Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL
Antologías publicadas
Rediseñada para ofrecer una mayor difusión de la escritura en castellano.
Dirección: Norma Segades - Manias
directoragaceta@gmail.com
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GACETA LITERARIA Nº 8 – AGOSTO de 2007
Homenaje de Gaceta Literaria Virtual al pintor colombiano Saúl Álvarez Lara
PÁGINA EDITORIAL
Las palabras y el sentido.
Por Arturo Lomello (Santa Fe/Argentina)
Las palabras, mas allá del significado que se le da a una obra literaria, tienen una trascendencia inagotable si las remitimos a un sentido de la vida. Por eso, las grandes creaciones de la literatura nos otorgan constantemente nuevas revelaciones que superan las intenciones de quienes las plasmaron. Tal es, por ejemplo, el caso de La Odisea, o el de La Ilíada de Homero; la Divina Comedia de Dante; El Quijote de Cervantes; los múltiples dramas de Shakespeare y, entre muchas otras, el Fausto de Goethe.
Cada relectura de cualquiera de las obras mencionadas nos permite un nuevo descubrimiento, porque no son solamente la creación de una mente humana, sino que el autor ha recibido la inspiración que viene de lo alto. Rubén Darío llamaba a los poetas “pararrayos celestes”, acertada metáfora que la cultura inmanentista en boga contradice abiertamente. Sin embargo, los hechos, con sus contundencias incontrastables evidencian, a quien tiene ojos para ver, que existe un sentido por encima de la fragilidad individual.
Mircea Eliade, en sus ensayos, nos dice que, en un principio, todo oficio humano fue considerado sagrado y vinculado con la totalidad viviente. Esta sacralidad se fue diluyendo cuando el centro de la tensión humana se ancló en el propio hombre y, por ende, se diluyó en la imagen limitada de lo inmanente. Pese a la amputación del sentido trascendente, es inevitable que aparezca, aun en obras contemporáneas que no pretenden una vinculación con la totalidad, signo de una presencia concreta omniabarcante. Es que, por más que estemos distraídos, la totalidad actúa en todo momento, ya que no es una teoría ni una concepción sino un acontecimiento.
Si la inspiración que viene de lo alto no es reconocida, deja de actuar por aquello de “que no hay peor sordo que el que no quiere oír y no hay peor ciego que el que no quiere ver”.
Es curioso comprobar cuanta tinta se ha utilizado y se utiliza para demostrarnos que la vida no tiene sentido y que las palabras adquieren un significado limitado que convencionalmente es creado por nosotros. Esta actitud revela, por si misma, su absurdo, ya que pretende persuadirnos, por el sentido de un pensamiento, que pensar no puede llevarnos a encontrar el significado de los hechos.
Las reflexiones que venimos desarrollando nos llevan a la conclusión de que negar que las palabras tienen un origen y un sentido trascendente es demostrar una soberbia que es, a la vez, extremada pobreza, porque pretender que la realidad queda reducida al alcance del hombre es una suerte de suicidio ontológico, ya que veda para siempre toda perspectiva de profundización de lo real convirtiéndonos en marginales de la existencia.
Hay que comentar que las palabras no se originaron, en cada idioma, por ocurrencias azarosas, sino que obedecieron a características propias de cada pueblo, de cada región, de cada clima, de cada historia, y se han ido plasmando por la conjunción creativa de la inspiración y la materia ambiental, del mismo modo que un escultor plasma la belleza con la materia de que dispone.
PÁGINA 2 – Nuestra poesía
Sucede alguna tarde.
Sucede alguna tarde
que el reloj marca el tiempo de la sombra
sucede que los días van cayendo amarillos
anunciando un otoño.
Y las hojas se mueren y nos dejan desnudos
y las ramas nos duelen.
Sucede que la vida nos pide un inventario
y las arcas contienen sólo sueños marchitos.
¿De qué antiguas palmeras
los viejos calendarios me hablarán al olvido?
¿Qué palabras volaron, en qué vientos
y qué fuente sació la sed aquella
en aquél tiempo ido?
Nunca llevo la cuenta del guijarro pisado,
de la luna cantada
ni el andado camino.
No recuerdo qué hice de aquel día.
Se me fue de las manos como arena del río.
Hugo Mataloni (Santa Fe/Argentina)
Fotografías
Dejé nacer el amor
misteriosamente
sin escuchar
la polémica inteligente
que el corazón no entiende.
Como no entienden mis tiempos
que debo sentarme
pasivamente
en la tregua que establecen
mis abrazos y tus dedos.
Renacer el amor
intensamente
y vivirlo en cuentagotas
o de un trago
como sea.
María Dolores Foschiatti (Avellaneda-Santa Fe/Argentina)
La noche junto a mi madre
Y no hallé cosa en qué poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Francisco de Quevedo
Qué decir en este sitio sin fronteras
sin relojes que atrasen tu hora
y mi dolor, oh hacedora de vida.
Qué recordar de ti y por ti
entre pálidas rosas de invierno.
Un río de silencio habita la noche.
La canoa sin remos se demora
en busca de amores que no regresan.
Eternos navegan el poema y la muerte.
César Bisso (Coronda-Santa Fe/Argentina)
Metamorfosis de un recuerdo
I
La vastedad nocturnal vuelca su cántaro
invadiendo las sombras de pájaros silentes
con un disfraz de esperanzas y centellas.
Sangra el atardecer las incontables muertes
de hojas oxidadas en un tiempo feliz y adormilado
cuando los árboles aún gimen su savia decadente.
Un súbito mar se ahoga en la arena del recuerdo…
Ya nada ni nadie podrá detener este manantial
que hoy exhumo en trasnochados sueños,
hasta que un nuevo amanecer agite alas
con las manos implorantes del deseo
sobre la mentida libertad de un nuevo día.
Liana Friedrich (Rafaela-Santa Fe/Argentina
Para habitar
en un poema cerrado
con una puerta de acceso
nos reunimos los solitarios
los sensibles
y los amantes del placer
ingresamos con los ojos cerrados
a pesar de la oscuridad
nos pisamos
nos empujamos
pero despacio
pero pidiendo siempre perdón
sabemos recibir a otros
y nos preocupamos por tener las manos libres
para abrazarnos
para mirarnos
para aprender a habitar el silencio
para aprender a habitar el final
Hernán Salcedo (Rosario-Santa Fe/Argentina)
PÁGINA 3 – Narrativa
Comparsa increible
Por Arturo Lomello (Santa Fe-Santa Fe/Argentina)
¡Qué poderosos nos sentíamos, Pepe tocando el saxo, Mingo y Rosendo repiqueteando los tambores y yo soplando el trombón! Nos habíamos adueñado de los espacios que atravesábamos ligeramente, entre los paraísos y los jacarandáes , arrancándole a las sombras, al suelo,, al aire, a las luces de los faroles el ritmo de la savia que sentíamos descender de las estrellas, inundando la atmósfera de la ciudad en un carnaval sin corsos, solitario, al que únicamente le quedaba el nombre. Era un mundo transfigurado por nuestra fiesta y al son de la comparsa, con ritmo de música danzarina creábamos un camino que transformaba cada paso, cada persona, cada objeto en partícipe de nuestra magia.
No teníamos las palabras para decirlo, pero nos sentíamos dioses, capaces de cualquier encantamiento, con la varita mágica de nuestro instrumento musical. Mingo era muy feo, algo tartamudo, pero con su tambor se sentía redimido, Rosendo olvidaba las continuas disputas de sus padres, golpeando el parche. Pepe tendía sus sueños en el espacio, colgándolos de la música que producía mediante el sexo. Yo , que había perdido a mi madres pocos días antes, colmaba el vacío con las algo bromistas reconvenciones del trombón.
Todas las ausencias y las presencias se amalgamaban por el conjuro de esa combinación de sonidos que imponíamos en la noche de verano.
Y así llegamos a una esquina, donde los parroquianos de una confitería ocupaban mesitas instaladas en la vereda. Algunas parejas, uno que otro solitario, grupos de hombres o de mujeres, apenas si advirtieron nuestra llegada. Nadie esperaba mucho de nosotros para divertirse, pero es noche no podíamos darnos cuenta: éramos actores, artistas insuperables, el alma misma del mundo.
Sabíamos solamente tres o cuatro piezas “Muchacha de Ipanema”, un carnavalito y una o dos más que se pierden en mi memoria. Algunos muchachones nos tomaban el pelo. Un vozarrón nos pidió que tocáramos “La cumparsita”. No la sabíamos; además, a mí no me gustaba: le faltaba la magia, la alegría para conducir la noche hacia las estrellas.
Ejecutamos “Muchacha de Ipanema”, desafinando, pero qué importaba. Los jacarandáes y paraísos tenían que ver con nuestro ritmo, nada ni nadie escapaba de él. Terminada nuestra interpretación, contamos algunos chistes que habíamos aprendido. Mingo arrancó risas más por su tartamudez que por la gracia de su relato. Nos entregaron algunos pesos y todos nos miramos: el encanto que habíamos creado corría el peligro de quebrarse.
-Qué hacemos? preguntó Pepe- tenemos que seguir.
-¿A dónde vamos, ahora? preguntó Rosendo, siempre el más indeciso
Comprendí que necesitábamos volver a la música, si no lo que le habíamos ganado al universo iba a esfumarse irremediablemente. La noche era inmensa y nosotros viajábamos a través de ella, pero silenciada la música, estábamos atrapados en un hueco donde el tiempo envejecía y ya no se renovaba, a tal punto que Rosendo, aprovechando otra ocasión que se le presentaba para exhibir su reloj dijo:
-Son las diez. En casa me estarán esperando.
Nos habíamos olvidado: a todos nos esperaban. A mí, alguien no me esperaba más: un rostro cuya imagen iluminó el horizonte de la noche. Entonces, Mingo comenzó a marcar con su tambor el ritmo de “Muchacha de Ipanema”. De emplear igual fervor para estudiar matemáticas, seguramente no la hubiera debido para marzo. Pepe lo siguió con el saxo y en seguida me sumé yo con el trombón y Rosendo, finalmente, con el otro trombón.
Seguimos por la calle solitaria, creadores de un carnaval propio, increíble; soldados de una batalla contra la muerte. Algunas casas estaban a oscuras ya y con nuestra música les encendimos las luces. Las manos que oprimieron las llaves fueron nada más que nuestras intermediarias. También oímos que alguien nos insultaba.
Era como si hubiéramos construido una nave y flotáramos con ella. Rosendo reconciliaba sus padres con el repiquetear de su tambor. Mingo era un apuesto atleta, que hacía hablar a su parche sin tropiezos. Pepe viajaba a la Luna o a Marte o más allá del sistema solar. Yo recuperaba a mi madre, si hasta sentía ese perfume a cítricos que ella usaba, acompañándome. Mucho más que todo eso: estábamos creando, un mundo donde los relojes no existían, donde la vida era un constante descubrir la gracia de todo lo que existe.
Y de pronto sentí que volábamos, literalmente: volábamos a través de la ciudad. Los sueños se habían convertido en realidad. Allí, delante de mí, iba Rosendo con su tambor. Me volví y divisé a Pepe esgrimiendo su sexo y a Mingo, a su lado con el otro tambor. Y tuve miedo, mucho miedo, después del primer instante de entusiasta asombro. Y al sentir miedo, comprobé que inmediatamente perdía altura. Traté de recuperar mi alegría porque de lo contrario caería irremediablemente. No me costó mucho volar era hacerse uno con el cielo, con el espacio de la noche y sentirse hermano de las estrellas. Cada vez alcanzábamos más altura y ahora nos hallábamos a unos cincuenta metros del suelo. La plaza se veía allá abajo como una guirnalda de luces. Habíamos ganado el alto aire, el suave aire, que se abría a todos los rumbos, densidad de los perfumes de la tierra, aliento sutil que desciende de las lejanías estelares.
No obstante, me pregunté con angustia, qué nos ocurriría de continuar nuestro ascenso. No me podía convencer de que realmente estábamos volando. Por eso volví a perder altura. Allá abajo, las luces de la plaza se agrandaron y también los bultos negros de los árboles quietos.
Muy pocas personas circulaban por las calles y aquellas que lo hacían no miraban hacia el cielo. De descubrir a la comparsa voladora se había producido un escandaloso revuelo.
El asombro había detenido la ejecución de “Muchacha de Ipanema”. Entonces todo el grupo inició un descenso que en pocos segundos más nos llevaría de regreso a la tierra. Les grité que reanudáramos la música. Pepe fue el primero, arrancando vacilantes sonidos a su saxo. Luego Rosendo y Mingo golpearon torpemente sus parches y yo traté de entenderme con mi trombòn. Después el ritmo nos condujo al cauce de “Muchacha de Ipanema” y pronto la banda se restituyó a pleno, recuperando el ascenso hacia el cielo.
