HOMENAJE de Gaceta Literaria Virtual a la obra de Ricardo Calanchini (Santa Fe/Argentina - 1955)
PÁGINA EDITORIAL
Para qué sirve la poesía
Por Prócoro Hernández Oropeza (México)
Dicen que la poesía es un trabajo estéril y no sirve para nada. Es una pérdida de tiempo en este mundo globalizante y amorfo, un desperdicio del intelecto, una entelequia espiritual mal retribuida.
La poesía se emplea para aplacar las tormentas del alma, redimir a una mujer o un hombre o llenar el corazón de ese sentimiento llamado amor. Puede, en dosis bien servidas, alimentar el espíritu, asustar una soledad y alejar una tristeza. Sirve también para reflexionar acerca de si las piedras hablan o si la luna es medicina para el mal de amores.
Por medio de la poesía podemos hacer hablar a las flores y voltear el cielo de cabeza, cambiar la tarde de lugar. Es un buen recurso para transgredir la monotonía y curar el insomnio.
Un simple verso trastoca el sentido de una palabra, de un enunciado. El verso es una transgresión del sentido común, un ahogado del poeta, un halo místico que impulsa los dedos, un flagelo al silencio.
A través del verso el poeta reflexiona acerca de la vida de una mariposa, de la muerte de un minuto en las manos del tiempo. Por medio del trabajo refinado de la palabra se desdibuja el rostro de un recuerdo , la desventura de un te quiero en la boca del blasfemo.
En fin, la poesía es útil de muchas maneras, pero sobre todo es instrumento para observarnos a nosotros mismos, como expresa el poeta y pintor chino Xingjian. Porque cuando se concentra la atención internamente surge la poesía y empieza la aventura emocional de la palabra.
Octavio Paz afirma que la poesía no es una actividad mágica ni religiosa, no obstante el espíritu que la expresa, los medios de que se vale, su origen y su fin, muy bien pueden ser mágicos o religiosos. Mientras que en la religión lo sagrado cristaliza en el ruego, en la oración, en el éxtasis místico, en un diálogo o relación amorosa con el creador, el poeta lírico entabla un diálogo con el mundo; en ese diálogo hay dos situaciones extremas: una de soledad y otra de comunión.
¿Qué pretende el poeta cuando expresa su experiencia? Paz contesta: “La poesía ha dicho Rimbaud, quiere cambiar la vida. No piensa embellecerla como piensan los estetas y los literatos, ni hacerla más justa o buena, como sueñan los moralistas. Mediante la palabra, mediante la expresión de su experiencia, procura hacer sagrado al mundo; con la palabra consagra la experiencia de los hombres y las relaciones entre el hombre y el mundo, entre el hombre y la mujer, entre el hombre y su propia conciencia. No pretende hermosear, santificar o idealizar lo que toca, sino volverlo sagrado. Por eso no es moral o inmoral; justa o injusta; falsa o verdadera, hermosa o fea. Es simplemente poesía de soledad o de comunión. Porque la poesía que es un testimonio del éxtasis, del amor dichoso, también lo es de la desesperación. Y tanto como un ruego puede ser una blasfemia”.
El poeta, agrega Paz, tiende a participar en lo absoluto, como el místico, y tiende a expresarlo, como la liturgia y la fiesta religiosa. Esta pretensión lo convierte en un ser peligroso, pues su actividad no beneficia a la sociedad; verdadero parásito, en lugar de atraer para ellas las fuerzas desconocidas que la religión organiza y reparte, las dispersa en una empresa estéril y antisocial. En la comunión el poeta descubre la fuerza secreta del mundo, esa fuerza que la religión intenta canalizar y utilizar, a través de la burocracia eclesiástica. Y el poeta no sólo la descubre y se hunde en ella: la muestra en toda su aterradora y violenta desnudez al resto de los hombres, latiendo en su palabra viva en ese extraño mecanismo de encantamiento que es la poesía.
La poesía es la revelación de la inocencia que alienta en cada hombre en cada mujer y que todos podemos recobrar apenas el amor ilumina nuestros ojos y nos devuelve el asombro y la fertilidad. Su testimonio es la revelación de una experiencia en la que participan todos los hombres, oculta por la rutina y la diaria amargura. Los poetas han sido los primeros que han revelado que la eternidad y lo absoluto no están más allá de nuestros sentidos, sino en ellos mismos. Esta eternidad y esta reconciliación con el mundo se producen en el tiempo y dentro del tiempo, en nuestra vida mortal, porque la poesía y el amor no nos ofrecen la inmortalidad ni la salvación. Nietzsche decía: “No la vida eterna, sino la eterna vivacidad: eso es lo que importa”.
Luego entonces la función de la poesía, en un mundo vacío pero computarizado sirve de mucho y aunque no alivia ni corrompe, purifica. No tiene más ideología que un alma y un espíritu en confrontación con todo lo que le rodea. El periodista Braulio Peralta, en el prólogo a una larga y de las últimas entrevistas a Octavio Paz sentencia: “Heraldos de sí mismos, los poetas viven un mundo aparte: mensajeros del destino, en los tiempos modernos, pocos, muy pocos los escuchan, los leen y atienden. Vivimos con los ojos abiertos pero ciegos ante las premoniciones que nos anuncian. ¿De qué sirve pensar y sentir si todo ello no ayuda a vivir más y mejor? El ser y la nada nos arrojan al vértigo de la ignorancia. ¿Tendrá el poeta que gritar sus versos por teléfono, enviarlos por fax, a través de internet, o leerlos por televisión? Hasta eso, en los tiempos actuales, le está vedado; nadie quiere oír verdades a fin de siglo. Eliot seguirá vivo para los mass media.
En tono de queja Peralta señala: “La poesía -la palabra del poeta- ha sido menospreciada en este siglo. Pero no ha muerto. Dicen que cada 50 años nace un poeta -poeta mayor, con ideas- en cualquier país. Poetas que defienden la poesía, porque los versos son inseparables de la defensa de la libertad. Sí: la poesía no se lee en los estadios. Pero no agoniza. En medio de la turbulencia del fin de siglo, algo queda: un puñado de hombres que describen el mundo con versos y prosa poética”.
PÁGINA 2 – Nuestra poesía
Un cuaderno no se inicia
No se inicia un cuaderno
henchido de grandes propósitos,
conviene recordar:
los chicos anotan su nombre,
el aula y el grado que cursan.
No se inicia seguro y convencido,
los chicos anotan el tiempo:
si es bueno: sol, si llueve: lluvia
y buena letra, no manchar
la suavidad de la hoja blanca.
No si inicia un cuaderno
sabiendo, conviene ignorar
lo que se irá a saber
para que la verdad sea poesía.
Un cuaderno se inicia,
y ya no somos niños y no importa:
tratando suave la hoja lisa
diciendo aquí me tienes vacío y predispuesto
Roberto Malatesta (Santa Fe/Argentina)
II
Buscaron poniendo
su sangre
cayeron sin las luces
de la muerte bendecida
en el lugar eternamente equivocado:
baldío
mar
cama ajada
solos
frente a sus hijos
las manos de los muertos
se crisparon
cuando
nos
decretaron el olvido
María Oscaritz (Arroyo Aguiar-Santa Fe/Argentina)
Diez fragmentos de un intento -¿arte poética?-
I
¿Prefiero el trabajo silencioso de la poesía
al silencio trabajoso de la incomunicación?.
II
El secreto último del poema está encerrado bajo siete llaves
y al poetastro se le rompió la primera en el ojo de la cerradura.
III
el silencioso bosque de las letras
el frondoso mutismo de las palabras
espera agazapado el asomar de los desprevenidos ojos y oídos del lector
o de la lectora,
para tomarlo por asalto.
IV
La fractura epistemológica, el quiebre de ramales discursivos que se secan y caen a descomponerse.
El resto fósil de la palabra que está debajo del silencio
pero mucho más el nuevo silencio que se abre y nos abre debajo de las palabras que se nos mueren.
V
La palabra sigue pidiendo ser sacada del cotidiano abuso subalterno, la prolija lija,
los moños y muñones que le infiere la denotación fijada por las fauces disciplinarias.
VI
No la acsésis mística, no la meditación trascendental.
No un modo de elevarme por sobre lo que nos rodea y circunstancia.
No una Acrópolis, no la ciudad luz, la Arcadia, el Paraíso, el Olimpo de los elegidos..
Sí el submarino, el electroshock, el sacudón existencial que nos vuelva semejante, prójimo, par de cualquier torturado
aunque más no sea por un instante.
¿El cielo de esta rayuela es hacernos par de cualquiera?
VII
A menudo, en medio de una epifanía, al borde de un satori, en la jugada más jugada,
el hilo discursivo da una vuelta perfecta y estrangula a su lengua.
El hilo de lo que quisimos decir y callamos
nos cose la lengua con labios y dientes
y querer cantar, gritar o llorar, se vuelve desgarrador.
VIII
Lo que no me canta el claro manantial, me grita el oscuro basural
pero,
cada vez hay más basural
y menos manantial..
IX
Antes que uno logre cerrar algún texto se cuela el agua que hunde el barco
¿No será el corolario del poema una excusa para no seguir el naufragio?
X
Tal vez arte poética sea la más íntima gracia que trasciende la insaciable necesidad de producir versos.
Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez-Santa Fe/Argentina)
¿Por qué no?
Retomo y ronroneo
los resortes terrosos
de la historia:
paradoja.
Sonrosada te conmino:
ama sua
dijeron también
aquellos los de entonces
con ruego de ruedo
redondo ama llulla
y por fin...
consecuencia alcanzable
desde siempre:
ama q’ella.
Pregón que replica
los espacios a sí mismo
y las dimensiones translúcidas;
son ellas el aliento universal,
el repliegue esencial
recortado de la historia.
Fanny Trainer (Rosario-Santa Fe/Argentina)
Ama Sua, Ama LLulla, Ama Q' ella: saludo en lengua quechua del Imperio Inca.
Traducción: Ama Sua: no seas ladrón; Ama LLulla: no seas mentiroso; Ama Q' ella: ni perezoso
I
después del resplandor
ya no hubo nada,
o nada que no fuera lo terreno
desde siempre sabido,
así se reveló la investidura
la carnadura férrea
del sustantivo sórdido
mundo sin tembladeral celeste alguno
después del resplandor
qué dónde estaba,
después del resplandor
qué cuándo fuera visto,
y si era yo por qué las cosas
me negaban tanto,
si yo jamás me puse a pregonar
su realidad tan pobre
Ricardo Ángel Minetti (Sarmiento-Santa Fe/Argentina)
PÁGINA 3
El Siglo XX se va con los ojos de Michelangelo Antonioni
Por Oscar Portela (Corrientes/Argentina)
En su trayectoria recibió numerosos galardones internacionales, entre ellos el Óscar Honorífico a su carrera (1995), la Orden Legión de Honor de Francia
(1996) y el Premio Félix de Academia Europea de Cine a su obra (1993. Antonioni fue homenajeado por el cine italiano a los 90 años, en septiembre de 2002.
No se debe decir "rompió con el neorrealismo italiano. No es correcto: aunque haya sido ayudante de Marcel Carné y colaborado con Roberto Rosellini, Antonioni fue en "tomógrafo cinematográfico del cine" durante más de tres décadas. Pasada la segunda guerra mundial había que mirar la realidad con otros visores.
Y solo Reináis lo iguala en capacidad intelectual de análisis de un tiempo en el cual ya no el "silencio de lo trascendente afectaba al humano", sino la tierra, ni árida ni seca, sino sin significancia alguna, sobre la cual se elaboró toda la corriente de "objetivismo francés" o la "nouvelle vogue" de los años 50.
Fue el creador de una estética que tenía un alcance ético y moral: ya no el profundo y visceral de Visconti, Fellini, De Sicca, sino en de un anatomopatología. Michelangelo fue quien "diseccionó la falta de
"horizontes y los vacíos lacunares de los tiempos muertos" que ruedan hoy por las calles del mundo inundándolo todo de violencia absurda y sin sentido.
Su primer film a diferencia de los maestros del neorrealismo data precisamente de 1950. Con "El Grito" la crítica lo confirma como uno de los más importantes realizadores el cine. En la obra de Antonioni no existen "personas, sujetos o historias que deban contarse". El hombre se ha transformado en su propia máscara y es de algún modo la marioneta "bergmaniana", pero ya no conducida espasmódicamente por fuerzas que no domina: son marionetas muertas, drogadas, inútiles, con esos "tiempos muertos", que no son solo el aporte de una visión estética de la realidad, sino la visión apocalíptica de - diría Derrida -, un tiempo "diferido". El tiempo de nuestros jóvenes de hoy.
Evitaremos que la muerte de Bergman nos haga olvidad el legado de Antonioni.
