Imágenes: BEAUTIFUL WORLD
PÁGINA 1 – REFLEXIONES
EDUARDO GALEANO
(Montevideo-Uruguay)
DEFENSA DE LA PALABRA
Creo en mi oficio; creo en mi instrumento. Nunca pude entender por qué escriben los escritores que mientras tanto declaran, tan campantes, que escribir no tiene sentido en un mundo donde la gente muere de hambre. Tampoco pude nunca entender a los que convierten a la palabra en blanco de furias o en objeto de fetichismo. La palabra es un arma, y puede ser usada para bien o para mal: la culpa del crimen nunca es del cuchillo.
Creo que una función primordial de la literatura latinoamericana actual consiste en rescatar la palabra, usada y abusada con impunidad y frecuencia para impedir o traicionar la comunicación. "Libertad" es, en mi país, el nombre de una cárcel para presos políticos y "Democracia" se llaman varios regímenes de terror; la palabra "amor" define la relación del hombre con su automóvil y por "revolución" se entiende lo que un nuevo detergente puede hacer en su cocina; la "gloria" es algo que produce un jabón suave de determinada marca y la "felicidad" una sensación que da comer salchichas. "País en paz" significa, en muchos lugares de América Latina, "cementerio en orden", y donde dice "hombre sano" habría que leer a veces "hombre impotente".
Escribiendo es posible ofrecer, a pesar de la persecución y la censura, el testimonio de nuestro tiempo y nuestra gente - para ahora y después -. Se puede escribir como diciendo, en cierto modo: "Estamos aquí, aquí estuvimos; somos así, así fuimos".
Lentamente va cobrando fuerza y forma, en América Latina, una literatura que no ayuda a los demás a dormir, sino que les quita el sueño; que no se propone enterrar a nuestros muertos, sino perpetuarlos; que se niega a barrer las cenizas y procura, en cambio, encender el fuego. Esa literatura continúa y enriquece una formidable tradición de palabras peleadoras. Si es mejor, como creemos, la esperanza que la nostalgia, quizás esa literatura naciente pueda llegar a merecer la belleza de las fuerzas sociales que tarde o temprano, por las buenas o por las malas, cambiarán radicalmente el curso de nuestra historia. Y quizás ayude a guardar para los jóvenes.
PÁGINA 2 – CUENTO
OLGA LILIANA REINOSO ©
(General Pico-La Pampa-Argentina)
DIÁLOGO CON INTERFERENCIAS
Aral Tamízquez está ciego. Sólo tiene ojos para quien no lo merece. Aunque diga lo contrario, lo único que hace es pensar en ella.
La odio. Es una mala, pésima mujer.
Pero no es la única, muñeco de organdí, oso gigante y ternuroso que se adentra en mis silencios, cada vez más irredento.
Me duele su portazo en todo el cuerpo. Su maldito recuerdo es una daga sumamente afilada que esculpe adioses de todos los colores en la yugular y el desconcierto.
Y sin embargo te hizo bien, Aral cieguito. Estás más bello, menos tosco, mucho más comunicativo y sobre todo, nadísima soberbio. Antes, eras una montaña de Tilcara, lejana, inaccesible. Ahora, sos un arroyito del camino, sinuoso ante mis manos, con textura de aleteo. Tu giganticidad es una trampa para ineptos. A mí me causa miedo hasta mirarte por temor de que se resquebrajen tus cristales.
Voy a matarla, tengo que matarla –decís meticulosamente la metáfora para engañar y resarcir tu herida narcisista.
¿Qué pasó? ¿Qué es lo que más te duele? ¿Su no estar o la mentira que fraguó para no irse jamás de tu memoria? Y bueno, alguna vez hay que crecer, salir del útero definitivamente y echar a andar con la congoja en la garganta, menuda bufanda que escarcha hasta los huesos. A golpes se hacen los hombres, decía mi abuela. Y de eso se trata, finalmente. De que el dolor sirva para algo, sino es una basura.
Las mujeres siempre son, las que matan la ilusión.
Tango de mierda. ¿Cuándo se decidirán las mujeres a escribir el otro tango? O seguiremos con esa vocación de carmelitas descalzas asumiendo que nacimos para sufrir y para callar. Y encima, que nos endilguen que matamos la ilusión.
Es que nunca vas a aceptar, Aral de mi vida, que la mina se debe haber hartado de tus olvidos, de tus desatenciones, de que no pronunciaras un tequiero porque está claro que te quiero y para qué lo voy a decir. Ustedes, muchachitos, dan muchas cosas por sentado. Y, para nosotras, la cosa nunca se termina. Queremos vino y rosas hasta el fin de los días. Queremos –guardá bien el secreto- reinventar el amor todos los días: regalos y sorpresas y arrumacos, aunque pasen los años.
Seguro que la mina se aburrió y se fue. Y vos, con expresión boquiabierta en signo de pregunta oteás el horizonte sin intuir el por qué. Y además de olvidarte el cumpleaños, ¿te dabas vuelta en la cama y te quedabas dormido? Error grave, papacito. Eso, a una mujer, la hace sentir usada. No importa que la libreta matrimonial duerma la siesta en el cajón de la mesita de luz. El abrazo alargador vale más que el orgasmo. O empatan 10 a 10.
Lo cierto es que no puedo con mi genio y en vez de contribuir a la diatriba para sumar porotos la estoy reivindicando. Es que no voy a engañarte, soy como soy y las cosas deben ser claras desde el principio. Acordate de Tagore: si de noche lloras por el sol no verás las estrellas. Ella habrá sido tu sol pero se te hizo la noche y acá en la tierra como en el cielo, hay estrellas. Miralas, mirame. Tengo ganas de estrellarte conmigo, bravucón de telenovelas, pirata de mares desaparecidos, tótem de mis rituales pensamenteros, amapola que me alucina, manos que me pulsan como una guitarra.
Mi vida es un infierno, un verdadero caos, he perdido la brújula.
La vida, gil de cuarta, son las pequeñas cosas que nos pasan mientras buscamos, distraídos, los grandes aconteceres. Yo estoy aquí, requetecerca y desiderativa, agua de manantial para tu boca que tiene sed y no lo sabe. Bastón blanco para tus inseguros pies de ciego que no ve lo que debe. No pierdas más el tiempo en añoranzas. No sea cosa que yo también pegue un portazo.
PÁGINA 3 – NUESTRA POESÍA
ELSA HUFSCHMID
(Santa Fe-Santa Fe-Argentina)
CERTEZA
Un desafío a mis dudas,
amarte...
necesitarte...
Un desafío a mi corazón.
Reto a mis incertidumbres.
El raro desasosiego de los anocheceres,
mi espalda desnuda de tus abrazos,
desprotegida...
desangrada.
Un desafío a mis convicciones.
La soledad es buena compañía.
Sin amor se vive igual.
Palabras...
Palabras.
Falta la tibieza de una mirada,
las manos trasmitiendo calor
una palabra justa que llene un vacío
tu presencia, allí, al alcance de mis ojos.
El sutil, invisible, hilo que nos sujeta.
La distancia que trasparenta emociones,
sensaciones y pensamientos.
Y esas dudas se desvanecen
se van apagando una a una.
Incitan...
apuran...
exigen el regreso.
TRÍO
Tres mujeres habitan mi cuerpo.
Una es bailarina.
Eleva los brazos, despliega sus manos,
quiebra su cintura, sigue el compás
y sonríe.
Otra es cocinera.
Ama las ollas, saltea blancas cebollas,
rojos tomates, verdes pimientos
y sonríe.
La tercera es abuela.
Goza acariciando manitas,
besa mofletes, engarza ojos con dulzura
y sonríe.
Las tres disputan un lugar.
Y mi cuerpo las cobija, las mima
y se sonríe.
PÁGINA 4 – ENSAYO
ALFREDO DI BERNARDO
(Santa Fe-Santa Fe-Argentina)
EL DESCUBRIMIENTO DE LA RELATIVIDAD
“Dale, Mónica, metete que el agua está hermosa”, dice Mandy desde la pileta. Los que, al igual que él, estamos compensando los ardores de la siesta santafesina con un chapuzón vivificante, apoyamos su moción con entusiasmo pero Mónica, friolenta vitalicia, nos mira con desconfianza. Se acerca al borde, extiende la pierna derecha y tantea el agua con el dedo gordo. No muy convencida, comienza a bajar los escalones con extrema lentitud y, a medida que se va sumergiendo, el rostro se le contrae en expresión de sufrimiento. “¡Vos estás loco; esto está helado!”, recrimina, y los demás, divertidos, nos burlamos sólo por sembrar cizaña.
Mandy y Mónica no lo saben, ni siquiera lo sospechan, pero acaban de reproducir casi textualmente una escena incluida en uno de los libros más impactantes que tuve el placer de leer en mi infancia: “El mundo de la comunicación”.
Era -y debo confesar que el uso del pretérito responde aquí sólo a una intencionalidad evocativa, ya que el ejemplar en cuestión aún existe y ocupa un lugar en los estantes de mi biblioteca- uno de esos libros grandes de Editorial Sigmar, coloridos y con muchas ilustraciones, destinados a estimular las inquietudes de niños que -como yo- sentían una irresistible atracción hacia el mundo de los datos y los conocimientos. Títulos como “Preguntas y respuestas para niños curiosos”, “Los cómo y porqué del Tiempo” o “La fuente del saber” dan una idea acabada, me parece, del objetivo perseguido por aquellos libros entrañables.
“El mundo de la comunicación” proponía un repaso de las diferentes formas pergeñadas por el hombre a lo largo de la historia para intercambiar información y emociones, desde la escritura de los sumerios hasta el cine, brindaba pautas sencillas para comprender el fenómeno comunicacional e introducía a los lectores en nociones elementales de lingüística y publicidad. La ortodoxia zodiacal señala que los geminianos solemos experimentar un vivo interés por estos asuntos y se ve que yo no fui la excepción: tanto por su temática como por su diseño, “El mundo de la comunicación” me resultó sencillamente apasionante.
Dentro de ese apasionamiento general, el punto culminante lo constituían las páginas 30 y 31. En ellas, al compás del latiguillo “El significado está en las personas, no en las palabras”, se ofrecía de manera clara y amena un muestrario de malentendidos a los que pueden dar lugar las percepciones individuales. Del texto sólo recuerdo el ejemplo de la ya referida discusión de pareja acerca de la temperatura del agua en la piscina. Las ilustraciones, en cambio, son inolvidables. “¿Qué quiere decir alto para el hombre de la derecha? ¿Y para el de la izquierda?”, se preguntaba el epígrafe de una foto en la que se veía a tres caballeros caminando: un enano, un gigante y otro que poseía una estatura que podría calificarse de normal. “50 personas, ¿son muchas o pocas?”, se interrogaba otro epígrafe en relación a sendos dibujos en los que se veía a 50 personas amontonadas en una habitación y a 50 personas cómodamente distribuidas en un estadio de fútbol (y sí, por supuesto que cedí a la tentación de contarlas para verificar si realmente eran 50). Otro dibujo mostraba a una señorita que decía “Mi hermano tiene una casa hermosa”. Al escucharla, un hombre imaginaba una mansión fastuosa, a otro se le representaba una apacible casa de campo… y el loro pensaba en una jaula reluciente. A todas las ilustraciones las acompañaba el leit-motiv de aquellas dos páginas maravillosas: “El significado está en las personas, no en las palabras”.
Fue un deslumbramiento fulminante. Fue amor a primera lectura.
Hace años que no soy amigo de las posturas absolutas. Que hay tantas maneras posibles de percibir el mundo como sujetos que lo perciben, que por lo tanto nuestras aproximaciones a la verdad son sólo parciales e inconscientemente tendenciosas, y que esa multiplicidad de miradas sobre el mundo es el origen de todos nuestros desencuentros, son ideas centrales en mi filosofía de vida. La conveniencia y necesidad de hacer el esfuerzo de comprender y tolerar las percepciones ajenas, aún las que contradicen las nuestras, es uno de los lineamientos básicos de mi ética personal. He hablado centenares de veces de estas cuestiones con mis amigos, intento explicárselas a mis alumnos cada vez que puedo y, desde distintos ángulos, he llenado sobre el tema una buena cantidad de carillas. ¿Sería razonable, por ende, atribuirle a las páginas 30 y 31 el origen de esta manera mía de conducirme en la vida? Temo que arribar a tal conclusión sería exagerado. De hecho, a los conceptos de subjetividad y relatividad recién los comprendí cabalmente cursando el quinto año de la secundaria. A mis 11 años ni siquiera supe que el objeto de mi enamoramiento intelectual se llamaba así: relatividad. Fue aquella, sin embargo, la primera vez que un libro me brindó el andamiaje conceptual necesario para sustentar una idea previa borrosamente poseída. Las páginas 30 y 31 me suministraron una clave esencial para decodificar cómo funcionan los seres humanos. Y si bien más tarde, al correr de los años y las lecturas, llegaron muchos otros textos cuya lucidez descorrió velos, disolvió sombras y me sirvió de guía en el siempre intrincado bosque de las ideas, siento que de algún modo todas esas iluminaciones posteriores se asentaron, directa u oblicuamente, sobre los cimientos plantados por aquellas dos páginas precursoras en las que aprendí, de una vez y para siempre, la incómoda ambivalencia de los adjetivos. Aquellas dos páginas con las que empezó a germinar en mí la temible sospecha de que, muy a nuestro pesar, establecer verdades definitivas en el reino de lo humano es tarea inviable.
“Anoche en el Cine Club vi una película buenísima”, dice Mónica.
¿Cómo saber con exactitud a qué se refiere? El significado está en las personas, no en las palabras.
PÁGINA 5 – CUENTO
MIGUEL ÁNGEL GAVILÁN
(Santa Fe-Santa Fe-Argentina)
LÓPEZ
Hoy, que esos días están tan lejos, que hemos avanzado tanto hasta perdernos de vista, hasta el desencuentro tan buscado, vuelvo a desenredar la historia de López y su inquebrantable sueño de aprender a volar. Si hasta parece mentira que ya desde chico se subía a esa bicicleta oxidada con el firme propósito de llegar al cielo, a puro pedaleo nomás, a fuerza de sangre, con la ambición única de remontar el espacio azul que lo atraía tanto.
-Ese chico López no puede, no debe ser normal. Cada dos por tres anda subido a los techos mirando para arriba, haciendo el planeador y gritando que lo miren. –decía la maestra.
-Es para llamar la atención. Es chico.- consolaban otros profesores.
Y todo era un simulacro pintoresco sobre la cornisa de la casa o en el galpón que tenía el padre en el fondo de la ferretería.
-Che López, ¿jugás a la pelota con nosotros?
-Dale.-Y salía en la bicicleta, sin agarrarse al manubrio, los brazos extendidos como si fuera un avión, o algo que tenía impulso de vuelo, gesto de vengador del aire.
Estudiaba las aves con minuciosidad, como si en ellas estuviera toda la sabiduría del mundo. Cuando llegó la época de ir a bailar, las chicas le huían.
-Si no sabe hablar de otra cosa que de pájaros o aviones. Es lo más aburrido que hay, insoportable.-decía Daniela Venturini, una colorada pecosa que salía con cualquiera.
Pero a López no le hacía nada no tener una chica con quien verse los fines de semana. Si lo buscaban, lo podían encontrar en la biblioteca, hojeando revistas viejas de aeromodelismo, o en el aeroclub del pueblo vecino, los domingos, donde iban muchos aficionados.
López empezó a hablar solo cuando se le murieron los padres y la hermana se casó y se fue a vivir a Rosario. Él terminó la secundaria y contra todo pronóstico, se conformó con atender la ferretería que le quedó de los padres y no estudió nada, ni ingeniería que decía gustarle, ni aviación como era de suponer, nada; quedó para vender clavos y tornillos en un pueblo perdido entre la capital y Rosario.
Fue pasando el tiempo, todos sus compañeros de la escuela y del barrio hicimos, o tratamos de hacer algo con nuestras vidas. Estudiamos una carrera que era como un boleto para salir del pueblo. Algunos se casaron y se fueron, sin mirar atrás, por irse para siempre. Otros volvemos de vez en cuando para recuperar olores, reflejos de la niñez, aires y tibiezas a fin de tomar fuerzas para volver a irnos.
A mí me daba pudor pasar por la puerta de la ferretería y verlo hablando con cada cliente de su invento nuevo. Porque se le daba por inventar máquinas hermosas y fatales a las que infaltablemente les atribuía la lógica del vuelo.
Una vez salió a la plaza con una suerte de tacho cuadrado con pedales, al que le había adicionado dos estructuras en forma de alas que aleteaban con el pedaleo. Era ridículo porque estaba loco y sabía que no iba a volar. Pero marchaba en línea recta acelerando cuando se acercaba a la ruta, sin despegar ni un centímetro del piso. Todos los vecinos, los pocos que quedaban y lo vieron, se reían desde las puertas de las casas, las bocas hundidas, sin dientes, casi compartiendo el intento de volar de López. Y él, jardinero de mecánico, los pelos grises en el aire, la cara roja de pedalear descompasadamente, las ruedas tropezando en las cunetas, gritaba que lo miraran, que ya salía, que ya volaba lejos.
Pero todavía nadie habló de locura hasta esa tarde en que se cosió a la espalda dos alas de plumas de gallina, pegadas sobre un cartón y quiso tirarse del borde del tejado, a los gritos, “miren, miren, ahora sí, ahora vuelo”. Una vecina que alcanzó a oírlo llamó a la policía y lo tuvieron que bajar entre cuatro porque el loco se resistía desde su escudo de plumas, cola vinílica y sudor.
Después de eso, le hablaron a la hermana para que viniera a buscarlo y se lo llevara un tiempo. Explicaron entre muchos aspavientos que ese hombre no podía estar sólo, pensando en volar, sin nadie que lo desahuciara de esos excesos.
López no regresó hasta varios meses después, cuando el verano reverdecía las calles chatas del pueblo. Lo trajo el cuñado en un auto plateado, que parecía un avión, comentaron las vecinas. Llegó saludando desde la ventanilla a todos los conocidos, pura risa como si el tiempo transcurrido desde su último intento de vuelo hasta ese momento le hubiera despertado solamente humor. Estaba mejor vestido, limpio ya que a fuerza de usar ese mameluco gastado, parecía un pordiosero cuando se fue.
Pero ni bien bajó del coche se metió en el galpón y no habló más.
-Es la emoción- decían las vecinas.
Vinieron a verlo amigos del aeroclub, pero él nunca los atendió. Estaba parco, no se distraía con nadie ni con nada. Se pasaba el día mirando y revisando apuntes de aerodinámica, tomando notas en cuadernos de espiral todos comidos por la humedad, con una letra llena de sinuosidades y arrebatos, donde únicamente López podía leer algo.
La hermana había contratado una señora que mantenía la casa en condiciones y puso un encargado al frente de la ferretería.
No volví a saber de López hasta un día en que fui al pueblo por unos trámites y me encontré con la hermana. La vi distante, quizás triste, o acobardada por la definitiva locura de López.
Ella misma sentía lástima de su hermano. Dijo que los médicos en la ciudad se habían ensañado con él, en su afán por hacerle olvidar que el vuelo era solo condición de los pájaros, que eso era una imprudencia, un sueño o las dos cosas que se mezclaban a cada rato.
Entre congojas disimuladas desde hacía mucho, la mujer me confesó haberlo oído llorar en el cuarto de su casa, hecho un ovillo entre las mantas, el vuelo que no podría inaugurar, mientras hacía con la boca ruido de motores o de viento en los ojos.
De esa entrevista lo más doloroso y por eso desconcertante, fue lo que a mí también me dejó sin respuesta, como si me hubieran revelado un secreto que yo tampoco debía saber. No hay nada más ruin que perder una inocencia. Entre lágrimas me lo dijo, por eso le creí, por eso cuando veo a López desde lejos me imagino ese momento fatal en el que su hermana lo convenció de que estos bultos, estas suavidades que los humanos tenemos en la espalda, no son, nunca serán alas, sino sólo una marca, que nos diferencia de los pájaros.
PÁGINA 6 – NUESTRA POESÍA
MONICA LAURENCENA BERRAZ
(Santa Fe-Santa Fe-Argentina)
VENTANA DEL AMANECER
Un aleteo, trinos, vuelos…
El alba…en la persiana se atisba…
Amanece, ya casi…
Ellos son mi sueño inacabado.
