Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL

Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL
Feria del Libro Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Año 2012

Rediseñada para ofrecer una mayor difusión de la escritura en castellano.

Dirección: Norma Segades - Manias
directoragaceta@gmail.com


GACETA LITERARIA Nº 9 – SEPTIEMBRE de 2007

Homenaje de Gaceta Literaria Virtual a la trayectoria del artista plástico Osmar Sorbellini (Santa Fe/Argentina)

Obra: Sensual






PÁGINA EDITORIAL

Las malas palabras (1)

Por Roberto Fontanarrosa (Rosario-Santa Fe/Argentina)

No voy a lanzar ninguna teoría. Un congreso de la lengua es un ámbito apropiado para plantear preguntas y eso voy a hacer.
La pregunta es por qué son malas las malas palabras,¿quién las define? ¿Son malas porque les pegan a las otras palabras?, ¿son de mala calidad porque se deterioran y se dejan de usar? Tienen actitudes reñidas con la moral, obviamente. No sé quién las define como malas palabras. Tal vez al marginarlas las hemos derivado en palabras malas, ¿no es cierto?
Muchas de estas palabras tienen una intensidad, una fuerza, que difícilmente las haga intrascendentes. De todas maneras, algunas de las malas palabras... no es que haga una defensa quijotesca de las malas palabras, algunas me gustan, igual que las palabras de uso natural.
Yo me acuerdo de que en mi casa mi vieja no decía muchas malas palabras, era correcta. Mi viejo era lo que se llama un mal hablado, que es una interesante definición. Como era un tipo que venía del deporte, entonces realmente se justificaba. También se lo llamaba boca sucia, una palabra un poco antigua pero que se puede seguir usando.
Era otra época, indudablemente. Había unos primos míos que a veces iban a mi casa y me decían: “Vamos a jugar al tío Berto”. Entonces iban a una habitación y se encerraban a putear. Lo que era la falta de la televisión que había que caer en esos juegos ingenuos.
Ahora, yo digo, a veces nos preocupamos porque los jóvenes usan malas palabras. A mí eso no me preocupa, que mi hijo las diga. Lo que me preocuparía es que no tengan una capacidad de transmisión y de expresión, de grafismo al hablar. Como esos chicos que dicen: “Había un coso, que tenía un coso y acá le salía un coso más largo”. Y uno dice: “¡Qué cosa!”.
Yo creo que estas malas palabras les sirven para expresarse, ¿los vamos a marginar, a cortar esa posibilidad? Afortunadamente, ellos no nos dan bola y hablan como les parece. Pienso que las malas palabras brindan otros matices. Yo soy fundamentalmente dibujante, manejo mal el color pero sé que cuantos más matices tenga, uno más se puede defender para expresar o transmitir algo. Hay palabras de las denominadas malas palabras, que son irremplazables: por sonoridad, por fuerza y por contextura física.
No es lo mismo decir que una persona es tonta, a decir que es un pelotudo.Tonto puede incluir un problema de disminución neurológico, realmente agresivo. El secreto de la palabra “pelotudo”–que no sé si está en el Diccionario de Dudas- está en la letra “t”. Analicémoslo. Anoten las maestras. Hay una palabra maravillosa, que en otros países está exenta de culpa, que es la palabra “carajo”.Tengo entendido que el carajo es el lugar donde se ponía el vigía en lo alto de los mástiles de los barcos. Mandar a una persona al carajo era estrictamente eso. Acá apareció como mala palabra.
Al punto de que se ha llegado al eufemismo de decir “caracho“, que es de una debilidad y de una hipocresía…
Cuando algún periódico dice “El senador fulano de tal envió a la m… a su par”, la triste función de esos puntos suspensivos merecería también una discusión en este congreso.
Hay otra palabra que quiero apuntar, que es la palabra “mierda”, que también es irremplazable, cuyo secreto está en la “r”, que los cubanos pronuncian mucho más débil, y en eso está el gran problema que ha tenido el pueblo cubano, en la falta de posibilidad expresiva.
Lo que yo pido es que atendamos esta condición terapéutica de las malas palabras. Lo que pido es una amnistía para las malas palabras, vivamos una Navidad sin malas palabras e integrémoslas al lenguaje porque las vamos a necesitar.

1 Fragmentos de la ponencia del escritor, dibujante y humorista rosarino en el III Congreso Internacional de la Lengua Española, llevado a cabo en noviembre de 2004 en Rosario, provincia de Santa Fe.

PÁGINA 2 – Nuestra poesía

Hoy

El cielo se abrió a mis ojos
y nací a este momento,
el momento con fe de sangre
y he visto derramarme.

Desde la primera letra
en posición de punto
que se hace siglo,
del invento de alegrías,
de puentes hacia el llanto,
de transformación de esquemas,
siento el mismo cansancio
en mis pies viejos.

Del reflejo introvertido
de la perfecta rutina.

Del caos de la luz
y del invierno,
del silencio, la guerra y la arruga.

Nací mi muerte con la extrañeza
del tarado y tal como antes
me estoy llamando.

El cielo se cerró en mis párpados
y recién entonces, pensando
me sentí esperado.

Ya no había negación en el silencio
ni oscuridad en la luz del día.

Tanto tiempo transcurrí, soñaba.

Pesado minuto caído de la nada y
ya vuelto.

Ayer observé detenidamente
mi terraza en el espejo del agua
y la sabía con el deseo de ahogarse.

Ayer estuve recordando;
nadie tiene azotea,
sólo algo así como una sonrisa,
dientes de brillante, ojos de vidrio
y lengua de gigante.

Manos de nene, pies de tambor,
dedos de sentencia,

Hoy amanecí temblando:
el miedo era mi llanto.

Guillermo Ibáñez (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Haikus de la vida y de la muerte

Bajo los robles,
la muerte se recoge:
musgo tardío.

En la memoria
de muertes cotidianas
resurrecciones.

Escapo a tiempo:
¡engañarme la muerte
trenzando vidas!

Me perteneces,
vida de mis entrañas.
Puñal sin sangre.

En mis sandalias
los caminos de vida
de pies cansados.

La vida es día
que se transforma en noche.
El doble espejo.

¿Qué me susurras
ajena vida ajena?
No te conozco.

Alguien me llama
para vivir la muerte
como tal cosa.

La mano de Dios
me toca y me suspende.
Vencida muerte.

Sabia, la muerte
espera los cortejos
de la memoria.

J.M. Taverna Irigoyen (Santa Fe/Argentina)

Del Setenta y Seis

I

Ladraron los perros
sobresalto y presagio
en su vigilia

miró a su compañero
escondió a su hijo

ya se habían enroscado en los tallos de la muerte

-Perros- pensó
ladran
o persiguen

tembló de frío

cuando arrrancaron
la puerta a patadas
no vaciló

vació su cargador
mientras caía

María Oscaritz (Arroyo Aguiar-Santa Fe/Argentina)

Última aventura del furtivo ladrón

una noche volveré
furtivamente
a mi vieja escuela;
violaré la ventana de mi aula
y entraré para robar
uno
no más que uno de aquellos
dónde estarán aquellos
blancos tinteros de porcelana que
el señor director
guardapolvo blanco
bigotito entrecano
y acento jujeño en la temida voz
cargaba cada mañana
personalmente
botella de un litro de tinta en mano
lo recuerdo
aula por aula
pupitre por pupitre

Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez-Santa Fe/Argentina)

Segunda Certeza

tal vez nadie en el universo piensa en mí
Roberto Juarroz

I

Se ha hecho rutina esto del insomnio
quedarse con el corazón haciendo agua
en mitad de la noche
las manos
hundidas en la tinta

se me han terminado las certezas

saco un poema a medio hacer
:las certezas son también una fuerza de voluntad

las certezas que apretamos para sentirnos poderosos
para agitar al aire pensamientos/ideas/vanos dogmas/
yo soy/yo creo/yo hago
certezas que van delante de una
:como paredón y coraza
:como antorcha y vuelo

como en un juego de naipes
si una cae
(sólo una)
caen las otras

tomo una al azar
yo soy fiel
y la recorro en penumbras como a una habitación II

Ya no tengo respuestas
(para eso sirven también las certezas)
quisiera decirle
(las teorías son otro tipo de certezas)
que todo andará bien
(aunque de verdad no lo sepa)
que todo esta en su sitio
(aunque de verdad no lo esté)
que podemos recorrer el amor y salir indemnes
(aunque no sea cierto)

sólo decirle
que hoy /ahora/

en este largo instante que precede al amanecer

alguien en el mundo esta pensando en él

Patricia Severín (Reconquista-Santa Fe/Argentina)

Debo confesarte
que no he escrito
ningún otro poema,
después de aquel
que garabateé en tu piel
con mis caricias y besos.
puedo confesártelo
porque sé
que nada mejor saldría de mi pluma
o de mis sentimientos.
Debo confesarte, amor
que perezoso mi corazón
se quedó apretujado en tus brazos
la última vez
que descansé en tus abrazos,
ya no ha latido desde entonces
tan solo intentando retener
su mejor son.
Por eso amor, te confieso
que no he podido seguir adelante
esperando ansioso
retomar la senda de tu piel
y tu calor
que es el camino por el cual
tu vida
me lleva a la vida...

Fernando Vaschetto (Santa Fe/Argentina)

PÁGINA 3 – Artículo ensayístico

Sincretismo

Por Mónica Russomanno (Santa Fe/Argentina)

La gente que se vino trajo mucho en los barcos, no sólo la vajilla que se fue transformando en pedazos, no sólo las maletas de cartón que murieron en las humedades de esta tierra oscura surcada de ríos marrones. No trajeron sólo la piel extranjera, el hambre de allá lejos, no trajeron sólo santos que sacar en procesión bajo los cielos de otros. Trajeron la lengua amaestrada para palabras extrañas, y el ritmo que las hace danzar codo con codo, brazo con brazo. Trajeron su canto.
El 18 de agosto varios coros de italianos vinieron a Santa Fe desde Humberto 1º, de Sunchales, de Buenos Aires, de Córdoba.
Y venían los viejitos por la peatonal. Los precedía una murga de tambores, una murga de muchachos con rostro de aborigen, y tres hombres con trompetas. Ellos les abrían la calle y les daban el alto para que se formara el coro y surgieran las antiguas canciones de las antiguas gargantas.
Las mujeres de voces agudas, las respuestas picarescas. Esas canciones de tierra y montaña y vides y olivos allá en la Italia que se transforma en Suiza, en Francia, en la Italia que se desdibuja en las montañas o se baña en el mar azul. Y los viejitos que llevan prendido el dialecto debajo de las cejas, debajo de los abrigos, muy adentro, muy adentro, y que dejan salir las viejas palabras para que revoloteen entre la gente como pendones festivos.
La música es la resistencia cultural de los pueblos, es la directa flecha que surca los años y los mares, que atraviesa generaciones y hace centro en cualquier oyente abierto al fenómeno de la emoción.
Un perro callejero iba con la murga y ladraba. El perro ladraba y ladraba como un heraldo, ladraba a cualquier parte pero a nosotros, “oíd, oíd” “escuchad las voces de vuestros ancestros”. Y los nenes lustrabotas se fascinaban bien cerquita de los acordeones, como para desentrañar el misterio de la historia devenida en instrumento popular.
Un muchacho de los tambores, rostro cetrino, ojos pequeños, daba en perfil la moneda, la esfinge de los que vieron llegar a los italianos a las colonias, y ya estaban allí, y todavía no se acostumbran.
Surgían entonces las canciones de la Italia bajo el sol de Santa Fe, y uno de los coros tradujo una cumbia que explotó en dialecto, y los muchachos hicieron la percusión con las manos morenas, y el que se animó bailoteó un poco.
Puede ser que se realicen congresos y simposios, que se organicen actividades y se fijen planes de acción. La verdadera hermandad surge, espontánea y reluciente, cuando la felicidad agranda las sonrisas y la música nos impulsa al festejo.
Esos coros de jubilados demostraron, también, que el canto salva la alegría de sentirse parte, de compartir, de regalar. Ese es el único requisito para que la canción sea verdad, belleza, ofrenda. Cantaron para nosotros, si, pero eso era circunstancial, lo necesario era cantar para ellos mismos y dibujar el país de la infancia sutilmente en el aire, a pura voz. Aquí. Aquí, en el país de su descendencia.