Su filmografía completa abajo. Pero nadie puede afirmar que Truffaut el humanista y Reináis el antihumanista, no representaron como él, el gran cine Europeo desde los 50 hasta sus colaboraciones con Wender.
Al igual que Rosellini fue un intelectual sin par. En una época que busca
"emociones", Antonioni está demás pero puede esperar. Y quizás las profecías de "El Eclipse", "La noche", "El desierto Rojo" o "Blog- Up" - su diálogo maestro con Cortázar sirvan para mostrarnos que Antonioni había ido más lejos en el análisis del avance de la "insignificancia y el nihilismo" (citamos a Castoriadis", que muchos otros intelectuales de su época.
Con "El Misterio de Oberwal" basada en "El Águila de dos Cabezas "de Cocteau, se adelantó a experimentar en TV. antes que otros, técnicas cinematográficas desconocidas hasta el momento.
Hace dos semanas David Hemings, el actor de "Blog Un" joven aún, moría de un paro cardíaco. Fiel tal vez premonitoriamente a quien lo había llevado al podio de la fama y que ahora abandona su siglo dejando detrás suyo a pocos de aquella y la siguiente generación, ya casi retirados de un oficio hoy cada día más trivial y más vacuo.
Cinematografía
1950. Cronaca di un amore. Guión: Michelangelo Antonioni, DaniéleD' Anza, Silvio Giovaninetti, Piero Tellini 1953. I Vinti. Guión: Michelangelo Antonioni, Suso Cecchi D' Amico,Giorgio Bassani, Diego Fabbri, Turi Vasile, Roger Nimier 1953. La signora senza camelie. Guión: Michelangelo Antonioni, Francesco Maselli, P.M. Pasinetti 1953. Amore in città (Amore in città. Episodio:' Tentato suicidio'). Guión: Michelangelo Antonioni
1955. Las amigas (Le amiche). Guión: Michelangelo Antonioni, Alba De Cespedes, Suso Cecchi D´Amico 1957. El grito (Il grido). Guión: Michelangelo Antonioni, Elio Bartolini, Ennio De Concini 1960. La aventura (L´Avventura). Guión: Michelangelo Antonioni, Elio Bartolini, Tonino Guerra 1961. La noche (La notte). Guión: Michelangelo Antonioni, Ennio Flaiano, Tonino Guerra 1962. El eclipse (L´eclisse). Guión: Michelanngelo Antonioni, Elio Bartolini, Tonino Guerra, Ottiero Ottieri 1964. El desierto rojo (Il deserto rosso). Guión: Michelangelo Antonioni, Tonino Guerra1965. I tre volti (I tre volti. Episodio: “Il provino”).1966. Blow-up (Blow-up). Guión: Michelangelo Antonioni, Tonino Guerra, Edward Bond 1970. Zabriskie Point (Zabriskie Point). Guión: Michelangelo Antonioni, Sam Shepard, Claire Peploe, Fred Gardner 1975. El reportero (Professione: reporter). Guión: Michelangelo Antonioni, Peter Wollen, Mark Peploe 1980. El misterio de Oberwald (Il misterio d´Oberwald). Guión: Michelangelo Antonioni, Tonino Guerra 1982. Identificación de una mujer (Identificazione di una donna). Guión: Michelangelo Antonioni, Gérard Brach, con la colaboración de Tonino Guerra 1995. Más allá de las nubes (Par delà les nuages/Al di là delle nuvole). Guión: Tonino Guerra, Michelangelo Antonioni, Wim Wenders 1973. Chung Kuo China. 1992. Noto, Mandorli, Vulcano, Stromboli, Carnevale. Cortometrajes Documentales 1947. Gente del Pó. 1948. N.U., Netezza Urbana. 1948. Roma-Montevideo. 1948. Oltre l'oblio . 1949. Bormarzo . 1949. L'amorosa menzogna . 1949. Superstizione . 1949. Ragazze in bianco. 1950. Sette cane, un vestito. 1950. La Villa dei Mostri. 1950. La funivia del faloria. 1942. I due foscari. [co-guionista, ayudante de dirección] 1942. Un pilota ritorna. [co-guionista] 1942. Les visitteurs du soir. [ayudante de dirección] 1947. Caccia Tragica. [co-guionista] 1951. El jeque blanco. [co-guionista] 1955. Uomini in piú. [producción] 1958. La tempestad. [director segunda unidad sin acreditar]
PÁGINA 4
La teja al borde de dos aleros
Danilo Sánchez Lihón (Perú)
“bajo el techo de tejas donde muerde
la infatigable altura
y la tórtola corta en tres su trino!”
César Vallejo
1. La teja que se ubica en la esquina, justo donde el techo da la vuelta
¡Qué destino el de las tejas que les ha tocado la ventura o desventura de estar al borde de los aleros!
Son ellas las que pueden mirar hacia arriba los cielos abiertos, o cerrados por los nubarrones. U otear el horizonte lejano por donde se reparten los caminos que van a unos y otros lugares y pueblos, cada cual con sus fiestas y pesares.
O que pueden también esas tejas al borde de los aleros contemplar hacia abajo la calle por donde pasa la vida. Y con ella entretejidos unos con otros los destinos de la gente.
Pero entre las tejas de los dos aleros que se juntan hay una excepcional, cual es la que se ubica en la esquina, justo donde el techo da la vuelta con toda su galanura y su aire patriarcal.
Porque en el ser de los techos hay ese talante, ese buen tono y distinción, sea que se trate de uno humilde o que se trate del techo de una casa señorial.
En todos, seguramente por el hecho indubitable de estar mirando el horizonte hay ese donaire, esa actitud de ser, de sentirse o simplemente parecer un señorón.
2. Que opone al instante la eternidad
Decíamos que entre las dos tejas canales de las esquinas que dejan los aleros que se juntan, hay una singular, que cubre a las dos tejas hembras.
Esa teja tiene una pequeña abertura para mirar hacia abajo, rendija que distancia a una de otra teja que pone hacia arriba su concavidad, hendidura por donde mira hacia abajo la teja que se encumbra.
Pero, aparte de aquel resquicio tiene otras rejillas entre carrizo y carrizo para tener el suficiente campo de visión a fin de mirar la calle y en ella la vida que transcurre.
Así no se pierde nada de lo que sucede sobre el empedrado de la vereda y sobre lo apisonado de la calzada, sea la procesión del Corpus Christi, sea el desfile de las comparsas que ingresan al pueblo por ese sitio, sea el paseo de Ño Carnavalón y sus bandas de músicos, o el desfile de antorchas, o bien, y sobre todo, ver la vida dolorida o ilusa, ingenua o intencionada de cada persona que pasa.
¡Ah! Pero esa teja también soporta toda la metafísica de vivir expuesta a la contemplación del ámbito sideral.
Es frente a ella que ocurre el deambular de los astros, el revolverse de las nubes en el cielo invernal, el compás lento o vertiginoso de las estrellas, la elipsis de un meteorito o la parábola de un cometa fugaz.
No solo soporta ser testigo del acontecer cotidiano, el mismo que transcurre hacia abajo y a sus pies, sino el de la bóveda celeste que opone al instante la eternidad.
3. ¡Qué destino supremo el de la teja que junta en una esquina el borde de los dos aleros!
Sobre esta teja arrecian todos los vientos, todas las tempestades, todos los soles dulces o inclementes.
Es también la que todos avizoran, contemplan y admiran cuando vuelven los ojos para reparar acerca de un detalle que ocurre en ese vórtice se casas.
Es el alfil, el pararrayos y la atalaya que da la cara a la vida que discurre y desaparece; y al misterio que siempre está aquí y nunca se acaba.
Es esa teja la que empuja a las otras hacia atrás, cuando la casa quiere tirarse de miedo o de pena hacia abajo.
Sea por un malentendido, sea por un resentimiento o una pena, sea el esposo que se ha ido o la madre que no ha vuelto.
Sea por pugnas entre hermanos, desavenencias de familia, desatinos de uno que otro miembro.
Sea por alguien que está ahora, sea por alguien que se ha ido, tarda en volver o ya no regresará nunca.
Ella es la que sabe más que todas de lo visible y lo oculto; lo que ella calla es síntesis de haber mirado mucho, alegrías como quebrantos. ¡De haber vivido tanto!
Es el faro que ilumina radiante en el alba, la vigilante que se enfrenta más que ninguna a la noche tenebrosa.
¡Qué destino supremo el de la teja que junta en una esquina el borde de los dos aleros!
Aquel de la izquierda y el otro de la derecha, el mundo creyente y el que de todo descree; de lo que pende hacia abajo y de lo que se eleva hacia lo alto, de lo que es minúsculo y de lo que es imponente, de lo fugaz y de lo eterno coincidiendo en la misma herida.
PÁGINA 5 – Página de maestros: Juan Gelman (Buenos Aires-1930)
XVI
No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza.
La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida.
Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran y
nadie nos corta la memoria, la lengua, las calores. Tenemos que
aprender a vivir como el clavel del aire, propiamente del aire.
Soy una planta monstruosa. Mis raíces están a miles de
kilómetros de mí y no nos ata un tallo, nos separan dos mares
y un océano. El sol me mira cuando ellas respiran en la noche,
duelen de noche bajo el sol.
Límites
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,
hasta aquí el agua?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire,
hasta aquí el fuego?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor,
hasta aquí el odio?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre,
hasta aquí no?
Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas.
Sangran.
Nota XXII
huesos que fuego a tanto amor han dado
exiliados del sur sin casa o número
ahora desueñan tanto sueño roto
una fatiga les distrae el alma
por el dolor pasean como niños
bajo la lluvia ajena/una mujer
habla en voz baja con sus pedacitos
como acunándoles no ser/o nunca
se fueron del país o patria o puma
que recorría la belleza como
dicha infeliz/país de la memoria
donde nací/morí/tuve sustancia/
huesitos que junté para encender/
tierra que me entierraba para siempre.
Oración
Habítame, penétrame.
Sea tu sangre una como mi sangre.
Tu boca entre a mi boca.
Tu corazón agrande el mío hasta estallar.
Desgárrame.
Caigas entera en mis entrañas.
Anden tus manos en mis manos.
Tus pies caminen en mis pies, tus pies.
Árdeme, árdeme.
Cólmeme tu dulzura.
Báñeme tu saliva el paladar.
Estés en mí como está la madera en el palito.
Que ya no puedo así, con esta sed
quemándome.
Con esta sed quemándome.
La soledad, sus cuervos, sus perros, sus pedazos.
Oración de un desocupado
Padre,
desde los cielos bájate, he olvidado
las oraciones que me enseñó la abuela,
pobrecita, ella reposa ahora,
no tiene que lavar, limpiar, no tiene
que preocuparse andando el día por la ropa,
no tiene que velar la noche, pena y pena,
rezar, pedirte cosas, rezongarte dulcemente.
Desde los cielos bájate, si estás, bájate entonces,
que me muero de hambre en esta esquina,
que no sé de qué sirve haber nacido,
que me miro las manos rechazadas,
que no hay trabajo, no hay,
bájate un poco, contempla
esto que soy, este zapato roto,
esta angustia, este estómago vacío,
esta ciudad sin pan para mis dientes, la fiebre
cavándome la carne,
este dormir así,
bajo la lluvia, castigado por el frío, perseguido
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
tócame el alma, mírame
el corazón,!
yo no robé, no asesiné, fui niño
y en cambio me golpean y golpean,
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
si estás, que busco
resignación en mí y no tengo y voy
a agarrarme la rabia y a afilarla
para pegar y voy
a gritar a sangre en cuello
Si dulcemente por tu cabeza pasaban las olas...
si dulcemente por tu cabeza pasaban las olas
del que se tiró al mar/ ¿qué pasa con los hermanitos
que entierraron?/¿hojitas les crecen de los dedos?/¿arbolitos/
[otoños
que los deshojan como mudos?/en silencio
los hermanitos hablan de la vez
que estuvieron a dostres dedos de la muerte/sonríen
recordando/aquel alivio sienten todavía
como si no hubieran morido/como si
paco brillara y rodolfo mirase
toda la olvidadera que solía arrastrar
colgándole del hombro/o haroldo hurgando su amargura
[(siempre)
sacase el as de espadas/puso su boca contra el viento/
aspiró vida/vidas/con sus ojos miró la terrible/
pero ahora están hablando de cuando
operaron con suerte/nadie mató/nadie fue muerto/el enemigo
fue burlado y un poco de la humillación general
se rescató/con corajes/con sueños/tendidos
en todo eso los compañeros/mudos/
deshuesándose en la noche de enero/
quietos por fin/solísimos/ sin besos
Una mujer y un hombre
Una mujer y un hombre llevados por la vida,
una mujer y un hombre cara a cara
habitan en la noche, desbordan por sus manos,
se oyen subir libres en la sombra,
sus cabezas descansan en una bella infancia
que ellos crearon juntos, plena de sol, de luz,
una mujer y un hombre atados por sus labios
llenan la noche lenta con toda su memoria,
una mujer y un hombre más bellos en el otro
ocupan su lugar en la tierra.