El ejemplo exacto que la vida fluye…
La brisa mañanera, alguien pasa,
cantan tan cerca en el alfeizar…
saludan las gentes al pasar…
una moto pasa rauda,
la vida recomienza…
la voz de la vecina tan temprano,
ella barre (todas las mañanas de la misma forma)
y yo amanecida.
En el leve vuelo de la poesía sosteniéndome
aún viva junto a mi ventana …
Amo a estos pájaros de mi calle.
inciertos aleteos que ahogan el misterio
de mi partida…
MUJER
Salpicada de estrellas, silbadora de canciones, sinuosa en las danzas…
Desembarcaste en este mar del olvido, entre las ruinas del dolor…
Eras aquella imagen de casi-Mujer:
cintura pequeña, cuerpo de niña, húmedos labios…
inquietos ojos, asombro de pájaro…
flacura extrema, pose de bailarina…
Te convertiste en Mujer:
La señalada. Nunca sumisa en el combate.
La de los amores en la bruma, en parques y jardines,
playas en el estío…invierno de debates y dulces mates…
Mujer venciendo el frío en la barriada, con las manos tendidas hacia las gentes.
Mujer de albores y relojes…juegos, cuentos y títeres.
Mujer de tizas y pizarrones…Mujer de madurez…
Piel tamizada de heridas signadas por el recuerdo…
Sacudida por los vientos húmedos de la mañana.
Aún suena a timbales mi ancha cadera y sueña mi piel con caricias bienvenidas…
¡ Que mis labios, ni mis manos y mis piernas no están fríos!...
Enlazada en la noche sibilante de pájaros me espera un amante abrazo.
Embarcaré en el remanso o en la pasión.
La luna vendrá a deslizarse en las piedras del río…
Seré aún lilas del agua, perfume ceibal y andaré descalza como en la infancia
jugando en las arenas donde el horizonte es estrella, canción y danza…
Ah…advierto a los bendecidos hombres de la crítica poética que, yo, he renunciado
a ciertos destinos proféticos que abundan en los capítulos de las biografías féminas…
Mujer, nunca pero nunca vaya yo a ser ni purificada ni jamás salvada.
DONDE LA CALLE PIERDE EL NOMBRE…
Un globo fue fiesta de colores.
Allá en la bajada, donde la calle pierde el nombre…
En el espacio verde del barrio, ensayos de tamboriles.
El pibe sostuvo largo rato mi mano. La otra regalo de dulces.
Urgencia de afectos. Mirada de infancia con asombro.
Corrió hacia los jóvenes maquillados con trajes brillantes,
piruetas, zancos, fuegos, risas ,tal vez, pensó eran payasos…
Dibujaban airosas libertades en el lastimado paisaje de la tarde.
La murga cruzó el callejón al son del tambor, mi niño de dulces ojos,
bailó pisando tierra con pies descalzos…confundido entre los chiquilines.
Fue uno más en los pasos rítmicos de la marcha-camión.
El pibe sonrisa de rato y caramelos. La vida era son de canción.
Levantando estandartes, con la batería llevando alegría,
En estreno de pasos y figuras, bellas niñas, danzan al sonar del tambor.
Mi corazón- pájaro una tierna bendición.
La imagen es la memoria de las estrellas…
Él tendió su manita en mi madurez de dolores, su alma giró en
roja boca de ilusión… hacia los girones de los locos atardeceres
sin nombre.
En la memoria festiva y humana para la murga “Las Estrellas de Guadalupe”- Barrio Coronel Dorrego.-
BREVE REVELACIÓN
No puedo revelar
el misterio …
la canción que salta en el vacío,
la longitud del verso.
Mi larga y carnal inocencia
frente a la blanca incauta hoja
que se dilapida en cenizas de tiempo ido.
No se me revela el por qué…
Esta cruel desesperación que corre
con lápiz en mano a volcar poesía y más poesía…
Encantamiento de magia singular
en la creación de lo universal…
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Liquido mis raíces como vuelo sobre los árboles
y la cintura del día
se hace amanecer en los cantos…
PÁGINA 7 – ENSAYO
NORMA SEGADES-MANIAS
(Santa Fe-Santa Fe-Argentina)
LA BELLEZA SALVÍFICA.
Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía/igual que en un capullo... /No olvidéis que la poesía, /si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva, /es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin, /cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin /y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor...
Juan L. Ortiz (Poema publicado: En el aura del sauce)
Lo amanecieron Juan. Juan Laurentino.
Abrevó su mirada en las riberas donde el Gualeguay se nombra Puerto Ruiz, (11 de junio de 1896) y en esa exuberancia lujuriosa que abarcaba la selva de Montiel.
Allí forjó su identidad primaria. Y concibió, en las profundidades de su lírica, todo el protagonismo del paisaje entrerriano.
Los vuelos, las colinas, y el río derivando misterios o presagios.
[1]Fui al río, y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Allá en su adolescencia estudió en Gualeguay, para maestro, y quedó aprisionado en un supremo anhelo de justicia que perduró en su sangre hasta el momento exacto de la muerte.
Como todo el que nace lejos del centralismo metropólico, tuvo que someterse al desarraigo de marcharse a estudiar fuera de casa.
La Gran Ciudad del Puerto (Buenos Aires) fue la encargada de albergar los sueños, la figura delgada, casi de sombra o niebla y enlazar su destino al ambiente de artistas entrañables que le dieron legítimo prestigio.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
Solamente dos años transcurrieron antes de regresar a su provincia, en donde lo aguardaban: el rencuentro con esa perspectiva desmesuradamente inagotable de celajes, matices, tornasoles, del aura entre las ramas de los sauces, una cifra en la nómina de empleos estatales, el amor de su eterna compañera… y el destino imperioso de fundar un lenguaje, de construir una voz inigualable que emergiera desde lo medular, desde la esencia, desde el útero mismo de la tierra.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Por eso su palabra tuvo la levedad de los suspiros y el humilde, resuelto, caminar de las briznas. Por eso se mantuvo tan veraz, tan auténtica, tan fiel a sus principios. Y por eso alcanzó la extraordinaria dimensión de un canto en donde ejercitó el escudriñamiento de las cosas sencillas como renovación, como escenario, como cuestionamiento, como forma de vida. Constantemente en busca de levedades, suaves transparencias, de lo desencarnado o incomunicable.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.
Sostenido en las pieles del paisaje, desarrolló su faz contemplativa. Y es esa soledad la que lo arrastra lejos de las ciudades y su ritmo, presuroso, intranquilo, disonante. Quizás allí radica, en lo inasible, el profundo secreto que guarda su poesía. Y adentrarse en sus versos sea recuperarlo del olvido. Confirmarlo en la universalidad que lo reclama a partir de su soplo delicado, de su verbo desnudo, de ese despojo que se intensifica hasta alcanzar el núcleo del espíritu, la sensibilidad inevitable que lo aproxima a Dios y a la esperanza. Hasta hermanar, en sincretismo pleno, lo insuperable de su pensamiento con los ejes concretos, la perspectiva misma de la naturaleza cohabitando en la hondura de sus ojos.
Regresaba
-Era yo el que regresaba?-
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
Esto le permitió parir una obra plena, dotada de absoluto esteticismo, de lirismo admirable, donde los ecos de su misericordia se posaban, con igual indulgencia, en cada criatura, en cada componente del entorno.
Orfebre o alfarero o artesano, escogió las palabras, los matices, modeló la belleza con los tenaces músculos del alma buscando lo inicial, lo trascendente.
Sin embargo alguno de sus críticos afirma que “(…) En la poesía de Juan L. Ortiz convergen siempre contrastes entre la celebración contemplativa y flotante de la naturaleza, y la conciencia del dolor de las injusticias sociales y de la fragilidad existencial (…)”. [2]
Porque no se mantuvo distanciado de los oscuros tiempos de la historia.
Los horrores de la Segunda Guerra, la muerte del poeta García Lorca, su propio cautiverio por pensar diferente, lo lleva a interrogarse acerca del dolor, del desconsuelo, de la esencia del mal. Y comienza la búsqueda compleja de cierta eticidad que parece negársele.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Una de sus antólogas sostiene: “no fueron precisamente los premios, los honores, las posiciones privilegiadas los signos de la vida y la obra de Juanele, sino la ascesis austera de una consagración desnuda al magisterio de la poesía y una vocación desasida y absolutamente desinteresada al decir poético” [3]
Porque Juanele logra amotinar en su obra una expresión proficua, temblorosa, variable, evanescente… Patrimonio de imágenes fugaces en vital compromiso con la naturaleza, evoluciona en su simbología, elude todo límite retórico y fluye manantial desde lo cotidiano. Hasta alcanzar la dimensión del mito.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
El hombre de provincia, en fusión con el cauce que transcurre al pie de la barranca ya sabe que el conjunto de su obra “no ha sido solamente un hecho artístico, sino también un estilo de vida, una preparación interna al trabajo poético, una moral” [3]
Comprende que el poema que comenzó a escribir hace ocho décadas aguarda, en la serenidad de los hechizos, el desenlace de su letra mínima. Que la verde comarca donde la luz desnuda sucedió ante sus ojos espera su retorno para cerrar el círculo.
En las postrimerías del crepúsculo, en presencia y ausencia, se despide de todos los amigos y traspone, seguro, el portal de la muerte. (2 de septiembre de 1978)
¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!
Afuera, el parque estalla en floraciones y despiertan los grillos
[1] Fui al río. Poema de Juan L. Ortiz. “El ángel inclinado”, 1938
[2] Roberto Forns-Broggi - Metropolitan State College of Denver - El eco-poema de Juan L. Ortiz
[3] Edelweis Serra - Coquena Ediciones, Rosario, Santa Fe, 1982
[4] Juan José Saer – Prólogo a Juan L. Ortiz. Obra completa. Incluye En el aura del sauce. Poesía y prosas inéditas de Juan L. Ortiz. Santa Fe, Argentina, Centro de Publicaciones, Universidad Nacional del Litoral
PÁGINA 8 – CUENTO
CARLOS ROBERTO MORAN
(Santa Fe-Santa Fe-Argentina)
EL CÍRCULO DEL CIRCO.
Lo inexplicable preside la vida.
Dijo, y quiso que todos supieran que su determinación era irrevocable, que no iba a volver al circo.
No terminaban de aceptar sus decisiones, en realidad nunca las tomaban en cuenta, así que mientras la mamá no le prestó atención la tía, sin dejar de decir sus habituales refranes, sostuvo que lo suyo era puro capricho, despreciaba las oportunidades que la vida le entregaba a raudales, si fueras otro chico estarías saltando de alegría.
El circo, el circo. La magia del circo.
Precisamente, hubiera argumentado si tuviese capacidad para hacerlo, si contara con años, experiencia, conocimientos, se trataba de la magia del circo y de los seres alados, allá arriba, redoble de tambores, salto por el aire y un ahogo intenso en el estómago, ausencia de oxígeno, la boca seca como seca el papel secante.
Pero hay cosas que no se pueden expresar.
Entiéndase, en un mundo de tranvías y carencias, el circo era eso luminoso, recargado de colores, que únicamente se podía ver con binoculares, es decir, que se podía ver sólo con la imaginación. El circo para él, para la gente de la casa, venía en las revistas, en los avisos en blanco y negro de los diarios, en las pocas apariciones –mágicas, qué otra cosa- de sus integrantes desfilando por las calles de la ciudad, los leones, las mujeres bellas y distantes sobre caballos briosos, los payasos que tenían la libertad suficiente para no estarse quietos, el cuello interminable de la jirafa y el domador de los tigres que comían trigo en sus platos.
El circo era igual que el cine, esto es: estaba lejos, era caro, céntrico, y por lo tanto imposible. Imposible como imposible eran Mickey y el Pato Donald y Tribilín, entonces llamado Dippy en el cine del centro, ese sueño que formaba parte de los sueños de quien transmitió su decisión irrevocable de no volver al circo.
Porque vio en la comisura de los labios el trocito mínimo del fideo verde recién masticado.
Era cierto que no le pasó desapercibida la chica de pelo rubio y con rulitos que le hacía caras a su hermano mayor, ambos se ponían ligeramente colorados y ella corría un poco más para subirse a la hamaca que la elevaba por los aires.
Era cierto, pero no era todo. Todo, si se lo podía decir así, terminaba siendo aquello que estallaba allá, bien arriba en la carpa, eso que se movía constantemente, como si le fuera imposible estarse quieto, como le resultaba imposible a él mismo quedarse quieto abajo y con la boca cerrada, porque allá arriba eso, que también era inexpresable, terminaba siendo lo que hacían los que volaban por el aire, que se volvían alados reuniéndose en el filo mismo de la muerte, agarrándose de los brazos en el último instante. Y la chica rubia dejaba de ser la chica rubia del excesivo maquillaje y la sonrisa truncada por el rojo del rouge que manchaba sus dientes y la envejecía y era, la chica, otra cosa allá, tan arriba, arrebatada, tomada y rechazada por los hombres, ella también, envuelta en el aire. Aislada y pájaro que batía las alas, en el aire.
Había demasiada sopa en la casa, demasiada polenta, pocas salidas. Estaba la radio para escapar y estaban las primeras páginas de la novela de Sandokán por las que se podía escapar más, aún. Estaban también el colegio, las matemáticas, el aprendizaje cerrado y cerril del catecismo. Pero esas eran puras puertas clausuradas.
El tío Jerónimo llegó, flaco, cansadísimo, era un mal vendedor y sin embargo persistía en sus visitas, casa por casa, tratando de vender unas enciclopedias gordas y al parecer muy caras que nadie quería comprar, pero él persistía porque era de la tribu de los optimistas compulsivos, de los que veían la botella repleta allí donde no había ni una gota de agua. Decía vamos a salir, ya van a ver, y por supuesto en vez de salir hacia algún lado se replegaba sobre sí mismo, sobre sus carencias, sin solución de continuidad.
Pero ese día el tío llegó eufórico, arrojó su sombrero al sillón de la abuela mientras gritaba “¡esta vez sí, esta vez sí!”, y bailaba con sus sorprendidas hermanas y con los sobrinos como si fuera un anticipo de lo que iba a venir, la fiesta total. Los lanzaba al aire en el patio, al aire de una cierta alegría habitualmente tan difícil de percibir en la casa.
Parecía haber conseguido trabajo efectivo en un banco, o una novia, o haberse sacado el Gordo de la Navidad, de tan contento que se le veía. Lo rodearon expectantes, aunque temiendo la frustración porque en general la euforia del tío Jerónimo no terminaba correspondiéndose con las migajas de la realidad que les solía entregar.
Sí, como limosnas de un lindo sueño.
“¡Vamos al circo!”, proclamó el tío al fin, como quien ha encontrado la piedra filosofal. Y ellos, incrédulos que veían por primera vez la Luz, estallaron como él de alegría, el mejor presente en las vísperas del Nacimiento de Jesús, habitualmente tan manco y parco a la hora de hacer caer los regalos en la casa.
El mejor regalo… Hasta el momento en que se encontraron con una carpa venida a menos, con la gorda que recibía los boletos y que tenía la cara mal maquillada, como si partes de su rostro estuvieran a punto de desmoronarse, con el tipo al que le faltaba un diente y que hacía chistes que no alcanzaba a entender, chistes que quizás tuvieran doble sentido (seguro que había que quitarle el quizás) pero que no llegaban al ámbito de su comprensión. Un flaco y sin diente que terminó siendo el payaso, peor entrazado y casi desconocido de no ser porque persistía la ausencia dental cuando reía.
Eso no era un regalo, eso era cargar otra cruz. Ni animales había en el circo más pobre del mundo cuya función terminaba con una representación teatral que casi no entendió, en el que trabajaban todos, en el que la gorda hacía de Tía, el sin diente hacía de Padre, la chica rubia hacía de Hija y todo era corridas y patadas y carcajadas falsas que no contagiaban a la escasa gente sentada en las incómodas tribunas de madera que reclamaban por almohadones inexistentes.
Entradas de favor, hubiera dicho de conocer esas palabras un tanto ignominiosas. Por razones desconocidas, el tío era amigo de uno de ellos, un hombre viejo que se quejaba en voz baja al término de cada función luego de hacer las cuentas.
Desilusión, como ponerse un pantalón con remiendos, como comer a la noche las sobras de la mañana. Salvo. Salvo el momento en que subían, en que subían allá, en que los hombres que limpiaban o hacían chistes o recibían las entradas o arreglaban la carpa siempre a punto de caer sobre los espectadores (escasos, escasísimos), tornaban a ser otra cosa, alados, allá arriba, envión de aquí para allá y ellos quedaban sustentados sobre la nada, como si de pronto el aire se detuviera, como si fuera imposible que estuvieran allá y sin embargo lo estaban, como suspendidos, como detenidos en el tiempo y el espacio, alados, allá. Y más alados cuando de la hamaca y no sabe cómo la rubia se proyectó a ese aire, a ese aire mágico, a ese aire que lo dejaba con la boca abierta y seca y un dolor acá, un intenso dolor y un ahogo imposible.
Eso que ocurría allá arriba lo llevó a aceptar la vuelta al circo, porque la amistad del tío lo permitía, y era lo que le hacía olvidar, tratar de olvidarse, de los remiendos del circo, la carpa que se venía abajo, la ausencia de animales y de magos, las escasas luces, la gorda mal maquillada, la inexistencia del diente, las muescas en los viejos tablones, un ligero hedor, como si ese olor sostuviera al circo todo, obligándose, si cabe decirlo, a olvidarse de ello y de todo cuanto más faltaba con tal de ver aquello se producía allá, tan arriba.
Pero esa noche se quedaron un poco más. Ay de él. Se quedaron y vieron lo que no debían haber visto, esto es el fuera de escena, cuando la gorda se puso el batón, cuando en un rincón estaba prendida una cocina a leña y se cocinaba algo oloroso y espeso en una olla gigante, cuando la rubia se había quitado el maquillaje y era apenas una piba chica de dientes irregulares y raíces de pelo oscuro entreveradas con su rubio desteñido. Cuando el alado, porque lo reconoció, habló con ellos de una manera barrial y con palabras groseras y se le veía en la comisura de los labios el resto de fideo verde que terminaba de engullir.
Por eso no quería volver. Porque no había más. Era el que terminaba de descubrirle los secretos al mago y al hacerlo el encanto se derrumbaba de una manera tan total como irrefrenable. Él era aún un chico, pero un imperio terminaba de derrumbarse ante sus ojos. ¿Para qué volver? ¿Para agregar mentiras a las mentiras que descubría a diario, empezando por los Reyes Magos y siguiendo con el hecho de que el tío Manuel no era hijo de su abuelo?
¿Y que por eso vivía en Buenos Aires? ¿Y que por eso había tanto sufrimiento en la abuela, que se iba temprano a misa para purgar sus pecados? ¿Y si la abuela era pecadora qué quedaba para los demás, qué, para él mismo?
Sería que estaba pagando las culpas de haber pensado en cosas sucias, al menos así se lo decía el padre cuando confesaba, que él pensaba en cosas sucias y que en cambio tenía que querer a Dios, a Dios por encima del amor que podía profesar a la mamá y a la abuela, que debía cuidarse de los malos pensamientos, que imaginaba como víboras que se metían en su cama, como ratas que le comían los dedos de los pies, que no tenía que tocarse, que debía rezar y rezar y otra vez y otra vez para que ahuyentara al Demonio y en cambio fuera amigo de Jesús y así más tarde poder ser padre, cura como él mismo, que resultaría lo mejor del mundo, lo mejor que le podría pasar en la vida.
Y el padre tenía el mal aliento de quien come mal y no se ha desayunado ni limpiado los dientes, y había manchas en la sotana y un poco de sudor entre la nariz y el labio superior, y caspa sobre los hombros, y una mirada bovina que lo llenaba de un interminable, inexcusable, impronunciable temor.
Desechó ese y otros pensamientos nefastos, era un mundo nefasto que impedía acceder a la felicidad que contaba semana a semana el Billiken, e insistió en que él al circo no iba a volver. Pero esa vez fue su madre, lo que nunca, la que se enojó diciéndole que no le iba a tolerar un nuevo capricho, por lo que le ordenó vestirse y salir de inmediato porque esa vez sería sí el circo.
Era la felicidad, la única posible, y debía aprovecharla, le gustara o no.
De manera que tironeado, berreando como el nenito que ya no era, a disgusto total, volvió al circo de las marcas y de las manchas, donde la mujer gorda fumaba y se pintaba como payaso sin serlo, donde al payaso de verdad le continuaba faltando el diente, donde la chica rubia tenía raíces de pelo negro, donde se veía el lugar en el que la carpa estaba de verdad remendada. Donde no había animales y sobraban los fideos verdes.