Eran las diez y media de la noche. En las calles casi no había nadie, sólo alguno que otro ómnibus y jóvenes que iban a los bailes de carnaval. Probablemente alguien habrá oído la insólita música pero no creo que haya alcanzado a distinguirnos entre las sombras.
Seguíamos ascendiendo y yo sentía un poco de vértigo, más por la impresión de volar que por la altura. Por eso retornó el miedo y mis labios se negaron a continuar soplando en el trombón.
¿Dónde iríamos a parar en nuestro ascenso que intuía inacabable, si persistíamos en ejecutar nuestro escaso repertorio? ¿Qué fuerza extraña nos impulsaba o, tal vez, nos succionaba lentamente desde el cielo?.
Nuevamente perdí altura y mis amigos se esfumaron poco a poco en la distancia nocturna. Mi caída, merced al equilibrio entre mi fe y mi angustia, se produjo sin mayores problemas y llegué al suelo sin sufrir daños.
Aterricé en una vereda, junto a un gran portón de una fábrica de acero. Siempre recordaré los dos letreros que todavía están allí: “Prohibido estacionar” y el nombre de los dueños del establecimiento: Levinson y Fernández. Me costó ubicarme, aunque por supuesto conocía el sitio: estaba a unos quinientos metros al oeste de la plaza en que se iniciara nuestra aventura.
Levanté los ojos hacia el cielo. Únicamente la frialdad pulsante de las estrellas, que contrastaba con el aire denso del verano, recibió mi mirada. Ningún indicio de Mingo, Pepe y Rosendo. Me estremecí: era como si la noche los hubiera devorado. Dos horas estuve procurando hallarlos. Agucé los oídos, corrí por las calles en diversas direcciones. Todo en vano. Finalmente, regresé a casa maltrecho, empapado en sudor, con un gusto amargo en la boca. Me aguardaba mi padre, furioso, y no quiso atender mis explicaciones.
Nunca supe nada de la suerte corrida por mis amigos. Los dieron por desaparecidos. El cielo los había devorado para siempre; pero, naturalmente, esa no fue la explicación que se hizo pública.
Cuando recuerdo la felicidad que sentíamos esa noche y nuestra musical ascensión, no puedo menos que pensar que ellos llegaron a una maravillosa región y que allí me esperan. Y no me perdono la cobardía.
PÁGINA 4 – Narrativa
Asuntos con Trini
Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe/Argentina)
En casi todos los lugares donde habíamos estado quedaban fragmentos de Trini.
Tan sólo recorrer un parque, cruzar alguna avenida, algún que otro zaguán, el vano de una reja, el banco frente a la estatua de Perseo y Trini volvía con su mirada lenta sobre los objetos y su tos breve remarcando lo suave de su presencia.
Trini, sin más.
Fue así desde el día en que la vi en la sala de espera, con su enfermedad de años y de días, plegando y volviendo a plegar, estrujando un pañuelo y llevándoselo a los ojos, como una costumbre igual a esa otra de apoyar la palma de su mano derecha en la rodilla, sacando fuerzas para respirar hondo.
Trini siempre.
Desde ese diálogo cansado, de extraños que nos interrumpió los apuros y las miradas cuando la enfermera le dijo que entrara, que el Doctor Jijena la atendería.
Entonces se levantó mirándome y entró dejando su abrigo en el respaldo del asiento junto con la tibieza opaca de su cuerpo en reposo, esa continuamente poca, débil, enfriando la silla.
Incluso fue únicamente Trini cuando salió llorando de la sala y yo, sin querer, sin saber verdaderamente porqué quise, la acompañé unas cuadras.
Ese trayecto se caracterizó por un silencio entrecortado. A veces la miraba. Otras hacía todo lo posible para que pensara que no la seguía viendo, dudosamente, como se observa un objeto raro. Entonces ella se detenía en un banco y lloraba. O tosía con el pañuelo a la altura de los labios.
En uno de esos momentos me preguntó el nombre. “Francisco”, le dije mientras en los adoquines de la calle retumbaban pasos.
Después, como si la confianza nos hubiera tomado por sorpresa nos encontramos sentados en una placita hablando de enfermedades y de parientes.
Me dijo que vivía cerca de allí, con su madre y una tía viuda. Habló de su asma como de una casualidad del destino y dijo no tener apuro por llegar.
Eso fue todo lo que me unió a Trini. Esa falta de apuro por llegar a algún lado, ese quedarnos en el mismo lugar como haciéndole honor a la inercia que nos cruzó en la vida. Un reposo compartido que nos guiaba.
Esa tarde llegué por primera vez a su casa. Se despidió con un beso en la mejilla y cerró la puerta. A partir de ese gesto supe que éramos novios, que todo estaba dispuesto para que fuera así. Como quien traza en el borde del mar un mapa que se devoran los vientos.
El noviazgo quedó confirmado un tiempo después, con las salidas y los paseos mudos. Porque todas las tardes que siguieron a esa primera comenzaban y terminaban con unos besos en la mejilla. En el medio se extendía una gigantesca planicie de silencios impetuosos solo interrumpida por la tos de Trini y por largos comentarios referidos al progreso de su mal.
Sin embargo, ahora que recuerdo prolijamente los actos, no puedo decir que no hayamos sido felices.
Por ejemplo ese verano en que fuimos al parque y vimos a un grupo de chicos jugando a la pelota. Ella sonrió y me tomó de la mano. No sé que fue, si la tibieza, si los chicos y sus ruidos, si la carencia de palabras que sellaran ese inesperado contacto nuestro, pero yo también sonreí.
Tal vez fuimos felices al tomar el té en la galería de su casa junto a las olvidables presencias de su madre y de su tía. Sé que nos miraban, hablando despacio, hipnóticamente, sin que yo alcanzara a oírles la compasión que sentían hacia mí por ser el novio de una enferma. Trini, quizás escuchando, quizás sabiendo verdaderamente qué decían, bebía lentos sorbos mientras me relataba su encuentro con el Doctor Jijena.
“Lo conocí cuando me dieron las radiografías de pulmón”; cada palabra estallaba en el ambiente con el fragor de una lágrima.
A esas alturas yo conocía de memoria su enfermedad. Cada parte, cada síntoma, sus avances y recaídas, cada fragmento de su mal vibraba en mi memoria como si estuviera viendo esas láminas de anatomía que consultábamos en la escuela con orgullo de científicos.
Porque era singular: nos encontrábamos y la enfermedad nos unía, como si fuera una desolada anfitriona que nos tenía de invitados todos los días.
Una vez quise abordar otros temas.
Invité a Trini a dar un paseo en lancha y allí le hablé de mi trabajo, de mis dibujos, de lo simple que sería restaurar la estatua de cierto parque. Le dije que sería hermoso tener una casa frente al río y poder criar perros o loros y tener una quinta donde veranear. Mientras hablaba, ella levantaba los ojos y volvía a bajarlos, quizás escuchando lo que yo decía, quizás pensando que lo escuchaba. Me acuerdo que el agua del río me salpicó la cara cuando hablé de los hijos.
Pero fue inútil. Cuando terminé de hablar, de relatar lo que nunca tendríamos, ella suspiró y me pidió volver agregando, con esa forma suave, tan de Trini para que no estorbe, para que no se sepa que ella lo dijo, interrumpiendo la calma, volviéndola identificable, análoga a un pulmón podrido, a un respirar desacompasado: ”el médico me dijo que no me hace bien la humedad de la costa. Volvamos”.
Y ya no tuvimos tiempo de hablar de esas cosas.
La acompañaba a sus consultas médicas que se hacían más frecuentes conforme se aceleraba su enfermedad. De ser mensuales, pasaron a ser semanales.
Todos los martes la enfermedad de Trini nos convocaba a los tres. Era siempre la misma ceremonia. Saludábamos al Doctor Jijena al entrar en el gabinete y nos sentábamos. Mientras yo me servía un caramelo de menta de la cajita sobre el escritorio, ella lo ponía al tanto de las últimas, irrefrenables novedades.
Había detalles precisos y atroces que yo conocía y que por eso no me hacían mella. Eran los ahogos nocturnos, “como una bolsa en al cara, Doctor”, lentas descripciones sintetizadas al final por esa frase.
Y las flemas sanguinolentas escupidas al despertar. El color, la cantidad de sangre, la fluidez, todo diseccionado por Trini, con cierto placer o frivolidad al detenerse en la descripción.
Y mientras ella hablaba y le pedía calmantes para la tos y la angustia, el Doctor Jijena me miraba sin comprender como yo podía involucrarme, siendo tan joven, tan libre, en los asuntos de aquella mujer.
Al concluir, Trini permanecía en silencio y comenzaba a llorar.
Entonces yo le palmeaba el hombro mientras tragaba el ultimo pedazo de menta. Ella buscaba el pañuelo rosa en su cartera y el Doctor Jijena redactaba una receta repetida, reflexionando sobre la posibilidad de una nueva droga, “sólo una prueba, no le aseguro nada”, que fulminara el mal que nos estaba consumiendo. Seguidamente anotaba algo en su recetario y nos despedía, dándonos un aliento que no le creíamos.
Ahora que vuelve todo eso en forma de fragmentos, escenas vividas por mí y no vividas, me acuerdo de la tarde en que la despedí en la puerta de su casa, dándole un último beso en la mejilla.
No sé por qué pero tengo la idea de que Trini supo que allí terminaba ese noviazgo insólito. Por eso después de besarla me acarició el mentón y me miró unos momentos. Su mano, me acuerdo, dejaba en la piel una marca tibia, tan pequeña que ni se sentía.
“Gracias”, me dijo de pronto y cerró la puerta.
Aunque la enfermedad se alejó de mi vida como se alejan las sombras, durante el tiempo en el que se intenta estructurar un olvido, como resabios de andar con Trini, me quedaron los lugares en donde estuvimos, algún paseo en lancha o a pie, el juego de otros.
Lejano y blando, comenzó por ser el lugar común de recordarla.
Después, cuando se aplaca la rutina y todo es memoria sepultada, sobreviene el intento por recuperar el pasado a través de los ritos. Siempre es así: tras los adioses queda la costumbre de recordar un único adiós.
Los martes paso por la clínica a la hora de su consulta y me asomo para ver.
Es curioso no saber qué se busca hasta que se encuentra el objeto esperado.
Entonces aparece ella, Trini en el sofá.
A veces está sola con su frecuencia de pañuelos arrugados entre los dedos, aguardando que la enfermera la anuncie.
Otras, la acompaña un muchacho joven, como de mi edad, que la toma de la mano, para darle fuerza.
PÁGINA 5 – Página de maestros: Pablo Neruda - 1904/1973 – (Parral/Chile)
A mis obligaciones
Cumpliendo con mi oficio
piedra con piedra, pluma a pluma,
pasa el invierno y deja
sitios abandonados,
habitaciones muertas:
yo trabajo y trabajo,
debo sustituir
tantos olvidos,
llenar de pan las tinieblas,
fundar otra vez la esperanza.
No es para mí sino el polvo,
la lluvia cruel de la estación,
no me reservo nada
sino todo el espacio
y allí trabajar, trabajar,
manifestar la primavera.
A todos tengo que dar algo
cada semana y cada día,
un regalo de color azul,
un pétalo frío del bosque,
y ya de mañana estoy vivo
mientras los otros se sumergen
en la pereza, en el amor,
yo estoy limpiando mi campana,
mi corazón, mis herramientas.
Tengo rocío para todos.
Agua sexual
Rodando a goterones solos,
a gotas como dientes,
a espesos goterones de mermelada y sangre,
rodando a goterones,
cae el agua,
como una espada en gotas,
como un desgarrador río de vidrio,
cae mordiendo,
golpeando el eje de la simetría, pegando en las costuras del
alma,
rompiendo cosas abandonadas, empapando lo oscuro.
Solamente es un soplo, más húmedo que el llanto,
un líquido, un sudor, un aceite sin nombre,
un movimiento agudo,
haciéndose, espesándose,
cae el agua,
a goterones lentos,
hacia su mar, hacia su seco océano,
hacia su ola sin agua.
Veo el verano extenso, y un estertor saliendo de un granero,
bodegas, cigarras,
poblaciones, estímulos,
habitaciones, niñas
durmiendo con las manos en el corazón,
soñando con bandidos, con incendios,
veo barcos,
veo árboles de médula
erizados como gatos rabiosos,
veo sangre, puñales y medias de mujer,
y pelos de hombre,
veo camas, veo corredores donde grita una virgen,
veo frazadas y órganos y hoteles.
Veo los sueños sigilosos,
admito los postreros días,
y también los orígenes, y también los recuerdos,
como un párpado atrozmente levantado a la fuerza
estoy mirando.
Y entonces hay este sonido:
un ruido rojo de huesos,
un pegarse de carne,
y piernas amarillas como espigas juntándose.