Arte poética
Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío,
como un amo implacable
me obliga a trabajar de día, de noche,
con dolor, con amor,
bajo la lluvia, en la catástrofe,
cuando se abren los brazos de la ternura o del, alma,
cuando la enfermedad hunde las manos.
A este oficio me obligan los dolores ajenos,
las lágrimas, los pañuelos saludadores,
las promesas en medio del otoño o del fuego,
los besos del encuentro, los besos del adiós,
todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre.
Nunca fui el dueño de mis cenizas, mis versos,
rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte.
PÁGINA 6
La mirada que ve
Por Mónica Russomanno (Santa Fe/Argentina)
Selvakumar vive en el Estado meridional de Tamil Nadu, en la India. Delgado, moreno, Selvakumar trabajaba su arrozal.
Llevaba o era llevado por una de esas vidas que transcurren bajo el sol y contra la lluvia, una existencia de jornadas repetidas y previsibles sucesos hasta que, hace quince años, Selvakumar dio en matar a dos perros.
Cruelmente mató a sus dos perros, los lapidó. Nadie dice por qué mató a los perros, ni tampoco dicen por qué, luego de lapidarlos, colgó los cadáveres de un árbol.
Giraron los cadáveres hinchados en Tamil Nadu. Yo no los vi, pero los veo ahora, tan tristes los dos perros, tan solitarios.
Este hombre Selvakumar matador de perros, asesino de canes, este hombre oscuro fue de inmediato castigado con señales de los dioses. Dificultades para hablar, oir y caminar. Los médicos no le dieron explicaciones para su condición porque la ciencia nada sabe de perros pudriéndose al sol ni de venganzas arrojadas desde los espíritus animales contra los que se ha cometido ofensa.
Hubo de sufrir Selvakumar su castigo y al no poder oir ni hablar ni caminar como antes lo hiciera, imitaba de a poco la situación de muerte que había, él, ocasionado a los perros de su campo, que habían, morosamente, girado pendiendo de las sogas que ató a los inocentes cuellos peludos.
No pudieron los médicos aliviar sus males, y quince años los sufrió en medio de inútiles lamentos y tardío arrepentimiento.
Fue un astrólogo el que le dio explicación para su extraña enfermedad. Dijo que los espíritus de los perros difuntos habían vuelto para aparecérsele y lanzarle un maleficio. Agregó el remedio, ya que los videntes y los magos no se quedan en el puro diagnóstico sino que con presteza ofrecen antídotos. La maldición, dijo el astrólogo, no terminaría hasta que el hombre se casara con una perra.
Cosas más extrañas han sucedido en la India, cosas más extrañas suceden en la vasta tierra de los hombres.
Buscó esposa Selvakumar y la halló en Selvi, una perra de cuatro años de color canela, con atractivos ojos ribeteados en negro como las bellas mujeres hindúes de enigmáticos gestos.
Quiso escaparse Selvi antes del matrimonio, pero adornada con flores y envuelta en un sari la llevaron las mujeres al templo del distrito de Sivagangawas. Un sacerdote ofició el matrimonio religioso. Veo la fotografía de Selvakumar y Selvi, aquí, colorida y pintoresca.
Un amigo del novio explicó que la boda sirve sólo para alejar la maldición, que luego el flamante marido piensa buscar una verdadera esposa.
Me pregunto qué maldiciones atraerá sobre su castigada cabeza este farsante, que reprendido por asesinato, renueva su afrenta a los espíritus animales tomando por esposa a la hembra que piensa desechar luego de haber cumplido el fin previsto.
Selvakumar cree, como todos los hombres, que la naturaleza olvida, que puede ser engañada, y que los crímenes cometidos en su contra no hallarán irremediablemente su castigo.
Selvi mira con sus bellos ojos almendrados a Selvakumar en la fotografía. Debajo del colorido sari, rodeada de flores, Selvi mira atentamente a Selvakumar.
PÁGINA 7
Adán no tuvo padres
Por Alejandro Bovino Maciel (Buenos Aires/Argentina)
Releyendo el libro “La letra e” de Augusto Monterroso me encontré con el palíndromo ADAN NO CALLA CON NADA. Y se me ocurrió hacer algunas variaciones, recordando que en algún sitio un autor cuyo nombre ahora no puedo olvidar y por lo tanto no recuerdo, había llamado al padre de la especie “el hombre que no tuvo ombligo”. Esto se vincula “hic et nunc” con el templo de Apolo en Delfos del que se decía que era “el ombligo del mundo”; en cuyo frontispicio figuraba la frase que fundó toda la filosofía socrática: “Conócete a ti mismo”. Y del conocer se trata, porque aunque
Vayamos por partes. En el primer libro de esa colección que los griegos llamaron “Los libros” (La Biblia) se relata la creación del hombre Adán a partir del barro, luego el soplo divino que le instila aliento vital (alma) y por último la tramposa prescripción de El-Que-Es prohibiendo comer del fruto del árbol de la ciencia, que siempre crea conciencia. En el Edén de Adán había plantado un árbol que fructificaba conocimiento. Antes de comer su fruto, Adán estaba ciego. Después de probar la drupa, ‘eritis sicut dii’ (seréis como dioses), tal como había advertido la Serpiente, Adán vio la luz como nuestros modernos pastores electrónicos.
Ahora bien, por primitivos que fueren nuestros conocimientos de puericultura, todos sabemos que la obediencia y la desobediencia responden al aprendizaje que en las etapas tempranas nos transmiten los padres a través de ejemplos prácticos: no hay teorema que pueda sustituir al ejemplo en la mente del niño. El hombre es un animal de imitación. El Conductismo nos revela que hay dos formas de aprendizaje de conductas: el condicionamiento operante y el aprendizaje por observación. Toda la fuente de este conocimiento primitivo proviene de la parentela, especialmente de los padres. Pero aquí tenemos un problema: ¿qué pudo haber aprendido el pobre Adán de padres inexistentes? Un día abrió los ojos y del barro se hizo la anatomía humana pero nada pudo suplantar la academia doméstica que le faltó a la pareja primitiva. Ni Adán ni Eva tuvieron padres, tías obsesivas (como las que me deparó la suerte), madrinas, abuelos, hermanos, primos primeros, primas segundas, parentela política.... ¿de quién tomarían el ejemplo de obediencia debida si ni siquiera había tutela militar en el Edén de Adán?
No se le puede reprochar a Dios desconocer los rudimentos de la pedagogía, pero su amanuense humano, el autor material si no intelectual del Pentateuco debía haber previsto esta laguna en el relato. No hay pedagogo, por novedoso que sea, capaz de sostener que aprendamos espontáneamente sin experiencia previa. El innatismo (que sostenía la existencia de un conocimiento natural que trae el hombre con el nacimiento) que pregonó Descartes hace tiempo fue abandonado en el desván de la ciencia y el empirismo, que sostiene que somos un pizarrón vacío que los sentidos van llenando de datos a medida que crecemos, está unánimemente aceptado.
Cuando en el catecismo se vuelva a insistir sobre el pecado original cuya consecuencia arrastramos desde el paleolítico; cargando sobre los hombros del hombre la pesada cruz de una culpa inocente, indultemos definitivamente a nuestro protopadre humano recordando que desobedeció la orden divina porque Adán no tuvo padres.
Y seamos felices con Adán, en el Edén.
PÁGINA 8 – Poesía argentina
XV
Ese patio con el paisaje torpemente pintado suda sopa de lentejas.
Que asco la tortuga en el cantero asomando su cabeza de medusa.
El esquelético árbol de estrellas federales que al cortarlas manan semen por
el cabo.
El vapor del incienso flota de la capilla a mi nariz.
Veo a las monjas cruzando los pasillos.
Arrastran sus cuerpos envueltos en trapos negros.
Esconden la cera hirviente de su carne.
Soy yo la del rincón. Con el jumper azul tableado a media pierna.
La blusa de cuello redondo. La chica de las trenzas.
Purgando mi arrogancia presa de los castigos.
Detrás de mis maldades ingenuas se gestan sueños.
Mosca molesta que encerrada golpéa la aparente fragilidad del vidrio.
-¡Fue Mátar, la salvaje!-. Así me definía Sor Trinidad portera.
-¡Salvaje!- Repetía la hermana celadora a falta de agravios propios.
Soy el Arcángel Gabriel con alas de cartón en los días festivos.
Un dudoso San Juan en el cuadro vivo de la última cena.
Sin aura de oro ni santidad recito los pasajes de la Biblia.
Soy el heraldo del mal y la pastora. Mártir. Aurora boreal. Una gitana. La
misma. Otras. Innumerables otras.
Trepada en la tarima, lectora de los textos sagrados en el almuerzo.
Desafino en el órgano Aves Marías en las misas solemnes.
Fabuladora. Inquieta. Creadora de juegos, todos pecaminosos.
Hereje masticando libros prohibidos.
Escribiendo poemas en los zócalos.
Negándome a bordar punto vainilla.
Monstruo de ojos rasgados. Criatura de boca licenciosa.
Pómulos altos y cabello fino. Heredera genética de húsares.
La que no baja nunca la mirada. La que antes de rendirse
se suicida. Esa que fui. Y que está.
Soy un volcán que finge una extinción definitiva.
Vuelvo desde la egrégora sombría del convento.
Que sigo castigada. En el rincón.
Dando la espalda a todo. Mordiéndome a sí misma.
En ese mismo patio con el paisaje torpemente pintado...
Beatriz Mátar (Buenos Aires/Argentina)
Vive Dios
Vive Dios en el hierro
que se saca en bruto, del vientre de la tierra
de la misma tierra madre
donde se funde la piedra con el cobre
donde el río mastica las costas
y el oro se hace polvo entre topacios.
Todos buscan de ella los favores:
el pan, el vino, la sombra de aquel árbol
que clava su raíz sedienta en el peñasco,
la madera del tronco, el ámbar, la miel, el rocío
que se impregna en los azahares
y perfuma primoroso, las noches más silentes.
Y vive Dios en la tierra, sí
en la sabiduría del que busca más que oro refinado
en la inteligencia del que da, un paso al costado de su lava
en el hombre que se sabe hombre solo, sin aleación
en la chispa que incinera la tupida maleza de las mentes.
Todos buscan de ella los favores:
entretanto Dios es el humus
que el agua va dejando al retirarse elegante
de la verbena exclusiva de las olas.
Y vive en la tierra
el que puso el agua por medida y fijó leyes a la lluvia
el que más ama el lugar, donde renace y predica, modesta
la gavilla.
Graciela Malagrida (Posadas-Misiones/Argentina)
Quiero en tu cuerpo hacer
mi territorio,
llenarte con mis besos la sonrisa,
y en nuestro loco amor
saber que somos.
Tenerte, hacerte mía, ver tus ojos
mirando mi alegría.
Entrar al laberinto de tu sexo
y escribirte en el alma mi poesía,
que te lleves sonrisas como frutas
cuando partas;
y que quieras volver,
que estés mimosa,
despertar tu alma libre,
la que es mía.
La que sabe que hallarme es encontrarte
a vos misma;
después de tanto tiempo de quedarte
lejos de mi
y lejos de vos.
Y si te acostumbraste a perder todo
el fuego y la pasión que te define
y a vivir con sordina, te conozco,
conmigo estallarás en el más grito
de tu profunda libertad y tu alegría.
No pedirás permiso a la rutina,
que te conforma con un fuego magro,
que te mide, te traba y determina,
y te vas a animar a este milagro.
Luis Alberto Battaglia (Buenos Aires/Argentina)
El comienzo
Cuando al tiempo que me envolvieron los interrogantes
y las palabras, me pregunté
si todo fue a partir de la despedida del viejo año o el
juicio del nuevo siglo.
Hablar entonces de ternura es incompatible con la textura.
El dolor es un lento trajinar de días y kilómetros, que
se moviliza en todo lo que uno puede preguntarse.
Las caídas son dolorosas, pueden un tanto dormitar a
aquellos que dudan sobre sí. En su defecto,
luna chamuscada o ternura amarillenta.
Pero igual que la luna en sus cuatro poses, fue
destruyéndose, como por doquier en su momento
el travestismo amargo de los conservadores.
Roberto Goijman (Trelew-Chubut/Argentina)
Pensar la vida
Pensarla y activarla.
Que se mueva. Mecerla.
Protegerla. Acariciarla.
Te lo dije,
improvisé una vez más salvaciones.
Que deliren azules utopías
acusando banderas de regresos
siempre ansiosas de partir .
En un minuto quiero señales fraternales
de nuestra existencia .