Tironeado, no quiso mirar y apenas si miró al pibe, un poco más grande que ellos, ligeramente entrado en carnes, quizás hijo de la gorda, quizás hermano de la chica que se ponía colorada –allí todos eran parientes- más que hábil en el manejo de los platos a los que hacía bailar sin solución de continuidad, sin que ninguno dejara de hacerlo, sin que ninguno se le rompiera. Distinto a él, destrozador de cuanto delicado (poco) hubiera en la casa.
Tironeado, miró de soslayo lo que la niña, bastante cambiada a la que había visto de cerca, otra diferente era la que vestida de rosa se hamacaba en su hamaca rosa, algo profundo lo perturbó, ella era y no era la conocida, al viento, sus libres piernas al viento, mientras se hamacaba acompañada por una sonrisa plena que terminaba de incorporar al rostro, al mundo distinto al que ingresaba horadando el muro externo con sus pies, hacia allá, arriba.
Y de pronto, tan de pronto que se quedó sin corazón, los hombres que conocía y que por supuesto desconocía en forma absoluta, quiero decir el hombre al que le faltaba un diente y el hombre del fideo verde, ambos vestidos con una ropa extraña, sacada de alguna película en colores, dorados y plateados, hombres del Planeta Saturno, llegaron corriendo, entraron corriendo a la pista, al centro del circo, al centro de ese círculo que pareció, le pareció, brillar, como si la tierra apisonada y revuelta con ladrillo molido se hubiera transformando en otra cosa no bien los hombres dorados/plateados terminaban de pisarlo, y corriendo tomaron en sus brazos a la chica de la hamaca y se la llevaron, rápidos como eran, a las alturas.
Alguien, algo, hizo redoblar los tambores. Algo, alguien, algunos, prendieron otras luces, y allí, tan arriba, los hombres dorados y la chica rosada se lanzaron al aire, y él sintió el arrebato, él sintió que allá arriba estaba… ¿qué? Al menos no estaba la casa. Al menos no estaba el tío vendedor de enciclopedias pidiendo plata prestada. No estaba la abuela yendo a misa de seis para que le perdonaran sus pecados y tampoco se hallaba eso que siempre estaba en la casa y que él no podía definir.
Arriba, arriba, tan arriba, tan en el aire, tan el aire.
El hombre dorado arrojó a la chica rosada al hombre plateado y él la devolvió, y había odio y amor y ternura y deseo y algo más que él no sabría definir, allá, abajo, desde donde miraba y lloraba y gemía y todo el cuerpo le dolía y no podía dejar de dolerle y allá arriba, en tanto, el espacio y el tiempo estaban detenidos.
Y la chica rosada de pronto lo vio, lo miró, bajó, cree que bajó, descendió desde esa inconmensurable altura, y lo tomó en sus brazos, y lo alzó y él comenzó a volar, comenzó a alejarse de la casa y de la abuela y del tío Manuel y de la plata que nunca estaba y de las discusiones omnipresentes. Del colegio y del catecismo y del pantalón del hermano mayor y de los largos que nunca se lo ponían y de los dolores de dientes que lo asaltaban en la noche y en la pregunta que no podía hacer sobre el padre ausente.
Volaba. Volaba y no dejaba de volar, y el circo se abría. Ya no había lona remachada y recauchutada, diente ausente, fideo presente, raíces negras del pelo, Gorda mal maquillada. Sólo él, nimbado por la luz, en el aire del aire. En el perfecto y único círculo del circo.
PÁGINA 9 – POESÍA ARGENTINA
MARÍA BENICIA COSTA PAZ
(Cipolletti-Río Negro-Argentina)
MEMORIA DEL PAISAJE
A Oscar Cerruto
Entrevero de valles y montañas
el tiempo,
atrapado en la inercia de los siglos,
se hace luz de estrellas.
Yace en su prisión hendida
el salar portentoso;
en tierras fértiles se encarama
y encadena
mansos, fúnebres minerales
que aguardan,
en tensión,
bajo la tierra.
En superficie,
planos iridiscentes
enceguecen,
esparciendo derroteros ilusorios del páramo,
odisea glacial, vértigo, marasmo.
Estallo,
honda locura desatada.
Lento rebrota un grito suspendido,
aliento arrebatado entre las piedras.
Mi corazón enamorado
cabalga
en olas del deseo,
desbordándose
con fuerza de corceles;
bríos y ansias desatadas.
Y a lo lejos,
pueblitos moribundos, desahuciados,
sometidos al paisaje fuerte, duro,
¡implacable, siniestra esclavitud!
La sangre corre
silenciosa, vejada,
hacia el mar del olvido
y abraza al pasar,
minutos elusivos
de una ciega pasión descontrolada.
No registro el sonido de mi sangre
cuando tan esbelta barca se desploma
en aguas desbordadas.
Mucho hombre, mi hombre apasionado.
La vida se tizna
de un silencio gris en los fogones,
donde el aymara
labra hosco su paciencia.
El paisaje reluce
como acero desplegado,
estallan los charangos,
resaltando el color de su infortunio.
Lacerante soledad que acribilla
la férrea resistencia de la estirpe.
VALCHETA
Dedicado a John Evans
Como Evans, cruzo el cauce del río
horadado por los tiempos. Me invaden
historias de crueldades y de muertes,
trágico destino el de aquel pueblo.
*
…Retumban cascos impetuosos, presagio
Que atiza en la lumbre lo siniestro;
En Valcheta se amontona el odio,
contra mujeres y niños aterrados…
…El desierto partícipe, sordo y mudo,
encubre a la indiada entre sus pliegues;
cerca con alambres el destierro. El hambre
mendiga “bara”, “bara”… ¡el recuerdo aflora!...
…Cabal, John Evans grita, gime iracundo,
al ver a su “hermano” en ese estado
“…habiendo sido ¡señor de aquellas tierras!”,
…maestro, amigo de juegos y diabluras…
*
En las noches oscuras todavía pasan
invisibles espectros que me acosan,
trashumantes del desierto, almas en pena,
empañando los cristales de la estepa.
Aún afloran huesos de la arena, blancos;
lagrimean aún memorias quedamente;
allí se entierran los trémulos coirones
dentro del aluvión doliente del ultraje.
PÁGINA 10 – ENSAYO
CRISTIAN VITALE
(La Plata-Buenos Aires-Argentina)
LA LITERATURA. EL ARTE DE LOS VENTRÍLOCUOS.
A Aurora Venturini
La metáfora es de Báñez. Es hermosa, morbosa casi, cruda, violenta, de cara lavada, lírica y fea. El escritor procede como proceden los ventrílocuos. Habla por medio de muñecos. Los ventrílocuos les llaman Pepe, Ramona, Serafín y hasta Chirolita. Los escritores les llaman narrador y personajes. La mecánica es la misma. Hacerse decir por otro, usarle la lengua al muñeco, desnudarle la tormenta, exhibirle la fragilidad, mostrarle el fracaso, los calzoncillos.
Pero el dato no es menor. La ventriloquia de los escritores es muy saludable a la literatura. El hombre que está detrás de la pluma, detrás del muñeco, dice cosas que los discursos desprovistos de muñecos no dicen. Eso se llama, a mi modo de ver, especificidad del discurso literario. Es una toma de posición, claro. Eso se llama, para hablar con palabras de otros, literaturidad. La literatura, entre otras cosas, sigue justificando su estar ahí, porque sigue diferenciándose del resto de los discursos sociales gracias, insisto, entre otras cosas, a su capacidad de hablar con el vientre. De esa manera se saltan, se sortean, se burlan, las vallas morales, estéticas, jurídicas y sociales en general. ¿Por qué? Porque lo dijo él, el muñeco, no yo.
Hablar con el vientre es muy saludable. Claro que la historia de la crítica ha sancionado con todo el peso de un rey la muerte del ventrílocuo. Pero toda persona que alguna vez haya gastado papel o pantalla en agrupar signos en una ficción sabe que él está en todos lados. Sabe, incluso, que es imposible desdecirse de él. Sabe, más aún, que cuando lo ha intentado ha fracasado, porque el muñeco, en algún momento de distracción, mira hacia atrás al hombre que lo empuña y manipula y le deja expuestos los hilos. Le echa en cara su mudez, digamos.
Yo no sé qué falta de sensibilidad nos ha llevado al extremo de matar a los hombres que blanden muñecos, qué dimensión humana le hemos querido quitar al arte de la escritura, por qué hemos querido olvidarnos de la lengua que mece la lengua.
Gabriel lo dijo con vos de muñeco, lo dijo en clave, pero quienes le conocemos las mañas lo encontramos siempre. Dijo que por favor no se olviden que detrás de la voz que narra hay una voz que siente, que detrás de los hombres que dicen que sufren hay un hombre que sufre.
En la vereda opuesta están quienes leen al hombre más que a la obra. Ese no ceo, claro, que sea el camino. Pero es una pena, una mutilación dolorosísima, desatender la figura que dejó puesta Báñez, como todo él, para siempre. Es cierto, hay buenos y malos ventrílocuos. Y hay buenos y malos muñecos. Pero me parece que dejar al hombre afuera es una abstracción absurda. Es pensar el texto como una máquina autogenerada y autoabastecida. Por suerte lo nuestro es una tragedia. Quiero decir, una fatalidad que nos impide, aunque quisiéramos, acatar a los críticos. Digo, el hombre nunca dejará, porque de otra manera no puede concebirlo, nunca dejará, repito, porque otra cosa no puede ni quiere, la costumbre sana y milenaria de sacar las verdades más profundas, más íntimas, por el sitio entrañable y cálido por donde todo él una vez ha salido.
PÁGINA 11 – CUENTO
OSVALDO BARBIERI
(Santa Fe-Santa Fe-Argentina)
EL DEL MEDIO
Tal vez mi nacimiento haya sido un error astrológico, al planeta que me rige quizás lo haya chocado un cometa cuando asomé entre berridos, y aquí estoy, desde hace veinte años, aún convivo con mis padres, con mi hermano mayor y mi hermano menor, de quienes me separan cinco años, hermanos como islotes del archipiélago Estrada, Simón Estrada, abogado de prestigio mi padre, isla mayor donde se dictaminan los roles y las conductas, junto a mi madre contadora pública, una islita unida a la mayor por un pequeño canal, aquí estoy, desde hace un mes ejerciendo mi profesión, ya sin miedos, ya sin inseguridad, cargando recuerdos de infancia, allí me veo, inventando juegos con imaginarios amiguitos, después de las tareas del colegio, después de saber que mis hermanos no jugarían jamás conmigo, después de seguir las directivas de papá y mamá, yo debía portarme bien, hacer todo correctamente, mi cuaderno impecable, mi cuarto impecable, ningún pecado a la vista, esperando siempre el premio de un beso o una caricia, premio que sólo estaba en mis fantasías, juegos solitarios, rodeado de alertas, no a tal amiguito, no es confiable aquel otro, así debía ser, ellos me protegían, trazaban el camino de mi futuro, para sus futuros, todo bien controlado, yo sería el héroe digitado por ellos, muñequito virtual en la pantalla de un jueguito electrónico, vencedor de los malvados que intentaban desviarlo de la meta, que no era sino la del éxito, sus éxitos, así llegué a la adolescencia, obediente, luchando contra mis fantasmas sexuales, acosado por ellos antes del sueño, en los sueños, manipulándolos como podía, la imagen de Cristo encima de mi camita, culpas como lunares en la cara, la elección de la carrera ya estaba decidida, sería abogado como papá, si no contador como mamá contadora, si no nada, como nadie, según ellos iba a desaparecer de la pantalla social si no aceptaba, iba a ser derrotado por los malos, y yo era el bueno, así que acepté ingresar en la Facultad de Derecho, que me facultaba para vencer, y estuve un año sumergido, surmenage de los sentidos, hasta que empezaron a surgir unos gnomos burlones, ocultos en los bordes de la pantalla, felices de ser ellos mismos, asomaban y desaparecían delante de mi ser, de mi no ser, y fueron multiplicándose hasta invadir mi espíritu, entonces decidí renunciar a la carrera, plantarme ante mis padres y hermanos, decirles que abandonaba, que no era para mí, y así lo hice, hubo escándalo, mayor que el supuesto, ¡está loco!, ¡es un tarado!, fueron algunas expresiones, ahora sé que fui héroe al saltar fuera de la pantalla, quizás haya sido el único acto heroico de mi vida, ¿y qué vas a estudiar?, ¡qué…!, ¿qué carrera es esa?, ¡está chiflado!, y fue un festival de énfasis, sí, tal vez nací por error, por un accidente astronómico, astrológico, con un desatinado destino, pero aquí estoy, después de cinco años me gradué de Maestro Jardinero, aquí estoy con mis treinta pequeños del jardín de infantes, compongo canciones que canto con ellos, nos divertimos con los juegos que invento, les enseño a convivir, a ser tolerantes, a ser libres y creativos, ellos me dan su cariño, todas las mañanas cuando llego, todos los mediodías cuando me voy, llevo sus besitos y sus abrazos a casa, y entro en ella con una sonrisa en el alma.
PÁGINA 12 – POESÍA ARGENTINA
MIGUEL CURCIO
(Banfield-Buenos Aires-Argentina)
CADA PALABRA QUE ESCRIBO.
Cada palabra que escribo,
me restituye de la ausencia
y de la opacidad de los gritos.
El ausente no se nombra,
mas la música acaricia
la sublime y atemporal encrucijada
de la corporeidad y los abrazos.
El derrame sinuoso del suicidio
llama a la puerta
de aquel amor que no fue.
El silencio es tentación,
la ausencia es dolorosa;
la brisa del amanecer revelan
reflejos de inquietud y pasión
Tus pestañas de rimel,
tu boquita de rojo rouge ,
acuñan la sombra de mi rostro.
Lejana y lejos de todo,
ebria de inercia
en la otra orilla de la noche.
He de partir.
DAME EL MUNDO EN UN BESO.
Dame el mundo en un beso.
Dame el horizonte en un abrazo.
Dame el infinito en una caricia.
Sueño, el sueño del amor.
Ayer te vi partir, tu pañuelo
volaba en sentido de mi mirada.
El olor del adiós, secaba mi garganta
y el temor del viento ahuecaba
tu presencia, sonrojaba mis actos.
Te vi partir y las magnolias
no se inmutaron., el vino estaba servido,
atroz el cuerpo ausente,
beberé el sonido de tu voz.
Ahumare los pensamientos
con sándalo mojado , caminare desnudo
buscare tu áurea en el sol que
se come las cortinas y digiere el amor.
La sonrisa disipo la niebla,
el lenguaje enciende el fuego,
crepitan gemidos en el cielo tatuado.
EL AMOR POR EL VERBO.
Los otros también conjugan
el amor por el verbo.
El andamiaje, se extiende
más allá del frío y oscuro destino.
Los pantanos que he de sortear
los ríos que he de navegar
para acariciar tu tez morena.
El amanecer me encontrara
a medio camino, las luces
del puerto guían cual lucero
al espíritu que me contiene.
Nuevamente apareces en sombras
lo lineal se transforma en
curvilínea figura en el espejo
que admite la fisura del alma.
Lloró al ser querido,
brillantes sutilezas
del ocaso mundano
arrinconan los deseos,
vierten extasiado los dolores.
La simpleza dormita
en el peldaño primero
de la entrada amordazada
por deleites débiles y efímeros.
Ella también conjuga
el amor por el verbo.
PÁGINA 13 – ENSAYO
WINSTON MORALES CHAVARRO
(Neiva-Huila-Colombia)
CÉSAR VALLEJO: ESPERGESIA O LA HEREJÍA COMO ELEMENTO POÉTICO.
A Luis Rafael Gálvez, poeta.
Muchos lo califican de patético, otros de trágico, no menos, de exageradamente dramático. Sin embargo, César Vallejo constituye, desde mi visión muy personal, una de las mejores voces que ha dado la lengua española.
Su ubicación puede plantearse de dos maneras. Por un lado desde la vanguardia, escuela, movimiento o rótulo en el que muchos quieren estacionarlo. De otro lado, desde o a raíz de su poesía visceral, incisiva, un tanto corrosiva, aguda y punzante.
Su locus primero obedece a que se instaura como uno de los poetas más distinguidos de las vanguardias americanas. Al lado de Octavio Paz, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, entre otros, César Vallejo consolida para el mundo lo que sería la poesía del siglo XX.
Su locus segundo puede explicarse desde la percepción de un lector acostumbrado a una retórica simple, un poco barroca, almibarada o en demasía ligera. La poesía de Vallejo es ruptura ante todo, una búsqueda tan honda que por eso mismo se aleja del aplauso, la venia, la admiración de lo escueto: es una escritura que rompe paradigmas, quiebra sedimentos –sobre todo mentales y espirituales- de cruentos movimientos telúricos. Esa puede ser una explicación para que cientos de lectores lo encuentren aburrido, pesimista o traumático, ¿hay algo más traumático que la vida de un hombre? ¿Cómo cantarle al alba después de que su madre ha muerto y el hogar se desmorona como “piedra sobre piedra”?
En la poesía, como en todas las artes, queremos hallar, desde la contemporaneidad, escenas bucólicas que nos lleven a “los años mejores”, si es que alguna vez existieron –desde perspectivas de fuga- o pretendemos hacer existir. Una poesía de sabores, olores, contra la que no poseo ninguna afrenta, que nos regocije como lo hacen los libros de receta o esas narrativas de “ciencia ficción” escritas por las máquinas de hacer dinero, Paolo Coehlo o Carlos Cuauhtemoc Sánchez, narradores que hallaron la piedra filosofal desde lo mercantil y bursátil, y no desde el dolor y el fuego como lo hizo el poeta peruano:
Hay un vacío en mi aire metafísico que nadie ha de palpar; el claustro de un silencio que habló a flor de fuego.
Es lógico admitir que César Vallejo es un poeta supremamente mustio, ¿qué lo impulsa a no serlo? ¿Debemos juzgarlo por no ser divertido o radiante, por no causar esperanzas –debemos confiarnos a ellas?- por estar en permanente fuga con Dios o con lo que concebimos de él?:
Yo nací un día que Dios estuvo enfermo.
La poesía es la historia del espíritu, es el pálpito de un cuerpo interno –en contravía a la narrativa-, la voz de demonios y espectros que subyacen en el subsuelo de un hombre en combustión. ¿Cómo pretender que Vallejo sea ajeno a su cruz, a sus calvarios, a sus caminatas por el monte de sus olivos?
César Vallejo es, reitero, un intelectual de escrituras funestas, sombrías. En él hallo más verdad y más sabiduría que en todos los libros de superación personal que se siguen comercializando como si fueran la gran panacea o el terreno prometido por la tradición religiosa.
ESPERGESIA Y LO HEREJE
Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave.
La permanente reiteración de un Dios enfermo nos lleva a plantearnos muchas preguntas, ¿es César Vallejo un ateo? La respuesta puede abarcarse desde muchas direcciones. Sin embargo, pretendo imaginar que el poeta hace alusión o plantea la posibilidad de un Dios imperfecto; no lo niega, ni lo anula, lo cuestiona, lo refuta. Su arribo al mundo natal lo lleva a plantearse la posibilidad de un universo en permanente fricción, en donde los equilibrios o las armonías entre los opuestos nunca serán posibles.
Su incursión en el marxismo –del que después se aleja-, la muerte de su madre, sus amigos, sus mayores, las guerras, lo llevan a asumir una interiorización escrita con sangre, interiorización que él entrega después en su escritura y que se constituye en una médula problemática para sus contemporáneos, al punto de recibir críticas tan injustas como estas: ¿Ud. cree señor Vallejo que colocar una imbecilidad encima de otra es hacer poesía?. (Clemente Palma)
No obstante, Vallejo continúa su camino y cuestiona, en gran parte de su poética, “lo otro”, aquello que concebimos como la divina providencia o el halo paradisíaco de lo monacal:
Todos saben que vivo, que soy malo; y no saben del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día que Dios estuvo enfermo.
Parece ser que el error más grande del Cristo consistió en “hacer” –algo que no lo hace del todo apóstata- a un hombre con todas las deficiencias del mundo; Vallejo era enfermizo, vivía con el ceño fruncido, había soportado todos los dolores del cuerpo y la carne. De allí que evoque a la muerte, a la que poetiza, a la que le canta: esto significa una negación de manera directa.
