura a través de inéditas caricias, Marina habló en tono suave, pareciendo que cada palabra la aliviaba de una carga bochornosa. Es por él, Eduardo Márquez, íbamos a casarnos pero lo abandoné y prometió matarme, tengo mucho miedo. Entonces la mantuve fuertemente abrazada, similar a un pájaro que necesitaba calor para volar de nuevo, expresándole mi protección, la seguridad de que nada malo habría de ocurrirle mientras estuviéramos juntos. No tardé en comprobar que esa aspiración era completamente estéril ante el poder avasallador de aquel hombre que fue ocupando entre nosotros el lugar de un intruso despiadado; ningún medio resultó adecuado para librarnos del excluyente dominio impuesto por su ambigua presencia. Apresados en la maraña creada por el acecho de él, llegué a pensar que no teníamos otra alternativa que vivir así: ella obsedida por el miedo de reconocerlo entre la gente que cruzaba por la calle y yo, por el contrario, deseando que sucediera eso, que al fin resolviera dar la cara para tener la oportunidad de aplacar mi acumulado furor. Debido a ese estado de progresiva nerviosidad, Marina decidió no sólo abandonar el trabajo, sino también rechazar las invitaciones para presenciar cualquier espectáculo o simplemente pasear por la ciudad, pues ya no tuvo otro propósito que permanecer encerrada en la casa. Respeté su voluntad, abrigando la esperanza de que eso tal vez la ayudaría a sobreponerse; mientras me encontraba en la oficina no lograba relegar un instintivo temor porque quedaba sola y sin resguardo, pero, al estar de nuevo juntos, disfrutábamos plenamente una dosis de dicha y alivio. El aparente sosiego que predominó durante algún tiempo me hizo olvidar que había un enemigo asediando implacablemente, hasta aquella tarde en que, al regresar al departamento, descubrí a un grupo de personas en la vereda, hablando casi a gritos y con gestos de manifiesta sorpresa y confusión. De inmediato creí recibir un brutal puñetazo en pleno rostro y, con la certeza de que se había concretado lo presentido tantas veces, me abrí paso a empujones y por fin quedé inmóvil, petrificado, únicamente absorto en el cuerpo de ella desplomado en el suelo con la ridícula postura de un muñeco cuyos miembros han sido destrozados. Permanecí un largo rato así, ajeno a la presencia y el bullicio de los demás, luchando en vano por convencerme de que era cierto, que él había consumado su venganza, que ya resultaba absoluta mi impotencia para modificar ese hecho; después, con extrema lentitud, levanté la cabeza y clavé la mirada en la ventana del tercer piso, completamente abierta, que me pareció un hueco odioso y siniestro a través del cual Marina había encontrado un atroz castigo o una definitiva liberación. Como una verdadera tortura soporté los extensos interrogatorios de la policía, aunque pude aportar muy pocos datos sobre la única persona que consideraba responsable de lo sucedido, excepto decirles que se llamaba Eduardo Márquez y darles las someras referencias físicas que ella me había confiado; no contaba con fotos para ayudar a identificarlo y eso tornaba muy remota la posibilidad de atraparlo. Sin embargo, deseé que no lo hicieran; la muerte de Marina resultaba algo demasiado personal, que me propuse vengar de manera exclusiva, impulsado por un voraz resentimiento, por el peso de una imprevista soledad. Poco a poco me fui hundiendo en un estado febril, casi de enloquecida exaltación, mientras estaba en la casa o realizaba mecánicamente las tareas diarias, o caminaba sin rumbo por las calles, consumido por la espera semejante a una cruel e interminable agonía. Procuré convertirme en un blanco perfecto, sumamente tentador, para que él repitiera su ataque, pues comprendí que no tenía otro modo para enfrentarlo; luego de sobrellevar durante varias semanas una angustiosa expectativa, el desaliento me hizo creer que nunca podría castigarlo, que él tal vez tuvo el único objetivo de matar a Marina. El hecho de su brusca y total desaparición me fue dejando el sabor de un agrio fracaso, la certidumbre de que jamás me recobraría de esa derrota. Me invadió con mayor fuerza el recuerdo de ella, acuciando mi remordimiento pero transformándose también en la única forma de recuperarla. Comencé a quedarme todo el tiempo libre recluido en el departamento que de repente pareció tener la cualidad de un refugio acogedor, de una ignorada belleza, donde ella fue surgiendo como una presencia tangible a través de cualquier objeto, de cada rincón en que vivimos un acto de amor, de la ropa que distribuí con afectuoso cuidado en el ropero. Fue mientras realizaba la tarea de revisar y arreglar todas las cosas de Marina cuando un día, sorpresivamente, descubrí en el fondo de un cajón la página de un diario, vieja y arrugada, a la que tal vez no le habría prestado la menor atención si no hubiera reparado que estaba celosamente guardada. Entre curioso e intrigado por el grueso título que hacía referencia a un drama pasional, observé la foto que mostraba el cuerpo de un hombre caído en un cuarto donde el mobiliario desordenado reflejaba la huella de una furiosa pelea, y luego, cuando leí el artículo, todo, a mi alrededor, comenzó a girar en un absurdo torbellino. No pude evitar un grito de protesta o de completo desconcierto ante la súbita, increíble revelación que me sacudió como una certera puñalada, mientras releía la noticia hasta que las letras se tornaron indefinidas frente a mi ojos cansados: "Mendoza, 19. A raíz de un violento altercado, que se presume de índole pasional de acuerdo con el testimonio suministrado por algunos vecinos, fue víctima de tres balazos el empleado Eduardo Márquez, de veintiséis años. Todas las sospechas del crimen recaen sobre su prometida, Marina Velasco, quien actualmente se encuentra prófuga".

PÁGINA 8 – César Bisso (Coronda-Santa Fe/Argentina)

Borges

Usted
umbroso viajero
se probó el amor
en traje usado
y frente al espejo
que lo miraba
vislumbró
una mujer de nieve.
No sorprendido
de sus hábitos
inventó el destino
y agregó un poema
sobre la complicidad
y el vocablo celta
que significa siempre
y la lectura de Chesterton
para calmar el lenguaje.
Un bastón sin manos.
Y el sereno regocijo
de esperar
esa rara tontería:
la muerte.

Infancia

¿quién arrojó con furia aquella piedra contra el destino?
¿quién encendió el fuego de la angustia y el asombro?
¿quién asomó el pálido rostro por la ventana del espanto?
¿quién escuchó al viento tocar el río con dedos afilados?
¿quién grabó su nombre en el vórtice de la lluvia?
¿quién interrumpió la vigilia de naipes a nuestras madres?
¿quién habitó los sueños de nuestros padres solitarios?
¿quién conoció el nunca, quién descubrió el después?
¿quién dolió por mi hermana ausente?
¿quién guardó el sol en los bolsillos, la noche en una lágrima?
¿quién aprendió a ceder, quién a no rendirse?
¿quién se animó a decir adiós, quién a morir antes?
¿quién se arrepintió de ver, quién a construir ilusiones?
¿quién esperó en vano el aliento de la justicia?
¿quién creyó que hay olvido, quién distrajo a la memoria?
¿quién no quiso amar, quién no pudo amar?
¿quién vomitó silencio, quién lavó las manos en el barro?
¿quién cruzó el puente bajo una sombra de pájaros?
¿quién dijo “basta de ser niño” y derrumbó la inocencia?
¿quién de nosotros aún conserva la misteriosa piedra?

La noche junto a mi madre

Y no hallé cosa en qué poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Francisco de Quevedo
Qué decir en este sitio sin fronteras
sin relojes que atrasen tu hora
y mi dolor, oh hacedora de vida.
Qué recordar de ti y por ti
entre pálidas rosas de invierno.

Un río de silencio habita la noche.
La canoa sin remos se demora
en busca de amores que no regresan.

Eternos navegan el poema y la muerte.

PÁGINA 9

Noticia del infierno


Por Estanislao Jiménez Corte (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

I

Ahora, visto desde acá E., suena tan vacua la sofisticación impostada de algunos intelectuales, tan necia la pedantería de creer que, en las ficciones que los encumbran, pueden siquiera imaginar cómo es lo imposible.
Alguna vez, Sábato redactó una postulación perturbadora. "Estamos muertos y esta vida es el infierno" (1), afirmaba uno de sus personajes, o él, que es lo mismo. No es una idea nueva. Ya en 1932, advertía Borges que la del infierno es una "especulación que ha ido fatigándose con los años" y señalaba la "mitología simplísima de conventillo (estiércol, asadores, fuego)... que ha ido vegetando a su pie" (2); él mismo, claro que esquivando los lugares comunes que denunciaba, escribiría luego "Del infierno y del cielo" (3).
Muchos años después, Fernando Vallejo retomó la primera idea, en una furiosa pequeña gran novela: "...libradme de la condenación eterna, que la pesadilla del infierno ya la he vivido en esta vida y con creces: con mi prójimo" (4). Es, como sabés E., una variación de la famosa frase de Sartre -"el infierno son los otros"-. Calvino: "El infierno de los vivos... es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos"(5); y Rimbaud, que profería "yo debería tener mi propio infierno para la cólera, mi infierno para el orgullo, y el infierno de la caricia; un concierto de infiernos" (6), no fueron la excepción. Éstos son algunos pocos ejemplos de una tradición en donde no faltan Dante, Homero, Swendenborg y Goethe.
Así, con acertadas metáforas, maravillosa invención o repetidas figuras, los poetas representan el antro del averno desde hace siglos. Lo imaginan sobre la misma superficie de la tierra o en hundidos sótanos inexpugnables. La diversidad de pareceres excede esta enumeración, pero puede sintetizarse en estos tópicos: el infierno es hoy aquí, el infierno es la soledad, el infierno es la pobreza o la enfermedad, etc. En algunos casos, la belleza de los textos, o su carácter intimidatorio, justifica el intento de usar palabras para darle forma verbal al espanto. Pero el ejercicio de inversión de lógica (pensamos en el infierno o le tememos pero estamos en él), o las inferencias de tipo psicológico (el infierno está o no está dentro de cada uno) desconocen lo esencial y se ven, ahora, desde acá, como un necio juego mental. El valor literario no los salva; el error elemental es que piensan en el infierno como se piensa en un argumento o en una teoría.

II

A medida que ingreso, E., creo entender que éste es -llanamente- algo así como la liberación del apocalipsis latente en cada alma, pero no a través del tormento continuo, sino de la ausencia de todo. Es (me cuesta encontrar las palabras) un estado de perfecta oscuridad quieta, de fría abulia total, en el que se niega la dicha pero también la desesperación.
No hay nostalgia porque no hay pasado; no hay tristeza porque no hay memoria. No hay sufrimientos épicos, ni gritos desgarradores, ni condenados arrepentidos. No hay un líder que castigue, ni culpas sobre las que meditar. No hay lugar para la pena o el dolor. No hay reclamos, no hay lucha porque no hay pasión. No hay fuego, el magno fuego que es, en esencia, vida. No hay noción alguna, ni siquiera la del deseo del fin.
Hay, sí, una prolongación de la más estremecedora nada; un penetrante silencio sordo; un interminable flotar, un abandono lento, un deambular espectral de almas neutras que no esperan el azote ni la redención.
Hay, también, una espera inmóvil, apenas perceptible; una imitación de la muerte -dilatada e indolora- que nunca llega y no deja ni el descanso ni la liberación tras el epílogo. Hay, finalmente, una forma de conciencia, que es la que me ha permitido, sólo hasta ahora, escribirte.
Ahora te dejo, Estanislao, en unas horas van a encontrar mi cadáver. Ya estoy aquí, definitivamente. Espero no verte nunca.

PÁGINA 10 - Clara Rebotaro (Acebal-Santa Fe/Argentina)

Sinfonía

La rotundidad sonora
de las trompetas
parecía llenar de vuelos
la serena estancia
Una revolución
invisible
se gestaba dentro de mí
con cada nota
configurando la libertad

Como una flor
por el aire
penetrada
te sentí
echado sobre mi alma
sosteniendo el cielo.

Cantos fúnebres

Me iniciaste en los juegos
del amor
cuando las gentes iban llegando
por orden de parentesco
y de dolor
a rendir los honores
postreros.
¿Qué invocación podías hacer
entre suaves brazos femeninos?
Expuestas tus proposiciones
modales
deseaste a tu padre
participación de lo eterno
con justas palabras.

Ajena a los decesos,
yo aplicaba hojas de malva
sobre mi ardido corazón.

Código privado

Las clavelinas
blancas
me tornaban
visitable.
Un ramo de dalias
amarillas
fue la persuación.

¿De qué color son
las virtudes
viriles
o las húmedas entrañas
femeninas?

PÁGINA 11

Dios soy yo


Por Esther Andradi (Ataliva-Santa Fe/Argentina)

Ibrahim Abdullah se rasgó la barbilla con sus dedos metálicos. ¿Cómo podría escribir? En la batalla había perdido el anular y el índice, y el pulgar aquel, que una vez compuso, era apenas una burda maniobra en el aire. Comprobó. Sintió que el metal le aplastaba la memoria del tacto, pero no tenía alternativa. Había que hacerlo. El Supremo Ministro le había encomendado esta misión. Reescribir. A él, nada menos que a él, mano derecha de Hermeneutes, el Director de las bibliotecas incendiadas, definitivamente arrasadas, letra sobre letra. Ahora le encargaban la reconstrucción. Los habían capturado juntos, pero mientras a Ibrahim lo trasladaron a una bóveda del hospital para curarlo, al viejo, que se resistió en todo momento a colaborar, lo encerraron en la cripta de la luz.
Habían recorrido cientos de kilómetros con ese destartalado vehículo. Nadie que conociese los riesgos de manejar se hubiera atrevido como ellos. No hablaban. Parecía que hubieran perdido la costumbre de la palabra, le explicaron a los puñetazos e hicieron sonar interjecciones en sus mandíbulas y oídos. Finalmente uno de los emisarios del Supremo le descubrió la cara magullada y habló:
– ¿Te vas a acordar o no?
Para Ibrahim Abdullah la pregunta era su pesadilla. Todo lo había soportado, sin conmoción alguna, hasta que supo que la desaparición de los tesoros impresos era irreversible, tanto como la gravedad de Hermeneutes, su maestro, y la misión que el Supremo le adjudicaba ahora a Ibrahim, para que elija entre reescribir, o no ser. Como su pasado. Acordarse podría quizás, pero nunca iba a ser como el original.
–Y qué importa –le contestó groseramente la figura–. Ya no quedan originales en ninguna parte para comparar.
Volvieron a amenazarlo.
–El único original eres tú.
Las carcajadas retumbaron en sus oídos.
No podía creerlo. Memorioso había sido siempre, pero esto era mucho más de lo que podía imaginarse. ¿Escribir de memoria los textos...?
–Bueno, no todos, sólo aquello que el Supremo quiera, se entiende.
La guerra no había acabado ni con las calculadoras ni con las bóvedas del tesoro en los bancos, pero sí con la letra impresa: no había bibliotecas particulares posibles y desde que el Estado obligó a los ciudadanos a deshacerse de libros y papeles, toda palabra escrita se había perdido. Ibrahim sintió una angustia inconmensurable en la garganta, una contricción severa en el torso y le pareció que estaba partiéndosele el corazón, pero ni morirse lo dejaron.
Muertos los libros, vivan los libros, hubiera deseado pronunciar Ibrahim, pero calló. No eran tiempos éstos para abrir la boca. Una vez en el hospital, fue rescatado de la horda militar por Kalostro, el sacerdote.
–Olvídate –le pidió Kalostro, dueño y cancerbero, que desde entonces abría y cerraba la puerta de su celda.
Y depositó sobre sus rodillas esa máquina que se convirtió en su único contacto con el afuera.
–Es algo del otro mundo –susurró.
La habían encontrado en el fondo de la ciénaga, la menos oscura y tenebrosa, que ya llegaba hasta el hospital de campaña. Era un aparato pequeño, como un mínimo órgano lleno de teclados semejante a la Klavier que alguna vez tuvo Hermeneutes, aquel que hoy lloraba en la cripta de la luz cada vez que se escondía el sol, porque recuerda.
–Al fin y al cabo, el aniquilamiento no es tan problemático –le confió el sacerdote Kalostro–. La censura tendrá menos trabajo a partir de ahora.
El alivio del prelado sonó como una advertencia para Ibrahim Abdullah, condenado a sobrevivir el campo de batalla y la destrucción posterior para ver como el desierto extendía sus lenguas sobre los ancestros, devorándose lo que una vez fue vergel. La tierra, o como quiera que se llame, era ahora esa esponja llena de esquirlas que veía por el monitor del aparato que le entregó Kalostro.
–Serás el escribiente de la nueva era –seducía Kalostro al joven Ibrahim, que ya se sentía huérfano como discípulo–. ¿No decías que conocías los textos? ¿No eras acaso el terror de la documentación y la investigación? Ahora serás quien resucitará lo muerto y reconstruirás las palabras que recuerdes, serás el almacén de este resto de humanidad para que se sepa que somos poderosos, pero la aniquilación nos es ajena...
Kalostro se secó la frente como si el cinismo de su discurso le hubiera provocado algún escrúpulo.
¿Cuánto pesa un escrúpulo, Hermeneutes? ¿Cuánto? Rogó, gimió, se retorció Ibrahim, pero no había caso. Su Maestro ya no estaba ahí para responder, acaso no estaría más para nada, había quedado solo, definitivamente solo en esta tierra que alguna vez también había sido suya, de ambos, de millones, pero ahora ya no se podía caminar por ella ni usar las piernas, los que aún las tuviesen. La tierra que había sido de todos y de todas se había convertido en una ciénaga de plástico mortal para quien se aventurase fuera de su cápsula.
–Aunque los más pobres lo intentan –le contó Kalostro en un ímpetu de sinceramiento–, como no les queda otra... verás, siempre hay alguna loca que se atreve a quitarse todo y a gritar a la intemperie.
Y el monitor de la pequeña máquina se iluminaba para revelar el mundo exterior.
Ganas de eles, pensó Ibrahim. Morir por una lápida, lámina, lacerante, litigio, luz, lagar, lilith, leer pidió.
–Lágrimas –agregó el sacerdote–. Lágrimas y látigo te faltan.
Desde entonces practicaba. Todas las tardes, desnudo y silencioso, mutaba sonidos, palabras, letras, gárgaras, todo lo que pueda ser que no haya sido. Pero hasta ahora no le había sido posible reencontrar ni reescribir ni confirmar alguno de los antiguos escritos. El viejo Hermeneutes, en tanto, se retorcía durante los interrogatorios en la cripta blanca y pulcra y rechinaba por un poco de sombra. Basta ya de luz, déjenme en paz, bramaba el prisionero, mientras Ibrahim Abdullah tomaba nota de cualquier cosa que recitase el viejo Maestro.
Aquella tarde, Hermeneutes había despertado de su letargo y se abalanzó como gato enloquecido sobre Ibrahim, volvió a escupir como cuando lo habían recogido en la biblioteca humeante, mientras sus escribas se hundían en la ciénaga de plástico para siempre. Con ella desaparecían también las láminas, los mensajes, el papel, la última fibra de luz donde alguna vez habían dejado sus huellas los seres. Ninguno de los asesinos lloró. Definitivamente aliviados, los saqueadores se dedicaron a la farra viva de lotearse las escrituras y después eliminarlas para siempre. No habrá nada que las recuerde ni palabras que digan que alguna vez fueron, de aquí en más no serán nunca jamás y para siempre estarán fuera del mundo y el olvido. Perecederas serán. Fue la condena.
¿Cuán amplio es el olvido? ¿De qué color son sus praderas? Será como la pampa, acaso, como el desierto, los contornos bajo el hacha, se preguntó Ibrahim. En vano. Nadie vendrá a responderle. El viejo Hermeneutes acababa de expirar. Su vida ya no será. Su memoria tampoco. Y el viejo se hundió lentamente en la hierviente textura de la ciénaga que como todos saben, encierra el paraíso.
Entonces Ibrahim Abdullah comenzó a escribir, tembloroso, con sus dedos metálicos, aquello que le dictara su memoria, embelesado, poseso, como si copiara de algún papiro imaginario reflotado por un instante del olvido.
–Muéstrame lo tuyo, Ibrahim –le sobó el lomo por la noche el Supremo, que amaba el perfume de los jóvenes más que cualquier otro sentido y que hubiera dado gran parte de ese reino maldito por un poco más de belleza y menos de codicia. Pero, ah, la perra vida siempre se salía con la suya. Husmeó por sobre el hombro del joven, reconoció aquella frase que reproducía el monitor y entonces supo que todo comenzaría de nuevo.
–Lindo tu apócrifo, muchacho, dijo, y leyó en voz alta como si supiera:
“hen un lugar de La Mancha de cullo nonvre no quiero hacordarme...”

PÁGINA 12 – Diego Ferrero (Rafaela-Santa Fe/Argentina)

el sonido de américa

suene el humo de la pipa de la paz
suene el último tambor huérfano de raza
suene la tierra dura por su hombre caído
suenen los siglos exhumados por espejos
suenen la carrera descalza, la danza, el estallido, la inquisición

que suenen las selvas, por sus hijos,
que suene el sometimiento y la adoración al ladrido
que suenen las hogueras que fundieron venturas
que suene Dios, si lo han dejado vivo
hasta que retornen y vuelva a sonar el sonido.

habrá sangre nueva en las raíces
de los futuros cabellos


habrá desesperación en la mente
que será succionada
por un cuerpo limitado y tosco
gracias a los ardientes colores
de una unión retorcida
en giros propios
de viejos seres que machetearon
hasta torturar todo en verdad
desmembrando la luna vieja
en miles y miles de ojos que nadan
alumbrando de luz a quien nacerá

a gritos y golpes
imponiéndole la vida

el infierno acecha en el alba

madrugan con aliento a insulto
las resacas de cuerpos aturdidos
carentes de rostros y sensualismos

nadie puede pretender que exista
algún alma a las seis de la mañana

no es la misma gente

las mañanas son mecánicas y severas
sucias y resentidas
frías e impuestas

capaces de vengar sin inmutarse
cada maravilloso abuso nocturno

es la victoria de lo profano sobre lo fantástico
del oficinismo sobre los arcanos
de la autoayuda sobre una larga medianoche de enamorados

la mañana acecha
improductiva de hallazgos

lo estupendo espera a que ese infierno
se desintegre por completo (tras la siesta)
para comenzar tímidamente a decirnos algo

PÁGINA 13

La casa


Por Guillermo Ibáñez (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Lo cotidiano transcurría en toda la casa para sus habitantes sin que se alterara la normalidad.
Sólo él advertía peculiares situaciones que no podía transmitir a los demás.
Los chicos y la mujer entraban y salían, jugaban, comían, se bañaban, desordenaban y volvían a ordenar.
No les atraía quedarse en la casa; más vale, pensaban que se sentían encerrados. Querían generalmente salir, ir al cine, al parque, a lo de los abuelos, a visitar a otros amigos. En cambio él prefería quedarse, trabajar fuera de la casa lo menos posible, dejarla deshabitada el menor tiempo. Apenas el necesario para cumplir las obligaciones, hacer un esporádico viaje o paseo.
Sentía que esa casa, la suya, era un mundo completo, con vida.
Creía que las paredes, los pisos, los techos, cada recoveco, guardaban un misterio, poseían una sensibilidad.
Tanto que, en ausencia de los demás, alguien habría supuesto que hablaba solo, pero en realidad hablaba con la casa, con sus partes.
Y no creía en duendes ni fantasmas ni mucho menos. Tampoco creía en el diálogo con los muertos, porque ese culto de hablar con los que ya no están le producía rechazo, representaba el culto al pasado y él no participaba de esas ideas; al contrario, era cientificista al extremo, pues sabía que después de la vida iba a convertirse en polvo y si había otro nivel no era de los cuerpos; en todo caso, sería apenas de almas, de energía, sería de ese último aliento que sale al expirar la vida.
Envidiaba la perdurabilidad de esa casa. De “ésa” porque era la suya, porque estaba invadida por su ser. En ella había crecido, jugado. En esa casa habían vivido con él sus padres y sus abuelos. En cada una de esas habitaciones leía memorias que parecían aparecer y restablecerse en realidad.
En momentos en los que su esposa e hijos se iban y quedaba solo, caminaba el corredor que une los dormitorios, se detenía en el comedor diario, miraba el reloj que desde hacía cincuenta años estaba sobre la biblioteca, privado de funcionar porque su tic-tac era para él tan sonoro que lo despertaba, así como su gong. Se sentaba y en el medio del silencio, aparecían supuestos pasos que trataba de identificar.
Esos son los pasos de mi padre. Esos otros los de mi abuelo. Esos tacos secos los de mi abuela. Ese ruido lejano de agua, viene de la cocina. Esa puerta que se cierra, la del patio al living. Ese crujido, de este mueble. Ese otro, del ropero inglés. Aquel sonido de pasos, el de mis pasos. Los ruidos que vienen del patio, mi hermano y yo jugando. Esos golpes como bombas seguidos de protestas, de mi madre a quien le duele la cabeza y está encerrada en su dormitorio todo oscuro. También mi hermano y yo jugando a la paleta en el patio y un vidrio más que rompemos de la mampara. Nosotros escondiéndonos para no ligarla. Ese llanto que se escucha es el mío o el de mi hermano, agarrados in fraganti, después de hacer una macana.
Recuerdos, recuerdos como una película que pasara lentamente, memoria de hace mucho o momentos no sometidos a la temporalidad profana en los que la casa es manipuladora del pasado, sólo cuando el hombre está solo y sólo cuando además de solo, piensa en la casa y la casa le responde con ese artilugio de hacerlo sentir como sentado en la butaca de un cine viendo su historia.
La casa, tan misteriosa como la rosa. Y como ella, dentro contiene algo distinto.
La casa es la de adentro. Porque mirada desde afuera o enfrente, desde la terraza o el patio, ya no es la misma. Es la fachada o un frente, o el techo. La casa tiene como el hombre, o como la rosa, su sí mismo en lo interior, no en lo externo.
Lo de afuera puede diferir, aunque el rostro de una persona exprese su fuero íntimo como lo que se ve desde afuera de una casa revele un tanto lo que contiene.
Y así, el hombre ingresa a un pliegue temporal en el que desaparece por completo lo cotidiano.
Desaparecen los muebles que ahora la visten y las cerámicas del patio y el empapelado de las paredes y regresan aquellos viejos muebles que alguna vez rayaron con un triciclo, la vieja escalera que conduce a la terracita y la otra, que llevaba de allí a la terraza.
Vuelven el cielo aquél, las meriendas del invierno, la radio, las llegadas de la escuela, la vieja bañera de fierro en el baño inmenso, el patio, las macetas, los helechos y los geranios, la pileta de lavar, la Olivetti negra, portátil, del viejo allá a lo lejos en el escritorio, los cuadros que su tío Jorge hizo, reproduciendo a Degas y Utrillo, instalados en el comedor que ostentaba esa araña preñada de caireles. Las celosías tantas veces barnizadas. El tintineo de las copas guardadas, al son del tranvía que pasaba a media cuadra. El timbre que sonaba a la mañana y el lechero tuerto que bajaba de un sulky, o un carro tirado por un obediente caballito, apoyaba sobre la rodilla un tanto levantada, sobre la punta de un pie, el tarro grande y volcaba midiendo generosamente los litros en el hervidor que la abuela le arrimaba.
Vuelven las tortas negras caseras, el Toddy, Oscar Rovito haciendo de Tarzán a las seis de la tarde de lunes a viernes.
Los partidos en la calle, con Ernesto, Juan Carlos, Mario, Eugenio, Carlitos, Bazán y el gringuito de la panadería.
Vuelve el club de la infancia, el fanatismo por Ñuls, su camiseta, los partidos interminables contra su hermano de Central. Vuelve el primer televisor, esa maravilla que hacía que el abuelo no creyera lo que estaba viendo. Vuelve otro horizonte de casas altas pero sin edificios, la plaza López, el parque de la ancianidad, las barrancas, los amigos, las peleas, el camino a la escuela que podría haber recorrido ciego, identificando cada casa, la cuadra del hospital que entonces era más sucia todavía y daba asco el olor que uno sentía, al pasar nomás.
De pronto, los gritos de los chicos rompen la situación y la casa calla. Enmudecen las paredes y las memorias. Es el intervalo de la infancia, en el que la luz aparecida después de horas de casi oscuridad, molesta y hace que el hombre se restriegue los ojos con las dos manos y empiece a escuchar la voz de su mujer diciéndole a los chicos que papi no está y los chicos insistiendo a los gritos, llamando: papá, papi, dónde estás.