Hay fobias y miedos globalizando gentes
amontonados bultos
y mercancías que se ofrecen,
en medio de un tumulto increíble.
Hay una hora del día
para que te sientes a mi lado, corazón.
Hemos perdido impulsos,
la sinfonía de temblar como virtud
y los remitentes humanos
que no se animan a nuestra soledad increíble.
Vivimos esperando la hora para ser
y los asombros ya no tienen destino ni canción.
Seamos sensatos.
No abandones la lucha y nuestros puestos.
Afinquemos las ramas de nuestra peregrinación.
Solamente debemos aprender de la conciencia
todas las encrucijadas para jugarnos .
Pensar la vida y activarla
y que se mueva como una canción .
Alfredo Ariel Carrió (Entre Ríos/Argentina)
PÁGINA 9
Kurupí*
Por Amanda Pedrozo (Asunción/Paraguay)
A sus quince años tenía una sabiduría que se podía oler a la legua. Era como si desde sus ojos otra persona más adulta temblara su experiencia que desmentía esa carita flaca, con la panza hinchada de bicho. Abuela Esperanza no la podía ver: El diablo andaba por la casa cuando esa chiquilina movía su cuerpo marrón bajo la resolana, decía.
Angela Pura era guardada por las tías. Día y noche ellas la seguían con la vista, estuviera prendida a los platos sucios o chupando embelesada una naranja tras otra. La controlaban porque en la familia era la última mujercita que quedaba sin conocer hombre. La controlaban porque esa chica tenía algo que hacía desvariar y de eso cualquiera se daba cuenta. Hasta el abuelo Catá la seguía con la res-piración caliente, no importaba que estuviera delante abuela Esperanza, que predecía alargando las palabras como en un rezo o plagueo sin utilidad: El diablo anda cerca, el diablo es su dueño...
Día y noche las tías se quebrantaban, alargaban sus narices y querían saber por donde comenzaba la historia de la madre que parió tal hija. Querían culparla de la absurda telaraña que había ido envolviendo la vida de Angela Pura hasta hacerla el bocado más apetecible entre parientes y extraños, y también el más imposible.
La tal madre se había muerto mirando a su hija. Que en gloria esté y que Cristo Nuestro Señor se olvide de que era tan caprichosa, además de otras cosas que ya no importan porque después de todo no tuvo buen ejemplo, pero no se nos mire a nosotras que siempre hicimos las cosas según el mandamiento de Dios y con arreglo a la Constitución Nacional, y que además no somos sus parientes de sangre sino de mala elección de nuestro primo Rosendo que sufría de hemorroides y de maldad sin asidero.
Angela Pura había mirado tanto a su madre, o ésta a ella, que enseguida todos supieron cuál iba a morirse sin remedio. Cuando la cara de la madre quedó al fin definitivamente pálida, resultó que el cadáver ya no dio trabajo: todo estaba listo, y hasta se había llorado con anticipación. Para la hora del velorio, sólo quedaron la diversión subterránea de los barruntos familiares y el largo velorio de los escándalos amorosos antiguos de las parientes menos allegadas.
La niña fue creciendo despacio en relación con sus ojos. Estos hacía rato que se habían comido las paredes y los gusanos, se habían apoderado de la casa y de los hombres, del sudor de los perros amarillos y también de cuanto conocían quienes la miraban. Por eso, y porque nadie en la casa había olvidado cómo se murió su madre de tanto mirarla, nadie la miraba de frente en lo posible. En lo no posible, rezaban un Padrenuestro de protección al Arcángel Gabriel por si acaso. Lo demás será seguirla y cuidarla, nadie sabía para qué.
La noche del Día de los Santos Difuntos resultó con luna colorada. Eso llenó enseguida de premonición a la abuela Esperanza. Apenas comieron todos en la olla de hierro, se fueron a juntar sus miedos en una pieza desde donde no tenían que soportar los ojos de grande de Angela Pura y no corrían así peligro de olvidarse de repente de todo lo que habían vivido con esfuerzo y dedicación.
Los ojos predestinados llegaron tranquilos al bananal. Allí, Angela Pura tumbó su cuerpecito cuidado por las tías bajo la luna colorada para que el destino llegara de una vez por todas. Ni se movió cuando supo, con esa sabiduría absurda que le había venido creciendo desde chica para desesperación de ella misma, que allí estaba el esperado, el impensable, enteramente olor a caballo y mierda de gallina, enteramente imposible, puro sufrimiento ancestral, puro tierra, pura fuerza, con su maldición que era la única que podía conjurar otras maldiciones.
Un aullido que nadie supo de quién provenía marcó el segundo en que el interminable falo del Kurupí (yo decía que esa niña era cosa del diablo...) la rompió en dos para siempre. Desde ese momento, sólo la abuela Esperanza siguió recordando cómo había muerto esa niña, de tanto mirar al diablo en el bananal.
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*Kurupí - un fantasma de la mitología guaraní. Pequeño personaje de las siestas. Tiene el miembro viril desarrollado en forma desproporcionada a su tamaño, ya que el mismo tiene una extensión tal que lo lleva arrollado por lo común a su cintura.
PÁGINA 10
“Poesíada” de Carlos Alberto Roldán(Reseña de Marta Roldan, aunque parezca redundante)
Como dice Susana Santamarina en la contratapa del libro: “En los poemas aparece la vida como épica, una gesta que se hace a diario… Precisamente Poesíada implica la concepción de una lucha y un constituirse a través de la poesía”. Así, desde el título nos trae a la mente “La Ilíada” y el libro presenta una Odisea de conceptos para cerebros no ejercitados. Las ideas se entrelazan creando un sentido siempre nuevo al que Carlos sirve de guía, lleva al lector a sacar conclusiones y forjar significantes. Al mismo tiempo, la meticulosa elección de las palabras abre la mente y la asombra con un destello de luces parecido al que producen los fuegos artificiales en un cielo negro de verano (“allá en el bosque en que la gente se tropieza y hiere”/…/”pero lo nuestro es esto del equívoco y el daño”). “Poesíada” es también una lucha por los mundos perdidos, la eterna contienda entre cordura y locura, el deseo de montar rocinantes en pos de un sueño (poemas 47 y 48).
La decisión de suprimir comas, puntos, punto y coma, mayúsculas; deja un sentido engañoso a la libertad de interpretación, ya que el autor nos lleva de la mano usando otros recursos. Usando como complemento los caracteres en negrita y la cursiva, atrapa con todos los aspectos del texto.
En el poema 1 va desde una situación externa, la lluvia, hacia el recóndito interior del autor, mi corazón; y en el número 4 parte desde la lluvia en las dos primeras estrofas y termina involucrando un yo agradecido. La lluvia está en los primeros cuatro poemas. Estructuralmente en esos versos como también en el 29 va de lo general (“parecen tachuelas en azul”) a lo particular (“pero es una sola estrella…/ lo ha elegido a uno”) como empleando una de las diversas formas de inicio de un cuento. El poema 25 “aquella colina” demuestra una inmensa capacidad de dominio del lenguaje, como dice él mismo en el título de la poesía anterior a esa: lo da “vuelta como a un guante”. 38, 41 y 42 son expresiones de dolor y enojo hacia el poeta que se cree lo que no es y escribe como si supiera, y hacia la decadencia de la palabra, el idioma y la falta de lucha por defender los ideales.
Como lo han hecho también intermitentemente otros grandes de las letras hispanoamericanas, la presencia del voseo en la conjugación de los verbos en segunda persona singular, reivindica la argentinidad del poeta. También se puede acotar cierto acercamiento a Borges en un soneto, en una estructura circular y en el tema repetido algunas veces del “oro” de los sueños, por ejemplo.
Algunos versos de imágenes concentradas desafían a la síntesis característica del género, llegan a ser todo un poema y una historia en la única dimensión de una frase; y algunas imágenes son tan llenas de imaginación que parecen afortunadas, no por haber nacido de la fortuna sino por tener la fortuna de haber nacido.
Los dos penúltimos versos (y no el último que nos presenta un retrato del autor en un “nosotros” notable) hablan del mar y cierran así un círculo de agua iniciado con los cuatro poemas de la lluvia al principio del libro, este círculo o ciclo del agua está determinado por la tangente que representa la foto de tapa.
Leer a Carlos, su lenguaje poderoso y mágico, hace levitar; transporta a estadios superiores del espíritu y lo deja suspendido en el placer por algunas horas.
Marta Roldan (Codroipo/Italia)
PÁGINA 11
El verdadero humor es una cosa seria
Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires/Argentina)
Aunque ya se avecinaba la catástrofe, esa Segunda Guerra Mundial que iba a aniquilarla como civilización, durante 1939 lo mejor de la inteligencia europea continuaba fascinada por el legítimo resplandor subversivo con que el movimiento surrealista la había conmovido, más que profundamente, desde mediados de la década de los veinte. Inspirados por la alta divisa de Rimbaud: “cambiar la vida”, los surrealistas habían emprendido, no sólo en el arte sino en todos los dominios de lo humano, una empresa que imaginaban ampliamente revolucionaria, demoledora de todo lo anquilosado, momificado y congelado, y dispuesta inclusive a obtener “una nueva Declaración de los Derechos del Hombre”.
Fue en ese mismo –fatídico-- año de 1939 que André Breton, quien había asumido las funciones de conductor del surrealismo, publica la primera edición de un libro que se volvería justamente célebre, su Anthologie de l’humour noir. Y, al hacerlo, no sólo recuperaba una muy digna tradición sanamente insolente y saludablemente desacralizadora, sino que acuñaba y ponía a circular en el dominio público un concepto que sin duda haría escuela: el de “humor negro”. A partir de entonces, la idea del humor no volvió nunca a ser la misma. Algo que ya estaba vivo, latente en los grandes maestros irreverentes del pasado, y que acaso había permanecido oculto precisamente por su irónica y liberadora utilización del doble sentido, volvía a encarnarse con fuerza y se constituía en una energía regeneradora e insumisa, altiva y humanísima.
Desde entonces sabemos lo que antes intuíamos: que el humor es la manifestación más alta del espíritu, una invalorable herramienta de expresión pero también, al mismo tiempo, inescindiblemente, un arma para la libertad del hombre. Ese mismo hombre que incluso antropológicamente había llegado a ser denominado alguna vez (no sin justicia) “el animal que ríe”, sabía ahora que no puede llamarse, que no merece denominarse humor a aquello que se nos presente como banal, superficial, conformista, demagógico, ramplón, sometido y, en suma, intrascendente. Como quería Breton, como bien sabían Swift, Bierce y Jarry, por citar sólo algunos, el verdadero humor siempre será insurgente, revelador, deletéreo, nunca complaciente. Ni siquiera consigo mismo.
PÁGINA 12 – Poesía americana
Al dolor de parto
Hola dolor, bailemos.
Serás mi amante breve
en este día.
Tu sirena de barco,
tus anillos sonoros en mi boca:
ya lo sé.
Oh bestia de Jehová,
muerdes a quemarropa.
Hola dolor.
Bailemos, qué más da.
Ya te miraré arder, rabioso,
solo en tu ronda
y yo botando espuma por los pechos,
gozando al reyezuelo,
oliendo el grito de oro
del niño que parí.
Ana Istarú (San José /Costa Rica)
Recitación
Monólogo sobre la vida, las pasiones, el desamor;
intensa parábola de mis extravíos,
como un despojo para acercarme a mis verdades
que me hacen discutir conmigo mismo
No veo, miro; no encuentro, busco
No palpo, acaricio; no me acerco, me pego
No hablo, susurro en tus oídos;
No canto, hago de la música mi lenguaje
No sueño; cierro mis ojos en tu pecho;
No imagino; creo en tu vientre que tiembla
No supongo; admito la vida entre tus piernas
No muero; viviré eternamente en las dos costillas que te di al nacer.
Ricardo Gallego Díaz (Cuba)
He decidido aceptar tu invitación
y te voy a esperar en la esquina de algún verso.
Ahí, donde el poema se fuma el último cigarro
y la noche en tacones altos le da un beso.
Lugar en que se inician los asaltos,
robos perpetrados contra el alma.
Esa esquina en la que arden tus vocales
y donde mis faldas conocen tus preguntas,
ese único punto en todo el universo
a donde siempre el azar tiene la culpa.
Aída Elena Párraga Cañas (San Salvador- El Salvador)
Arquitectura
Si magro el cuerpo para tanto gozo
el alma ¿adónde si no es en el cuerpo?
El de perfecta ingeniería de células y venas
el de la sinfonía coral de linfa y sangre
navegando la red fluvial de las arterias
desde la baba del bebé hasta el jugo
menstrual que al ritmo de la luna danza.
La leche en el pezón desborda
la blanca leche de la gloria.
Y el alto jazminero se derrama.