PÁGINA 4 – Narrativa

El peñasco y la enredadera

Por Mabel Pedrozo (Asunción/Paraguay)

Fue difícil al principio, cuando no sabía que bastaba con encaramarse a sus hombros afilados para que él la deje quedarse.
Pasó noches larguísimas imaginando que él desenredaba sus dedos de los suyos, que apartaba las flores de su pelo y la miraba como un desconocido. Ése sería el día del fin. Después estaba la muerte.
Jamás lo quiso para sí. Le bastaba con acurrucarse en su espalda prestando oídos al rumor agresivo de su pecho. Lo llamaba "el susurro de Luciano Both". Él no se llamaba Luciano, claro, pero dado que en su situación un roce de pelo bastaba para reconocerse, los nombres pasaron a cumplir funciones hasta si se quiere disparatadas.
Muchas veces le preguntó de dónde vino, a quien amó antes que a ella, qué ojos muertos dentro suyo lo veían desde sus lugares eternos. "Nunca fui el que soy ahora. No hay nada que decir, puesto que no me reconozco en esos que ya no soy", decía él. De manera que nunca supo nada que ya no le conociese.
Él la subió a sus hombros una noche y le mostró el universo. Una boca invisible soplaba las luces hundidas en una nada ilimitada y negra. "Se llaman estrellas", le dijo. Estremecidas en su tintineo de puntas de hielo, las luces resistían, giraban sobre sí y volvían a recobrar su brillo de lámparas eternas.
Nada había más hermoso, sin embargo, que estar en él cuando esa negrura se diluía en el caldo liláceo que antecedía al amanecer. Ella dormía revuelta en su espalda, con el pelo echado al vacío que se abría a partir de ellos. Los hombros cuadrados de él custodiaban su sueño. Ella, todavía somnolienta, metía los ojos en la esquina que formaban esos hombros con el cielo, metía el mentón, se sostenía como si fuese a caer y entonces se ahogaba en los paneles rosas y aguamarinas, en los grises azulados, en los celestes terrosos que velaban el firmamento traspasando el espacio con sus tonos sucesivos.
La roca, que jamás dormía (su condición eterna no le dejaba), se sentía verdaderamente triste en aquellas ocasiones. Pobre enramada, decía. ¿Cuánto tiempo le queda? ¿Hasta la próxima tempestad, hasta el retorno de los vientos fríos, hasta que sol de enero le derrita el alma? Lo único que le consolaba era saber que la pobre, mortal como era, vivía en una ignorancia absoluta de su naturaleza y de la naturaleza de las cosas que la rodeaban. Era lo único.

PÁGINA 5 – Página de maestros: Pedro Salinas - 1891-1951 - Madrid/España

El poema

Y ahora, aquí está frente a mí.
Tantas luchas que ha costado,
tantos afanes en vela,
tantos bordes de fracaso
junto a este esplendor sereno
ya son nada, se olvidaron.
Él queda, y en él, el mundo,
la rosa, la piedra, el pájaro,
aquéllos, los del principio,
de este final asombrados.
¡Tan claros que se veían,
y aún se podía aclararlos!
Están mejor; una luz
que el sol no sabe, unos rayos
los iluminan, sin noche,
para siempre revelados.
Las claridades de ahora
lucen más que las de mayo.
Si allí estaban, ahora aquí;
a más transparencia alzados.
¡Qué naturales parecen,
qué sencillo el gran milagro!
En esta luz del poema,
todo,
desde el más nocturno beso
al cenital esplendor,
todo está mucho más claro.

La memoria en las manos

Hoy son las manos la memoria.
El alma no se acuerda, está dolida
de tanto recordar. Pero en las manos
queda el recuerdo de lo que han tenido.
Recuerdo de una piedra
que hubo junto a un arroyo
y que cogimos distraídamente
sin darnos cuenta de nuestra ventura.
Pero su peso áspero,
sentir nos hace que por fin cogimos
el fruto más hermoso de los tiempos.
A tiempo sabe
el peso de una piedra entre las manos.
En una piedra está
la paciencia del mundo, madurada despacio.
Incalculable suma
de días y de noches, sol y agua
la que costó esta forma torpe y dura
que acariciar no sabe y acompaña
tan sólo con su peso, oscuramente.
Se estuvo siempre quieta,
sin buscar, encerrada,
en una voluntad densa y constante
de no volar como la mariposa,
de no ser bella, como el lirio,
para salvar de envidias su pureza.
¡Cuántos esbeltos lirios, cuántas gráciles
libélulas se han muerto, allí, a su lado
por correr tanto hacia la primavera!
Ella supo esperar sin pedir nada
más que la eternidad de su ser puro.
Por renunciar al pétalo, y al vuelo,
está viva y me enseña
que un amor debe estarse quizá quieto, muy quieto,
soltar las falsas alas de la prisa,
y derrotar así su propia muerte.
También recuerdan ellas, mis manos,
haber tenido una cabeza amada entre sus palmas.
Nada más misterioso en este mundo.
Los dedos reconocen los cabellos
lentamente, uno a uno, como hojas
de calendario: son recuerdos
de otros tantos, también innumerables
días felices
dóciles al amor que los revive.
Pero al palpar la forma inexorable
que detrás de la carne nos resiste
las palmas ya se quedan ciegas.
No son caricias, no, lo que repiten
pasando y repasando sobre el hueso:
son preguntas sin fin, son infinitas
angustias hechas tactos ardorosos.
Y nada les contesta: una sospecha
de que todo se escapa y se nos huye
cuando entre nuestras manos lo oprimimos
nos sube del calor de aquella frente.
La cabeza se entrega. ¿Es la entrega absoluta?
El peso en nuestras manos lo insinúa,
los dedos se lo creen,
y quieren convencerse: palpan, palpan.
Pero una voz oscura tras la frente,
—¿nuestra frente o la suya?—
nos dice que el misterio más lejano,
porque está allí tan cerca, no se toca
con la carne mortal con que buscamos
allí, en la punta de los dedos,
la presencia invisible.
Teniendo una cabeza así cogida
nada se sabe, nada,
sino que está el futuro decidiendo
o nuestra vida o nuestra muerte
tras esas pobres manos engañadas
por la hermosura de lo que sostienen.
Entre unas manos ciegas
que no pueden saber. Cuya fe única
está en ser buenas, en hacer caricias
sin casarse, por ver si así se ganan
cuando ya la cabeza amada vuelva
a vivir otra vez sobre sus hombros,
y parezca que nada les queda entre las palmas,
el triunfo de no estar nunca vacías.

¿Qué pájaros?

¿El pájaro? ¿Los pájaros?
¿Hay sólo un solo pájaro en el mundo
que vuela con mil alas, y que canta
con incontables trinos, siempre solo?
¿Son tierra y cielo espejos? ¿Es el aire
espejeo del aire, y el gran pájaro
único multiplica
su soledad en apariencias miles?
(¿Y por eso
le llamamos los pájaros?)
¿O quizá no hay un pájaro?
¿Y son ellos,
fatal plural inmenso, como el mar,
bandada innúmera, oleaje de alas,
donde la vista busca y quiere el alma
distinguir la verdad del solo pájaro,
de su esencia sin fin, del uno hermoso?

Respuesta a la luz

Sí, sí, dijo el niño, sí.
Y nadie le preguntaba.
¿Qué le ofrecías, la noche,
tú, silencio, qué le dabas
para que él dijera a voces,
tanto sí, que sí, que sí?
Nadie le ofrecía nada.
Un gran mundo sin preguntas,
vacías las negras manos
—ámbitos de madrugada—,
alrededor enmudece.
Los síes —¡qué golpetazos
de querer en el silencio!—,
las últimas negativas
a la noche le quebraban.
Sí, sí a todo, a todo sí,
a la nada sí, por nada.
Allá por los horizontes
sin que nadie —el sólo: nadie—
la escuchara, sigilosa
de albor, rosa y brisa tierna,
iba la pregunta muda,
naciendo ya, la mañana.

Razón de amor

Dame tu libertad.
No quiero tu fatiga,
no, ni tus hojas secas,
tu sueño, ojos cerrados.
Ven a mí desde ti,
no desde tu cansancio
de ti. Quiero sentirla.
Tu libertad me trae,
igual que un viento universal,
un olor de maderas
remotas de tus muebles,
una bandada de visiones
que tú veías
cuando en el colmo de tu libertad
cerrabas ya los ojos.
¡Qué hermosa tú libre y en pie!
Si tú me das tu libertad me das tus años
blancos, limpios y agudos como dientes,
me das el tiempo en que tú la gozabas.
Quiero sentirla como siente el agua
del puerto, pensativa,
en las quillas inmóviles
el alta mar. La turbulencia sacra.
Sentirla,
vuelo parado,
igual que en sosegado soto
siente la rama
donde el ave se posa
el ardor de volar, la lucha terca
contra las dimensiones en azul.
Descánsala hoy en mí: la gozaré
con un temblor de hoja en que se paran
gotas del cielo al suelo.
La quiero
para soltarla, solamente.
No tengo cárcel para ti en mi ser.
Tu libertad te guarda para mí.
La soltaré otra vez, y por el cielo,
por el mar, por el tiempo,
veré cómo se marcha hacia su sino.
Si su sino soy yo, te está esperando.

PÁGINA 6 – Narrativa

Sujeto.

