Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL

Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL
Feria del Libro Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Año 2012

Rediseñada para ofrecer una mayor difusión de la escritura en castellano.

Dirección: Norma Segades - Manias
directoragaceta@gmail.com

GACETA LITERARIA Nº6 - JUNIO de 2007

Homenaje de Gaceta Literaria a la obra de Edith Goel (Argentina/Israel)

PÁGINA EDITORIAL

La deuda del escritor genial.

Los escritores clásicos fueron aquellos que representaron más fielmente los rasgos del ámbito en que vivieron, crecieron y murieron y, profundizando en ellos, mostraron la presencia de lo trascendente a lo que solamente se llega a través de lo concreto y singular. Ni siquiera los autores de narraciones fantásticas valiosas dejaron de mostrar su pertenencia a un medio y a una época.
Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, son representantes cabales del pueblo al que pertenecieron, con sus contradicciones y toda su riqueza. Vale decir que, de algún modo, aflora en ellos no solamente la presencia de la inspiración que viene de lo alto sino la carnadura que le han otorgado la tradición, el paisaje y la manera de ser de su gente.
Digamos que si esos grandes artistas llegaron a la cumbre desde donde se vislumbra la eternidad fue por su deuda con la savia que le prestó su experiencia con la llanura fecunda de su pueblo. Esos nombres son más que individuales, porque en ellos se funde la inspiración divina con el aporte anónimo extraído de anécdotas, rasgos, gracia, decires, vivencias de los seres que los rodeaban.
El creador auténtico no es el narcicista que vive para ser un ídolo.
¡Cuánto representa de la humanidad de todos los tiempos un personaje que solamente podría haber sido creado en España: el Quijote de la Mancha! Ese pobre personaje que quiere ser héroe para desfacer entuertos y vengar agravios, es tan humano en su debilidad y extravío que nos involucra a todos, ya que no hay nadie que no haya soñado con la grandeza y que no aspire a destacarse de algún modo. Y no todos aprenden como él a comprender sus límites, a recuperar la objetividad que viene a ser el comienzo de otra historia, donde quizás Alonso Quijano entienda que para llegar a la verdad hay que someterse a la voluntad de Dios.
En el Quijote se da la tragicomedia humana, la del individuo común que lucha contra el poder sin otras armas que sus sueños. Y Cervantes, cuando creó su obra, estaba unido al destino de todos los hombres de su pueblo. Tanto es así que Sancho termina por convertirse también en el Quijote.
Cervantes le debe a sus andanzas su contacto con lo popular y, por supuesto, encontrar allí la presencia de Dios, la inspiración para su obra máxima.
Los ejemplos pueden multiplicarse con Shakespeare, Dante, Goethe y sus personajes. Ninguno ha surgido del narcicismo o del subjetivismo. Allí desfilan tipos humanos que han nacido de la observación amorosa de personas anónimas y de paisajes concretos.
Hay que comprender que cuando decimos esos nombres de la literatura clásica universal estamos reconociendo en ellos la tradición, el genio, la identidad.
¿Qué conclusión extraemos de estas reflexiones? Que un artista genial recibe su don desde el cielo y a través del aporte de personas y circunstancias que lo rodean. Y que su genialidad la demuestra, precisamente, por devolverle a todos esos factores lo que ellos le han dado. Deja su individualidad aislada para fundirse en el amor universal que siempre actúa a través de las circunstancias concretas.
Hay muchos artistas geniales que no dejaron sus nombres inscriptos en la historia de la literatura.

PÁGINA 2 – Nuestra poesía

El condenado

El rostro que moja con aliento el espejo
no es el rostro verdadero.
El que se halla dentro sí.
El que está afuera vive de las sensaciones
de una vida que no es la suya:
una vida prestada.
El que está dentro es el de aquel niño
acosado por sombras,
que le clava leznas para que no descansen
los recuerdos,
para que regresen las pesadillas de la infancia

Florentino Hernández (Reconquista-Santa Fe/Argentina)

A cambio

Nos fue dado un día
a un paso del sol,
casi nada.

Nos fue quitado un día
a un paso del sol,
casi todo.

Beatriz Vallejos (San José del Rincón-Santa Fe/Argentina)

Consagración de la primavera

Me cuesta precisar
cuando fue que este cuerpo
dejó de ser mío.
Cuando se pobló de hiedras y de gusanos,
y quedó en los caminos
de los fusiles.

No sé en que tiempo sin metáforas
lo besó Proteo.
Le acarició el perfil
la mano brumosa de la pena,
o lo torturaron
los desahogados de la vida.

No sé tampoco en que film
quedaron los ojos que miraban limpio,
las mejillas barnizadas de inocencia,
los viejos Talmudes
que hablaban de la mañana
como de una promesa.

De pronto,
me fueron arrancadas las muselinas.
Se me gritó "cobarde" en las plazas;
y hubo niños que escupieron en mi contra.
Hubo también fuegos
que no alcanzaron a colmarme.
Máscaras de faunos
y mujeres vestidas de celeste
riendo en mis oídos.

Y "La consagración de la primavera",
bailada por Nijinski
fue un pozo en mitad del corazón.

No puedo saber cuándo fue el tiempo
de dejar los jacintos a un lado,
igual al que deja una sangre que no sangra más,
en una isla,
en una calle oscura.

No.
No puedo saber cuándo me robaron de mí.
Dejándome la piel
tan conocida por los otros,
tan adherida a la lengua
de una tarde perpetua.

Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe/Argentina)

El temor en la soga

poner en remojo el temor
preparar una palangana azul
llenarla de agua y jabón
dejar el temor en remojo una tarde
y cuando cae el sol
tomar el temor con las dos manos y estrujarlo
ver cómo chorrea miedo enjabonado
sumergirlo en agua limpia y estrujarlo
y cuando cae el sol
salir desnudo a la terraza
llevando el temor en una mano
colgarlo en la soga junto con los otros trapos
y esperar a la luna
para que lo seque

Hernán Salcedo (Rosario-Santa Fe/Argentina)

La hambrienta.

“¿Qué será de la criatura
entre la mañana y el silbido?”
Bella Clara Ventura (Colombia)

Ella es un logaritmo, un índice en las sombras,
la cifra que no cierra.
Ella no es más que un gesto remendado
incrementando el censo de cucharas vacías y vacunas urgentes
con que el dedo asesino contabiliza cada pesadilla,
cada cruento final de esos delitos que no admiten condena...
hasta que los abismos se derramen por calles pulcramente sumisas,
clamando por su angustia silenciosa,
aullando desde el fondo
con las voces del fuego crepitando tragedias.

Ella no vale nada ante el álgebra estricta.
Es sólo una molestia,
la piedra en el zapato de un ministro
que disimula todas las huellas del naufragio, los rastros del mendrugo,
con sus uñas pulidas, con sus calculadoras implacables,
con su intimidatorio veredicto de ilícita hipoteca.
Ella es un porcentaje inscripto en los tratados que fraccionan el agua,
devalúan la vida a pura fiebre,
subarriendan los sueños,
mientras el mundo instaura murallas y compuertas.

Ella sólo es un número, el guarismo descalzo,
la estadística seca.
Ella sólo es un punto en el diagrama.
Nunca tuvo una hogaza de pan hospitalario que calmara el sollozo
ni un manantial de avena donde saciar el hambre combativa
ni un perfil de alfabeto sedicioso excavando trincheras
ni un horario prudente donde alzar barricadas ante tanto exterminio
ni un silbo señalándole el regreso
al refugio en andrajos
donde muerden su cuerpo las muertes verdaderas.

Norma Segades – Manias (Santa Fe/Argentina)

PÁGINA 3 – Narrativa

No saber

Por Ernesto Iancilevich (Buenos Aires/Argentina)

-¿Llegamos? –preguntó el que tenía la pala, aferrada como un espadón entre sus manos huesudas y grandes.
-Parece –respondió el otro, hundiendo el pico en la tierra disgregada, yerta.