El cuerpo de púbicas llanuras
el que relumbra como el que se pudre
el cofre donde se pliega el alma
como la seda fina con el aroma
del azahar de pie. El del diseño
exacto aun para los feos. Templo
donde amantes y amados tejen el nudo
inaugural de los enigmas. El de la fiesta.
El que la anuncia y el que la despide.
El que le guarda el eco. El que camina
derecho hacia la niebla y la penetra
con todas sus antorchas encendidas.
Jorge Arbeleche (Uruguay)
la elegida
en esta tierra de polvo verde el Taj Mahal
es el guardián de la muerte
el sepulcro de la bienamada fallecida de parto
una mañana de invierno en el Agrá.
la luminosidad de mármol atrae
a los peregrinos que acuden en la estación de las lluvias
cuando el resto de la tierra está seca
y sólo queda no reflejo
sobre las aguas (no sabemos hacia dónde movemos
si la superficie de la realidad es líquida,
o está sumergida; si la descifraremos de atrás hacia
adelante, para que todavía podamos significar
y en que sentido significaremos o esperar,
sobre esta tierra de polvo verde que es la vida
a que el clima haga el primer movimiento
en aquel lugar, donde fallecida de parto
una mañana de invierno en el Agrá
hay una estatua, no la lucidez de un día;
hay una sombra, una falsificación,
que se parece a la verdad.
Reina María Rodríguez (La Habana/Cuba)
PÁGINA 13
Páginas oscuras escritas en una cama.
Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe/Argentina)
Volvió a besarla. Las cortinas marcaban todo el silencio. El vestido de vinílico rojo había quedado en algún rincón del cuarto. Volvió a besarla. La piel era una reliquia de amor bajo los labios. Desde la ventana, alguien murmuraba unos pasos. Ella tenía un cabello hermoso y hablaba con los ojos cerrados. Volvió a besarla. Por las sábanas flotaba una pereza que se avejentaba en la mesa de noche. Pronto vendría la luz. Pronto llegaría esa terca mañana y el sol. Entonces, cuando esto se cumpliera, ella se levantaría, se pondría su ropa interior y sellaría los cierres de su vestido. Ese de vinílico y de noche. Volvió a besarla. Los tacos sonarían en la madera y las pulseras marcarían la ausencia con un golpe brillante y plateado. Después, el espejo del baño se llenaría con su rostro. Él guiaría al delineador, al rubor y a las uñas esmaltadas. Volvió. A besarla. Nada más. Un juego y una noche en los cristales. Tal vez el disco de Low Reed. Tal vez la cortina cerrada y los floreros vacíos del cuarto. Ella movería su pelo. Un sólo bucle. La falda con una abertura. El corpiño ligeramente estrecho, los breteles a la vista. Una tela demasiado notoria. Quizás prepararía café negro y hablaría de sus amigas mientras frote sus dedos con el repasador cuadriculado. No era linda. Otro beso volvió. La piel. La piel seguiría agresiva y blanca, como cuando bajo la luz del cartel la invitó a subir a su departamento.
Le acarició las piernas. Un vello agradable le crecía entre las nalgas. Tenía los brazos fuertes y la cabeza más hermosa del mundo. En el borde de la cama, una campera negra y unos pantalones, de esos que marcan las ingles. Las manos, el olor a colonia. Había una suavidad filosa en esas mejillas blancas y afeitadas. Unas botas a un lado de la cómoda. La persiana dejaba entrar un leve olor a calle y a lluvia.
Llovería. El pelo cortado a lo James Dean y las remeras negras. ¿Todo sería negro en ese departamento? Hay una flor amarilla, de plástico, colgada en el travesaño del placard. Lo demás es todo oscuro. Le acarició las piernas. Cuando aclarara, se levantaría e iría a orinar antes de cepillarse los dientes. Se pondría el calzoncillo y hasta se pasaría las manos por la cabeza. Los ojos de él son inolvidables. Hay una revista de historietas y una colección de autitos en la repisa. Le acarició esas piernas. El vello es tan suave como las sábanas. Tiene mal aliento para ser tan lindo. Y los hombros de él están bien. Bajo el cartel parecía más grande. En esa campera. Con las manos que acariciaban bien. Sabía hacer feliz a una mujer. Horacio, no. La había dejado plantada en la esquina del cartel de Coca-Cola. Por eso llegó él y aceptó ir a la cama. Las piernas. El vello es muy suave. Cuando entraron, él le tocó la espalda y la hizo desnudar. Después sirvió algo y puso música. Sonaba bien esa música. Hablaron poco. Él no quería. Le besó el cuello y le abrió, de pronto, el corpiño con dos dedos. Allí lo hicieron. En la cama, los dos. Se movía poco y casi no decía nada. No había nada que decir. Se notaba que no tenía experiencia porque no besaba con fuerza. Era lindo. Buenos huesos. Buena cara. Y no fumaba. Le desagradaban esos muchachitos que usaban los cigarrillos para parecer adultos. Sólo que tenía poca experiencia con las mujeres. Quizás se trataba de su primera vez. Aprendería. "Para hacer el amor no se necesita ir a la Facultad", decía una amiga. Y tenía razón.
Dentro del carruaje, las sombras se estremecían. Eran largas y tenían un aspecto de muerte y de nostalgias de carnaval. Él levantó la falda. Las puntillas iniciaron un parpadeo de broderíes y de rasos en señal de complacencia. Tenía una piel tan particular. No era igual a la de las prostitutas que se agolpaban detrás de las máscaras en los desfiles, ni a la de las mujeres urgentes que llevaban en el pecho las marcas de una edad indefinida, pasada en burdeles incurables y desesperados. La piel de ella recordaba las sinuosidades de las montañas o de los juncos. Audaz, como de espumas en peligro, era esa piel debajo de las faldas y de los disfraces. Él levantó los paños. Después buscó eso tan secreto que adhiere el carnaval en el sudor de la gente y de la serpentina. Eso, tan familiar y extraño, tan último y mezquino que se atornilla en el corazón y en el amor por dentro. Tenía ligas de tul negro, una hebilla de peltre y un calor nocturno en los labios. Su cabello formaba una corona con la redecilla de piedras que llevaba. El disfraz era el de una odalisca. La carne firme, de mujer que no ha tenido hombres ni mujeres sobre ella. Pensó que era hermosa. Aún no lo sabía puesto que no había llegado la hora en la que se derribaban las máscaras. El carnaval tenía eso de misterioso. Él adoraba ese misterio de celulosa que se interponía entre los ojos extraños y los propios. El asiento del carruaje era de una pana imbécil y gastada. Los caballos relinchaban en alguna parte de la noche. La presión en la caricia, la cercanía de las calles y de la fiesta, los ímpetus de la gente cantando y moviendo la cabeza como dentro de una burbuja, era lo que le permitía indagar sobre la realidad que parecía estar tan lejos. Buscó. Buscó bajo la falda. Sintió el temblor del cuerpo contrario y le agradó esa tentación. Más tarde, cuando todo terminara, volverían los escombros de la fiesta y brindarían entre despojos de cornetas en el suelo. Sería un brindis breve, puesto que ya se conocerían las caras y tendrían tiempo de odiarse o de quererse hasta la ruina. Tal vez ella sería una mujer casada, o una de esas, solas para todo, hasta para ser mujeres solas. Ahora no importaba. Ahora era la magia y la presión igual, de los dos en la sangre, en los codos, en las espaldas y en el asiento del carruaje. Un halo de tul y un ligero olor a olvido y a frutas, nacían entre ellos y eran inolvidables por esa noche.
Peso y olvido. Nadie pensaría jamás que se había retirado con el mosquetero. Ni sus amigas de turno que la llamaban amargada y seca sola y sin hombre. Nadie le creería. Los cascabeles del arlequín sonaron desde el salón. Ella alcanzó a oírlos. No fue en el salón, fue en el patio central de la gran casona. No importaba. Presión y olvido. Tenía los pantalones de seda que le hacían cosquillas en los tobillos. Tras la noche, vendrían los bordados y la casa, la cocina y los ajuares de sus hermanas casaderas, las que conocerían hombres solos como aquél que tenía sobre ella, que era casi como un atrevimiento, una audacia. Era carnaval. Todo estaba permitido. Los hombres y las mujeres se abandonaban a las cosas del mundo y eran felices por unos instantes. Acariciaban la libertad con la punta de los dedos en esos días de alegría oculta y felicidad desconocida. Peso y olvido. Olvido de las postergaciones y de los cuidados que requería una madre enferma. Olvido del miedo, de la soledad, de los bordes de la felicidad que no sería para ella. Mujer es como ser nada. Había un convencimiento lunar en ella que ahora no contaba. Sentía las caricias en su entrepierna mientras cerraba los ojos detrás del antifaz. Sus labios brillaban. Pálidos, pero brillaban. Tenía un aliento a vino borgoña que le era agradable. Ese hombre no sería muy mayor. Lo decían sus uñas claras y sus manos que no tenían manchas ni rubores. Un mosquetero. Se habían fugado de la fiesta. Ella lo había mirado y él se le fue acercando con una dulzura de pájaro o de río. Besaba bien. Dejaba en la boca un dolor leve de inocencia. A ella le gustaba. Le apetecía quedarse con esa imagen del amor y no con la de sus hermanas que olía a ropas sucias de hombre y a lágrimas en los corredores. Le gustaba el peso. Peso y olvido. Ya era tarde. Lo decían las campanas de los pastores y las carcajadas de la muerte que acompaña al carnaval. Pensó que el amor era como danzar con la muerte del carnaval. Lento y arriesgado. Lento y macabro. La muerte vestía de blanco. El placer, también. La muerte llevaba una pandereta que iba haciendo sonar por las esquinas. Las manos. Las sintió suaves y exactas. Tan ciertas como el perfume que se filtraba por las ventanillas del carruaje. Alguien, un desconocido, golpeó un cono de metal, de esos que suelen colocarse en las muñecas y en los codos. Esto señalaba la presencia del final en los escenarios. Conocía la tradición. Las máscaras se caerían y los rostros se llenarían de luz denunciante y cierta.
Un campo de batalla. La cama era un páramo de amores y revueltas brumas. La ventana traía los sabores de un día que se iniciaba a regañadientes, como tantos. Todos iguales. Todos distintos. Desde esa situación de peregrinos de cuerpos, él intuía la distancia que separaba los sabores de la rutina. Un campo de batalla. Ella no estaba en la cama. Vio la flor de plástico colgada, y pensó que ya era tiempo de pintar la pared que daba al balcón. Una espuma diminuta y lo áspero de las sábanas repercutiendo en su lengua. Escuchó el ruido del agua al correr en el baño. Desde la puerta entreabierta se alcanzaban a distinguir las formas de la mujer que amaría sólo esa noche. Eso también lo sabía. Encendió un cigarrillo pero lo apagó sin fumarlo. No fumaba pero eso era lo que se hacía en las películas después de haber hecho el amor. Un campo de batalla. Otro día se lo contaría a los amigos. Les diría las formas en que lo hizo, las posiciones, los jadeos, los gustos, los sonidos, la forma de los senos, el tamaño del sexo.
Detallaría las referencias para que todos tuvieran fantasías, para que ninguno quedara afuera después de hablar con él. Y entonces sería como el recuento de las bajas en los campos de batalla. Cuántos muertos, cuántos sobrevivientes, cuántos lisiados. Repetiría las cosas con un breve regusto a triunfo, a obligada excitación en los otros. Se transformaría en el dueño de esas mentes hasta culminar la historia, hasta cancelar bajo una llave de travesura los vericuetos de la hazaña, los detalles. El rumor del agua continuó un momento más. Las cortinas comenzaron a balancearse con el viento de la mañana. Se cambiaría e iría a la calle, a casa de alguien. La olvidaría, dejándola morir de a poco en su cabeza, y lo de esa noche sería una mera casualidad de los adioses. El problema era la despedida. El decir:"adiós, hasta pronto". Y ella con los ojos muy abiertos, no respondería nada. O le diría "adiós" prometiendo otro encuentro. Encuentro sin iniciativa. Otro volver a despertar junto con un rumor de aguas en la trinchera.