Su herejía se ve reducida a una queja permanente de lo que es el acontecer cotidiano. Si este Dios existe, ¿por qué el hombre está tan mal diseñado? -Parece preguntarse a diario el poeta- ¿por qué la iniquidad, las guerras, los holocaustos? De allí su permanente fricción con un padre superior hecho a imagen y semejanza de su hijo; el poeta nunca cuestiona al mundo ni a su naturaleza, critica las obras y los procederes de un hombre nacido “del barro y del polvo”
EL TEXTO EN EL POETA.
Hay un vacío en mi aire metafísico que nadie ha de palpar; el claustro de un silencio que habló a flor de fuego.
Yo nací un día que Dios estuvo enfermo.
Vallejo no niega la metafísica, los submundos, los planos alternativos de punto y encuentro, simplemente reconoce un vacío en la fibra más íntima de su ser y en sus esencias primarias: casi un sino edénico, con el que se carga desde el origen, desde las épocas primarias del hombre, una especie de destierro permanente, en donde sus versos se ven atravesados por un constante “Obscuro sinsabor de féretro”.
El poema Espergesia es una especie de espejo en donde Vallejo no sólo se mira sino que se refleja. La imagen es más un reflejo que una mirada. Allí está traducido el poeta, allí está narrado Vallejo. El poeta habla a través de la poesía y esa voz es la misma que colinda con lo pulsional destructivo, tanático, por el maremagno interior, por lo oscuro y sin rostro (S. Yurkievich):
Todos saben que vivoque mastico… Y no sabenpor qué en mi verso chirrían,oscuro sinsabor de féretro,luyidos vientosdesenroscados de la Esfingepreguntona del Desierto.
EL AUTOR Y SU ÉPOCA
César Vallejo, como la gran mayoría de los poetas, es un hombre de su época. En él están presentes todas las contradicciones del mundo moderno (contradicciones en el mundo, no en su escritura) y en ella subyacen los conflictos morales, las injusticias sociales, la siempre viva pregunta del poeta: ¿Es importante la escritura?
No obstante, el aeda peruano pertenece también a un tiempo y a un espacio que no poseen delimitaciones lógicas. Su escritura es una escritura que puede ubicarse en presentes, pasados y futuros inmediatos, jamás pierde vigencia porque es una poética que está revestida de cosas universales: la caída, el viaje, el dolor, el sufrimiento, la soledad, las ruinas humanas, la condición de un hombre y su relación con Dios.
Al igual que otros poetas de las vanguardias, Vallejo no sólo evoluciona en su escritura sino también en sus consideraciones de tipo espiritual, filosófico y metafísico. El poeta conoce la orfandad del hombre y es esa misma orfandad la que tiene su arraigo en la escritura:
Todos saben que vivo, que soy malo; y no saben del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día que Dios estuvo enfermo.
De otro lado, en su estro literario se evidencia el divorcio con Dios –mejor con la iglesia- y su permanente querella con una realidad anterior en donde la moral, la ética, las leyes, las reglas y las conductas eran paradigmas para el ser humano. Vallejo reniega de la verdad absoluta y la relativiza, adoptando, por filosofía y no provocación, una mirada más subjetiva-objetiva, retirándose de convicciones eternas y dominantes; propone una ruptura en el maridaje que existe entre el hombre y su tradición judeocristiana, de allí el aislamiento que emprende con otros poetas, lo que lo lleva a rechazar un sinnúmero de homenajes o manutenciones ofrecidas por ciertos gobiernos como el ruso.
Vallejo se considera un poeta integro y en esto tiene fricciones con Neruda: No comparte los honores, no persigue la famosa posteridad, los cargos diplomáticos le fastidian; no solo la gloria divina sino también la humana le resultan “tísicas”. Para el poeta nada es más contundente o pesado que aquella gran cadena que se lleva en los hombros. Esa es la sombra, la cruz, el gólgota personal al que se está condenado.
Todos saben… Y no saben que la Luz es tísica, y la Sombra gorda…
PLANO TEMÁTICO
Vallejo significa rupturas en muchos de los sedimentos poéticos que se habían hecho hasta entonces. De un lado está la destrucción de ciertas lógicas estructurales. De otro lado, relativiza –como ya lo he dicho- los dualismos y sus fuerzas antagónicas.
Hermano, escucha, escucha…
Bueno. Y que no me vaya sin llevar diciembres, sin dejar eneros.
Los silencios y lo dicho -o lo no dicho- son preponderantes para el gran escritor. La palabra como un instrumento social y político es fundamental en Vallejo. No es únicamente un recurso estilístico u ornamental; ella debe resignificarse en el sentido en que tenga no sólo una carga semántica. La poética debe ser también canal de información, de difusión filosófica, de lucha interna, de grito, de rasgadura de ropas.
La autoconciencia del escritor lo lleva a convertirse en un hombre que se concatena con sus entornos, las realidades humanas son abordadas desde su escritura y desde ese plano intelectual y creativo recrea, transforma, propone una memoria nueva para el hombre y para las artes.
Esa fue –y es- la lucha de Vallejo y es eso mismo lo que ha significado el que muchos lectores lo califiquen de escritor desolado, tanático, monstruosamente pesimista. Un mundo solitario que el poeta lleva en su escritura es el que se establece a lo largo de sus consideraciones poéticas-literarias. Los héroes ya no existen y Vallejo lo sabe. Para él, todos los dioses han muerto. Sólo el hombre va por el mundo arrastrando pesados grilletes y esforzándose por desprenderse de sus cadenas más atroces: lo anodino y pueril:
Y no saben que el Misterio sintetiza…que él es la joroba musical y triste que a distancia denuncia el paso meridiano de las lindes a las Lindes.
Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave.
BIBLIOGRAFÍA
Jakobson, Roman. Lingüística y poética. Editorial Cátedra, Madrid 1988
Le Guern, Michel. La metáfora y la metonimia, Editorial Cátedra, Madrid, 1990.
Lezama Lima, José. Imagen y posibilidad. Editorial Letras cubanas, Instituto Cubano del Libro, la Habana, Cuba, 1992.
Lienhard, Martín. “De mestizaje, heterogeneidades, hibridismos y otras quimeras” II Seminario de Crítica literaria latinoamericana. La literatura colonial: discursos alternativos y lecturas disidentes. (Lima, 13 de marzo de 1992. coord. Antonio Cornejo Polar).
Paz, Octavio. La Otra Voz, Poesía y fin de siglo. Seix Barral
Schwartz, Jorge. Las Vanguardias latinoamericanas, textos programáticos y críticos, Editorial Cátedra, Madrid, 1991.
Vallejo, César. Trilce. Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1985.
Vallejo, César. Poemas en prosa; poemas humanos; España, aparta de mí este cáliz. Editorial Cátedra, Letras hispánicas, Madrid, 2000.
Yurkievich, Saúl. La movediza modernidad. Taurus, Madrid, 1996.
Yurkievich, Saúl. Fundadores de la nueva poesía latinoamericana, Vallejo, Huidobro, Borges, Neruda, Paz. Barral Editores, 1971.
PÁGINA 14 – CUENTO
CARLOS ENRIQUE CARTOLANO
(Punta Alta-Buenos Aires-Argentina)
CÁNDIDA
Cada querubín tenía cuatro caras:
de querubín, de hombre, de león y de águila…
Ezequiel 10, 14
Muy difícilmente coexistan en una persona intimidad y vida pública adversas. La permanente contradicción consigo mismo conduce al delirio y la locura. Por eso ha de atribuirse alguna dosis de fantasía al relato de Avendaño, de quien hemos leído que ella –a quien llamamos Cándida- se mantuvo al margen de la realidad, la vista perdida, incógnito su nombre, recluida en belleza y silencio desesperantes, en el rancho que el mismo Baigorria había levantado para ella. También sostuvo Avendaño que ella conmovió el corazón del coronel, que al igual que las otras tres mujeres –de quienes rápidamente se distinguió como favorita del aindiado-, lloraba y clamaba cada vez que Baigorria se iba de invasión con la indiada y los trescientos renegados. ¿Cómo puede alguien concebir que ese amor no se inflame y crezca en la intimidad? Que Cándida –de quien no conocemos el verdadero nombre- no se comunique con su amado coronel mestizo, buen hombre y mejor indio. ¿Quién puede pensar que él no la llame por un nombre? Que ella no le permita a él ser llamada con el nombre íntimo de su pasión.
Es cierto que la completa existencia de Manuel Baigorria fue ficción, aunque llevemos ya más de siglo y medio preocupándonos por documentar su historia. Y que como parte de su vida novelesca, nos esforcemos por saber quién era esta mujer, cómo era el rostro que nadie pintó, cuál era su nombre. Para que conozcamos de una buena vez quién podía turbar de tal forma el corazón del unitario refugiado en los toldos, quién ésta que ahora sacan del rancho cuatro mocetones de recio porte, los pies hacia el oriente, el rostro cubierto con un lienzo blanco atendiendo sus últimas voluntades. Y junto a la cual camina el coronel renegado, toqui, cacique, unitario antirosista, que por tanto peso sobre las espaldas camina agazapado, los brazos por delante como previendo una caída, chiquitos los ojos de auca, retinto el cabello que alguien ha chuzado como recortando la cola a un potro.
Cándida llegó a la toldería huinca de Crenel protegida de Baigorria, y a grupas de su caballo, cautivada en Esquina de Ballesteros, defendida por el coronel de los apetitos de la indiada y tropa restante. Seguramente convencida de que sería imposible retomar su vida entre los blancos, al poco tiempo Cándida aceptó casarse con su captor y defensor. Pero alejada de sus verdaderos afectos y de su profesión, se mantuvo distante, aislada, sin protestar lo que se le ofrecía, pero sin celebrar nunca. Sólo aquella agonía vivida en ausencia del coronel podía vincularse al amor que seguramente los unía. Pocos la veían en contadas ocasiones. Nadie conocía su nombre; era la blanca rubia. Posiblemente española, Cándida era en 1835 una afamada actriz de teatro del Plata, que al toparse con la invasión a Ballesteros en camino de Rosario a Córdoba, se dirigía a Chile donde se esperaba su actuación. Mujerona atractiva, al igual que Trinidad Guevara -la actriz amante de Oribe, el lugarteniente de Rosas- Cándida vestía el mejor paño de estrella que Baigorria requería de los pulperos, así como se adornaba con las artesanías de oro y plata traídas de las lagunas del Trapal y El cuero. Diez años de consuelo le regaló Cándida a Manuel Baigorria, porque privada de identidad, cartel y portarretratos, fue consumiéndose día a día y murió en 1845. Todo esto escribió Avendaño –cautivo él también de ranqueluches- y bastante más nos permitió imaginar.
Ni la hermana del toqui Calvain, ni Lorenza Barbosa que fue su compañera largos años y después se denunció heredera, ni la joven hija de Ignacio Coliqueo –su mejor amigo-, dieron al coronel la dicha que Cándida le deparó durante esos años de pelea, cuando casi todos eran enemigos. Puede imaginársela, echada junto a Baigorria, dulce y piadosa, acariciándole la cicatriz –surco horroroso que atravesaba la cara del coronel desde la frente hasta el maxilar- inferida según dijo Avendaño en Acollaradas, pero aseguran otros en la batalla de Cuchi-corral, que fuera donde fuese, lo había dejado con la lengua al aire. Y puede imaginárselo a Baigorria, sometido como un animalito a las manos sedosas de la blanca rubia.
Por eso ahora sigue a la muerta, primero en el cortejo, como un pequeño cóndor, las piernas abiertas entre las que surcaron la pampa mil potros, la espalda curva, moviéndose tal cual se mueve el rey andino de la rapiña y haciendo gala al nombre araucano que nunca renunció: Lautra Maiñ (cóndor petiso). No habrá otra Cándida, piensa. Sólo caballos para alimentar la pasión; libros y diarios, para distraer tanta soledad.
Y en el trecho que media entre la toldería y el arenal donde depositarán a Cándida con todos sus vestidos y todas sus joyas, el coronel Baigorria cree por fin comprender el sentido del lienzo con que ella ha pedido que cubrieran su cara. Una cara que no era de nadie concluye el hombre: ni el rostro para los padres que ya no están, ni el de su hombre que quedó del otro lado de la frontera, ni la cara que veían los hijos que habrá tenido Cándida, ni la que podía presentar a la chusma. Para mí –parece decir Baigorria- se reservaba una cara en tinieblas, la de la intimidad, rostro del eterno atardecer, la cara del ángel que sólo yo podía ver. Los indios amigos preparan ahora el sacrificio de tres reses, que agradarán al Gualichú y permitirán a Cándida viajar placenteramente en brazos del Seychú.
Y el coronel Baigorria, ignorante como todos del sitio exacto por el que corre la frontera, se persigna en voz alta mientras el fuego eleva sus lenguas:
A la vera, la vera taray tay tu, tapiri, tapiri, amen tru.
PÁGINA 15 – POESÍA ARGENTINA
RAÚL A. CHURRUARÍN
(Paraná-Entre Ríos-Argentina)
EL HÉROE ABSURDO
«Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.»
Albert Camus
Poseo esta roca.
Por tiempo inmemorial
la empujo y rueda,
la levanto y se derrumba,
rueda y corro a buscarla:
desde el propio infierno
la levanto otra vez hasta los cielos.
Yo elegí la libertad y la piedra.
¿Cómo será la mañana cuando no la empuje?
¿Qué sería de la noche si no cayera?
“PÁLIDA Y BELLA”
Para Neli Butta
Te busco en la memoria antigua,
en el espejo oval y en la copa vacía,
en los versos de un Neruda joven,
en la telaraña de la madrugada,
en el libro miniado por un benedictino
que también te buscaba
(me recuerdas un vals,
una modelo de Soldi,
un ideal de quince años,
una lánguida Venus)
y en la calle,
en el mostrador colmado
de un negocio de armenios,
en el coche que arranca,
en un balcón sin malvones,
en una oficina pública de barrio
te descubro y callo.
UN GATO EN LA NATURALEZA MUERTA
Cuando enciendo la luz
me devuelve la mirada,
extático, junto al florero.
El diván, el tapiz,
todo es silencio.
La calma vuelve
sobre el agua derramada.
REIVINDICACIÓN DEL TIEMPO
«¡Detente, eres tan hermoso!»
J. W. Goethe
Este trozo de eternidad
Que devasto cada hora,
que me define y me niega,
¿qué queda por venir, cuándo y con quiénes?
¿qué después?
Bajo la niebla de esta tensa memoria
sé que hice, que luché,
que hubo sucesos y dolores
que compartí, que tengo hijos,
que a veces acerté y al fin
valió la pena.
Tras doblar páginas y etapas
con los que no están y los que quedan,
con los que vienen conmigo
y aquellos que, tal vez, no me recuerdan,
sigo.
No sé si importa cuánto falta
ni qué dejé de hacer
ni cuánto tardará el recuerdo
en disgregarse como ceniza al viento,
pero fue hermoso el instante
de sembrar la semilla recibida
y de apostar a que la dura duración
por fin
la multiplique.
VÍNCULO DESATADO
Mi barco parte hacia el Otro.
Va. Viene.
No es una adversa brisa
la tempestad que lo detiene.
Puente inestable, trémulo abrazo,
pasión de la otredad, de la fusión, del beso.
El tiempo desata el vínculo
que el deseo no plasma.
Ya queda menos. Pero cierro los ojos
y el impulso no alcanza.
El mar me ciega en lejanía.
Un ave borda el cielo.
Intuyo tras el aire una presencia, un hálito.
No hay tres tiros por un peso,
sólo una pulsión a compartir
y alguien que espera.
PARADO, CON PARAGUAS
Una pareja y un chico
toman mate tras el pedregal. Se van.
Dos vuelven de pescar y pasan sin mirarme.
Por fin, me quedo solo. Es mía la bahía.
Sigo el divagar de un ave
en las ondas invisibles de la tarde.
Es una silueta blanca y móvil
contra el cielo plomizo.
Voy a ganarle, moverá las alas.
Cansada de tanta observación,
aletea tres veces y se pierde en la lomada.
El velero se aferra a una estructura vieja,
tal vez, presiente una borrasca.
Las pequeñas olas castigan un canto rodado.
Al irse, le roban el suelo de arena.
La piedra se afirma y otra vez la mueven.
Al fin se la llevan.
Una joven gaviota se posa en la playa.
Mira el mar. No me ha visto.
No ha visto a la piedra.
Las olas le bañan las patitas
y hace dos pasitos atrás hacia lo seco.
Mil veces la mojan,
hasta que se aburre de la monótona danza
y se va. No sé adónde.
El mar se oscurece y la llovizna
pretende robarme la bahía.
No podrá. Busco un paraguas en el hotel y vuelvo.
Nadie pasa.
No parezco un héroe. No lo soy.
Soy un hombre parado con paraguas
y llovizna en Bahía Chica.
No veo el horizonte,
los relámpagos bajan verticales
y se estrellan a la misma negra altura.
Mañana dejo esta ciudad.
Llueve más fuerte y es hora de cenar.
Tal vez, cuando regrese,
me apropiaré otra vez de este rincón.
Un velero me mirará desde su amarra y
una gran ave blanca planeará para mí,
bajo el cielo grisado,
antes de desaparecer tras la lomada.
Una joven gaviota, de espaldas,
me ofrendará un bailecito.
Una piedra tratará de seguir bajo mi vista
y se rendirá a la pequeña mar de Bahía Chica,
cuando los rayos azoten una línea inexistente y negra.
A la hora de cenar,
habrá un hombre parado y con paraguas,
pero el mismo, no.
(La Paloma, Enero 2010,
Paraná, Agosto 2010)
PÁGINA 16 – ENSAYO
OSVALDO SVANASCINI
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)
PLIEGUES DEL TIEMPO
Fragancia de magnolias es el título del libro del académico, crítico de arte y ensayista Jorge Taverna Irigoyen, cuyo contenido el autor destaca como Breves acrobacias del absurdo: serie de microrrelatos que prosiguen la propuesta iniciada con Historias verosímiles. Narraciones breves en que la imaginación crece como un enigma que ha sorteado las implacables sorpresas de la realidad, desde los Soliloquios hasta los Estados de gracia, en un contexto de humor, absurdo e inteligencia.
Es donde la invención se torna en un alinde la realidad. Pero a veces termina por trascender su misma propuesta.
En instantes la dimensión metafísica aflora como una sentencia: Lo han dejado solo y no se da cuenta que el escenario es un carromato sin telón de fondo. O una forma de alusión poética: Sé que las almas incineradas poseen sus códigos. El fuego (no el eterno) les ha calcinado la capacidad de volar. En otra versión asegura: Josefina vivirá hasta los 96 años, firme con sus pinceles. Se lo han marcado las cartas del tarot. ..Ella ha pintado frondas de árboles, el tiempo de las luces, ideogramas de la existencia. Pero tiene una deuda por cumplir: le falta pintar el cielo.
Y hasta preguntas que tal vez determinan un inquirir que sustenta el interrogante de la ética: ¿En qué región se acumulan las culpas de los penitentes que no fueron absueltos?
En la original narrativa de Taverna Irigoyen coexisten mitos y realidades, junto a las invenciones menos esperadas. Sin embargo, tanto cuando se enfrentan Churchill y Bonaparte, como cuando Luis Antonio de Borbón descubre sus debilidades o Pedro el Grande revela su furia, las palabras fluyen de la misma forma frente a actos de personajes funambulescos o quizá cotidianos, que tienen algo que decir, manifestar o callar. Lo mágico puede convivir con lo grotesco y el humor con lo dramático, ya que el autor –por sobre una galería de criaturas y de homúnculos, animales y seres feéricos- impone a todos su poder de persuación. Desde los códigos del absurdo, la fuerza del enigma o la conjugación de la gracia.
Detrás toda ficción existen sutiles mecanismos que pretenden ser herederos irreductibles de la realidad. La controversia se plantea cuando esas realidades asumen compromisos con la virtualidad. Por eso este libro encara la ficción como un atributo de lo quimérico, tal vez para conseguir hacer algo posible en esa cosa imposible que llamamos vida, como quería el inefable Okakura Kakuzo. Y es en ese sentido cuando cobre vida el personaje al que Taverna Irigoyen alude: Creador de fantasías, Anastasio asume la vida como un largo sueño en que todo es una realidad incendiada de luciérnagas.
La percepción del autor se manifiesta en el relato ausente de grandilocuencia, anticonvencional, proclive a despertar la reflexión bajo un ropaje distendido, agudo, a veces mordaz, siempre creativo.