PÁGINA 14 – Antonia Taleti (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Tímido tatuaje

cauce seco que araña el recelo de escucharte.
¿Quién extiende la mano, da el zarpazo
se anima a quebrar la mesa
se acerca, huele
entrampa
esconde la delatora mirada
evade, huye?
¿Quién como un chico maneja la ternura y la crueldad?
¿Con la misma inocencia?
Con la misma eficacia
pone bajo la lupa a la errátil hormiga
patas arriba,
con un palito la toca quiere saber si está viva, si está despierta?,
escucha el aullido del cuerpo agonizante.
¿Quién ató primero la mordaza
plantó la reja
se sujetó al código
aborrascó las aguas?
¿Quién estranguló la conjunción del sueño?

Cuando ya no exista diremos

que el mar era el poema.
En su sinestesia, salobre y colorida
porfía en un ritmo de olas
para alcanzar el borde de la playa
donde el verso acaba.

Transmutado el sentido
se aloja en lo profundo
preso en la forma diminuta
o monstruosa
emerge y centellea
sólo un instante para ser percibido o capturado.

Los dioses marinos sellaron en la sima
las claves del pasado y el devenir desmesurado
los niños avanzan inocentes hacia el mar,
reconociendo el juego que nunca olvidaron
el agua mece, abraza, penetra,
la boca se cierra y todo
el cuerpo percibe lo intraducible
volver.

Cuando ya no exista diremos que el mar
era el poema.

Ellos

Salen al encuentro en los caminos
o esperan en las encrucijadas.
Pueden llamarse Elsa, Martino, András
portadores de un mensaje
indescifrable todavía.
En silencio te toman de la mano y
comparten el ritual de la comida.
Llevan a puntos de asombro,
de especias, de mármoles.
Están allí a la hora exacta
en que el prodigio se produce
cuando la selva se eleva
hasta fundirse en niebla.
Ellos se alejan.
La cascada se lanza
y te sumerges.
El tiempo es único y es tuyo.

PÁGINA 15

Crónica imperfecta de un comportamiento voraz


Por Marta Ortiz (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Entró en la casa bajo la forma de un regalo de aniversario. Cuando el cadete del jardín Nápoles lo dejó tambaleando en mis manos, Juan y yo cumplíamos un año de casados. Rememoro el rumor a celofán abollado de la lluvia esa tarde y la asociación involuntaria que me impulsó a gritar: ¡agua!, con la misma sonora alegría que debió haber sentido Rodrigo de Triana al primer atisbo de vuelo de pájaro cerca motivándolo a clamar: ¡tierra!; porque, ¿qué otra cosa podía querer una planta – pensé-, que no fuese agua y, por supuesto, cuando lo hubiera, sol? Guardé la tarjetita escrita y firmada de puño y letra de mi tía Lola, le arranqué el moño rojo y el papel manila y lo saqué al balcón. El agua de lluvia es como agua de cielo para las plantas, dije alzando la voz con la intención de conjurar la retahíla familiar: “los helechos son caros querida, cuidalo”; “hablale”; “sacale las hojitas amarillas”; “ponelo donde le dé el sol”; “la yerba le hace bien”; “y la ceniza”; “un riego semanal y punto.”
Cada tanto lo miraba balancear su plumaje bajo la suave presión de las gotas al caer. Si la llegada de una planta produce un revuelo, qué va a pasar cuando llegue un bebé, me preguntaba abriéndome paso entre el río de voces ahogándome: las voces aflautadas de mi suegra y de mamá, las voces graves de papá y de Juan, la voz cantarina de Lola, las voces comedidas de las hermanas de Juan y la voz ronca de Olguita, la mucama que venía los viernes y por suerte el festejo había caído viernes así no me tocaba todo el trabajo a mí sola.
Los primeros días el helecho peregrinó de un sitio a otro: cerca de la ventana en el comedor, pegado al escritorio, sobre la mesita de plástico en el balcón. Al cabo de una semana de pruebas y habiendo perdido algunos tallos a causa de ese primer destino itinerante, quedó colgado de una ménsula de hierro con arabescos sobre la pared más soleada en el patio de invierno. Mi exigua colección de plantas agregaba un escuálido potus disciplinado y una bastante estropeada violeta africana.
La adaptación fue mutua y gradual. Él creció y yo le dije palabras tiernas cada mañana. Primero fue un tímido “¿cómo estás?”; después un cortés “¿cómo dormiste anoche?”; y acabé elogiándole el porte, la lozanía, la calidad de las hojas y le dije que me sentía feliz de saberlo mío. Los resultados no se hicieron esperar. Las guías crecieron impetuosas. Un brote como un caracolito en cada extremo prometía un sinuoso alargarse que no parecía tener fin.
Fue un período confuso. En poco tiempo me rendí a la evidencia y acepté la naturaleza prodigiosa de mi helecho: su crecimiento era definitivamente visible, diario y desbocado. En un primer momento lo tomé con naturalidad, lo atribuía a un silencioso agradecimiento. Se hacía difícil barrer el piso cerámico color almagre con vetas amarillas, no quería lastimar las puntas espiraladas de las guías que arañaban el suelo. Pensaba que así como nosotros tenemos dedos, él tenía sus caracolitos igualmente sensibles, lo único diferente era el color de la sangre. Mi helecho lo absorbía todo: el agua, mi energía, mi tiempo, mis ganas. Innecesario aclarar que las otras dos plantas se fueron apagando como una vela al viento, víctimas fatales del más cruel e injustificado de los olvidos.
Dos meses después nos planteamos con Juan la necesidad de cambiarlo de maceta. Crecía sin remilgos y las raíces estranguladas buscaban espacio y alimento doblándose hacia arriba. Compramos un macetón de barro cocido, un material permeable que lo dejaría respirar. Asumiendo que podíamos lastimarlo y conscientes de que lo último que deseábamos era provocarle un sufrimiento, tomamos múltiples recaudos antes de llevar a cabo el operativo. Rompimos la maceta vieja, agregamos tierra y fertilizantes a la nueva, y en un rápido movimiento coordinado –Juan sostenía el pan de tierra y yo las guías cuajadas de hojas como dientecitos recién cortados-, lo traspasamos sin perder ni un terrón.
Quedó impecable. Las raíces espaciadas y lugar de sobra para acoger desarrollos posteriores, todo al ínfimo costo de sólo dos guías quebradas. No obstante la insignificancia de la pérdida, esa noche me quedé a su lado consolándolo. Lo mimé como lo hubiera hecho con quien ha perdido un brazo o una pierna. Juan me ayudó a subirlo a la plancha de hierro que colocamos a la altura de la mirada en el balcón, del lado cerrado con mamparas de aluminio y vidrio. Sobraba espacio, no había de qué preocuparse.
Lo veía desde mi dormitorio y también desde el dormitorio de Tomasito, que por esos días decorábamos con revestimientos de colores claros y muebles de bebé para cuando un día se anunciara. Sabíamos que sería varón y lo llamaríamos Tomás.
A la primera amenaza de lluvia corría a sentarme en mi cama frente a él y lo miraba embobada. En poco tiempo había adoptado la forma de un miriñaque verde ocultando por completo los vidrios del cerramiento. Las varas como largas plumas de faisán tocaban el piso, muchas de ellas se doblaban y abrían en cualquier dirección. Intrépido, indoblegable, su color esmeralda se recortaba potente sobre el gris diluido del resto del día, afuera.
A pesar de mi felicidad rara, pero felicidad al fin, muchas veces sentí el aguijón de antiguas experiencias infantiles que en algún punto se tocaban con la implacable expansión de las plantas de mi madre en la casa donde me crié: pesadas macetas de cemento sobre trípodes de hierro forjado marcaban el perímetro de la galería de mosaicos de diseño geométrico blanco y negro. El nácar, la boina de vasco, la sandalia del pescador, el taco de reina, el lazo de amor, la lengua de suegra... Los nombres descriptivos me llamaban la atención tanto como me inquietaba y hasta me angustiaba, sin que pudiera encontrarle una lógica, el mudo insobornable ritmo de crecimiento vegetal que asumía diferentes formas, texturas y tamaños. Cada día el aspecto de la galería variaba. El alimento que facilitaban la fotosíntesis y el riego puntual, consumaban su efecto expansivo en horas de la noche: las trepadoras trepaban, los tallos se alargaban, las hojas se desplegaban y las flores se abrían. Vorazmente se posesionaban del espacio aéreo y había que andar esquivando súbitas ramificaciones.
Pero como veía crecer a mi helecho, ninguna planta. Ni la enamorada del muro que hundía sus clavos en la pared sur de la casa paterna había alcanzado un nivel de desarrollo tan eufórico. Sugestionada por lo que descubría bajo la lupa de mi observación minuciosa, ciertas nubes empezaron a ensombrecer mi cielo y la oscuridad hizo que me asaltara alguna duda como por ejemplo, si dado su nombre y sus guías afiladas hacia la punta, un día cualquiera no encararía un serruchar secreto y sistemático de pisos y ventanas. Soñé un caliginoso paisaje carbonífero brotando de esa niebla perenne que en las ilustraciones escolares rodea la noche de los tiempos. Además de dinosaurios y reptiles voladores, crecían las criptógamas arborescentes como sombrillas, y las rastreras, dotadas todas ellas de un amedrentador aire carnívoro. De entre la espesura se desgajaba una sub-planta-pulpo (nuestra planta), capaz de ahogarnos entre sus largos seudópodos cuajados de dientes verdes mordiéndonos.
Por entonces sobrevino un tiempo marcado por la contundencia de lo evidente. La luz amarilla de un semáforo alertando. Un tiempo no diría confuso (como cuando advertí que nada detendría su desmesurada curva de crecimiento), pero sí difícil. Mi helecho abultaba en el balcón, los caracolitos rastreros de las puntas se aplastaban impotentes contra los vidrios de las ventanas (de nuestro dormitorio y el de Tomasito) como queriendo traspasarlos. Me cargué de horribles presentimientos. Sobrepasada por la invasora conducta selvática (una rémora de la arborescencia de las criptógamas en mi sueño), temí una absorción espacial tan voluminosa, que pudiera desplazarnos.
Mi impulso hacia él ya no fue de amor sino de rechazo, ganada por un desinterés progresivo que coincidió, entre ecografías pelvianas y recuentos hormonales, con el anuncio de la llegada de Tomás.
Después sentí el efecto del vértigo. Resbalar bruscamente desde lo alto de un tobogán. Hasta entonces yo había girado como un molinete enloquecido alrededor del majestuoso helecho y su crecimiento voraz. Pero llevar a mi hijo en el vientre no fue una novedad cualquiera, fue un acontecimiento de envergadura y trajo cola. De relevar día a día el obstinado gigantismo de la planta, pasé a ocuparme del desarrollo intrauterino de Tomasito, de sus futuros juguetes, del moisés, las sabanitas bordadas, los escarpines.
El principio del fin se declaró cuando por primera vez me olvidé de regarlo. Al despertar le hablaba sólo a Tomás que pateaba en mi panza, o al empapelador que debía colocar el papel con avioncitos en el cuarto. Y para él, que había asentado su dominio tentacular como un barbado monarca verde ocupando el balcón y desde allí vigilando nuestros movimientos, nada. Ni un tibio “¿cómo amaneciste?”; ni las cosquillas de la yerba vieja o la ceniza del día anterior engordando la tierra; ni el agua aplacando la sed de las raíces o la mano amiga quitándole las antiestéticas hojitas amarillas.

Exactamente tres meses después supe que era posible que una planta fuera capaz de matar a causa de los celos. Una tarde, mientras dormíamos la siesta, me despertaron los berridos de Tomás. Por entonces tendría poco más de un mes. Corrí hasta el moisés, y cuando levanté la sabanita con gnomos pintados, me sorprendió ver la punta como de navaja acaracolada de un tallo de mi helecho trepando a ritmo apenas perceptible pero sostenido, el matelassé blanco que cubría los laterales. Alcé a mi bebé sin perder de vista cómo subía silenciosa la punta como un carámbano verde acerado, ligeramente relumbrante, hasta rodear el borde exterior. De un tirón quité las sábanas, levanté el colchoncito ovalado y vi lo que tanto había temido en un oscuro rincón de mi conciencia: tres o cuatro varas de dientes verdes se enroscaban entre sí dando varias vueltas al óvalo que servía de base al canasto. Casi sin aliento levanté los volados de broderie que ocultaban el pie de mimbre y verifiqué cómo otras guías constrictoras se enroscaban a él como queriendo inmovilizarlo. No pude desechar la espantosa idea de que la vara a pocos centímetros de la cara de Tomasito escondía la turbia intención de triturar su pequeña cabeza con los huesitos aún sin soldar. Y sentí tal conmoción, que me pareció que alguien se encargaba de abrir lentamente (hasta creí oír el espeluznante chirrido de las bisagras oxidadas), las puertas del infierno.
Fue Juan quien trajo las tijeras de podar cuando oyó mis gritos y me encontró arrancando la peste verde del interior del moisés. Entre los dos cortamos las varas que se ramificaban hasta la ventana y, tras las cortinas de los dormitorios, habían aprovechando las ventanas abiertas para ventilar.
Cuando después de una poda minuciosa logramos ponerlo a raya, le canté la justa: que estaba enfermo de celos, que no esperara ser siempre el centro de mi vida, “de nuestras vidas”, le dije, incluyéndolo a Juan para darle énfasis a mis palabras; que también estaba Tomás, que no fuera tan ególatra. Sin ningún dominio posible de nuestros tijeretazos, le dejamos guías de menos de cincuenta centímetros de largo que apenas lograban cubrir la maceta que se descascaraba por efecto de los sedimentos del riego.
El sol volvió a brillar sin trabas en el balcón antes amurallado por la espesura de los tallos. Hubo que colgar cortinas pesadas, sin la maraña verde interceptándola, la claridad no nos dejaba dormir la siesta o nos despertaba al amanecer. Todo había cambiado. Muchas veces me olvidé del riego semanal. Tomás también crecía y se me escapaba de las manos. El balcón era su canchita de fútbol, allí aprendía a patear la número cinco que Juan le regaló no bien calzó su primer par de zapatillas. Inversamente el helecho retrocedió, un manojo de tallos resistiéndose a rebrotar, más bien achicándose y consumiéndose hasta abandonar definitivamente toda voluntad de vida. Con el tiempo no quedó de él otra memoria que su voracidad, hecho que indirectamente provocó, mea culpa, el trato preferencial que le di. Triste anfitriona de pelotazos perdidos, la maceta quedó allí semivacía, un decrépito manojo de varas secas. Cuando Tomás cumplió dos años la arrojamos al cesto de la basura, y en su lugar colgamos un aro para embocar la pelota que, valga la coincidencia, también fue regalo de mi tía Lola
La que por ahora absorbe el cien por cien de mi atención es la número cinco. Hay que esquivarla todo el tiempo. Reconozco que desde que me casé, el esquivar obstáculos fue para mí una marca registrada, un modus vivendi: primero fueron los seudópodos como buscapiés de mi helecho, y ahora los pelotazos de mi hijo. Mi madre dice que ya va a pasar, mi tía que los varones son brutos, la madre de Juan grita “ojo con los vidrios”, pero llega tarde. Cuando acaba de decirlo el vidrio ya se astilló o sufrió otra rajadura. Mientras puedo lo voy remendando con tela adhesiva, cuando ya no da más o amenaza astillarse, llamo al vidriero. Lástima que no haya vidrios de plomo.

Olguita limpia los espacios libres entre sutura y sutura. Me dice: “qué tranquilidad cuando cuidábamos el helecho solito, señora...” La miro resignada y no contesto lo que debería: “¿cuidábamos?”; piense bien, Olguita, “¿cuidábamos?”. Y evito contestarle así, irónicamente, porque no sé si entendería lo que quiero decir, y además porque quiero agradecerle el plantín de albahaca que me regaló, sabe que adoro perfumar la cocina con albahaca. Por eso no le quise contestar así a Olguita y sí quise olvidarme de mi pasada convivencia selvática con el helecho y entonces no sé qué banalidad dije acerca de la albahaca y algunas otras cosas que podían interesarle, (remiendos verbales inconexos); tonterías, tarareos, palabras sueltas.

PÁGINA 16 - Daniel Pérez (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Tiempos

Mi hijo juega con la muerte,
hace a un lado sus autitos
y juega con la muerte.

La viste,
la desviste,
la lleva de paseo en caballo de escoba,
hasta le permite
sentarse a su lado
a la hora de comer.
Ella come en nuestra mesa.

Cuando mi hijo ríe
yo también
río en la cara de la muerte.
Luego
compartimos café.

Puedo perderte mujer

Puedo perderte mujer,
mi casa está llena de montañas,
en sus cuevas habito.

Mi único remedio es la poesía,
ilegal y amurallada,
borrada del vademécum
junto con el pájaro que canta y agoniza,
la espina en el pecho y la sangre,
roja, carmín, púrpura burbujeante,
la poesía es un trapo
donde augusto se limpia los pies
cuando vuelve de la calle.

Alguien te lo recordará en mitad del cuerpo,
allí donde tampoco quedan las palabras,
donde queman una vida para hacer un reloj de cenizas,
allí donde ocultan el fuego,
puedo perderte mujer,
mi casa está llena de montañas,
en sus cuevas
habito.

Pedido de despedida

Con las manos me quito restos de la noche
que quedaron adheridos a mi piel,
amanece y gotea mi carne sobre el fuego,
el chirriar rompe el silencio,
el silencio ha roto tuétanos en la noche,
pasa suelta una paloma de horizonte,
la saeta misionera de la luz,
el hombre arroja a la graciosa mensajera
latas de tomates y otras conservas,
le quema los ojos con un cigarro,
el chirriar rompe el silencio,
el agua del ojo hierve
y la mirada gotea sobre el fuego
todo lo visto,
la grasa deja una mancha oleosa en el suelo,
mis pies descalzos resbalan en ella,
abren una grieta en la espuma de la rosa,
la concentración fatiga,
dejo para mañana lo que hoy no me sobra,
qué tienen tus manos
que cuando pronuncias la palabra adiós
me clavan espinas,
esto no es sangre,
esto habita la duda del cuello
ante la horca,
blasfeman sancho,
pican tu rostro,
alguien acapara llantos para cuando el desierto,
me tiembla el pecho,
una fría desazón se articula en las heridas,
gotea la carne sobre el fuego,
el chirriar rompe el silencio,
el agua del ojo finge la mirada,
me queda esta ilusión,
de vez en cuando
me asalta un sueño,
de vez en cuando una humareda
dentro de un calabozo,
de vez en cuando una antorcha
pariéndote en la boca un beso,
no hay nada que te amedrente
ni siquiera esa iguana fría
que pasea por tu lengua como un gusano verde
pero reptílico,
el arrastrar el alma de la paloma herida,
que si te vas te vas,
quién mencionó lo perpetuo,
si es que estamos sentados al abrigo
de una pizza fría,
y esto no es comida chatarra,
hay gente que se está comiendo los tornillos
y las chapas de su propio rancho,
quién divinizó la miseria
y los empalmes
y los gallitos de oro colgando de las cadenas
y los gallitos negros en los tejados
y el popohipo,
los bises,
los abrazos,
te aclamo con el clamor del cuerpo,
anoche una mujer estalló en mis caderas,
no has visto sus pedazos al entrar en casa,
estaban por el comedor,
estampados en el vidrio
y entre los restos
de la comida de ayer,
la pizza fría,
no has visto,
esa mujer se llamaba gloria
y dormía con las luces encendidas
para no descansar,
para morir en los silencios oscuros
de los popohipos
que blasfeman o ignoran las advertencias
como las polillas del hueso,
ahora vienen a verme los vivos,
me dan asco,
sus rostros hipócritas,
sus nombres hipócritas,
sus vidas hipócritas,
me dan asco
y náuseas y vómitos los vivos,
entiendan los silencios,
escuchen lo que callan,
lo que esconden de la vista, del oído,
yo estoy
montado en la cisterna del patio y observo los limones,
alguien tendrá que hacerse cargo del mundo,
no podemos estar dando vueltas y vueltas
como pelotudos,
alguien tendrá que hacerse cargo del mundo,
alguien que no sea Bush,
ni Bin Laden,
ni el sistema capitalista,
ni esa monarquía comunista,
alguien tiene que venir,
estoy tan solo,
mirando los limones,
que se me pudren los pies en las lágrimas caídas,
alguien tiene que venir,
estoy tan triste,
que me aplauden,
aplauden la tristeza
del tipo que está solo y triste,
triste y solo,
solo,
cuando ya no queda nadie
y nadie se ha ido
entiendan lo que hablo,
hablo
del hablar y del silencio,
del hablar con migo,
y del silencio con todos,
hay una pájara pinta en la enramada
gatiyo, gatiyo,
¡pum! a la píntara pájara que cae muerta,
¡pum! a la píjara pinta, muerta,
búsquenme un silencio,
acrobático y efímero,
algo delicado,
no caótico,
un silencio
al doblar la esquina,
en el agua sucia del cordón de mil veredas,
búsquenme un silencio,
por favor
cósanme la boca.