El agua refresca lo que deja la noche. Vio caer lentamente apresuradas las gotas por los azulejos, por sus pechos, por su vientre. Vio deslizarse el jabón por zonas maltratadas durante el recorrido del amor. El agua enfría la punta de los dedos y los residuos de lo vivido. Él estaría durmiendo. O no. Era muy joven. Tenía algo que lo distinguía de los demás. Era esa manera de acariciar, como los chicos, las partes tibias del cuerpo. Un lindo chico. Había disfrutado mucho eso de tener relaciones con alguien desconocido en lugar de ir a la facultad. Una relación porque sí, por el simple hecho de tenerla. Eso era todo. Despertarse junto a un muchacho del que no conocía ni el nombre y regodearse en eso. Era algo hasta frívolo en períodos de examen. Había pasado y ella se sentía bien. Pero qué diferente se ve el amor al otro día. No es lo mismo. Es como si los pensamientos traicionaran, es como si ya todo fuera distinto a algo. Su profesora de psicología le había hablado sobre el Edipo. Le había dicho que siempre se terminaba cumpliendo. No sabía si eso era cierto. Quizás, sí. Quizás ese muchacho era igual que su padre o que su hermano en algunas cosas. De lo que estaba segura era de que Horacio se quedaría sin ella. Lo pensaba dejar. Como se va dejando todo en el camino sin ninguna pena. Ahora tenía algo para recordar. Por ejemplo un cuarto, con una flor de plástico y muebles tapizados de negro y floreros oscuros. Tendría para recordar un ligero gusto a sal en la boca y en los ojos de ese muchacho cuando la invito a subir. El agua refresca. Es como estar en un río que corre y se escapa tan de prisa, sin dejarse detener. Esa noche había sido como el agua: demasiado tersa, demasiado rápida. Acariciante y desgarradora. Una condena de siglos hilvanada por la piel y por los pulsos de la sangre. Cerró el grifo y tomó una toalla. Cada gota se le negaba. Se la llevaba la tela con una velocidad de paño y algodón. Pensó en repetir la noche esa. Pero se dijo que no. ¿Por qué continuar con aquello de alejarse y volver a verse sin ninguna razón fija? Sólo el peso de una espalda, de unos hombros. Después, las noches iguales, los recuerdos, esa forma tan bella de recuperar lo que fue por un rato.
Le gustaba ese olor a menta. Ese sabor amargo que dejan en la boca las hojas y los árboles. Tendida allí, delante de él, se comenzaba a vestir, a acomodar su antifaz y sus lentejuelas de carnaval. Las risas se habían extinguido detrás de ellos. Algún arlequín borracho ejecutaba la melodía de los últimos minutos. Los que bailaron, estarían acostados en los sillones del salón, con los pies sobre las sillas o las mesas. Tenía olor a menta y le gustaba. No contaban los movimientos pendulares dentro del carruaje y las piruetas descollantes de los dos sobre la pana. Quedaría un recuerdo de nalgas al acecho, de hombros irrevocables, de piel bajo los dedos que presionaron, que abrieron, que buscaron la parte joven del amor que ya no era. Ella se iría con los vestidos arrugados y las desprolijidades de la noche. Él, arreglaría su traje de mosquetero y sus botas. Desaparecería por los caminos, para que nadie llegara a reconocer su porte de marido indiscutible. No pensaba en bailar. Ni siquiera deseaba ver el rostro de la joven bajo la luz de las lámparas. Era todo tan efímero, tan percutiente y final. Como los carnavales mismos. Así de breve. Las serpentinas se descolgaban de los balcones, cayendo en el suelo junto a las cornetas de latón, los lagartos de mazapán sucumbían bajo los colmillos de los perros, los disfraces se terminaban por apolillar. Y ellos no serían iguales. Pensó que nunca volvería a besar del mismo modo. Ella recogió las perlas falsas ceñidas a los tobillos y la pandereta de cartón. La miró un momento, estudiándola como un arrepentido. A veces hacer el amor no es tan bello. A veces también, hacer el amor mata. Porque el mismo amor es como una forma de muerte. Como esa que bailaría muchas horas más, bajo la luna, mientras todos desaparecían y quedaba un resabio de azufre y alegría manoseada entre los pastos del parque. Abrió la portezuela y volvió a cerrarla. No era correcto que se fuera sin esperar que la extraña terminara de arreglar sus ligas y sus corpiños. Un olor a agua florida vibraba en el aire justo de la noche. El amanecer era un listón nacarado que no terminaba de desprenderse. La miró. Y cerró los ojos.
Sería intrascendente. Eso que se había atrevido a hacer no contaba. Sus amigas la habían aconsejado bien, y probablemente le estaban codiciando la dicha. Ella, la solterona segura, se había acostado en un coche con un hombre verdadero, y no con uno de aquellos príncipes insulsos y perfectos que imaginaba en la soledad de un cuarto atiborrado de cruces. La noche había sido perfecta. Conservaba un silencio de agua y de corazones marchitándose. Comenzó a vestirse. Él se retiró de su cuerpo e hizo lo mismo. Se calzó unos jubones grises y una capa manchada de sudor y de aceite colorido. Seguramente eran manchas adquiridas en la fiesta. Las botas estaban a un costado. Aseguró los breteles y ató más fuerte la cinta del antifaz. Era muy necesario que no se reconocieran. En un pueblo chico se tornaba difícil convivir con alguien con quien se ha hecho el amor una noche solamente. Las lenguas y los pensamientos solían volar alto en cuestiones de amoríos. Se calzó los corpiños. Lo extrañaría seguramente. La locura de su madre la obligaría a permanecer a su lado. Afuera, la muerte danzaba con la cara frente a la luna. Era el loco del pueblo al que lo habían disfrazado de muerte para darle una nota realista al carnaval. Bailaba sin ningún ritmo, como la muerte misma. Sólo, con los brazos en cruz. El mosquetero sería el sueño para sus noches de remedios y guardias, de médicos y sábanas blanqueadas al sol. Esa noche era su segundo de inmortalidad y de frescura. Él abrió la puerta y volvió a cerrarla. Le pediría que se quitara el antifaz pero ella se negaría pues no deseaba que la viera. Tenía miedo de algún posible reconocimiento. O de que se enamorara de ese placer con párpados y capa de mosquetero. De esa sombra trasnochada. No. Eso no era bueno. Terminó de calzarse la última liga y se dio cuenta de que el hombre continuaba mirándola. Deslizó una mano por sus pechos y miró a través del vidrio. Todo tan calmo, parecía no estar. Un réquiem de caretas y baile a la luz de la luna. Bajo ella también, la muerte que danzaba.
Se incorporó. Comenzó la implacable tarea de colocarse los pantalones. El viento penetró por la persiana y le agitó el cabello de la frente. Ella seguía en el baño. Sola, estaría pensando en irse, en salir pronto de esa casa y ni mirarlo, pretendiendo no recordar nada en todos los días que seguirían a aquél que los unió. Todo eso cruzó por su cabeza. Era el tiempo de las profecías estancadas. Porque, ¿qué hacer después de hacer el amor? ¿Qué error nuevo cometer para completar todo lo inconcluso de una noche? ¿Cómo inaugurar nuevamente un día mientras el calor de los cuerpos consume y evapora la tempestad en las orillas de las camas? Era extraño lo que sentía. Una mezcla fina entre el sabor del primer cigarrillo que aún no fumaba y las pesadillas que solía tener de niño en el regazo de su madre. Un perfume suave invadió la habitación. Como de bebé. Sería el perfume de ella. Ella. Todavía no conocía su nombre. Deseó conocerlo. De pronto. Fue un impulso gratuito, avaramente gratuito de conocer también las formas de su nombre, los acentos de las palabras que la determinaban única. Los nombres suelen ser ese esfuerzo por recordarnos que es probable ser únicos alguna vez. Terminó de calzarse los pantalones y la camisa. Buscó los zapatos y la cartera. No quería despedirla así, tan desnudo frente a sus ojos. Del cuarto de baño se filtraban sonidos de pulseras y collares igual a los que emitía su madre cuando se arreglaba para salir. Le preguntaría cuando saliera, con esa carterita tan chica, bien adolescente casi. Le preguntaría cuando lo mirara sin verlo y le acariciara la mejilla como esas prostitutas que llamaban en las fiestas con sus amigos, los días del secundario. Esperaría para preguntarle. No le gustaba interrumpir a las mujeres mientras se cambiaban o estaban solas en algún sitio. "Las mujeres necesitan su espacio para hacer las cosas que hacen las mujeres cuando están solas", le decía su abuelo y eso era justo. Esperaría para preguntarle. No faltaba mucho.
Cepilló su cabello y ajustó sus medias. Se le había hecho tarde. Pero no era importante. En definitiva nadie la esperaba en su casa. Una amiga que estudiaba Derecho, los alumnos de su otra amiga y una gran montaña de papeles sin siquiera fichar para los finales. Cosas. Pocas cosas. Una ventana tan distante, tan solitaria; unas cortinitas de cretona roja y el olor del detergente de su cocina. Cosas. Sin importancia. Terminó de arreglarse. El chico estaría en la cocina preparando café y haciendo planes. Esa noche era el cumpleaños de Horacio. Se había comprometido. No tenía ningún interés en ir, pero las relaciones no estaban para un plantón más. Quizás terminaran antes de lo esperado. Quizás se casara con Horacio. No sabía bien. Recordó que no conocía el nombre del chico. Al principio no le dio importancia al detalle, pero mientras delineaba los ojos y los labios con lápices oscuros, pensó que debía preguntarle. No era justo hacer el amor y quedar tan extraños. Debía hablarle. Para poder pronunciar su nombre una sola vez, en un abrir y cerrar de labios, en un modular de palabras que se perderían contra la flor de plástico. Pronunciarlo. No como un trofeo de guerra, sino como retribución a alguien que la hizo sentir bien, que le dio un beso tan fresco, tan vital para sus aventuras de estudiante atrasada, de mujercita a medias, de muñequita fatal con apuntes colgados a los hombros en las carteras. Luego se iría. Iluminada por la luz de un sol aplastado contra los edificios y el asfalto. Se iría dejando flotar con el olor de la colonia el nombre del muchacho. Entre los colectivos llenos y las manos de los mendigos, entre los besos de su novio y las largas horas de pie frente a los bancos para cobrar el "giro" de sus padres. Se iría con eso en las manos. Los ojos llenos de muchas imágenes y no de aquella piel que fue sólo una noche, todas las horas de una sola noche hasta las luces del día y de todos los días iguales, hasta el fin.
El aire llevaba una historia a cada paso. Desde ese coche de caballos en mitad de la ceremonia del carnaval, él sabía que el aire llevaba una historia. Ella estaba terminando de vestirse. Otra ceremonia de pliegues y de frunces. Acomodó nuevamente su sombrero de mosquetero y miró hacia adelante. La pluma de avestruz le abanicaba con sombras las arrugas de su frente. Una forma danzaba bajo la luna. Era la muerte del carnaval. Llevaba unos conos de metal que sonaban a cada paso. Era divertido. Los niños los golpeaban con palos y los metales lanzaban un ruido quejumbroso. Con esto se distrajo. Era tan sencillo perder el control de los pensamientos en aquella duermevela de los trasnochados.
Ella pensó que sería bueno volver a ver al muchacho ese. Todavía quedaba mucho espacio por ver. Las manos chocaron con la cremallera de un cierre. Era bueno hablar. Para volver a encontrarse, lejos de las camas, de la artillería y de las desnudeces. Quien dice que podrían pensar en verse en una plaza, y estar muy cerca de un romance normal.
La muerte del carnaval era una sombra apenas. Un algo que estaba danzando bajo la luz de la luna. Ella vio ingresar la mano, llana, por la ventanilla del coche. Tras la mano sintió un grito que estalló como una costumbre de levantar tempestades y delirios. Ella, la soltera, la que debería quedar para socorrer enfermos y cargar con largas túnicas de fiebre y de desgracias por los corredores. Ella, la atroz descastada del placer, la condenada a ser la imperiosa vigilante de sobrinos y madres moribundas, lanzó un grito ante la muerte que la seguía con sus conos de metal y su furia sin consuelo.
La puerta se abrió con un golpe seco. Él intentó levantarse de la cama pero todo resultó tan rápido que le quedó en las manos un olor a velocidad custodiando las sábanas. Al ver al intruso ella se arrojó sobre él pero este la tiró contra la pared. Un golpe suave sonó y se quedó quieta, muñeca marchita, sin respuestas. Entonces pelearon. El otro sacó un revolver y disparó contra la cama. Él alcanzó a agacharse cuando la bala impactó en el travesaño. Fueron golpes duros. Él trataba de soltarse. El otro lo tomaba de las manos y le golpeaba la cabeza. Los golpes y el dolor se sucedían. Sintió la tibieza de la sangre corriendo por su frente. Todo era dolor y golpes, aire viciado y luces surgiendo de todas partes.
Por la ventanilla una mano entró y lo tomó del cuello. La mujer gritó pero nadie la oiría. Era muy tarde. Las fiestas habían culminado. Nadie caminaba por el lugar. La mano sujetaba con una delicadeza cruel el cuello y las puntillas del mosquetero. Luchó para zafarse, pero era difícil contra alguien con más arrebato y más locura.