Por Adolfo Vaccaro (Buenos Aires/Argentina)

Bajo un cielo gris, rebasado por el espesor de la vida, Sujeto camina todas las mañanas las mismas sendas programadas. Y aunque no quisiera, bien sabe que Rubén Parada jamás responde a sus deseos, prefiriendo encallecer sus pasos antes que aceptar una orden suya.
Sujeto, entra al bar de siempre. Solicita el cortado acostumbrado, mientras la ventana muestra el transcurso de cada instante del pasado. Aquel escaparate conoce que lo que es testimonio de curiosidad ingresa velozmente a ser tragado por el consumo irremediable de lo que termina de suceder. Sujeto, sorbiendo el primer trago del humeante pocillo, lleva su palma a la derecha de su cintura sabiendo que Pepe Vesícula le entrega el primer saludo jugando malabares con las piedras. La frase repetida en silencio no se hace esperar y otra promesa volverá a disipar la solución urgente. Total, Pepe, es uno de los pocos referentes honestos que le permite seguir aceptando su existencia.
Jorge Mirada, sosteniendo el pesgo de sus bolsas, lo incita a contemplar el irreal accionar de la indiferencia donde el álgido movimiento lo aparta de su insistente coalescencia. Solamente, cuando las márgenes del proscenio iluminan hacia dentro, el deambular de las ideas interrumpe la parodia actoral tangible. Lo mismo ocurre cuando, dejando los espejuelos enmarcados sobre la mesa de luz, penetra al plasma onírico, otorgándole a la rutina insoportable un remanso de piedad y fantasía. Y aunque la memoria lo traicione al siguiente día, no interesa. Él intuye que algo de bueno debe haber acontecido.
Recuperando la taza a medio beber, un punzante malestar le da la bienvenida a Jacinto Cuore, amigo permanente de batallas inconclusas, flameante expositor de trapos blancos entre fracaso y resuello. Fiel mentor de tropiezos recurrentes y hacedor del compendio ineluctable. Y otra promesa volverá a disipar la solución urgente.
Alberto Manos le sugiere abrir su agenda de todo lo que allí figura como negado. Algunas anotaciones y números telefónicos le comentan anécdotas de ausencia. Una visión de gotas sin sentido van diluyéndose sigilosamente en el marco inferior de la húmeda ventana. La reacción despabila a Manuel Conciencia, advirtiéndole que está lloviendo fuera del entorno, aunque Sujeto siga percibiendo el frío del aguacero en su piel. Él conoce muy bien a Manuel, es como una gran parte de su entender pragmático y, a veces, emocional. Recuerda que en varias oportunidades le dio prioridad, confianza, haciéndolo depositario del tiempo de la ética, de la paciencia, de la justicia, de la tolerancia, del sentido común y del amor, sí, también del amor, a pesar que Ramón Inconciencia, su hermano invertido, siempre habitó en las antípodas trasgrediendo principios, objetos y fundamentos. Será por eso que Sujeto transcurrió la vida en intermitencia.
Alberto Manos cerró la agenda. Sacó el billete de un bolsillo. Sumergió a Sujeto en su piloto. Despidió al mozo con saludo desganado. Abrió la puerta del bar y dejándose llevar por el pluvial torrente, ingresó a la alcantarilla de otra muerte repetida.

PÁGINA 7 - Artículo ensayístico

La igualdad del caos: la eternidad del tango

Variedades de la eternidad según la medida que adoptamos, como ya lo sospechaba el finado Protágoras, primer postulante del homo mensura según mis seguimientos. Nunca dejaré de recomendar en este mundo u otro la deliciosa lectura de Diógenes Laercio: “Vida de los filósofos más ilustres de la antigüedad” les juro por mí mismo que disfrutarán el humor que alfombra la lectura de los cruzados pensamientos de los hombres y mujeres más relevantes de la Grecia Clásica.

La indigencia literaria del chamamé.

Por Alejandro Bovino Maciel (Buenos Aires/Argentina)

Hemos estado planeando por encima de lo cotidiano. Reconozcamos que no vivimos entre ángeles, metafísicos, ontólogos y teólogos. Nuestro mundo se acomoda más a las trivialidades de una taza de café por las mañanas, el periódico donde se nos puede engañar descaradamente (y conste que pagamos por ello), el trabajo, los domingos por la tarde y las medialunas. Antes de proseguir me gustaría detenerme un momento en la eternidad verbal del tango en contraste con la penuria intelectual de las letras del chamamé que vendría a ser mi identidad geográfica. Nunca alcancé a entender del todo qué es ser correntino y las diferencias intrínsecas que debería exhibir respecto de un afgano, un maorí, un marsellés o un canadiense. Si dejásemos en suspenso fenomenológico el color de la piel, la estatura o el arte culinario poco queda de esa diferencia intrínseca: todos comemos, dormimos, trabajamos para vivir, soñamos y tal vez canturreemos alguna melodía cuando nos sentimos píos o desdichados. Se me opondrá el idioma y allí reconozco que deberíamos detenernos; más allá de los accidentes fonéticos, la construcción cultural del idioma delimita y determina el campo semántico que es el continente del universo simbólico; pero entonces, al ser el español mi idioma materno, paterno, el de mi cuñado, tías y parientes en nada debería diferenciarse un correntino de un valenciano, mejicano, dominicano, madrileño o filipino.
Considerando la dimensión del mundo que delimita el lenguaje, quiero recordar una observación que recientemente me vino en sueños. Alguien, entre la bruma de imágenes confusas de una pesadilla me maltrató porque “siendo correntino, escuchaba tangos”. Al despertar, la supuesta traición musical seguía dándome vueltas en la cabeza y como hago siempre en estos casos busco la salida racional para escapar de la prisión de la culpa. ¿Por qué siempre recelé del chamamé, el rasguido doble y el valseado que fueron las músicas que acunaron mi feliz niñez? Me detuve a pensar que salvo excepciones que no hacen sino confirmar la regla, (Teresa Parodi es una de ellas) ¿qué puedo encontrar en el chamamé que proclame y retenga mi débil atención aturdida por el tumor? Repasemos algunas letras de conocidos temas. Una de ellas dice “La vestido celeste todas la llaman y para ella va mi canción” obviamente despierta un nulo interés en mí estas cuestiones cromáticas del vecindario. “En Bañado Norte tengo el rancho que te ofrecí, allí juntos los dos, en mi Taragüi, volverá a renacer el cariño que te di”, ahora la ubicación del inmueble parece determinar la felicidad de los enamorados, cosa que me parece estupenda aunque en nada me implica, quieran los dioses que sigan felices en cualquier bañado pero honestamente poco me interesan los domicilios de las parejas. Otro tema clásico “en el Puente Pexoa, querida del alma no existe el dolor”. Ignoro qué virtudes analgésicas tendrá el famoso puente pero no conmueve mis sentimientos esta preposición afirmativa de la que por otra parte dudo. Tal vez no exista para el inspirado enamorado pero si alguien con una artritis reumatoidea cruza el Puente Pexoa no creo que deje de sufrir. Por otra parte, según José Carlos, ni jazmineros ni orquídeas en flor, el polvoriento camino rumbo al Puente Pexoa está plagado de malezas y maleantes. Ni el archifamoso Kilómetro 11 se salva de mi iconoclastia correntina. “Sólo hay tristeza y dolor al hallarme lejos de ti, culpable tan solo soy de todo lo que he sufrido por eso es que ahora he venido a implorar tu perdón” es una traducción algo precaria pero que no trastorna del todo el fondo de la misión masoquista que predica el autor. ¿Alguien puede encontrar atractivas estas puerilidades? Tal vez la música se salve a sí misma pero entonces habría que silenciar a los cantantes, lo que no es tan mala idea considerando que uno escuchó alguna vez esos lamentos caninos de las siestas en el programa “Pampa y cielo” que desde su origen traiciona la tradición ya que Corrientes no está en La Pampa. Los letristas del chamamé no parecen haber conocido la poesía y como si fuese en un juego de naipes marcadas, la sortean a cambio de versificaciones visiblemente impostadas como las que acechan detrás del Homenaje a las Malvinas: “la estepa cubre la superficie de este terruño”, nos insta a preguntarnos, ¿entenderá doña Celia, que está sentada bajo un lapacho tomando mate el significado de “estepa”, “terruño” “pendón” y otras bravuconadas de diccionario Peuser que asesta el autor de estos malogrados versos? Cuando se quiere parecer ingenioso, se recurre a terminología rimbombante porque lo desconocido sirve de ocultación. Para decirlo en otros términos, los malos autores se esconden detrás de palabras difíciles lo que difícilmente los salve de ser malos autores. Por alguna razón que ignoro pero convendría indagar, las letras del chamamé (salvo escasa excepciones) no pasan de ser simples descripciones geográficas, rurales o costumbristas. Veamos la letra de Pedro Di Ciervi “El sancosmeño”. “Señores yo soy / el sancosmeño / un hombre formal / a carta cabal / también servicial / y sin interés” ignoro por qué usar ese lenguaje financiero y crediticio para contarnos algo tan intrascendente pero debo reconocer que E. Duarte lo superó con “El mapa de mi Corrientes” especie de cartografía musical a escala: “Qué cosas lindas tiene mi provincia / Corrientes, Caseros, Goya, Curuzú, / Libres, Virasoro, Loreto, Mercedes, / Concepción, San Cosme, Cofre, Yapeyú…” en esta enumeración agota el mapa de Corrientes en una lección de geografía inesperada para una peña. En “El dominguero” Oscar Valles reitera el recurso pero esta vez describiendo minuciosamente la indumentaria del hombre de campo como en una propaganda de los viejos almacenes de ramos generales: “Me voy pal pueblo con mi pilcha dominguera / camisa blanca, bombacha negra, / de alpargatas (sic), faja roja corralera / haciendo juego con mi cinto e´yacaré. / Allí me espera mi guainita enamorada / pollera verde, blusa floreada” y para no seguir martirizando al lector con estas proezas geográficas, textiles y castrenses (demasiados chamamés glorifican nuestras malogradas militadas comparándolas con las campañas de la Independencia) me limito a citar algunos títulos de letras que desaconsejan el resto de la cantata:
1) Quiero casarme con vos. 2) Retorno chamamecero. 3) Quiero calmar mis antojos. 4) Si te digo que no te extraño, te miento. 5) Tenés otro dueño pero igual te quiero. 6) Te deseo mucho y eres mi amiga 7) Te quiero mucho pero no te perdono. ¿No nos recuerdan estas frases los mensajes que nuestros adolescentes envían a través del chat o el celular? ¿No soy igualmente anodinas, simplificadas, convencionales y vacías? ¿No suenan a impostura? Con razón don Isaco Abitbol recelaba de las letras y se dedicaba a fondo a la música, igual que don Tránsito, E. Montiel y los grandes fundadores del chamamé. Pocas veces cometieron la imprudencia de hacer lo que sospechaban que no sabrían resolver con la misma solvencia con la que componían sus músicas. Desgraciadamente delegaban el trabajo de escribir en amanuenses alquilados, y es sintomático que poesía y música pocas veces se hayan dado la mano en Corrientes. No he escuchado temas de David Martínez, Gordiola Niella, Francisco Madariaga, Marta Quiles, Jorge Sánchez Aguilar y tantos otros poetas con oficio que tuvieren músicas de los grandes maestros del chamamé. Miro el Brasil y el panorama es totalmente diferente; de hecho, en los bares de Río se juntaban músicos y poetas y de allí nació la bossa nova. Que con palabras simples va más allá de los atuendos, los puentes milagrosos y la toponimia. Plugo a los dioses que ese milagro se produzca de una vez en Corrientes para bien de la música, de la poesía y del pensamiento de la gente que de la trivialización se invite a pensar con profundidad el sitio que ocupa en el universo.
PÁGINA 8 – Poesía argentina

Soy el concreto

Como lágrimas sanguíneas se retuercen las vivencias
sorbidas.
Soy el concreto
donde no hay luz.
Imperio inexistente de las casas pintadas en un mismo color.
Yo , Cemento, tengo historia.
Me atrapan en dolor, intensidad,
mi presencia fuerte y la relación sagrada que mantengo con la gente,
que me pisa, que me habita.
Toda su mente se concentra en un pequeño punto oscuro.
Interior restaurado, impregnado en memorias,
desgrana recuerdos.
Soy hormigón que perfumo curiosidades,
anécdotas trágicas, correrías perras,
mortales enojos.
Transpiro el material por la carga que llevo.
Observo en la urbe lúgubres columnas, poca luz,
y el aro ardiente por donde pasa el león de la pasión.
Me encuentro allí.
Arrastro insultos. Lanzallamas mediocres
me han hincado sus clavos.