A través de 119 apartados que incluyen temas tan dispares como Tipicidades, Enajenaciones, Mundos inventados, Holocaustos, El arte de olvidar, Pliegues del tiempo, Cuadros de familia, Fabulario o Aires de ilusión, entre otros, se asiste a un fluir de microhistorias que huyen de toda solemnidad y tienden a estimular, recapacitar y persuadir: todo cabe en la memoria tan lúcida como sagaz.
La pulcra edición, como el anterior Historias verosímiles, lleva el sello editorial de la Universidad Nacional del Litoral.
PÁGINA 17 – COMENTARIOS DE LIBROS
LUIS BENITEZ
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)
TEXTOS ONÍRICOS
“Textos Oníricos” es el título de esta nueva entrega de la autora Silvia Loustau, una pieza quizá breve en cuanto a extensión, pero de una notable hondura lírica y dramática.
Fuera de los movimientos caprichosos que dictan las modas literarias, la autora está atenta a las singularidades de su propio discurso y es de notar y subrayar que en el devenir de su obra, Loustau ha alcanzado ya un registro personal y reconocible, cuando lo habitual resulta ser que otros emprendimientos poéticos suelen quedarse en el intento de lo mismo. En vez de ello, Loustau alcanza la meta establecida por una búsqueda constante, que la ha llevado a experimentar con variados recursos en obras anteriores a ésta; sin embargo, debemos remarcar que nunca se ha interesado en la experimentación por la experimentación misma, sino marcadamente por los resultados. De ello da buena prueba este nuevo título, “Textos Oníricos”, donde los atrevimientos -los necesarios atrevimientos que encontramos en todo poeta que quiera ganar nuevos territorios para el género- están sopesados por la consistente economía de la expresión, que no se pierde en imágenes sin otro peso específico que su belleza o su llamativa expresión. En estos “Textos Oníricos” todo está supeditado al eje temático en torno al cual se arma el poema; metáforas, imágenes y alusiones actúan como reflejos precisos de los núcleos de sentido que dan fundamento a los trabajos incluidos en este volumen.
Engañosamente supondríamos, a partir del título general, una condescendencia de la autora a los abusos vagamente surrealistas que abundaron en otro tiempo en el género local, y que en muchos casos no tenían otro valor que el perfume psiquiátrico que destilaban. Muy por lo contrario, esta colección que nos presenta Loustau se caracteriza por la mesura y el bien templado tino de equilibrar elementos provenientes de uno y otro campo, el onírico propiamente dicho o el que se emparenta con las comarcas del sueño hasta casi pertenecerle, y el otro, cuyo eje es la idea expresa y razonada, el concepto liso y consistente. Es en este juego de contrapuntos donde encontramos uno de los méritos de estos trabajos. Es desde este equilibrio entre los campos que “Textos Oníricos” alcanza a potenciar su fuerza expresiva hasta lograr impactar firmemente en la sensibilidad y el intelecto del lector, de un modo tan efectivo y perceptible.
Durante la modernidad, las vanguardias al uso siempre actuaron hipertrofiando alguno de los recursos o procedimientos factibles, en menoscabo de los demás, para afirmar la preeminencia de ese camino sobre los anteriores, justificando por esta vía los sucesivos parricidios.
Este nuevo libro de Silvia Loustau parece repetirnos (con su demostración práctica de que todavía es posible) que la poesía debe ser escrita con todas las fuerzas y potencialidades del espíritu, no sólo con la selección y el desarrollo –a veces monstruoso- de una sección determinada. La razón y los derivados del inconsciente trasformados por el lenguaje; la idea y la sensación, el concepto y lo sensible se entrelazan aquí de modo tan íntimo, que ya no se pueden desglosar las partes sin destruir el texto. Es que Loustau ha comprendido hace tiempo y nos lo demuestra cuando leemos sus “Textos Oníricos”, que el camino de la poesía es tan ancho, que no se lo puede recorrer saltando sobre un solo pie. Es necesario, al comprenderlo, emplear todo lo disponible para llegar al destino que buscamos.
Comprobará el lector cuánto camino ha recorrido la autora y cuánto alcanzó a ver y a mostrarnos luego, al acompañarla a través de estas páginas.
*Textos Oníricos fue presentado, por invitación de la Embajada Argentina en España, en el Colegio Mayor Argentino de Madrid, el 10 de Diciembre del 2011, con la presencia de la autora
PÁGINA 18 – POESIA ARGENTINA
SILVIA LOUSTAU
(Mar del Plata-Buenos Aires-Argentina)
SKEPTOMAI
La luna tenía la cara blanca como una raíz.
Empecé a subir.
El camino formaba un viboreo entre matorrales quemados.
Parecía un camino sin final.
Por momentos veía a la Sombra, resguardada
entre oleandrinas.
Ocasionalmente la Sombra se disolvía.
El brillo del río levantaba el velamen de la oscuridad.
Vi una torre. Un sitio como un establo.
Dos o tres ventanas con luz.
Sentí miedo.
Me volví a toda prisa. La montaña cerraba el camino.
La Sombra espiaba entre madroños letales.
Me tiré al suelo.
Un polvillo que olía extraño, se metió en mis ojos. En la boca.
Gemía un viento impropio.
Voces anónimas se enlazaban en él.
De pronto la Sombra estuvo cerca.
Rozó mi frente.
Canturreo: skeptomai/ skeptomai/ skeptomai.
Su mano huesuda tomó la mía.
Nos acercamos a un pozo de donde salía una bocanada dañina.
Descubrí jóvenes cuyos ojos estaban tapados
con mariposas negras.
Sentí que no podría salir nunca más de allí adentro.
Dime los nombres: ordenó la Sombra, empujándome.
Sentándose a mi lado.
-Dime los nombres-
-Morirás asfixiada – murmuró- taparé la entrada.
Tapó un trocito de cielo.
Aire. Me ahogo. Aire. Me ahogo. Aire. Me aho. Aire. Ai. .A.
Respiro lento.
El cielo parecía el cielo
cuando aún no habían nacido las mariposas negras.
Skeptomai: palabra griega que significa observar, mirar.
JÓVENES ANTÍGONAS
Caminaba la Sombra por tembladerales voraces-
Mariposas negras se elevaron su paso.
Se tiende en lechos
donde jóvenes Antígonas daban a luz.
Iluminando hijos de héroes ahorcados con anguilas; colgados de anclas.
Ella, la Oscura, les quitó el cinturón, tomó sus resplandecientes armas
y pregonó su victoria.
Bebió azufre y fuego en cálices de hueso.
Soplaba -a su paso- un céfiro salado.
Esparce alas de mariposas negras en torno
al cuello tierno y los pechos henchidos
de las jóvenes Antígonas.
El marfil del recuerdo enciende en ellas nombres tan guardados.
La Sombra letaniza.
Alrededor del altar, lame la llave de muerte.
Las mariposas negras arden.
Se trasmutan en polvo gris.
El vigía de Orión libera las jóvenes Antígonas.
Menhires palpitantes encendieron antorchas de Memoria.
Cuchillo de viento sopla mariposas rojas.
Recorren páramos y exilios
Libro: Textos oníricos
PÁGINA 19 – CUENTO
IRMA VEROLÍN
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)
UN SUCESO VERÍDICO
Todos decían que mi abuela, al ponerse vieja, empezó a respetar más la siesta de lo que había respetado el mandato de custodiar su virginidad cuatro décadas antes, durante el brevísimo noviazgo en el que ya, empeñosa, fue amasando su prematura viudez. Me resultaba especialmente difícil imaginar joven a mi abuela, con el vientre chato, primorosa y alegre, quizás porque la conocí bien entrada en años, cuando tenía instalado en la cara ese gesto de estar chupando fruta agria y caminaba como si tuviera una vaca sujeta a la cintura. Por otra parte ahora sé que la viudez de mi abuela no sólo fue prematura sino que fue, también, sospechosa, ya que luego de pésames y lutos quedaron flotando serias dudas: ¿Era mi abuela damnificada o asesina? Fue, además, una viudez fundacional o –cómo decirlo- contagiosa, dado que inició en nuestra familia la costumbre de morirse. No sólo enviudaron muy los esposos de sus esposas y viceversa sino que también los hijos perdieron a sus padres, los padres a sus hijos, los primos a sus primos, etcétera. Y así, con el contagio y el correr del tiempo, llegó un momento en el que la única pariente que le quedó a mi abuela fui yo. Claro que estos hechos me eran desconocidos a los nueve años, cuando fui llevada por mi abuela a una casa a la que le sobraban piezas, ubicada en un barrio en el que la gente aseguraba no querer morirse. Sin embargo todos sin excepción se echaban sobre las camas tendidas con infinito cansancio y, cerrando los ojos de una a cinco de la tarde, desaparecían del barrio, de la ciudad, del mundo entero.
Después del almuerzo, igual que los otros vecinos, mi abuela se preparaba para cortar el día por la mitad restregándose los ojos, estirando los brazos afectadamente y lanzando unos bostezos que a mí me parecían fingidos. Luego, cuando la veía cruzar el patio en dirección a su pieza, algo adentro se me desmoronaba, Y ya el mundo no podía girar alrededor del sol o yo creía eso, que el mundo no giraba y que si, en todo caso, dada vueltas alrededor del sol, lo hacía con asco. Como yo no podía salir a la calle hasta las cinco de la tarde, me quedaba de pie, en silencio, frente a la ventana del comedor. Entonces el barrio, la ciudad, el mundo entero, eran para mí nada más que un rectángulo distorsionado por los pliegues estupefactos de la cortina de voile. Lo que podía verse a través de aquella cortina, de tan lento, resultaba casi fotográfico. El viento apenas hamacaba los árboles, unos pocos, siempre los mismos, a los que ni siquiera el paso de las estaciones les cambiaba la fisonomía porque estaban secos o incendiados. Detrás de ellos, formando otro rectángulo, las casas de enfrente se dejaban despintar por las lluvias.
De este lado, los muebles parecían adherirse a las paredes o echar raíces en el piso, mientras el silencio otorgaba a los objetos extrañas fuerzas.
Nada, ni el menor ruido. Sólo un rectángulo y una cortina de voile. Caen a los costados de mi cuerpo mis brazos flojos que terminan justo en el ruedo de la pollera y ahora la calle de enfrente se distancia y allá, también no hay nada, nadie, ni un ruido y mi abuela duerme la siesta en la pieza que está en el fondo y ya no doy más, camino rápido, camino rápido, me h escapado del comedor, estoy cruzando el patio cubierto por el toldo que mi abuela ha corrido con el fin de simular una noche que, según ella, traerá la calma. Debido a que el toldo no es muy noble que digamos, algunos haces de luz clara se filtran; así es que sobre las mejillas de mi abuela encuentro líneas, puntos tramposos que terminan denunciando la verdadera hora del día. Contemplo su horizontalidad de caderas amplias y en el centro del esforzado silencio: una mujer vieja encerrada en una habitación en penumbras. Su cara distendida, plácida, demuestra que mi abuela confía demasiado en la sombra traicionera de un toldo. Nada en ella se mueve, ni las manos cruzadas sobre la panza ni esas dos líneas medio oblicuas debajo de dos cejas melancólicas. Cerca de su cabeza blanca y alborotada quiero gritar ¡Abuela! ¡Abuela! Creo que lo haré. Ya estoy muy cerca de su cabeza y grito ¡Abuela! ¡Abuela! Pero ella no se mueve, no. ¡Abuela!, vuelvo a gritar. Y el aire se pone negro, espeso, compacto y yo la toco y mi abuela es algo plano dentro de un rectángulo. Y he sentido que pasaban los años, todos los años, estoy segura de que juntos y velozmente fueron pasando los años hasta hoy, mientras una voz, que no sé de dónde se escapaba, iba diciendo: Había una vez
PÁGINA 20 – ENSAYO
GUILLERMO JAIM ETCHEVERRY(*)
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)
ESCRITO A MANO
¿Cuánto hace que no experimentamos el placer de recibir una carta manuscrita en letra cursiva? La caligrafía es una habilidad humana en rápida extinción, porque ya casi no se enseña en las escuelas.
En Inglaterra se vuelve a usar la estilográfica para que los estudiantes aprendan la grafía. En Francia también se considera que no se debe prescindir de esa habilidad, pero allí el problema reside en que ya no la dominan ni los maestros.
Aunque el mundo adulto no está aún preparado para recibir las nuevas inteligencias de los niños producto de la tecnología, la pérdida de la habilidad de la escritura cursiva explica trastornos del aprendizaje que advierten los maestros e inciden en el desempeño escolar.
En la escritura cursiva, el hecho de que las letras estén unidas una a la otra por trazos permite que el pensamiento fluya con armonía de la mente a la hoja de papel. Al ligar las letras con la línea, quien escribe vincula los pensamientos traduciéndolos en palabras.
Por su parte, el escribir en letra de imprenta implica escindir lo que se piensa en letras, desguazarlo, anular el tiempo de la frase, interrumpir su ritmo y su respiración.
Si bien ya resulta claro que las computadoras son un apéndice de nuestro ser, hay que advertir que favorecen un pensamiento binario, mientras que la escritura a mano es rica, diversa, individual, y nos diferencia a unos de otros.
Habría que educar a los niños desde la infancia en comprender que la escritura responde a su voz interior y representa un ejercicio irrenunciable. Los sistemas de escritura deberían convivir, precisamente por esa calidad que tiene la grafía de ser un lenguaje del alma que hace únicas a las personas. Su abandono convierte al mensaje en frío, casi descarnado, en oposición a la escritura cursiva, que es vehículo y fuente de emociones al revelar la personalidad, el estado de ánimo.
Posiblemente sea esto lo que los jóvenes temen, y optan por esconderse en la homogeneización que posibilita el recurrir a la letra de imprenta. Porque, como lo destaca Umberto Eco, que interviene activamente en este debate, la escritura cursiva exige componer la frase mentalmente antes de escribirla, requisito que la computadora no sugiere.
En todo caso, la resistencia que ofrecen la pluma y el papel impone una lentitud reflexiva.
Como en tantos otros aspectos de la sociedad actual, surge aquí la centralidad del tiempo. Un artículo reciente en la revista Time, titulado: Duelo por la muerte de la escritura a mano, señala que es ése un arte perdido, ya que, aunque los chicos lo aprenden con placer porque lo consideran un rito de pasaje, "nuestro objetivo es expresar el pensamiento lo más rápidamente posible. Hemos abandonado la belleza por la velocidad, la artesanía por la eficiencia.
La escritura cursiva parece condenada a seguir el camino del latín: dentro de un tiempo, no la podremos leer". Abriendo una tímida ventana a la individualidad, aún firmamos a mano. Por poco tiempo...
(*) El autor es educador y ensayista
PÁGINA 21 – CUENTO
ANA MARÍA DONATO
(Resistencia-Chaco-Argentina)
RITUALES EN EL MONTE ARIDO
La última opción, le dijo Laurencio, era la vieja curandera que vivía en el monte. Ni doña Felipa, veterana sanadora del pueblo, había podido con el mal de Tristana. Luján lo escuchó y pensó que era una posibilidad, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que encontrarla iba a ser un verdadero trastorno porque se sabía que había por lo menos un día de viaje, en medio del áspero monte hasta llegar a su rancho. Iban porque ya no les quedaba otra alternativa, ni los tratamientos médicos ni las curas de Felipa habían dado resultado. El caso de Tristana sacaba a Luján de su paz. Era su hermana menor y había llegado al pueblo cuando su madre rehizo su vida casándose con un brasileño encantador e instalada definitivamente en Bahía, ¿definitivamente ? se preguntaba y se sigue preguntando Luján , conociendo como conoce a su madre ." Es mi última oportunidad de ser feliz ", le dijo antes de marcharse. Tristana era medio hermana pero para ella la cosa es más simple, es la hija de su madre y por lo tanto, su hermana y se acabó. Tristana admira a Luján por su manera de encarar la vida, por el trabajo que hace, por amar al mismo hombre que es su único hombre. No anda con vueltas como su madre. Cuando Tristana volvió poco hablaron de sus respectivos padres. El de Luján había muerto en un entrevero en una yerra y el de Tristana, sólo se sabía que era un cantautor itinerante cuyo origen les era desconocido. Luján lo maldecía por el nombre que había exigido poner a su hermana."Es un poeta ", decía su juvenil madre por esos años, disculpándolo. Luján nunca lo quiso y cuando desapareció se puso contenta. Luján vive en el pueblo donde nació y donde hay historias de tres generaciones detrás de ella. No siente los impulsos aventureros de su madre ni tampoco su inconstancia amorosa. Ella desde los diecinueve años está junto a Laurencio y es feliz. No tienen hijos pero esto no los apremia. La llegada de Tristana, no modificó su modo de vida. Se quedó a vivir en su casa y le dio otro sentido a los días de soledad que tenía cuando Laurencio salía a trasladar ganado con su patrón. En las muchas horas que ella dedicaba a sus telares, su hermana la ayudaba a terminar de armar los ponchos tradicionales y mantas que vende en la Feria Artesanal del pueblo. Pero ahora Lujan sólo piensa en el problema de la tristeza de Tristana que se fue profundizado desde que se dio cuenta de que a veces se quedaba perdida, concentrada en sí misma , sentada estática en la pequeña silla matera. Los días y sus noches agravaron la situación. Después de meditar mucho e invocar a la Virgen, Luján aceptó la propuesta de su marido. Salieron a la madrugada. Tal como pensó, el viaje fue largo y difícil. Cuando llegaron al claro donde estaba el solitario rancho, bajaron de los caballos y se acercaron cautelosamente porque muchos perros ladraron intimidantes. Al rato salió la mujer. No se sabría precisar la edad. Tenía el tiempo de los calores y de los algarrobos que la circundaban. ¿Qué quieren ?- preguntó con una voz ronca. Luján le explicó muy cautelosamente el tema de Tristana. La mujer no dijo nada. Hizo entrar a Tristana en el rancho y a ella y Laurencio los obligó a quedarse afuera. Se sentaron al pie del añejo algarrobo. El sol comenzó a hacerse sentir y el cansancio también aunque habían hecho un alto a la noche para descansar. Ahora están ahí, esperando. Pasado un buen rato percibieron un fuerte olor a hierbas quemadas y, de tanto en tanto, la voz de la curandera en invocaciones en lengua original. La cura fue larga, muy larga. Los perros merodeaban de un lado para el otro como perturbados, no ladraban, sólo se movían de acá para allá. Luján empezó a rezar en silencio. Laurencio caminó unos metros por los alrededores siguiendo el vuelo de algún pájaro que revoloteaba en la sequedad de ese espacio huérfano de agua. Pasaron las horas y sólo se sentía el olor del humo y la voz de la mujer diciendo lo que ellos no entendían. Luján empezó a inquietarse. De repente un perro negro, muy negro, emitió un aullido que sacudió el monte. Lujan tembló y se abrazó a Laurencio. Después de un tiempo, que a Luján le pareció infernal, salió la mujer y sin mirarlos a los ojos, anunció: "El que la malició ya no canta más." Volvió a entrar en el rancho. Después de otra larga espera, salió Tristana. Los abrazó y montó ágilmente. Mientras regresaban Luján vio a una Tristana totalmente distinta cabalgando a trote firme por el monte. Ella se persignó.
PÁGINA 22 – POESÍA AMERICANA
ELKIN ROJAS MONTOYA
(Bello-Antioquia-Colombia)
SUEÑO LOS NIÑOS
Los niños tienen la palabra y el corazón lleno de sueños
como cometas danzando iluminadas alturas.
Sueño los niños felices sin que ninguna bala perdida les arrebate los sueños.
Sueño a toda la humanidad lleno el corazón con el sueño de los niños
echando a volar palabras cariñosas al aire como pájaros del mejor augurio.
Sueño en cada niño la risa y la mirada confiada.
Los niños asustados me asustan como sus corazones rotos o descontentos.
Sueño a cada niño surcando nuevos horizontes
más allá de los años grises que espantaron sus sueños
con el graznido estridente de unas aves violentas de picos y garras rapaces.
Sueño los niños sin juegos guerra, creadores de un mundo donde trine la paz,
sin estruendos que ahoguen sus sueños en embrión.
Sueño los niños protegidos bajo las alas de su ángel tutelar.
No muriendo víctimas de falaz monstruosidad.
LLENARNOS DE NIÑO LA CABEZA
Ir y venir cargados con el fardo descolorido
de los anales torcidos de la historia
hurgando hasta el fondo los toneles de basura de los notidiarios
es asumir inútilmente en carne propia
la deprimida profesión recicladora,
de cartones, de sucios papeles,
de latas y de chécheres chatos;
convendría asumir el propio roll
descontaminado de la mala conciencia
con que nos roe de miseria la noria de la historia,
que drena gases venenosos desde los archivos
y muladares donde se hacinan descompuestos
cafres y cofres dolosos como momias.