Oyó la puerta y lo vio. Era Horacio con un revolver. Volvió a recordar la amenaza: "traicioname y te mato". A la salida de la Facultad o a la entrada. Se tiró para detenerlo pero él la empujó. Su cabeza golpeó contra la pared como la cabeza de los gatos que mataba su hermano en el campo. Vio los golpes y sintió pena del muchacho al que ya quería. Vio el revolver y el cuerpo hermoso caer como un saco de loza rota contra el travesaño de la cama. Vio un sol como tantos brillando detrás de los cristales y de los objetos que poblaban el cuarto.
Vio como el mosquetero se quedaba quieto. El cuchillo lanzando brillantes amenazas en la oscuridad, abriendo una zanja roja en el cuello del hombre, al que después le colgaban los brazos, las piernas, los labios, suspendidos en un vacío lleno de luz que huye. Pensó en lo breve de las recomendaciones, en lo inmaterial de las culpas. Pensó en los diálogos con sus amigas, en que no era bueno salir sola con hombres comprometidos de una sola mujer, ni siquiera para carnaval. Lo recordó mientras gritaba. Recién pensó en escapar cuando el cuerpo del mosquetero llenó de sangre su falda.
Intentó soltarse, pero los golpes formaban un rosario sin tregua hasta la última luz del sol. Un estertor surgió de su pecho. Tenía que soltarse, los golpes y el travesaño, la cabeza y la sangre, los golpes y la mujer en el piso. Sintió el desmayo como una arcada gigantesca que salía de su boca. Lo sintió como una parte desconocida de su mismo cuerpo, surgido de él. La inconciencia incompleta, el regusto, la forma de un silencio bajo las manos. Y abrir los ojos. Ver el caño de un revolver frente a la cara como en las películas. Sentir miedo.
Trató de sacarle la máscara pero el dolor era tan fuerte. La garganta era un nudo de carne, atravesado por una hoja filosa y fría. Y el líquido que no dejaba entrar el aire a su pecho. Y la noche con todas las respuestas. Y saber que se está muerto.
Supo que el arma conocía su camino. Lo supo por eso de agonizar por alguien que ya no está. Cerró los ojos. Las fuerzas de un minuto sellarían ese atrevimiento vestido de vinílico rojo.
Ella empujó pero la muerte era más fuerte. Entonces volvió a gritar sabiendo que nadie contestaría. Gritó mientras corría la cabeza del mosquetero de su falda que dejaba un camino rojo en la tela. La mano de la muerte la tomaba del brazo. Detrás de la máscara alguien repetía "me lo quitaste, tú, me lo quitaste". Del bolsillo de las calzas del mosquetero caía, perfecto y silencioso, un anillo de bodas.
El final era un balazo que no le pertenecía. Un tiro justo. Y el nombre de una mujer en mitad de todo aquello, lo mismo que unas páginas oscuras escritas en una cama.
PÁGINA 14
El paraíso de Isabella
Por María Guadalupe Allassia (Santa Fe/Argentina)
L' elisir d'amore
Y que es eterna luz decirte puedo
cuanto aquí ves, y encaja justamente
como el anillo corresponde al dedo
Dante Alighieri. Divina comedia (canto XXXII)
Los ojos eran como vidrio hecho trizas, por donde la luz entraba con imágenes centelleantes. Muy lejos, los dedos de las manos crujían y se enfriaban, mientras los tigres de la Muerte pasaban en silencio por las tierras oscuras de la habitación y se acomodaban, dóciles, al costado de la cama de cedro. Sólo a esperar.
Isabella dejó que el invierno la meciera lentamente entre las sábanas.
Estaba acostada y sin embargo, le parecía caminar sobre cristalitos de escarcha. Tenía frío y sabía que iba a morir.
Entonces, lloró en silencio con una lágrima viva que salía de un solo ojo.
Una lágrima que quemaba como llama. Desde el fondo de la lágrima oyó un sonido, mucho más importante que el de los pájaros en invierno o el rumor de los tréboles movidos por la brisa. Era una voz de hierba verde que venía de algún lugar secreto, alejado y profundo. La oyó claramente. La oyó como su música preferida, L'elisir d'amore, una furtiva lágrima. No podía comprender las palabras porque las palabras, eran música entretejida en el cielo. Seguramente, música de Gaetano Donizetti.
En ese momento entró la luz y con ella, el ángel alto, verde y azul, con las mejillas rojas.
Manso ruido de aire lo acompañaba, temblor de alas.
Un ángel, -murmuró Isabella-. Un ángel con voz de menta y hojita de salvia.
Angel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche, ni de día. Ay, ángel, quiero que cumplas mi último deseo,
El ángel sonrió y asintió con la cabeza, mientras Isabella lo veía flotar sobre la espuma del mar de Calabria.
-Quiero comer ajíes, los ajíes rojos y picantes que a mí tanto me gustan.
Sorpresivamente, entre las manos del ángel, apareció un frasco de vidrio lleno de ajíes pequeños y coloridos.
-Hermoso mío- susurró Isabella deslumbrada.
La luz del espíritu celeste al servicio de Dios, ángel del noveno coro, henchía el aire y lo transformaba. Ahora todo era azul.
-Te llamaré Azzurro, caro mío-. Isabella habló despacio, casi en secreto, mientras el ángel le acercaba con su manos delicadas, dos ajíes.
Isabella abrió la boca y mordió. Reconoció el sabor conocido y amado.
La piel se dilató en un millón de bocas calientes y la sangre se entibió bastante.
-Mangia, che te fa bene- dijo la figura celestial y con un ala empujó a la Muerte y a sus tigres contra las telarañas grises que se rompieron, asustadas.
Vos llevate las sillas de Viena, Francesca. También, la vitrina de cristal.
Yo me llevo el aparador. No, Rosina. El aparador es para Umberto que es el hermano mayor. No, Francesca. Es mejor que Umberto se lleve la escopeta del
nono. ¿Te acordás? La que usó contra el inquilino cuando ese pobre hombre le comió los higos de la vieja higuera. No hagan tanto ruido, pidió Antonio. Me parece que todavía oye lo que hablamos. Aunque tiene los ojos cerrados.
Huele como la menta.
Isabella comió otros dos ajíes y se abrió la puerta de la Cruz del
Sur. De par en par. Isabella vio el barco que venía de Cosenza, lleno de inmigrantes, como ella. Estaba Vittorio, su marido muerto, con los botines viejos y el baúl de cuero antiguo. ¿Qué hacés allí, Vittorio, con tu reloj de bolsillo marcando las tres y veinte, hora de tu muerte? Guardalo, que te lo van a robar.
Sería bueno que el reloj estuviera en la casa de Laura. Total, para qué necesita ella otra cosa .Y el cubrecama de hilo, con flecos de seda. Lo pidió la tía Gianna, para su cama de bronce. Bueno, dáselo. El cubrecama con olor a mar, como decía el nono.
Otros dos ajíes.Uno rojo y otro verde. Un puñado de ventanas se abrió en el cielo. No, no eran ventanas. Eran estrellas. Su luz alumbraba un mar verde y rojo.
-Son ajíes -expresó el ángel. Un mar de ajíes que alimentan la eternidad. Cuando sube la marea, por los cantos celestiales, un ángel lleva algunos frutos a un alma moribunda y buena, tal vez para que sea salvada por voluntad de Dios.
El mar del extraño elixir tocó a Isabella en la boca y el calor invisible la rodeó canturreando intensamente. Remedio maravilloso que le permitió ver a sus amigos italianos, muertos, sonriendo dulcemente al lado de la Virgen María.
-Azzurro, Azzurrito, quiero ver más.
-Estás viendo el cielo de América- explicó el ángel- y le permitió ver a Vittorio sacándose una foto en color sepia al lado de una planta de maíz alta como una montaña.
Llevate los platos de porcelana y dale a Emilia la tetera de plata. Se está moviendo. Nona, nona, no contesta. Huele como las violetas.
Otro ají. En la cabeza la sangre daba vueltas y abría flores y duraznos maduros sobre la tierra de América. Porque la tierra también es semilla que cae de las estrellas.
El piano lo llevamos mañana. Después de. Marieta buscó el mantel de los domingos, vainillado en los bordes.
-Rosas, siento olor a rosas-, dijo.
El Ángel le alcanzó otro ají a Isabella y sus cabellos calabreses, negros y ensortijados, se encendieron como un volcán y crecieron, calientes y hermosos, sobre la almohada blanca.
El sol balsámico que salía del frasco incendiaba todo. Desde la furtiva lágrima, Isabella vio a Vittorio. Se acercaba con agua de cuchara, sedosa y fresca, para dulcificar los labios que ardían rojos y brillantes.
La habitación ya era un día de vendimia cuando Isabella se sentó en la cama y dijo:
-Quiero agua, agua estrellada y mansa como la que me da Vittorio.
Los familiares cumplieron, asombrados, con el pedido, mientras la vida de
Isabella latía como marea caliente de verano, fuerte y más fuerte y el corazón retumbaba en rojo y verde.
La Muerte huyó, con sus tigres avergonzados, por la celosía de las ventanas.
El ángel, ahora llamado Azzurro, sonrió enigmático y saludó cortésmente:
-A riverdici presto, Isabella-. Y desapareció como un suspiro amarillo.
Cuando toda la casa volvió al orden imprescindible y necesario y las sillas de Viena regresaron alrededor de la mesa familiar, Isabella, sentada como una flor en la cama de cedro, tomó el frasco que esperaba detrás de la mesa de luz y mordió con fuerza un ají picante.
Porque en la vida hay tiempo. Tiempo de buscar y de encontrar.
PÁGINA 15 – Poesía allende el mar
Podrías ser dos
"Agualava y su fluir en cauce anónimo.
Agualava y su tambor en talle de gladiolo.
De gorjeo.
De gruta acorazada."
Patricia Díaz Bialet, Argentina
Un laberinto de ojos y de abejas
Una cola con olor de ropa vieja.
Calesita de popa, marabunta
Detrás de la noche serpentina.
Un cuello sin pudor, larga la estela
Enroscado en la bota de su sexo
Cuando carga el furgón de salvia nueva
Y posa su cabeza en el mantel de esquina.
Podrías ser
Una india y sus quimeras
Semblanteando el suelo hecho de rayos
Cuando rodeas con tu pecho su cintura.
Una nube de río en pampa húmeda
Un destello que apagase el día
con gritos nuevos, que como vino
Derramaras en el eco de su boca.
Pero sentado en las piernas de la hamaca
Pareciéndote al pelo de la muerte
Entrarías en tunel impenetrable
Para volverme yo sal y vos, escarcha.
Pasea el viento su sueño de otra diaspora
Babeando desde encima de la luna
El agualava que brota de su ritmo
Mojando la quietud que llora con el alba.
Marta Zabaleta (Londres/Gran Bretaña)
Nostalgia
A Ítaca volví; fue mi destino.
Largo tiempo vagué sin otra idea
que retornar a sus doradas costas.
Hubo noches de fiebre, dolorosas heridas,
desesperadas horas de silencio.
Es cierto, sí, que padecí la cólera
del feroz Poseidón y del exilio;
que velé eternas noches para no perecer.
Mas al fin regresé: fue mi destino.
Atrás quedaron cíclopes y cantos de sirena;
lejos ya en la memoria, la divina Calipso,
la funesta Caribdis y Circe, la hechicera.
Pero hay atardeceres melancólicos
que me traen aromas de ese tiempo;
mirando al horizonte y al pasado
siento el ardor del viejo navegante.
A Ítaca volví; fue mi destino
mas hoy siento nostalgia de la espuma
del viento, de la sal, de la resaca...
Sergio Borao Llop (Zaragoza/España)
Gacela del insomnio de Polifemo
Sólo un ojo inmóvil
observa cómo le aumenta
la dimensión de su párpado,
y en cristales,
ese párpado indomable,
de repente,
arrastrado por el caos,
se convierte en diamante,
en un cuchillo de cristales,
y de ríos sin orillas
que nos cuentan
cómo los nenúfares viven ahora en mares,
donde el murmullo, los tigres y los cristales
flotan en sus aguas sin fondo,
y de hilos transparentes
que dirigen al ojo,
ahora pálido y blando,
hacia laberintos de visiones circulares,
que infinitamente le conducen
a una mano que le tiende
al precipicio del único hilo transparente,
y esa mano que lo envuelve,
erizando su piel frágil,
es la mano traidora de Galatea,
la última presencia infantil de su inocencia.
Carmen Díaz Margarit (París/Francia)
Pretexto.
Entre mi cuerpo alado
y su margen
entre imagen virtual
y tu mano tensa hacia mí
Estoy dudando
Siento en el alma algo raro
hay algo
que me obsesiona desde entonces
pero no sé bien qué es
Colón
descubrió América en 1492
yo acabo de descubrirte
ahora, en 3007
Todo es un pretexto
para amarte algún día
salir al balcón
para orar por los pobres
saltar por la ventana o de la cama
como un niño
luchar por un ideal
o por el bien de un país
dar el caramelo a un niño
tener la bondad de hacer algo
aventurarse
tener la varita mágica
para sobrevolar las grandes ciudades
inclinar el fiel de la balanza
a favor de la mariposa
negarse en redondo
a molestar una flor débil
Todo es un pretexto
para amarte algún día
pero ¿por qué estoy tan triste?
me falta algo precioso
si por casualidad pasas
por ahí
no dudes en llamarme.