PÁGINA 17



Momentos polares


Por José Luis Víttori (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

La mayor aproximación a la realidad ambiente cuanto la más amplia libertad de fantasía, constituyen momentos polares en obras de distinta visión que nacen paralela y simultáneamente en un mismo país, en un mismo tiempo, o en países y tiempos diferentes, o bien en obras de un mismo artista, y ello nos remite a una paradoja de la creación y de la personalidad humana, no a un determinismo de clase. De lo contrario, todas las obras de los artistas burgueses de un mismo tiempo y lugar se parecerían.
El arte, cualquiera sea su especie, no deja de expresar al hombre que lo hace (su talento, su potencia, su aplicación, su calidad humana, su sinceridad, su conflicto), y, a través o por intermedio de éste, a los muchos hombres cuyo espíritu asume, a las dominantes que suelen solicitarlo en sentidos contrarios.
Puede hablarse del arte como proyecto de una personalidad intelectual, sensible, imaginativa, capaz por ello de registrar los matices más sutiles de la relación hombre-mundo. Así, el artista, el narrador, el poeta, no es nunca un ausente sino, en los modos y los aspectos que su obra nos alumbra, un oficiante, un participante.
Su arte integra y testimonia las claves de mi situación, la síntesis de mi cultura. Su obra me excede o me desborda tan sólo en la medida de mi propia ausencia, y si va a esperarme en un punto donde ya no existiré y donde otros como yo serán capaces, al fin, de entenderlo, es porque ha compuesto sus formar con un don de clarividencia; no porque haya huido
Suponer que el escritor se fuga de su realidad espacio-temporal porque su obra, ininteligible hoy, busca el futuro, no es cierto; él vive aquí y ahora un proceso sensible que culminará y se nos hará evidente mañana, la tragedia (o la comedia) digamos, cuyo desenlace ha comenzado a espaldas de sus protagonistas y que un testigo “ve” y “señala” en las sombras.
Los síntomas de la fractura de nuestro mundo nos turban a todos en alguna medida, pero muchos se defienden de ello dispersando su conciencia, acorazándola de principios inmutables o encubriéndola mediante el sucedáneo de fórmulas tradicionales y confortables.
El narrador, apremiado por los mismos estímulos, los enfrenta o los rehúye como nosotros, pero a diferencia de nosotros, no los resuelve exteriormente en acción (no los anula), sino que tiende a manifestarlos en su obra. Esta obra que en tantos casos no se da y deja un vacío, tiene en él un sentido de testimonio: su aprehensión del mundo parte siempre de una visión que se ensancha y se profundiza desde adentro hacia fuera, puesto que vive en el mundo interior del sentimiento [8], o, en otras palabras: dentro de uno se busca lo que está fuera. El espejo oscuro se halla en el fondo del hombre [9]
Si al mirar un cuadro o leer una novela nada cambia, nada se conmueve, nada se alumbra dentro de nosotros, es porque no hemos logrado el tránsito desde la consistencia material (el soporte, el objeto, el tema), a la esencia artística de la obra, o porque estamos sacados y somos extraños a la trama de los valores que la sostienen. Y muchas veces no se trata de un rechazo inocente, sino de una ceguera que se complace y se defiende, que, arteramente, nos separa, nos excluye, inhibiendo las relaciones obra-persona. O, lo que es más grave, descolocándola de su ámbito cultural. En este último caso, la chispa demorada ya no saltará nunca, porque vivimos en otra dimensión.
Lo que de estos lenguajes y de este arte nos importa verdaderamente, es su contribución a una cultura educada en la libertad crítica, en la fuerza interior de la razón y en la tolerancia moral (Elio Vittorini).

[8] Herbert Read: Imagen e idea (FCE, breviarios, 1957): “El yo, nos dice ahora el artista, tiene poco o nada que ver con la máscara convencional que presento al mundo; puede ser adecuadamente representada sólo por signos o símbolos que tengan una equivalencia formal con el mundo interior del sentimiento, cuya mayor parte se halla sumergida bajo el nivel de la conciencia” (Pág.177)
[9] Víctor Hugo: Contemplation supreme, en Post-scriptum de ma vie, Cfr. Herbert Read (O.cit): “Es extraordinario pero es dentro de uno mismo donde se debe buscar lo que está fuera. El espejo oscuro se halla en el fondo del hombre. Ahí está el terrible chiaroscuro. Un objeto reflejado en la mente es más vertiginoso que cuando lo vemos directamente. Es más que una imagen, es un simulacro, y en el simulacro hay un espectro… Cuando nos asomamos a este pozo, vemos dentro, en la abismal profundidad de círculo estrecho, el gran mundo mismo”. (Págs.180 y 237)


PÁGINA 18 – Florencia Lo Celso (Rosario-Santa Fe/Argentina)

1-

Las cosas son,
a pesar de todo,

no se sabe
qué ha urgido,
apresurado.

Simplemente fué y
de la boca, torpe,
caen
los sonidos.

A dónde, lágrima,
nó al ojo,
resta al silencio.

2-

Por más que
quiera,
el dolor,
no busca
aislarse en la
palabra;
fortificado en esta piel,
consigue asir al
desamparo,

el
desamparo
que inventa
el olvido.

3-

Esa mujer,

que envejeció temprana,
descorre
los bordes de las calles
buscando
amuletos que le
susurren
cuál es su
noche despejada.-

No teme conmoverse.

Esa mujer,

habita la ciudad
para contarla,
soplando al
miedo y a la
página
en blanco.

PÁGINA 19

Biografia de Z
.

Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Nace en la primavera del año 1800 en el seno de una familia particularmente escandalosa. Su padre, comerciante en telas y antigüedades, sufre frecuentes ataques de furia que descarga entre sus hijos y su esposa. Adicto al opio, posteriormente el mismo Z. dirá de él: "Hubo mañanas en las que no deseaba despertar. Simplemente me cubría con el edredón de mi cama y me quedaba allí, esperando la vuelta de un sueño ya ido o los golpes de mi padre a manera de desayuno".
Sin embargo, fue su madre, el ser para el que Z. guardó más rencores. Mujer muy hermosa esta, profesora en artes orientales y pianista, se había desempeñado en varios oficios hasta su casamiento. Fue modista de novias, traductora de griego en la imprenta de don Samuel Traks, vendedora de libros y concertista. Esto último lo hizo hasta que un accidente en la vía pública le dejó como secuela irreparable la inutilidad de su brazo izquierdo. Poseía un carácter inestable. Solía romper cosas, envenenar animales o salir a caminar durante noches enteras por la ciudad. A la vuelta su cuerpo estaba cubierto de moretones y arañazos. Muchas veces sangraban sus magulladuras.
En su diario íntimo, Z. y su hermano, al morir ella, pudieron leer comentarios atroces respecto a la maternidad, el casamiento, la cultura, el egoísmo. Se cree que Z. ya siendo un autor reconocido en su país, guardó el diario de su madre y muchos conceptos de ella fueron usados por el genial escritor en cartas o en ciertos poemas.
El mismo dice: "Mi madre tenía por costumbre odiarnos. Mis hermanos y yo éramos el fruto podrido de una unión no deseada. Habíamos sido concebidos no como el proyecto concretable de una pareja amorosa, sino como la condena otorgada a los inocentes". En otra carta agrega: "...Me abrazaba con fuerza hasta hacerme doler el cuello. Después me soltaba, repentinamente, y se volvía a su cuarto. Estaba allí el día entero. Al salir buscaba las herramientas de la muerte, vale decir venenos, vidrios molidos, trozos de carne o queso, y armaba trampas a los perros vagabundos".
Esta situación de acoso y desengaño con sus padres, marca una triste niñez para Z. Ya a los siete años hablaba de irse de su casa, planeando huidas exóticas que involucraban islas desiertas, barcos cuyos recorridos no conocían fin, peleas con soldados o nativos de aquellos sitios mágicos y salvadores.
Si bien la posición económica de la familia de Z. era más que desahogada, la realidad de la casa se trocaba, con el paso de los años, en un infierno.
Z. tenía una hermana y un hermano. Con ellos, el escritor logró mantener una relación de compañerismo que, en parte, lo ayudó a sobrevivir en mitad de esa locura.
Gracias a su hermana comienza a familiarizarse con la literatura. "Una tarde", cuenta Z.,"nos habíamos ido a caminar por la playa. Mis hermanos y yo. En un momento nos tendimos en la arena. Recuerdo en viento y el sol. El perfil de mi hermano tirando guijarros al agua y el de mi hermana leyendo un libro. No puedo decir, hasta hoy, si me gustó la literatura por sí sola, o por el recuerdo que siempre quise recuperar, o más bien no dejar morir, de aquella hermana mía, frente al sol, hilvanando, frase a frase, una historia".
Al iniciar la escuela sus ambiciones de lectura desconocieron sosiego. El padre de Z. había hecho acopio de libros antiguos durante años y su hijo encontró en ellos algunos temas que serían recurrentes en su obra: el amor, la cobardía, la insolencia, la brutalidad, la muerte. Lector incansable de la comedia latina, y de Plauto en particular, llegó, siendo muy joven, a traducir obras de este escritor. Se deja interesar también por los diarios de viaje, los libros sagrados hindúes y chinos, los cantares de gesta, los informes de guerra, los libros de medicina. A los quince años ya ha leído los libros de su biblioteca y recurre a bibliotecas públicas. En una de ellas estrecha amistad con Lorna Plum, mujer joven pero mayor que él, a la cuál le dedica los primeros poemas, hoy fatalmente perdidos.
Lorna hace que Z. de habitúe a la lírica. Ella organizaba una suerte de taller literario al cuál Z. asistió. Allí, él y otros artistas revisaban manuscritos de escritores locales ya muertos, seleccionando los mejores y enviándolos a la capital para su publicación. También armó sus primeros poemas y descubrió que la literatura, como cualquier disciplina, era criticable y perfectible.
Lorna le facilita el primer dinero para un viaje a la capital y le ruega que no olvide llevar algunos poemas suyos al director de una revista conocido de ella.
Z. emprende el viaje un día frío de verano sabiendo que su experiencia no será satisfactoria. "...La ciudad era una cárcel donde el humo sin fuego y la gente se encargaban de echarte". No debí haber ido. Nunca. No debí..."
No obstante deja sus poemas al director de la revista y uno de ellos sale publicado sin su nombre. Por esta razón la duda de su autoría, aunque algunos críticos han decidido negarla porque el mismo no concuerda ni temática ni estilísticamente con la obra posterior del poeta.
Ese viaje breve señala dos eventos en la vida de Z. El primero, es la decisión de comenzar sus estudios en Historia y Leyes. El segundo, no continuar escribiendo.
Lorna Plum, quizás ante la angustia de perderlo, quizás ante la certeza de no haberlo tenido nunca, le ruega que no abandone su obra, que no se aleje de la creación literaria, que ella se compromete a ayudarlo. Con dificultad, con desgano, Z. sigue. Al concluir sus estudios, envía una carta al rector de una Universidad en la capital solicitando un empleo que le es denegado.
Paralelamente, su padre, tan destruido por el opio, abandona su empresa y se deja morir en una cama. Z. entonces asume el nuevo rol de comerciante. Esto, si bien al principio se le antoja imposible de realizar, con el tiempo, el contacto con la gente lo torna más sociable y lo ayuda en la faz literaria.
Viaja con frecuencia a distintos lugares y traba amistad con escritores de otras regiones. Por esos años, escribe cinco poemas largos que, bajo el título de "Poemas de amor para una.", son publicados en Francia gracias a un concurso literario.
Sus logros empresariales también crecen posibilitándole una vida favorable para la escritura. Por fin, su padre muere y es enterrado con muy pocas lágrimas de sus deudos. "...se lo llevó un respirar apresurado, un ademán de irrecuperable prontitud en el aire...".
Pero es recién a los veintiséis años cuando Z. escribe la obra que aparentemente le diera renombre nacional. Son sus "Sonetos para el peregrino", los que despertarían la admiración de dos grandes: Coleridge y Stendhal.
Marcel Morel, crítico especializado en la lírica de Z. dice, a propósito de sus sonetos: "...Son la concreción del dolor. Los efectos del golpe, las consecuencias de la agresividad, pacíficamente tolerada. Vale rescatarse de ese libro su poema “Palabras para Lorna Plum”, en el que su amor, dolorosamente, se yergue como el sentimiento payasezco y a la vez decadente de la adolescencia. Hay admiración hacia la figura de Lorna pero hay también rechazo, hay atracción al mismo tiempo que angustia. Pervive en esta obra, como en ninguna otra, una fascinación sensual que se queda en el impulso".
El amor entre Lorna Plum y Z. se puede ver también en otros textos del escritor. Es el caso por ejemplo de "Matilde", historia en la que sus protagonistas, Luca y Matilde, dos jóvenes venecianos de encumbrado linaje, deciden, ante la negativa de sus padres para aceptar el matrimonio, establecer una comunicación epistolar que durará varios años. Esta relación se debilita con la ausencia de Luca, que emprende un viaje por África, y concluye con la muerte de éste. La última carta que se envían, sella una suerte de pacto entre los dos que los hace inseparables.
Z. envió a Lorna Plum una casi diaria correspondencia desde el primer día en que se vieron. Dice en su diario: "...Hoy he comenzado a escribirle temprano. Todavía no ha despertado mi padre y yo estoy en pijamas, en el escritorio, escribiéndole. Sospecho que lo nuestro se parecerá demasiado a la eternidad. Sospecho y temo por eso... La fragilidad de ella me recuerda a las ramas de un árbol. Tensas, se pueden partir con un golpe de aire".
La trama argumental de sus obras y sus títulos se encuentran en sus cartas. En ellas hay también fragmentos de poemas y trozos de narraciones que nos permiten esbozar la totalidad de la obra del autor.
Z. contrae matrimonio con Lorna Plum y de esa unión nace Katty, a la cuál, varios años después, le dedicará su libro "Paisajes descriptos con tumbas".
En 1829 mueren su hermana y su cuñado de tuberculosis. Z. está trabajando por esos días en unas traducciones de Petronio. Al enterarse de la noticia, una fuerte depresión se instala en su vida. Lo hostiga varios meses en los cuáles no escribe. Pasa la mayor parte del día haciendo oración al pie de su cama como un niño o hablando con el retrato de su hermana.
Es recién en 1831 cuando Z. vuelve a publicar. Esta vez "Poemas corteses para una.", libro continuador de aquél "Poemas de amor para una", en el que no hay hallazgos de consideración. No obstante cabe destacar una precisión descarnada en la elección de los versos y una búsqueda constante de la infinitud, de la perpetuidad en el amor atentada por la brevedad de la vida. Muchos críticos, se dice, se burlaron de este libro considerándolo sensiblero y banal. Otros en cambio, hablaban de él como de la antesala para una renovadora concepción del arte y de la poesía particularmente.
No olvidemos que tres años después, Z. dará a conocer lo mejor de su obra. "El ermitaño" y "Las bocas del lobo" (obras de las que no se habla con detenimiento en sus cartas), "Barcos y naufragios" y "Matilde". Aparentemente todas estas obras, menos "Matilde", estaban constituidas por poemas cortos, que tenían como eje común la soledad, el abandono, una cierta nostalgia por la juventud.
En 1836 muere su madre. Z. se apodera del diario íntimo que ella llevaba. Conviven criterios encontrados respecto al destino de ese diario. Algunos críticos sostienen que Z. utilizó fragmentos de esos escritos para elaborar obras posteriores. Otros, hablan de que el escritor transformó ese diario materno a verso, vale decir, versificó la prosa y lo publicó como propio bajo el título "Paisajes descriptos con tumbas".
Hay en este libro un regodeo en el dolor, y éste aparece como detonante de la belleza. Conceptos tales como la angustia que libera o la enajenación que aísla y separa pero con el fin de dar protección, tratan de ser resumidos por los críticos mediante frases un tanto abarcativas, que buscan sofrenar, ayudándose con la síntesis, la agresiva extensión de las ideas.
Este será el último libro publicado de Z. Hay un cese en su carrera literaria a partir de este momento que se puede considerar definitivo. De allí se desdibujan las certezas y crecen las dudas.
En 1842 muere Lorna y en 1843 Z. sufre una caída en la escalera de su casa que le inutiliza la pierna izquierda. "Igual que a mi madre, Dios mutila lentamente".
Sus estados depresivos lo llevan a enfermedades crónicas. Así es que su hermano se hace cargo de la educación de Katty y de los negocios que prosperan.
Z. consciente de la cercanía de su muerte, se traslada a vivir a una casa de campo, cerca de unas montañas. Sabemos que murió en el invierno de 1845 de una pulmonía. Desde aquél momento florecen las sospechas en torno a la imagen de Z.
Se dice que mandó quemar los originales de sus libros, así como también la edición completa de "Barcos y naufragios".
No se tienen datos respecto al porqué de dicha actitud. Quizás la muerte de su esposa o su enfermedad, lo convencieron de aquello que él denunció tanto desde su poesía: la inutilidad de la palabra ante lo temporal.
Una vez acontecida la muerte de Z. su hermano recopiló las cartas y algunos trabajos sueltos. Pero la muerte repentina a manos de unos bandoleros lo llevó negándole la publicación de esos escritos.
Recién en 1874, Marcel Morel, el critico casi descubridor de Z. (digo "casi" porque ya otros críticos hablaban de la existencia de este escritor), encuentra, en los depósitos de la Biblioteca Nacional, esas cartas. Las edita y dedica gran parte de sus estudios a reconstruir, a partir de ellas, la vida y la obra de Z.
Es por Morel que hoy tenemos acceso a esta biografía. Todos los datos que en ella se vierten fueron rastreados por él.
A nuestros días no nos llega el nombre completo del autor, ni tampoco las obras publicadas. La Z. fue la letra elegida por el autor de las cartas para su firma. Y las obras publicadas, si bien, según la información epistolar, fueron reconocidas en su tiempo, y gozaron de cierta popularidad (se habla en un estudio de Marcel Morel sobre la influencia que ejerció la obra de Z. en los románticos), se eclipsaron hasta perderse en ese mar de escritores descollantes que dio este período.
En la última cara fechada en el invierno de 1845 Z. dice: "...No sé si las fuerzas que sostuvieron mis días me servirán hoy para hacer lo que debo: destruir mi obra. Al hacerlo reconozco la propia destrucción, la puerta que me separará del mundo. Pero también está el frenesí de hacerlo, la velocidad que me apura hacia las llamas. Doler es una forma de salvarse...".
Tal vez esa obra dudosa existió y nos fue negada. Quizás también toda esta biografía de lo incierto responde a una búsqueda de corporeizar una existencia, de dar objeto a lo que todos ansiamos encontrar: lo perpetuo de la belleza.
No obstante nos queda la posibilidad de que los versos de Z. hayan existido. Nos valemos de algunas afirmaciones y de ciertas palabras del autor: " Hoy/quisiera conocer las disonancias./Hoy/ quisiera ser lo sospechable./La rosa, la mutación, la mujer enamorada que me espera./Hoy/quiero no ser yo, /sino pensar que he sido."

PÁGINA 20 – Jorge Isaías (Los Quirquinchos-Santa Fe/Argentina)

A ése

A ése péguenle
que va con su camastro
lleno de bichos
a cuesta
con sus canciones
de crepúsculos
y ruinas
a ése que se creyó
Dios y que salió
a decirlo
con su cara
de pobrecito
a ése
al poeta
péguenle sin asco.
No tengan piedad con él.

Poema

Nostalgias como grandes goterones
en el techo de zinc, que la niñez
no olvida.
Sobra del plátano sobre
ladrillos del veredón
donde flamearon las polleras
de las niñas.
Años con perfume de malvones
y las infinitas estrellas que nos guían
y el acordeón nostalgioso de Pedrito.
Fantasía, extendiéndose más allá del tiempo,
más allá del campo del girasol que gira.
Años en que rondaba parsimoniosamente
la rueda del molino.
Años de corazones esperando el estío.
Cuando el invierno no ganaba el torpor
de nuestros huesos y era todo nuestro:
El sol, el pan, la lluvia corriendo
desnuda en los caminos...

Deudas

Los míos nunca entraron a tallar en las historias.
Destriparon terrones en absolutos junios con heladas,
y dieron hijos con penurias fijas a la dureza de esta tierra.
Hubo arado con gaviotas. Hubo lentas trilladoras
junto a las trenzas rubias de mis tías
y el torso desnudo de tanto cosechero.
El sol del verano hacía fintas mientras tanto en sus cabezas.
Debo el poema. Debo la sangre que no derramé y el sudor
que me he guardado y la pena de ver llegar a mi padre
En un setiembre con sangre sin batallas.
Lo vi llegar herido, con los brazos como rotas alas
pero la furia hecha brasa en las pupilas.
Debo el poema a los colonos comprando el pan en la bolsa
blanca de arpillera. El agrio tabaco en latas de té Tigre.
Las calvas cubiertas con gorras amarillas.
Antes estaban la cocina a leña, el techo de cinc bajo tormentas
del invierno, el café y el mate recibiendo a la mañana.
El cuaderno con estampas era cuadrado y grande
y encerraba un mundo en sus cuarenta páginas.
Después la lluvia de abril complicó todo:
hubo historias que recuerdo y otros amores que me olvido,
sin quererlo. Hubo un tren que me trajo de repente
arrancándome de cuajo, como fruta verde de diciembre.
Debo aún toda la distancia que me pone cada vez más viejo,
y me entristece.

PÁGINA 21

Candelaria


Por María Guadalupe Allassia (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

"No trences mis cabellos. Mis cabellos son tierra
con la que han de nutrirse las plantas de las sierras".
(Juana de Ibarbourou)


Candelaria. Tomo la palabra y se encienden las candelas de tus ojos de peces dorados por donde se asomaba la lluvia.
Ojos de oro en tu carita arrugada de sol y montaña. Olor de manzanilla campesina y silvestre.
Todos los días te sentabas en tu silla de paja y como una Diosa Invisible del Fuego, encendías el brasero, con un ritual misterioso y cotidiano. Allí apoyabas la pava ahumada y esperabas que el agua se caliente, río tibio sin nombre, mientras las voces verdes de la parra, las voces redondas de las uvas, decían y conjuraban: ¡Que se iluminen las velas de la memoria! ¡Que se enciendan los ojos dorados de Candela Candelaria! ¡Que no se duerma Candela en los brazos del Cuco Perdido! Porque hay que recordar. Con tu mate de plata, tomabas mate dulce y soñador y recordabas. Con tu mate de plata, de pie labrado, que te regalara, hace tiempo, mamita Alvear. Eras muy joven cuando trabajabas en la cocina de la ilustre familia y preparabas humita en chala para gente importante. Candela Candelaria, contabas los años con granos de maíz y recordabas. Tantos años felices al lado de Eudosio, entre las sierras, con tu casita de piedra, al pie del Uritorco, envuelta en aromas de peperina y poleo. Otro mate, otro recuerdo. Una lágrima dorada. Dos. Es lindo escucharte Candela Candelaria y guardar tu memoria en una cajita.
¡Que se apague el resplandor del relámpago y la luz de la Luna! Que no importa. Si nos ilumina, nos vivifica, nos vuela en amarillo, tu nombre de velita, que resplandece en el aire como una luciérnaga en noche de verano.
Pero no olvido. No olvido. Esa noche que descubriste en la luna, diente de maíz maduro, la figura de Eudosio sentado a orillas de un molle boca abajo. Comía los frutitos rojos y su aliento despertaba recuerdos y los dejaba caer sobre tu cama, Candela del Uritorco.
Así lo viste con su sombrero de pastor de cabras, oloroso a leche y a quesillo de la montaña.
Dijo simplemente:
-Vení, Candela, Candelita, Candelaria. Tomemos mates brujos en este lugarcito blanco sin espinas. Traé la olla negra para hacer dulce de membrillo. Estoy alegre porque he muerto alegre y Diosito me dio esta silla para verte.
Si querés venir, dejate llevar por la neblina que baja del Uritorco, siguiendo el hilo cabello de tus sueños.
Así te fuiste Candela, con tu mate de plata, descalza de recuerdos, adormecida con la música de las cañas y tu poncho de mariposa en la espalda.
No olvido, no, tu pálida ternura malva, porque tu nombre tiene, como dice Juana de Ibarbourou, olor de manzanillas curativas, doradas y nevadas, que guardan las abuelas campesinas, sólo para dulcificar la memoria cuando hallamos tu huella en el caleidoscopio de la nostalgia

PÁGINA 22 – Patricia Severín (Reconquista-Santa Fe/Argentina)

Poema a nuestra cama

Lo difícil será encontrar nuestra cama.