Recomendaría llenarnos de niño la cabeza,
cansada de trasegar sin destino,
el largo recorrido desde el vientre materno al lecho sepulcral,
‘a ver si se te olvida, lo peligroso que resulta estar vivo',
sumidos en la guerra desde que se nace,
donde desde los muros cuarteados de disparos,
amenaza sucia la consigna infame:
"¡Mátenlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos...!"
Es bajo esta amenaza
que cala hasta los huesos
que cabe de nuevo llenarnos de niño la cabeza.
TÁLAMO DEL IMPERATIVO FINAL
“En el crepúsculo de la memoria volveremos
a reunirnos, volveremos a hablar juntos, y …
si nuestras manos vuelven a encontrarse en
otro sueño, construiremos otra torre en el cielo.”
-Khalil Gibrán
Viaje al vientre inmemorial de donde fuimos expandidos
desde el útero en galáctica placenta,
entre oleadas cálidas y coloridas profusiones
de formas múltiples de ser conscientes
que pueblan la atmósfera del planeta que nos sustenta
mientras llega la hora suprema del alumbramiento final.
Viaje al feérico albor de florescencia primordial
de donde manan sincronías
intercambiando soleados espacios sembrados de distensión,
inmersos en concertados puntos de vista, pintas y matices.
Viaje a las profundidades oceánicas del ser,
atravesando el humus, el limen, el himen,
la enrojecida flora fecunda de esencia inagotable,
Fuente primordial, Madre primigenia.
Desnuda, en celo, nos acoge en el tálamo sagrado de su regazo,
colmado el pecho de regocijados vuelos en dimensiones siderales,
donde la loba de las constelaciones al fin se lame las heridas
soberana en los confines luminosos de la vía láctea
preñada de efervescentes combustiones nebulosas.
Asediados de crepitantes trastornos diurnos y nocturnos
dimos al traste con el trasgo violento que describe la historia
saturada con la gloria marchita de mezquinos heroísmos
mientras los despojos mortales de los mártires
quedan anónimos a merced de hienas y aves de rapiña;
nos dimos al disfrute armonioso en espacios naturales
de multitudes vivientes cargadas de significados
sin querellas ni atropellos contra la dignidad del planeta
que sacia sin distinción con sus ubres
toda tendencia generacional de las especies
que proliferan y fructifican
la mar profunda y extensa del espacio y del tiempo,
de años luz imponderables, edades y civilizaciones
sobreponiéndose en las órbitas confines
de mundos palpables, latentes, colaterales…
Viaje al principio final, superando normas y prescindiendo reglamentos,
desplegando con libertad la voluntad de ser sin cargos de mala conciencia.
La memoria inmemorial desde la A hasta la Z llena
forjándose en la razón de ser sin deprimidas acometidas de no ser:
Cumpliendo con el deber porque es el deber ser
y no porque se lo imponen a uno .
Volvámonos a dar un remanso en las praderas de los campos liberados,
sin cercas, ni partidos amurallados,
sin pendones contrincantes de conciencia,
ni barricadas inundadas de berrinches y berridos sin visión.
Al amparo pausado del aliento en plena hora,
en el lecho mullido del silencio,
acudamos a una cita íntima con la vida,
a prueba de rachas y pandémicos derroches,
a prueba de nosotros mismos, abiertos al sentido natural,
tan extenso y profundo como el azul del éter fundido en el universo,
tachonado de umbrelas nebulosas de los más remotos principios
e inalcanzables confines.
“ENTIERRA EL HACHA”
“Cuando miro el sol abiertamente revelado
veo una constelación de ángeles dorados”
(Versión libre de William Blake)
Cuando la conciencia del mundo fue individualizada en el hombre
éste genio de barro envuelto en un vértigo egoísta
se volvió ciego contra la Naturaleza que lo engendró.
Entonces, ebrio, a sí mismo se cantó:
La “Tierra Labrantía” del Vieco Ortiz:
“Abierta a golpes de la mano MIA”
Derribando la altura bravía del Caracolí.
El Espíritu Supremo de la montaña
hollado por la mano altiva divorciada del corazón
que hiere con “El hacha que mis mayores
me dejaron por herencia”,
ahogando la “libertad” que ya no perfuma
“las montañas de mi tierra”,
como describe: “El Canto del Antioqueño”
de don Epifanio Mejía.
Yo no la quiero hoy cuando lúgubre resuena
golpeando la eterna juventud de los cedros
y el alborozo dorado de los guayacanes,
derribando, cargado de fiera ciega,
las especies hermanas de la naturaleza,
animales, minerales,
panacea secreta de lenguajes etéreos,
fuente universal de lenguas aladas
y matices acuáticos, oxigenados paisajes
renovados de recursos.
El hombre a sí mismo desterrándose del espacio sagrado del paraíso
cargando el hierro entre las manos con la furia desatada de los tifones
que azotan las costas taladas de sus defensas naturales de manglares.
Ninguna especie
había acosado tanto
a las demás especies
y humedales
como el hombre ciego
de conciencia explotadora
que tala con saña,
que tasa y tima,
censura y derriba,
explota, asola,
espanta
y
desplaza.
-¡Ni un solo golpe más.
“Entierra el Hacha”!
hasta que fluya altivo
el coro idílico del Mejía,
“Amo al Sol porque anda libre,
sobre la azulada esfera,
y al huracán porque silba
con libertad en las selvas”,
transformando el alma del hombre
cuando piensa
que nunca es tarde
para reconocer del cielo
“la azulada esfera”
que irradia densa desde la entraña
oxigenada de la selva,
donde la lluvia
ya no sea más de plomo.
Así sea
la paz en la flora,
en la fauna,
en el corazón
labrantío
de fraternidad
sobre la tierra,
dando fin al vuelo
deschavetado de razones
de armarse para la guerra.
PÁGINA 23 – ENSAYO
E. ANTONIO TORRES GLEZ.
(Duranguito-México)
HAY UN TIEMPO
Para mirar palomas
en la sombra
y tirar piedrecillas
en el río.
Un tiempo de amar
la piel que sabe
a lunada en la arena...
a olas bañando
voces de caracola
perdida en un pétalo
de luna.
Hay un tiempo de lluvia
de mirarse desnudo
en el cuerpo de la mujer
amada.
De besarse los labios
y tocar la manzana
-en el huerto perdidos-
con la piel entregada
y cerrados los párpados.
Hay un tiempo que habita
en el fondo del alma...
ENTRO A MI CASA
Y tu silueta se dibuja
entre sombras de guitarra
en el silencio de muros
y el espejo...
se dibuja el perfil de tu mirada
cargada de años parecidos
a una siesta de otoño.
Entro y mis pasos
me persiguen
con el ritmo perezoso de un tic-tac
en los zapatos.
Y me esperan las violetas
una taza aromática en la sala
-en la mesa de vidrio-
contemplando las notas de una
vieja canción
en la penumbra.
Entro...
es como salir por la ventana
de la vida
para buscar entre nubes
esa humedad de labios que se esfuman.
Como salir en el recuerdo
por el cerrojo
de una triste profecía
y buscar
-pendientes del pretil-
un manojo de versos
escritos en hojas
amarillas.
Entro a mi casa y el silencio
golpea mis costillares.
HOY, TOMANDO CAFÉ
Hoy, tomando café
he leído que ha muerto
el poeta
que juntos pronunciamos.
Es raro que lea los diarios,
que tome café en la sobremesa
y que mire los ojos
de amor entrecerrados.
Es rara la lluvia
en este mayo de tristeza.
Extraño es que muera la luz
de algún relámpago,
en la cubierta de un libro
en el santuario azul
que hicimos
con su diálogo...
PÁGINA 24 – CUENTO
FERNANDO SORRENTINO
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)
UN DRAMA DE NUESTRO TIEMPO
Este episodio ocurrió cuando la juventud y el optimismo eran atributos que me acompañaban.
En el barrio de Las Cañitas, y por la calle Matienzo, corrían las tibiezas de octubre. Serían las once de la mañana y era jueves, el único día de la semana que el horario escolar me dejaba en plenitud para mí: yo era profesor de Lengua y Literatura en más de un colegio secundario, tenía veintisiete años y un ilimitado entusiasmo hacia la imaginación y hacia los libros.
Me hallaba sentado en el balcón, tomando mate y releyendo, después de unos tres lustros, las encantadoras aventuras de Las minas del rey Salomón: noté con alguna tristeza que ya no me gustaban tanto como entonces.
De pronto supe que alguien me estaba mirando.
Alcé la vista. En uno de los balcones del edificio de enfrente, y a la misma altura del mío, sorprendí la presencia de una muchacha. Levanté la mano y le mandé un saludo. Ella me dijo chau con el brazo y abandonó el balcón.
Interesado en las posibles derivaciones, traté de entrever el interior de su departamento, sin ningún resultado.
«Ésta no sale más», me dije, y volví a la lectura. No habría leído diez líneas, cuando reapareció, ahora con anteojos ahumados, y se sentó en una reposera.
Empecé a prodigarme en gestos y ademanes infructuosos. La muchacha leía —o fingía leer— una revista. «Es un ardid», pensé; «no puede ser que no me vea, y ahora se ha puesto en exposición, para que yo la contemple.» No podía distinguirle bien las facciones, pero sí el cuerpo: alto y delgado; el pelo, lacio y oscuro, le caía a plomo sobre los hombros. En conjunto, me pareció una hermosa muchacha, de unos veinticuatro o veinticinco años.
Abandoné el balcón, fui al dormitorio, la espié a través de la persiana: ella miraba hacia mi casa. Entonces salí corriendo y la sorprendí en esa postura culpable.
La saludé con un ampuloso ademán, que exigía la recíproca. En efecto, me retribuyó el saludo. Después de los saludos, lo normal es iniciar una conversación. Pero, desde luego, no íbamos a gritarnos de vereda a vereda. Entonces efectué con el índice derecho cerca de mi oreja ese movimiento giratorio que, como todo el mundo sabe, significa pedir permiso para llamar por teléfono. Metiendo la cabeza entre los hombros y abriendo manos y brazos, la muchacha me contestó, una y otra vez, que no entendía. ¡Canalla! ¿Cómo no iba a entender?
Entré, desenchufé el teléfono y regresé con él al balcón. Lo exhibí, como un trofeo deportivo, alzándolo con ambas manos sobre la cabeza. «Y, taradita, ¿entendés o no entendés?» Sí, entendía: el rostro le relampagueó en una sonrisa blanca y me respondió con un gesto afirmativo.
Muy bien: ya tenía autorización para telefonearle. Sólo que ignoraba su número. Era menester preguntárselo mediante mímica.
Recurrí a gestos y ademanes muy complejos. Formular la pregunta resultaba difícil, pero ella sabía perfectamente qué necesitaba conocer yo. Por supuesto, y tal como suelen proceder las mujeres, quería divertirse un poco conmigo.
Jugó hasta donde le fue posible. Y, por último, fingió comprender lo que ya, desde el principio, había entendido sin dudar.
Dibujó con el índice unos jeroglíficos en el aire. Me di cuenta de que ella escribía para su propia lectura y de que me era necesario «decodificar» los rasgos que yo veía como ubicado tras un cristal. Con este método de leer en espejo obtuve las siete cifras que me pondrían en comunicación con la bella vecina de la casa de enfrente.
Yo estaba contentísimo. Enchufé el teléfono y disqué. Al primer ring, levantaron el tubo:
—¡Sííí...! —atronó en mi oído una gruesa voz de hombre.
Sorprendido por esta bifurcación, vacilé un instante.
—¿Quién habla? —agregó el vozarrón, ya con un matiz de cólera y de impaciencia.
—Este... —musité, amedrentado—. ¿Hablo con el 771...?
—¡Más fuerte, señor! —me interrumpió, de modo insoportable—. ¡No se escucha nada, señor! ¿Con quién quiere hablar, señor?
Dijo más fuerte en lugar de más alto, dijo no se escucha en lugar de no se oye, dijo señor con el tono que suele emplearse para decir imbécil. Asustadísimo, balbuceé:
—Este... Con la chica...
—¿Qué chica, señor? ¿De qué chica me está hablando, señor? —en el vozarrón acechaba una amenaza.
¿Cómo explicarle algo a alguien que no quiere entender?
—Este... Con la chica del balcón —mi voz era un hilito de cristal.
Pero no se apiadó. Al contrario, se enfureció más:
—¡No moleste, señor, por favor! ¡Somos gente que trabaja, señor!
Un iracundo clic cortó la comunicación. Azorado, quedé un instante sin fuerzas. Miré el teléfono y lo maldije entre dientes.
Luego califiqué con duros adjetivos a aquella muchacha tonta que no había tenido la precaución de atender ella misma. En seguida pensé que la culpa era mía, por haber llamado tan pronto. De la rapidez con que atendió el hombre del vozarrón, deduje que el aparato estaría al alcance de su mano, acaso sobre su escritorio: por eso había dicho «Somos gente que trabaja.» ¿Y a mí qué? Todo el mundo trabajaba: no había mérito especial en ello. Traté de imaginar a ese individuo, atribuyéndole rasgos odiosos: lo pensé gordo, rojizo, sudoroso, panzón.
Ese hombre estentóreo me había infligido una terminante derrota telefónica. Me sentí un poco deprimido y con deseos de venganza.
Después volví al balcón, resuelto a preguntarle a la muchacha su nombre. No estaba. «Claro», inferí, optimista, «estará junto al teléfono, esperando con ansiedad mi llamada».
Con renovados bríos, pero también con temor, marqué los siete números. Oí un ring; oí:
—¡¡¡Sííí...!!!
Aterrorizado, corté la comunicación.
Pensé: «Ese troglodita se permite tiranizarme sólo porque a mí me falta un elemento: el nombre de la persona con quien quiero hablar. Es necesario conseguirlo.»
Después razoné: «En la Guía Verde hay una sección donde es posible encontrar los apellidos de los clientes a partir de sus números de teléfono. Yo no tengo Guía Verde. Las grandes empresas tienen Guía Verde. Los bancos son grandes empresas. Los bancos tienen Guía Verde. Mi amigo Balbón trabaja en un banco. Los bancos abren a las doce.»
Esperé hasta las doce y cinco, y llamé a Balbón:
—Oh, querido amigo Fernando —contestó—, me hallo en extremo regocijado y confortado de oír tu voz...
—Gracias, Balbón. Pero escuchame...
—... tu voz de joven despreocupado y libre de obligaciones, deberes y responsabilidades. Feliz de ti, querido amigo Fernando, que tomas la vida como un devenir afortunado y no permites que ningún hecho exterior enturbie la paz de tu existencia. Feliz de ti...
No tengo cómo probarlo pero ruego ser creído: juro que Balbón existe y que, en efecto, habla así y dice ese tipo de cosas.
Después de adornarme con aquellas imaginarias venturas, se pintó a sí mismo —sin permitirme hablar— como una especie de víctima:
—En cambio, yo, el humilde e ínfimo Balbón, continúo hoy, como lo hice ayer y lo haré mañana, y por todos los siglos de los siglos, arrastrando un gravoso carro de miserias y de tristezas, a través de este pérfido planeta…
Yo había oído miles de veces esa historia.
Me distraje un poco esperando que concluyese con sus quejas. De pronto, oí:
—He tenido mucho gusto en hablar contigo. Será hasta cualquier momento.
Y cortó la comunicación.
Indignado, al instante volví a llamarlo:
—¡Che, Balbón! —le reproché—. ¿Por qué cortaste?
—Ah —dijo—. ¿Tú querías decirme algo?
—Necesitaría que te fijaras en la Guía Verde a qué apellido corresponde el siguiente número de teléfono...
—Aguarda un instante. Voy a buscar mi estilográfica, pues aborrezco escribir con lápices o biromes.
Me devoraba la impaciencia.
—Ese número —dijo, al cabo de algunos minutos— corresponde a una tal CASTELLUCCI, IRMA G. DE. Castellucci con doble ele y doble ce. Pero, ¿para qué lo quieres?
—Muchas gracias, Balbón. Otro día te explico. Chau.
Ahora sí: yo me hallaba en posesión de un arma poderosa. Marqué el número de la muchacha.
—¡¡¡Sííí...!!! —tronó el cavernícola.
Sin vacilar, con voz sonora y bien modulada, y con cierto tinte perentorio, articulé:
—Por favor, me comunica con la señorita Castellucci.
—¿De parte de quién, señor?
Que pregunten de parte de quién es una costumbre que me irrita. Para desconcertarlo, le dije:
—De parte de Tiberíades Heliogábalo Asoarfasayafi.
—¡Pero, señor! —estalló—. ¡La familia Castellucci hace como cuatro años que no vive más aquí, señor! ¡Siempre están molestando con ese maldito Castellucci, señor!
—Y si no vive más ahí, ¿para qué me preguntó de par...?
En la mitad de la palabra me interrumpió su furioso clic: ni siquiera me había permitido expresar esa mínima protesta ante su despotismo. ¡Ah, pero eso no iba a quedar así!
A toda velocidad, volví a discar:
—¡¡¡Sííí...!!!
Con pronunciación de retardado mental, pregunté:
—¿Habdo co da famidia Castedusi?
—¡Pero no, señor! ¡La familia Castellucci hace más de cinco años que no vive más aquí, señor!
—Ah... Qué suedte: estoy habdando con ed señod Castedusi... ¿Cómo de va, señod Castedusi?
—¡Pero no, señor! ¡Entiéndame, señor! —estaba hecho una dinamita—. ¡La familia Castellucci hace como siete años que no vive más aquí, señor!
—¿Cómo está usté, señod Castedusi? —insistí, cordialmente—. ¿Y su señoda? ¿Y dos pibes? ¿No se acuedda de mí, señod Castedusi?
—¿Pero quién habla, señor? —el monstruo, además de terrible, era curioso.
—Habda Madio, señod Castedusi.
—¿Mario? —repitió, con asco—. ¿Qué Mario?
—Madio, señod Castedusi: Madio, ed que se escuendió en ed admadio.
—¿¡Cómo...!? —no me había entendido bien: yo tenía la boca llena de risa.
—Madio, señod Castedusi, Madio Adbedto.
—¿Mario Alberto? ¿Qué Mario Alberto?
—Madio Adbedto, ed que tiene un ojo bizco y ed otdo tuedto, señod Castedusi.
Aquello fue una especie de bomba atómica:
—¡¡¡Pero no molestés, idiota, haceme el favor!!! ¿¡Por qué no te pegás un tiro, infeliz!?
—Podque no puedo, señod Castedusi. Tengo una puntedía de miedda, señod Castedusi. Da údtima vez que quise pegadme un tido en da cabeza, maté sin queded a un pingüino que estaba en da Antádtida, señod Castedusi.
Hubo un instante de silencio, como si aquel individuo enloquecido de rabia, para no ser fulminado por un infarto, aspirase, en una sola bocanada, todo el oxígeno de la atmósfera terrestre.
Yo, muy atento, esperaba.
Entonces, con el máximo furor y ahogándose en su propia cólera, el vestiglo lanzó sobre mí, a los gritos, esta descarga de artillería pesada, donde cada palabra, impaciente por ser proferida, se tropezaba con las demás:
—¡¡¡¡Pero morite, pedazo de idiota, tarado cerebral, grandísimo repelotudo, parásito, infradotado de mierda, cornudo, inútil, inservible, pajero, reverendo imbécil, sifilítico, blenorrágico, boludo alegre!!!!
—Me siento muy hondado pod sus padabdas, señod Castedusi. Muchas gdacias, señod Castedusi.
Cortó de un golpe violentísimo. Fue una lástima: me habría encantado que siguiera insultándome. Era delicioso imaginar a mi enemigo: rojo, transpirado, mesándose los cabellos y mordiéndose los nudillos, quizá con el aparato telefónico averiado a causa del golpe...
Experimenté algo parecido a la felicidad y ya no me importó no haber podido hablar con la muchacha del balcón.