Yo escucho entre el disparo de los besos,
escucho, sacudido entre respiraciones y sollozos.
Estoy mirando, oyendo,
con la mitad del alma en el mar y la mitad del alma
en la tierra,
y con las dos mitades del alma miro al mundo.
y aunque cierre los ojos y me cubra el corazón enteramente,
veo caer un agua sorda,
a goterones sordos.
Es como un huracán de gelatina,
como una catarata de espermas y medusas.
Veo correr un arco iris turbio.
Veo pasar sus aguas a través de los huesos.
La pregunta
Amor, una pregunta te ha destrozado.
Yo he regresado a ti desde la incertidumbre con espinas.
Te quiero recta como la espada o el camino.
Pero te empeñas en guardar un recodo de sombra que no quiero.
Amor mío, compréndeme, te quiero toda, de ojos a pies, a uñas, por dentro, toda la claridad, la que guardabas.
Soy yo, amor mío, quien golpea tu puerta.
No es el fantasma, no es el que antes se detuvo en tu ventana.
Yo echo la puerta abajo: yo entro en toda tu vida: vengo a vivir en tu alma:tú no puedes conmigo.
Tienes que abrir puerta a puerta, tienes que obedecerme, tienes que abrir los ojos para que busque en ellos, tienes que ver cómo ando con pasos pesados por todos los caminos que, ciegos, me esperaban.
No me temas, soy tuyo, pero no soy el pasajero ni el mendigo, soy tu dueño, el que tú esperabas, y ahora entro en tu vida, para no salir más,
amor, amor, amor, para quedarme.
Poema 1
Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.
Pero cae la hora de la venganza, y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!
Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.
Al pie desde su niño
El pie del niño aún no sabe que es pie,
y quiere ser mariposa o manzana.
Pero luego los vidrios y las piedras,
las calles, las escaleras,
y los caminos de la tierra dura
van enseñando al pie que no puede volar,
que no puede ser fruto redondo en una rama.
El pie del niño entonces
fue derrotado, cayó
en la batalla,
fue prisionero,
condenado a vivir en un zapato.
Poco a poco sin luz
fue conociendo el mundo a su manera,
sin conocer el otro pie, encerrado,
explorando la vida como un ciego.
Aquellas suaves uñas
de cuarzo, de racimo,
se endurecieron, se mudaron
en opaca substancia, en cuerno duro,
y los pequeños pétalos del niño
se aplastaron, se desequilibraron,
tomaron formas de reptil sin ojos,
cabezas triangulares de gusano.
Y luego encallecieron,
se cubrieron
con mínimos volcanes de la muerte,
inaceptables endurecimientos.
Pero este ciego anduvo
sin tregua, sin parar
hora tras hora,
el pie y el otro pie,
ahora de hombre
o de mujer,
arriba,
abajo,
por los campos, las minas,
los almacenes y los ministerios,
atrás,
afuera, adentro,
adelante,
este pie trabajó con su zapato,
apenas tuvo tiempo
de estar desnudo en el amor o el sueño,
caminó, caminaron
hasta que el hombre entero se detuvo.
Y entonces a la tierra
bajó y no supo nada,
porque allí todo y todo estaba oscuro,
no supo que había dejado de ser pie,
si lo enterraban para que volara
o para que pudiera
ser manzana.
La mamadre
La mamadre viene por ahí,
con zuecos de madera. Anoche
sopló el viento del polo, se rompieron
los tejados, se cayeron
los muros y los puentes,
aulló la noche entera con sus pumas,
y ahora, en la mañana
de sol helado, llega
mi mamadre, doña
Trinidad Marverde,
dulce como la tímida frescura
del sol en las regiones tempestuosas,
lamparita
menuda y apagándose,
encendiéndose
para que todos vean el camino.
Oh dulce mamadre
—nunca pude
decir madrastra—,
ahora
mi boca tiembla para definirte,
porque apenas
abrí el entendimiento
vi la bondad vestida de pobre trapo oscuro,
la santidad más útil:
la del agua y la harina,
y eso fuiste: la vida te hizo pan
y allí te consumimos,
invierno largo a invierno desolado
con las goteras dentro
de la casa
y tu humildad ubicua
desgranando
el áspero
cereal de la pobreza
como si hubieras ido
repartiendo
un río de diamantes.
Ay mamá, ¿cómo pude
vivir sin recordarte
cada minuto mío?
No es posible. Yo llevo
tu Marverde en mi sangre,
el apellido
del pan que se reparte,
de aquellas
dulces manos
que cortaron del saco de la harina
los calzoncillos de mi infancia,
de la que cocinó, planchó, lavó,
sembró, calmó la fiebre,
y cuando todo estuvo hecho,
y ya podía
yo sostenerme con los pies seguros,
se fue, cumplida, oscura,
al pequeño ataúd
donde por primera vez estuvo ociosa
bajo la dura lluvia de Temuco.
Pido silencio
Ahora me dejen tranquilo.
Ahora se acostumbren sin mí.
Yo voy a cerrar los ojos
Y sólo quiero cinco cosas,
cinco raíces preferidas.
Una es el amor sin fin.
Lo segundo es ver el otoño.
No puedo ser sin que las hojas
vuelen y vuelvan a la tierra.
Lo tercero es el grave invierno,
la lluvia que amé, la caricia
del fuego en el frío silvestre.
En cuarto lugar el verano
redondo como una sandía.
La quinta cosa son tus ojos,
Matilde mía, bienamada,
no quiero dormir sin tus ojos,
no quiero ser sin que me mires:
yo cambio la primavera
por que tú me sigas mirando.
Amigos, eso es cuanto quiero.
Es casi nada y casi todo.
Ahora si quieren se vayan.
He vivido tanto que un día
tendrán que olvidarme por fuerza,
borrándome de la pizarra:
mi corazón fue interminable.
Pero porque pido silencio
no crean que voy a morirme:
me pasa todo lo contrario:
sucede que voy a vivirme.
Sucede que soy y que sigo.
No será, pues, sino que adentro
de mí crecerán cereales,
primero los granos que rompen
la tierra para ver la luz,
pero la madre tierra es oscura:
y dentro de mí soy oscuro:
soy como un pozo en cuyas aguas
la noche deja sus estrellas
y sigue sola por el campo.
Se trata de que tanto he vivido
que quiero vivir otro tanto.
Nunca me sentí tan sonoro,
nunca he tenido tantos besos.
Ahora, como siempre, es temprano.
Vuela la luz con sus abejas.
Déjenme solo con el día.
Pido permiso para nacer.
PÁGINA 6 - Artículo ensayístico
¿Tres caras máscaras en la escritura de El lago, novela de Paola Kaufmann [1]?
Por Lilí Muñoz (Neuquén/Argentina)
La máscara tiene diferentes ropajes semánticos en la literatura. Entre sus connotaciones suelen aparecer las ideas asociadas a la transgresión, la provocación, la risa, lo fáustico, lo carnavalesco y lo prohibido. En el uso que se atribuye a la Commedia dell’Arte, por otra parte, la máscara asume una acepción más tradicional, la de lo fijo, de los rasgos repetidos, de la generalización y ocultamiento a la vez de características propias del personaje, a través del “tipo”: el vejete burlado, el doctor sabelotodo, el soldado fanfarrón infatuado, el criado “bobo”, el criado “avispado”. La máscara también suele presentarse como reversible y ambivalente, con dos o más caras como la Luna o el dios Jano.
Es en ese sentido de pluralidad de semas, de no inscripción en un mismo campo semántico, que se me ocurren algunos interrogantes acerca de lo mítico, de los géneros que se imbrican y de las relaciones no convencionales entre los personajes, entendiéndolos desde lo esperado institucionalmente, en tanto entradas de sentido como posibilidad de abordar la lectura de la obra.
Lo mítico.
Ya en el inicio del libro Víktor nos dice acerca de “la Bestia”, mientras que otro de los hombres involucrados en la expedición se refiere asimismo a que “son cuentos de fogón”, “de noches de luz mala”. Desde el lenguaje de las primeras páginas de la novela aparece la referencia explícita a lo mítico, a la palabra que evoca otra palabra, otra atmósfera distinta a la que se escribe, la palabra que enmascara a otra.
Utilizo mito y mítico en una acepción amplia. Si bien la delimitación entre leyenda y mito cada vez se va volviendo más imprecisa, aún se suele identificar a la leyenda con un relato más localizado, en un tiempo y espacio determinados.
Mitos y leyendas tienen proyección cosmogónica: se refieren al nacimiento, a la vida y acciones de dioses, semidioses y seres de la naturaleza que dieron origen al mundo y a quienes lo habitan. No sólo es forma, es también la fuerza y energía de una idea. Un mito sirve para vivir. La palabra conserva, pese a su racionalidad, presencia de esa realidad mítica: las cosas y los seres que son nombradas aparecen como actuando o sufriendo, se mueven según una ley propia y a la medida del ambiente o situación en que se encuentran, tienen también un género. Héctor Tizón, escritor jujeño contemporáneo, ha escrito que “… el mito es vivido con inocencia; el mito no es un conjunto de signos oscuros, anfibológicos y esotéricos, sólo les parece oscuro o enigmático a los extraños”.[Tizón Héctor. Tierras de frontera, Alfaguara, Bs.As.2000, p.30]
En esta vertiente mítica, la escritura de El lago plantea asimismo lo estacional y lo cíclico como indicio. El libro comienza con la referencia a una expedición científica que está ya en marcha en el sur argentino antes de que se cumpla el 20 de abril. Por otro lado, Pedro, cuyo nombre también es una máscara, pues es asignado a partir del nombre de una calle encontrado en su camisa ensangrentada, a la vez que es un nombre que se reencuentra y repite en el de La Pedrera, la casa del lago, cuya construcción fue uno de los dos aciertos que Ana atribuye a su padre, es sepultado en el agua pocos días antes del equinoccio de marzo, al iniciarse el otoño en nuestro sur. Hay estaciones míticas y hay una escritura que da cuenta materialmente de ese dar la vuelta la naturaleza sobre sí misma ¿como la letanía del Leviatán que repite Lanz, el viejo, otro de los personajes? (p.108).
Así como Pedro es un nombre-máscara para el hombre que sólo tiene cuerpo, Sashenka es un nombre sin cuerpo, o al menos sin cuerpo escrito para el lector, que Lanz suele decir en presencia de Ana o de Mutti-Ilse, pero que Ilse sabe que no es a ella a quien su hombre llama.(p.69).
Otra impostación, otro juego de máscaras, otro itinerario mítico y caótico, lo representa la secuencia narrativa acerca de la carta que recibió Ana Mullin en el Colegio, la carta en sobre antiguo que venía del Uruguay, dirigida a Ana M...., un apellido que resultaba indescifrable en el momento de la recepción porque la lluvia ¿el azar? había corrido la tinta y en una rápida lectura se podía pensar en Mullin, cuando en realidad se trataba de Ana Migues. (P. 147 y 148).
Géneros que se mixturan:
La novela presenta no sólo el relato como género literario, otros géneros sirven al desarrollo y productividad de la narración. La trama ensayística por ejemplo, imbricada en el monólogo interior del Ingeniero, (...) ¿No creía la gente en la Ciudad de los Césares, en los tesoros escondidos por Foyel, el gran cacique indio (...)? ¿Dónde terminaba la realidad que indicaba la lógica, las teorías evolutivas hasta los límites físicos de lo posible y dónde empezaban los deseos más atávicos del hombre? (p. 24).
Los interrogantes que surgen desde el personaje terminan por confundirse con la voz del narrador, sin marcas que los diferencien. Lo mítico se mezcla y tensiona en agon con lo científico en el pensamiento y la dicción del personaje como a lo largo de la escritura de la novela. La carta de Víktor al Ingeniero, después de la tragedia de Futaleufú, p. 29, carta que a su vez es indicio de una teoría enunciada como científica pero que puede leerse de otra manera, como descabellada o demasiado fabulosa. Y nuevamente, del monólogo interior del Ingeniero devienen reflexiones con enunciados de trama ensayística que, en esta escritura, se orientan hacia la problemática de los pueblos originarios mapuche y tehuelche y su desaparición, p. 30. Otra vez el lector puede sorprenderse y confundir las dos voces, la del personaje y la del narrador, pues ambas se imbrican en reflexiones y aseveraciones sin huellas distintivas de uno y otro.