“Cómo podría avisarles, señor. Los que llegan no pueden imaginar el fondo de tristeza que surte nuestras vidas, aunque, por momentos, me parece recordar, pero estoy grande, y ellos no me hacen caso: mueven la cabeza de lado, sonríen y dicen“sí, viejo”. A veces, no sé, siento que es pura zonzera de la fantasía. Claro, con los años le va quedando a uno menos tiento para saber. Todavía veo la llegada de los últimos, esperando un milagro, cuando el arroyito ya se había secado y el único manantial era el de los cacharros con pedidos, guijarros empapelados de voces que la ventisca daba vuelta, mareada ella también por vaya uno a descubrir qué cosa rara. Se fueron acostumbrando a esperar, primero; a olvidar, después; y, al final, a no estar. Nada es más difícil: duele mucho el corazón, parece una piedra a la que le han tocado el alma. Los más hasta creyeron que esto era el infierno. Creían que era el infierno y se reían, mostrando los dientes rotos y manchados, gastados de tanto mascar hambre. Todos acá se andan con hambre y, cuando están tristes, el hambre se les confunde con el frío. He visto a hombrones preguntar que cómo se reza; yo mismo lo hice, mucho atrás. Se pregunta, pero nadie le sabe decir a uno; será porque da miedo, no vaya a pasar que el otro lo oiga a uno y se le aparezca a litigarlo, y uno está tan cansado que no quiere peleas, y menos con el dueño del pedregal, ¿ve?, el que por todas partes anda tragándose la tierra. El más terco fue un solitario; hablaba poco y miraba mucho: se diría que buscaba un sitio donde plantar. Le sangraron las manos empujando sílice contra el cielo sin pájaros. En un canto de mica creyó ver reflejado un rostro y gritó de miedo; aún hoy parece oírse, así de hondo fue su espanto, como un peso que nunca terminara de caer. Y ahora, esos dos, ahí los tiene, cavando y destapando recuerdos. Yo se los diría, pero ellos también van a ladear la cabeza.
¿Cuánto más? No, no le pregunto a usted, al otro le pregunto, pero él no quiere contestar. Se me ocurre que un día..., pero no sé, me olvidé cómo se cuentan los días. A lo mejor, el viento... Si hasta me siento con ganas de llamarlos a esos dos y gritarles que a lo mejor el viento nos dice dónde estamos.”

Por detrás del terraplén alzado, al arbitrio de la tarea que los dos hombres habían llevado a cabo, desparramadas en asimétrica exposición, aquellas soledades declaraban su majestuoso escándalo.
-¿Escuchaste? -preguntó el de las manos grandes y huesudas.
-No –respondió el otro, con esa contundencia que confiere un largo cansancio, mientras apoyaba pesadamente su pie sobre una pila de granito.
-Habrá sido el viento –se dijo el palador.
-Habrá sido -asintió el más callado.
-Como si éstos pudieran hablar –completó el otro, riéndose, mientras hamacaba graciosamente la carretilla.

PÁGINA 4 – Narrativa

Una bala equivocada

Por Martín Orell (Santa Fe/Argentina)

La abeja de plomo comenzó a silbar en un aire revuelto con olor a pólvora, sangre, miedo en un día del año 1831.
La mirada de Dulcinea flotaba en los restos de un aire similar, hacía dos noches, cuando una leve expresión deshizo tanta mierda de días y días, mierda de cobardías, mierda de derrotas, mierda de recuerdos de Dorrego.
Lavalle comprendió que la abeja de plomo lo buscaba pero no, no podía ser. A los cuarenta y siete años se sabía inmortal y lo era.
Bolivia quedaba lejos, Pedernera aún no sabía de su macabro paso a los libros de historia.

Dulcinea lo esperó desnuda, fumando un cigarro, vestida solamente con una mirada y una sonrisa y una lujuria.
Lavalle dejó su espada, su uniforme, sus cáscaras en un lento ceremonial. Ella lo derribó en la cama y él le estrelló su palma en la cara.
Sonrió.
Le volvió a pegar.
Volvió a sonreír.
La penetró salvajemente.
- Tengo miedo.
Él no contestó y siguió embistiendo sus nalgas como un animal en celo.
- En serio. Dijo ella en el medio de un orgasmo.
Él la agarró de los pelos y le susurró al oído sin detenerse:
- ¿De qué?
- De que no seas inmortal como decís.
- Lo soy.
Y continuó sin permitirse siquiera la duda.

Pedernera no estaba lejos de Lavalle cuando un leve suspiro de plomo besó su oído.
El apuntado tenía sangre en las manos al igual que su caballo que sólo pisaba cadáveres.
Giró la cabeza y comprendió que el proyectil buscaba a su pecho, no dudó, no se inquietó, no sospechó a la Parca. Le bastaba su certeza.
No iba a morir.
Y no murió en esa batalla.

Ella lo contempló desnudo en su cama, aplacado, vanidoso, ufano, exhalando humo.
- Te lo dije en serio
- No voy a morir. Fue toda la respuesta.

Sombra como reflejo que no alcanza a describir la totalidad del todo que significa la proyección.
Reflejo que dibuja los contornos del mundo y que no alcanza a abarcarlo,
por razones obvias, claras, precisas, los detalles escapan y se pierden en la distancia entre lo que proyecta y la proyección. Hasta puede convertirse en un símbolo de aquello, pero no puede más que eso, queda en la representación, al igual que el lenguaje es perfil del mundo, pero encontramos siempre que hay más mundo que las posibilidades que nos muestran los signos, las palabras, las sombras.

La bala que lo encontró no era para él, era para una puerta, más tarde museo, sobre la que se proyectaba una sombra que, en un pueblo cerca de Jujuy, buscaba un albergue.
Él, Lavalle, el inmortal, él, temido y adorado por propios y extraños, él, el Gran Lavalle, estaba en el medio.
El mazorquero que disparó esa bala nunca supo a quién mató. Sólo disparó a una sombra.

PÁGINA 5 – Página de maestros: Juan L. Ortiz – 1896/1978 - (Entre Ríos / Argentina)

Gualeguay
(fragmento)

Allí más en contacto con el doloroso rostro de la orilla:
con esos silencios de harapos que me llenaban de vergüenza
en el atardecer destacado:
yo, con animales “heráldicos” asomándome a los ranchitos
sobre el agua
y a sus camas de bolsas y a sus chicos hacinados contra las
pobres lanas vivas...
y el desdén de ese cielo como si todo fuera ya sin mancha. ..
Ah, la mujer de Martín flotaba en su voz pura, en su sonrisa
pura,
y parecía que nada la hubiese tocado, nada, increíble sobre
el drama...
—en tu pureza vencedora, sí, pueblo mío, yo encuentro
siempre las razones de mi fe.
Y llovía a veces sobre el drama, y todavía a veces llovía sobre
el drama...
Y yo se los aclaraba en ocasiones y ellos solían mirar por
encima de él, allá. ..
Y una mañana el río medio seco allí recuperó por un canal su
cielo errátil
y los vi a todos sonreír como si el día, el mismo día, ya corriese
a sus pies...

No, no es posible...

No, no es posible.
Hermanos nuestros tiritan aquí, cerca, bajo la lluvia.

¡Fuera la delicia del fuego, con Proust entre las manos,
y el paisaje alejado como una melodía
bajo la llovizna
en el atardecer perdido del campo!

Fuera, fuera, Brahms flotando sobre los campos!

No, la muerte mágica de la música,
ni la turbadora sutileza,
mientras bajo la lluvia
hombres sin techo y sin pan
parados en los campos,
vacilan al entrar a la noche mojada!

Fui al río...

Fui al río, y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.

Regresaba
-¿Era yo el que regresaba?-
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.

De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

Ah, mis amigos, habláis de rimas...

Ah, mis amigos, habláis de rimas
y habláis finamente de los crecimientos libres...
en la seda fantástica que os dan las hadas de los leños
con sus suplicios de tísicas
sobresaltadas
de alas...

¿Pero habéis pensado
que el otro cuerpo de la poesía está también allá, en el Junio de crecida.
desnudo casi bajo las aguas del cielo?

¿Qué haríais vosotros, decid, sin ese cuerpo
del que el vuestro, si frágil y si herido, vive desde “la división”,
despedido del “espíritu”, él, que sostiene oscuramente sus juegos
con el pan que él amasa y que debe recibir a veces,
en un insulto de piedra?

¿Habéis pensado, mis amigos,
que es una red de sangre la que os salva del vacío,
en el tejido de todos los días, bajo los metales del aire,
de esas manos sin nada al fin como las ramas de Junio,
a no ser una escritura de vidrio?

Oh, yo sé que buscáis desde el principio el secreto de la tierra,
y que os arrojáis al fuego, muchas veces, para encontrar el secreto...
Y sé que a veces halláis la melodía más difícil
que duerme en aquéllos que mueren de silencio,
corridos por el padre río, ahora, hacia las tiendas del viento...
Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía
igual que en un capullo...
No olvidéis que la poesía,
si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,
es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin,
cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin
y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor...