PÁGINA 25 – POESÍA AMERICANA
ALEJANDRO DELGADO
(Morelia-Michoacán-México)
VÍNCULOS
hay cosas que parecen gesto
oscuras profundidades que iluminan
que ciegan la loca línea del pensamiento
cuando queremos terminar
ser en un giro el otro
el otro capricho de los otros
los que siempre nos abruman de presencias
haciendo constar la realidad de los abandonos
hay cosas que como rostros
que se desfiguran con el gesto
NUESTROS PEDAZOS
somos el mismo mundo de fragmentos pedazos heridos de otros pedazos
cada quien atado a la propiedad privada del dolor
somos las decisiones marcadas
con los tatuajes ajenos de otros abismos
puentes que caen en la discreción del miedo
miradas traicionando nuestras huellas
sendas de nudos en las espinas
murallas donde el pasado nos calza con piedras
lo que sea que esconde la luz
somos los fragmentos
que despedazan la historia
ESPEJOS DEL VIENTO
no existen los fantasmas sino sus realidades abruptas
el fuego es la ilusión del humo como los ríos extremos espinas en tierra del mar
la verdad es la matrona muda que observa las criaturas que paren la mentira
y hay docenas de hombres lloriqueantes trepados como monos en las columnas
mujeres iracundas con sus vientres abiertos al cielo le devoran las estrellas al deseo
los espejos muerden nombres en las volutas del humo
buscan la plegaria y el credo de la posesión
los reflejos que se pierden por siempre en los ríos
la sal calcinada del placer radicado en el espejismo
y hay docenas de hombres retorciéndose como caracoles en la espiral de sus vientres
mujeres otrora sirenas gimiendo el dardo del calamar
en tanto el viejo espera la muerte recordando las preguntas de siempre
la llave y los candados de un huerto de piedra
y la lúbrica orquídea que creyó ser flor
hay espejos envolventes de muerte
hombres que mueren en el reflejo
vientres de mujer donde la luz vive la mentira del reloj
NOCTURNO
hay algo que canta de ti en tu piel
en ti el misterio púrpura delata su fina claridad
de todo lo que puede ser posible en la paz
cuando en mi alma la duda enciende su flor de vacío
y no hay posible sed sabiendo que existe tu manantial
algo en ti fluye siempre en silencio
en las deliciosas líneas de tu forma
que guarda tu mirada como cacto en el desierto
o como el amanecer de la luna lujuriosa de ternura
algo que se proyecta en ti como los duendes al castillo
o casi cual semilla del deseo el de la brújula oscura
sueño como esperanzado labrador
en ti guardo mucho del fluir en mi río
todas estas ganas de cuidar mi devoción por tu florecer
las manos que vacías de tu caricia se empuñan entre sí
y mi cerebro dando giros de latido sin tacto certero
sin eso que puede ser la sorpresa de la verdad
hay mucho en ti que canta el acertijo de la espera
algo que en mi me hace esclavo del tiempo
cuando mejor sería vivir el sueño con rostro
y ser amante de tu luz
PÁGINA 26 – ENSAYO
JULIO CORTAZAR
(Ixelles-Bruselas-Bélgica)
INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en un ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquier otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie.)
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
PÁGINA 27 – CUENTO
MARTA ORTIZ
(Rosario-Santa Fe-Argentina)
EL VIAJE DE TERESA
Por primera vez en años, Teresa admitió una intención en las palabras de Teo. “Teo”, porque Teodosio parecía un nombre inflado, de emperador de país muy lejano, enchapado en oro y recamado en piedras preciosas.
Para decirlo con palabras de entrecasa, se dio cuenta de que Teo le facilitaba las cosas. “Andá, Teresa, qué te vas a quedar haciendo aquí, sepultada en toda esta mierda, para eso estoy yo, hundido hasta la coronilla”, le decía y trazaba una línea horizontal en la frente con el índice de la derecha. Estoy yo, que nunca alcanzo la costa porque el fango es pantanoso y traicionero como la mirada de Tolosa.
-No Teo, ni lo sueñes. Cómo me voy a ir si vos estás desquiciado, si apenas te sostenés en pie –le dijo sin mirarlo a la cara. No puedo, estás loco. ¿Te picó algún bicho raro a vos? O me querés sacar del medio, una de las dos cosas debe ser.
-No seas boba, mirá si te voy a querer sacar del medio. Quiero ayudarte; mi vieja era una que decía que cuando se presenta una oportunidad hay que darle para adelante, y la vieja tenía razón, si la perdés no hay una segunda vez. A vos te invitaron, andá y salvá tu pellejo. Qué te querés quedar haciendo acá, no te lo aconsejo, es un mal programa.
-Está bien Teo, no insistas, o vos creés que no tengo ganas de ir... De veras creo me muero si no me voy con Aurelia al sur.
Por una semana entera de libertad condicional no te voy a ver, se dijo Teresa con los ojos cerrados, imaginando cómo sería. Voy a dejar toda la escoria bien resguardada fuera del tablero de juego. Juana de Arco se toma vacaciones. Voy a desplazar tu manía depresiva, tu dependencia de Tolosa, de la parva de impuestos imposibles de creer y de pagar, mis sesiones de psicoanálisis, la imprecisión de tus gestos dubitativos y miedosos cuando te querés acercar a mí, el mal genio de Rebeca, mi gastritis. Todo eso como si fuera un gran paquete con moño, fuera de la cuadrícula blanca y negra. (Volaron los peones y el alfil y la reina se quedó sola sentada en su trono de jade con la corona de oro y perlas naturales cayendo con cierto descuido sobre su frente.)
El tablero tiene puntillas de macramé blanco alrededor de todo su perímetro.
Por una semana (mirame Teo, no te hagás el desentendido ni desviés la mirada), voy a poner “otras” cosas sobre la superficie brillante donde se desenvuelve el juego. Otras cosas adentro. ¿Entendés? Voy a poner el espejo cóncavo del lago al atardecer: todo un cielo prolongándose en el agua de seda. La ladera algodonosa del cerro moteada de abetos, los esquiadores descendiendo en zig-zag desde las pistas más altas. Voy a poner un trayecto jaspeado de saltos de agua en un bosque cualquiera, pequeños arroyos turbulentos, troncos y piedras que no me canso de mirar desde mi aerosilla de hierro color naranja donde estoy tratando de disimular el miedo y le rezo sin pausa a todo el elenco celestial para que mi ascenso sea placentero y que el viento no me balancee, pero no, no puedo, me voy enredando como una mosca en una telaraña de vértigo y de frío glacial.
Apoyo también sobre el sector más despejado del tablero, el refugio humeante en la montaña y el chocolate caliente (que bebo con vos Manuel, no con Aurelia sino con vos, que tenés tanto frío como yo pero que estás asombrosamente vivo, que sos corajudo y no un timorato como Teo, y yo que me siento tan segura. Tan confiada, empapada del olor de tu cuerpo y al abrigo de tus manos anchas y un poco agrietadas y ásperas por el frío), el chocolate caliente que bebo para sentir otra vez que tengo pies y manos y nariz y que puedo decir palabras mansas y ligeramente temblorosas y más tarde sentir el sol en mi cara y asegurarme de que éste es un lujo que merezco después de todo, te decía, cuando hace ya tiempo que vengo jugando a ser la perdedora sobre un tablero donde todas, todas las piezas son tuyas y por eso son opacas, son oscuras, son como vos, Teo.
Manuel, dentro de unos días tendré que pedirte que te vayas. Que me dejes sola. Te debo parecer una vieja histérica, seguro que lo pensaste. Pero ponete en mi lugar. Qué voy a hacer yo cuando regrese al viejo juego, a la antigua tabla pintada de grandes cuadros negros y blancos y sólo lo tenga a él delante de mí. No lo vas a entender. Me vas a pedir explicaciones que no tendré ganas de darte. Teo es alguien que se pasó la vida construyendo castillos de aire. Inmateriales, humo de colores. Los fue perdiendo uno a uno, como a cada año de su juventud. No sé por qué te cuento todas estas cosas. Se enterró en una oficinita de mala muerte trabajando en negocios inmobiliarios para un tal Tolosa, que es ni más ni menos que un basilisco. Repugnante. Me fueron devolviendo otro hombre, me lo chuparon, me lo desaparecieron. Se transformó en un desconocido. Un hombre imposible. Desarticulado. El reverso de la estrella.
(Pero no hablemos de él. Demos otra vuelta de tuerca y hablemos de este chocolate caliente y de este strudel de manzana cubierto de azúcar impalpable que se deshace en tu boca y en la mía y en este hogar a leña que pone dos rosas en tus mejillas y dos en las mías, y de nuestras manos apretadas y de tus sueños que tanto se parecen a los míos.)
Como te decía, querido Teo, y acorde con tus piezas ya desgastadas y amargas, me cansé de ser tu soporte. Al cabo de tres días de extenderme en el tiempo en este lugar tan acogedor y tan sin límite alguno, extraño sólo a Rebeca. Estudiando, durmiendo, contestando mal, haciendo zapping, no importa haciendo qué. La extraño.
Tengo miedo Manuel, no me abraces ni me toques una sola vez más porque voy a perder pie y tal vez ruede el vértigo de un pozo de paredes almohadilladas sin llegar nunca a tocar el fondo. Respiran los poros de todo mi cuerpo alerta. La piel viva, los ojos clavados en tu color miel, la nariz husmeando sin pausa tu olor a lobo, a hueco hecho con las manos ateridas y sopladas con mi aliento de humo caliente.
Que para qué vine. Que para qué vine si ahora me voy a ir dejando un tendal detrás de mí. Vine para esto, para lo que ves, para tener otro tablero donde sea posible aprender a jugar mi propio juego. Pero en todo esto intuyo una trampa escondida. Extraño mucho a Rebeca y creo que la piel se me llenó de surcos.
Vos no podés entender, no tenés hijos, sos demasiado joven.
No estoy segura de que me guste tanto tu olor a macho en celo.
Esa noche Teresa soñó con una Buenos Aires inalcanzable. En la estación de colectivos los suelos eran móviles como en aquel juego del parque de diversiones que era como las tazas de té de Alicia Liddell en el país de las maravillas y que siempre la llevaban a otro lugar pero nunca al que debía llegar sin perder tiempo. Recordó con preocupación, que en su valija no llevaba carteras. ¿Dónde llevaría los documentos y los boletos?
Volvió a la tardecita de un domingo, diez días después. El sobrepeso de un viaje casi eterno, las cervicales endurecidas y doloridas.
Abrió la puerta del departamento. En la semipenumbra del cuarto de estar Rebeca repetía el zapping de siempre. Teresa detuvo maquinalmente la mirada en la pantalla: “...crimen del periodista, nuevas pistas se investigan alrededor de la horrorosa muerte, cinco rehenes muertos en la ocupación de la embajada de un país latinoamericano, bombardeo en el este europeo, rechazo de la OTAN, atentado en Israel, el dueño de una agencia de loterías intentó suicidarse, crimen pasional en Boedo, vamos a la pausa, ampliaremos la información, no te pierdas los nuevos superhéroes X X hombre lunar, con nuevas armas y nuevas aventuras intergalácticas.”
Mientras Teresa abrazaba a Rebeca y le contaba lo linda que era la montaña, tuvo la impresión de que los gendarmes que se paseaban por la pantalla con máscaras y bastones largos se parecían a Terminator o mejor no, más bien se parecían a los que había visto cuando aquella fatídica explosión nuclear en Chernobyl. “Programa especial de nuestros enviados especiales a Bosnia. Viva con nosotros el más grande genocidio de nuestro tiempo. ¡No se lo pierda!”
Por un segundo sintió que se le aflojaban las piernas, que había destruido un sueño blanco que le había pertenecido en secreto y que nada cambiaría porque ella hubiese cambiado; Rebeca mordisqueaba su interminable sandwich de jamón y queso sin atender a las cosas de la montaña, como si nadie acabara de volver después de diez días desde tan lejos.
-Apagá un rato la tele, Rebeca, no ves que se te pudre la cabeza. Te estás envenando. Cada flash es un enano verde que se te meten en el cerebro y te lo come, date cuenta, acabala con el zapping.
-A mí no se me está pudriendo nada, en todo caso la podrida debés ser vos y si no, por qué me subestimás tanto, por mí te podés volver de donde viniste, no te extrañé –vociferó Rebeca.
Apagó, dejó el control en su lugar, la miró con ojos desafiantes y se encerró dando un portazo.
La puerta quedó vibrando, los cuadros y algunos adornos se movieron. Casi se cae el espejo. Teresa pudo confirmar que al lado de la puerta del cuarto de Rebeca, el espejo no iba a durar. Ella se iba a encargar de cambiarlo de lugar.
Sin fuerzas para encarar una discusión estéril, se sentó en el borde de un sillón con la cabeza entre las manos, se tragó la bronca y no lloró.
Recién entonces pensó en Teo y le pareció asombroso no haberlo hecho antes. Sintió que pensaba en él con ternura, con curiosidad, con los restos de ese amor viejo y enraizado que nunca acababa de irse. Seguro que él la estaba esperando en algún lugar de la casa y que a pesar de todo le gustaría que ella volviera a recostar la cabeza en su pecho lanudo. A Teo le crecían hebras de una especie de vellón rojizo en el pecho. Juntas eran un almohadón de lana virgen para que Teresa pudiera recalar ahí cuando necesitaba cobijo. Todo volvió a parecerle seguro, posible, cotidiano.
Se acercó al espejo que acababa de enderezar y advirtió que el sol le había dorado la piel. Se retocó el maquillaje, abrió sin hacer ruido la puerta del dormitorio, se metió vestida en la cama y se quedó quieta, acurrucada, como engarzada al hombre silencioso y raído que la había estado esperando durante todo el día.
PÁGINA 28 – POESÍA ALLENDE EL MAR
INMA DIEZ
(Madrid-España)
PASAN LOS DÍAS
Pasan los días heridos;
sin ti, sin mí,
sin huellas de nosotros.
Ha nacido el invierno
y estas cuatro paredes,
no guarecen del frío.
Se ha adentrado la noche
que extiende sus raíces,
apagando los sueños.
Y crecen las distancias
de bordes afilados,
cortando los deseos.
Se nos muere el amor
que deja en nuestros brazos
los restos del silencio.
Solo quedan las sombras
escrutando el suspiro
que se pierde en el viento.
Pasan los días heridos;
sin ti, sin mí,
sin huellas de nosotros.
DOS LEÑOS ENCENDIDOS
Aún llevas en los ojos dos leños encendidos,
y desandas caminos para tocar mis manos,
hace ya algún invierno sembraste primaveras,
encendiendo la noche, que prendió en nuestros brazos.
Has vuelto de la nada, caminando entre olvidos
provocando un incendio tu mirada de fuego,
has besado mis labios en esta hora nocturna,
que aguardaban sedientos, en medio del silencio.
Traes esta soledad soñando con la mía
que es buena compañía cuando llegan ciclones,
y el manto transparente de tus calladas lágrimas,
envolverá los miedos y las desilusiones.
Has llegado escapando de tus propios temores
y te vas como el viento lanzando algún suspiro,
rechazas el destino que te sale al encuentro,
y aún llevas en los ojos, dos leños encendidos.
HE GASTADO MIL NOCHES
He gastado mil noches
quemándome los ojos,
cegándome el reflejo
que me arrastró al vacío.
Ya no palpita el aire
ni tirita el instante,
cuando el sordo oleaje,
con su fuerza me llama.
No quiero que me encuentre
rendida y aplastada,
sumisa y entregada,
a ésta desolación.
He gastado mil noches
quemándome los ojos,
lamiendo los escombros,
que asolaron mi vida.
Algún lucero tiembla
delimitando el cielo,
avanzo lentamente
y vuelvo a renacer.
PÁGINA 29 – ENSAYO
ALEJANDRO CÓRDOVA GUTIÉRREZ
(México)
cordovagutierrezalejandro@gmail.com
Analista
VACAS SAGRADAS
Como se sabe Carlos Fuentes Macías es uno de los escritores más conocidos de finales del siglo XX, autor de novelas y ensayos, entre los que destacan Aura, La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente y Terra Nostra. Ha recibido, entre otros, el Premio Rómulo Gallegos en 1977, el Cervantes en 1987 y el premio Príncipe de Asturias en 1994.
Carlos Fuentes nació en Panamá, el 11 de noviembre de 1928. Su padre era diplomático, y Carlos pasó su infancia en diversas capitales de América: Montevideo, Río de Janeiro, Washington D.C, Santiago de Chile, Quito y Buenos Aires. Así Fuentes llegó a México a los 16 años y entró en la preparatoria en el Centro Universitario México. Se inició como periodista colaborador de la revista Hoy y obtuvo el primer lugar del concurso literario del Colegio Francés Morelos.
En 1975 Carlos Fuentes aceptó el nombramiento de embajador de México en Francia como homenaje a la memoria de su padre. En 1977 renunció a su puesto de embajador en protesta contra el nombramiento del ex presidente Díaz Ordaz como primer embajador de México en España después de la muerte de Franco. Se dice que Fuentes alaba la figura de Fidel Castro y que es amigo personal de hombres poderosos de la política mundial.
Fuentes visita México un par de veces al año, principalmente en el verano, estancias que ahora le permiten emitir juicios sesgados, o equivocados en el mejor de los casos, sobre la política mexicana y sus políticos: en Colombia recién concedió una entrevista al diario El Tiempo, de Bogotá, en la que afirmó categórico que la situación política de México va a complicarse, porque los problemas son muy grandes y los candidatos a la presidencia muy pequeños.
Hágame el favor; solo le faltó a Carlos Fuentes decir que el sí sabe cómo hacer las cosas (así lo piensa en el fondo de su corazón, seguramente).
Tal parece que la inobjetable grandeza de Fuentes en su campo, que es la literatura, lo hace perder el piso y lo ciega al meterse en política, tal y como le ocurrió al célebre Mario Vargas Llosa(*), quién, al igual que otros autores latinoamericanos (haciendo caso omiso del viejo refrán: zapatero, a tus zapatos) fallidamente participó en política como candidato a la presidencia del Perú en 1990, por la coalición política de centroderecha Frente Democrático (Fredemo), perdiendo penosamente la elección.
Hacen bien los aspirantes presidenciables en no prestarse al perverso juego de Carlos Fuentes; ignorarlo es la mejor respuesta a sus apetencias personales (ha de pretender un puesto en el próximo gobierno, ya sea para él o para alguno de sus múltiples personeros).
Frecuentemente eso nos pasa a los mexicanos, desde la conquista, por ser hospitalarios con eruditos que nos deslumbran, ya sea con la pluma o con el lenguaje, y que pretenden enseñarnos a caminar.
Gracias Don Carlos por sus palabras. México lo espera con los brazos abiertos y, en su próxima visita no deje de traer espejitos.
PÁGINA 30 – CUENTO
SILVIA MARTÍNEZ CORONEL
(Ciudad de Melo-Cerro Largo-Uruguay)
IMPOTENCIA
salió de su casa sin saber que iba a ninguna parte, cosa que supo mucho después, cuando se percató que habría caminado entre veinte y ochenta cuadras, miró instintivamente su muñeca, pero no llevaba reloj...miró al cielo, atardecía, recordó no sin esfuerzo que el sol aún estaba fuerte cuando había salido de su casa. creyó ver en su mente a Carmela llorando, pidiéndole que no volviera a dejarlos solos, tomándole de la pollera, que el niño pequeño tenía fiebre, y que no les había dejado de comer... quiso correr hacia su casa. recordó el momento en que traspasó la puerta, lo que ahora sentía vívidamente, lo percibió entonces como imágenes que no le fueran propias, como algo que hubiera visto en una película, a la que no le hubiera prestado mucha atención, hasta entonces, en este momento en que se percataba de que no hacía menos de cuatro horas que faltaba de casa, y de que era necesaria allí. miró su derredor, nada le sonó conocido, los autobuses estaban marcados por letras, no por números, como los que conocía. intentó preguntarle a alguien, pero nadie parecía percatarse de que estaba allí, comenzó a desesperarse, a detener la gente, o lo que fuera, tomándoles por los hombros, pero seguían su camino como si nada. la invadió la impotencia, se sentó en el cordón de la vereda, puso su cabeza entre sus manos y se echó a llorar, al principio parecía el llanto de una mujer adulta, luego el de una joven, hasta que se sintió llorar como niña, sentada en el último escalón de la escalera de sus padres, con su muñeca confidente, su Rayito de sol, antes claro que su padre la pusiera en una bolsa junto con su alucinante mamadera mágica y decidiera regalarla. recordaba la sensación de dolor que le provocó la cara de la muñeca contra el nylon, seguro se sentía asfixiada...y ella no poder hacer nada para salvarla, porque como siempre, cuando su madre estaba de elecciones su padre hacía esa razia, motivado por la extraña revelación de que había terminado una etapa de su infancia, también la obligaba a comer boñiato y coco, los que odiaba y terminaba vomitando, cosa que su padre sabía, pero que repetía cada vez que su madre las dejaba a su "cuidado".
la calle parecía volverse cada vez más estrecha, empezó a faltarle el aire, imaginó que así debió sentirse su muñeca Rayito, apretada en la bolsa...las palabras unidas habían cesado, recordó que era escapando de ese atroz sonido que había salido impelida de su casa, de repente se sonrió, se acordó de una de las frases que su madre repetía siempre: "cuando el incendió va con uno, de nada vale correr", volvió a sonreírse al preguntarse cómo era que su madre ya no se había muerto producto de quemaduras de tercer grado...claro, su madre había puesto el fuego en la vereda de enfrente, y hace mucho que había decidido ni mirarlo, es más probablemente a nivel inconsciente, se despechaba haciendo ceniza a otros...le vino a la memoria su cumpleaños de quince donde ella le prohibió "festejarlo" con música, volvió a sentir las miradas azoradas de los invitados...lo fea que se sentía entonces, lo impotente...lo infeliz.
comenzó a caminar en sentido contrario, la lógica le indicaba que si caminaba en sentido inverso se acercaría a su casa, aunque le inquietaba que nada de lo que viera le sonara conocido, las casas de estilo gótico, los autómatas vestidos de sport...algo la hizo mirar hacia atrás, y descubrir a unos seres más normales vestidos de blanco, mientras uno se empeñaba en que dijera su nombre y dirección, lo dijo...no tenía la más mínima idea de dónde había sacado la información, pero la misma parecía haber aliviado al médico, que mirando a sus colegas, dijo con naturalidad: -bueno...todo está bien, despertó lúcida de la micronarcosis.