La reflexión de tipo ensayístico, tan cara a los argentinos según la poeta y académica Ivonne Bordelois, vuelve con interrogantes y citas de autores y protagonistas de sucesos históricos, en las páginas que se refieren a Mary Anning, la juntadora de huesos de animales prehistóricos, y Linneo, el clasificador, p. 91 a 95. De nuevo, sin embargo, llama la atención en la escritura del texto la constancia de la contraposición, esta vez entre personajes y actitudes. Es como si los guiños del pacto de ficción se quisieran poner constantemente y a primera vista en evidencia, y es precisamente el contraste notorio, demasiado evidente como procedimiento de escritura en este texto ficcional, lo que llama la atención como posible enmascaramiento, como si esos contrastes fuesen pistas falsas, obvias, para el lector: ¿agotamiento de la escritura? ¿la escritura no puede pasar más allá? ¿la escritura solo rasga algunas superficies de lo humano? ¿está presente de algún modo lo didáctico en ese trabajar por contrastes?, ¿un narrador proselitista se encubre tras los aditamentos de la novela?
La mixtura de géneros involucraría la metáfora de la máscara: el mundo de la narración se mezcla con la poesía, la trama ensayística, la crónica de vida y la reflexión y datos científicos, entre otros, produciendo el efecto magma, lo elusivo, lo dinámico, en un planteo oblicuo, tangencial, no directo y ni aparentemente armado como tal. La imbricación de los géneros se liga a los otros dos tópicos-interrogantes aquí esbozados, el de las relaciones por el no entre los personajes y el de lo mítico como –arriesgo- una forma de conocimiento no convencional, tal vez caótica y enmascarada, pero que en el mundo escritural de El lago significa búsquedas estéticas y de contenidos que pueden llegar a inquietar al lector en tanto puntas no resueltas.
Las relaciones no convencionales entre los personajes.
Las relaciones de los principales personajes de la novela se definen por el no, por la deformación en espejo: uno habla del otro, pero el otro no escucha o no está; por la negativa a aquello que se espera institucionalmente de esas relaciones en la sociedad:
Las de amantes entre Ana y Nando no son las convencionales entre amantes, dice la voz de Ana “porque nosotros éramos dos conquistadores, no dos amantes; terratenientes delimitando la tierra recién comprada...” “(...) no defendemos lo que poseemos, sino aquello que nos posee (...)” (p.75 y 76).
Las dos “hermanitas” Ana y Klara tampoco lo son. “A ella la habían rescatado en el barco (Ana se refiere a Klara), a mí quién sabe si me habían rescatado...” (p.59). “La abracé: Klara me trae un recuerdo invisible, uno que probablemente no tengo, sino que usurpo, de familia (...)” (p.60).
La relación de amor desde Nando a Klara no es recíproca y no ha tenido consumación física ni la tendrá.
La relación de amor desde Ana a Pedro tampoco tiene consumación y es unilateral, sin idea y vuelta, solo en el sueño Ana consuma su amor por Pedro y en la realidad es con Nando con quien ha concretado el suceso (P.160-161).
Mutti es la mujer de Lanz, pero Lanz nombra otro nombre, Sashenka, en los momentos en que sus ojos se vuelven transparentes.
La relación de Ana con su padre no es la convencional entre hija y padre. Menos aún lo es la de Ana con su madre, a la que no conoció, o la de Víktor, el padre, con la madre de Ana.
Los detalles aquí esbozados como un acercamiento a la lectura de El lago recurren a lo elusivo, lo no lineal, lo especular y sus profundidades no exploradas, como las de ese lago espectral que da nombre a la novela, rasgos que posibilitarían el surgimiento de lo monstruoso, lo diferente, en la escritura como punta de iceberg, en formas oblicuas, sesgadas, ¿como la mirada de Pedro?, “su mirada bajo los párpados (…)” “una mirada torcida” , una mirada distinta, que inquieta, que no cierra, que desde el indicio se asimila a los contenidos que propone la escritura de esta novela.
[1] Paola Kaufmann, Bióloga y Dra. en Neurociencias, nació en Gral. Roca, Río Negro, el 8 de marzo de 1969 y murió en la Ciudad Autónoma de Bs.As, el 23 de setiembre del 2006. Obtuvo el Premio Planeta Argentina de novela, por El Lago, 2005, y el Premio Casa de las Américas, por La hermana, 2003. Antes había obtenido distinciones del Fondo Nacional de las Artes por sus libros de cuentos La noche descalza (1998) y El campo de golf del diablo (2002).
Bibliografía.
Bajtín, Mijail, l992, Los Géneros Discursivos, en Estética de la Creación Verbal, S.XXI Editores, 5ª.edición en español, México.
Gusmán, Luis, s/f., El ensayo de los escritores, en Sitio, 4/5
Kaufmann, Paola, 2005, El lago, Planeta, Bs. As.
Ledri, Marta, 2003, La máscara: el mayor rasgo semiótico del personaje, en La boca descosida, retazos de literatura y arte, año 1, número 3, Gualeguaychú, Entre Ríos.
Muñoz, Lilí, 2004, Mitos y leyendas de la comarca, ¿hijos de un dios menor? Algunas consideraciones sobre la enseñanza de la literatura en la escuela, Edit. Rojo, Bs.As.
Pavis, Patrice, 1990, Diccionario de Teatro. Dramaturgia. Estética. Semiología, Paidós, Bs. As
PÁGINA 7 – Poesía argentina
El beso nos redime
A Gustav Klimt
Quiero ir al encuentro
y con un cántaro de vino
esperarte en la pradera del agua.
Porque sé que en ese viaje alucinado
estaré cerca del cielo
quiero situarme desnuda ante la isla de mi espejo
en ese instante
cuando tus ojos persuadan a mi cuerpo.
Hay una amenaza en el enigma
que aniquila aquella muerte impenetrable
El eco es un canto de erotismo
El beso se transforma en aleluya.
María Cristina Pizarro (Buenos Aires/Argentina)
Casa
Mi casa está llena de silencio.
Al caer de la tarde
escucho allí el recuerdo
de tu voz.
David Lagmanovich (Tucumán/Argentina)
Invierno
Mientras empujan a los niños al exilio
y los locos mueren de hambre
la "cordura" se alimenta de impunidad
Imbéciles retrógados
añoran la Ley del Talión
La sangre no alcanza...
Una cruz solitaria se yergue
inconclusa
contra el cielo gris.
Miguel Ángel de Boer (Comodoro Rivadavia-Chubut/Argentina)
Los perros son otros
pero aparecen/cada tanto,
fragmento de alguna historia.
Extraño, no creí pertenecer a alguna. Los días fueron
sucediendo/
como las nubes.
Todavía no entiendo qué hice con las horas.
¿Hasta cuándo hay inocencia?
No puedo recordar mi infancia.
¿Quién era mi padre
borracho por las noches,
refugiado,
el nazi,
un polaco
un
alemán
el que salvo a la niña del campo minado
quien amaba a mi madre
quien amaba a la madre de mi hermana
quien castigaba a mi hermano
el ateo
el nazi
el que hace que no tenga memoria?
Marta Cwielong (Temperley/Buenos Aires)
Donde se da cuenta de la presencia de los bárbaros.
"Ha caído la noche y no llegan los bárbaros.
Y desde la frontera viene gente diciendo
que ya los bárbaros no existen."
Konstantin Kavafis
La historia golpea a tu puerta, Ilustrísima:
-¿Ya han pasado los bárbaros por aquí?
-Sí. Y se han quedado en el lugar modernizando la usura
en el computer...
En secreto los oradores se disponen en la Plaza.
El senado se congrega en los baños públicos
y las mujeres en las terrazas del Emperador.
Los payasos ocupan el lugar de los poetas.
Los bárbaros están aquí y pusieron todo al revés,
todo al revés.
Homero, Shakespeare, Cervantes, han sido desalojados
del panteón de los ilustres.
La Señora Corrupción sentó sus posaderas en el altar
del templo,
y el Poder burló toda elocuencia.
Guerreros y extraños ya han pasado por aquí.
Difamados están los antiguos dioses.
Y se cubren de miseria los muros de la ciudad.
¿No habrá himnos ni loas para los bárbaros?
¿No habrá un poco de agua para lavar su decadencia?
No. La historia golpea a tu puerta, Ilustrísima.
Y no hay tiempo para corregir nuestros errores...
Manuel Ruano (Buenos Aires/Argentina)
PÁGINA 8 – Narrativa
El militar
Por Sonia Catela (Ceres-Santa Fe/Argentina)
En su camastro, el general sueña. Sueña con un mapa cubierto por un territorio verde. El territorio, con la forma de su país, se menea, carnal. Lo mueven poblaciones y pobladores, quienes se multiplican. Uno de los habitantes se recorta y agranda, de espaldas; lee algo que el militar no alcanza a distinguir.
El general sueña; es la jornada siguiente. Por detrás del hombre de espaldas, espía su lectura; el texto relata y condena los crímenes de un dictador. A los muertos se los llama víctimas y se los califica de mártires inocentes. El dictador es él. El general sueña. Su arma lo escolta en la mesa de luz contigua. Al lado de la pistola refulge un encendedor aderezado con cierta leyenda patriótica. Todas las noches el general dispara contra el hombre que lee, y luego le prende fuego al libro.
PÁGINA 9 – Artículo ensayístico
Literatura y soledad
Por Carlos Penelas (Buenos Aires/Argentina)
El célebre poeta Paul Valéry, autor de Le cimetière marin, escribirá una serie de reflexiones, aforismos y enunciados durante parte de su vida. Los Cahiers, publicados póstumamente, son los atomizados pensamientos de Valéry inconexos y azarosos como si se tratase de los restos de un naufragio. Uno de estos cuadernos, Los principios de Anarquía, pura y aplicada, constituye un legado intelectual de verdadero análisis. Dice por ejemplo: “Anarquía es el intento de cada cual por rechazar toda sumisión a la imposición de lo inverificable”. También llegó a escribir: “dos grandes peligros amenazan al mundo, el orden y el desorden”.
Hay escritores y pensadores que han quedado en el olvido. Entre los escritores podemos citar a Ramón Sender, Henry Barbusse, Rafael Barrett, Aldous Huxley. De los pensadores recordamos a Dejacque, Coeuderoy, Bakunin, Proudhon, Stirner, Simondon, Comfort… En ellos hay una complejidad y dignidad filosófica que indica coherencia conceptual en un ideal de pensamiento. Esta visión del mundo fue subestimada durante décadas pero continúan iluminando la historia intelectual, donde se pueden convocar a autores que en apariencia le son ajenas. Hay una renovación teórica durante la segunda mitad del siglo XX que se anuda con sus orígenes y nos hace visibles las afinidades secretas que unen a teóricos aparentemente diferentes. Estos autores, entre otros, contribuyen a actualizar, a dar una percepción del mundo. Hay una condición interior y subjetiva en el anarquismo- extraña unidad que se reclama de lo múltiple, según Mille Plateaux - pues lo fundamental es que no tiene ni cátedra, ni papa, ni sacerdotes, ni comité central, ni academia, ni bandera.
El poema siempre es emocionante y la Historia lo desmiente. Parecería que hubiese una patología de la cultura, en éste sentido el determinismo político es inexorable. Parecería que el hombre estuviera condenado a la opresión, al despojo, a la guerra. Después de las creencias y los idilios, de los césares y los tiranos, del populismo y la demagogia, inevitablemente se derrumban las ilusiones, los deseos imaginarios. Crece la imagen de la fatalidad. Se proyecta la depresión, la reticencia, el silencio. Es cuando desde el arte, desde la literatura, en el poema, crece la soledad en forma de carácter inquisitivo, la riesgosa exploración – insurrecta – de la denuncia, del engaño, de la apariencia del mundo. La desesperada y terca búsqueda de lo verdadero y lo bello en una trama de mentiras. De allí la creación: la vida y la muerte, lo bello y el horror. Y en esas páginas donde el poeta descubre la realidad, vana e ilusoria, la inevitable amargura. Pero también lo espontáneo, el delirio de lo utópico, la percepción de una realidad fragmentada.
Parecería que el ser humano tiene la necesidad de engañarse continuamente. Y casi sin advertirlo su individualidad desaparece en la masificación. Thomas Paine afirma que “la sociedad es el resultado de nuestras necesidades; el gobierno el resultado de nuestra corrupción…” Ese hombre no advierte que en la existencia es imposible aferrarse a una sola verdad, a una sola certeza de lo cotidiano y de lo infinito. Hablamos del problema de la identidad pero también de apeirón, noción griega que significa infinito, empleada por Anaximandro para pensar el fondo indefinido e indeterminado a partir del cual nace incesantemente la infinidad de los seres. La noción de apeirón se encuentra muy cercana a la noción de anarquía.
Esta mirada en medio de la hipocresía y la rapacidad, de la corrupción y la ineptitud. Y de la hojarasca retórica. La fugacidad de la vida, la pérdida de la verdad a cambio de ilusiones insostenibles. Intentamos hablar de la verosimilitud de la vida. “La verdadera soledad está en un lugar que vive por sí mismo y que para nosotros no tiene huellas ni voz, y donde por lo tanto el extraño eres tú”, escribe el genial Pirandello.