A la orilla del río...

A la orilla del río
un niño solo
con su perro.
A la orilla del río
dos soledades
tímidas,
que se abrazan.

¿Qué mar oscuro,
qué mar oscuro,
los rodea,
cuando el agua es de cielo
que llega danzando
hasta las gramillas?
A la orilla del río
dos vidas solas,
que se abrazan.
Solos, solos, quedaron
cerca del rancho.
La madre fue por algo.
El mundo era una crecida
nocturna.
¿Por qué el hambre y las piedras
y las palabras duras?
Y había enredaderas
que se miraban,
y sombras de sauces,
que se iban,
y ramas que quedaban...

Solos de pronto, solos,
ante la extraña noche
que subía, y los rodeaba:
del vago, del profundo
terror igual,
surgió el desesperado
anhelo de un calor
que los flotara.

A la orilla del río
dos soledades puras
confundidas
sobre una isla efímera
de amor desesperado.

El animal temblaba.
¿De qué alegría
temblaba?
El niño casi lloraba.
¿De qué alegría
casi lloraba?

A la orilla del río
un niño solo
con su perro.

PÁGINA 6 - Artículo ensayístico

El simple y a la vez complejo arte de escribir.

Por Francisco Méndez (Chile)

Escribir, suena como que fuera simplemente eso. Como que no tuviera nada detrás, como que no existiera ninguna esencia. Eso es lo que vengo a atacar. Escribir no es fácil, no quiero decir con esto que haya que tomar cursos o ser un teórico, sino que el arte de escribir viene de algo más profundo que la simple conexión “cerebro-mano-lápiz”, o para ser más actuales, “cerebro-mano-teclado”.
Cuando te enfrentas a un papel en blanco, te estás enfrentado a un gran universo de situaciones. Te enfrentas a un gran desierto el cual espera que lo llenes con tus ideas, reflexiones o historias.
En un papel puedes crear vidas, una ciudad con diversas personas y diversos pensamientos que tal vez estén al margen de lo que uno piensa. Te vas convirtiendo en otras vidas, en otras apreciaciones de lo que significa vivir la vida. Tal vez estas apreciaciones pueden ser muy subjetivas debido a que eres tú mismo quien las escribe. Pero de alguna manera estás creando nuevas apreciaciones de las cuales tú mismo te sorprendes. Te sorprendes de la manera como existen personajes en ti que florecen mientras vas creando la historia. Sientes que en el papel se crean personas que nunca viste, pero que tus manos están creando y dándole vida, como si esto fuera parte de todos los días. Cosa que no es.
La inspiración no llega de la nada, no toca a tu puerta todos los días. Al contrario, la mayoría de los días toca a tu puerta una cosa rara que no tiene nada que decirte, que lo único que hace es distraerte de tu espera. ¿Qué espera? La de la tan preciada y buscada inspiración. Aquella que un día está junto a ti y el otro se encuentra lejos, imperceptible, tanto que tu búsqueda es parecida a la búsqueda en una habitación oscura y gigante, del interruptor de la luz. Una búsqueda de días o meses de este interruptor.
Es por todo esto, que creo que hay que tener una cierta paciencia y un cierto espíritu literario para someterse en esa página llena de nada. Esa página que, de una u otra manera, debes hacer florecer con palabras e ideas que no sólo demuestren a los demás tus diferentes capacidades al momento de enfrentarte, sino que también te demuestren a ti mismo, lo que eres capaz de crear con tu cerebro y todo tu ser.
Cuando estás frente al computador y tu ánimo tiene que ver con conflictos internos, las grandes preguntas que tienen que ver con dónde te encuentras y en qué estado de tu vida. Ahí, justamente ahí, se abren esas grandes hojas que con el transcurso de las horas se van convirtiendo en páginas llenas de razonamientos que tienen que ver, obviamente, contigo y con todo lo que representa tu vida y lo que has reflexionado acerca de esta no en el pasar del tiempo, sino desde el momento en que has querido sentarte y encender el computador, o para que suene más romántico, desde que abriste ese cuaderno y sacaste ese lápiz de tu bolsillo.
Por todo esto y mucho más es que quiero decir que el hecho de plantearse escribir un texto es algo que, dentro de la simpleza misma de los pensamientos y la espontaneidad del poeta o el escritor, es igualmente de una gran complejidad.

PÁGINA 7 – Poesía argentina

Domadora de poetas

No alcanza el alma imperfecta
para inflamar el cúmulo de amores ignorados.
Ni las venas, ni los Cristos caídos
ni las manchas robadas a los crímenes.
Estos ímpetus de minotauro y heroína
agazapados en la grupa de Pegaso
se acercan a lamer la desnudez de mi nuca,
son el premio y la condena de otros dioses menores.
Son el párpado rojo del aullido
la derrota de mi carne amedrentada
y lo humano y lo gris y lo prohibido
que destila su savia entre mis labios.
En el curso del olvido insensato
donde el hambre se herrumbra
y se arrodilla, domesticado, el instinto
bebo el sacramento amurallado de esas lágrimas
que me ofrece el dulce cáliz de tus manos.

Romina Carla Cinquemani (Buenos Aires/Argentina)

Mi vestido Tú

Tu cuerpo desnudo
es mi mejor vestido
en esta noche.
Tu piel me viste
como la naturaleza sabia
viste a los jazmines,
a las rosas rojas, aterciopeladas.
Tu mano se desliza
por mi cintura
hacen arder Gomorra
en mis entrañas
mientras reposa mi cabeza
sobre tu hombro,
que es mi almohada.
Ansias de amar me invaden
tus ansias me las sacien.

Clara Burzac (Tucumán/Argentina)

1

Hubo un poema con tu nombre una vez.
Y hubo muchos desamparos
entre infinitos espacios llenados precariamente.
Intuimos que, si nos rodeamos del momento apropiado, nuestros ojos
pueden pintar paz a las cataratas y
entre los huecos del coraje, ubicar estratégicas palabras de silencios.
Pero no sabemos cómo empezar. Nunca supimos cómo.

Mabel Bellante (Carlos Casares-Buenos Aires/Argentina)

El Otro País

Son las mismas marcas en los mismos productos
son las mismas señas en las mismas señales.
Es el mismo habla en las mismas habladurías
es el mismo asfalto, en distintas calles
con los mismos nombres.
Pero en la Patagonia no hubo trolebuses, ni tranvías,
ni mucho menos adoquines.
Sin embargo a pesar de la distancia
siempre dijeron que las leyes y derechos
eran los mismos
que teníamos los mismos colores y monedas
y que por eso nos descontaban la misma
deuda externa.

Roberto Goijman (Chubut)

En carne viva

“Tanto penar para morirse uno”
Miguel Hernández

¿Conocéis vosotros las grandes ardentías
de las vastas llanuras
cuando el fuego que purifica
se propaga para volver ceniza
las antiguas pasturas y así dejar
crecer lo verde bajo la ciega
luz de la canícula? ¿Conocéis vosotros
el corazón atormentado presa
de los incendios del amor? ¿El corazón
que sangra en las noches
de insomnio abandonado a la
intemperie de la ira del Dios de la
pasión?

Trémula, trémula, vibra
la pregunta para vosotros que sabéis
de la nieve y de la cárcel de la nieve.
Del paso de los años y la incuria
de saber extinguirse en brazos de una
pasión inútil. Si, vosotros sabéis.

¡Ah, vosotros, los grandes llanurales
donde el amor corría hacia
nocturnos astros para llenar de luz
el corazón de las tinieblas!

En carne viva el corazón
ahora solamente esperamos
música de las grandes esferas.
Y solitarios sabemos que el goce
es el minuto efímero y que el cielo
jamás se funde con la mar.

Ah, vosotros frágiles en vuestra
osadía de ser la luz
castigada por las manos del hombre.

Dejar crecer las hierbas nuevamente
en vuestros corazones.
Que no importen la penuria
del tiempo. Los duelos ni la muerte.
La vejez y el exilio.

Nosotros no pasamos.
Es el amor quien pasa. Y es su
sombra quien huye en pos de otros veranos.