Tendrá que ser una cama con historia
pero no tuya ni mía
una de esas camas que vienen para siempre
a prueba de alcahuetes y de guillotinas
Nuestra cama protegerá mis cabriolas
por los andamios de tu pubis
y velará tu retaguardia
amamantada sin pudores por mis manos
Voy a escarbar el colchón
para no encontrar ninguno de los rastros
de tus amores antiguos
y me dejaré amarrar por tus caricias
a los altos respaldares sin alianzas
Será una cama que nos proteja de la escarcha
sin vocación de oveja
sin frentes de tormentas
forjada en el entrecejo de tus labios
Tan erecta, tan jadeante
tan abierta de ojos
tan olvidada de bostezos
como nuestra almita sudorosa
que se enreda en la distancia

De madera y de hierro. De la buena
madera será nuestra cama

Para jugar a escondidas debajo de las sábanas

Y por la isobara de tu cuello
justito allí donde amanece tu barba
nuestra cama pedirá un respiro

(a vos y a mí)

tan perdidos de relojes y de calendarios

Justificación del poema de amor

Escribí cajones de poemas de amor

Pero para ser poeta –me dijeron-
hay que cercar otras
glorias

La física cuántica, por ejemplo,
o la metafísica
la incierta certeza de Dios
y la decadencia del milenio

En realidad
sólo sé escribir poemas
de amor y desamor
y enhebrar los delicados desvaríos del pubis

Aunque intento, juro que intento,
indagar en el desierto las causas y
consecuencias del fantasma de mi padre
la opacada memoria de los muertos
las siniestras virtudes de los vivos

Andadora de amor
Tantísimos años
rebusqué
en tejados y en aljibes
hasta encontrarte

Ahora
que después de encontrarte
me he encontrado
quizá pueda escribir sobre
los astros
aunque la verdad, la verdad,
lo que me sigue obsesionando
son tus brazos

Pocas cosas valen la pena

La fragilidad de la cordura
Salir de la manada
Salvarse garabateando letras
La turbulencia de la madrugada la escritura el frío
Amar hasta el dolor
Los amigos
Los hijos

Pocas cosas valen la pena

PÁGINA 23

El deber humano


Por Mónica Russomanno (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

La lucha contra la adversidad era la clave. La lucha contra un destino amenazador, el destino como la tormenta que se desatará, que romperá las amarras y devastará la pobre humanidad o el pobre ser sacudido por los inclementes vientos de los años, de la lejanía, de la tristeza. El destino que se ensaña quitando la vista a Borges (eso será mucho después, pero qué es una década o un siglo para la historia), el destino que se ensañó con Beethoven desprendiendo de su ser esencialmente musical la valiosa y magnífica capacidad de escuchar el goteo de la lluvia, una puerta que se queja, los acordes monolíticos de una sinfonía.
Es el deber del ser humano la lucha contra la adversidad. Frase remanida, que no es espectacular por la formulación ni por la novedad, pero que con el contexto de haber sido expresada por Beethoven tiene una fuerza y un impacto que estremece.
Y luchó Beethoven contra la adversidad, contra el destino que en la quinta sinfonía se expresa para siempre en notas musicales, en una sola frase que se repite y muta pero que se alza como un monumento de piedra en la llanura destemplada. Lloraron los oyentes en su momento, nos emocionamos hoy cuando nos golpea ese bloque de música que forma la orquesta a pleno, y esa queja de un único instrumento solo que implora allá en las alturas, único como la plegaria de un inocente.
Ese pa ra pa páaan reconocible y trágico, tres notas cortas y una larga. La “V” en el código morse, la “V” de la victoria final aún cuando la muerte cierre y clausure. La victoria de haber presentado batalla como sea y contra poderosos ejércitos. Es la victoria de la lucha en sí, sin importar los resultados. La victoria del hombre de pie aunque sea al fin la caída, que no somos inmortales pero la victoria está en la resistencia.
Se había comprado o mandado hacer Beethoven todo lo que el ingenio de la época permitía para amplificar esas ondas elusivas que ya no formaban sonido en su cabeza. Trompetillas, cuernos, hasta una pesadilla de hierro que parecía salida de los sueños enfermizos de los inquisidores; un collar con largas varillas que se introducían en el piano. Vanos intentos. A los treinta años el ejecutante estaba completamente, fatalmente sordo. Y fue después que escribió cada una de sus sinfonías, sordo ya, trabajando con las coloraturas de los instrumentos de memoria, armando acordes poderosos con matemáticas e imaginación. Construyendo catedrales y recintos dibujados a contraluz y con trazos vigorosos. Luchando contra la adversidad, porque lo dijo y lo hizo, era su deber humano luchar contra la adversidad.
Y antes del pa ra pa páaan una aspiración, un silencio. Importante silencio de hache muda delante de la palabra. Impulso que eleva la fuerza y hace que la frase suba. Tomar aire antes del esfuerzo, echar hacia atrás el brazo en tensión para que la flecha llegue hasta ese blanco lejano.
Tanto importa la hache, tanto hace un silencio, el vano con la misma contundencia espacial que la pared contundente. La muerte dando sentido a la vida por simple presencia invisible. Esas sutilezas que no se comprenden hasta
que nos las explican, pero que sin embargo se pueden presentir en la emoción.
Nos hablan siempre de un hombre colérico de cabello despeinado. Se reducen finalmente los seres a una caricatura vacía. Debiésemos poner el relato en cosas más importantes, como su pasión que como toda pasión es desmedida y arrasa con árboles y edificaciones. Destruye y crea.
Beethoven guiando a una orquesta que no escuchaba, nueve horas guiando la orquesta y cantando y gritando mientras los espectadores comían o charlaban, en esas maratones en las que un compositor presentaba su obra y que se llamaban academias. Lo imagino feliz, lo imagino por fin vivo y no como ese busto inmortal (esas inmortalidades de museo, de cámara funeraria, de olvido), ese busto inmortal y ajeno que no es Beethoven sino un pedazo de yeso o acaso mármol o bronce, materia que jamás fue viviente de vida humana, sueño y carne y espíritu desbordado.
Es deber humano luchar contra la adversidad, dijo Beethoven, vivo y viviente y tenaz. Quizás la única forma de construir obras justificadas, poderosas y bellas sea esa batalla desesperada contra la propia imposibilidad. Desde aquí se ve el inmenso edificio, y no notamos, ya, la labor del artesano, las huellas arduas de los cinceles sobre la piedra.
Será por eso que la quinta sinfonía fue la obra seleccionada para representar el sonido de lo humano, cuando se envió un mensaje al espacio.
Qué temblor en la yema de los dedos, qué magnífico vacío en las entrañas pensar en esa frase musical resonando allá en medio de la negrura y las infinitas estrellas, viajando por el universo anónimo y llevando el mensaje de la humana esperanza de poder dar lucha al firmamento inabarcable.

PÁGINA 24 – Roberto Malatesta (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

El buen color del día sobre las hojas

El buen color del día sobre las hojas de acelga
castigadas por largas lluvias y langostas.
Hoy es el color del sol, y recuerdo otros ritos,
los perros se desperezan echados en la hierba,
nosotros despejamos nuestras mentes que aguardaron
tanto tiempo guarecidas en nubes dolorosas,
tomamos mates junto a tapiales laureados por el musgo,
remamos en la luz y tenemos el buen aroma del día a nuestro lado.
Puede que mañana sea mejor, al menos igual, o quizás no tanto.
De todas formas la langosta proseguirá con su tarea,
comerá sol, mientras el musgo
morderá el ladrillo rojo que guarda nuestras casas.
Esperamos que este aroma no se vaya,
nos devore con paciencia
y se preste, al fin de la jornada inevitable,
a despedirnos envueltos en el color del sol
que captura el aire y enardece la tierra
cuando las lluvias cesan.

El viento tiene algo que decirnos

El viento tiene algo que decirnos esta noche.
Si no le oímos será porque creemos demasiado en nuestros asuntos.
Será porque confiamos en que nuestras tristezas o nuestras preocupaciones
llegarán a algún sitio. Pero el viento pasa y nunca llega.
Nos hemos acostumbrado a un mundo demasiado seguro,
y si no vemos el fondo de cada cuestión no nos damos por satisfechos,
pero no hay fondo, y las cuestiones no importan.
La seguridad es lo que nos desvela, pero el viento,
el viento tiene algo que decirnos hoy.
No nos ponemos de acuerdo en nuestros desconciertos
y el viento pasa y nos dice algo que lleva nuestros nombres,
el viento que pasa y nunca llega.

Bajo la lluvia del sur.

Bajo la lluvia del sur las zinnias alcanzan
a tañer cuerdas por sobre el color de marzo.

Marzo huye con el agua del verano
y baja las gradas en donde esperan ocres
alimentados de cenizas de hojas.

Bajo la lluvia las zinnias, su alma en suspenso,
criba la soledad de patios cercados
por tapiales que han oscurecidos
los diminutos grafismos del musgo.

La palabra soledad, limpia y acerada
bajo la lluvia brilla como un astro

lejano, frío y fuerte

PÁGINA 25

El abuelo está aquí


Por Arturo Lomello (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

¿Dónde empezaba y terminaba el abuelo’. Me hice esta pregunta cuando el abuelo Joaquín murió, hace ya diez años. “No lo volveremos a ver en este mundo, pero algún día todos nos encontraremos de nuevo”- me dijo la tía Nora- hablando como si estuviera representando un papel en una telenovela. Mamá no se había animado a darme la noticia y no la creí. ¿Qué quería decir eso de que no lo íbamos a ver más? ¿Acaso el abuelo sólo estaba contenido en ese cuerpo viejo, en cuyas piernas solía sentarme para hablar largamente en las siestas de las abejas que zumbaban en el patio, de los gorriones que venían a buscar las miguitas de pan que les dejábamos en una mesita o, sobre todo, de sus viajes como conductor de trenes? A fuerza de estar juntos habíamos hecho un tejido que unía nuestras conversaciones con el sol, con las tardes con los sonidos del viento, con el cacareo de las gallinas y todo eso era para mí el abuelo: la higuera en el patio, el dulce sabor de los densos higos, la sombra de la parra que se desplazaba lentamente con el andar del planeta, eran mi abuelo. Entre los dos habíamos creado todo un universo.
Entre los dos, he dicho, pero no era así. También estaba la abuela que pese a sus años trabajaba en la cocina y después, silenciosamente, se arrimaba a cebarle mate amargo y escuchaba con una leve sonrisa nuestras conversaciones. Era menos comunicativa y más rezongona, pero a su manera ella también formaba parte del encanto, como el patio soleado y su diálogo con la sombra, las abejas zumbonas, las gallinas siempre asustadas, el viento que aunque seguía de largo dejaba sus semillas, sus mariposas entre las plantas. Había un misterio flotando, mezclándose con nuestras palabras.
Después comprobé que él no venía más, rengueando, haciendo sonar su bastón contra las baldosas del patio, a sentarse en el sillón de mimbre, a la sombra de la parra. Por eso, me pregunté dónde empezaba y terminaba el abuelo.
Me fui al fondo a contemplar la higuera y allí estaban las brevas. Arranqué una y me dio su gusto rotundo, el deleite de su consistencia pulposa, su sensualidad detenida; dulzura carnal de soles, lunas, estrellas, vientos y lluvias, acariciando la lengua. Las gallinas se asustaron una vez más, cumpliendo con su papel y “Negro”, el perro salchicha, con su aspecto de dibujo animado, vino a torearlas y a buscarme y todo estaba en orden: sólo faltaba el abuelo con su mirada de distancias, su figura robusta, sus bigotes poblados y encanecidos.
En alguna parte debía estar, porque no había ningún hueco por donde pudiera haberse ido de este mundo en el que todo era exceso, regalo. Les pregunté a mamá y papá, a mis hermanos y a la tía Nora si era verdad que el abuelo ya no volvería y Felisa, mi hermana, me contestó con fastidio: “Dejate de estupideces; el abuelo se murió y basta”
Una tarde habíamos pasado con el abuelo frente a la vieja estación ferroviaria y él, sin decirme nada, sabiendo que yo compartía sus sentimientos y que lo seguiría, entró en el amplio salón de acceso en el que flotaba una atmósfera gris de tiempos y distancias, como si a través de los años cada tren que llegaba o salía hubiera ido depositando la imprecisión de los viajes, el no quedarse definitivamente en ninguna parte.
Todavía lo veo pasear su mirada reverente por los rincones, buscando allí su pasado y después, en los andenes, contemplar las antiguas locomotoras detenidas, acariciándolas con los ojos. Memorizaba sus incontables viajes por el norte de la provincia, que había descripto una y otra vez en nuestras conversaciones; las inacabables llanuras, los montes impenetrables, el trabajo de los esforzados hacheros, la soledad de los pueblos donde tenía tantos amigos a los que ya no veía, gente que le había confiado sus esperanzas siempre frustradas de una vida mejor, miles de días, soles, lluvias, noches, tierra que el abuelo llevaba dentro de sí como los higos su pulpa.
Y ahora yo sentía que todo eso se asomaba por mis ojos. Miraba las avenidas de la ciudad, la gente que transitaba por ellas y me decía: “Estás aquí , abuelo Joaquín, estás aquí; ves por mis ojos”
Un mediodía regresaba de la escuela cuando vi un viejo que caminaba lentamente delante de mí, rengueando. Su figura me resultó tan parecida a la del abuelo que me apuré para alcanzarlo, impulsado por una loca esperanza. ¡Qué frustración al ver su rostro que tenía, sin embargo, cierta semejanza! El viejo me sonrió como adivinando lo que me estaba ocurriendo. Tal vez, él también tuviera un nieto con quien compartir el misterio de largas horas sinceras de conversaciones y silencios.
En casa encontré otra vez el sillón de mimbre, con la ausencia del abuelo. Fui al dormitorio y busqué el bastón; lo tomé entre mis manos, palpé las rugosidades de su empuñadura, tratando de sostenerlo como él lo sostenía, con sus manos fuertes y ásperas. Salí al patio, me senté en el sillón de mimbre, hablé con una voz grave y algo ronca con un nieto imaginario que era yo mismo, tratando de imitarlo. El sol de la siesta emborrachaba de reflejos verdeamarillos a las plantas. Entonces supe que el silencio del patio, con rumor de abejas, el viento entre las hojas de la parra, las incipientes uvas, eran el rumbo que comenzaba a abrirse hacia el latido de ese corazón que en mi pecho contenía la nueva presencia del abuelo.

PÁGINA 26 – Concepción Bertone (Rosario-Santa Fe/Argentina)

E-mail

a Claudia Caisso

Hay alguna verdad que asoma apenas
pequeño brote, mientras
la helada quema su reciente verdor, su osadía
y me deja
sin pensamientos. Si hoy sólo soy
en el papel virtual: un Asunto. Nada
que no pueda esperar por un tiempo
el vacío de un siglo. Algún
sentimiento real
cuando llega…
No queda nada humano, salvo el oprobio,
alguna vieja crueldad
heredada de Herodes, la baba
hialina del caracol
dibujando en la laja
la runa
de la vida perdida en la duda.
La informe soledad. Llama
la amiga.
su vera voz me toca
y vuelvo
a sentir el cuerpo. Lo que dice
el amor aun por la boca.

Años de soledad

(Piazzolla-Mulligan)

Me lee una carta, una muerte
que habla de otra muerte, una
suerte de poder decir ese amor
del autor de la carta que él me lee. La lija
-áspera de la pez - frota
la palabra que nada en la derrota
que glorifica
la palabra derrota. La lija
en su papel de lija, pule el metal. Lo brilla.
Lo atalaja. No lo ablanda
su ardor sino ese amor otro
que dice el autor
de la carta que él me lee. Y
se llueven las lágrimas, se atormentan
los ojos, las mejillas de los dos
en la noche que aún mora en mí. (Amor
mío, de vos todo viene y se va
cuando aclara
y la música cesa.) En la ventana
el sol cruza la reja, atraviesa el cristal
como la hija que muere en la carta
mientras su padre la vive en
la carta que escribió. La vida dada
de los dos, la victoria ganada en
la pérdida. La medida de la vida
cuando no hay vara que la mida. Cuando
el miedo a la palabra muerte, fenece.
Y la palabra miedo se muere
en la carta que él me lee.
para Bonzo

Trakl y yo

Buzo de lo profundo, sumergido
en el diáfano día, en la belleza
antes de la jauría
y de la presa. Ebrio

se quitó la escafandra
en ese punto
de la profundidad
donde el cerebro
se bebe la ilusión
un de un aire puro
y se ahoga
saciándose en su sueño.

No le bastaba el agua peregrina
corriendo entre las zarzas. Su destino
era pulir la piedra de lo errado,
lavar sus pies descalzos
lastimados por los viejos zapatos.

Amante del abismo, de la hondura
se hundió hasta la embriaguez
en la locura
lúcida de quien no amó la cacería.
De quien, no fue ni perro, ni fue presa.

PÁGINA 27

Final
.

Por Patricia Suárez (Rosario-Santa Fe/Argentina)

I think I know enough of hate.
Robert Frost


Estaban los dos acostados, Víctor y Germán, en las mismas camas que usaron el largo tiempo que duró la infancia. No hablaban de nada en ese momento, no tenían nada para decirse, no sabían de qué conversar. El empapelado era celeste con finas rayas verticales que habían sido negras en el pasado y ahora estaban de un color gris topo. Era un empapelado capaz de hipnotizar a quien lo mirara fijo durante un buen rato. Ellos sentían el silencio de la habitación como una presencia física; el silencio era una multitud de insectos dando vueltas alrededor de un farol, en el verano. Cada insecto, a su vez, era una palabra, una frase inconclusa que no necesitaba ser pronunciada hasta el final. En esa pieza, en esas camas, creían otra vez en la telepatía. Había habido una época en que era innecesario hablar. Ellos pensaban que era algo natural que pasaba entre los hermanos, entre todos los hermanos, como una cuestión "genética". Germán estaba fumando; en cuanto sintió los pasos de la madre acercarse apagó de repente el cigarrillo en una taza de café.
La madre se paró bajo el dintel de la puerta, y dijo:
-Está Ana en el teléfono.
Víctor no se movió, de manera que la madre, sin expresar desconcierto alguno, agregó:
-Pregunta qué hiciste con la plancha... supongo que... que esa chica debe tener toda la ropa arrugada, Víctor. Víctor...
Víctor se levantó y salió de la habitación.
-...supongo... -continuó la madre dirigiéndose a su hijo más chico- que ahora que están separados, ¿tengo que dejar que ella me siga llamando "mamá"?
Germán se encogió de hombros.
-Sí, claro: vos seguí fumando nomás-. Luego la madre fue detrás de Víctor.
Víctor estaba sentado junto a la mesita del teléfono. Había pelo de gato en el aire.
-¿Hablaste? -preguntó la madre.
El asintió.
-¿Y?
-Nada, estupideces -dijo él.
La madre suspiró. Ana había sido para ella como una hija; ni siquiera Marina, su propia hija, había ocupado un lugar tan importante en su corazón como Ana. Pero eso no quitaba que Ana fuera una estúpida, siempre había pensado la madre que ella era un poco estúpida, casi como una bestia, una gallina o una vaca; la veía débil, y estúpida: y ya se sabe que el corazón de las madres se inclina hacia las criaturas más frágiles. Las madres, las madres que estrechan a sus hijos contra el pecho, y desean que permanezcan a la sombra, que nunca se entristezcan, que nunca lloren, que nunca se cansen... ¿quién había dicho eso anteriormente? No importa, qué importancia tiene, alguien lo había enunciado y era verdad. Era la pura verdad, sentenció la madre.
Cuando Marina se separó del marido la madre la instó a volver a su casa. Porque una mujer nunca debe dormir en otra cama que no sea la de su marido, así le había aconsejado a ella misma el Pastor, cuando tuvo ciertas desavenencias con su finado esposo. Marina se opuso, porque todas las hijas son iguales, pobrecitas, todas las hijas quieren siempre volver a vivir con sus madres, pegarse a las polleras de aquella que les enseñó cómo hacer un zurcido a una media de muselina sin que se note, cómo preparar un peceto al horno para cinco personas en cuarenta minutos, cómo delinearle colitas a los ojos para alargarlos, aquella que les enseñó a pestañear muchas veces seguidas mirando hacia arriba para que las lágrimas no caigan sino que se queden prendidas de las pestañas y nadie se entere, de esta manera, que una está llorando.
De modo que ella le ordenó a Marina que se volviera con su marido. Además ya no había lugar para ella en la casa paterna; en la que había sido su habitación Germán había puesto la computadora y lo que él daba en llamar "su laboratorio de informática". ¿Dónde se iba a acomodar ella? ¿En el sofá? Ya no era una nena. Problemas, todos los matrimonios tienen problemas y Marina tenía mal carácter, observó en aquella oportunidad la madre. Mejor volverse y a cada uno lo suyo. De haber vivido el padre le hubiera dicho a Marina que los matrimonios se arreglan en la cama; pero la madre jamás se habría atrevido a repetir una cosa así, que era una falacia completa, y ella lo sabía bien por experiencia propia. El Pastor sabía decir que los matrimonios se acuerdan en el cielo, y otros decían que el matrimonio, directamente, es una lotería. La madre creía, más bien, que no hay en el mundo casamiento posible en el cual, al cabo de cinco años, una no piense que se unió a un demente de por vida.
Pero a Víctor la madre no le dijo que se volviera. No le habló de los deberes, del contubernio entre el deber y el cariño. A Víctor le dijo que la casa de su madre estaba siempre abierta para él, que ella lo esperaba, que no importaba en qué fecha él recibiría el dinero por la venta de la casa en que habían vivido con Ana; que le cocinaría pollo frito con arroz que era la comida que él prefería desde que tenía seis años. Dijo la madre estas cuatro cosas cuando Víctor la llamó por teléfono un mes atrás, y las cuatro cosas sonaron y encajaron como los movimientos de una sinfonía. Amor de madre, murmuró Víctor cuando la escuchó, que no se parece a ninguno.

Ana había llamado porque estaba convencida -y su convencimiento la tornaba osada- de que había nacido para darle tormento y para reírse de su infelicidad. Había preguntado por la plancha, los libros de Tolstoi y de Chéjov, y el discman (había dicho, ¿Dónde están mis libros, mi discman, mi plancha, Víctor? ¿En dónde los metiste?); él no tenía ni idea de adónde pudieron haber ido a parar esos objetos con la mudanza. No lograba entender por qué a ella tenían que quitarle el sueño el discman, los libros de Tolstoi y de Chéjov, y la plancha: sin duda, Ana se había vuelto para él alguien que vivía lejos, una mujer extraña. Y ya no, ya no. Ya no se iban a trenzar los muslos con los muslos, ya no iban a compartir la desazón de los atardeceres de domingo, ya no iban a pasarse horas delante de los escaparates de las tiendas en las vísperas de los cumpleaños y de la Navidad. Ya no compartirían los insomnios jugando a los naipes o relatando antiguas sagas familiares inmigrantes y tías viudas; ya no beberían de la misma copa de vino en las fiestas; ya no saldrían a pasear por la vereda tomados del brazo bajo esos plátanos que después de las tormentas sabían oler a marihuana. Ya no, ya no. Ahora Víctor podría decir como el Cherubino en la ópera de Mozart: Y si no tengo quien me oiga, hablo de amor conmigo. Ya no tendría con quien hablar ni siquiera cuando le gustaba hablar no más para sentir el sonido de su voz ocupando espacio en el aire; ya no. ¡Ojalá me muera!, deseó Víctor, sí, ojalá me muera hoy mismo, de ser posible.

De la cocina le llegó el olor a pollo frito que la madre le cocinaba por enésima vez consecutiva imaginando, quizá, que había propiedades euforizantes en la fritanga.
Contaba Marina de la época en que se apartó de su marido: Un día subí por la escalera los nueve pisos que me separaban de la terraza, y me trepé a la cornisa. Estuve ahí un buen rato, sí. Sentía al viento pasarme por las axilas. Miraba enfrente: había dos arces muy colorados, quietos, expectantes. Pensaba que iba a pasar toda mi vida delante de mis ojos, como dicen que sucede en el último minuto. No pasó. Nada más me acordé de una plaza, cerca de la biblioteca municipal, donde hay plantadas palmeras y plátanos, y un arenero minúsculo. Las palmeras siempre verdes, y los plátanos a veces verdes y a veces dorados, y las estudiantes sentadas en los bancos leyendo gruesos libros con las piernas cruzadas.
Un poco de aire fresco es lo que necesitaría, reflexionó Víctor sentado a la mesa de mayólica y masticando el pollo con desgano, no estarían mal quince días de aire de campo y quince noches con Elena u otra cualquiera... Además podría llevarme unos libros. Los de Chéjov y los de Tolstoi, ¿dónde habrán quedado al final? Después de todo eran míos. Ana no se los merece. Esa ignorante. Cuando hablaba de ellos decía "el maestro Gorki, el maestro Chéjov" como si hubieran sido tipos que enseñaban en una escuelita rural a la que ella concurrió de chica. Siempre estaba fanfarroneando con que lo había leído todo y nunca había leído nada. La muy bestia. Era incapaz de escribir Chéjov o Tolstoi o Puchkin como corresponde. Una afectada. Tenía que ortografiarlos a la francesa; escribía Tchekhov, Tolstoï y Pouschkine. Una anticuada: aun cuando pronunciaba Chéjov, asomaba esa "t" infame de su lengua contra los dientes. Ha leído a los rusos mal y pronto, y se ha creído tan de repente que ella era una especie de Anna Karenina; cuando en realidad no es sino una desesperada Olga Petrovna que pretende que soy su Mark Ivanovich Kliausov; pretende tenerme encerrado en su casita de campo para su sólo uso y jolgorio, mientras los demás creen que me he muerto nomás por encontrar tirada por ahí una cerilla sueca de mi pertenencia. Eso es lo que ella desea, ¿para qué negarlo?: que yo esté muerto para los demás y que viva sólo para ella. ¡Y ni siquiera tengo para dejar a los demás la pista de una cerilla sueca!: ya no se deben seguir fabricando.
Parte del pollo que ahora yacía en el estómago de Víctor, dejó un halo de grasa amarilla y espesa en el plato. La madre regresó a la cocina, observó el plato de Víctor; había allí un resto de muslo un poco desconcertado, con la expresión de una huérfana en una estación de trenes vacía. La madre protestó:
-No comiste nada.
-No puedo comer más, mamá.
-¿Cómo que no, Víctor? Comé: te vas a debilitar.
-No. No puedo comer más, mamá.
-Pero, Víctor -dijo la madre y recurrió al argumento que en su mente se afirmaba como el más poderoso-. Comé o se tira. Ese pollo ya está para tirar.
Cuando Ana nombraba las manzanas arenosas que le gustaban, la muy bestia, recordó Víctor, no decía Rome sino Rommel, como si se tratara de frutas con que el mariscal de campo Erwin Rommel, a cargo del Afrika Korps en Libia, hacia 1942, alimentaba a sus soldados. Un mariscal muy sensible: ya se ocupaba de la horticultura, ya de expulsar a los británicos de Tobruk, y al final se suicidó antes de comparecer a juicio. Su legado: las manzanas que Ana mordía con sus dientes filosos.
Había treinta peldaños entre el altillo y el techo. Treinta peldaños y un descanso. Las tejas de hormigón eran coloradas. Víctor apoyó un pie inseguro sobre una de ellas, y le pareció oír el chasquido con que se partía. Una teja soporta el viento y la lluvia y los nidos de los pájaros indecisos, y no soporta el peso de un hombre pensativo. Desde el tejado, él podía observar las antenas de televisión vecinas, erizadas desprolijamente, un poco como horquillas de mujeres al cabo de una fiesta. Hacia el este, sobre el tinglado de los fabricantes de gaseosa, unos cuantos gatos solitarios hacían sus correrías. Vislumbró en la planta de abajo, a Germán, en la cama, fumando, y haciendo anillos de humo; eran de color gris claro, ascendían lentamente y el hermano seguía este ascenso con los ojos. Tres metros más abajo, un paraíso se esforzaba por crecer; era un arbolito al que recién le habían salido sus primeras dos o tres hojas, sujeto muy justo y con varias vueltas al tutor por una piola. El rectángulo de tierra, a su alrededor, estaba húmedo. Al caer, calculó Víctor Schultz, seguro voy a destrozar el arbolito, y sintió lástima por él. Además, concluyó, no voy a matarme: seguro que más bien voy a romperme la pierna izquierda en varios pedazos, luego me enyesarán, y pasaré tres meses junto a mi madre, ella en su silla hamaca tejiendo y hablándome de las peripecias de su juventud con tía Susi, o mirando la telenovela. Volveré a ser como un bebé. Volveré a nacer. Así pensó Víctor Schultz y aspiró hondo, hasta llenarse los pulmones, con la picante brisa de marzo.