Las vidas se determinan por el orgullo, el rencor y la codicia. A los hombres lo que los mueve en buena parte son las ideas preconcebidas. Y así vivimos, en una sociedad a la deriva, rodeados de significaciones imaginarias. La estructura del Poder es alienante, atomizante. Por eso la violencia en lo económico, en lo político, en lo social. Y las estructuras partidarias, las modas intelectuales, en un diálogo sin convicciones que vuelve impreciso los bordes, seduce desde la debilidad, la blandura del espíritu, la seducción de lo aterciopelado. Si prescindimos de la dignidad humana, que involucra el de la libertad en su amplio sentido, perdemos contacto con el verdadero sentido de lo universal, que nos remite a la libertad de uno mismo.
Una vez más la voz de Shakespeare, en Macbeth: “La vida es un cuento contado por un loco, lleno de ruido y furia, que no significa nada”.
PÁGINA 10 – Reseña de libros
“El guerrero” en la obra poética de Jorge Arbeleche
Cada nuevo libro que Arbeleche publica, suele ir acompañado por una selección de textos anteriores. Este modo de presentación es significativo. El publicado en 2006 no es una excepción. En él, los libros más recientes abren y cierran el conjunto, lo enmarcan. El primero es “El guerrero” de 2005 y el último “El bosque de las cosas”, de 2006. En el medio, una antología de cada uno desde “Sangre de la luz” de 1968, hasta “El oficiante” de 2004, pero en orden decreciente, de lo más reciente a lo más lejano.
Esta estructuración, quizá de filiación machadiana, ha sido una marca del autor. Los libros anteriores se suman, se actualizan, en diálogo con el más reciente y cobran un nuevo sentido además del propio, el de antecedentes, de surcos sobre los que se asienta el último, el nuevo. El caminante es la suma del camino.
Así los libros se presentan –expresamente- como parte de una obra mayor, se inscriben en una suerte de continuidad de ciertas líneas de pensamiento, que se han ido ahondando, matizando progresivamente.
“Si en todo final está el comienzo”, como empieza el poema “alfa y omega” del libro homónimo de 1996, cada nuevo libro de Arbeleche reúne esta doble condición de permitirnos la sorpresa de lo nuevo a la vez que el reencuentro con la voz conocida del poeta. Característica que se destaca y contrasta con una de las tendencias postmodernas actuales a evadirse de la historicidad y de la introspección profunda. Volver a publicar parte de lo anterior junto con lo nuevo, es un re-conocimiento, una confirmación. Señala y propone un modo de leerse y de verse en el tiempo. Re-cordarse, hacerle frente al olvido, saber que se carga con uno mismo, hacerse cargo.
Forma parte de la cosmovisión del autor. Todo está unido, conectado, en el espacio y en el tiempo; cada nueva capa se sedimenta en la anterior.
Por otro lado, los versos de Arbeleche tienden a un ritmo caudaloso, sostenido. La métrica no es estricta, pero junto a versos libres, abundan endecasílabos y alejandrinos. Aparecen formas clásicas como el soneto, series en prosa poética y otras más irregulares, con presencia de espacios en blanco, versos fraccionados y con distribución graduada, un corte encabalgado de los versos, más frecuente en los libros recientes.
Actitud entusiasta
El Prof. Hebert Benítez, quien participó en la selección de los textos junto con el autor, escribió el prólogo y lo tituló “Eucaristía de los tiempos”, subrayando así el sentimiento de agradecimiento y la religiosidad cristiana que anima esta voz. Uno de los tonos básicos de la obra de Arbeleche, es el entusiasmo, palabra que deriva del griego “Theós”, y significa precisamente estar o sentirse inspirado por los dioses.
La antología pone de manifiesto un estado entusiasta, un espíritu de celebración, central en el último libro, pero existente desde mucho antes, y que fue creciendo a la par que crecían también el dolor, la pérdida. Es propia de esta voz poética una actitud estoica, trabajada, un temple, una fortaleza que encuentra o se impone encontrar lo luminoso, lo positivo, aún cuando se presiente la vejez, cuando quedamos ante “la desdentada faz de la intemperie”. Aún en sus libros más sombríos, en los que la ruptura, o la enfermedad y la muerte ocupan un lugar central, siempre hay agradecimiento, el sentimiento de la vida como un don. Esta poesía celebra con profundidad, porque no es ajena a nada, porque no desconoce sino que implica aún lo más doloroso, lo incomprensible, y la noción misma de imperfección, ya que como dice en su último libro, las cosas sólo “(a)lguna vez –alguna- forman un círculo / el círculo del bosque”.
El poeta es fiel con el deber impuesto en el poema “Tarea” del libro “Las vísperas” de 1974: “Hacer lo hermoso sobre todo lo muerto. / Sobre lo oscuro edificar la luz. / Jugarse al fin el todo por el todo./ Jugar la vida y todo por el hombre”. No es negar ni tapar la realidad adversa, sino encontrar la energía para construir otra sobre aquélla, modificarla a través de una sublimación que no siempre se logrará: los verbos utilizados son hacer, edificar; y apostar a ello, por eso el verbo jugar, jugarse. Tanto en su poesía como en sus trabajos teóricos, advertimos, si se me permite el oxímoron, una tendencia a una idealización realista y consciente, que forma parte de su visión y de su compromiso consigo y con los demás. En el poema “Agüeros” de “alfa y omega” usa un epígrafe del poeta griego Odiseo Elytis que coincide con su postura: “¿Cuál es el deber del poeta? / Poner gotas de luz en la oscuridad”. Es la concepción de la poesía no sólo como expresión solitaria. Se le atribuye también una función, incluso un deber. En el discurso que pronunciara en 1997, al ingresar a La Academia Nacional de Letras, Arbeleche decía: “Esa será entonces la responsabilidad de la poesía y la misión del poeta: develar ese velo que nos impide el acceso a la zona milagrosa de la existencia, esa que confirma la condición sagrada del hombre y de la vida”.
Así, en el poema “Agua” del mismo libro, describe “un arroyo campesino / sin cascadas ni rápidos ni deltas.” que “(n)o conocerá el mar.” Sin embargo, a él “cada mañana bajan a pacer los unicornios”. Ya no las vacas ni los animales comunes, sino los fabulosos de la mitología; o los comunes, pero en plena vitalidad y creación: “y a la tarde los peces irán a desovar.”
En el poema “Monte vide eu” de “Para hacer una pradera”, evoca la calle Sarandí, y la tarde de agosto en que sus padres se conocieron, y dice “decreto entonces:/y vivieron felices/ destierro/las arrugas el reuma el hospital .../Los fundo y fijo/cuando por esa calle Sarandí/setenta años después una pareja/ adolescente pasee de nuevo/su belleza y vuelvan a ser otra vez / Paris y Helena /partiendo hacia su Troya /desde la bahía de agosto de /Monte vide eu.”. En ese mismo texto formula algunos aspectos de su arte poética: “limitaré con las palabras un perímetro/donde el hedor de la huesa no penetre.” La poesía como lugar donde el poeta se instala e invita a instalarse para desde allí modificar, idealizar, corregir la visión de la realidad, más que la realidad misma, porque como dice en el libro “Para hacer una pradera”: para hacerla, hay que “edificar con los ojos la pradera/ hay que verla/ antes que escape/ hay que aprender/ a oírla”. También en “El bosque de las cosas” dice: “Es una fuente/un surtidor oculto una vertiente un río. /O acaso nada más un caño roto./Aquí/lo nombro fuente /pues necesito soñar el manantial.” Aquí probablemente los ojos no lograron construir el surtidor, pero vino en su auxilio el poder convocante y creador de la palabra. El verbo es antes. Dios dijo e hizo.
En el texto “Vaivén”, en contrapunto intertextual con el soneto “Rebelión” de Juana de Ibarbourou, le escribe a Caronte, el barquero mitológico que trasladaba las almas de la vida a la muerte: “Entre orilla y orilla, de vaivén a vaivén,/ me iré apoyando una vez en la fiesta, / otra vez en el miedo, / una vez en la fiesta. Otra vez / en el eco. Y otra vez en el eco / Y otra vez... / Y después”. En “Los ángeles oscuros” de 1976, “el miedo no es oscuro/ni aparece de noche /estalla de pronto/ mitad del aire”. La fiesta y el miedo, el eco de la fiesta y el miedo parecen haber sido –desde esta mirada anticipadamente retrospectiva- dos polos esenciales, en permanente tensión.
El poema titulado ambiguamente “Partida”, de un libro anterior “El hilo de la lumbre” es testimonio de esa tensión y de aquel vaivén. La partida de la vida y la del juego que “se renueva /en cada madrugada hasta dar/ el jaque mate final el ganador”.
Podríamos seguir ejemplificando con varios textos, pero vamos a referirnos en especial al libro “El guerrero” de 2005, donde asistimos al proceso generativo de esta actitud, que podríamos catalogar como estoicamente celebratoria, intuida por el lector como una obligación vital autoimpuesta.
En consonancia con su título, se destaca una particular disposición de los textos en tres secuencias: 1-El combate, 2- La trinchera, 3- El armisticio, (aparece también una cuarta parte titulada “Palabras a El guerrero”, con reflexiones de poetas amigos.
El libro se inicia con un tono cuestionador, por momentos elegíaco. Ha muerto el amigo (“se te resbaló el alma/y no alcanzaron tus manos para agarrarla”) y se suceden fuertes y complejas imágenes, en las que se agolpan dramáticamente el dolor, el extrañamiento, el vacío, la ausencia. “Una ausencia/ así/ como una zanja como una quebradura como el terreno/ cercano al precipicio que se abriera un poco/ cada vez que el paso o la huella a su borde/ o filo se acercara. Una ausencia como/ un mar de aceite de intemperie oscura.” La ausencia del cuerpo, de la voz, del aire, del paisaje, del sostén vital, se da también en un plano cósmico: “se le quebraron al aire las rodillas”, “enmudeció la crin de los pamperos”.
Es entonces cuando se hace necesario ponerse en guardia, entrar en combate, transformarse verdaderamente en guerrero, hasta que “una rama/ una sola aunque sea una sola/ aprenda a florecer después del huracán/ de viento a brisa y de la brisa al aire.”
Aquí encontramos cierta reminiscencia de la épica, no sólo en la retórica guerrera, sino también en una cadencia suave, del que se va aproximando a la expresión de la idea con cautela, por ensayo y error, rodeándola a través de diversos flancos, al tiempo que la descubre, y devela nuevas dimensiones. Es épica la intensidad del texto, la intensidad de la voz poética, y es épica la decidida fuerza del guerrero que herido, no se rinde y batalla hasta lograr si no el triunfo, por lo menos, un armisticio oblicuo o provisorio. Se combate contra la muerte, contra el olvido, contra la renuncia.
Zanja, biblioteca, estante, escalera, a veces ofrecen protección al guerrero, acaso consuelo, pero sobre todo, ofrecen el lugar o sitio desde donde poder explorar, procesar, tratar de entender ; lugar o sitio desde el que se escribe, desde el que se busca, desde el que se pregunta y acaso se responda. En “Armisticio” la voz poética vuelve a la segunda persona de la primera parte, pero de una manera más personal, directa, coloquial. Se asoma el autor. Se repasan momentos, vivencias, vínculos, estrategias para templar el dolor. La escritura, la poesía, la palabra, “este pentagrama de sonidos y letras” se instauran como formas de salvación.
La grandeza del guerrero se mide por la altura de su enemigo, la densidad de sus armas, la trinchera desde la que se posiciona, y se confirma porque en su duelo, procesa, batalla, escribe, hasta celebrar la vida.
A este libro tan doloroso, le sigue “El bosque de las cosas”, que como adelantáramos, es una celebración de la vida, lo que supone una sublimación titánica, una búsqueda de superación del caso propio.
Temas y motivos recurrentes
En esta poesía que transcurre entre “la guitarra de Gabino /y el arpa del Rey David” (de “Ágape” 1993) se superponen o se amalgaman diferentes tiempos y espacios. Nuestro campo (reconocible con sus charabones, la mulita, el chajá, el coronilla, el tala, el ombú, que también hospeda centauros; y al que se le superpone el creado por otros escritores “los repollos de diamante y azúcar /brotados bajo el ojo de Marosa”.) La ciudad, especialmente Montevideo recreada afectuosamente y elegida para morir”; otras ciudades del mundo, especialmente Florencia, evocada en emotivos poemas asociada a su amiga, la escritora Martha Canfield. La casa ocupa un lugar privilegiado. También se atisba el espacio del más allá: “si en una vuelta de por ahí/ acaso te encontraras con Roberto, mi hermano...” (De “El guerrero”)
Su obra está habitada por figuras familiares, vivos y muertos, por poetas contemporáneos y antiguos, nacionales y extranjeros, por seres de ficción como Alicia, Odiseo, Dulcinea, etc.