Oscar Portela (Corrientes/Argentina)

PÁGINA 8 – Narrativa

La flor de la higuera

Por Trudy Pocoví (Santa Fe/Argentina)

- Es este viernes, dijo el Juanchi, sosteniendo la hoja del almanaque entre sus manos.
Y todos lo miramos, entendiendo a qué se refería, aunque yo hubiera preferido no comprender nada ni nunca haberlo sabido.
- ¿El viernes de esta semana? ¿Ya?- agregó Tito con esa particular expresión de asombro, tan similar al miedo, que ponía cuando no quería creer algo, esperando, tal vez como yo, que la respuesta fuera otra. Otra y no: Sí, boludo, dije este viernes.
- ¿Seguro, no? deslizó el Mate Cosido, intentando corroborar la información que tan tranquilamente había soltado el Juanchi, sacándole de entre las manos el almanaque y rediseñando con su grueso índice los delgados dibujitos de las lunas. Pero la cicatriz que ostentaba su occipital izquierdo, resultado de una bravía disputa con la barra del otro lado de la vía y razón de su apodo, imponía, todavía, suficiente reverencial respeto, como para que pudiera preguntar lo obvio o cuestionarle cosas al Juanchi.
- Así es, nomás...- aseveró gravemente el Mate después de un minucioso estudio de la hoja- Este viernes es luna llena.
No sé si filtró un poco de viento por alguna de las hendijas del vagón abandonado en que la patota se reunía o fue otra cosa. Pero un escalofrío me recorrió la espalda de punta a punta con sólo recordar el sentido de aquella fecha astronómica. Luna llena, este viernes... Y las palabras de la gitana.
Fue la tarde en que llegó el circo. Sí, la primera tarde, la siesta de su escandaloso arribo, cuando el estruendo multicolor de la caravana se filtró por resumideros y banderolas, por teléfonos y agujeros, por cortinados y galponcitos de chapas estallando como dinamita por todo el barrio. Con desenfreno, con desparpajo, con sombrero de flecos y batir de palmas, con colores, con olores, un Circo.
Hacía no sé cuánto tiempo que no llegaba un Circo a ocupar el triángulo entre la Avenida y el terraplén del ferrocarril. Así que apenas aquietado el paso de los elefantes y de las fieras, nos convocamos sobre aquella altura de durmientes dormidos para contemplar, desde las vías muertas, la bulliciosa vida de aquella irregular toldería. Luego, sin necesidad de orden o acuerdo previo, nos fuimos deslizando por los caminitos abiertos en la pendiente, tal vez siguiendo al Juanchi, tal vez no siguiendo a nadie, sino por propia curiosidad o instinto; y así comenzamos a deambular entre las lonas y los parantes, los cartelones de medias palabras gigantescas que esperaban acoplarse, las sogas y los bultos, los rostros sudorosos y extraños, los músculos dilatados y las callosidades, de manos y de almas... Hasta escurrirnos, atrevidos, en el mismísimo campamento de los cirqueros.
Y fue allí cuando la escuchamos.
La gitana tenía montada ya una carpa pequeña, circular y alta, como de película de beduinos, sobre una base de madera que la aislaba del polvoroso suelo, ahumada con inciensos de fragancias penetrantes y voluptuosas; creo que fueron esos aromas tan intensos y excitantes lo que en realidad nos atrajo, y lo que nos retuvo allí, inertes, imantados, prisioneros de un encanto que hasta hoy nos domina.
Las cortinas de la entrada estaban levemente descorridas. Aunque el sol nos partía el marote en esta siesta, el interior de carpa permanecía en penumbras. Entre tules y brocatos rojo carmesí y oro, entrevimos la figura de una mujer morena, robusta, enfundada en una prieta blusa de color azul intenso, azul que lastimaba casi, si se lo miraba fijamente por cierto tiempo.
En el centro de la espalda, una gruesa, negra y brillosa trenza resaltaba como una protuberancia, como una serpiente encarnada. Y la voz, la voz grave y profunda, cavernosa, de la imponente gitana, sólo voz, sin rostro, que hablaba sin mirar al pobre iluso que esperaba, sentado frente a ella, se le develara un destino venturoso.
Pero no hablaban de cartas, ni de números ni de astros. Algo le explicaba de la flor de la higuera, algo que nos retuvo a los seis, absortos, escuchando inmóviles, no sé cuánto tiempo, pegados a la puerta de la tienda, como un adorno más de la fantasmagórica escenografía.
-¿Qué flor tiene la higuera? preguntó el Balín siempre tan descolgado. Y el quinteto de “¡Shhht!” adrenalinosos que se descargó sobre él fue tan rabioso y determinante, que el pobre se puso pálido y no volvió a abrir la boca hasta después del regreso.
- ... Ha de ser un viernes de luna llena... – continuó ronroneando la oscura sibila-Sólo cuando coinciden tales fechas se produce el encanto, y en el extremo más alto de la higuera, verá nacer una flor nacarada, prístina, refulgente de luna y firmamento, la poderosa Flor del Diablo...
¡Diablo...! fue la última palabra que escuchamos. El Balín quiso estornudar. Le apretamos la nariz, el cuello, le tapamos la boca, los oídos, pero igual el gordo descolgó un ¡Achúuuuu! que hizo trepidar el suelo de tablones, la mesita redonda cubierta de terciopelo escarlata donde adivina y cliente apoyaban sus manos, los jarrones con dibujos de elefantes de porte asiático, hasta un angelote batió sus alas ante el mocoso escándalo.
Salimos disparados ante la certeza de recibir un maleficio que nos convirtiera en sapos. Atropellamos obreros y peones trenzando la estructura de la carpa, zancudos ensayando, el bostezo soñoliento de los animales en su siesta, hasta desaparecer, por arriba, por abajo, por la calle, por el terraplén, en un rastro de polvo y culpa, de tierra y miedo. Pero aquella palabra no dejó de retumbar contra la huida, diablo... diablo. La Flor del Diablo.
* * * * * * *
Había ido al cementerio muchas veces. Con mi mamá, acompañando a la abuela, el Día de Todos los Muertos. Cuando falleció la abuela, no recuerdo qué día...
Me gustaba ir al cementerio, admirar esas figuras de ángeles detenidos al inicio del vuelo, los pliegues de los mantos, los dedos finos, alargados hacia un cielo de ojos cóncavos y fijos. Me gustaban los destellos de oro del bronce de algunas placas, el dibujo errático y misterioso de los mármoles y ese olor a santidad que combinaban el incienso y las flores.
Pero hoy, ahora, con la noche desfigurando los contornos, las estatuas parecían seguir nuestros pasos con la mirada vacía y el viento, arrancar aullidos de entre las fantasmagóricas tumbas. Esta noche, el cementerio era otra cosa, despojado de todo encanto y toda paz.
El muro del contrafrente, por donde pensábamos entrar, se nos presentaba inexpugnable. Pero el Juanchi había venido munido de una soga y el Raúl trajo unos ganchos de la carnicería de su padre. Arrojamos la improvisada escala cuatro o cinco veces, hasta que al fin se trabó en una de las ramas de la robusta tipa que asomaba del otro lado del muro. En silencio, comenzamos, uno a uno, a escalarlo.
La vieja higuera se encontraba en el extremo oeste, al final de todos los panteones, en el lugar de los inhumados bajo tierra.
Bajo la refulgente luz de la luna, sola en todo el cielo, las lápidas parecían revestidas de nácar. Andábamos en zig-zag entre ellas, hundiendo nuestros pies en un suelo cartilaginoso que intentaba absorber nuestros pasos hacia las fauces de los que yacían por debajo.
Una vez ante el árbol, permanecimos inmóviles.
El primero en reaccionar fue el Juanchi, por supuesto, era el jefe. Dijo que había visto la flor, la única flor de la higuera, en el extremo más alto de la copa. Yo, yo no veía nada más allá de mi recelo.
- Bueno... ¿quién sube?- preguntó con firmeza.
Nos miramos en silencio, como petrificados por la inquisitoria, sin respuesta.
- ¿Qué? ¿Se cagaron los gallinas?
- No, che, no es eso... pero... ¿por qué no subís vos Juanchi?... Al final, fue tu idea... - se aventuró a decir el Mate Cosido.
-¿Yo?- replicó el Juanchi sin hesitar- ¡Sos loco! Yo soy el jefe. Me tengo que quedar abajo por si pasa algo.
Su respuesta sonó segura y firme pero, no sé, me pareció percibir cierto temblor en su voz, cierto dejo de miedo. Porque él también podía sentir miedo ¿o no?
-¿Y qué puede pasar? tartamudeó el Balín, ahora sí, más pálido que la luna.
- Y... no se sabe... Mejor prevenir.
- El Diablo... recordó sordamente Raúl. Y sus palabras agoreras helaron aún más el aire, la luna, los mármoles, nuestros corazones en carrera.
- Y... no se sabe- atinó apenas a repetir el Juanchi desdibujado entre las sombras.
- Bueno, que sea a sorteo- determinó el Mate Cosido- Ta-te-ti-suer-te-pa-ra-ti-Si-la-ga-no-la-ga-ne-Si-la-pier-do-la-per-dí-por-que-soy-un-in-fe-liz-te-to-ca-a... ¡ti!
Y los dedos gordos del Mate Cosido se quedaron allí, contra mi pecho. ¿A mí? Sí, a vos. Me tocaba a mí...
Mi destino estaba echado.
Quise decir algo pero todo el pánico se me atoró en la garganta, en un grueso, espeso nudo que no dejaba tampoco pasar el aire, ácido el aire, amarga la saliva.
Y así, cabizbajo, sin pronunciar palabra ni discutir el fallo, me arrimé al árbol. La higuera parecía regocijarse en mi miedo; sus ramas crujían carcajadas espeluznantes y un rumor de hojas pardas alborotabas por el viento, susurraban mi nombre que se elevaba por entre la negrura extrema de la tupida copa.
Raúl, que era el más fuerte, me hizo un escalón entrelazando los dedos para ayudarme a subir hasta la primera rama. Luego, me tocaba seguir solo.
La corteza rugosa de la añosa higuera me permitía sostenerme con bastante facilidad. Con prudencia, lenta y trabajosamente, ascendí hasta la cima, hasta la flor fulgurante y mágica que aún no divisaba, hasta ese remedo de doncella encantada que esperaba silente que algún valiente desafiara todos los pavores y todos los conjuros para rescatarla.
Y casi finalizaba ni ascenso. Las ramas se volvían más delgadas y casi no soportaban mi peso. El follaje, menos espeso, filtraba cierta claridad lunar. Aunque no lograba ver mucho. De repente, un destello sobrenatural quebró mi respirar agitado, fulminándome.
Allí, a centímetros, estaba la Flor de la Higuera. Sola. Única.
Era hermosa, de una hermosura irreal, etérea. Blanca, más que blanca... tan blanca que dolía mirarla.
Alargué mi brazo izquierdo mientras que con el derecho me aferraba a la rama que aparentaba ser la más resistente; extendí la punta de los dedos, extendí todo mi ser tambaleante en aquella altura de pájaros, hasta rozar los pétalos gélidos. ¡Ya casi la tenía! Así contra mi mano parecía tan desguarnecida... cuando de pronto, súbitamente, descubrí aquellos ojos, ojos de mirada centellante, profunda, maligna. Unos ojos... unos ojos como de gato gigante, como de...
No sé qué fue primero. Si el alarido incontrolable, si el corazón detenido en un latido, si ese ardor comprimiendo el pecho, la garganta, la boca del estómago. Y las ramas no me detuvieron, ya no me detenían. Sé que voy cayendo y no puedo sacarme de encima esa mirada fosforescente y siniestra y mis brazos manotean hojas, aullidos, nervaduras, alas de murciélagos, desesperación y espanto... Hasta que todo es silencio. Hasta que todo es negro.
Juanchi, Balín, Tito, Raúl, el Mate Cosido... todos huyeron veloces, disparados por mi grito, aterrados por aquellos ojos, hechizados tal vez por la gitana o por el mismo Diablo que reclamaba su flor desde lo alto.
No sé más. Solo guardo un lejano sabor terroso en la boca y en los ojos, en los míos. Mi destino, desde siempre estuvo echado; aún antes de la gitana y su fatídico pronóstico. Yo ya había soñado con ella, sin comprender de qué se trataba.
Y ella, aquella flor inmaculada, se desprendió del cielo para yacer conmigo, entre otros muertos.