PÁGINA 28 – Horacio Rossi (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Fantasía Nº 1 para mi amada

Un rayo de luz
deja su bicicleta mal estacionada (ha
debido caer en contravención para poder hablarme)
y se acerca,
oblicuo desde el Ecuador, y en mi oído
me deja tu nombre.
En mi acrílica cabalgadura
desato baldosas de una vereda vertical y diurna
sobre la que camino cuando se resquebraja
el vidrio contemporáneo que es mi corcel.
Investigo los asfaltos y las gredas. De pronto me doy cuenta
que estoy loco.
Serenamente, con un portafolio lleno de poemas bajo el brazo,
pago en la municipalidad la multa del rayo de luz.
Cada letra de tu nombre
se llena de musgo, porque tu nombre es húmedo, es vital:
tengo el oído verde y oigo todo
madurable y madurando, madurando.
Oigo verde
la canción de las casas construyéndose,
la charla de vecinas comentando el suceso perdido,
el cinturón fabril ciñendo el trabajo a la ciudad.
El sol llena un renglón con letras amarillas,
la luna es una mancha blanca insoluble al agua que es azul:
esa es la lógica y extraña bandera en la que cada mañana
escribo tu nombre en el cielo con letras de gentes y más gentes...

Del respeto

Porque soy parte de la espiga y la nube,
No puedo no respetarte...
Porque soy parte del silencio y la estrella,
No puedo no respetarte...
Porque soy parte de la sangre y del tiempo,
No puedo no respetarte...

Parte del conocimiento y del cansancio,
Parte de los días y de los ríos,
Parte del amor y de las glicinas,
Parte de las tierras y los esfuerzos,
Parte del clima y de los nombres...

De la mudanza y de los cuerpos,
De las piedras y la sinceridad,
Del trabajo y de los insectos,
Del mar y las claridades,
De la pasión y de los árboles...

Y de los tejidos y de las palabras,
Y de los pensamientos y del sudor,
Y de paisajes y del llanto,
Y de la línea...

Porque soy parte
De la vida...

No puedo
No respetarte.-

Tierra

Desandando tus manifestaciones camino, tierra, recorriendo tu vientre...
Me arrodillo sobre tu rostro de fertilidades esparcidas,
porque quiero que me confirmés en la tarea que es describir tu flor eterna...
En cuyo cumplimiento es que recorro, minucioso, tu cuerpo,
tratando de interpretarte y de hacer que todos mis hermanos sepan
cuál es tu verdadero matrimonio, ese por el cual nos haces existir...
Para eso voy y vengo, siempre convalesciente de mil búsquedas
que llevan tu signo y tu sentido con diferentes nombres...

Naturaleza...
que te siento madre, hermana, amiga,
divina plenitud y humana insatisfacción:
Dije que te recorro pues sos mi misión máxima:
aquella por cuyo cumplimiento vivo.
Y muero. Porque, aveces, también muero...

Mas no te importe, tierra, mi diminuta anécdota:
a Vos sólo te importe la intención de mi esfuerzo
y aquello que pueda con él cantar
de tu fogosa fronda acuática de aire,
de tu energía, que sólo sabe de liberación,
de tu estatura, emparentada con lo inmenso...
Mirá, sonriendo, si es fértil mi canción, si contiene semillas germinando,
si no menguó en mí la virulencia esplendorosa de tu amor...
Y llevate eso, Vos.
Al resto, a los errores, dejalos conmigo...
Soy hombre y son mis atributos.
¡Y son el instrumento con que te canto!

PÁGINA 29

Acerca de sueños y anticipaciones


Por Osvaldo Raúl Valli (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Cualquiera que se aproxime a la obra de José Luis Víttori – tanto en el orden de la ensayística como de la ficción – podrá comprobar la persistencia con que ciertos núcleos de afectos, cierta actitud hacia la realidad y sobre todo cierta “temperatura” metafísica van recorriendo los variadas y complejas ramificaciones que conforman las venas abiertas de su discurso. Un discurso que es cambio y es persistencia, tradición y novedad en la incansable búsqueda de ser uno en los otros, de explicar y explicarse a sí mismo, de plantearse respuestas y anudar interrogantes a través de la palabra. Quiero decir que será posible hallar en él la sustancia conocida, el camino transitado y al mismo tiempo vislumbrar la existencia de un proyecto de escritura “diferente”, hecha de certezas y de interrogantes, de sueños y anticipaciones, capaz de adentrarse en el pasado o en el futuro –como se lee en uno de los cuentos – “con la libertad del viento y la vaguedad del azar”.
Las marchas y contramarchas, fracturas y ambigüedades propias de alguien que (el autor en este caso) permanentemente busca “lo nuevo” en las variadas y nunca agotadas posibilidades de lo real y al mismo tiempo - como un sino vital del que es imposible desprenderse- persiste aferrado a la “identidad de ciertos lugares y gentes, a la resonancia de ciertos acontecimientos, a la permanencia de ciertos momentos” como manifestó alguna vez en uno de sus libros.
Esta relación obra –realidad, de implicancias de tan difícil resolución me lleva casi automáticamente a Julio Cortázar cuestionado en algún momento por “exceso de fantasía” o por fácil tendencia a aventurarse en mundos extraños: “¿Olvido de la realidad? –se justifica el autor de Rayuela- De ninguna manera, mis cuentos no solamente no la olvidan sino que la atacan por todos los flancos posibles, buscándole las venas más secretas y más ricas” . Quizá sea éste un punto de partida válido para abordar El tiempo y los sueños, un volumen de cuentos publicado este año por Vinciguerra en el cual se ponen de manifiesto parámetros creativos que si bien no constituyen novedad absoluta en la obra de Víttori, sí conforman un horizonte de expectativa estética advertible de modo preponderante en los últimos años de su producción. No sólo porque lo insertan en toda una corriente de escritura que desde variados enfoques ha incorporado complejas perspectivas de tiempo y espacio, usos y abusos de sofisticado arsenal tecnológico o visiones oníricas de un hipótetico sistema planetario. También –y de modo preponderante - la imbricación del hecho estético en dimensiones vinculadas a “nuevas” formas de conciencia y de búsqueda, estados límites donde se juega lo más misterioso, recóndito y vulnerable de la condición humana.
No es casual en consecuencia que el autor haya elegido como epígrafe una sugestiva expresión de Carlos Mastronardi (“Le abre el tiempo sutiles y oscuros laberintos que siempre le requieren y que a la vez le otorgan y esconden lo más suyo, lo que aún no conoce”) : con ello está señalando el rumbo de su escritura y configurando todo un sistema simbólico desde el cual “leer” sus cuentos como un modo de manifestación de experiencias profundas que atañen al hombre, su memoria histórica y su potencial inserción en un universo que acaso sólo sea posible entrever desde la dimensión de los sueños. Junto a la historia cotidiana, una suprahistoria, una actividad misteriosa que, como dice Eduardo Azcuy al referirse a la visión poética, se origina y se sustenta en las imágenes visionarias, en las revelaciones, en las epifanías sucesivas, en las permanentes irrupciones de lo sobrenatural en el mundo.
Es en este plano donde nos encontramos con algunos cuentos importantes, de aquellos que no se logran con mayor o menor dominio del arte de la palabra ni sólo con construcciones mentales por más felices que ellas sean. Requieren desde la perspectiva del creador un forcejeo interno permanente, la configuración de un imaginario personal surgido de complicadas negociaciones interiores en las que se entremezclan preocupaciones estéticas con inquietudes metafísicas, tribulaciones históricas con circunstancias de la vida personal.. Y por supuesto un intenso trabajado hecho de escrituras y re-escrituras en las que se va macerando un lenguaje cuya núcleo fundamental condensa la sustancia mítica que constituye su sentido último.
Paveseano al fin, Víttori cree como el poeta piamontés que (los escritores) “más diabólicamente devotos y conscientes... desfondan el mito, y al mismo tiempo lo preservan reducido a claridad”. En ese “desfondamiento” y en esa “reducción” se hace posible paradójicamente encontrar la dimensión amplia y omnicomprensiva del orbe mítico, su capacidad de reinstalar al ser humano, como pretendía Joseph Campbell , en la inefable experiencia de estar vivo. De allí emergerán las grandes preguntas, los urticantes cuestionamientos, los recurrentes temas que hacen al lugar del hombre en el cosmos, a sus permanencias y mutaciones más allá de tiempos y espacios.
Paradójicamente el tiempo conforma en esta perspectiva el tópico vertebrador y por consiguiente el nudo ideológico esencial a partir del cual se desenvuelven las diferentes historias. No se trata obviamente de una noción unívoca (como factor esencial de la actividad humana tiene que ver con la memoria, con estados de ánimo, con ensoñaciones, en suma con los mitos personales y colectivos), sino de una categoría en cuyas múltiples aperturas se despliegan las variadas posibilidades de penetración en la realidad. Puede ser el tiempo enloquecido y mutable, el que puede astillarse “como un espejo” y en su ruptura trastoca, desordena, desorienta y sobre todo (como en el extraño caso del periodista en “El lugar”) retiene en una “trampa sin edad, donde el pasado y el futuro consuman un único y eterno presente (donde) yo y tantos otros hemos entrado para no salir jamás”. O puede aludirse, en cuentos como “El sello”, no sólo a la dolorosa realidad del extrañamiento sino a situaciones límites que a menudo afrontamos los humanos, a lo irreversible de ciertas decisiones para las que no cabe ningún retroceso. Como ocurre con Los Pasos Perdidos de Alejo Carpentier el intento de borrar “todas las huellas” escapándole al tiempo presente puede acarrear crisis profundas o estados de ensoñación casi iguales a la muerte.
En otra perspectiva es también el tiempo que marca la noción de lo irrecuperable, al punto de deparar en su implacabilidad “el tedio de una eternidad sin esperanzas” para quien no supo ver ni escuchar los signos anunciadores de que la promesa anunciada en las Escrituras habían de cumplirse inexorablemente (“El profesional”). Pero es en “El coleccionista” donde Víttori despliega todo su oficio para conformar, dentro de una perspectiva fantástica, un universo absolutamente creíble desde el cual el protagonista –un falsificador de cuadros- logra introducirse, mediante la utilización del “trompo del tiempo” en la Holanda del s. XVII para conseguir un autorretrato de Rembrand. Las joyas arquitectónicas, la vida cotidiana, las comidas y hasta un encuentro con el mismísimo Benedictus de Spinoza se ensamblan de tal manera en el juego ficcional que no resulta siquiera extraño el regreso definitivo del personaje (que antes había vuelto airoso al presente) con su disfraz de pacotilla, una fortuna en oro y “la agonía en el alma de los desterrados sin vuelta”,
Imposible por todo lo visto, abordar la lectura de estos cuentos desde la simple anécdota con prescindencia de la impronta metafórica que les da sentido. Es esta última la que permitirá encontrar las claves desde las cuales asomarse a lo que en términos genéricos llamaría “los límites”: límites a que puede llegar el hombre en el uso irracional de armas, atropellos a la naturaleza e imprevisiones frente a lo creado. Límites entre el bien y el mal, lo real y lo virtual, el pasado y el futuro, lo vivido y lo soñado, lo trágico y lo risueño, lo lógico y lo absurdo, En última instancia “...un mundo –como sintetiza admirablemente el poeta Luis Casnati - mágicamente alterado en sus secuencias causales por rodeos, encantamientos, rupturas e inmanencias y poéticamente sugerido por un entrecruzamiento de símbolos”.
Sólo desde allí podrán comprenderse en estas idas y venidas por el tiempo, la convivencia entre un tono apocalíptico y devastador con cierta visión esperanzada de la vida y de la historia, androides ingeniosos y ladinos con el recuerdo de un cazador de las islas; la frialdad robotizada de “ciudad radiante”, con la sabiduría de Diógenes, el filósofo obstinado en la búsqueda de un hombre justo. Todo forma parte de un “paseo” explorador por las complejas y múltiples posibilidades humanas, una aventura del conocimiento en la que lo imaginario, lo mítico y lo metafísico se entraman para “atacar la realidad por todos los flancos posibles”. Oficio y talento en suma, para fantasear acerca de aspectos que de un modo u otro nos tocan, no sólo por ser hijos de un tiempo sino por pertenecer a una especie que (todavía) puede hacerse preguntas y formular profecías.

PÁGINA 30 – Susana Valenti (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Los oficios de la locura

Indócil, como tanteando algún enigma,
dice breves palabras que en ciegas claridades
adensan su camino.
Y su inútil rumor que acentúa la vida
se acomoda al silencio
(la única apariencia verdadera).
No hay nadie para medir la tierra en su abandono.
Sin embargo, esa voz tan natural,
colmada de secretos,
cubre a otro ser que sueña, acaso.
Es la señal, aunque perdida,
de que un pájaro en el aire
sube, vacila, avanza.
Las existencias son pocas:
desaparecen en la curva del tiempo
o se transforman en locura.
Por eso, él siempre habla así,
callando, a las estrellas.

***

Cada día es un eco, un rastro, algún gemido.
Tal vez, pregunta algo que en su boca se duerme.
Y luego balbucea, apretando los labios:
Amigos, olvidadme.
Llevando la mano al pecho pretende conocer
el final de la duda,
el valor inconciente de las contradicciones.
Hombre es, que muerto o vivo
estalla y resucita.
Qué difícil es velar la madrugada. Solo.

***

Nadie como él puede reconocer
las significaciones del gesto
en sí mismas hermosas y, a la vez, deleznables.
Como un intérprete de oscuras profecías
demuestra que la gloria no resguarda
la imagen de los hombres, tan indignos
del tiempo y la memoria.
Con un solo argumento, quizás intraducible,
enciende el comienzo y el fin con una lámpara.
Luego, percibe su condena y afirma:
Para tener razón tienes la eternidad.

***

Las Hojas se alejan sin rencores
Con sus precarias formas.
¿Hacia que desenlace, que anárquica distancia
quiebra en astillas sus bordes cenicientos?
Tallado en la hojarasca el hastío de abril
Lo agobia, lo margina.
Con paso descuidado atraviesa un recodo
Y entra en su habitación
Pero tan sólo su mitad.
La otra quedó raptándole al otoño
Un jeroglífico para ceñir a sus espaldas.

PÁGINA 31



Ese bastón y aquel sombrero


Por José Luis Pagés (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Esa vez Julia vendía refrescos. Le habían dado un carrito lleno de botellas y ella tiraba de el, iba de de puerta en puerta ofreciendo refrescos a mitad de precio, porque era una promoción.
La gente es toda igual, pensaba Julia ese día. A lo más, uno era diferente de otro según quisiera comprar o no una botella.
Estaba cansada y sobre todo aburrida. Cada veinte pasos se detenía para repetir un largo y monótono discurso que había aprendido de memoria. La gente la dejaba terminar sólo porque Julia no era fea y porque quizás tenía una voz agradable.
El hombre que no quería refrescos era muy viejo, bajito, amarillo y no tenía pelos. “Pero vea que no tengo plata”, decía ante la insistencia de Julia: “…el mismo sabor, distinta presentación, a mitad de precio”.
Cuando Julia entró a la casa algo cambió, pensó que no toda la gente era igual ese día.
“Por favor, pidió el viejo, no se siente en esas sillas, están cubiertas de polvo y va a mancharse el vestido”.
Julia se mantuvo de pie apuntando mentalmente cada cosa que veía: “Un conejo, se decía a si misma, cuando pasaba un conejo; una paloma, un bastón, pañuelos, un sombrero de copa…”
El viejo se había metido detrás de una cortina morada y parecía hablar con una mujer: “Pero querida, se le oía decir, son unas pocas monedas…”.
_ Usted es mago, dijo Julia, cuando el hombre estuvo de vuelta. Era mago, pero ahora estaba retirado.
_ Y este es un conejo de la magia, dijo Julia tratando de atrapar al conejo que era todo blanco y escurridizo.
_ Señorita, no pierda tiempo, no tengo un centavo.
_ Y esa, ¿será una paloma mágica? ¿Y aquél bastón, y aquel sombrero?
_ No tengo nada, insistía el mago.
_ Hágame un truco. Pidió Julia.
_ Ya está.
_ ¡Ya está?
_ Sí, tiene una flor en el pelo.
_ ¿Una?
Julia sostenía la flor por el tallo y reía. El mago sonreía, apenas.
_ Una flor. ¿Cómo lo hizo?
Los dedos de ella apenas apretaban el tallo cuando, así por así, la flor se volvió invisible.
_ Ahora es una flor invisible, mi querida señorita.
Julia se estremeció.
_ No se asuste_, pidió el mago _ Es cierto que no tengo nada. Mire esa paloma.
_Es hermosa_, dijo Julia_ ¡Puedo tenerla?
_ Puede.
Era mansa, azul, tibia y silenciosa.
_ Mírela bien, tóquela.
El pico de la paloma picaba el cuello, el mentón, la boca de Julia.
Ella reía.
La mano del hombre pasó sobre las alas y rozó los cabellos de Julia. Así como la flor, también se esfumó la paloma.
_ Así es todo_, dijo el mago_ No tengo como pagarte un refresco.
_ Igual voy a dejarle una botella. ¿Pero, me regala un pañuelo mágico?
_ No entendés, dijo el hombre, los pañuelos mágicos tampoco duran nada. Son una ilusión, todo es así en esta casa. Las sillas, por ejemplo, no es que estén sucias…, no existen, es así de simple.
Julia quiso tocarlas. La mano atravesó una imagen, la silla no estaba, era una ilusión. Julia retrocedió tres pasos y se acercó a la puerta.
_ Te pido que no te asustes_, rogó el mago_ Esta es mi manera de vivir. Nunca hice mal a nadie.
_ Acá tiene la botella, balbuceó Julia.
Ahora el viejo mago estaba de frente a ella y de espaldas a una ventana por donde entraba la pobre luz del crepúsculo. El mismo tenía un aspecto traslúcido cuando tomó la botella con manos temblorosas.
_ Esperá, voy a tratar de pagarte. Hundió la mano libre en un bolsillo. Buscó. Después tendió hacia Julia el puño cerrado y recibió en sus palmas un objeto diminuto.
_¿Qué es?
_Una piedrita.
_ ¿Tiene algún poder?
_ Sí. Es de verdad. Es una piedrita de verdad, existe_, hizo una pausa, como si dudara, después dijo: _ me parece.
Julia la guardó en el monedero.

PÁGINA 32 – Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez-Santa Fe/Argentina)

Cuento conmigo

con órganos sensibles cuento
la noche de las estrellas
astros y espacios

con instrumentos delicadísimos
cuento el todo de las partes
en las partes del todo
y de dos todos y tres
y enésimos todos

cuento conmigo y de la nada
hago el conteo progresivo y hago
cifrar una aventura cuantitativa

cuento las noches de la noche
cuento los cuentos dentro del cuento
cuento los versos
las sílabas dentro del verso
las partes de cada palabra
labro

abro el rosario vivo
de estar siendo

¿De dónde vienen los niños?

Los niños vienen del río
de los nacimientos
caen
a la sangre de los padres
cosquillitas de luz enarbolada
y se vuelven
centro de todo
vienen a cantar
la canción de la madre
notas de sonajero y vientre redondo
los niños acunan
el corazón de los milagros
para cualquiera
amasan de la nada el pan
de toda magia
pedalean
las maquinarias del disparate

firuletean pintan de lo lindo

hacen girar las ruedas de la dicha
soplan en los viejitos aires de travesura
tocan las más sensibles cuerdas de la esperanza
se equivocan maravillosamente con el dinero
y no se lavan las manos como nosotros

vienen del río de la vida
son agua nueva
suenan a formidable revolt(h)ijo

A los números solos

¿Qué hacen los números,
solos,
más allá de todo lo que existe?
¿Qué sueñan en su jaula sin dueño?

Numeritos de nadie,
numeritos de nada
abstractas cantidades sin función ni corazón.

¿Quién aliviará sus dolores,
quién le dará color a sus tristezas?

Cabizbajos guarismos,
cifras de alas caídas,
dígitos sin sexo ni alma,
¿Qué hacen,
qué podrían hacer sin causa humana?

Numeritos,
números y numerotes
sin infierno ni cielos,
sin canto y sin cuenta;
pobrecitos!

Vale más un sólo óvulo
fecundado por un sólo espermatozoide
en su efímera vida,
que todos ustedes juntos
en la nada.

PÁGINA 33

Mediodía


Por Sonia Catela (Ceres-Santa Fe/Argentina)

Lo que vi: El muchacho que cobra en la primera casilla de peaje se metió en su cabina a las ocho en punto. Ya acosaba el calor. Por las reparaciones que hacemos en el edificio, anulamos algunos cables de electricidad, entre ellos, el del aire acondicionado de las cabinas. No habrá sido fácil, a eso de las once, doce, una, aguantarse el tufo en esos cubículos. Del muchacho yo sólo veía la mano que salía, tomaba el dinero que le entregaban los automovilistas y les daba el vuelto, y escuchaba su voz con dos frases de cortesía: buenos días, señor; buen viaje, señor. Toda la mañana. Habrán pasado miles. Después me fijé en el contador: ochocientos treinta autos. Mierda. También pensé que adentro habría algo escondido para orinar y cagar de sentados en el propio sitio, porque ninguno de los tres empleados se movió de su cabina en todo el turno. Amarrados. Después de lo que pasó, me acerqué disimuladamente entre los policías y espié el interior. Nada. Ningún aparato sanitario. Es como una cápsula espacial, un espacio para enanos. Y con el calor, se les deben cocinar desde los intestinos a las amígdalas. Ocho horas. Saca la mano, agarra, saca la mano, devuelve plata, entrega el ticket, buen día señor, buen viaje, señor. Algunos usuarios, cuántos, ¿diez?, ¿veinte? le respondían con un: Andate a la puta madre que te parió.
Con el último aumento, la tarifa ya excesiva del peaje se volvió agravio. Buen viaje, buenos días, el muchacho no se salió de la rutina ni cuando lo insultaron. Pero respondía con una voz lenta, lentísima. Desde la vereda donde yo cavaba lo veía y también al que, desde el edificio, los controla a ellos y a todo el movimiento. Rosas, el capataz. A la una en punto, pero en punto, empezó la historia. El rapadito que atendía la última cabina se cayó para adelante, frito. Parecía un desmayo, podía ser cualquier cosa: infarto, lipotimia, colapso cerebral. Se amontonaron tres autos en su carril y empezaron a tocar bocina con todo, por eso advertimos la baja. La temperatura había subido endemoniadamente y la reverberación creaba espejismos. Nos chupaba la paciencia. No va que mi chico quiere salir de su cabina para ayudar al rapadito caído en su puesto de trabajo. Hace ese movimiento, pero no alcanza a bajarse. Porque el usuario que se halla a la par de la cabina y al que todavía no le ha dado la luz verde, acelera e intenta pasar sin pagar el peaje. El muchacho hace señas al compañero de la cabina dos para que socorra al rapadito caído en el cumplimiento del deber y, a fin de que el tipo del camión se detenga, baja la barrera; es un lingote de fierro así que, de arremeter, el camión se destruye y para eso está pensado. Ahora el muchacho se baja de la cabina y le indica al camionero que debe estacionarse en la dársena vacía, hasta que alguien de la superioridad decida. Los jefes, ausentes, almuerzan en algún comedor con aire acondicionado, en el pueblo vecino. Pero eso no se comenta. A los policías que custodian la recaudación, -alejados por las mismas razones gastronómicas-, no se puede recurrir. Es casi la siesta. Mientras el rubio de la cabina dos corre a auxiliar al rapadito caído, el muchacho de la uno le vuelve a repetir al tipo del camión que se estacione; éste abre la puerta y se baja con un fierro en la mano. ¿Qué debiera haber hecho el pibe? Volverse con el rabo entre las piernas y meterse en su cabina. Pero el calor era como que te hervía los sesos. Buen día señor, buen viaje, señor, tome sus veinticinco centavos. Sin perder la amabilidad, pero tenso, el muchacho le vuelve a indicar al camionero que se estacione en la dársena muerta, que ya lo van a atender los jerárquicos. Recibe la respuesta del tipo del camión: un fierrazo en el muslo derecho. Ahí me meto yo, con un grito: "déjelo al pibe" y me acerco; el camionero se sube al camión, retrocede a todo bocinazo, se mete en la banquina y pasa sin pagar, yéndose con el viento. ¿Pero qué hace el muchacho? Nada. Se encorcha en su hueco a seguir cobrando. Y el de otra casilla, lo mismo. Dejan al rapadito respirando mal, en la sombra de un eucalipto, y después de hablar por teléfono para que lo vengan a retirar, se meten de vuelta en sus cabinas a atender al público: buen día, buen viaje, veinticinco centavos. Pero ahora el mío atiende mudo. Y la ambulancia no llega. A la intemperie yace el rapadito, respirando con ronquidos fuertes sin que se encuentre dormido, en este mediodía de tanto calor; mis sobrevivientes empiezan a consultarse sobre si convendrá pedirle a alguno de los pocos automovilistas que circulan que acerque al rapadito al pueblo, aunque la regla sea jamás molestar al cliente. Lo intentan con uno de un Fiat: -Lo llevaría si no estuviera tan apurado. Pero qué vergüenza. Cómo esta empresa, con las ganancias de usura que genera, no se encarga de su gente, de su seguridad, de su salud. ¿Y ustedes por qué no protestan?-. Todo un discurso. Lo silbé al imbécil. El imbécil me miró con ganas de bajarse a pegarme una trompada, pero el calor quita hombría. -Ma sí- gritó, y me dedicó el dedo medio enarbolado hacia arriba al marcharse a toda velocidad. El pibe, mudo. Su mano salía, retiraba la plata, devolvía el vuelto, el ticket, sin comentarios. Ya casi eran las tres, fin de turno, cuando llegaron los jefes, la ambulancia, la policía. Todos se largaron a gritar. Por el camión que se había escapado; por el enfermo. Parecía un campeonato de gritos. Y el ganador, el capataz, escandalizando por el libro de quejas, por el teléfono que sonaba desde el otro puesto de la compañía. Los reclamos. La demora. Los muchachos escuchaban y seguían saca mano, toma dinero, entrega vuelto y ticket saca mano entra mano. Por ahí, el capataz, Rosas, se dio cuenta que mi pibe había suprimido el "buen día señor, buen viaje, señor" y abrió al tope la ducha de agresiones. Faltaban cinco minutos para las tres. Cinco malditos minutos y el pibe lo hubiera logrado. Bajar tranquilo, irse, bañarse, comer algo dulce y putear el resto del día a los automovilistas, a Rosas, y descargar el calor y los nervios. Pero se ve que no pudo aguantar. Yo lo vi. Salió como una tromba, se subió a la topadora con la que arreglan caminos, la puso en marcha y arremetió con una precisión pasmosa contra el edificio que reparábamos; Rosas pataleó como una rana que se tira en la cuneta, los policías retrocedieron, cautelosamente, esperando instrucciones precisas desde el pueblo. Allá el comisario dormía la siesta. Sin dar tiempo a pensar demasiado, el muchacho enfiló la topadora hacia las cabinas de peaje; los autos le abrieron paso con una prudencia instintiva envidiable. Por fortuna yo corrí y llamé a la gente del canal local antes de que mi pibe volteara los pilares de los teléfonos. Lo hice más que nada para espantar algún tiro que bajara al hombre, de ésos que siempre se disparan accidentalmente. Los del canal local alcanzaron a filmarlo cuando él hacía migas el último pilar de la estación, el que sostenía el cartel con los precios del peaje. Y luego filmaron a los automovilistas, aplaudiendo con vigor. Yo me sumé a las ovaciones. Entonces, sí, el pibe se bajó de la topadora, se enjugó el sudor con el reverso de la mano y aceptó con un "gracias" la lata de cerveza fresca con la que me acerqué a convidarlo. Y nos sentamos bajo la sombra del árbol a beber y a contemplar la demolición, mientras las sirenas policiales ululaban como chicharras locas y los uniformes azules se ponían en acción.