El poema “Ágape” del libro homónimo, es una síntesis perfecta de varios de los elementos recién anotados, una visión prismática, (en cuatro o más dimensiones) de la historia de un hombre : es el anticipo de la reunión nocturna que habrá en la casa del poeta, la celebración simbólica entre vivos y muertos, los padres, el hermano, amigos , personajes de las obras de los amigos, vecinos, ángeles de la guarda: “Esta noche vendrán a compartir mi cena/aquellos que poblaron y nutren/los silencios sonoros de esta casa/ verán esta ventana por donde el mundo entra/ por donde dialogamos mañana tras mañana/ con el perfil del aire/ que a este alféizar se allega.” Los muertos queridos entenderán y compartirán la alegría del poeta y comulgarán con él y con sus vivos queridos: “-dialogaremos-/ en la anchura compartida del tiempo.”
El amor y el ejercicio de amar (para citar el título de uno de sus libros) en tensión con la amenaza constante de la muerte a la que muy frecuentemente no se la nombra de manera directa, es el tema central de varios libros, pero está presente prácticamente en todos.
El recuerdo de los muertos, su presencia en ausencia, el amor, el desamor, la fidelidad a los amigos, a la literatura y sus escritores, el sentirse partícipe de la fiesta de la vida en sus diferentes matices, el gusto por lo cotidiano, la conciencia de la muerte acechando a la vez que acicateando, la intuición de Dios; la tendencia al símil extenso, el ir abordando la idea sin prisa y sin contundencias, como queriendo entender y convencerse, el esfuerzo diario, la concepción de la poesía como una tarea transformadora del mundo y del hombre, son algunas de las líneas que atraviesan la obra de Arbeleche.
Sylvia Riestra (Montevideo/Uruguay)
PÁGINA 11 - Desde el olvido: Oreste Abiatte – 1921/1999 – (Zenón Pereyra-Santa Fe/Argentina)
Ya no habrá nuevas lunas
en los fríos de las noches
de los negros caballos.
Ya no habrá otros luceros
en el río
espejando las lágrimas
que callo.
Aterido de ausencias
de tibiezas
sólo habrá la intemperie
donde me hallo
y ayeres agrisados
de tristezas
en las noches
de los negros caballos.
Atrapada
de pájaros en vuelo
como flor que arrancaron
de su tallo,
yo la vi subir de blanco
hasta el cielo
esa noche
de los negros caballos.
I
La tierra
arada
estaba grávida
de pan.
II
Vivir
es la distancia
entre dos
puntos
de partida.
III
Como un islote
ermitaño
inserto
en las verdes
oceanías
entre un silencio
y otro silencio
absurdamente
yo
IV
Y aprendí
que a la entereza
sólo se llega
por el camino
de la herida
V
Si te vas
de mí
me mueres
amor
que mis días
sin ti
son días
sin mí
VI
Dentro
del teatro
unos
personificando
la farsa
y otros
espectadores
de la farsa.
Fuera del teatro
todos
protagonistas
de la farsa.
VII
Preguntas
qué ciega
mis retinas
que no advierten
las babas del lobo,
la espiral
de la serpiente
y la malla sutil
de la araña.
Son mis ojos
tardos,
confieso;
ellos
no han crecido
desde niños.
VIII
…y, entonces,
habrá un día
en que yo no vendré
por mí,
como todas
las mañanas
IX
Después
del árbol y la sierpe
el hombre,
desnudo,
hollando ausencias.
X
De la grupa
del tiempo
se apeó
el viajero
en el andén
de la noche
PÁGINA 12 – Artículo ensayístico
El arte, los premios y los simulacros
Por Óscar Portela (Corrientes/Argentina)
El frenesí, casi el delirio de obtener premios como sea, porque «ser es circular» y sin circulación no hay fama. La fama a toda costa. ¿Adónde lleva la fama? ¿Al poder, al dinero? En el caso de los poetas de lo trivial se pasa a lo infame —y de lo sagrado de una misión—, al terror de la vacuidad de los fines. Los medios se prestan a eso. Están «a la mano». Rudolf Eucken y Winston Churchill fueron premios Nobel: Joyce y Proust, no. En todos los ámbitos la posesión demoníaca está dominada por el vértigo de la velocidad.
Realizar una obra lleva tiempo, más que el tiempo de «una vida», pero «Los Premios» acortan el camino. La hoja en blanco de Mallarmé ya no causa «angustias»: las computadoras se llenan de palabras —las aún vigentes— y los «escritores» surgen por generación espontánea e inauguran nuevos tiempos: los tiempos de «la producción a gran escala del producto literario».
Un ejemplo plausible: los premios literarios instaurados por los multimedios en Argentina: ejemplo el Premio Clarín, que permite saltar de la noche oscura del alma a las marquesinas de los suplementos literarios, la TV y con más suerte a una adaptación cinematográfica, tratándose de una novela: a la humanidad le gusta verse reflejada en el arte se afirma: habría que preguntarse entonces por qué la condena de los grandes creadores de todos los tiempos a la locura, las enfermedades incurables o el suicidio, desde Rembrandt a Van Gogh o Modigliani, hasta los casos extremos de Holderling, Kleist, hasta Artaud, Fijman, Celan o los desamparos de Beethoven anciano suplicando préstamos bancarios para terminar La Décima —la gran ilusión—, hasta Schubert, Schuman y Dvorack y tantísimos otros.
¿De qué arte se habla aquí?
Aclaremos: desde Dostoievky a Kafka, desde Conrad a Celine nadie quiere verse reflejado en estos espejos. ¿A qué narcisos nos referimos entonces?
Y cuando las Editoriales tienen lectores que son gerentes de las multinacionales de la industria del libro, no debemos hablar: ¿qué es Alfaguara sino un dispositivo de marketing para buscar más lectores en Latinoamérica? Hoy nadie recuerda a escritores argentinos como María Granata, Marco Denevi, Eduardo Gudiño Kieffer, preferidos de los suplementos Culturales y las Editoriales Argentinas, cuando éstas lo eran. A partir del boom de Isabel Allende, la Argentina ha entrado a una zona oscura. Y si Andáhazi existe es porque se le otorgó un premio Fundación. Duele decir la verdad, pero lo otro es sólo camelo. Y el arte en verdad no admite simulacros.
Y sin embargo
Sin embargo los escritores de hoy —con fama y prestigio de elite— jamás estuvieron tan lejos del poder y la tierra a pesar de la defensa de los «humanismos», de los «manifiestos» y de las «internacionales» mundanas de escritura testimonial.
¿Adónde se intenta o se quiere llegar? El pasado está ocluido y también sus poderes, sobre quien intenta renovar el tiempo presente. El olvido a que está sometida la fama es terrible en la sociedad mediatizada donde todo objeto de «culto» es sólo un fetiche.
Y sin embargo proliferan los «concursos» y los Premios nadan en una pecera color Hollywood. Desde Dante, la poesía y el pensamiento son por esencia «civiles» y por ello los que escribieron lo hicieron para «hacer vida» —para luchar por y contra sí— en el sentido de desenterrar los tesoros de la memoria ocultos en los misterios del lenguaje.
Hoy se trata de las «marquesinas», del show business, de un tiempo paralizado que cree moverse como un rayo. Ya llegamos, ya llegamos. ¿Adónde? A derrotar a los moros con un jinete muerto en el caballo.
PÁGINA 13 – Poesía americana
La vida...
"La vida tiene burlas,
hermanito,
muy trágicas.
Si hay espacios oscuros
de esta mujer hecha y derecha,
desabrochados,
desmaquillados,
desamparados,
tembladerales de aire enrarecido
y hervores fatigados,
lastimados de tanto sueño inútil,
que solamente vos
alcanzarás a ver...
Esa mirada no se apiada
no tiene una migaja de ternura
para esta mujer hecha y deshecha."
Susy Delgado (San Lorenzo/Paraguay)
Anhelo
Con dulce voz, la hada dijo:
“pide un deseo, sopla las velas
y cierra los ojos para cumplirlo”.
Cerró los ojos, sopló las velas,
pidió el deseo y no había hada,
después de abrirlos.
Aymer Waldir Zuluaga (Medellín/Colombia)
El juego de hoy
Esta desesperación por ser completo
alguien que se note,
alguien que aparezca,
una flama brillante o sustanciosa,
una huella en el cemento,
una estampa del libro de los dioses,
un diamante descrito por la historia,
una fecha permanente;
esta angustia jugosa y perceptible
en las ganas abiertas de mostrarse
y decir: “yo soy ése, ése, ése”,
el que pintó en el cielo los lunares,
el que se inflamó el bolsillo con la idea,
el único patriarca del tesoro,
el colector del público admirado,
el que le ha cortado al tigre la cabeza;
esta oscura fiebre,
la alegría
por ganar la partida a los vecinos,
por llegar antes y primero
a ostentar galardones y laureles
para empaparse de triunfo y de peldaños
el corazón y la sangre.
Esta bestia feroz que nos habita
y se incrusta como una garrapata,
nos amarra de los pies hasta los párpados
y se ríe con traiciones en la boca:
olvidamos quienes son nuestros hermanos,
desoímos los lamentos de la tierra,
y decimos: “he crecido”, “soy enorme”,
aunque estén petrificados nuestros cuerpos.
Este juego de hoy que nos desgaja
y nos deja las manos sin espuma,
nos arroja a perseguir lo inalcanzable
con un péndulo de acero sobre el cuello:
si no llegas, si no tienes;
si no alcanzas, si no puedes,
el castigo tenebroso será sombra
y una letra sin voz por epitafio.
María Caracol Rojas (Playa del Carmen-Quintana Roo/México)
Yo soy la última…
la última curda y la primera
la cuerda de la rama la cabeza aún colgada
la silla del escritor la silla eléctrica del asesino
la silla del papa de oro el trono inmune a todo
yo soy la necesidad de comer y de sentir
de sentirse y hasta de matar el tiempo o al miserable jefe
la necesidad de ser de trascender y de conocer mi dios
la necesidad de ser dios y decir hasta aquí llego esto
yo soy la miseria pero no el político que la procrea
yo soy el niño que pide la moneda para el vino de alguien
yo soy el niño que duerme tranquilo sobre monedas de oro
la necedad también porque no
yo soy ese que a sabiendas igual equivoca el camino
el que ama hasta morir el que ama hasta matar
yo soy el sin-límites conocidos irresponsable irrespetuoso
yo soy la última palabra la primera y ninguna
yo soy mi sombra y ella no quiere ser yo
mi sombra dice que no tiene cuerpo que la engendre
se detesta y siente asco de existir y se niega
yo soy la última verdad o mentira silencio o eco
de un desierto de pecados
…tengo dentro de mí un desierto depósito de todos los pecados
me pesa me dobla me hace de acero y nieve me supera el alma…
soy todos los pecados
la mentira de la manzana y la fusión inventada
la cruz de oro y las panzas de hambre
soy los ojos de mi hija
soy el aire que respira
yo soy el último
el último animal y el primero
soy un gran animal y me rasco solo…
Oscar Marchesín (Montevideo/Uruguay)
Mujer todos los días
Una madre puede hacer
todo lo que hace,
no por ser mamá
sino por ser mujer.
Mamá es una mujer como las otras:
es alegre, tiene canas, se enoja
trata de adelgazar aunque no de a de veras
está enferma
casi no se cuida
mi madre se equivoca
mi mami alguna vez ha sido injusta
lleva sus cuantos errores a la espalda
sus pecadillos por allí escondidos
o deseados
pero mami crió a sus hijos ella sola
y a tres hijos más como a sus propios hijos ella sola
mas era yo tan joven cuando madre quedó sola
que nunca pregunté cómo comimos siempre
y ahora todavía no lo sé
pero tiene que ver con la multiplicación de los pesares.
Ya que es una mujer como las otras
mi madre quiso más de alguna vez
reflorecer su amor
pero los que idolatran el estéril espejo
no entienden
el prodigio
de la transformación del oro en sueños
y si no derrotó en esta batalla
por lo menos a la rabiosa soledad
ya la tiene enjaulada como la bestia horrenda que es
por el claro milagro de los nietos.
Mi mamá nos recibe cuando estamos cansados
y caídos
pero no nos convierte las espinas en flores
porque nos enseñó a quitarlas solos
y no es la más clara imagen de Dios sobre la Tierra
no alcanza requisitos para Santa
ni se parece en algo a la Virgen María
sin embargo
mamá puede reír aunque esté triste
madre puede amar aunque ella no sea retribuida
mami puede ayudar aunque ella
esté también necesitada
madre puede trabajar aunque haya trabajado
hasta la madrugada
mamá puede aguantar aunque ya no aguante más.
por eso
mamá es una mujer como las otras
una mujer, sencillamente un ser humano,
le dan derecho a serlo
sus cuidados su ternura su amor por los demás
su aguante en aguantar que ya me habría muerto
y por tanto que es esa mujer
me asombro
me inclino
me acorazo
y no sé cuánto decir
cómo la quiero.