Susana Rodrigues Tuegols (Avellaneda-Buenos Aires/Argentina)

Poema a Baltasar

Nadie supo tu nombre.
Tampoco yo que por amor te nombré Baltasar.
No sé cuándo te fuiste de mi balcón,
de este planeta confuso,
ni en qué espacio de lo infinitamente abierto
mora tu alma de felino silencioso y bello.
Me falta hoy tu pecho de carbón
el fulgor de las brasas amarillas de tus ojos
y el ondulante andar de tu cuerpo
sobre la reja.
Me falta tu mirar desde lo alto del muro
tan cotidiano como el café y el pan de las mañanas.
Tu compañía irónica y distante
tu presencia a un lado y otro de mi casa
consuelo secreto de mis días.
Estabas allí,
durmiendo sobre la frescura del trébol
o velando en el techo con tu pelaje negro
y leonado bajo el sol.
Adiós hermoso amigo.
No pudimos despedirnos.
Acaso abierto al viento de la eternidad
puedas escuchar la voz de esta amiga extraña,
esquiva,
sola.

Graciela Maturo (Buenos Aires/Argentina)

Humo petrificado

Es bueno conocer el alma del poeta
y luego encontrarse con el diablo
con la garganta del diablo
con el paso del indio y su cabeza
con la pesquisa hablante del sueño.

Muertas cortezas / crucificadas /
confiesan
la milenaria historia de las rocas.

Temblores
millones de años extraviados.

Roberto Goijman (Chubut/Argentina)

Erosiones

Cuando la vida de los otros duerme blanda y muscular
sobre cáscaras de azúcar que imitan cráneos
se me clava en la sien la duda que erosiona tímpanos,
el vinagre que escupen las astillas de mis inquisiciones.
Y por un instante suspendido entre dos eras
se me aleja del cuerpo todo lo amado.
Nada distingue al poema de la fórmula numérica.
En la hora funesta, las balas no se conmueven
ante el ritmo del soneto
ni se detiene el misil, arrobado por los versos.
La locura y el amor son siameses separados.
¿Quién sostiene el cáliz milenario
que saciará esta angustia interminable?
¿Quién evita que muerda mi propio corazón hasta matarlo?

Romina Carla Cinquemani (Buenos Aires/Argentina)

Diario de abril

Atardece, el viento penetra por debajo de las puertas
y, en las terrazas, las ropas danzan la triste música del otoño.
Veo a dos adolescentes acariciarse en un banco de estación,
ella tiene los ojos azules y él la aprieta contra su pecho.
Después, ¿buscarán una habitación
y se desnudarán el uno al otro y en silencio, la luz de una lámpara?

¿Qué es el viento? ¿Quién es que me llama por mi nombre de viajero?
¿Qué soy, quién soy que me miro en el espejo y no me reconozco?
Y la respuesta que tarda en llegar,
y mi hijo que duerme su sueño de invertebrado en el vientre de la desconocida,
ahora que estoy solo, en otoño, y ningún pájaro me sobrevuela.

Carlos Barbarito (Pergamino-Buenos Aires/Argentina)

En la pequeña lucha
del trébol parpadeante
reconozco tu senda y te imagino
aquí estuviste
en la presencia ínfima
recurrente huellar de algún cabello
paquete a medio abrir en la alacena
miraste mar y luna en plenilunio
amaneciste arena
te sentaste en la playa
no conmigo
la vertiente habrá bebido tu risa en las restingas
en ardor de verano habías escrito
“ el sueño más recurrente está en Las Grutas
los dos
con el Atlántico testigo”

Aquí aún puedo sentirte
en este azul abril desoled@des
en el mar que ha llegado y se retira
en los dones que borra sin respiro
el lucero que mengua acantilados.

Soy vos en soledad este domingo
incertidumbre y más
perplejidades
zumban nombres-recuerdo por las rutas
y la tiza con sangre
atiza
telas de grana
al viento patagónico.

Lily Muñoz (Neuquén/Argentina)

PÁGINA 9 – Narrativa

La canción que no dice nada

Por Alfredo Di Bernardo (Santa Fe/Argentina)

"La próxima canción no dice nada", anuncia Alejandra desde el escenario, con voz tímida. Los del público sonreímos a medias; no queda claro si se trata de una broma o no.
Quizás advirtiendo lo equívoco de su comentario, Alejandra se apresura a ampliarlo:
"Quiero decir, ninguna de las palabras significa nada; son todas inventadas".
Pienso -¿cómo no hacerlo?- en el célebre capítulo 68 de Rayuela (el de "Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso"). La idea me entusiasma. Parece que asistiremos a un juego literario, un malabarismo lingüístico como el que, con tanta maestría, plasmó Cortázar. No me extraña: los poemas de Alejandra suelen desplazarse por los territorios del delirio con grácil soltura.
Los dedos comienzan a deslizarse sobre la guitarra y, tal como suele suceder cada vez que canta, la voz de Alejandra se transforma. En sólo un abrir y cerrar de corcheas, se despoja de su timidez y vuelve a revelar esa fuerza sugerente que la distingue. Una fuerza que no parece provenir de la garganta, sino desde un sitio interior más recóndito.
La canción responde plenamente a lo anunciado; parece compuesta en un dialecto indígena, o en un ignoto idioma eslavo. Pero su ejecución no deja espacio alguno para la vanidad de los prestidigitadores. La letra, es cierto, no se entiende. Pero se siente. Y es justamente la expresión de la voz lo que excluye por completo toda posible condición lúdica. Definitivamente, esto no es un juego. Al menos, no un juego insustancial.
"Ninguna de estas palabras significa nada", ha dicho Alejandra. ¿No significan nada? ¿Por qué, entonces, la canción resulta tan inquietante, por qué es capaz de remover algo en el fondo de nosotros y conmovernos? ¿Por qué si sólo escuchamos sílabas ininteligibles es posible reconocer el llamado visceral que las mismas traen a cuestas?
¿Por qué una serie de vocablos indescifrables permite que ese sentir profundo abandone el subsuelo donde mora y se arroje hacia nosotros en busca de una mano tendida en la cual posarse?
El acorde final se desvanece en la madrugada y su disolución nos deja un poco
vacíos. Aplaudimos.
"Esta canción no dice nada", anunció Alejandra.
Es curioso. Yo siento que lo dice todo.

PÁGINA 10 – Reseña de libros

Mudas las garzas - Selfa Chef
- Edic. Eón, Méx., 2007, 163 pp.

Mudas las garzas. La mirada sensible y delicada del “otro”
El título del libro me remite a los trazos rápidos de una pintura china o japonesa que generan los espacios donde confluyen los silencios. Estática, la garza reproduce la grácil libertad contemplativa; en vuelo, simula un albo espejo que se desliza lentamente. Emblema de primavera, es un temblor que cruza los márgenes del alba. En su levedad se advierte un frágil impulso, sí, pero su majestuosidad llega a revelar recogimiento. Como la grulla, es símbolo de longevidad, de inmortalidad incluso. También puede ser agorera, infausta, aunque su presagio casi siempre va en función de lo que se pretende establecer. Su blancura personifica la pureza. Y su imagen nos remite a la gravedad silenciosa del oriental, al mutismo admirable del sabio. Mudas las garzas , de Selfa Chew, abarca todas esas vertientes, con un lenguaje equilibrado, donde la enunciación lírica se combina con atributos y conceptos botánicos: “la flor estalla en los colores que tu amor le haya pintado”, dice al inicio del libro (pp. 15-16). Con profundidad sensible, la autora visualiza voces y reflejos, sonidos temblorosos que determinan la existencia, la hostilidad del mundo.
Memoria detenida, sí. Instantes que se alargan y detienen, petrificando la melancolía, como un cristal que se derrama en densas gotas. Entrevistas, documentos legales, reportes policíacos, reminiscencias, historias y testimonios orales, así como cuentos y poemas, se conjuntan y conjugan en estas páginas para integrar “leves trazos de memorias”, desbordando las dimensiones del corazón humano. Mudas las garzas sería, desde esta circunstancia, un volumen delicioso, aunque desafortunadamente su basamento es real, pues rescata las vivencias de la comunidad japonesa mexicana, después del ataque del imperio nipón a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. En los Estados Unidos de Norteamérica se abrieron campos de concentración. Y en México ocurrió algo similar, en virtud de que esta nación se vinculaba a los aliados: incluso participó en la Segunda Guerra Mundial con el legendario escuadrón 201. La hacienda en Temixco, Morelos, donde en la actualidad es un balneario, fue el territorio donde los súbditos del emperador fueron concentrados, al igual que en un rancho de Villa Aldama, Chihuahua. En la ciudad de México y en Guadalajara también hubo esos sitios de detención. (Por supuesto que las vejaciones y acoso no la han padecido sólo los japoneses: en tiempos de la revolución de 1910, muchos chinos fueron masacrados en el norte de México. Torreón es un caso terrible de xenofobia y genocidio: más de cuatrocientas familias chinas fueron abatidas por las facciones rebeldes).
¿Racismo?, ¿miedo al otro, al diferente? Por supuesto. Todos los que pertenecemos a la comunidad china de México hemos padecido de uno u otro modo discriminación, hostilidad, el arbitrario despotismo que atenaza a más de uno de los nacionales. Si esto ocurre en tiempos “normales”, imaginen a las familias japonesas en esa devastadora guerra que, en cierta forma, concluyó con los bombazos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Revisar la historia es capital, para no repetir los errores, los estigmas, la ignominia. La condición del distinto, del otro –el judío durante la Edad Media, la bruja durante el Renacimiento- es difícil e incómoda. El fantasma del mal, encarna en el diferente, en el opuesto, y se proyecta en el orden social, en el ámbito cotidiano.
Las fronteras son imprecisas: a veces la exaltación mística se confunde con el arrebato demoníaco. O el fervor patrio con el desasosiego y la seguridad; xenofobia y terrorismo, violencia y animosidad, corresponden a la vertiente que explota la sombría naturaleza humana. Por eso se persigue y encarcela y asesina al inmigrante mexicano, al negro –o al comunista- en su momento o al amarillo –y al judío, agregaría- en todos los tiempos. Los defectos físicos, las preferencias sexuales, por ejemplo, son otros rasgos distintivos; aunque los estereotipos se tornan actuales, vejatorios. Por eso vale la pena recuperar los anales, la memoria histórica. Por eso el libro de Selfa Chew se vuelve relevante. El individuo, precisa Bachelard en El agua y los sueños (p. 17), no es la suma de sus impresiones generales, sino “la suma de sus impresiones singulares”. Y aquí, justamente, en Mudas las garzas, advertimos esa singularidad que perturba y conmociona. Los documentos están vivos, actuantes. El Archivo General de la Nación, así como los Archivos Nacionales de los Estados Unidos de Norteamérica guardan testimonios aberrantes de esa jornada, de esos afanes persecutorios contra el adversario. Y más vale no cerrar los ojos ante la realidad, ante los sucesos que conforman la vulnerabilidad del individuo.
Siempre existen los “estereotipos del mal”, con diferentes rostros, pero que son duplicados de ellos mismos: el ser humano “que tiene miedo de él mismo, de su conciencia, de su libertad, de sus instintos”, como indica Esther Cohen cuando analiza la persecución y quema de brujas en el Renacimiento . Y vuelvo a citar a la investigadora: “El miedo es ciertamente un móvil perturbador, pero son las formas que va adquiriendo a lo largo de la historia las que diseñan en cada época las siluetas específicas sobre las que se dejará caer la represión y la tortura. La historia habla, a través de innumerables chivos expiatorios, del miedo, pero éste se transforma, nunca muestra el mismo rostro” .
Y el rostro que muestra Selfa Chew en este libro es amarillento, con ojos rasgados; pero de maneras refinadas, suaves y actitudes enigmáticas. El legado de una cultura antiquísima, se advierte de inmediato en el comportamiento de estos seres, quienes arrastran un estigma terrible: atacaron una base norteamericana sin previo aviso, llevaron la intranquilidad, el desasosiego, a los blancos norteamericanos. El rostro japonés –ante los norteamericanos- muestra su perfil sombrío, ignominioso, pese a la delicadeza de la mujer, de la joven Sadako que busca el corazón del amor y se entrega a las pinceladas rítmicas de su amante poeta. Amor y muerte, luminosidad espiritual frente a la violencia y hostilidad social. En esos extremos oscila el libro de Selfa Chew, originaria de México, D. F., aunque avecindada en los Estados Unidos.