PÁGINA 34 – Ketty Lis (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Maggie

Las creencias, por la erosión, palidecen.
Evtuchenko
El viento vuela las cortinas
como un ala ciega
que tropieza una y otra vez
contra la dura aspereza de las ramas
delirio caminando codo a codo
los ojos bien abiertos de no ver
oh dulce Maggie.
Sábanas sin amor
la ternura lejos lejos
el pelo suave revuelto en llamarada
el cuerpo quieto corriendo en llamarada
y esos gritos subiendo peldaño por peldaño
la escalera que baja al calabozo de ollas y sartén.
¿Es hora de encender el horno?
No, es temprano todavía
si en las casuarinas
en la vereda
en el tiempo sin cordura detenido
no se escucha otra cosa que el silencio de la siesta
pero la siesta hoy estuvo en especial pesada
y ayer fue igual
y mañana también princesita de los charcos
subida a un globo para asar la carne con ciruelas.
Hay que pelar papas
¿cuántas?
y todo para qué
ni en el centro ni en la orilla de este mundo existo para nadie
casi polvo mis huesos.
Las fotos velan la caja de cartón
ya es agosto y pronto volverá a zumbar en los oídos
el escándalo de calor color y olor de octubre
de la mano de la rama madre
ciudad pequeñita Santa Fe
dormida entre las azulinas flores de los paraísos
en octubre siempre lo que no fue bueno
en octubre
en octubre lo mejor
en aquellos saltos a la cuerda
Barrio Roma
calles
tierra
nada que recuerde a la Via Apia vigilando
el regreso en triunfo o en derrota.
Qué haría de haber sido una diosa
adorablemente inmóvil
el templo dedicado ya lo tengo
la mudez es porosa como el mármol
el altar se escucha a la hora de la cena
los señores "cenadores" en sillas ordinarias
no en curules
sin manto y en ojotas se sentarán más tarde
a masticar callados
a lamentar las causas de la decadencia
buscando dentro de la propia mismidad
culpables por afuera de sí mismos.
Roma
por qué ese nombre a un barrio
de calles y veredas anchas
anodinas
si en la capital del que fue una vez imperio son angostas
como la figura increíble de Juan L.
La noche de esta noche ha de estar como siempre repleta de TV
se comerá sin que importe en absoluto
si el aceite es de uva o de maíz
o de oliva si le place a los héroes de incienso y terracota
Princesita de los charcos
refugiada en un rincón del monumento a los caídos
o mejor en el Templo de los Dióscuros
aceptando del César la ofrenda sin perfumes
--mirá vos pobre Maggie quién diría
perdida en otro mundo como está
si en las casuarinas
en las veredas
en la casa
en el tiempo sin cordura detenido
no se escucha otra cosa que silencio de la siesta.

El corazón es un estado de intemperie

A Jorge Ariel Madrazo

Se necesita un corazón abierto
no cubierto
ante las múltiples
cruzadas líneas fuerza del poema.
No hay razón para humillarse repitiendo
no hay razón para no cambiar de discurso velozmente
si está la cerca
a una distancia corta
en el punto de aliño en que es refugio y cueva.
Todo aquel que se ha bañado alguna vez en la laguna Estigia
y todos nos hemos bañado alguna vez
reconoce su amarga fetidez desde el ángulo más cándido
o más ríspido.
En qué lugar del ser o del planeta
habrá un discurso terso o linealmente claro
que defina la infinitud de la angustia existencial
en la incomprensible finitud de la existencia.
Tocar no alcanza
no
tocar la mano
un dedo
apretar la frente
en el calor del hombro largo de un amigo
no
tampoco alcanza.
Por qué hablar del corazón entonces
como de un músculo que es funcional y late.
Han observado su forma no su fondo.
El corazón es un estado de intemperie
en permanente ruego.
Desatemos de un golpe la piel de la cabeza
pequeño robot
separemos lo vasto de las piezas
arrojemos un poco al viento
un poco a mar abierto
abramos una brecha
aremos con furia en el mejor amor
un trecho de latidos y palpitaciones
¿lo esencial? fue escrito por Pound en sus Cantares
con rabia
bellamente
sin usura
donde el poema
impenetrable mascarón de proa
revela un pozo cargado de sentidos
se sube a su alto faro
configura
transfigura
bebe de su propia majestad
y es fiel vigía.
El corazón es ese estado de intemperie
donde nace y se mece la Poesía
por eso
nada digo si digo que al tronco lo sostienen las raíces.
Todo digo si digo que el poema
aun sin sostenerse
me sostiene.
Sólida
sigilosa hija de la luz
perfil ojos alados inclinándose en un abrazo amparador
pósase a una brizna del aliento
se retira
vuelve a posarse. Y una ranita de agua
observa y bebe del cuenco de su mano.

Calobe

Una vieja y aún bella mujer
que se mece y en su balanceo
parece que canta un extraño canto
al sendero calmo de la luna andando sobre los tejados
cuece en su marmita un ajado cuento
que cuenta una historia
una historia de aura expandida
y en el cuento que cuenta vibra
se desborda
la plana estructura de honda negrura
temerosa como la mirada de un ciervo acosado
desde el día en que Diana acertó su flecha
tiró la esperanza a los tigres
y ellos se ensañaron
le enseñaron
a esconder sin piedad la inocencia.
Calobe su nombre
hermoso como un dios
encerrado en sí mismo como un sueño
de hinojos detrás de una pared escindida por la duda
de no saber con certeza
nunca saber cómo es
por dónde se desliza
la mansa liviandad de la coherencia.
Por entonces Londres
apretaba su agonía hasta hacer saltar sus dientes
¿una sirena? Correr correr hasta el refugio
en orden
primero niños y mujeres
luego a despejar escombros. Y no llorar
que no hay un solo sitio en la ciudad para más lágrimas
París era cualquier cosa menos una fiesta
Arco de Triunfo sin triunfo
pasos de ganso de horror
alfabeto en sombras
donde la Torre seguía altiva como siempre
y la sangre
lirio partisano hacia los cuatro vientos
se abría en una flor carnosa
carnívora
morada desnudez en la inútil nave de los templos
¿La radio? Equivalía a muerte
lluvia
barro en las trincheras
los que no tenían que pasar pasaron línea Maginot
y el puño cerrado
delgado spitfire más acá del océano .
olvidó la perilla en el golpe
"--cállese, le digo, cállese carajo
Escocia está lejos tan lejos de aquí
cerca está tan cerca de obuses y muerte
y una carta no podría reemplazar a Will
primo-hermano-amigo aún de pie
envuelto en tu tartán el kilt al viento".
Severa obstinación de los alisos.
La vieja y aún bella mujer
mira el horizonte sin ver su marmita
resplandece mientras en las sienes
pega con saliva hojas de rosal
bueno al parecer para aliviar jaquecas
¿el lago Dallas seguiría siendo un lago?
¿el río Lossie seguiría siendo un río?
Cima enhiesta amada Cairn Kitty
volveré
algún día volveré
aunque las guerras siempre presentan sus facturas
y a un ser humano
lo mutan a un golpe memoria y nostalgia.
Calobe su nombre
Calobe
Calobe
No obstante en su placa de bronce
intemperie sellada de olvido y distancia
viejamente fue escrito Alejandro Bassús
al costado de dos sucias flores de plástico
una mariposa sin destino fijo
y el piar de un pájaro.

PÁGINA 35

Arte universal y arte nacional


Por Inés Santa Cruz (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Fijar el límite entre arte nacional y arte universal es un problema fácil y difícil según se mire, como siempre que nos introducimos en el controvertido tema de las identidades. Pero al hablar de esencias eternas y universales en el arte, también incurrimos en los bordes de una espinosa discusión estético - filosófica.
En toda manifestación cultural calificada, es decir reconocida como tal por su comunidad de origen, hay una mezcla de pertenencia y extrañamiento;
Pertenencia a una lengua, una comunidad continental, a una etapa histórica, a un sistema de creencias, a un paisaje geográfico, a una tradición.
Extrañamiento a la originalidad de una propuesta estética que busca la des-automatización de la percepción. Esto implica una torsión de las propuestas conocidas. Una innovación, una alteración en el ámbito de la pertenencia. El camino del arte es un ciclo de rupturas entre lo sabido y consensuado y lo extraño que se propone incorporar.
La tensión entre pertenencia y extrañamiento define la dinámica de una cultura. Pero esa dinámica marca constantes que son una suerte de matriz que armoniza los cambios. La manera de cambiar o permanecer se expresa en gestos que caracterizan a las diferentes culturas. Lo importante es ver qué es lo que permanece como constante o matriz de cambios.
Este sello o marca es lo que el romanticismo llamó eufóricamente “genio nacional”. Es lo que llevó a Goethe a exclamar frente a la catedral de Estrasburgo, en ese momento patrimonio del territorio francés, "Esta es una muestra del genio alemán". Dicha seguridad motivó dos guerras.
Pero dejemos las polémicas europeas que nos confunden. Nos interesa hablar de la identidad latinoamericana. Y además su pertinencia para evaluar dos ámbitos de la estética bastante diferentes: plástica y la literatura.
Lo icónico permite identificar paisajes, costumbres, tipos humanos. Claro que cuando nos alejamos del universo de lo figurativo, percibimos que la vivencia entrañable y subjetiva acerca al hombre con su condición universal. Además, las técnicas de representación, generalmente, son adecuaciones a propuestas que exceden el marco de lo continental. ¿Cómo distinguir entonces la pertenencia?
Las respuestas son más intuitivas y voluntaristas que científicas. Yo creo que la pertenecia de una obra a una comunidad se da de una manera parecida a la que se da en la identificación filial, al reconocimiento de los hijos.
Puede ser biológica, leyes de la paternidad y también leyes del linaje; un reconocimiento cultural o legal constituido por el nombre que legaliza el parentesco y por la convivencia que marca el acercamiento de vivencias compartidas; por las leyes de la analogía, es decir por la capacidad del sujeto de reproducir los gestos familiares; por la respuesta del contexto, es decir por la aceptación del núcleo familiar que lo acepta como propio, como uno entre los suyos.
En síntesis por origen, filiación y gestualidad. Es fácil averiguar el lugar de nacimiento de un artista, pero el conde de Lautremon era uruguayo y Gardel era francés. La ciudadanía marca un hito a través de la filiación, pero no la pertenencia. La apropiación es el consenso con que una comunidad se apropia de alguna muestra artística. Todo esto es bastante fácil de detectar. Pero, el problema aparece cuando queremos reconocer los gestos propios con que se manifiesta.
¿Cuál es el sistema de gestos que le confieren ese aire de familia, esa identidad nacional a una muestra?
Desde el campo de la literatura y, en especial, de la narrativa podemos realizar algunos mínimos e indecisos aportes:
Por ejemplo, García Márquez es inconfundiblemente latinoamericano describiendo a través de esa comarca fabulada -Macondo- la experiencia colombiana. Pero es posible encontrar su marca en la descripción de Roma o de un vuelo internacional entre Paris y Nueva York. Hay un pulso narrativo que responde a una especifidad de representación del mundo a través del discurso. Cómo? Evaluando su fervor narrativo. Piensa en secuencias. Cuando realiza una comparación el segundo término es una pequeña historia condensada. Por ejemplo: "Despertó como si hubiera dormido en un rosal", "Permanecía despatarrada como un cadáver olvidado en un campo de batalla". La apatía narrativa nunca perteneció al ámbito latinoamericano. La propuesta de Valery respecto a una escritura sin historia, sin personajes, sin trama, sostenida en la excelencia del estilo, no tuvo notable éxito en el ámbito hispanoamericano.
Pero en el ámbito circunscripto a la argentino, no es tan fácil determinar las marcas de la “argentinidad”. En principio, porque los límites son demarcaciones políticas y no culturales. La zona andina y la misionera, poco tienen que ver con la pampa húmeda.
No creo mucho en los determinismos geográficos, ni en los paradigmas de las grandes metáforas, pero a la hora de hacer discriminaciones no hay más remedio que apelar a ellas. Dos grandes espacios abiertos: la pampa y el mar han sido tematizados por pensadores que han influenciado la dinámica de nuestras especulaciones. Hegel era un enemigo del mar, decía que imprime una suerte de energía centrífuga que anima hacia lo otro, lo exterior y no permite el diálogo y la estructuración de modelos o relaciones continentales. Un ejemplo sería el desentendimiento entre España y Portugal, otro más cercano el de Argentina con Chile. Y, dentro de Argentina, distinguimos la mirada europeizante de la costa, frente al repliegue del interior. Las dos costas de EEUU muestran dos países diferentes, aunque allí entra el parámetro norte-sur por otros motivos. Martínez Estrada habló de la influencia de la pampa en nuestras manifestaciones de incomunicación, desmembramiento y soledad. Consideró que el vacío geográfico se asume como vaciamiento en el campo de la conciencia. Sarmiento no estuvo muy lejos de estas apreciaciones. Esa sensación de estar deshabitados la acentúa Scalabrini Ortíz en El hombre que está solo y espera y, en cierta manera, la popularizan los tangos de Discépolo, Manzi y Celedonio Flores.
Permanecer deshabitados y compelidos hacia afuera, es una señal que puede caracterizar algunos momentos fundamentales, no todos, de la literatura argentina. Si hay algo que remarcar, respecto de la expresión argentina, es su pasión por lo Universal. Esta idea ha sido notablemente apuntada por Luis María Teragni y merece el análisis de algunos ejemplos.
- En medio (aunque sea casi al final) del Martín Fierro se instala, en la payada entre Fierro y el Moreno, una suerte de disquisición metafísica que excede el ámbito gauchesco largamente.
- El motivo desencadenante del Fausto de Estanislao del Campo es una representación de la opera de Gounod, con un tema de Goethe, de honda raíz en el folclore europeo.
- Borges muestra un recorrido permanente del barrio de Balvanera hasta los más recóndito meandros de la cultura universal. El mismo considera que dentro del características de la literatura argentina es su tendencia a abarcar toda la cultura occidental.
- En Los premios de Cortázar, cada capítulo está precedido por los monólogos de Persio que navegan por el mar de las especulaciones universales. En Rayuela hay un ida y vuelta constante. En el relato "El doble cielo", intuye esa suerte de canal subterráneo de ida y vuelta entre París y Buenos Aires, a través de pasajes oníricos.
- Jorge Riestra en sus relatos de Principio y fin marca esa condición de escape y vuelta hacia Europa y hacia América: los personajes oscilan entre ir y volver: se van pero el cordón umbilical queda firme. El tango "Anclado en Paris" es un paradigma. El Opus, que constituye una fenomenología de la tarea novelística, muestra que, por el carril más inesperado, se escapa una historia rosarina hasta las nieblas dinamarquesas donde el insólito Isac Denisen, había comenzado antes de la década del treinta a pensarnos e incluso a manejar nuestros destinos.
Los ejemplos serían numerosísimos, pero me anticipo a la conclusión muy transitada: no podemos asentarnos porque somos pensados desde afuera. Estamos con un pie acá y otro allá debido a nuestra condición de colonizados. Podría seguir con mucha euforia sobre esta teoría de la dependencia sobre la que tanto hemos insistido.
Pero hay otra manera de mirar las cosas, simpática o no, debe ser apuntada: es la visión de Bioy Casares. Para él no existe el adentro y el afuera: somos lo heterogéneo. Cada civilización dejó sus marcas en nuestra cultura. Quitar una sola sería convertirnos en un laberinto. Esta es la teoría expuesta en su relato La trama celeste, donde un aviador entra en otro carril del tiempo donde hubo otra historia: Cartago no fue vencida por Roma. Los ingleses no llegaron nunca. El piloto, vuelve a un Buenos Aires donde no existe ningún nombre inglés, ni en las calles, ni en los ciudadanos. El mismo, que se llama Morris, es un extranjero, Buenos Aires se convierte en una ciudad desconocida. Es como si en un texto en lengua castellana se quitaran todas las palabras que corresponden a determinada etimología, ya sea francesa o quechua. El texto no se entendería.
En síntesis, somos un complejo especial, tendiente a entroncarnos con lo Universal, con una permanente sensación de estar deshabitados e invadidos.
Frente a esto, ¿sólo caben las actitudes de resistencia? Yo diría que sí. Pero es una opinión personal. El arte popular podría ser un resguardo. Pero estamos tan acostumbrados a pensar desde lo universal que a veces para jerarquizarlo usamos categorías universales. Buscando alguna interpretación audaz para caracterizar al vals criollo frente al vienés, dije que en el gran vals había un hedonismo pagano, y en el nuestro una modestia cristiana. Entre muchos, "Vino, mujeres y canto" despliega una gestualidad exuberante, pomposa, imperial, una hibris desconocida en los recatados versos de "Palomita Blanca", "Mantelito Blanco".
No habría reiterado esta descarriada interpretación, si a los pocos días no hubiera escuchado otra de talante similar: Mariano Grondona decía que nuestro tango es platónico.

PÁGINA 36 – Héctor Berenguer (Rosario-Santa Fe/Argentina)

La muerte de Buda

Buda se ha muerto de vejez
entre viejas doctrinas y convenios,
en Oriente sòlo existe el antibuda
entre las grandes factorìas
y la jungla interminable.
La vida se desgarra
en el aullido de los monos
o en el silencio de las plantas carnìvoras.
Lo que muere disminuye
a lo que crece
y todo se atormenta en esa espera.
Nadie puede ser lo que se es
o se repite para siempre,
porque en Asia no hay persona
sino màscaras sonrientes y terribles,
sòlo naturaleza envilecida.
A veces alguien sueña con ser
hombre o mujer
y es el sueño del hartazgo.
Los hombres
han acabado con Buda
y Buda ha acabado
con los hombres.
La vida està herida de extinsiòn
sufre de ser y de no ser.

Sueño hindú

Cantinela de oración junto al gran río,
el tiempo es agua ,
la vida dos orillas
y un torso desnudo herido de éxtasis.

Avidos construyen templos,
abejas ebrias de dios
le entregan té, flores, leche, pastel de arroz,
dan para recibir lo que no tienen.

Máscaras que hablan a otras máscaras
rojo, blanco y azafrán
entre saludos reverentes
estanque con lotos rosados.

Traqueteo del ferrocarril
como un mantra interminable.

Monos sagrados,
elefantes sagrados,
vacas sagradas,
hombres sagrados,
todos por el mismo motivo.

El tiempo retrocede
y se come a sí mismo
genera la ilusión
de que estar vivo
es ser espejo,
cielo,
barro fértil,
nube,
madera perfumada
que se quema.

Despedida

"qué podemos llevarnos de aquí sino los dolores, lo
que pesa la larga experiencia del amor...". R.M.R


Cuenta mi vida
a partir del final
como si alguna vez
fui alguien dentro tuyo.

No hay palabras
que vuelvan
al origen.

A veces una explosión de latidos
dentro de un sueño.

No hay modo de revivir
el tiempo que se ha ido,
nada puede suceder
de la misma manera.

Vivir es otra cosa
que sucede
al mismo tiempo que vivir,
es la ilusión de estar en este mundo
para inventarnos,
estar juntos
e imaginar que somos verdaderos.

PÁGINA 37

Fotografía
.