Waldina Mejía (Tegucigalpa/Honduras)
PÁGINA 14 - Narrativa
Karai Simó
Por Amanda Pedrozo (Asunción / Paraguay)
Por vigésima vez iba a pasar solo el Año Nuevo desde que su mujer lo dejó y para dejarlo tuvo que bajar corriendo el tape po’i que lleva al arroyo de las ánimas en pena antes de que el amor la hiciera volver a los brazos atormentados de su hombre. Karai Simó se quedó mirando las piernas secas de la ingrata y caprichosa Vicenta Encarnación y la cabecita negra de su hijo Juan que se iban de su vida hacia el rancho de la abuela. Para aguantar el golpe y aguantar la vida tuvo que pasarse los meses y después los años que seguían, mirando el florecer colorado de las batatas desde donde podía espiar de costado el viejo camino por donde podía haber venido Vicenta de nuevo a su vida, si no hubiera sido tan burra.
Karai Simó remediaba un poco su desgracia haciendo todas las cosas como las hacía en el tiempo de bonanza en que su mujer todavía estaba en la casa y Juancito era un gozo lleno de hoyuelos que no lo dejaba ni dormir ni estar despierto. Juntó sobre la mesa en el patio todas las frutas que precisaba, aspiró un rato el olor de tierra nueva del cántaro y un rato después iba alzando con el jarro el clericó de vino dulce que sabía casi a Vicenta, casi a la piel quemada y generosa de Vicenta, casi a sus senos resbalosos.
Por vigésima vez Simó se puso su camisa almidonada de aopo’i después de bañarse con el agua fresca del pozo bajo la parralera doblada de racimos jugosos. Colocó sobre su catre una sábana blanca que olía a pachulí, se sentó a esperar no sabía qué, llenándose la boca y el alma del clericó que iba sorbiendo con ayuda del jarro y cuando llegó las once de la noche estaba definitivamente llorando, él solo en la casa, él solo en medio de las bombitas que sonaban lejanas, él solo por vigésimo año.
Cuando comenzó a divisar el bulto que venía llegando por el tape po’i desde el arroyo de las ánimas en pena, apartó apurado lágrimas y resignación y por un momento volvió a creer que era Vicenta Encarnación que venía a pasar con él el Año Nuevo. Era para ese momento que había estado mirando fijamente el florecer colorado de las batatas por tantos años. Era para trenzar con adoración sus cabellos oscuros, para apretar sus senos resbalosos, aspirar su olor a madreselvas y naranjas, tumbarla sobre el catre y quererla como antes, morderla despacito en la mejilla derecha hasta llevarla a la orilla del dolor, ponerle con la boca una dalia morada entre los dedos.
Después se durmió con el cuerpo apaciguado entre los brazos lánguidos de su amada y caprichosa Vicenta. Despertó estironeado por Juan que le decía lo imposible: su madre había muerto de repente esa medianoche.
Cruzó corriendo el arroyo de las ánimas en pena, hasta que estuvo mirando cómo su Vicenta reposaba quieta y sorda y muda para siempre, con una dalia morada entre los dedos y una huella de mordisco en la mejilla derecha.
PÁGINA 15 – Narrativa
Ojos amarillos.
Por José Luis Pagés (Santa Fe/Argentina)
A los ojos del menor de los Vergara se atribuían hechos prodigiosos, quizás porque eran tan amarillos y relucientes como los de un gato. Fue por eso que no me sorprendió que su nombre apareciera a la cabeza de una lista de sospechosos, cuando comenzaban a investigarse los crímenes del abominable fisgón. Para entonces todo el vecindario sabía que el chico dominaba la voluntad de los pájaros, que a su antojo se juntaban las nubes para formar las tormentas, que las bestias más feroces caían sumisas a sus pies y que para él no había secretos cuando con la mirada podía atravesar las más gruesas paredes. Y ni hablar de los vestidos de las inocentes y las faldas de las damas de la parroquia.
Como el menor de los Vergara era con su boca y con sus gestos tan parco y reservado como atrevido con su modo de mirar, se había vuelto odioso y su proximidad siempre era inquietante. Así, no faltaba oportunidad para que algún marido ofendido se lanzara tras él, arma en mano, o sin más lo golpeara, preferentemente en la cabeza. Pero el chico era tan ágil como resistente y, aunque maltrecho y recién resucitado, regresaba a las calles con esos ojos tan turbios y recelosos que hacían temer males mayores. Como que se pudrieran las primicias de todos los frutales, que descarrilara el expreso de las seis o que se cortara la leche de las madres primerizas.
Yo, como la mayoría, me enteré que la muerte se había llevado a Dorita Jurado cuando lo leí en las páginas del diario. Ahí nada se decía del Vergara chico, pero como al descuido el canillita, detrás de sus anteojos de ciego de nacimiento, al tiempo que me entregaba el periódico me había inquietado con una primera sospecha.
Según este Víctor de los lentes oscuros, el infortunio que sobrevino a la noche de bodas de los esposos Beleno –con ese pacto secreto que un día después se los llevó a la tumba-, o el derrumbe de la familia Mayoraz que sucedió a la desaparición de la pequeña Leonor, eran otros asuntos tenebrosos que involucraban al innombrable, el más joven de los Vergara. También me lo había recordado alguna vez con esa voz suya en la que por momentos parecía agitarse un turbio resentimiento.
En todos los relatos que desvelaban al vecindario por aquellos días, siempre aparecían ciertos detalles en común: así se hablaba de las ranuras de una ventana, de las hendijas de una puerta, de una perforación en la persiana, a través de las cuales, como una enfermedad desconocida, se filtraba aquella luminosidad amarilla que desnudaba y corrompía cuanto tocaba.
Un día me sorprendieron estas historias en el bar. En torno a la mesa nadie dudaba siquiera que los ojos del menor de los Vergara se habían paseado como repugnantes babosas por sobre el cuerpo desnudo de Dorita Jurado antes de que ella se partiera el cráneo con el borde de la bañera, o que los Beleno se arrebataran las propias vidas cuando creyeron que era luz de los ojos del Señor la que los descubría gozando pecaminosamente del nuevo paraíso.
Los hombres referían estas historias, exaltados por sus propios desbordes imaginativos y a la hora en que en la semipenumbra del bar flota ese tufo inconfundible de tabaco y alcohol exudado, llegaron al colmo del delirio cuando Víctor se acercó a ellos precedido por aquel bastón que empuñaba con esa mano tan amarillenta como huesuda.
Con el ejemplar del diario, que incluía alguna noticia sobre la búsqueda de Leonorcita Mayoraz por los bajos del Salado, Víctor descargó brutalmente lo que para él era de una certeza indiscutible: aquella mujercita y el repulsivo mirón se habían atraído mutuamente, ella con ese olor salvaje que enloquecía hasta los monaguillos de La Merced y él con sus ojos malvados de basilisco insaciable.
Así, las responsabilidades serían compartidas, pero no había que olvidar que ella era menor, que el abominable había ejercido sobre la niña una fuerza hipnótica tan irresistible que había anulado su voluntad y que finalmente la había rebajado a nivel de un pobre animalito indefenso para sustraerla al cuidado de sus padres.
Los hombres golpearon la mesa cuando Víctor, con tono patético, aseguró que aquel tipo asqueroso la había llevado con él no sólo para abusar de su cuerpo, sino también para robarle el alma con los ojos, así como un vampiro le hubiera chupado la sangre en el cuello. “La vida a cualquiera se le va, pero el alma es otra cosa”, afirmó ante aquella asamblea donde de pronto se hio un silencio insoportable.
Unos días después cuatro uniformados del destacamento de La Bajada se lo llevaron al menor de los Vergara para espanto de su madre y regocijo de todos los vecinos. A la mañana siguiente, cuando Víctor me llevó el diario, no se distrajo en mayores explicaciones. Ahí estaba para él la verdad revelada. “acá está”, fue todo cuanto dijo, mientras señalaba con el índice sucio de nicotina un lugar impreciso en la primera plana.
La crónica hacía mención a su condición de sospechoso y aludía, aunque muy superficialmente, a las monstruosas facultades que lo distinguían, pero sobre todo anticipaba la pronta liberación del detenido porque la justicia no había encontrado una sola prueba en su contra. “Está claro –aseguró Víctor- que este Vergara no es el único corrupto. El secretario del Juzgado atiende con salto de cama y los ruleros puestos”.
Cuando volvimos a verlo ya ni siquiera parpadeaba. Los ojos desorbitados y descompuestos parecían empeñados en ver mucho más allá de la materialidad de los seres y las cosas y ni siquiera pestañeó –dicen- cuando algunos días después una tía de Leonorcita le gritó en el oído cómo habían encontrado lo que quedaba de la niña, en un costado del camino que lleva al cementerio viejo.
Tenía que ser de noche, cuando más refulgían aquellos ojos entre las hojas de los arbustos, por sobre los tapiales ruinosos o detrás de las más seguras de las rejas, que los hombres salieron a buscarlo y para su eterna desgracia lo encontraron pitando un cigarrillo tras otro, con fruición incontrolada, bajo los negros cipreses del parque.
La luz de la mañana lo descubrió boca arriba sobre el húmedo empedrado. Ahí estaba el más chico de los Vergara en la cortada del mercado. Alguien había puesto una moneda de un peso sobre cada uno de los párpados que se negaran a cubrir esas pupilas morbosamente dilatadas; esos ojos suyos que habían insistido en permanecer abiertos, aún tiesos y opacos como los de un pescado en la ganchera.
Yo fui uno entre muchos que se distrajo de su recorrido para ver al ajusticiado, que ahí estaba, en todo su largo, con las ropas destrozadas, descalzo de su pie derecho, con ese aire de muñeco caprichosamente desarticulado, como un espantapájaros alcanzado por la patada de una mula.
Estábamos todos en el lugar, entre silenciosos y cariacontecidos, cuando aún sin haberlo visto presentimos la llegada de Víctor. El golpe del bastón precedía su aparición, por eso sabíamos de él un poco antes, así como ocurre con una cascabel.
Confieso ahora que cuando di por seguro que el ciego se iba a detener junto a nosotros me equivoqué, mucho más todavía cuando lo imaginé interesado en conocer los detalles que escapaban a su sentido.
Con ese agresivo golpetear contra las piedras, emergió de entre la bruma, se abrió camino entre la gente sin torcer el rumbo ni acortar los pasos y de pronto estuvo allí, con su estampa diminuta aunque solemne, todo de negro el abrigo, la bufanda y el sombrero.
Le hizo lugar la rueda de curiosos y él siguió adelante arrastrando levemente los pies, siempre golpeando el empedrado, cuando para asombro de todos la puntera de su bastón dio en un costado del yacente y de allí saltó y rodó, hasta detenerse junto a mis pies, ese punzón con mango de madera negra en el que podía leerse el nombre del menor de los Vergara. “Esa es la chuza que usaba” –dijo alguien a mis espaldas- . con eso perforaba las puertas y las ventanas para meterse en la vida del prójimo”.
Un policía arrebató de mis manos esa pieza, la miró detenidamente y después la entregó a un compañero. Para entonces Víctor ya era una sombra que nuevamente se diluía en la bruma.
Con los primeros gritos que anunciaban la llegada de tdos los Vergara, verdaderos aullidos que erizaban la piel, gemidos de dolor que se mezclaban con destemplados interrogantes y airados juramentos de venganza, me aparté del lugar con la garganta cerrada y, al borde de la asfixia, bajé algunas cuadras en dirección al río, en busca de un sitio apartado, un rincón entre sauces al que suelo acudir cuando me siento abrumado por alguna desgracia. En eso estaba cuando me encontré confundido en medio de un corrillo que se había formado ante las puertas del bar Los Vascos. Estaban casi todos los notabes, que enmudecieron al verme, como obligados a chequear la confiabilidad del recién llegado.
- Cualquiera diría que lo atropelló un camión –dijo el maestro Artigues, sólo cuando con algún esfuerzo logró despegar sus labios sellados por la saliva reseca.
- ¿Pero, está realmente muerto? –preguntó Arias.
- Yo asentí con un involuntario movimiento de cabeza.
- Está y se lo había buscado –sentenció uno de los hermanos Astudillo.
- No sé –dijo Artigues. La justicia no había podido probar nada, así que yo tengo derecho de pensar y decir que ese pobre infeliz no merecía esto.
- Que no merecía ¿qué? –preguntó Arias- Ni siquiera se sabe si está muerto y mucho menos de qué murió.
- Es verdad –aseguró el Pulga. Ni siquiera se sabe. Todavía no salió en el diario.