Óscar Wong (Tonalá-Chiapas/México)

PÁGINA 11 – Artículo ensayístico

De la lectura del silencio

“La vida me aclaró los libros”
Marguerite Yourcenar (*)

Por Estanislao Giménez Corte (Santa Fe/Argentina).

I
Lector, respondió cuando, de niño, le preguntaron qué quería ser. Ha pasado una vida. Hoy, ahora mismo, el hombre ingresa en la inmensa construcción de mármol que alguna vez refrendó nuestra estirpe de imaginaria potencia austral, supera sin mirar pequeñas muchedumbres de alumnos y camina con paso decidido hacia el antro. Se lo saluda u observa con veneración: su fama de extraordinario disertante precede sus pasos, como un eco o una estela. Sólo justicia hay en ese reconocimiento que proviene, por convicción de los mayores, por difusos datos de los jóvenes, desde la más honda tradición del agradecimiento a los maestros.
Él, empero, está nervioso. Ha notado que progresivamente, en sus apariciones públicas, otrora ocasiones de lucimiento, se suceden -se agravan- pequeños incidentes eternos, grandes momentos mínimos de vacilación. No se deben ya a la búsqueda de un adjetivo perfecto; sí a una suerte de extravío o ausencia de insólita raigambre. Los ha disimulado, con destreza y vergüenza intransferible. Lejos de ser un signo de impostada reflexión, esta atemorizante novedad, ese silencio seco, reiterado, transforma su discurso en un torpe y desarticulado trajín. Justo a él, a quien le gusta pensar que sus clases son como un río, que fluye naturalmente y -rítmico, cadencioso, voluminoso- inunda y atraviesa los recintos.

II
Para peor, ha sorteado esos problemas mecánicamente. Por primera vez, ha hablado sin pasión. Y lo ha hecho porque él, que ama las palabras, en esos instantes de turbación, se halla absorto frente a un mar de signos yuxtapuestos e ilegibles, como un borrador sobre el que se escribe una y otra vez. Y lo ha hecho porque él, temeroso, ha dado más importancia a su fama que a lo que le sale de las entrañas. En su mirada no hay temor, hay la preocupación de quien intenta descifrar un código imposible. Hay en él, además, una íntima y turbia convicción: no es amnesia, es -trata de definirlo- un problema opuesto, de sobreabundancia, de elección. Mejor dicho: de la explosión simultánea de posibilidades ante un estímulo o una requisitoria, y la imposibilidad de una resolución acertada en pocos segundos. Calla, no por ausencia; por exceso. Nunca ha mirado a sus alumnos: ahora lo hace. Busca descifrar la demanda en esos ojos que lo admiran o lo ignoran, a la vez que trata de elegir en el menú rebalsado de su mente.

III
Recuerda cuando empezó. Se discutía y él, antes de hablar, vio un horizonte que se expandía y multiplicaba. Presagió esta figura: los objetos y las cosas se descomponen y, como están formados de palabras, éstas caen, se liberan y se ofrecen. Aquel ejercicio de elección que no pudo llevar a cabo fue el mismo que durante su vida, quizás, se resolvía apelando a mecanismos inconscientes, o era veloz como un acto reflejo. Intentó manifestarse linealmente en un sintagma: a cada proposición las posibilidades se multiplicaban al infinito; intentó escribir, las ideas de una oración se involucraban con las otras; intentó explicarlo: fragmentos inconexos de un discurso sobre otro se sobreponían sin lógica.
No fue mejor en otras circunstancias. Le hacían una pregunta: inmediatamente aparecían 5, 8, 12 respuestas. Todas importantes, todas seductoras. Cuál elegir. Por qué. Esa interrogación, como nunca antes, lo detenía, lo asfixiaba, lo paralizaba, antes de la primera sílaba. Es memoria simultánea, es un problema ético (nadie busca la respuesta perfecta), es stress, es genialidad, le dijeron.
Ahora mismo, el profesor mira hacia algún sitio y no sabe que hace 25 minutos que se encuentra inmóvil, mudo, frente a cien jóvenes que lo miran absortos. Sólo él ve un océano interno de palabras que van y vienen. Son tan hermosas, piensa, que es imposible elegir una para empezar. ¿Para qué querés ser un lector? , le preguntaron, cuando niño. Ahora tiene respuesta: para escuchar ese inexpresable rumor propio.

PÁGINA 12 – Poesía americana

Que no se diga Pedro Ángel
por aquí te queremos
deja tranquila esa brizna de la adolescencia
su cojera sus mojados sobresaltos
ponte la suela
ábrete la menuda ventana del amor
entra al mundo que pasa fraterno ante tus ojos
véndele a la angustia
y endereza de una vez tu corazón
te llaman desde algún sitio feliz
responde tú
no tristes tanto ven y canta un poco

©Alex Pausides (Manzanillo/Cuba)

Derrumbe

Se acumulan los días, los años
la erosión de la vida
nos echa encima su balandra y vamos
hacia el despeñadero.
Pasa la sombra... pasa y mira
y vuelve a acomodarse.
Una luz de farol bordea la penumbra.
Es la ciudad: me digo.
La sombra se adelanta
no quiere compartir mis pensamientos
pero lee la esquina, los escombros
los pasos solitarios y el eco de esos pasos
mucho antes que sorprendan a mi cuerpo.
El funerario pájaro del tiempo
aletea en el aire.
Las ruinas del amor se precipitan.
Quiero cerrar los ojos.
Quiero
que sólo el viento pase
y nos lea el poema de la errancia,
que nos diga al oído
sobre la honda pena que hoy irrumpe
en el alma del saxo.
que el viento,
sólo el viento...

Amparo Osorio (Bogotá/Colombia)

Negación de la tierra

(Allende su patria, Laura cae en el vacío)

Cuando la cordillera se ha cubierto
de alambradas y las espinas ocultan
al océano
y mallas de papeles y metales cierran
el aire del territorio amurallado
cuando
todas las puertas son candados
y las verdades son mentiras
y las mentiras se hacen leyes
y todas las leyes nos castigan
cuando las palabras son aire
envenenado y los signos escritos
falsas esperanzas y el aire extranjero
no llena los pulmones
y el ahogo natal obstruye la garganta
y el regreso es voz al desayuno
llanto al almuerzo
alarido impotente en la comida
pesadilla asfixiante entre los sueños
obsesión de estampilla
y sobre aéreo

Bruno Serrano Ilabaca (Chillán/Chile)

El Cuarto Rojo

I

Ella que por alguna vereda
había venido
con la sonrisa que le asiste,
aún guarda en sus ojos la noche.
Ella que se estremeció de besos
y se llenó de hombre,
ese que ama ella,
el que llegó como llega el recuerdo,
de repente y la inundó como
la mansa
y ciega caída de las hojas.

Carmen Parra (Santo Domingo/República Dominicana)

6

La vida hace que los silencios se acostumbren a su propio destino,
porque los silencios también tienen derecho a la benevolencia del refugio,
a los patéticos silencios que no respiran
hay que darles auxilio boca a boca,
a los silencios encumbrados en las torres gemelas de la razón
hay que enviarles el correo platónico de las palomas mensajeras,
a los silencios que rasguñan el ventanal sin atreverse a pedir permiso para pernoctar
hay que ofrecerles la hamaca en el corredor de las begonias vírgenes,
a los silencios que se arropan del frío de ser con la frazada metafísica
hay que hacerles reconocer los poderes conciliatorios del jardín,
en fin: la vida provee soluciones honorables para cada silencio,
el único silencio que ya está salvado es el silencio del amor.

David Escobar Galindo (Santa Ana-El Salvador)

Autojuicio

A juicio propio
quiero entregarte las murallas ondulantes de mis ventanas
donde los sicarios se asoman para ahuyentar
la ceguera que ya no cuenta
con fiestas de vandalismos entre envejecidas carcajadas.
No quiero más murallas, me aburrí de saltar.

A juicio propio
te regalo el eco de mi calle
que quiere vivir en los horizontes abismales
de las tiesas venas
que esperan despertar con música de trompetas.
El eco me tiene cansada, no sirvo para la repetición.

Mi esperanza ha cambiado de domicilio,
ahora vive en el laberinto de un pecho abierto
y mi valentía a cada segundo practica la danza de tiritar.
A ellas también te las doy.

Me quedo conforme con el aire que sopla mi nuca
con el columpio de los besos
con los calcetines de la dicha
con la satisfacción de haber encontrado respuestas
pues, no es lo mismo sólo querer que querer solo.

Esthela Calderón (León/Nicaragua)

PÁGINA 13 - Narrativa

Sólo tengo jengibre

Por Saúl Álvarez Lara (Antioquia/Colombia)