Por Carlos Roberto Morán (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Es un gesto que parece detenido en el aire. Ha quedado con el brazo extendido que resulta, por otra parte y debido a la refracción de la luz o a la mala posición de la cámara o a otros hechos o cuestiones que por el momento se desconocen, lo que más se destaca porque se ha colocado en lo que podría denominarse un primerísimo primer plano.
El gesto de la boca parece ser, según cómo se lo observe, una sonrisa, una mueca o -es también factible- una demostración de dolor.
Quien hace el gesto tiene el cabello movido por el viento. Lleva el pelo corto que en parte, un flequillo no totalmente definido, le cubre a medias la frente. El cabello puede ser rubio o entrecano.
La toma rectangular se va agrisando y adensando en la trama a partir de la cintura del hombre hacia abajo donde se confunden con el resto el saco suelto y oscuro y el pantalón. Ese resto lo conforman el parque, las lomadas y la casona, blanca y amplia, que semeja un telón de fondo.
En el costado izquierdo se advierte la mitad del cuerpo de un perro de pelaje corto, manchado, de gran tamaño, parado en dos patas, presumiblemente jugando o sujetado por otra persona, que no aparece en la toma.
Ha quedado asimismo registrado, más a la derecha, fuera de la casa, un automóvil.
El aumento que se le practicó a la toma ha permitido verificar que el coche tiene las puertas cerradas, salvo una, la delantera izquierda, que está abierta y por la que se ve salir a una mujer, ya con la casi totalidad de su cuerpo afuera, quedando una de sus piernas descubierta, resultando -en la toma- una barra blanca, tal como si con ella se sostuviera una estructura. El resto (se hace referencia al interior del vehículo) se pierde en la pesada gama de grises hasta volverse sólo una mancha oscura.
En el ángulo superior derecho el cielo se muestra poblado de nubes que suelen anticipar mal tiempo. El vasto terreno que circunda a la casona y que se advierte de modo parcial en la toma permite colegir, sabiéndose que dicha deducción podría ser cuestionada, que la edificación está ubicada en el campo o, al menos, en las afueras de la ciudad. En ese espacio geográfico no aparece ninguna otra construcción.
Por un camino cercano, al fondo de la toma, hacia arriba, se observa la presencia de un camión. El vehículo tiene un mismo tono oscuro, sin diferenciarse sus colores y sin poder determinarse si es una persona o más la que se encuentra en su cabina.
El viento movía los árboles ubicados en las lomadas o más precisamente sus ramas, en el momento de practicarse la toma. Los árboles han sido plantados en hileras a los costados de los caminos.
Debido a las nubes amontonadas, al despoblamiento de las ramas y a las hojas caídas puede deducirse que la toma se ha practicado en otoño o en los comienzos del invierno. Adicionalmente permite llegar a esa conclusión la vestimenta de quien parece saludar. En los anteojos de esta persona se proyecta la luz y en ellos puede verse reflejado un objeto, presumiblemente metálico.
En el parque, entre quien extiende el brazo y la casona, está colocado un juego de sillones con su mesa de jardín, desocupados en su mayor parte.
La excepción está dada por uno de ellos en el que se había sentado un hombre que hace, en la toma, el gesto de levantarse, apoyando sus manos en los brazos del asiento mientras mira el objetivo. Tiene la boca entreabierta, como si quisiera hablar o gritar.
En la mesa ubicada en el parque aparecen unos naipes y en otro sillón juguetes dispersos. Su dueño, se deduce que un niño, no está en la toma, no descartándose la posibilidad de que se hubiera encontrado cerca del lugar o jugando con el perro parado en dos patas, parte de cuyo cuerpo tampoco se ve.
Los vehículos al momento de realizarse la toma estaban detenidos. Eso resulta obvio en el caso del automóvil y deducible respecto del camión, porque su perfil -entre agrisado y ennegrecido- se ha fijado con nitidez, imagen que no se hubiera podido obtener en el supuesto de que estuviese estado en movimiento.
Las ventanas de la casona en su mayoría se ven cerradas, salvo una ubicada en el borde superior de la toma y en la que se ve a una persona que parece saludar, repitiendo el gesto de quien se ubica en primer plano, quizás llamando o tratando de ser escuchado.
En la ampliación practicada un objeto indeterminado sobresale de esa ventana, presuntamente asido por la figura. Un objeto un tanto alargado, tubular, oscurecido por la distancia y sólo con un reflejo de luz en su extremo.
Tanto la imagen del primer plano como las restantes dan la impresión de conformar una unidad, como si las partes estuvieran vinculadas entre sí.
El resto de lo que se ve en la reproducción, que tiene un tamaño rectangular, de 12 centímetros por 25 y que ha sido llevada en su ampliación a los 60 centímetros de alto por 1 metro 20 centímetros de ancho, revela algunos otros detalles.
Puede añadirse en consecuencia que el hombre que se levanta apoya con naturalidad la mano izquierda en el brazo del sillón y no la derecha, con la que sostiene un objeto oscuro, de pequeñas dimensiones, algunas de cuyas partes brillan, objeto que no termina de definirse, por lo que no se puede agregar más sin caer en conjeturas.
Se reitera que en la mesa del jardín aparecen unos naipes, pudiendo deducirse que el hombre que está ubicado en primer plano, como el segundo que ha quedado a medio levantar del asiento, jugaban o se proponían hacerlo en el momento de la toma.
Por consiguiente, siempre en el plano deductivo, ambos deben haber sido sorprendidos en el instante mismo de fijarse el cuadro.
El vehículo situado al fondo y a la derecha -en el margen superior- se presenta totalmente de costado, de manera que no podría determinarse su procedencia a partir de sus chapas patentes si ellas pudieran ser leídas. Corresponde indicar también que la lejanía de su ubicación impide saber si lleva inscripciones en sus laterales.
Al camión se lo ha colocado en la zona más elevada del terreno desde donde su conductor podía observar el paisaje circundante en su totalidad, incluyendo la parte trasera de la casona, el automóvil detenido, sectores del parque, las personas sentadas en el jardín y a quien o quienes se hallaban detrás del objetivo.
El automóvil, por habérselo detenido muy próximo a ese objetivo, se ve más nítido. Ha quedado estacionado de tres cuarto perfil y en la ampliación practicada se puede observar un permiso de libre tránsito, colocado a la derecha del parabrisas y que se suele otorgar a profesionales, políticos, funcionarios, autoridades.
El que saluda o hace un gesto o trata de detener algo que le hubieren arrojado, parece haber querido levantar la mano izquierda, puesto que el brazo correspondiente no cuelga a lo largo del cuerpo sino que se muestra a medias torcido, como si hubiera sido sorprendido en el momento de levantarse y cuando intentaba retirarse del lugar.
Se puede establecer que quien saluda está vestido según la última moda con ropas de marca que en la toma, por ocupar un primer plano, se destacan.
No ofrece esa misma impresión el que se está levantando del sillón con la dificultad que, al parecer, le presenta el objeto que lleva en la mano derecha y del que no puede o quiere desprenderse. Este viste ropa oscura del tipo deportivo sin hacer la combinación de saco oscuro, remera clara, pantalón agrisado del que, supuestamente, se levanta.
Por el pelaje y la contextura del perro puede deducirse que se trata de un animal de gran porte, del tipo guardián. Un perro de raza cuyo mantenimiento y cuidado suele exigir un considerable gasto a quien sea su propietario. El hecho de que el perro no atienda a quien o quienes manejaron el objetivo hace pensar que las personas que lo utilizaban le eran conocidas. El perro podría encontrarse jugando, como inicialmente se señaló, sin descartarse la posibilidad de que haya estado sujetado por las patas. Si se diera este último caso quien lo sujetaba debería ser alguien conocido por el animal puesto que, caso contrario, hubiera sido atacado, dado su tipo de raza.
La mujer sorprendida a medio salir del automóvil, de acuerdo a la ampliación practicada, lleva el cabello largo que le oculta a medias el rostro. Es una persona joven y al parecer no mira, o no puede o no quiere mirar, la escena.
El hombre del primer plano, el del brazo extendido, tiene el rostro alterado, su boca dibuja una a, como si quisiera hablar. Su rostro aparece repetido en un afiche a medias destruido, fijado sobre la pared de la casona, del que pueden leerse unas letras impresas en gran tamaño: una C, una A, una N, dos D, una T.
Quien saluda, o hace una mueca o un gesto de dolor, lleva debajo del saco una remera clara que en el momento en el que quedó fijada ha tomado un tono más oscuro en la parte central izquierda del pecho, donde ha aparecido una mancha irregular que al parecer iba extendiéndose, cobrando su forma.

PÁGINA 38 – María Oscaritz (Arroyo Aguiar-Santa Fe/Argentina)

El poeta desordena

un hambriento sentido de pasado.
Se recuesta en una siesta de milenios, eleva la pregunta desde su vida primera.
Los sucesos caen y caen, él aletea entre raíces. Un imponente otoño de algarrobos le arrasa el día por la espalda. Y se lo ve luchando cuerpo a cuerpo con la manía de una poderosa incertidumbre.
Se pliega en una trágica dulzura:

“He posado una húmeda mirada sobre el ojo del volcán, sobre la sed de la tarde, sobre el filo de los labios de seda”; “... amorosamente pongo el río en la salamandra”, escribe,
pero brinda con juegos del infierno entre acertijos de vino, insomnio y tinta. Se agota buscando los lenguajes inmortales, el argumento colosal para hablar desde sus pozos de ventiscas y de hambre, desde sus desbocadas soledades.

Avanza:

“...mis pasos corrían más que yo...”. “Fotogramas caen de un libro al espacio de la ausencia en la tarde”. Noches de hielo mojan ab aeterno las estrellas de su alma. Bellas por lejanas. Le hablan, boca a boca, en el certero idioma, develan espacios de niñez. Destinos de dolor a ras de tierra lo engarzan en la única joya por crear:

ese grito que anuda, muerde y lame.

El poeta desordena su silencio con músicas de perdidas tierras. Campos fantasmales de mujeres infinitas. Mujeres: cuencos de sus ruegos. Mujeres: dueñas de la idea.

Piensa un sentimiento más allá de los confines.

Canta el hechizo de los diablos con tambores de vientos, lumbre y aire. Canta en papeles que se destilan con el tiempo en una comprensión inexplicable.
Clarita como el agua.
De acequias bravas bajando la montaña.
Y se hieren comprensión y hombre, se tienden trampas de tejidos inusuales, los dos beben sus sangres después de la agonía.
Quiebra su voz, tantea el poema que lo muestre veraz ante sus muertos.
Captor de sus ahogos en el margen izquierdo del espacio.
Roedor en los oscuros labios de la vida, allá donde el trasluz guarda el secreto.

Con dolor respeta sus astucias y sus límites:

una misteriosa sumisión esconde antiguos desvaríos, orígenes que resisten insepultos, el poder de avanzar entre peñascos. Vitales desvaríos: la cepa de sus manos que buscan los motivos en la hembra.

Se cansa en noches de alcantarillas y zaguanes,

de escalofríos y de sangres que escapan por dos ojos cazadores. Noche que se recoge en sus primeras mudas. Noche que se anuncia y se disgrega. Noche-noche: vaso de latidos, su lugar de novedades y rescoldos, de canoas, displaceres, de ángeles, de absurdos, de ascensos al único vértice que atiza el universo. Noche de esquinas esfumadas y malicias, de vientos inconstantes. Mentirosa y altanera. Noche-noche oculta entre sus dedos.

En el día camina entre la gente seca.

Gente que brota de plantas de viveros, de facturas a pagar, de urbanidades y miserias. Gente que usa las palabras sin besarlas. Perdona.

En el techo de acero de las calles, en el río,

en el tiempo sin espacio, acuna a la mujer sin nombre. Humedece su cuerpo ante sus formas. Se esconde. Alza el teléfono. Cuelga el teléfono. Se afeita a veces. A veces come y duerme.

Mastica el sudor y machaca entre sus dientes

las ansias de volverse tierra, de conducir la luz con las voces de la greda, con los salobres
espectros de los cerros. Desguaza el domicilio de la historia. Acecha su lujuria un sesgo
de pestañas que aplasta sus huesos tras los severos maderajes del deseo:

El sol está dispuesto.
Y la mujer.
Y el agua con el vino.
Las túnicas del viento y el sextante.
Los cereales de Moisés, las estrategias,
y las inescrutables piedras de Vinchina:

a N R. Poeta.

Del Setenta y Seis

I

Ladraron los perros
sobresalto y presagio
en su vigilia

miró a su compañero
escondió a su hijo

ya se habían enroscado en los tallos de la muerte

-Perros- pensó
ladran
o persiguen

tembló de frío

cuando arrrancaron
la puerta a patadas
no vaciló

vació su cargador
mientras caía

II

Buscaron poniendo
su sangre
cayeron sin las luces
de la muerte bendecida
en el lugar eternamente equivocado:
baldío
mar
cama ajada
solos
frente a sus hijos

las manos de los muertos
se crisparon

cuando
nos

decretaron el olvido

III

Los sueños de los muertos
saltaron la barrera
muertos después de todo y
ante nosotros

la Historia

circula empobrecida por las calles

buscando su razón

en la vergüenza.

IV

Había que cambiar el mundo
para todos
unos pocos

alzaron la bandera

pero la hidra regeneró su incendio
y nos dejó

sin treinta años
de voces
y memorias.

V

Creció de la ilusión
la noche atroz
llamó a batalla
a violencia animal
llamó al silencio que abonó los miedos

no supimos juntarnos en
la Historia

nos mataron a todos
en un escándalo
de muertos
sin nombre
sin olvido.

PÁGINA 39

Oficios despiadados


Por Beatriz Actis (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Hablamos toda la noche sobre cadáveres, mientras nos emborrachábamos con Becherovka que Blas había traído de un viaje por Brno o por Pilsen, “Todos los checos lo toman, es digestivo”, dijo, sentado bajo el cielo apenas entreabierto de luz junto a la puerta de mi casa, no muy lejos de la pista, no lejos tampoco del estero. Esa misma noche, Blas, que había trabajado en un buque pesquero, contó por primera vez ante mí la muerte de un tripulante en altamar, y hasta el último detalle de cómo con sus compañeros le cosieron los orificios del cuerpo para que conservara sus humores, antes de guardarlo en la cámara frigorífica hasta llegar a puerto. Volvió a beber, esta vez directamente de la botella, e hizo una pausa antes de relatar la ceremonia corrupta de coserle los párpados al muerto, un contramaestre de Curitiba, dijo, “aunque a esta altura, Inglés, y después de tantos años, ya no me lo creo”. Eso fue antes de confesar que se iba a embarcar al día siguiente, pero que esta vez no regresaría al puerto de Colastiné, que esta vez se quedaría para siempre en un puerto verdadero que no necesitara de dragados permanentes para que sólo lo navegaran las barcazas, como ocurría con éste, y que se había engañado en todo este tiempo esperando que el puerto sobre un afluente perdido del Paraná volviera a ser como el de antes, que este lugar nunca podría progresar, que era una sombra de lo que alguna vez fue, que incluso lo que alguna vez fue también podría ser un engaño, que con esas últimas copas y en esa última noche se despedía de mí porque se iba a ir de aquí para siempre.
Fue entonces cuando pensé que estábamos definitivamente cercados, sin puerto para barcos de gran calado, sin vuelos frecuentes al menos por ahora - en el pequeño aeródromo me habían dado la noticia esa misma mañana, después de meses de rumores: sólo se haría un vuelo quincenal en este mes y mensual para el próximo hasta definir las esporádicas rutinas de los vuelos del año siguiente. Era una excusa, el avión se iba a ir como alguna vez se fueron los barcos, del mismo modo como se fueron los aserraderos y las industrias del tanino y como se fue yendo de a poco la gente. Estrangulados por las aguas, como una isla que se olvida después del maremoto, como un sueño que se pierde en la vigilia.
Blas había sido mi único amigo, un amigo itinerante, de charla discontinua, casi un monólogo interrumpido por su estada de unos días en estas tierras de Colastiné, y sin embargo fueron sus idas y venidas las que permanecieron en mi vida como enlace con el mundo de afuera durante casi treinta años. Yo nunca, en cambio, fui capaz de pisar un avión, y menos un barco. Selva, día a día, cuando todavía vivíamos juntos, me lo reprochaba: ella quería cambiar, partir, errar (hay días en que cierro los ojos y veo su boca. No es posible). La memoria del barco en donde mi padre viajó desde Inglaterra hasta la América del Sur ha sido mi única memoria, y resultó suficiente -eso es lo que Selva no podía comprender. Mi padre trajo los recuerdos fragmentados de Exeter y de ese cielo emparchado de pequeños sucesos y de rostros de compañeros, de novias, de parientes perdidos junto a un clima ruin, a una lengua olvidada. Y trajo este oficio que sería mi perdición y mi suerte.
Le di la mano a Blas cuando amanecía, rompí la copa de licor en espera de que su efecto se desvaneciese pronto, como un puño que golpea en el agua. Antes de irse, mi amigo miró hacia el interior de la casa vacía -definitivamente esfumado ya el recuerdo de Selva- y hacia la percha donde dormía encapuchado el halcón. No dijo nada, pensé: Una pérdida más para mí. Sin amigo, sin trabajo si es que pronto iban a cerrar el aeropuerto, sin mujer desde hace tanto tiempo, sin tregua, abandonado, solo otra vez junto al halcón. No pude dormir en toda la noche. El licor y los recuerdos hacían que me estallaran las sienes.
Resuena otra vez en mi cabeza la descripción de Blas del momento de sellar los párpados del contramaestre muerto en el medio del mar, y a la vez surge en mi memoria un verso leído en la juventud, o tal vez el retazo de alguna canción antigua: “Ah, por fin atardece el rencor”. Creo entender recién en este momento su sentido, cuando destella la luz de la mañana y ya no me importa la partida de Blas, no me importa que se suspendan los vuelos, no me importa nada y no puedo pensar ni siquiera en el ave. Los últimos años de mi vida, incluso antes de que Selva se marchara para siempre, cuando todavía vivía con ella y éramos felices (¿pero es que alguna vez fuimos felices?), tuvieron como objeto lograr que el halcón perdiese el miedo a todas las cosas, poco a poco, que fuera acostumbrándose a nuestro ruidoso mundo. A oscuras, sin la capucha, y sólo encapuchado una vez que llegara la luz, hasta que de a poco permitiese que la mano del hombre ciñera su cabeza con la pequeña caperuza a plena luz del día, incluso adentro de la casa. Lo miro. Yo he cambiado; él es el mismo, sin embargo, es el mismo jinete de sí mismo que cruza el cielo azulado en busca de una montaña prohibida, de un destino glorioso como el pasado, de la marca del ave sagrada que alguna vez fue. Cuando lo observo desde el llano, como ahora, bajo la luz sincera de la mañana, enfrento su esbelta pequeñez en las alturas y mi torpe pequeñez a orillas del estero, lejos todavía de la pista donde carreteará por poco tiempo más el avión. Cuando lo observo -y se diluye la oscura resaca de los licores nocturnos- se abisma la distancia entre hombre y halcón, esa distancia inmensa, extremada, incomprensible para los otros.
Las palomas salvajes, los teros de la costa, los pobres pájaros terrenales de Colastiné que duermen en los nidos dispersos de los sauces y de los ceibos que se ven desde la pista, se enconden en los pastizales, cerca del estero. Allí vivo, ahí está mi casa. ”Si tantos halcones la garza combaten, a fe que la maten”, reza el dicho. En lo alto, el ave asusta a los pájaros, que huyen no sólo del rapaz sino del avión y de sus turbinas, y para eso me dejaron vivir al menos hasta ahora en la casa pequeña en los terrenos cercanos al aeródromo: para evitar los accidentes, para que soltara el halcón antes de que el avión partiera hacia la ciudad en algunas madrugadas (mi padre no llegó a conocer este oficio relacionado con las aves que él me enseñara a criar, ¿hubiera estado orgulloso de mí o habría sentido vergüenza por esta derivación espuria de la caza con halcones? Hay veces en que he sentido mi oficio como una traición; mi vida, como la de un hijo bastardo)
El cielo me devuelve hasta en los sueños la imagen del halcón en su faena, cuando destroza a las aves pequeñas, a esos pájaros sutiles y lentos, clavando sus garras en los cuerpecitos trémulos, las plumas de las víctimas rozando el aire, cayendo displicentes desde la altura, en donde el pico ensangrentado del halcón domina y permanece. Como nunca subí al avión, no sé lo que en realidad sucede, pero oí decir que desde arriba puede verse el pueblo como una península, ligada apenas a la provincia por un istmo cada vez más estrecho, cada vez más olvidado. La misma precariedad, el mismo aislamiento serían vistos por el ojo distante y soberbio del halcón en las alturas, si él pudiese comprender este mundo de abajo.
Mi padre me hablaba a veces, cuando yo era apenas un niño, de sus recuerdos del barco que lo trajo de Europa, de su memoria fragmentaria de los suburbios de Exeter y los hombres de la familia entrenados durante siglos para ser halconeros de los señores. La visión de mi padre de un puerto fantasmal apenas entrevisto por sus ojos de niño en el momento de partir se apropió de mi memoria, y es revivida ahora, tan lejos de la Inglaterra natal, en este puerto vacío de Colastiné. La memoria de mi padre es revivida por las desilusiones de este hombre solo, por esta remembranza gris que agoniza en una casa prestada cerca de la pista para el avión que no va a regresar, y la huida del avión, como la de los barcos, significa que desaparece el mundo. ¿Es que ya no habré de partir? (pero es que Selva tenía razón: yo nunca podría irme de aquí, nunca aceptaría un destino como el de Blas, que al fin navega en su mar hacia lugares inaccesibles adonde ni siquiera arriban los halcones)
“El inglés loco”, dicen ahora sobre mí los habitantes de Colastiné como antes lo dijeron sobre mi padre, “piensa sólo en el ave cuyo plumaje oscurece con el paso del tiempo”. Para amansar al halcón, nos parábamos con una pared a nuestras espaldas, para que nadie pudiese acercarse por detrás, para que el halcón no temiera, en tediosas jornadas de entrenamiento, de tentaciones con carnadas y simulacros de caza con víctimas falsas, mientras el ave sentía poco a poco más confianza en el hombre. Veo a mi padre a través de la distancia, desvariado, borracho, deambulando por los aserraderos y después en el puerto para sobrevivir, ayudando a rescatar a los pescadores y a los marinos ahogados, desenredando los cuerpos atrapados en el barro y las plantas acuáticas del fondo del río, llegando a nuestra casa con la humedad de la muerte todavía en los ojos, pero hallando la calma y el orgullo perdidos en el cuidado de las aves, sirviendo en nuestra casa modesta a las águilas y a los halcones como si fuesen príncipes.
Mientras observo el vuelo del último halcón -los otros murieron tras desaparecer mi padre, en estos últimos años de soledad y de miseria- pienso una vez más en el verano y en damascos mojados, en mañanas perdidas de calor y de desidia, en patios y en callejones de tierra. Creo escuchar la voz de Selva murmurando: Mi vida es esperarte. Es mi propia voz, sin embargo, su eco que resuena, agrio, frente al espejo turbio de la tarde. Es mi propia voz que ya nada significa -días condenados a desaparecer, días de infancia, cuando ninguna posibilidad de futuro era extranjera. Pienso una vez más en mi padre dejando su legado: el secreto orgullo de la cetrería en este país salvaje. Otro eterno minuto de vuelo basta para comprobar cómo se pierde el tiempo. El mismo tiempo mítico que alguna vez atrapó al ave con falsos hechizos, con curaciones desde el conjuro de sus plumas, y lo convirtió en símbolo del alma inmortal que ascendía hacia la tierra vasta desde los cielos medievales.
Como en la leyenda de la Torre de Londres que narraba mi padre -mientras existan los cuervos en la Torre persistirá la monarquía-, aquí la última ave es el modesto guardián, el sobreviviente, el desterrado en el medio del estero salvaje, junto al hombre solo, a la pista desierta, a punto de emprender su vuelo fugaz. Pronto habrá sido olvidado sin embargo el abismo que existía entre hombre y halcón.
Pasa una bandada, suenan silbidos de las aves de la costa, pájaros conocidos con crestas rojas erguidas como torres provisorias, como diminutos miradores, parecen observar desde la altura. Está bajo el estero, digo para adentro, para mí mismo, mirando el agua que reposa frente a mis ojos, y la voz es apenas algo más que un murmullo. Se puede llegar desde la pista del aeródromo hasta el centro del pueblo caminando por la orilla del estero y después por los bordes del río. Me había contado Blas en nuestra última noche algunas anécdotas, pequeñas historias de espanto sobre una invasión de ratas en las islas. Despierto de la siesta afiebrado por una pesadilla: ratas devoran al halcón inmovilizado en una trampa de abrojos y de cardos y de yuyos en maraña. Adentro de la casa, una lámpara a kerosene apenas turbia (resulta que he dormido, afiebrado, durante toda la tarde) con su luz insidiosa perturba este desierto y despliega alguno de esos raros cuadros coloridos, fragmentarios: mi sueño es un desierto.
La voz del campo y de la tarde no tienen traducción a orillas del estero. No es fácil descifrar las formas porque resulta que ya no hay formas bajo la lenta luz del sol. Es raro comprobar cómo la luz cambia el espacio, el sol depositado de modo leve en el tejado de la casa en este atardecer refiere otro paisaje. La forma en que la luz se confunde con las sombras alargadas de los árboles llena de incógnitas el agua amarronada del estero, su imagen tiene en estas horas un resplandor distinto que parece iluminar desde tiempos remotos. El halcón duerme con su capucha de ciego junto a mi cama. Imagino, afuera, bajo la luna incipiente, los árboles verdes y amarillos, los tréboles de otoño, los colores apagados en el campo debajo de este cielo. Las últimas partículas de polvo vuelan como haces cambiantes cerca de la pared interna de la casa, de la casa sola en el centro de la tarde. Cuando anochezca, colocaré al halcón sobre su percha como al final de cada jornada, pero no será ésta sin embargo una jornada igual a las demás.
Recuerdo ahora el sol enceguecedor de aquella mañana de noviembre; puedo verlo todavía, después de tantos años. Estaba parado en el patio de mi casa -no de ésta de ahora, sino de la casa natal, cercana al puerto- pero como ausente, mientras los vecinos y los curiosos rodeaban el aljibe en silencio, con solemnidad, con una especie de espanto contenido. Me quedé quieto al lado del aromo que cubría de sombra una zona de bancos y de hamacas, saqué del bolsillo la única foto de mi padre. La había robado de un cajón del armario de la casa ese mismo día. Había sido tomada en ese mismo patio, traté de ubicar exactamente en qué lugar: el cantero de lajas, al lado del huerto; ahí atrás, no muy lejos, se asomaba la boca cuadrada del aljibe. No era el típico pozo con forma de cilindro con polea y roldana que se estila en los patios; era una parecita baja con una tapa de chapa perforada, con un montón de agujeros que permitían espiar el agua allá abajo, oscura y fría. Suponía que fría, porque ésa era la sensación que me recorría la espalda cuando me asomaba a la profundidad a través de ellos, los ojos apoyados sobre los agujeros, las mejillas contra la chapa oxidada, aferrado con las manos por temor a que la tapa cediese y el cuerpo cayera al fondo del abismo. El mismo pozo que ahora rodeaban los vecinos y que, finalmente, había llamado a la desgracia, el mismo pozo que veía como fondo de la foto robada de mi padre.
El cuerpo que flotaba dentro del pozo era el cuerpo de mi padre, que había elegido ahogarse en este puerto hastiado por los abandonos, pero no en las corrientes del río -de donde rescatara a tantos infortunados- sino en el pozo de aguas subterráneas que las napas eternamente altas mantenían rebosante. Selva en tanto se escondía adentro de la casa, no había salido siquiera a un extremo del patio, no había recibido a la gente. Se fue de aquí, se fue hacia la ciudad después de la muerte de mi padre, no me acompañó siquiera cuando velábamos su cadáver tembloroso de ahogado, cuando tuve que llevarlo en una marcha penosa al cementerio de los disidentes en un pueblo vecino, para enterrarlo. Violentamente mi padre, calladamente Selva, los dos se fueron el mismo día de aquí, y sería para siempre.
El cielo, cuando anochece, se vuelve plano y de azogue, el paisaje de Colastiné parece estar hecho con espejos. Veo la luz de la tarde - la memoria selecciona destellos del pasado, lo mejor, lo peor de ese pasado- y en la luz de la tarde la figura de Selva se recorta como la única selección posible en mi memoria. Es sin embargo una mentira, porque hay días en que ni siquiera la recuerdo. Cuando Selva se fue, odié a cada una de las águilas, maldije a los halcones criados y protegidos por mi padre, incubé este rencor por cada una de las aves que vivían en mi casa y que ella había tocado, sólo porque la piel de los dedos de Selva alguna vez había rozado sus plumas al tiempo terrenales, fantasmales; sólo porque ya no reposaría sobre ellas la mirada de Selva, fascinada ante las aves rapaces y al mismo tiempo trémula de temores (en mi recuerdo hay, de modo simultáneo a su partida, flores que caen desde las copas de los árboles). Los recuerdos están hechos con espejos. Las aves estaban ya condenadas a desaparecer y yo, condenado a deshacerme en el recuerdo de Selva, a sucumbir ante la ausencia de Selva, porque en realidad nada puedo hacer ya, ni siquiera pensar cada noche o cada madrugada en algo inasible como su cuerpo.
Un destello de luz débilmente rosa, salmón, coral, naranja en el costado de la tarde pelea las sombras de la noche que cae, ilumina mi voz: es triste permitir que el mundo me juzgue demasiado (una vez tuvo sentido mi vida). Lo único que me ancla todavía a esta vida es el halcón, que descansa impasible en su percha, adentro de la casa. Lo último que el ave sentirá es mi mano ahogándola, y será como decapitar un recuerdo que no me hace feliz. Después, el definitivo destierro, pensar en irme de aquí adonde ninguno me conozca o me recuerde, o tal vez quedarme detenido para siempre. Grande es el otoño, el cielo invernal, el río en primavera, el estío incalculable cuando a través de nubes y de mares podemos ir cerrando los párpados definitivos de los muertos.