PÁGINA 9 – Reseña de libros

Viajes y viajeros en la literatura del Río de la Plata – José Luis Víttori
- Editorial Vinciguerra - 2 tomos

La colosal aventura iniciada por el discutido y real encuentro de pueblos en nuestro continente, y el corpus textual que hizo perdurar esa gesta, han inspirado lo más importante de la literatura hispanoamericana de estas décadas, y aún de los inicios del siglo, tanto en el ensayo como en la novela. A una espléndida floración cuyo censo podría abarcar los nombres ilustres de Larreta, Lugones, Carpentier, Uslar Pietri, Arciniegas, Fuentes, Di Benedetto, Posse, Aridjis, Baccino - quienes nos han mostrado lo novelesco de la historia misma y la fascinación de nuestras escrituras liminares - viene a agregarse el de nuestro escritor José Luis Víttori, cuya vasta trayectoria incluye una valiosa obra narrativa, su labor al frente del Centro de Estudios Americanos y las publicaciones que en él se radican, así como una reflexión teórica y cultural sobre la misión del escritor, las relaciones de literatura y región, la identidad cultural, la historia de América.
Dos densos y enjundiosos volúmenes conforman su obra Viajes y viajeros en la literatura del Río de la Plata, que acaba de publicar Lidia Vinciguerra, en pulcra edición enriquecida con ilustraciones del campo de la plástica, grato al autor. Víttori ofreció ya una apasionada indagación y reflexión sobre los textos del descubrimiento y la conquista, a través de dos libros admirables: Del Barco Centenera y la Argentina, 1993, y Exageraciones y quimeras en la Conquista de América, 1997. Ellos abrieron el camino de esta obra fundamental en la lectura de textos rioplatenses, que revisa un amplio número de cartas, diarios de viaje, trabajos de historiografía, memorias, informes, poesía, cuentos y novelas, todos ellos ligados en la modalidad de un vasto relato que lleva el sello del escritor. La voraz y juiciosa lectura de Víttori se nutre de esa amplia serie de textos escritos entre los siglos XVI y XX en la región rioplatense, a partir de los cuales presenta a sus personajes, elige prolijamente las citas de su implícita antología, e invita al lector a compartir su fruición de lector e intérprete.
Cinco siglos de historia desfilan ante nuestros ojos a través de la doble mirada de los autores elegidos y del agudo lector que los interpela. Muchos son también los juicios autorizados a los que Víttori apela para carearlos entre sí, reforzar su propio juicio, o asentar alguna disidencia.
Estamos pues ante un amplio examen de las fuentes primarias de la historiografía rioplatense y de buena parte de la tradición narrativa que la prolonga. El corpus, aunque sin pretensión de exhaustivo, es en verdad rico y minucioso.
Los propios escritores, en especial aquellos que el autor ha estudiado con más detenimiento y devoción, como es el caso de Centenera, Ruy Díaz de Guzmán o Félix de Azara en el primer tomo, sirven de fuente a Víttori para un friso que alterna los testimonios y juicios iniciales con otros más próximos de sus mentores, los siempre citados historiadores santafesinos Cervera, Zapata Gollan, Busaniche, y también Ricardo Rojas, Madero, Gandía, Levillier, Alberto M. Salas, José Luis Molinari, Atilio Cornejo y muchos más, en vasta compulsa que incluye la visión de viajeros y escritores actuales. Víttori ha sabido captar el sentido viviente de una tradición que se lee y reinterpreta a sí misma en distintas vías o géneros. En su conjunto, los cronistas del siglo XVI son nuestros primeros historiadores, lingüistas, antropólogos, colectores de símbolos, leyendas y mitos que conforman una identidad cultural; también son portadores de críticas o cuestionamientos que todavía nos inquietan. Nuestro escritor destaca la pluma de aquellos autores que se descubren tales en el acto de fijar sus recuerdos o manifiestan su auténtica vocación literaria como es el caso de Núñez y Lizárraga, y la calidad intrínseca de las obras de Centenera, injustamente subestimado por la crítica, o el mestizo asunceño Ruy Díaz de Guzmán. Se detiene con particular interés en aquellos actores del pasado que escribieron en forma más testimonial o más objetiva los sucesos vividos, y abrieron con conciencia realmente histórica el recuento de aconteceres fundantes, ciudades y gobernaciones que serían estados, descubrimientos, batallas, viajes y expediciones en los cuales se fue gestando nuestro ser histórico y cultural. Exhibe la imagen de conquistadores de distinto jaez, predicadores, soldados y funcionarios que en muchos casos vienen a instalarse en un lugar por muchos años, y luego vuelven a su tierra, o bien de los que se entrañan en América, y de sus descendientes los mancebos de la tierra. A todos cuadra de un modo u otro el nombre de viajeros por el impulso continuo del andar, en barco, a pie o a lomo de mula por las desiertas leguas del territorio americano, sus mares y sus ríos. El Paraná es innegable protagonista de este devenir, ya sea en pos de quimeras como el país del Rey Blanco o la mitológica ciudad de los Césares, o en busca de enlaces políticos, ampliación de territorios conquistados, obtención de riquezas, predicación.
Desfilan por estas páginas los primeros viajeros, que llegan a las tierras del Plata y entran por la boca del argentino río al continente para internarse en riesgosas peripecias, perder la vida o impulsar fundaciones, pasar hambrunas, librar combates, instalarse en la tierra, volver a su origen. Juan Díaz de Solís, Sebastián Gaboto, Alejo García, Luis Ramírez, Pedro de Mendoza, Utz Schmidl, Rodrigo de Cepeda y Ahumada, Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Interpretando lo novelesco de la historia misma, acepta Víttori la existencia de Francisco César, e incluye a Pero Hernández como escritor y no como amanuense.
Como hoy lo reclaman Pupo-Walker y los más eminentes estudiosos de las letras coloniales, atiende José Luis Víttori a los aspectos literarios de los cronistas, antes leídos como historiadores fantasiosos. Es Alvar Núñez quien le hace entrar de lleno en lo propiamente literario, al presentar su viaje como transformación de la conciencia y comienzo de una nueva vida, hecho conmocionante que lo relaciona con viajeros y novelistas posteriores.
Evitando el catálogo informativo, el autor prodiga evaluaciones personales sobre el mestizaje que ha conformado la cepa rioplatense, la creación del ethos americano, la presencia mítica, el protagonismo de la mujer, creciente en América. A doña Isabel de Guevara la acompañan en estas páginas Mencía Calderón, Elvira de Angulo y aquella Ana Díaz evocada por Centenera, así como algunas mujeres que más tarde viajaron por el territorio - Lucy Dowling - o hicieron viajes literarios por el pasado, tales Josefina Cruz y Libertad Demitrópulos. En una de las informantes de su comprovinciana Marta Rodil el escritor vuelve a escuchar la voz fuerte y quejumbrosa de Isabel de Guevara.