El despertador sonó sin programarlo, por iniciativa propia, a las cuatro de la mañana. Lo apagó. Sonó de nuevo a las seis y lo volvió a apagar. Hasta las nueve y media de la mañana sonó cuatro veces más. Era una especie de encarnizamiento entre la mecánica de las horas y la mano que cada vez golpeaba con más fuerza el aparato. Nunca se levantó antes de las diez a menos que fuera a salir de viaje. Cuando le hablaban de ir a alguna parte lo primero que venía a su mente era despertarse aun de noche, la chaqueta con el cuello hasta la orejas para protegerse del sereno y el café humeante entre las manos, cerca de la cara, para que el vapor y el aroma calentaran por dentro, hasta los pies, que es por donde se entra el frío, sobre todo, al amanecer.
Se levantó a las diez y media cuando ya no fue capaz de luchar más contra la mecánica del tiempo. Apenas puso el pie derecho en el piso sintió, por la sensación que subió hasta su cerebro, que la jornada no iba a ser la mejor. Estaba perdido, pero no se extrañó porque cada mañana era igual. Nunca sabía en que día estaba y para identificarlo debía comenzar por recordar el anterior. Mientras iba hasta la cocina integrada al salón por un mesón móvil recordó un compromiso, pero como todavía no estaba despierto, le era difícil concretarlo. A tientas buscó la llave del agua. No había agua. A tientas buscó el teléfono y llamó al portero. Toda la semana, le respondió, anunciamos que hoy no había servicio. El compromiso volvió a su memoria aun sin definición. Algo más despierto buscó el espejo del baño y lo que vio no le dejó dudas. Estaba dormido. Su cara borrosa le recordó el compromiso. Un almuerzo ¿dónde, con quién?
Cada vez que se encontraba en esta situación, es decir, a diario, escuchaba la voz de su profesora, la que no tenía cara, solo piernas muy largas o faldas muy cortas. El que no tiene memoria compra lápiz, le decía. Era su karma. ¿Sabes lo que es un karma? Hazte esa pregunta a diario a ver si no se te olvida. Se sentó en el salón que también era dormitorio y cocina separada por el mesón sobre ruedas, con la voz de su profesora en los oídos. Para ahuyentarla activó el equipo de sonido y escuchó un piano desconocido que tuvo la virtud de sobreponerse a la voz sin cara y con piernas que le taladraba el cerebro. ¿O será una comida? dudó con los ojos fijos en el techo.
Entonces hizo lo de siempre cuando se encontraba en situación de perdida total de la memoria por falta o exceso de sueño. Calculó. De lunes a viernes nunca tenía tiempo de hacer compromisos. Si tenía uno debía ser sábado o domingo. Si fuera sábado ya habría recibido el llamado de su madre recordándole sacar los perros de los tíos que no podían hacerlo en fin de semana. Su madre no había llamado. Por lo menos el teléfono no había sonado, no lo recordaba. Entonces era domingo. ¿Qué hacía los domingos? No lo recordaba tampoco, por lo menos a esa hora. Debía esperar una o dos horas más para saber exactamente cuáles eran sus actividades de ese día.
En general los domingos amanecía con Margarita en su cama, no desayunaban, se quedaban entre cobijas hasta cuando el hambre los levantaba y se comían lo que encontraran, casi siempre pastas con lo que hubiera. Una vez mezclaron jengibre, del que sobraba de la tisana para la voz que consumía en semana, en la salsa y les gustó. Lo único invariable eran los tomates, el resto podía cambiar. A veces más de esto que de aquello o viceversa. Pero Margarita no estaba y no sabía porqué. Fue a la cocina para constatar que por lo menos tenía pastas y se encontró con que no había nada, ni pastas, ni albahaca, ni aceite de oliva, nada. Y tampoco Margarita. Sólo había jengibre. Por primera vez sintió el calor sofocante. Miró por la ventana del salón que también era habitación y cocina y vio un resplandor. Pensó en el fin del mundo. En el resplandor de Hiroshima el día de la bomba. A pesar del calor sintió un corrientazo frío atravesarlo de par en par. Con el jengibre en las manos descolgó el teléfono que no paraba de sonar. Hola, ¿te desperté?¿olvidaste lo que íbamos a hacer hoy? dijo la voz al otro lado. Él sólo atinó a preguntar ¿Margarita? Te olvidaste hasta de mi nombre, respondió la voz con desgano y colgó. Miró el resplandor con la raíz en la mano y se preguntó ¿Y ahora qué hago con este jengibre?

PÁGINA 14 – Narrativa

Las cuatro estrellas

Por Estela Parodi (Funes-Santa Fe/Argentina)

Adela llegó a la ciudad al atardecer de un caluroso día de fines de agosto. Había viajado 700 kilómetros en colectivo y estaba agotada. Sus sesenta años le dolían todos juntos en las articulaciones y sentía la ropa pegajosa, sobretodo por el primer trayecto en el camino de tierra. No veía la hora de tomar un baño y descansar un poco. Pero a pesar de todo, cuando pisó la primera vereda de Buenos Aires, se sintió feliz de saber que al fin cumpliría un viejo deseo. Ni las nubes tormentosas que se agolpaban en el fondo del horizonte, ni el gentío que ajeno a su propósito caminaba apurado por Retiro, ni siquiera la molestia de los huesos o de la ropa chapuceada, podrían haberla hecho desistir de su propósito. Había esperado casi veinte años ese viaje y sólo la enfermedad de su Alfonso lo había hecho postergar. Pero ya Alfonso no estaba más. Ahora quedaban ella y el Guaco, que podía extrañarla un poco pero la Romilda seguro le daría cobijo y algo de comida. Unos pocos días de ausencia no iban a matarlo. Él no estaba como había estado Alfonso; él estaba fuerte y más robusto cada día.
Cruzó la calle y tomó un taxi directo al Hotel. El Julio había estado meses buscando en Internet el lugar que ella le había pedido, hasta que al fin estuvo satisfecha: “Hospedaje Las Cuatro Estrellas”. Sin lujos, pero bien ubicado, justo frente a ese departamento. ¿Qué estaría haciendo él a esas horas? Sonrió mientras le pagaba al taxista. Seguramente no pensaba en ella, un ser anónimo, cualquiera de las tantas personas que caminan por ahí, ignorante a su vida y sin embargo tan emparentado. Ya sabría de ella en su momento. Todos sabrían. Muchas cosas se decían en los diarios, aunque nadie había tomado su determinación.
Apenas instalada en la pieza, pidió al conserje que le enviara un té de manzanilla. A su Alfonso también le gustaba el té de manzanilla, que en paz descanse. A Ricardito, no, que va, le gustaba el café fuerte. Seguro allá ni lo habría probado. ¿Qué le iban a dar café caliente allá? Gracias que le habrían tirado un poco de mate cocido en el jarro y algún trozo de pan duro. Ya le había contado en las cartas. Esos hijos de mala madre, qué café caliente ni ocho cuartos, toma esto si querés y si no, aguantate.
Le pareció ver los ojos de Ricardito cuando se acercó a la ventana y paladeó por primera vez la visión del departamento. Grandes las ventanas, grandes seguro los ambientes, maldito perro, tendría que haberse muerto allá él también.
Comenzó a desempacar la ropa y acomodó todo en el placard. También el bolso alargado, el bolso especial, el bolso que había esperado tanto tiempo para llegar hasta allí. Después se dio un baño y se recostó en silencio. Miró el techo unos segundos y apenas le trajeron el té, se acomodó en la ventana para tomarlo. Sintió las gotas calientes bajarle despacio por la garganta. También, el rencor.
Después se acostó otra vez e intentó dormirse un rato hasta que fuera la hora de cenar, pero no pudo. Había siempre una imagen delante de ella que no la dejaba en paz. ¿Cómo olvidar los ojos llorosos de Ricardito?
Al otro día se levantó temprano y fue al bar de la Esquina. Buscó una ventana que le diera la posibilidad de no perder detalles de la entrada al edificio. Quería ver todos los movimientos. Quería saber de él. Quería estar segura de que lograría su propósito. Si era necesario se quedaría una semana, un mes o toda la vida, pero sin hacerlo, no se iba. Muchas veces pensó que ese hombre merecía otra cosa, más bochornosa, menos rápida, pero no estaba a su alcance. Tenía que conformarse con sus limitaciones, al menos algo era algo. Y en esos pensamientos estaba cuando lo vio. Salía apoyándose en un bastón pero a pesar de eso, su andar era bastante bueno. Lo vio ir hasta la esquina y luego perderse entre la gente. Sintió como una puñalada en el pecho. Siempre lo había visto en fotos, o en la televisión, pero ahora aparecía así, casi frente a ella, con la única distancia del odio y apenas unas veredas separándolos. Era poco. Pronto, muy pronto, esas distancias se acortarían.
Adela se mantuvo seis días sentada en ese bar mirando cada aparición del hombre del bastón por la puerta del edificio. Durante ese tiempo, atravesó miles de sensaciones diferentes. El dolor en la boca del estómago, los puños apretados por antiguas impotencias, la angustia aprisionándole el pecho, el desprecio por ese ser gris mostrando una imagen decente, casi cándida para el que no sabía, para aquel que podría engañar, para el que acaso desconocía ese otro perfil fuerte y lleno de soberbia del antes. Y otra vez los ojos de Ricardito y el frío sentido entre la carne a pesar de que agosto seguía pesado, ardiente, amenazado por tormentosas nubes. Sintió una vez más que debía llegar hasta el fin porque si no, jamás lograría que en su interior la paz se le quedara quieta. Y entonces supo que ya había mirado bastante, que era hora.
Al otro día no bajó. Pidió el desayuno en la habitación y cuando el mozo se hubo ido, sacó el bolso alargado del placard. De allí extrajo el rifle y armó la mirilla. Se colocó delante de la ventana y esperó. Calculó distancias y sin quererlo, se le cruzaron por los ojos algunas otras muertes, muchas, demasiadas. Prensó el gatillo con su dedo y cuando el hombre del bastón salió a dar su acostumbrado paseo matutino, apuntó y sin siquiera pestañear, disparó tres tiros. Desde la ventana lo vio derrumbarse en un manto de sangre. Algunas personas escaparon al escuchar los estampidos. Otras se acercaron. Pero ella ya no miró para afuera. Guardó todo en el bolso, juntó las ropas y bajó para pagar su hospedaje. El conserje, desencajado, le contó que desde alguna ventana habían baleado a un hombre afuera, a un famoso General, que había muerto. Pero nadie podía sospechar nada de esa mujer de ropas humildes, cabellos canosos y manos tan arrugadas seguro menos por el tiempo que por la espera.
Salió enseguida después de pagar sin siquiera hacer un solo comentario. Tomó un taxi en la esquina mientras la policía comenzaba a llegar en varios móviles. Dio una última mirada, cargó los bolsos y le pidió al taxista que la llevara a Retiro.
Adela llegó al pueblo de noche. Tarde para retirar al Guaco, que la olió seguro en el viento y no paró de ladrar hasta la madrugada. A la mañana siguiente preparó el mate y fue a juntar unas rosas al jardín. Ya el perro andaba husmeado la puerta cuando la abrió y apenas le movió la cola le dijo que lo había extrañado. Vamos, Guaco, vamos a poner unas flores al lado de las fotos. El Alfonso ya descansa en paz seguro y Ricardito... Ahora puedo estar tranquila. Mirá, Guaco, qué lindo que está con ese uniforme. Fue el día que se fue a las Malvinas. Sus ojos están más tranquilos ahora. Sí, ya sé que me extrañaste. Yo también. Ahora me voy a tomar unos mates, y bueno, la vida sigue. Tenemos que llegar al final. Nos llega a todos sin remedio.
Mientras acomodaba el bolso alargado en el ropero, pensó que todo lo que uno aprende en la vida, sirve alguna vez. Con cierta nostalgia recordó a su padre poniéndole la escopeta en la mano y ordenándole que tirara. Seis meses la tuvo así hasta que dio en el blanco. “Toda persona que vive en el campo, debe saber tirar, Adelita, cualquier día de estos lo podés necesitar”.
Una lágrima se le derramó del ojo. La secó y cerró el ropero con doble llave. Iría a comprar el diario. En un rato llovería. Sería una buena mañana para tomar mate y leer noticias.