PÁGINA 40 – Reynaldo Uribe (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Absolutamente cortinas

a Pink Floyd

Cuando la soledad
es como caer por el brocal de un pozo
húmedo, oscuro, sin orillas ni contornos,
sin puntos de referencia desde donde pueda
tomarse conciencia de la existencia de uno mismo,
porque uno mismo
no es más que un vértigo de situaciones límites
que eliminan todo viso de realidad,
todo parámetro de locura
o cualquier intento elucubrado de suicidio.

Cuando la realidad
toca el filo de la poesía
en su transgresión de tiempos y de espacios,
en su desesperanzada migración a los pantanos
que no son ni más ni menos que los que se pisan
de este lado del espejo.

Cuando las pausas,
los silencios,
son campanas sordas
que tañen en la profundidad de mares oscuros,
espesos y aceitosos,
apestosos de peces ciegos que gritan
sin emitir sonido alguno pero
con la boca abierta como queriendo abarcarlo todo,
todo lo que existe en las profundidades
de las que ningún humano conoce la clave
para destrabar sus cerrojos,
aunque mantenga la ilusión de furtivo
visitante oculto de lo no visto.

Cuando se habla de esperanza a manos llenas
y se riegan los campos con alquitrán,
se inyectan con hormonas los maniquíes,
se plastifican los gestos, las acciones,
se previene cada paso no dado aún
tirando la dentellada sobre el bocado
ni siquiera pensado todavía.

Cuando todo está destruido
y no quedan en pie raíces ni cimientos,
pero hay monstruos que se relamen
porque han sobrado unos despojos,
las últimas gotas para el vampiro.

Cuando el apocalipsis ha obtenido su clímax
siempre
siempre hay un espejo que se empaña
siempre hay un vidrio que se cubre de vapores
y deja nuestro rostro solo
abandonado
incapaz de mirarse a sí mismo
incapaz de reconocerse en los rostros cotidianos.

Otoño

Una noche brumosa de Nueva York
o Pichincha no recuerdo una tarde
una mañana de sol de madrugada un feriado
un amanecer un miércoles cualquiera
un hombre cae se doblan sus rodillas
y cae derramando sus palabras en la vereda
cae el hombre y sus palabras en la vereda
sucia sin baldosas en la vereda encerada
en una vereda cualquiera de cualquier
lugar pisada por los abnegados
enfermeros de la guardia de emergencia pisada
por diligentes policías que no encuentran
al culpable pisada por curiosos por viciosos
por periodistas por la amable mujer que barre
las palabras con las hojas secas con los fósforos
apagados los chiclets secos los restos de algodón
como si fuera lo mismo morir en Nueva York
o en Pichincha a mediodía o en feriado
morir de muerte natural o conspirando
derramar palabras o una inmunda sangre
recordada en la mesa familiar ante la carne
jugosa o en un vulgar análisis de colesterol.

Y con el tiempo la memoria confunde a las abnegadas
almas de Nueva York y Pichincha a los enfermeros
a los policías la memoria confunde a los viciosos
a los periodistas y dicen que fue
un fósforo que quemó un hombre
una mañana de sol de madrugada un feriado
un amanecer un miércoles cualquiera
que se atragantó con un chiclet que el algodón
estaba infecto porque era reciclado
que el culpable no aparece que el culpable
fue condenado a cadena perpetua fue barrido
por una mujer su cómplice y la prueba número uno
la escoba no aparece. Las palabras caídas
mientras tanto
siguen allí en la alcantarilla
tapando a las hojas secas que caen tapando
a las palabras que caen y nadie
está dispuesto a recoger.

Arte poética

Yo no juego con la muerte.
No juego con los amigos que eligieron
esa forma solitaria del exilio
ni con mi padre o compañeros
forzados a la partida
con el engaño del regreso.
Yo llevo tranquilamente
mi alma en un plato
al almuerzo de los años futuros,
por encima de burlas y amenazas,
como hiciera Maiacovsky
cuando eligió su corazón
como último refugio.

No juego tampoco
con la locura, los gatos, los espejos,
o los sueños que vivo
con la intensidad de un sueño.
No podría jugar
con mi propio rostro en el espejo,
con la severidad con que me mira
o la sonrisa que rescata una mentira
y hunde cada pequeña traición
innecesaria.

Yo no juego con la muerte
ni con mis alucinadas reiteraciones
que frecuentan los paisajes de la locura
y llevan el territorio de lo posible
a esos abismos sin eco ni final,
sin bordes para que la mano o la razón
detengan la caída. No juego
con la muerte. No juego conmigo.

Hay horas
en que el silencio trepa los costados
de la noche y mis manos a oscuras
no encuentran el límite de mi propio
aliento. Hay horas, reconozco,
en que mi alma vaga de cuarto en cuarto
y observa mi cuerpo que duerme
ajeno a la requisa de papeles, de sueños,
de aquellos objetos que cuido no me toquen,
de esos rostros que ordenan mi memoria
y me ayudan a mentir en el recuerdo.

Reconozco también que hay horas
que transcurren sigilosas, atentas,
que caminan de sueño en sueño
de espejo en espejo, de rostro en rostro,
y recorren el vasto mundo por los techos
como gatos. Tal vez sea gato algunas horas
y la muerte me conceda ese deseo.

Pero yo no juego con la muerte que aparece
en mis sueños o mi biblioteca
las noches que comparto con la soledad y el alcohol.
Yo no juego con la muerte que me permite
visitar a mi padre y mis amigos,
que me deja hablar en sueños con los que
pronto irán de su mano, aparecerán
sin previo aviso entre poemas y papeles
o en el espejo al levantarme,
y volverán
solamente las noches que comparta
con la soledad y el alcohol.

Yo no juego con la muerte,
no podría tampoco jugar con los sueños
de antiguas amantes:
tanta ilusión guardada en la memoria
tanto amor que no cabe en la palabra amor
tanto placer que no sé cómo cabe en mi cuerpo
tantas mujeres que al fin fueron
la mujer
que comparte locura sueños abismo
espejos noches por los techos
mujer inasible y real
conformada por todas las mujeres
de las que recuerde su rostro
en el espejo.

La muerte me conoce.
Alguna vez me ha invitado
a esos dudosos paseos
de los que no se vuelve.
Pero sabe que por encima de burlas y amenazas
yo llevo tranquilamente mi alma en un plato.
Sin juegos. Cada uno en su lugar
disfruta el almuerzo
de los años futuros.

PÁGINA 41

A precio sin competencia


De Enrique M. Butti (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

Las sesiones de ascendentalismo tenían lugar en un galpón que al principio había sido un degolladero de gallinas y después el depósito de unas telas que en poco tiempo de estacionamiento y equivocado apresto se habían cargado de un aura tan maligna que se quebraban como papel y que hubieran terminado irremediablemente destruidas por inservibles si no hubiese llegado el que sería el Pastor Jonás y por casi monedas comprara esa partida de toneladas y toneladas de lienzo blanco sin querer revelar qué uso podía darles, negándose incluso después de concretar la operación a pesar de la insistencia intrigada de los vendedores, sobre todo cuando apareció poco después con el suficiente dinero como para ofrecer la compra del terreno y el galpón a los empresarios en bancarrota, y colgar el cartel que resplandecía: "Escuela Pastoral Ascendentalista", aún antes de que en el interior del local se perdiera el olor a almidón y algodón atacado por los hongos, debajo del que rondaba todavía el tufo acre del alimento y excremento de los pollos que durante años habían marchado en filas interminables al matadero.
De los compinches del barrio, el primero que quedó enganchado con el Pastor Jonás fue Delmiro, que era albañil y que trabajó en las refacciones del galpón y ayudó a clavar e iluminar el cartel, y que un día al atardecer quedó solo en el interior vacío y ya limpio, y el Pastor le dijo que con las obras y las construcciones sucedía lo mismo que con el cuerpo del hombre, que no bastaba asear y perfumar la carne, y entonces le pidió que le ayudara a exorcizar los malos espíritus y el sufrimiento que habían quedado impregnados entre esas maderas y ladrillos y chapas de cinc, y comenzó con sus rezos, salpicando el local con el líquido morado que se coagulaba en un balde que sostenía Delmiro y en el cual el Pastor embebía su aspersorio, hasta que sucedió lo que Delmiro no se cansaba de contarnos, más con un fin proselitista que para explicarnos su conversión fulgurante y definitiva, más que para contestar a nuestras burlas para convencernos de que cada cual arrastra sin saberlo una procesión de desperdicios y de cadáveres.
En verdad, cadáveres, de carne y hueso, no escaseaban en la zona, acribillados. No el de Delmiro que murió de enfermedad natural pero sí el del Negro, a quien el peso del plomo ya no lo dejó levantarse, sin que pudiera acusarse a Delmiro, que había fallecido varios días antes, a menos que quiera considerarse que el amigo muerto bajara a castigarlo por no haber querido entrar al templo siquiera para despedirlo en su velorio. Acribillado, el Negro, sin que acabara nunca por saberse quién fue el asesino ni nadie se interesara por indagar ni hacer otra cosa que no fuera rezar por él en el galpón, ya que a pesar de que se trataba de un descarriado incorregible el Pastor le dedicó una sesión para que con plomo y todo su espíritu pudiese despegarse y volar libre.
Pero antes de eso el Negro había intentado hablar con quien era como un hermano, criados y crecidos juntos peleando contra la hostilidad del mundo, y había ido y le había dicho algo así como "Delmiro, ¿en que andás metido? Hay quien dice que no sos ajeno a las barbaridades que están sucediendo acá alrededor", y Delmiro, con demasiada reticencia como para atribuirle simple y llana locura, le había expuesto al Negro la doctrina ascendentalista del Pastorcito Jonás acerca de la guía inequívoca que pueden procurarnos los muertos si somos capaces de convocarlos y obedecerlos. Y sobre cómo obedecer esas órdenes bajo la guía de los espíritus puede llevarnos sin peligro ni culpa más allá de la justicia y de las leyes humanas, entrando en particulares acerca de la forma con que se ejecutaban las condenas decididas por los Justos Ascendidos, sembrando rastros de droga alrededor de la víctima para que la policía o quien fuera, suponiendo que a alguien se le ocurriera investigar, pudiese despachar la interpretación de que esa muerte era una más en las rencillas entre traficantes traicionados y traicioneros.
Al principio Delmiro y su familia habían sido los únicos en concurrir al templo los jueves y los domingos a la hora de los servicios que anunciaba el papel pegado en el portón, pero poco a poco el Pastor Jonás ganó adeptos en el barrio y en el bajo repartiendo bolsones de ropa y comida entre los más indigentes, y cuando nos quisimos dar cuenta los únicos que terminábamos burlándonos de la servil santulonería de Delmiro éramos el Negro y yo, yo sintiendo cómo me aumentaba el desprecio por esa manada de pobre gente impelida a creer que los muertos estaban esperando que los vivos los liberaran de la inmunda materia y a soportar horas de invocaciones, todo con el único fin de llevarse a su casa una bolsa con fideos y harina de maíz y pañales, a lo que Delmiro volvía a reprochar mi ceguera y volvía a contar el episodio de su conversión, cuando había quedado solo con el Pastorcito y después del largo rito de limpieza del galpón salpicando sangre a los cuatro costados había oído cómo de golpe, en un huracán ensordecedor, se alzaban los chillidos de los miles, de los millones de pollos y gallinas que años atrás habían sido degollados en el lugar.
Pío pío, quiquiriquí, cantaba el Negro cuando lo veía aparecer, y yo: "¿Qué reparten hoy, leche en polvo vencida, zapatos usados?", y Delmiro, sonriente, beato, o alguna vez también airado, con los ojos relampagueantes, nos respondía con esas oscuras maldiciones de los profetas, tipo "Y verás a tus aliados engañarte porque vives engañado", con un furor malsano que no sólo era de la locura que le atribuíamos sino de la enfermedad que a ojos vistas lo consumía y que terminó por dejarlo casi sin nada que ofrecer a los gusanos debajo de la mortaja en la que lo envolvieron para velarlo en el templo, el día en que discutí con el Negro acerca de que no era cuestión de negarse a entrar a despedir por última vez a un amigo.
Pero cuando Delmiro aún andaba ahí, esclavo del Pastor, y yo más enfervorizado lo contradecía con los argumentos que me procuraba mi iniciación en la conciencia política, un día el Negro viene y me cuenta que había ido a verlo, decidido a hablarle como hermanos que se han criado juntos, y Delmiro le había revelado cómo los muertos guían el brazo de los Justicieros Ascendentalistas, salvándolos al mismo tiempo de la inepta justicia humana, y se había preciado de que su amo ya no fuera sólo un pastor religioso sino también el caudillo del barrio, con ascendencia por toda la ciudad y en las esferas de gobierno, y había terminado por insinuarle me advirtiese que mis opiniones no le gustaban a nadie y que me cuidara porque no era tiempo de andar jugando con fuego, y yo me reí, y el Negro dijo que la cosa no estaba para bromas, que debían ser ciertos nomás los rumores de que Delmiro era el brazo ejecutor de las desgracias que le ocurrían a quien osara oponerse al poder del Pastor Jonás, como había sucedido con el incendio de la casa Evangélica que regenteaban unos yanquis imberbes en el bajo, o el ataque que había alejado a los intelectuales del centro que venían a enseñarnos doctrina política en la biblioteca de la vecinal, o los incontables ajustes de cuentas que habían cundido últimamente entre traficantes.
Y después terminó de consumirse, Delmiro, y yo pensé que no era cuestión de andarse con pamplinas y entré por primera vez en el templo tras discutir con el Negro, que se demostró empecinado hasta el límite de negarse a despedir a su casi hermano, y ahí estaba Delmiro expuesto sobre unas tablas, fajado como una momia ya reducida, y llegué justo cuando el pastor liberaba su espíritu, que se elevó candente como una llamarada, pero que antes de irse bajó a revolotear a mi alrededor y quitarme la ceguera y conducirme firme de la mano durante días hasta encontrar la mejor oportunidad para procurar la salvación eterna del Negro y, a la vez, conquistar la confianza del Pastorcito gracias al cuidado con que sembré rastros de droga en los bolsillos del irredento por si a alguien se le ocurría investigar, procurando de paso mi propia salvación, no sólo de mi espíritu liberado finalmente de lastres sino también de mi materia al encontrar por fin una ocupación laboral cierta y efectiva en una de las empresas del Pastorcito Jonás, la que se ocupa en confeccionar y ofrecer mortajas de fina tela blanca almidonada a un precio sin competencia en toda Sudamérica.

PÁGINA 42 – Norma Segades – Manias (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

La escritora

“... porque hasta el último hálito de vida voy a aferrarme a la conciencia.” Leticia Ricárdez (México)

La voz estalla en huecos de conciencia
con un gesto de espiga reclamándole al siglo sus silencios culpables.
La voz se eleva triste, sin ritmo de panfleto admonitorio
ni cadencia de muerte multiplicando coágulos
ni palabras convulsas.
La voz busca engendrarse
con semen de fogatas pulsando en la vigilia,
en el cántaro azul de una esperanza ejercida a mansalva.
La voz quiere ser clara como el agua en la lluvia o la luz en la aurora.
La voz quiere ser largamente pura.
Pero ella no suscribe al disimulo,
renuncia a los secretos, abdica a los disfraces, reniega de mordazas.
Entonces ya no puede consentir los dolores encrespados,
admitir los vendajes que ciegan las pupilas,
omitir la denuncia.
Entonces se apasiona,
entonces se derrama como un bálsamo tibio
entre todas las llagas rigurosas, entre todo el agravio,
entre todos los odios que invaden la intemperie cuando la vida exhibe
sus colmillos de eclipses y penumbras,
inventa algunas treguas tutelares,
alguna fe propicia que le encienda horizontes a pesar del espanto,
algún síntoma breve de escasas indulgencias malheridas,
un resto de plegaria agazapada
que funde otra liturgia...
Pero en el fondo sabe.
Pero en el fondo sabe
que algo viene creciendo a través de la pena
que, más allá de la quietud del viento, el hambre anda en jaurías,
que tiene el corazón de pie en las coordenadas del más hondo cansancio,
que tiene el corazón sobre la furia.

Frida

Mi amor no es más que amor.
Es un reflejo.
Extensiones de azogue donde reptan los sexos condenados por la luna,
las manos sentenciadas para siempre a robar las caricias,
las miradas,
las pieles de un designio tempestuoso.
Mi amor es este hierro que penetra la aridez de los úteros,
la yerma heredad de los nombres no nacidos,
de los rostros perdidos en las nieblas vagando por desiertos horizontes,
el testimonio mudo del despojo.
Mi amor es este ambiguo territorio donde soy lo que soy.
Yo.
Frida Kahlo,
engendrada a la imagen de los seres que combaten los gestos repetidos en la inmovilidad de las costumbres
como un volcán de enigmas alevosos.
Mi amor no es más que amor,
a rajatabla,
a contradios,
a contrangustia,
a contraviento.
Una lanza de amor atravesando mi tiempo de esqueletos amarillos
mientras toda la vida se reseca
y toda muerte aguarda en duermevelas bajo el vacío de los …
Mi amor es este enjambre de colores hendiendo un corazón que se desangra en la azul soledad de los espejos,
que ramifica trenzas como noches entre lazos ardientemente alegres enmarcando el tormento de mis ojos.
Mi amor no es más que amor,
fuego del alma,
necesidad quemante entre los muslos,
estampida de luz que se dispersa sobre las avenidas del instinto destrozando capullos a mi espalda,
y el deseo insaciable de mis lobos.

Acerca de la siesta

Nace desde el sigilo.
Se abre como los frutos del granado ofreciendo puñados de rubíes
mientras labran sus soles los surcos del agobio en las pieles salvajes.
Y el perfil de los duendes o los ángeles desfigura cortezas entre olivos, endrinos y naranjos.
Los duendes de la siesta, antiguos fundadores de los huertos,
custodios de levísimas moradas, secretos y conjuros.
Sucede cuando afuera de los muros sobrevuela el silencio.
Cuando nada conmueve el alma de los fresnos, las tímidas acacias o el plumaje insolente de los jacarandáes.
A la hora en que el misterio desborda los pretiles del asombro.
A la hora en que estallan las cigarras.
A la hora de los druidas.
Ocurre, algunas veces, cuando llueve y el agua se desliza mansamente entre las nervaduras y capullos.
Y los pájaros quedan en suspenso.
Tal como si acecharan presagios o racimos.
Ocurre, algunas veces, cuando llueve y es una maravilla percibir los contornos a través de la bruma.
Y los elfos, las hadas, se abandonan sobre los alfeizares de las rosas a platicar acerca de cuestiones que guardan relación con sus oficios.
Y las gotas de lluvia cuelgan de sus cabellos, como esferas de nácar, como fragmentos de cristal tallado.
Y cantan las magnolias sus fragancias oscuras.
Sin embargo parece que no hay nadie.
En otras ocasiones acontece en medio de la furia,
en tanto se encabritan los cardos, las ortigas, piafando sobre hierbas que ya no resucitan.
Es cuando los señores de la magia se refugian en altas hornacinas, en torno a los altares,
hasta que el mundo calla y es posible regresar al follaje a defender alondras, colibríes, pimpollos de palomas,
a evitar que el olvido cubra de telarañas los caminos, a cuidar los plantíos de alhelíes, adelfas y geranios, a destejer guirnaldas de rocío sobre las azaleas.
Mientras el sol excava en la piel de los miedos, las ausencias, los llantos, las distancias,
se abre como los frutos del granado,
ofrece su textura de rubíes.
Nace desde el sigilo.

PÁGINA 43 – Artículo ensayístico



Alisio con A de América


Por Jorge M. Taverna Irigoyen (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)

¿Que mueve a Artemio Alisio a recrear imágenes en torno al Popol Vuh?. ¿Que razones para desentrañar los códigos de una Biblia indígena, de una civilización soterrada, de lenguas que nos son extrañas y remotas? Quizá una fuerza ancestral, un llamado desde los orígenes, la riqueza de un canto y la potencialidad de un grito. Tal vez, el deslumbramiento por el Diluvio,el redescubrimiento de las historias de la región quiché. Seguramente, en fin, su propia necesidad de interpretar ritos y protagonismos telúricos de milenaria raigambre, en los cuales, sin embargo, subyacen indelebles las huellas de nuestra americanidad...
Alisio es un taumaturgo genial, que teje y entresaca contenidos, amasa barro y renueva símbolos plumarios, inventa pigmentos de alegoría y convoca al hechizo. Todo, cada rito, lo plasma naturalmente: como quien late o respira. Y ello, precisamente, es lo que da a su proceso creativo altura simbólica y acorde universal.
Los valores plásticos que ensambla constituyen, seguramente, su mayor fortaleza. No hay en su tratamiento del plano, en la a veces imprecisa linealidad de sus formas, en el esoterismo de sus atmósferas cromáticas, un solo acento literario o costumbrista Sus formas (que trascienden de sí mismas, como auténticas simbologías de base) estructuran el plano desde lo más interno del soporte. Formas erosionadas, formas arañadas por el tiempo, inscriptas en una verdadera cosmovisión genésica, están más allá de resabios hápticos y de alusiones rupestres. Son formas historiadas en una memoria que no tiene principio; escrituras de cielo y tierra para descifrar allá y acá: energías que no terminan jamás de liberar sus fuerzas secretas...
En esas formas - no tránsitos de alegorías, no acuerdos lúdicos, no fraseos circunstanciales -, el Popol Vuh, el Libro del Consejo de los Mayas, abre sus páginas de sortilegio. Inagotable. Profundísimo: como grieta que llega hasta el corazón de la Tierra.
Hondo de sapiencia, inmutable a todo rito. Abre sus páginas en la recreación prudente y a la vez fervorosa de un imaginero del Siglo XX. Y torna a convocar, a seducir, a transportar en vuelos de hechicería. Como si los lenguajes de la imagen recreada bastaran para trasponer siglos y culturas y códigos, y entrar en el gran túnel de los milagros redivivos: el Diluvio, el Génesis, la Ascensión, la Reencarnación...La multiplicación de los hombres y la lluvia de los peces. El castigo de la naturaleza y la redención de los credos. El alumbramiento de los hombres-pájaros y el bautismo final de las aguas. Extraño es comprobar en qué medida Alisio conjuga lo sensorial a lo sensitivo en diálogo plástico y cultural. En qué grado su propuesta artística suma y vertebra alusiones y fantasías, acentos y matices, pigmentos y texturas, luces y sombras, cuerpos y espíritus. Sólo un gran rigor, pero sobre todo un amor sostenido por esas corrientes atávicas, por esas cosmogonías secretas, por esos tiempos minerales, puede llegar a interpretar con tanto patetismo una imagen plural y sin embargo totalizadora.
En el Popol Vuh, Artemio Alisio recupera algo más que una memoria de Amerindia. También torna a vivificar la síncopa de una civilización potente y enigmática como pocas. Y en el enlace de ritmos visuales y morfológicos, su pintura establece una serie de asociaciones, de vínculos y de registros alegóricos, que realmente sorprenden, cuando no deslumbran por su riqueza.
En tal grado, no es extraño que la lectura de su obra (por encima de naturales consanguineidades continentales) atrape a contempladores ajenos a estas culturas americanas.
El hecho -por sobre la identidad de los mensajes y su desciframiento estético- importa fundamentalmente como avance en la impregnación universal de nuestras culturas milenarias. Esos tejidos cifrados que Artemio Alisio redimensiona con una entrega singularísima, y un lenguaje tan depurado como misteriosamente mimético.
Quizá las huellas de Tamayo, de Lam y de Matta estén tras sus pasos. Entre esas imágenes bañadas de ocres, de tierras, de azules profundísimos, verdes y amarillos de fosforescencia. Tal vez se transparenten en algunos de sus hechiceros, de sus profesantes, de sus fantasmas...
Pero lo importante es que Alisio abre, con su pintura, un espacio fértil de idealidades. Un espacio en el que la libertad representa todo un universo de voluntades.
A fin que la libertad no se transforme en una estatua, como razonaba el mismo Roberto Matta.
Y para que nuestras raíces, las fuerzas atávicas que nos representan y contienen, no sean sólo escrituras y códices a descifrar.

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