PÁGINA 31 – POESÍA ALLENDE EL MAR
RODICA GRIGORE
(Sibiu-Rumania)
Breve antología de la poesía rumana contemporánea
ION VINEA (1895 – 1964)
Escritor atípico en la literatura rumana y también entre los poetas de su generación, Vinea, contemporáneo y buen amigo de Tristan Tzara, el conocido fundador del dadaísmo y él mismo de origen rumano, prefirió no publicar sus versos hasta el año de su muerte; así que su único poemario, Ora fântânilor (La hora de las fuentes) aparece en 1964. Su lírica es inconfundible. Trató de unir un vanguardismo moderado con el clasicismo: culto a una forma poética perfecta. Todo expresado en el espacio de la elegía filosófica. A veces, se ha comparado su expresión-visión poética con la plástica intelectual del cubismo practicado por Georges Braque, porque en su poesía las imágenes abstractas logran en su totalidad una expresión plástica.
DESCENSO
Una tristeza demora dentro de mí
como el otoño que se atrasa en los campos,
ningún beso pasa sobre mi alma,
ningún copo de nieve ha descendido a la tierra.
La canción triste, la más triste,
llega con la campana del ocaso
lo entiendes en la voz estéril de los gorriones
y responde desde la humildad de los cencerros del ganado.
Es la vida entera que duele así,
diariamente sobre el campo de las estepas,
entre los árboles que no alcanzan el cielo,
entre las aguas que siguen su lecho,
entre los rebaños que semejan su suerte en los campos
entre las hojas que se agitan en el viento.
MADRIGAL
Mi corazón es antiguo: un minuete
cautivo en el mecanismo de un juguete.
Lo escuchas e intentas escribirlo en su propia suerte
aunque de otra manera: apagando su suspiro vetusto.
Fijado en un pensamiento único,
la frágil canción da vueltas entre sus arcos
y deja como seña, un vuelo detenido,
su propio orín en los dedos de arcilla.
Un polen de tormenta en los cinco pétalos blancos,
sea, mi Señora, dulce su nimbo –
y perdona también al reloj desobediente
cuando llora todavía en tus manos.
OBSESIÓN
Leitmotiv de mi organillo – Diana…
Suspiro enmohecido de la cañería amarilla,
un sueño marchito por entre mis cañas, -
tú flotas en el fondo de mis ojos cerrados,
vuelves atada a la rueda del pensamiento,
tormento dentro de otro tormento, ritmo dueño de la sangre.
El llamado venido desde las tinieblas muerde en secreto su mordaza,
sobre mi frente el hacha interior se agota,
en el alba toca el atardecer de la hoguera apenas consumida,
toda la espera arroja nuevos sacrificios sobre las ascuas.
Voy a conquistar tu sueño, Diana, desde lejos,
como el guardabosques que inunda la selva con su cuerno,
como el reloj a la sombra multiplicándose en hojas de bronce,
como la serpiente que silba en la hierba, azucena venenosa.
Sonámbula, tú resbalas sosegada sobre los altos tejados,
pero heridos por ese grito, el paso y el pensamiento
sobresaltan y te apartan en el desierto de mi vida.
PÁGINA 32 – ENSAYO
IVONNE BORDELOIS
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)
Doctora en Lingüística en el MIT,
Poeta, ensayista.
LOS ÚLTIMOS SERÁN LOS PRIMEROS
Aureolada por una tenaz trayectoria profesional Diana Bellessi acaba de conquistar el codiciado Primer Premio Nacional de Poesía. La siguen en jerarquía Arturo Carrera y Hugo Gola con el segundo y tercer premio. A Jorge Leónidas Escudero; un sanjuanino de 91 años que muy de tarde en tarde condesciende a Buenos Aires, le corresponde una muy modesta Mención, apenas mencionada en la prensa.
Antes que de las personas, correspondería hablar aquí de los derechos de la poesía, cuando decimos poesía hablamos de esa fuente que mana y corre aunque es de noche, y verdaderamente parece estar anocheciendo en el cielo estelar de la crítica literaria argentina. La historia no es nueva; recordemos el premio denegado a Borges y discernido a un oscuro escritor que ya nadie recuerda, pero que tenía la virtud de ser menos extranjerizante que el autor de “El jardín de los senderos que se bifurcan” allá por los años 40.
Paralelamente a la economía actual, nuestro país tiene un capital poético extraordinario, pero en algunos casos negados y en otros mal distribuidos. Nadie recuerda ya a un poeta excepcional como fue Juan Rodolfo Wilcok; Manuel Castilla sería una eminencia poética en cualquier territorio literario menos descuidado y más atento y lúcido que el nuestro. El snobismo, la imitación, las vanas barreras ideológicas o demagógicas supuestamente conseguidas y encumbrantes, los contactos internacionales bien o mal logrados, las hábiles maniobras y acrobacias publicitarias han exaltado y laureado a evidentes mediocridades hoy rutilantes y mañana olvidables.
Nada de esto es nuevo, se me dirá, pero el tema es que la mala repartición del prestigio poético acerca y luego aleja definitivamente a un público que quisiera de buena fe entrar en el reino de la poesía y se ve expuesto solo a lo retórico, lo fingidamente trasgresor, lo trivial, lo desartículado, lo insípido o lo exangüe.. o simplemente a lo convencional descriptivo como “Los sudorosos en el porche” de Bellessi: “Se ha bañado en la hora caliente / del mediodía y ahora posado entre las ramas de la hortensia / se despulga y se peina batiendo grácil las alas. A solo / un metro de distancia estoy quieta / mientras leo y no soy de presa, un árbol /más que no le da miedo. Qué regalo / esta secreta cercanía nuestra /, yo en la veranda y él en la rama / tan despiertos y tan en calma somos / vecinos el zorzalito y yo.
Es un problema de voz, de impostación central: hay esos textos que se llaman poesía y pueden ser amables y correctos, con cierto oficio, sí, pero lo fundamental es que no nos ocurre nada leyéndolos. Y hay otros de los que emergemos necesariamente transformados, como este poema de Escudero, “Ultima apuesta”; “Apártense, déjenme pasar/vengo de estar existiendo y ya lo sé / voy a las palideces. Merezco / descanso pero antes/ quiero mirar atrás del horizonte para / no verme siempre aquí como árbol seco / donde no hay más que hablar. / No atajen, no digan que hay medicina buena / dejen que me siente en el umbral / a ver pasar la última gente. Los pájaros/ están escondiendo la cabeza bajo el ala /Manden a alguien a comprar pan/ no digo de aquí sino de mañana / porque mi hambre última/es de lo que aún no he visto.”
En los dos poemas, alguien se siente como árbol, en las dos hay pájaros. Pero uno es una pintoresca estampa, tan predecible como olvidable, dibujada por una vecinal y apacible contempladora de la naturaleza que como el zorzalito “bate grácil las alas” (¿se puede escribir así en el 2011?) mientras el otro nos arroja un manotazo de verdad inclemente, una música negra, indómita, una humanidad irrenunciable.
Aquí no se trata del Primer Premio Nacional de Poesía, sino del inmerecido agravio que recibe Jorge Leónidas Escudero, un anciano e insigne poeta sanjuanino. Que el Honorable Jurado, acompañado de su impresionante cortejo curricular de cátedras, premios, menciones, ediciones y demás equipajes, se haga cargo.
PAGINA 33- CUENTO
NECHI DORADO
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)
¡TENGO UNA BRONCA!
Nosotros vivíamos en el Chaco, todos éramos felices ahí. No había que tener cuidado para cruzar la calle, la mamá no te decía nunca no hables con desconocidos. Tampoco tenías que pagarle al tipo que viene todos los meses a cobrar porque te prestó un lugar para vivir que encima, se llueve todo.
Allá estábamos en el rancho que había sido del abuelo, del abuelo, del abuelo, esos que ni conocí pero que nos dejaron vivir en ese lugar que levantaron con la ayuda de la abuela, de la abuela, de la abuela.
Jugábamos entre los árboles, hacíamos unas escondidas donde nadie podía descubrirnos, mis hermanos y hermanas eran más hermanos y hermanas. Ahora las chicas andan con amigas suyas jugando con muñecos de trapo que parece que te miran pero que si les hacés ¡¡¡buuuuhhhh!!! Ni reaccionan.
En cambio en el Chaco jugábamos a correr a los pollos, ni bien salían del huevo los hijitos, dormíamos abrazaditos con ellos, hasta una vez, sin querer, ahogué uno que se puso debajo de mí y apareció al otro día tan quietito como los muñecos que hoy usan las chicas.
Mi madre ¡cuánto lloré ese día! yo quería cuidarlo al pollo, no se cómo se le ocurrió meterse ahí y ni fuerza que hizo el tarado para salir. La cuestión es que yo sigo llorando cada vez que me acuerdo, como ahora.
El cielo allá era más brillante, las estrellas parecía que estaban ahí nomás, nos subíamos a las ramas más altas de los quebrachos y yatay, estirando los brazos para atraparlas. Claro, igual no podíamos llegar porque éramos muy bajitos.
¡El barro! que bueno que estaba revolcarse y después escondernos hasta que se secara porque si nos veía la mami Dios mío la que se armaba. Ella nos llamaba y nosotros hacíamos shhh, que no nos vea y nos tirábamos cuerpo a tierra muertos de risa. Hasta mis hermanas se divertían embarradas, ahora andan todas perfumaditas, que asco.
Además estaba lleno de sapos y ranas, charcos y lagunitas donde íbamos a sacar anguilas con el dedo gordo de la mano.
¡Cómo se movían! Te chupaban el dedo y no las podías desprender, después íbamos a tirárselas a las chicas que corrían muertas de risa y cuando se quejaban con la mami ella nos decía “vengan p’adentro, manía de molestar a las hermanas”.
Las bobas desde que estamos acá, se asustan hasta de las hormigas, se hacen las finas, son todas “ayyyy mamiiiiiii”.
Un día, cuando llegaron esos tipos blancos como cuero e’chancho nos dijeron que habían comprado los terrenos y teníamos que irnos. ¡¿Qué compraron queeeee?! ¡¿A quién le compraron algo?! Si ya no está el abuelo, mentiroso, además no trajeron ninguna plata ni mi papá quería vender nada.
Mi viejo se resistió enojado pero a la final como los tipos venían armados, le dijo a mamá que nos trajera para Buenos Aires, que nos llamaría de nuevo cuando se aclararan las cosas.
Pero nunca aclararon nada, dicen que hasta tiraron abajo miles de árboles, no hay más sapos, se murieron un montón de bichos de carne que eran los amigos nuestros. Y a papá lo echaron nomás.
A la mami la vemos llorando vuelta a vuelta, p’a mi que lo extraña mucho, entonces para que pare la abrazamos y le juntamos florcitas que no son tan lindas como las que crecían por allá, libres, bajo los árboles, no estaban detrás de rejas y nadie te sacaba a los gritos cuando las íbamos a buscar como hacen acá. Pero a mami igual le gustan las que les regalamos cuando la vemos tan triste, nos mira y sonríe y es tan linda cuando nos abraza y se seca los ojos.
Yo sigo con bronca, no me gusta este lugar donde te miran de reojo y muchas madres les dicen a los hijos cuando nos ven “alejate de ese indio de mierda”. ¡Qué se creerán esas desteñidas! Lo peor es que mis hermanas se quieren parecer a ellas, se ponen bichitos de trapo en la punta de las trenzas. Pavotas.
Que se dejen de joder, que me van a comparar esto con el Chaco; yo me volvería ahora mismo.
Pero es que ni tren que me lleve hay ahora…
CONTRATAPA: NOTAS DE PARIS
IRMA BIGNON
(Santa Fe-Santa Fe-Argentina)
SHAKESPEARE AND COMPANY: UNA LIBRERÍA SINGULAR
Los visitantes, sin duda de paso en Paris, esbozan una sonrisa cuando recorren el lugar con la debida nostalgia. En este rincón de la “rive gauche”, en el 37 rue de la Bûcherie, frente al Sena y al costado izquierdo de la Catedral Notre-Dame, se encuentra la librería Shakespeare and Company. Conservada al abrigo del tiempo, es interesante pasar por sus laberínticos espacios; detenerse, sin reloj, en el relumbre de los lomos que se alinean en las estanterías sin fin; salvar la temblorosa escalera que conduce a las estancias de su dueño George Whitman, y observar sus paredes imantadas de libros en desorden y de cortinados rojos.
“Dejé que mi imaginación actuara libremente - dice su dueño - para que el asiduo lector pudiera encontrar, junto al Sena, una librería a través de los recovecos que forman las alcobas subiendo hacia mi residencia privada. Recién entonces sentiría la comodidad y el placer de leer los libros de mi librería, sentándose en el suelo, en los escalones o en una silla de mi dormitorio”.
Ya en el umbral inspira una peculiar satisfacción, una creciente admiración al ver tanto libro acumulado, desde el piso hasta el techo. Además, esta librería tiene su historia.
El 19 de noviembre de 1.919, una de las hijas del reverendo Sylvester Woodbridge Beach, Sylvia, oriunda de Baltimore, abría, en el número 8 de la rue dupuytren de Paris, una pequeña librería cuyo nombre Shakespeare and Company, se le había ocurrido casi sin pensarlo, apenas unas noches antes de irse a dormir. Dibujos de Blake, fotografías y manuscritos de Whalt Whitman y Poe, cartas y retratos de Oscar Wilde y de T. S. Elliot en las paredes, denunciaban lo que ella se proponía: dar a conocer en Europa las nuevas o desconocidas plumas de lengua inglesa, y a éstas, las vanguardias parisinas.
Sus amigos y clientes más fieles se solidarizaron inmediatamente. Gide y Maurois serían los primeros “bunnies” (abonados a la sección de préstamo) de Shakespeare and Co., a quienes se irían sumando Larbaud, Duhamel, Valéry, Pound; y a éstos las “legiones” que, finalizada la guerra del ´14, cruzaban el Atlántico en busca de sus dioses europeos.
El carácter de todo editor es minucioso y escéptico. Pero esta vez, Sylvia Beach se mostró concluyente. Fue entonces cuando se propuso editar “Ulises”. El histórico encuentro entre ella y James Joyce se produjo en el verano de 1.920. Siete años llevaba Joyce trabajando en el “Ulises” cuando, aconsejado por Ezra Pound se trasladó desde Trieste a Paris, dispuesto a terminar el manuscrito. “Él era de talla mediana - recordaría Sylvia -, delgado, la espalda ligeramente curva. De un azul profundo y el brillo del genio, sus ojos eran extremadamente bellos. Se expresaba sin énfasis y evitaba superlativos”.
Como siempre, la situación económica de escritor era más que precaria. Así que al día siguiente de conocer a su nueva amiga americana, Joyce dirigiría sus pasos a Shakespeare and Co., con la inmediata intención de lograr alumnos de lenguas que le permitieran sobrevivir. La publicación de sus obras pasaba por un momento crucial. Las puertas británicas se habían cerrado para el escritor irlandés considerado como escandaloso. En ningún país de habla inglesa podría pues ver la luz “Ulises”.
Desolado, James Joyce llevó sus quejas a la librería de la rue Dupuytren. La menuda y emprendedora editora pensó que algo se debía hacer y preguntó: “¿Concedería usted a Shakespeare and Co. el honor de editar `Ulises´?” Joyce dijo sí, iniciándose una de las odiseas editoriales más interesantes del siglo.
Sylvia Beach no contaba con un remanente económico que le permitiera afrontar su ambicioso proyecto con holgura, pero dio muestras de una pasión indomable por la obra de Joyce. Llegó a un acuerdo con el “maître imprimeur Darantière de Dijon” - por cuyas manos habían pasado entre otras, las obras de Huysmans - quien se sintió especialmente atraído por las dificultades que la edición del “Ulises” había encontrado en los países anglosajones. Se organizó, entonces, un fondo de suscripciones para financiar los primeros trabajos de impresión. André Gide fue el primero en acudir a firmar y pagar su suscripción, comenzando así el gran movimiento de solidaridad que llevaron acabo los amigos de Joyce, recorriendo los cafés de la “rive gauche”.
Hubo muchos que se rehusaron, como por ejemplo George Bernard Shaw, que escribió una misiva sin desperdicio: “Soy un gentleman irlandés de una cierta edad, y si usted imagina que algún irlandés consentirá pagar ciento cincuenta francos por semejante libro, es que usted conoce bastante mal a mis compatriotas… Es imposible forzar a leer todas esas obscenidades tan penosas para la boca como para el espíritu”.
Mientras tanto, los trabajos de impresión de “Ulises”, multiplicados por la insaciable corrección de pruebas a que su autor los sometía, continuaba.
Tiempo después, la obra de Joyce se terminó de imprimir, exactamente el día 2 de febrero de 1.922, fecha del cuarenta aniversario del escritor. Con las tapas de un azul griego y el nombre del autor en letras blancas, el texto íntegro de “Ulises” constaba de setecientas treinta y dos páginas. Se habían impreso mil ejemplares.
Shakespeare and Co., pasó a ser -tras la publicación de la obra magna de Joyce - el punto de referencia, la esperanza para quienes pretendían publicar toda clase de obras presuntamente eróticas. Pero Sylvia Beach había decidido ser editora de un único libro - “Ulises” - , de un único autor - Joyce - , rechazando la edición de otras obras.
La histórica librería no logró obviar la guerra del ´39. La ocupación alemana anunció a Sylvia la confiscación de todos sus bienes. Inmediatamente, la editora de “Ulises” desalojó la librería, toda huella de Shakespeare and Co., incluido el rótulo de la fachada. Corría el año 1.941.
En abril de 1.946, un muchacho llega a Paris. Se llama George Whitman. Cursa estudios en la Sorbonne. Cinco años más tarde reúne dinero suficiente y compra el local de una tienda árabe de comestibles, en el 37, rue de la Bûcherie, con la intención de convertirla en la “librería más bella del mundo”. Se llamará “Le Mistral”, y será el “lugar de encuentro de los escritores extranjeros en Paris”.
Un año después, día del aniversario de Shakespeare el dramaturgo, Sylvia Beach cede a Whitman el nombre de su librería y muchos de sus libros. “Le Mistral” se convierte entonces en Shakespeare and Co.
George Whitman es un curioso librero, que hace de su librería un mito. Es un fanático de la lectura. Para él, leer es el más grande de los placeres civilizados.
El 37, rue de la Bûcherie descansa, luego de un día agotador, de un constante entrar y salir de gente que revuelve estantes y hojea libros. Conversando con Whitman, él recuerda una escena de “La Náusea” en la que Sartre dice del dueño de un café, que cuando su tienda se vacía, se vacía también su espíritu. Y luego agrega: “Cuando cierro la librería me convierto en el ciudadano de otro país; reencuentro en los libros algunas de las miles de vidas que habría podido vivir”.
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