PÁGINA 15 – Poesía allende el mar

araña del alba

emergió la cigüeña de su sueño de aire
leve en la espesura

la palabra herida
desangrándose en el pantano del frío

la criatura desvalida
sorbió el instante
mientras reptaba entre las páginas
de una miniatura iluminada

con sus fauces abiertas
un perro abandonado
hambriento
merodeó por la oscuridad del siglo

en la morada de la sabiduría
las viandas fueron servidas
en bandeja de plata
por el Hada de las Migajas

una mujer de ojos de agua
regresó a la casa paterna
ataviada con su túnica sonámbula

traía la muerte entre las uñas

muerte de la tierra
crotoraba en lo alto de la torre
sobre una pata roja

el vacío fue levedad
pluma de Maat en la espesura
pétalo del aire
hilo invisible de la araña del alba

Marina Aoiz Monreal (Navarra-España)

Plaza Preneste

para Armando Romero

Hanno cicatrici ovunque e lo sguardo che si dilata
incastrato tra le dita nude dei piedi e delle mani
lumache uscite fuori per via di questo panorama
di baracche e cartoni che circondano la marana.
Non gemano i muri crepati della vecchia fabbrica
i cadaveri nascosti qui sotto la rendono necessaria
in qualche modo si lavora ancora, si sopravvive
trovi persino i panni stesi su fili di ferro arrugginito
i fuochi con la zuppa di verdure o würstel o legumi.
molti dell’est con in faccia gli schiaffi del sole
pochi gli africani: stanno tre giorni poi scappano
perché i loro corpi
umiliati non ce la fanno a restare immobili
per via di quel sogno che ancora persiste…

Qui nell’inferno rimangono quelli che tutto
hanno perduto e nulla hanno trovato
se non le lamiere i rifiuti le porte d’aria
la marana di via Prenestina sepolta dai ruderi
dell’ex fabbrica e lì d’estate salgono su tralicci
in bilico sfidano la morte tuffandosi nell’acqua
attenti a non sbattere la testa nel basso fondale.
Sono attori poi nel tornare a galla e nel mostrare
i pochi denti cariati e sporgenti la bocca che saluta
stretta sbieca e la lingua loro mischiata a frammenti
– che Dante certo amerebbe – della lingua italiana.

Tienen cicatrices por todas partes y la mirada que se dilata
clavada entre los dedos desnudos de los pies y las manos
caracoles asomados a ver este panorama
de barracas y chozas de cartón en torno al riachuelo.
Que no se quejen las paredes con grietas de la vieja fábrica
porque los cadáveres escondidos aquí abajo la vuelven útil
de alguna manera se trabaja todavía, se sobrevive
hay incluso ropa tendida en las hileras de alambre ya oxidado
hornillos encendidos con sopa de verdura salchichas o frijoles.
casi todos son del este con las caras castigadas por los rayos del sol
pocos los africanos: están tres días, después desaparecen
porque sus cuerpos humillados no logran detenerse
yendo trás un sueño que todavía persiste…

Aquí en el infierno permanecen aquellos que todo
han perdido sin encontrar nada
sólo planchas de latón y basura y puertas de aire
el riachuelo de la calle Prenestina cubierta con las ruinas
de la antigua fábrica y allí, en verano, se trepan a los postes
en equilibrio desafiando la muerte y se zambullen en el agua
teniendo cuidado de no golpearse la cabeza contra el fondo bajo.
Verdaderos actores, luego, al regresar a la superficie y mostrar
los pocos dientes cariados y abultados y la boca que saluda
apretada y torcida y sus voces que se mezclan con fragmentos
- que Dante por cierto apreciaría – de la lengua italiana.

Alessio Brandolini (Roma/Italia)

Caravana

A mi hermana

Campos de hielo, bosques de nieve
helada ardiendo bajo la piel
No hay senderos que seguir
sólo llanuras que cruzamos solitarios
y distantes uno detrás del otro
Apenas si levantamos los pies
es la tierra la que nos transporta

Vivimos -
lo que significa:
Luchar contra la muerte
en todas sus formas
Todo lo que decimos será usado en nuestra contra
pero lo mismo pasa con lo que no decimos

Campos de hielo, bosques de nieve
un cielo que oscuro se adensa
como un muro de lamentos
Cielo de nieve, un cementerio judío
piedras blancas por kilómetros
en los pinares de las afueras de Kiev

Por cada copo que contemplo
sueño que lentamente estoy aquí:
alma en la sangre en la nieve en el mundo
Adentro
arder sin escrúpulos
y así, en lo blanco, desaparecer.

Pía Tafdrup (Copenhague/Dinamarca)

Más allá de la Biblia

Hay un misterio más grande
que la conciencia humana,
más grande que el carisma milenario
de Aristóteles o Jesucristo;
más grande que el orgullo de poseer
ante la muerte inevitable.

Hay un misterio más grande:
es el del hombre detrás de mí en el bus mascando chicle,
porque no hay nada más absurdo
que rumiar sin sentido,
sin tener ni siquiera conciencia de vaca,
ni lenguaje, ni usufructo, ni ideal,
ni siquiera estupidez:
hay genios que mascan chicle,
hay santos y filósofos que mascan chicle.

¡ No hay misterio más grande !
El hombre detrás de mí en el bus
lanza su sombra
sobre todos los misterios de la tierra.
Los vence los anula.
Triunfa sobre Cristo y Aristóteles
y sobre mí.
Me doy por vencido
y me bajo del bus.

Mario Markus (Dortmund/Alemania)

Cristales.

Circular en los principios detenidos
marchan las horas,
entre ramas de sueños
con vínculos maniatados a un futuro,
de flores imaginarias
y besos próximos al gobierno del sentir.

Dime donde...
cerca de los ojos de la tierra,
en la brisa que deslumbra mis mañanas?

Paseo de silencio,
bajo la lluvia, cristalizando ideas,
victoreando melodías sustanciales;

Vale el verso en los espasmos de la vida,
la palabra,
vale a esta hora la tierra
con un vals espacial de ojos colgando de la luna.

Equilibrio recostado en lo no visto,

desde una ventana en el tiempo.

Mónica Haprichkov [Matchornicova] (Viena/Austria)

PÁGINA 16 – Narrativa

La noche en la ventana abierta

Por Irma Verolín (Buenos Aires/Argentina)