Las obras localizadas en larga búsqueda son objeto de una meditada selección textual acompañada de su comentario, glosa, crítica o discusión siempre enriquecedora. El autor se muestra como avizor y preparado exégeta de los textos que elige. Transmite información suficiente sobre ellos sin detenerse en consideraciones eruditas, pues su propósito no es plantear problemas filológicos o cotejar ediciones sino la lectura sabrosa, la recreación e incorporación vital, la presentación de personajes, ambientes y paisajes mediados por escritores a los que se acerca con ánimo fraternal, comunicando ese trato a sus lectores. Se halla en este sentido más próximo de la lectura humanista de Alfonso Reyes o Lezama, también escritores, que del estudio analítico de críticos actuales, prejuiciados por la deconstrucción del texto o la contrastación ideológica. Víttori selecciona, informa, cita, subraya, expande. Prodiga juicios admirativos o adversos (en el caso de Schmidl muestra su poca simpatía), adopta la modalidad narrativa de sus predilectos, penetra en lo propiamente creativo del texto estudiado. Doy como ejemplos su comentario crítico de la carta de Luis Ramírez, o sus apreciaciones sobre la Descripción de Lizárraga: "La prosa de Fray Reginaldo es fluida, serena, curiosa, despojada de efusiones retóricas, como si en una ensoñada recapitulación se dirigiese a un interlocutor presente cuatro siglos después, tal es la fuerza comunicativa de sus vivencias." Vossler llamaba "crítica de simpatía" a esta suerte de compenetración afectiva con el texto (algo desprestigiada después por su mala aplicación y abuso) lo cual nos ha llevado a algunos de nosotros a valorar especialmente la crítica del escritor.
Incluye también ricas observaciones lingüísticas y asimila en su propio texto voces aprendidas en sus lecturas: derrota por camino, poblar por fundar, poblarse como volver, sertón, urca, etc.. Intercala igualmente su reflexión sobre las relaciones entre historia y novela, advirtiendo la fuerte vigencia de la creación literaria en la conformación del imaginario colectivo.
Sólo un escritor podría haber establecido tan amplio relacionamiento de fuentes diversas con la libertad y la responsabilidad con que lo hace Víttori. Su programa se centra en el viaje y los viajeros, pero en ambos tomos rebasa esta intención al ocuparse de viajes al interior del continente y asimismo de viajes metafóricos, interiores, míticos, de búsquedas del paraíso, la felicidad o el futuro. Su primer tomo llega a constituirse, entre otros méritos, en una crónica abarcadora del pasado rioplatense, apoyada en los primeros cronistas que le sirven de fuente, y en viajeros del siglo XVIII, geógrafos, naturalistas, historiadores, conducidos por intereses científicos. En el segundo tomo la "trama" se hace más compleja, ya que a los viajeros ingleses, franceses o de otras nacionalidades que exploran nuestro territorio se les suman los escritores mismos, motivados por incursionar en tierra adentro descubriendo su propia patria, su gente, sus costumbres, descubriéndose a sí mismos en la aventura emprendida. Buen ejemplo de ello es Lucio V. Mansilla al internarse tierra adentro en su llamada Excursión - que es más bien una incursión - en los orígenes de la patria, sus pobladores primitivos, sus costumbres, su lengua, su racionalidad propia y distinta.
Primero se pintaba el viaje del europeo a nuestras tierras, las migraciones fundadoras internas al territorio, la lucha entre naturales e invasores. Luego se dibuja como un segundo tiempo, que es el redescubrimiento de la Argentina por viajeros modernos y por sus escritores de los dos últimos siglos: Sarmiento, Mansilla, Quiroga, Lugones, Güiraldes...
Mucho habría que decir del tono y el estilo de Víttori. Hace gala en muchos momentos de una narración vivaz y entusiasta, vuelve a implementar la modalidad narrativa ya expuesta en su libro sobre la Argentina, transmite una visión integrada de la evolución nacional - y eso es en realidad hacer historia, no simplemente acumular datos sino otorgarles una legibilidad y un carácter unificador, como lo afirma Ricoeur - El tono unificante de estas páginas, cuyo debido análisis podría mostrar la frecuencia de interpolaciones reflexivas, pasajes líricos, y permanentes recurrencias al motivo del viaje, al país, a su región natal, es el de un cronista épico, el mismo que ha sabido poner en prosa novelesca algunas páginas del olvidado Arcediano. A quienes aman la taxonomía literaria les será difícil clasificar este libro en el género histórico o bien en la exégesis textual, pues se mueve entre ambas disciplinas sin ceñirse estrictamente a sus métodos específicos. El humanismo de Víttori le ha permitido transgredir los límites modernos de la ciencia historiográfica y la crítica literaria, para volver a enlazar en un discurso innegablemente literario los distintos aspectos de su labor como historiador, narrador y lector, razón por la cual me permito llamarlo cronista, prolongando en él esa mezcla de géneros que ha sido característica de los cronistas que estudia.
Al leer esta obra no he podido dejar de tener en mi memoria la narrativa de Víttori, los memorables Cuentos del Sol y del Río, y sus novelas donde vive el amor de su tierra y de su gente. Se lo siente pertenecer a esta saga con su talento creador y su pasión de estudioso y americanista.
Ha captado profundamente la simbólica del viaje que es en la antropología judeocristiana la esencia del hombre: homo viator, en marcha hacia su realización plena en la vida o en la trascendencia, dimensión que queda insinuada en las páginas de este libro. En el fondo la metáfora del viaje caracteriza también la expansión del hombre occidental, y su descendencia, como hombre caminante, indagador, fundador de civilizaciones, curioso de otros pueblos a los que sojuzga, ilustra y enseña en un viaje cultural avasallante que también queda abierto finalmente a la anagnórisis de que hablaron los antiguos: el reconocimiento, la transformación. El autor santafesino aplica esta visión a los actores españoles, criollos y extranjeros de la gesta colonizadora, y a los que en siglos posteriores continúan su impulso descubridor, su interés descriptivo e historiográfico, a veces su veta literaria. El viaje, en ciertos casos cerrado en sí mismo, es de suyo aventura, (adventure, adviento), viaje interior, peripecia de crecimiento espiritual que conduce en ciertos casos a la obtención de la sabiduría. ¿Se habría escrito el Quijote sin el antecedente de la concreta epopeya americana? Este es el trasfondo filosófico del viaje que a su turno emprende Víttori por el frondoso patrimonio de la historia y las letras rioplatenses. Un viaje de reconocimiento y pertenencia, un viaje de revelación. Víttori realiza también su periplo, que tiene por centro a Santa Fe.
Por esta razón no es éste el libro de un historiador - sin restarle sus méritos en este aspecto - ni tampoco un trabajo de crítica literaria que podría haber analizado sistemáticamente una serie de textos, si bien cuando lo hace muestra Víttori su fino sentido crítico y exegético. Por mi parte veo moverse en el libro una línea sutil y menos evidente que le proporciona una coherencia de ensayo, y casi de novela. Se trata de haber mostrado un recorrido en el tiempo que es a la vez un recorrido espiritual: el devenir histórico evocado dibuja la circularidad de una aventura vivida y narrada por sus propios actores, y releída por el escritor en actitud de intérprete cultural. Este recorrido por la trama escrituraria, superpuesta a la trama de la historia viva, comporta también - como lo sugieren las evaluaciones y comentarios del autor - una fascinante aventura espiritual vivida por el escritor y generosamente compartida con sus lectores.