Youssef Rzouga (Mahdia /Túnez)
Donde habita el olvido
El 21 de septiembre se celebra el Día Mundial del Alzheimer, enfermedad por la que las facultades cerebrales se ven mermadas al extremo de costarle la vida al paciente. Los índices se han elevado de manera notable en los últimos años, y por las estadísticas proyectivas, en el futuro próximo será aun más notable.
La abuela se fue muriendo
de olvido.
Se olvidó de sobrevivir.
Y a su corazón se le olvidó
seguir latiendo
después del último latido.
A la abuela se le fue olvidando
el significado de las palabras
y hasta su propia voz olvidó
de qué forma salir.
Olvidó qué eran sus lágrimas o
como abrir sus ojos transparentes.
Se le olvidó el dolor que duele
el dolor
o dar un paso tras el último
paso dado.
Las cortezas de su cerebro
se hicieron blandas e inútiles.
Al principio, cuando aún
se acordaba de andar,
de cagarse encima
o llorar,
la abuela nos hacía mucho
daño sin querer.
En las retinas lo guardo todo.
Mi madre, su hija, su madre,
murió antes que ella.
Y nos dejó huérfanos a todos.
Y a ella.
Pero mi madre,
se moría un poco,
cada vez que la reñía
por beberse una botella de lejía
o desnudarse en la calle
como un bebé vagabundo.
Y la abuela, la que tanto miedo
le hizo a mi vida,
y tanto añoro,
la de la vida convulsa de hambres,
niños muertos,
e hijos enfermos,
la de las palizas del abuelo
que murió de un calambre
por alcohólico, fascista o pobre loco,
Se fue muriendo en aquel sitio
al que nunca tuve el valor de ir.
Y sé que la abuela murió
de olvido
pero no olvidada.
Que sus huesos se plegaron
en posición fetal
como un recién nacido famélico
y listo para morir.
Hasta que se le olvidó de respirar
después de la última respiración.
Y ese día, todos respiramos.
Para seguir respirando...
Eva Vaz (Huelva/España)
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La respiración del lirio
Por Sonia Catela (Ceres-Santa Fe/Argentina)
Cuando vi aparecer esta noche a mi viejo, brotado de la bodega de la oscuridad y la tormenta, pensé que la ocasión exigía algo más refinado que el trivial saludo que me propinó. Porque su llegada, dadas las circunstancias, no podía sino responder a un propósito inusitado. Un aviso. Una revelación. Sin embargo, pese al desorden de mis inhalaciones y la rebeldía circulatoria en mis venas, aguanté del lado de acá, en el filo, y no rompí la costumbre de devolverle un "hola" igual de desabrido. -Sí que no esperaba verte -añadí. -Yo tampoco. -¿Y? -requerí. -Te traje algo- acotó y se señaló el bolsillo abultado, -¿De allá? -me espanté. Pero no mostró el objeto; pasó a mi lado sin besarme ni tocarme y entró directo a la cocina.
-Te cebo mate- fue lo siguiente que dijo el Viejo echándose la gorra hacia atrás. Y se metió en esos preparativos como si nada. Yo aguardaba que anunciase lo que embuchaba, escrutaba el bulto en su bolsillo y esperaba sin aliento. Lo miraba sacar yerba y bombilla y calentar agua mientras mi desasosiego crecía, en la punzante sensación de que él me llevaba una ventaja: ahora se encontraría al tanto de todos mis pecados y mis malos pensamientos. Por eso se había acercado, o lo habían mandado. Había atravesado la cavadura de la noche y los truenos con pleno conocimiento de esos secretos hervidos en mi conciencia y que lo incluían a él en remotos y fantasiosos incestos. Y también, el haberlo imaginado desnudo mientras hacía lo necesario para traerme a este mundo. Así había armado la pintura del viejo, glúteos al aire igual a un renacuajo de dos colas, mientras navegaba sobre mi gorda madre. Y ahora él, tan pudoroso, debía hallarse al tanto de esas perversidades filiales, y de la mano de ellas vendría un castigo y también el descubrimiento de una verdad inesperada. -Qué tal tu vida- me atreví y sorbí el primer mate con toda lentitud; él arrimó la mano al bulto y me cortó el aire. -Vos siempre descuidando esa puerta-, reprochó el viejo, siendo que esta noche hubiera podido entrar con cerradura echada o sin ella. -El barrio sigue tranquilo, papá-, dije, -aflojá con tus aprensiones. En una palabra, lo de cualquier encuentro aunque me muriera de ganas de charlar sobre qué opinaba de mis pecados y de las infracciones cometidas por mi imaginación para pedirle perdón si venía al caso, o mantenerme en mis trece si la visita rumbeaba para el lado de las discusiones; siempre porfiamos en nuestras respectivas testarudeces aunque ahora la variante situacional me mantenía recelosa. Volvió a tantearse el bulto del regalo, por afuera. Pero no concretó. Contra su costumbre, mi viejo rechazó la copa de vino que le puse al frente. -Qué te trae por aquí-, seguí atreviéndome. Quería precipitar el meollo o nos quedaríamos en los preámbulos. Eludió como si nada: -Qué tal andan las cosas-, dijo. Repliqué que todo normal. Omití el comentario de nuestras penurias; él no las ignoraría. Como había pocas novedades que agregar, repetí que el barrio siempre tranquilo. El mate no iba a pasar de los treinta minutos por más que yo tragaba y tragaba verde superando el cupo de tolerancia de mis intestinos. Lo controlaba esperando que él abriera la boca y se confesara de una vez. O que metiera la mano en el bolsillo y sacara la cosa que me había traído de allá, aunque esto tanto me amedrentaba.
Mi viejo ceba, metido en su gabán y en su mutismo. Yo espero. Él alza el brazo, empuña el termo, me pasa el mate. Cada vez trato de tomarle la mano, para saber, pero él la escamotea indefectiblemente en el instante precedente. Yo intento especular hasta dónde ha averiguado. Qué tendrá que manifestarme al respecto. Pero el viejo sólo tiende los mates y los pone frente a mí. -¿Y allá cómo estás?- indago y no por formalismo. Otra vez me birla su mano. Por favor, que hable. Pero sólo replica "bien" siguiendo su costumbre de parquedades, y oculta alguna angustia si es que le retuerce las tripas y si es que tiene tripas. -Bueno, el último-, anuncia y vuelca el resto final de líquido en la calabaza. No quería que llegase el momento en que ese termo se acabara. Insisto, urgida, sobre qué novedades trae y para qué vino o lo mandaron. -Y cómo querés que esté-, reitera, y se ríe con esa sonrisa conocida, en la que falta el canino de cuando creyó que estaba tuberculoso y se moriría, languideciendo día a día en Cosquín, y vomitando a pedazos sus pulmones podridos. Y sin embargo, tuvo tiempo de hacer lo necesario para largarme a este mundo. Mi viejo no sale del "cómo querés que esté" con su cansancio tristón, y cuando me descuido, ya muestra sus espaldas caminando quién sabe adónde y hasta cuándo. Dejándome sin aliento. -¿Y te vas así?-. Se encoge de hombros. -Pero, volverás-, requiero. -A lo mejor-, susurra, siempre de espaldas. Pone la cosa que me trajo en la mesa: algo tenue y palpitante parecido a un lirio azulado, y se marcha. Cuando intento tomar la flor, ésta se desvanece como si hubiera estado pintada con aire. La puerta se cierra tras la espalda de mi padre, en un encuentro como tantos otros, si no fuera porque desde que él se murió hace cuatro años no nos habíamos vuelto a ver.
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La poesía light: imágenes de pasarela
Por Carlos Fajardo Fajardo (Cali/Colombia)
Paralelo a la caída de las utopías modernas de aventura, se resquebraja también la imagen del poeta. Entra en escena un poeta discreto, más espectacularizado que comprometido, arrojado a las esferas de lo efímero y sensacionalista. Víctima de la memoria inmediatista, a éste se le olvida y archiva pronto, cambiándosele muchas veces por otras estancias seductoras. Apabullado por los mecanismos de lo audiovisual, queda confinado a deambular sin rostro en medio de una estética posindustrial que favorece al pragmatismo utilitarista, efectivo y eficaz de la seducción telemática. La publicidad desea ciudadanos y consumidores que aplaudan no contenidos ni argumentos sino lo que fascina por su inmediatez. De allí el dilema del actual poeta: ¿utilizar también el marketing publicitario, la teatralización seductora para atraer a las “mayorías"? ¿Integrarse a la espectacularización como un componente más del Jet, la moda, el turismo y las agencias globales, o proseguir con los paradigmas de ruptura, autenticidad y pulsión individual creadora, tan caros a los neo-romanticismos vanguardistas? Efectivismo efímero versus poesía efectiva y transformadora.
Enorme pluralidad de las búsquedas; individualización masiva de los gustos. Al poeta actual se le exige ser creador de “mensajes ligeros”, ingrávidos y favorecer la ley del mercado que propone “dar a cada uno según sus preferencias” (A. Heller), preferencias desde luego administradas por la oferta de gustos ya establecidos.
De manera que al poeta, hijo de estos nuevos contextos, se le arrincona y se le ofrece a cambio de su provocadora fuerza de invención contestataria, el plácido sabor del éxito, del exhibicionismo, alimentando un narcisismo e individualismo incivil ensimismado. De este modo, pasa de las Batallas de Ideas a las Batallas de Imágenes Visuales en Pasarelas. “Para ser aceptados por la circulación, deben ir a favor de la corriente, casi mecerse en ella. Sólo así se convierten en noticia. Levantar banderas cara al viento que sopla es un riesgo inútil, derriba a esos que intentan avanzar contracorriente” (Massó, 2001, 77). ¿Poesía de colaboracionistas y conciliadores? En el poeta posmoderno light, la pulsión crítica provoca más bien re-pulsión.
Para lograr este acontecimiento publicitario, o motivar la seducción y el aplauso a una obra a veces de sospechosa calidad, se atiende más al número de públicos que la mencionan que a sus lectores reales; a un triunfalismo momentáneo que a su verdadera permanencia poética. Es decir, se debe estar de acuerdo con la lógica de la cultura light, la cual posee sus pedagogías y literaturas de la disipación. Libros de encargo, diseñados previamente para un cierto público consumidor que no desea, por supuesto, compromisos ideológicos; editoriales que impulsan literaturas y poéticas de autoayuda, sensibleras, efectistas y pobres estéticamente. La obra poética pasa a ser diseñada, pensada no por el poeta, sino por el director, empresario y ejecutivo de la editorial. ¿Muerte del sujeto creador? También aquí se manifiesta el bricolage entre el poeta y su agente de publicidad, promotor y diseñador. Estetización masiva del poeta autónomo y creador moderno.
Como resultado tenemos una poesía que ingenuamente desea hacer parte del mercado de famosos, y que -insistimos- quiere dar al público lo que éste espera. Poesía de un lirismo trivial, paralelo a la puesta en escena de un intimismo entretenedor, telemático light. Así, la iconosfera tecnológica, con su discurso de impacto inmediato, se introduce en una poesía de corta vida, como las noticias. Al pretender competir de igual a igual con el mercado de las demás industrias culturales (TV, cine, moda, turismo, vídeo, word music, etc.) la poesía entra a una especie de disolución y pérdida de su función de interrogadora y fundadora de realidades. Teme de esta forma expresar lo inexpresable, descifrar lo cifrado, llegar a la “otra orilla”. Pierde, pues, su capacidad mistérica y poético-simbólica de traspasar el umbral y llevar, hasta las últimas consecuencias, a la imaginación creadora. La poesía, al caer en la cultura light, disuelve la fuerza exploratoria y transgresora de los órdenes históricos y metafísicos para sumirse con una placidez relajada y somnífera en un juego de imágenes y fantasmagorías con lugares comunes sin consistencia, siendo víctima de una escenografía lumínica, creada por el simulacro del mundo del mercado. En esta atmósfera, la esencialidad poética como indagación queda reducida a ruina, mientras que la exaltación a la des-realización de lo cotidiano, llevada al límite, es un augurio de éxito. La cultura mediática invade cada vez más a la poesía que, como todos los productos culturales, se ha convertido en “objeto de diversión, de risa y de aplauso o silbido” (Massó, 158), amistándose con algunas formas de farandularización del arte en esta época transnacional.
Fuente: Estética y sensibilidades posmodernas. ITESO, Guadalajara, Méjico. Con autorización del autor
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