El tiempo había pasado de esa manera rara en que pasan las cosas sobre el tiempo que pasa, como deslizándose, como arrastrándose a veces, como quién sabe, vaya una a entender de qué forma estrafalaria, porque el tiempo y la vida están tan unidos que es imposible descifrar por dónde anda uno y en qué superficie se apoya el otro. La cuestión es que gracias al tiempo, el mundo había dado vueltas y vueltas para terminar tropezando con sus propios acontecimientos, hasta que, por mucho tropezarse con lo mismo, un día, las tres hermanas quisieron encontrarse.
El hecho no fue premeditado, surgió de repente. Una de las hermanas escribió una carta con letra temblorosa y cuando mojó con la lengua la estampilla, el corazón se le sobresaltó. Y lo consideró una buena señal. Otra, llamó por teléfono. Merodeó y merodeó la manzana del centro telefónico hasta que por fin se animó a entrar en una de esas cabinas trasparentes por fuera y acolchadas por dentro; su voz sonó lejanísima en la oreja lejanamente sorda de su hermana. En cambio a ella el sonido le llegó intacto y hasta peligroso cuando oyó: “¿Hola? ¡Hola!”. Todavía seguía sorprendiéndose de que, desde un lugar impreciso, saliera una voz, una voz cualquiera o, como en este caso, la de su propia hermana. Para ella los aparatos de teléfono se comportaban igual que una varita mágica: dejaban suelta a la voz, sin boca ni persona que la sujetara.
La última de las tres hermanas hubiese deseado comunicarse telepáticamente para evitar gastos y complicaciones. Lo intentó con sinceridad y esfuerzo, sin el menor éxito, así que se dio por vencida y envió un telegrama, porque al fin y al cabo un telegrama iba a ser escrito por un desconocido con esa clásica letra tenue que suelen tener los empleados de correo, una letra que ella no vería, de modo que, como el telegrama tenía algo de impersonal y de antiguo a la vez, se asemejaba considerablemente a un pensamiento. Fue hasta la oficina postal meditando en todo eso y en su incapacidad para enviar señales telepáticas. Cuando vio la cara del empleado de correos que la atendió, anodina y con anteojos, envió el telegrama convencida de haber hecho lo correcto.
Desde dos puntos diferentes, relativamente distantes, las hermanas iban a ser atraídas hacia la casa de la mayor. Un movimiento de cuerpos que describía algunas líneas invisibles, evanescentes para ojos ordinarios, pero que quedarían impresas con firmeza en el tiempo o en la memoria del tiempo, hecha con un fuego que no quema, deshecha para rehacerse constantemente.
Eligieron la casa de la más vieja casi por azar. Claro que el azar no existe, pero en el caso que exista se regiría por la voluntad del tiempo que en esta ocasión sintió pena por las piernas flojas de las tres hermanas y por la flojedad de sus recuerdos, que mezclaban rostros y palabras en una confusión absurda.
La casa de la hermana mayor era un departamento bastante moderno con una verdosa y ya gastada alfombra y muebles que, a decir verdad, no eran antiguos ni modernos. Aunque si había que considerarlos de una forma ecuánime eran un poquitín más pasaditos de moda que modernos. Todo lo nuevo seguía siendo apenas nuevo, pero ya se había percudido, se había avejentado antes de alcanzar el esplendor, casi queriendo no dejar sola a su habitante en el trance de la ancianidad. A las paredes les faltaba pintura, a las puertas, limpieza. Todo era un poco opaco, un poco venido a menos, bastante triste sin llegar a serlo completamente. En fin: se trataba de la casa de una mujer sola. Eso sí, la ventana del living era enorme y mostraba la ciudad al desnudo, mostraba sus techos y las pinturas estridentes con que habían sellado grietas en terrazas y tejas. Mirar una ventana tan ancha que se abría hacia ninguna parte o asomarse a ella equivalía a trastabillar en el abismo. De cualquier modo la dueña de casa estaba orgullosa de su ventana, aquel espacio de la casa que se tragaba el movimiento y las luces. A veces ella, cuando no podía dormir durante la noche, a fuerza de terquedad y de bastón, se iba acercando a ese agujero brilloso y se quedaba allí, detenida ante un borde resbaladizo, se quedaba sin saber qué hacer, de pie y tambaleante frente al misterio, frente a eso que sin ser su casa formaba parte de ella.
Una de las hermanas llegó desde otra ciudad no muy distante en un micro con baño y cafetería y la otra se tomó un taxi desde el barrio cercano. El tiempo, tan indescifrable y confuso como de costumbre, las había desmejorado en ciertas partes de sus cuerpos a la vez que las había emparentado en una familiaridad de rasgos que las convertía inconfundiblemente en hermanas para quien, al mirarlas de sopetón, descubriera ese inesperado aire de familia. La que llegó desde la ciudad cercana hizo oscilar su bolsito liviano con el movimiento nervioso que la caracterizaba desde sus años juveniles, no lo hizo para parecer más joven; no, de ninguna manera ya que de las tres era, en efecto, la menos vieja, sino porque el cuerpo tendía a repetir sus consabidos movimientos. Las piernas flacas y las manos nudosas y llenas de pecas. Abrazó a la dueña de casa y apretó los ojos sujetando las lágrimas. La otra hermana, la que había venido en taxi, se paró en medio de la habitación, tensa, esperando que le llegara a ella el turno del abrazo. Alta, quieta, marmórea, como dispuesta a recibir una condecoración. Cuando la hermana se desató de los brazos de la dueña de casa y fue hasta ella, tropezó y casi la tiró al suelo. Después ninguna de las tres se miró a los ojos, en realidad evitaban mirarse casi con pudor. Avergonzadas y nerviosas decían cualquier cosa, todas al mismo tiempo mientras pretendían ordenar lo que necesitaba orden, un florero en la punta de la mesa, el dichoso bolsito que iba y venía sin sentido, o las tazas de café que bailoteaban en las manos crispadas. Y también se ocuparon de desordenar lo que estaba bien puesto, posiblemente para rebelarse contra alguna clase de designio.
El tiempo colaboró con las hermanas, ayudándolas a distenderse, no hacía frío ni hacía calor y se avecinaba el momento de los recuerdos. Recuerdos de épocas remotas, de días singulares, de eso que no quedaba aprisionado en un presente tan encerrado y compungido, tan incómodo para ser vivido, tan extraño. Y el momento de los recuerdos desató las primeras lágrimas. Pañuelos apretujados, pies que se movían alrededor de la pata de una silla, frases entrecortadas, hondas respiraciones y aquel dichoso ruido del ascensor, que venía desde el pasillo y hacía sobresaltar a la hermana que había dejado su ciudad unas horas antes.
Cuando el tiempo pasó sobre la vida o la vida y sus hechos se deslizaron sobre la superficie translúcida del tiempo, el momento mostró su revés, su opacidad de cosa conocida, cercana, ordinaria. La inminencia del encuentro extravió su brillo y hasta los ojos de las tres hermanas se apagaron de pronto. Únicamente la ventana abierta a la ciudad nocturna se encendió y en ese chisporroteo que marcó el comienzo de la noche, algo dio un salto al vacío, algo se perdió en el trance, fue en ese momento en el que las tres hermanas decidieron echar un mantel sobre la mesa y desparramar comida. Se sentaron, abrieron sus bocas y la cena inauguró otro instante de fugaz esplendor. Las palabras de recordación vinieron y se apagaron enseguida con el sonsonete de la cuchara raspando la loza o el chiflido del sifón.
Las fotos de antes, de las épocas aquellas en las que aún no se habían separado, estaban fuera del alcance de sus ojitos viejos, nada que ver. Nada que contar. Llegó el silencio. Silencio de agua quieta contra la ventana fulminante de la noche. Noche de piernas abiertas hacia la brusquedad del mundo. Y las tres mujeres allí, de este lado de los acontecimientos sin entender qué estaba sucediendo en ellas, entre esas paredes, tres paredes compactas y agrisadas rodeándolas y un agujero iluminado, esa dichosa ventana siempre allí, como si hubiese sido el respaldo de una silla donde los ojos se dejaban estar para escabullirse de una lista desordenada de imágenes, que tal vez fuesen capaces de componer, con buena voluntad y empeño, una memoria más o menos decente, más o menos colectiva.
De nuevo, igual que ayer, el sonido de la sirena del Cuartel de Bomberos se dispersó por el aire, venía desde ese cuadrado de la noche que se dibujaba en la ventana y entraba allí, casi a propósito obligando a las tres mujeres a dejar de comer. Dejaron de comer y se sentaron en ronda, parecían dispuestas a iniciar un ritual. Los cuerpos y las imágenes de la memoria estaban disgustados, no había nada en común entre las palabras que se decían unas a otras y esos chisporroteos que iban y venían por sus cabezas. Así, de la misma forma en que la vida y los hechos del mundo siempre terminan por encontrar su acomodamiento, así exactamente al revés ocurría con las imágenes que rondaban sus cabezas y las palabras pronunciadas. Había comenzado una noche larguísima. El tiempo se había desquiciado en la cabeza de cada una de las tres hermanas. “Aquella casa -decía la mayor- no era así, la describís muy mal, era más ancha y chata” y “aquel pulóver tejido por las tías era de otro color y no de ese que estás diciendo”, “tu novio se fue por motivos diferentes de nuestro pueblo esa tarde”. Inesperadamente la realidad se había vuelto tan irreal, tan irreconocible que nadie, ninguna de las tres, quiso decir una sola palabra más. Y las palabras sin pronunciar languidecieron en el interior de sus cabezas torciendo la compostura de las imágenes que, distorsionadas, fueron como los relojes blandos de Dalí. Era preciso irse a dormir cuanto antes. Los cuerpos se alejaron de esa ventana nocturna y descomunal hacia la habitación de la cama grande. Una cama con una cabecera excesivamente ornamentada, construida para un matrimonio sólido que se mantuvo en pie hasta la muerte del marido, ocurrida apenas un año atrás. La cama tenía una prestancia que contradecía el silencio de las palabras y las ya deformadas imágenes que continuaban naufragando en sus morosas cabezas. El tiempo necesitaba alguna especie de orden para instalarse junto a ellas y fue a buscar a tientas nuevamente la sirena del Cuartel de Bomberos que se incrustó en la noche y atravesó una dimensión compacta, penumbrosa, honda, muy compacta. Entonces la hermana del medio estornudó: una simetría se estableció entre el adentro y el afuera donde la sirena del Cuartel de Bomberos ya había dejado de sonar. Tendrían que dormir. Eso es, cerrar los ojos, dejar que nada interfiriera con el lugar donde se arracimaban las palabras y las imágenes intentaban recomponer sus propias formas. Primero quitaron la colcha con flores estampadas, luego se pusieron camisones rigurosamente semejantes y por fin se tendieron a lo largo de esa cama de dos plazas: las tres cabezas formando hilera, bordeadas por el listón blanco de la sábana. Los cuerpos apenas cabían, apenas se soportaban a sí mismos. Eran cuerpos desvanecidos sobre el mundo, cuerpos de mujeres viejas. Las horas empezaron a pasar para que el tiempo estuviera a sus anchas. Las horas fueron recortes de algo incomprensible. Y aunque ellas creyeran que las horas trastabillaban sobre la noche, las horas y el mundo se entendían a las mil maravillas. Sólo sus vidas estaban en profundo desacuerdo, como sus cuerpos, demasiado rechonchos o demasiado huesudos en relación a la memoria o a lo que mostraban esas fotos archivadas ahora vaya a saberse dónde. La noche se alargaba ante sus ojos abiertos, ojos que no se achicaban y menos que menos se cerraban frente a la enorme oscuridad. Y así, de buenas a primeras, una de ellas lloró a los gritos y las otras dos, de inmediato, se largaron a llorar para acompañarla o quizá para no contradecir un suceso digno de mención. Llorar se convirtió en un paliativo. Lloraron hasta cansarse o desahogarse o agotarse. Cuando llegó la mañana tenían los ojos tan hinchados que no podían ver la realidad, una realidad menos engañosa y confusa que el tiempo que siguió pasando a lo largo del día y a lo largo del mundo, un tiempo que las rozó cuando se despidieron y dos de ellas, allá abajo, entraron en la ventana, ese rectángulo desproporcionado hecho a la medida de dos ojos que no saben mirar.

PÁGINA 17 – Artículo ensayístico

El cíclope que no puede morir
Miguel de Unamuno en el siglo XXI

Por Oscar Portela (Corrientes/Argentina)

A José Blanco Albores

Voy a escribir algunas - pocas líneas sobre don Miguel de Unamuno .
¿Cómo hacerlo cuando ya (aunque no suficientes) sutiles ingenios se han adentrado en los laberintos atormentados de la obra del genio más Universal que ha dado la lengua castellana - sangre de la raza hispana- en las primeras décadas del siniestro y apocalíptico siglo que dejamos?
¿Cómo me atrevería empero a dejar de escuchar los llamados de un corazón, que se forjó a golpes de martillos con la recia prosa del inmenso pensador-artista, visionando sus sueños dramáticos - (El Otro, Fedra), sus "nivolas", ("La tía Tula"), sus ensayos nerviosos y encrespados (ver: "Qué es la fe"), sus inmortales y solo poéticos (por ello visionarios) "El sentimiento trágico de la vida", "La agonía del Cristianismo", "Vida de Don Quijote y Sancho" y sobre todo, - antes que nada - como lo presintió Rubén Darío sus poemas que arden aún como vivas en el desierto y desprecian los preciosismos literarios- sin que por ello don Miguel se negara a dialogar y dejarse influir por los más jóvenes, tal el caso de Jorge Guillen y la recepción de su obra en su años maduros que nos traen las vibraciones de su alma en estado de desnudes trágica?.
Qué es la fe se dice - ¿creer lo que no vimos? No. Crear lo que no vemos y recrearlo y volverlo a crear" (cito de memoria).
Y ya esta todo dicho. No hay reposo para quien juega a los dados de la vida. Y por si fuera poco, el heterodoxo repite:
"Dios, ayuda mi incredulidad!", herencia herética de Port Royal, Pascal y Loyola. Pronto Claudel se dirige a Gide para declararlo fuera de ley. Es que Don Miguel pertenecía - y esto no podía intuirlo Claudel - que si dudaba como lo demuestra sutilmente Blanchot- al primitivo cristianismo.
A aquel cristianismo que se debatía en la agonía de "ser o no ser".
"¿Qué es tu vida alma mía?/ ¿cuál tu pago? / ¡Lluvia en el lago! / ¿Qué es tu vida alma mía?, ¿tu costumbre? /¡Viento en la cumbre!/ ¿Cómo tu vida, mi alma, se renueva?/ ¡Sombra en la cueva!/ ¡Lluvia en el lago!/¡Viento en la cumbre! / ¡Sombra en la cueva!/ Lágrimas es la lluvia desde el cielo, / y él es el viento sollozo sin partida,/ pesar la sombra sin ningún consuelo,/ y lluvia y viento, y sombra hacen la vida". (Hendaya 1926)
Ni elegía ni oda a pesar de su formación clásica. Don Miguel no tenía tiempo para los estados mediúnicos que permiten al poeta esbozar grandes cantos, llevado por las imágenes a las grandes idealizaciones poéticas. Proeza sí y en esto abunda Don Miguel, al definir su concepto agónico del "pneuma" que nos anima, en forma seca, escueta, y magnífica.
¿Debíamos esperar acaso que Sartre nos dijera que la vida era tan sólo una pasión inútil?
Paradojal, Don Miguel diría, inútil no mientras la tea de una voz agonizante le permita al hombre crear: poeta civil como Dante, como Carducci - a quien mucho quería- no poeta o menos literato comprometido, su lid por la "intrahistoria contra la simple corriente de la historia", lo llevó al exilio y la cárcel en dos oportunidades.
No importaba, no importaba perder hijos que ya eran hijos de la Eternidad porque al lado estaba su Concha - su mujer- que todo soportaba.
"¿¡España!? ¿A alzar su voz nadie se atreve? / Va a arrastrarte el alud de la mentira; /Tu voz presta a mi voz ardores de ira.../ "Sacúdete mi España".../ No se mueve.../ ¡España, España! / Blanca, fría, nieve.../ Tenebrosos los ojos más no mira.../Un espejo a la boca... No respira/ ¿No oís el vuelo de su sombra leve?/ Pero han de henchirte la pupila leve / Aquí, con tu cabeza en mi regazo, / mis lágrimas de hastío y de rechazo/ regar la mano que te cuelga yerta, / mientras te abre la mía de un portazo/ el bronce cruel de la visión desierta".
También en esto se distancia Don Miguel de otros grandes de la época, los militantes políticos a la manera de Aragón, Neruda, Hernández, Maiakovsky, entre otros y aquellos que se mantienen distantes y adoptan ante la realidad sólo una actitud de "religatio" a través de la imagen poética tal el caso de Eliot, Rilke, George, Molinari.
No para quien responde "que no soy partido, que soy entero". A él le estaba reservada una bala en acto oficial y público (caso Millan de Astray) y no secreto como el frío asesinato de Lorca.
Don Miguel enfrentaba de igual a igual - léanse sus discursos- a quienes desde el poder pretendían regir los destinos de España.
¡Enorme Don Miguel de Unamuno y Jugo de la Raza, permitídmelo!
Una vez más sus modelos eran el Dante perseguido y más cerca nuestro su amado Carducci.

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