Graciela Maturo (Buenos Aires/Argentina)

PÁGINA 10 – Desde el olvido: Edit Caliani de Villordo – 1935/2001 –(Progreso-Santa Fe/Argentina)

Jazmín del aire

Cuando voy a recoger la noche
apenas el jazmín del aire
es un temblor de voces
en silencio
espero que llegue la luna
mansamente dulce
hasta hacerse esta gota de agua
cómplice de penumbras.
La dejo en la ventana del asombro
esparciendo esa fragancia misteriosa
que justo anochece de flores
cuando cierro todas las puertas
y empiezo a zurcir calcetines
y recuerdos
con el finísimo hilo
de la memoria.

Jauría de luz

Sueño abrir las selladas puertas
para que tus pies de viajero
aprendan otra vez a fundar el fuego.
¿Nadie ha oído
el eco de mi voz anclado
en otros tallos menos ásperos
que la nada?
Atesorar el grito de dos manos
encender nuevos trinos
en las ramas del silencio.
Vaciar insomnios
hasta la borra de las nostalgias.
Hay ese temblor debajo de las hojas
y un eco de alas que tocan a vuelo
a la misma desmesura
de tu cielo quieto.
Si mañana atinaras a decir otra cosa
que esta luna de ausencia
cerrada sobre mi boca
sería menos violenta la vigilia
que atestigua

Umbral del canto.

Mirar el naranjo
los azahares recién despiertos
el estambre de trinos
y el riguroso acecho
que un día
que todos los días
hilvana el hueco de una sombra.

Las palabras blancas de la memoria
golpean
el agua de mi sed
que no te alcanza.
Girar. Girar
en el asombro de una mariposa
que sube
que sube hasta atravesar
el leve parpadeo
de la tarde.
Buscarte. Siempre buscarte
en la acequia del tiempo
sin apuro
ni renuncia
ni temores.
En esta primavera
con repique de ramas
y pájaros soñolientos
en el umbral del canto.

Por ese río.

Por ese río que no sabes donde muere
un rostro te contempla
y al encanecer en los espejos habita
la dulce cicatriz que eres.
¿Quién sino él devoró
tu ser frágil y misterioso
cuando tu sola contienda ha sido
acontecer y hollar las máscaras
en los denodados conjuros del gozo?
¿Quién sino él te devuelve
los rostros desvanecidos en la niebla
apenas sopla el esquivo sentido
de la memoria?
¿Acaso no sólo él refleja
la ardiente soledad
del paraíso de dos cuerpos
a tientas el ritual de quebrar en dos
la misma hoguera?

Para testimoniar los espectros
de la lágrima
siempre queda un cáliz de luz
en la sombra.

Esta piedra donde te palpas.

Ese corazón piadoso y las manos áridas
buscan otras grietas hondonadas distintas
después olvidan la claridad imposible
arena sin hollar
las estrellas escurridas en la cintura sin luz
esa soledad está humedeciendo la piel de ahora
no de siempre y no es lo mismo
buey fatigado de ese andar sin regreso
tan hambriento como avizor sabes
que la espuma de la oscuridad se ha derrumbado
y en el traje de todos los días
ya no puedes alzar
la forma de dos alas
seguro no has de sorprenderte en la espesura
con el arte de las trampas ni con el instinto del lobo
quebrado los goznes del miedo en la astucia
si has andado tanto
nombrando cada uno de los rostros que se extinguieron
ya no esperas nada excepto
la costumbre de resonar latidos de cobren en las ojeras
no llega a la cruz de tu pecho el lagrimal ángel
pero de la lejanía que pierdes de vista algo te transporta
a la alegría, como dueño pasajero
o te detiene a golpe de alas ante la piedra
siempre has de levantar el gajo de sangre
no importa si aún con sus espinas
después de cada desollar a gritos el silencio
alguien detrás de ti
beberá el sonido de las sombras
no puedes detener el mundo y la mirada ardiente
siempre gira es un círculo esa tenaz raíz
solamente un círculo.

PÁGINA 11 – Artículo ensayístico

Miguel Hernández, rayo que no cesa

Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires/Argentina)

Sin duda para la relativa indiferencia posmoderna resultaría ahora inimaginable. Pero las pasiones que encendió la guerra civil española continuaron vigentes durante muchas décadas y en todo el mundo. Es que la heroica y espontánea resistencia del pueblo español contra una de las primeras agresiones del fascismo, y la concomitante ilusión de estar construyendo un mundo mejor (que parecía literalmente al alcance de la mano en aquella segunda mitad de la década de los treinta), asociadas con las originales y emocionantes características peculiares del caso, convirtieron a ese acontecimiento no sólo en legendario sino directamente en mitológico.
Dentro de esas peculiares circunstancias, el decidido y casi unánime alineamiento de una más que brillante generación de escritores, artistas e intelectuales en defensa de la legalidad republicana fue otro dato significativo, que también tuvo su resonancia favorable prácticamente en el mundo entero. Que no pocos de ellos hayan pagado con su vida y muchos más con el exilio aquella ejemplar decisión, no dejó de agregar buena leña al gran fuego. Y que lo digan si no el sacrificado García Lorca, tronchado en mitad del camino de su vida, o Antonio Machado agonizando desterrado, en Collioure, a pocos pasos de la recién traspasada frontera francesa.
Pero quizás nadie como Miguel Hernández encarna --a mi modesto entender--, en vida y obra, la profunda relevancia de aquellos hechos. Auténtico hijo del pueblo, humilde pastor en su Orihuela natal (1910), sin ninguna premeditación ni posibilidad alguna de preparación previa sintió crecer en su interior la riqueza entonces todavía viva, corriente, saludable e irresistible de la lengua de todos, tan de uno, y así pudo ofrecernos unas primicias donde se vuelve a respirar el temple y el esplendor del Siglo de Oro, devolver al soneto su frescura abrumada por antiguas glorias y reavivar el auto sacramental que querían congelar en venerable.
Cuando llegó la hora, sin pensarlo dos veces, instintivamente, se colocó del lado del pueblo, pero no se limitó (como tantos) a las declaraciones y eligió --como muchos, y no sólo españoles-- la primera línea de fuego. Pagó su precio, y después de haberse salvado casi milagrosamente de la pena de muerte ya dictada y tras haber sido paseado por todas las prisiones del régimen, su breve existencia fue finalmente apagada por la tuberculosis, el 28 de marzo de 1942, en la cárcel de Alicante.
Una vida tan limpiamente entrelazada con su época, con su gente y con su tierra hasta el punto de correr el riesgo de volverse emblemática, e integrada a la vez como vimos en un mito mayor, no podía evitar que su alta voz pareciera quedar presa de las circunstancias. Algo similar le ocurrió a César Vallejo, ese indoamericano que también murió prácticamente de amor a la España desangrada, y en uno y otro caso muchos fueron los que de ambas obras sólo alcanzaron a percibir (desde uno u otro enfoque) apenas su vertiente digamos exterior o la forma en que ello condicionaba su propia percepción, sin lograr advertir que --conservando por supuesto su autenticidad y sus razones-- había allí también vertientes más fecundas y no menos nutrititvas.
“Yo no quiero más bienes / que tu persona”, me dice repetidamente uno de los grandes cantaores del flamenco. Y en la hondura del cante alto la palabra, sin dejar de ser auténticamente popular, se hace sentimiento vivo, que se transmite más por empatía que por mero concepto. De idéntica manera, pero a un nivel que se me hace acaso superior, por belleza y dominio, el pobre Miguel Hernández internado en la cárcel franquista, derrotado, separado de su mujer y de su primer hijo muerto y que no conoce al nuevo hijo recién nacido (al que dedicará las imborrables, indelebles Nanas de la cebolla, como casi todo lo suyo también ligado con una circunstancia significativa, la de sólo tener eso para comer) pudo decir, magníficamente: “Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío”, logrando así hacer relampaguear en esos papeles escritos a escondidas de sus guardianes, entre 1938 y 1941 --y que la Argentina tuvo el honor de ver editados por primera vez, en 1958, por la editorial Lautaro y al cuidado del poeta paraguayo Elvio Romero-- aquellos intensísimos momentos de lenguaje encarnado que constituyen el Cancionero y Romancero de Ausencias.
No era la primera ocasión en que Miguel Hernández, prohibido en su patria por la censura franquista, alcanzaba a ser publicado en Buenos Aires. Recuerdo la milagrosa edición de El rayo que no cesa, incluyendo su primigenio El silbo vulnerado, que en 1949 su amigo y protector José María de Cossío logró hacer publicar por Espasa-Calpe Argentina, y la segunda pero en realidad primera versión circulante del sintomático Viento del pueblo (cuya tirada original, de 1937, se distribuyó en el frente), que también Lautaro lanzó aquí en 1956.
Entre el resplandor de sus primeros poemas como labrados intuitiva pero certeramente en el cuerpo del idioma, y la evidencia flagrante y comunicativa de los textos encendidos por el aire de su época, esos papeles que constituyen su Cancionero y Romancero de Ausencias, rescatados del presidio, reconcentrados quizá por ello en su deslumbrante e intensa brevedad, pero en realidad probablemente enfrentados de forma ineludible y por lo tanto escueta con la dimensión trágicamente deslumbradora de su destino, resuenan todavía con lumbre inextinguible. Desde Quevedo, no recuerdo haber experimentado intensidad ni identidad mayor de sonido y sentido, de lenguaje y perspectiva, a la vez decididamente carnal y hondamente metafísica, que la de ese sucinto texto que comienza “Menos tu vientre / todo es confuso”, que en términos de poesía me animaría a defender como uno de los de mayor alcance de la lengua. Y que no hacen sino certificar la deslumbrante claridad que irradia por lo general todo el conjunto.
Es como si desde el fondo de las cárceles que pretendieron negarlo, enmudecerlo, y más allá de las legítimas pasiones de los hombres de su tiempo, en las que supo tomar partido decididamente por los desheredados, un resplandor generoso y general se hubiera hecho carne finalmente en la voz de este “hijo de la luz y de la sombra”. Y si así fuera, ¿seremos capaces de estar a su altura, de encendernos en su luz contagiosa, o preferiremos quedarnos apenas con tan sólo una u otra porción de su enorme transparencia?