Un ramalazo de aire fresco me recordó el remanso entre los sauces y tan impensadamente como me había sentado, me puse de pie, saludé en silencio y volví al camino. Me alcanzó antes de llegar a la esquina el maestro Artigues. En silencio caminamos uno junto al otro algunas cuadras en dirección al río y yo empezaba a sentir que alguno de los dos estaba obligado a decir algo, cuando escuché su voz calma y persuasiva:
- ¿Ha visto a Víctor? Yo estaba al lado suyo cuando hizo aparecer el arma con su bastón. Fue un golpe preciso, como si el hombre hubiera sentido la necesidad de reafirmar algo. La culpabilidad del chico Vergara, por ejemplo.
- ¿Pero, cómo podría… ¿ -pregunté, desconcertado.
- Puede que fuera un golpe casual –me concedió-. Que casualmente la puntera se encontrara con el punzón. Pero era la puntera del bastón de Víctor, que desde que pasó lo que pasó con Leonorcita Mayoraz no ha hecho otra cosa que levantar sospechas en cada esquina de la ciudad.
- Es cierto, pudo actuar por resentimiento –arriesgué, aunque ya no tan seguro.
Algunos días después volví a Los Vascos. Estaban todos, discutían apasionadamente. Se vivía un clima de campaña política y Víctor, que envuelto en el humo del cigarrillo parecía ajeno a todo, estaba al alcance de mis ojos. Me detuve en su figura. Lo observé a lo largo de los próximos diez minutos, hasta que de pronto ví cómo giraba la cabeza en dirección a la boca de la alcantarilla próxima –la colilla del pucho entre el índice y el pulgar de la mano derecha- y la brasa salió despedida, trazó una parábola en el aire y desapareció en ese pozo oscuro.
Las voces de los hombres se mezclaban en mis oídos y comprendí que nadie nunca antes, ni ahora, había reparado en aquel hecho. Me puse de pie y caminé hacia Víctor, deteniéndose un instante ante él, que distraídamente acariciaba con las yemas de los dedos la tapa de una revista porno y tal como si sólo hubiera advertido por el ruido de los pasos la proximidad de una persona, me dedicó una sonrisa torcida. Entre los arcos de los anteojos y sus pobladas cejas negras, entreví una luminosidad amarillenta.
Apenas una semana después, la desaparición de otra criatura sacudió al vecindario. Era como si el ajusticiado hubiera vuelto en cuerpo y alma –se decía y Víctor lo voceaba- para tomarse la más terrible de las venganzas.
PÁGINA 16 – Poesía allende el mar
Untitled
Para Romina
El séptimo sello, la séptima partida del amor,
y cuando éramos chico, esas pupilas vacías sin escombros
cabeceando cielos, recobrando nubes, cayéndose en el potro que atardecía la sierra,
porque se nace así, niña triste
cobijada bajo las telas menstruales de los dueños de estancias, se prepara el puchero,
se juega a la soldadera, se escucha
la violación como parte de la limpieza cotidiana, para el
patrón, un espumarajo más largo de su orinal caliente, para ella
la puerta
cerrada
a la comida
al salario
a la familia
solo a veces entreabierta
a la cosecha
con cuentos nocturnales de fantasmas, sin parir del todo el hijo nuevo porque
quedo
colgado
de la pata de su hermana
nacida para ser otra niña
triste
con las piernas abiertas
para hacer más sencillo su pasaje.
nació como una niña triste, navegó por los aires sin ser nada
y su violín se acaba
entre la lava y el hastío, nada la planta venenosa, la tentación de la muerte profunda
que nunca llega para hacer de ella
nunca?
una vieja alegre.
Un barco sin arpas ni piratas. Sin proa y sin mapas, una fusión de té con yerba santa.
Martha Zabaleta (Londres/Inglaterra)
1
Traigo una patria entre mis brazos,
una patria sucia de pólvora y ceniza,
una patria llena de fantasmas.
Traigo una patria entre mis brazos,
no lavéis su sangre con azufre,
si vais a esconder el crimen
dejadme llorar junto a las larvas,
dejadme llorar con ella y sin sus pájaros.
Con ella,
sí.
Con ella hasta la muerte.
Traigo una patria entre mis brazos,
traigo toda su hambre y sus puñales,
su llanto de estepa,
sus cadáveres tatuados.
Traigo a un dios ahorcado
entre los senos de esta tierra desahuciada,
antes de arrebatarme los cadáveres
dejadme llorar.
Dejadme.
Silvia Delgado Fuentes (Sopelana-Vizcaya/Euskal Herría)
Nombre
Me hubiera gustado ser otro.
No aquél a quien se conoce
e incluso a veces se reconoce.
Ser Bosquet o Sabatier.
Alberti o Neruda.
Louis Aragon o Paul Eluard.
O bien
tantos otros que ríen en sus barbas…
Pero yo sólo quiero ser
—disculpen si me ufano—
aquél que todos llaman Couffon.
Claude Couffon (París/Francia)
Sorpresa:
Cada noche infalible
estudio tus detalles
y escuchas incansable
el último te amo.
No lo dejo pendiente.
Previsora.
Es probable que me muera inconsciente.
Entonces cuando este volcán de nervio puro
amenaza estallar a través de mis venas,
subiendo pulsaciones y presión arterial,
me defino despierta.
Firmo al pie de la hora oscura y controlada.
La muerte, sorprendida,
no me encuentra durmiendo.
Marta Roldán (Venecia/Italia)
Canon de rosas, el erupto
La lengua de la patrona me deja un círculo resbaladizo
en el cuello, en el ombligo, en los muslos:
un hierro de marcar potros para la posesión extemporánea,
ella, el ama de la corona y del cerco,
la presumidilla del anillo refulgente de las humedades,
la humillada corola de la disipación
abandonada al deseo del tornillo y la arandela.
La lengua de tulipán a ras de mis pechos
bajel de camuflaje con el escarlata;
la verdadera naturaleza de la violeta, pura.
La flor de la vida,
agua ardiente tan lejos del campo a través,
empapada rosa negra para una segunda oportunidad,
para la otra cara del creciente obscuro,
para el envés, la sesgadura y la sorpresa.
De nuevo un acto de luz y excesivo.
Tus labios me atraviesan la carne salada de los hombros
como un dolor de vientre,
suben a la cumbre presurosa de mi tozuelo.
Me horadas con todos los clavos,
los pétalos ardientes del aliento que me profana
la llave de los sentidos,
la varilla de un parasol de papel de duraznos
en la boca que me anuncia el descubrimiento,
a la manera del grito,
la chispa del ápice que se sale del círculo,
el incendio en las nalgas.
Canon de roses, l’erupte
La llengua de la patrona em deixa un cercle lliscadís
al coll, al melic, a les cuixes:
un ferro de marcar poltres per a la possessió extemporània,
ella, l’ama de la corona i del cèrcol,
la mestressa de l’anell refulgent de les humitats,
la humiliada corol•la de la dissipació
abandonada al desig del vis i la virolla.
La llengua de tulipa arran dels meus pits
vaixell de camuflatge amb l’escarlata;
la vertadera natura de la violeta, pura.
La flor de la vida,
aigua ardent tan lluny del camp a través,
amerada rosa negra per a una segona oportunitat,
per a l’altra cara del creixent fosc,
per al revers, l’esbiaxament i la sorpresa.
Un acte de llum i excessiu de bell nou.
Els teus llavis em travessen la carn salada dels muscles
com un dolor de ventre,
pugen al cimall freturós del meu bescoll.
Em forades amb tots els claus,
els pètals cremants de l’alé que em profana
la clau dels sentits,
la vareta d’un para-sol de paper de préssecs
en la boca que m’anuncia el descobriment,
a la manera del crit,
la guspira de l’àpex que se surt del cercle,
l’incendi a les natges.
Pere Bessó González (Mislata-Valencia/España)
PÁGINA 17 – Artículo ensayístico
Por una ecología de la condición humana
¿Dónde está la poesía?
Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires/Argentina)
Alberto Luis Ponzo me invitó a opinar sobre la “Situación de la poesía en el mundo actual”. Más allá de las bellas intenciones pensé, de inmediato, que proponernos reflejar un panorama tan vasto puede llegar a hacernos parecer, al mismo tiempo, irrisorios y utópicos. Desde un punto de vista apenas estadístico, resulta absolutamente imposible. En cuanto a una presumible conceptualización, si queremos que no se convierta en un mero divagar, tendríamos que precisar el significado de algunos términos. Por ejemplo: ¿de qué estamos hablando cuando decimos “poesía”?, ¿a qué se puede aplicar, hoy, con cierta exactitud, el concepto “mundo actual”?
Para no caer --por lo menos en forma desprevenida-- dentro de esas redes casi inexorables, aclaro que intentaré referirme a lo que podríamos definir como poesía escrita, tal como ella se ha venido desarrollando a lo largo de varias centurias en la llamada cultura occidental. Y que el marco dentro del cual pretendo imaginármelo no ha de ser otro sino el contraste, por eludido no menos evidente, entre un sector del planeta ultradesarrollado tecnológicamente, dueño del poder (que hoy incluye la información y la inventiva), y otro espacio mucho más amplio donde conviven --es un decir-- vastos sectores directamente por debajo de los niveles elementales de subsistencia, junto con distintos grados de semi, sub o cuasi desarrollo.
Desde un punto de vista cultural (si es que eso tiene todavía algún sentido), lo que aparenta haberse impuesto sobre el planeta, desde aquel denominado Primer Mundo, no es sólo la sociedad de consumo sino, por vía de los omnipotentes y seductores medios masivos de comunicación, una civilización del espectáculo, una seudocultura light, donde hasta el dolor más íntimo o la tragedia más flagrante terminan por volverse show. En ese contexto, que no es sólo el de la nueva religión del shopping sino también el del auge atronadoramente ensordecedor de los hits del audio y del video, me temo que sin habernos dado cuenta se ha ido produciendo ante nuestros ojos, en las últimas décadas, primero lentamente y luego en forma cada vez más acelerada, una verdadera y profunda mutación cultural: la desaparición del lenguaje como centro de la civilización. Y esa visceral conmoción no se manifiesta tan sólo en los estratos más elevados, donde anida el poder, que ya no es sólo político-económico sino directamente tecno-idolátrico, y donde la publicidad ha sustituido al orador, el videoclip al creador de imágenes, el marketing a la aventura incluso comercial, la ingeniería genética al milagro espontáneo de la vida. Sino que ha alcanzado --aquella grave mutación cultural regresiva de que hablábamos-- a las fuentes del lenguaje humano que, por serlo, es la fuente misma de la hominidad. Y me estoy refiriendo a la devaluación más deletérea: la del lenguaje, que es el umbral mismo de la condición humana.
Hoy, incluso en las grandes ciudades del mundo hiperdesarrollado, cada vez son menos los vocablos con que se maneja una persona. Y, por otro lado, quizás como causa o consecuencia, ya no es por lo general el pueblo, una comunidad con su uso cotidiano la que renueva y da vida (como debería ser, como fue siempre), a un idioma, a una lengua.
Si tal fuera la situación, como creo que lo es, la crisis actual de la poesía --que no es sólo de consumo o difusión sino de esencia y de forma--, no podría entenderse con claridad y hondura sino en función de esta violencia prácticamente universal sobre el lenguaje humano. Nunca, ni aún en los momentos más exquisitos y más alquitarados, pudo haber una gran poesía que no tuviera siempre su raíz, así fuera secretamente, por oscuros meandros y aún sin huellas patentes a la vista, en su contacto con una lengua viva. Es decir con un idioma orgánicamente hablado por un pueblo, orgánicamente empleado para su vida cotidiana por una comunidad. La crisis cada vez más agudizada que hoy va asediando a la poesía en sus aspectos estéticos y socioculturales, no es (a mi modesto entender) por supuesto apenas el problema de un género literario o de un tipo de artista en particular. Eso ya ha ocurrido otras veces, y ha habido momentos de esplendor y otros de repliegue, ha habido especies desaparecidas y también rejuvenecimientos y hasta renacimientos. Pero nunca se había afectado de raíz, en sus mismos orígenes, al lenguaje humano como se lo está afectando en estos tiempos.
Por eso, no es la primera vez que me pregunto: ¿no habrá llegado el momento de plantearse también una ecología del espíritu, de la condición humana? ¿No será precisamente a consecuencia de los mismos defectos de esta civilización llamada occidental, en la práctica apenas tecnocrática y consumista, que estamos enfocando los daños ecológicos que ella produce solamente en sus aspectos geográficos, económicos, materiales, y no estamos tomando en consideración cuánto le cuesta, qué precio ha tenido todo este maravilloso y a la vez devastador proceso, donde el conflicto no es por supuesto con la mera inventiva científico-técnica sino con su manipulación, en relación con el espíritu del hombre? ¿Qué poesía puede haber, entonces, si se secan las fuentes del lenguaje vivo?
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