PÁGINA 12 – Poesía americana

II

Destapo la caja de Pandora, te busco, te rebusco, pero me ignoras y te escurres por las rendijas del pensamiento.
Te invoco cuando el cansancio en la pupila de tanto mirar huérfanos de pan que caminan por mis sueños se convierten en reales pesadillas.
Sé que llegará un día, no sé cuándo, no sé cómo, diferente a estos negros días.
Sé que llegará un día en que el sol brillará más fuerte, ya no habrá oscuridad sobre las almas.
Reverdecerán los campos, crecerán los trigales, cantarán en armonía los recuerdos.
Sé que llegará un día que habremos de alcanzarte, Esperanza.

Mariana Falconi Samaniego (Ecuador)

Tejido

Penélope tejía y destejía la misma tela
yo escribo y corrijo los mismos apuntes
el tejido le devolvía su imagen
la mantenía unida a su historia
a su familia a su casa
a la que había llegado muy joven
y de la cual se figuraba
que habría de acordarse aun en sueños
si la abandonase
el tejido le permitía confirmar el pasado
mantenerlo presente
las palabras también retienen lo vivido
- no sólo como memoria -
a veces
la escritura se hace destino
se anticipa
como esa tela sutil
acaso engañosa
que tejía Penélope
para detener el pasado
o quizá
anunciar los derroteros del futuro

Sylvia Riestra (Montevideo/Uruguay)

De palabras

La palabra, tu palabra
es un barco certero hacia el deseo.
Lanza tan primitiva,
caricia tan urgente,
lindando casi con el rojo
mordisco de lo obsceno.

Tu palabra me sobresalta,
me desata, me incita.
De repente, plenamente verbal,
me humedezco de esencias germinales,
y se activan mis manos,
mi cuerpo, mi palabra también
para domar el aire con la tuya.

Tu palabra, furtiva entre mi oído,
antiguo moscardón malicioso,
me cosquillea el instinto.
Si la escucho, subleva mis silencios
y, emparedada de penumbras
nos acerca y nos une
en esa vieja danza
de los cuerpos deseantes y absolutos.

Tu voz y mi voz se están amando
entrecortadas, susurrantes,
plenas de excitaciones, de turgencias,
de alientos agresivos o ternísimos,
entre un silencio despeinado y gozoso.

Palabras que se tocan, se muerden, se estremecen
en esa enredadera de deseos
que es sólo aire empapado y aromoso.

Hacemos el amor también con la palabra.

Julieta Dobles (San José/Costa Rica)

Sueño de la vida. Sangre de la muerte.

El aire turba los pensamientos ante el sonido de las piedras,
Mientras lianas de fantasmas nos asisten
Con abrazos de ciegos brebajes.
Las epifanías transcurren oscuramente
Donde el musgo germina sus andrajos.
Entre tanta imagen de la vida:
Imágenes esféricas, atribuladas,
Sombras a la deriva aleteando en la esperanza,
La vida le debe a la vigilia
Y a las leyes del mundo.
En la zozobra salta la altitud de la fe;
Los fieles dibujan un amor invicto,
Pero la carne tañe otros destinos otra luz que se apaga.

Sacrificial es este fuego de todos los días:
Agónico estertor de la demencia humana,
Frágil sueño entre la ceniza de la noche,
Dios ahí como luz errante,
Envuelto en silencio, sobreviviente también,
Del clamor de la vida, viendo los golpes
Desde la transparencia de su omnipotencia.
Estamos expuestos a la congoja,
Sombra del sueño;
Nada es la luz en la doliente herida,
Si no es para desvelarla,
Fragua de un himno desgarrado,
Luto de obstinado terror.
Hay salmos y proverbios para enaltecer la noche:
Huracanes de buitres, ebrias líneas de papel
Profanando las ventanas
Como cadáver oculto en la caverna
De las manos.

Debajo de la vida, la muerte renace cada día,
Con su borrosa porcelana de quebrados vientos:
Sepia es el zarpazo, horrible el tizne
De los tabancos, la presencia desnuda
De las aceras.
Debajo de la piel nombres destejidos,
Demasiada ceniza en las barbas,
Las banderas y el nombre de los santos desteñidos.
Dentro de los poros, los pájaros,
La herida genésica debatiendo
Entre antiguos sonidos, negros soles
Sobre el sonido de glaciales estupefactos.
Aquí la muerte presente en los nombres,
Aquí la muerte entre los dedos de la madera:
Olvida nombres, ruge, martilla como el mar.
Muerde con sus dientes de ballena,
Corta los cabellos con su silenciosa
Lengua de azufre.
La vida pierde sus zapatos. Como tantas cosas,
La cubre un puñado ligero de polvo,
Una losa y, después,
Sólo el silencio del abismo
Y las flores ateridas de la noche…

André Cruchaga (El Salvador)

1

La vocación de la muerte persiste
como espejismo tras mis ojos,
me habla con palabras que vienen de lejos.

Bajo esta piel transfigurada

¿Cuántas soy?

Sabina Sarmiento (México)

PÁGINA 13 - Narrativa

Para que quede constancia

Por Arturo Lomello (Santa Fe/Argentina)

El primero en entrar fue don Pedro, cliente habitual. Nos saludó con su acostumbrado comentario sobre el estado del tiempo: “Sigue haciendo calor”... “va a llover otra vez” , “no se compone nunca”, “se va a perjudicar la cosecha”. Yo estaba preparando la planilla de gastos y lo observé, aguardando que completara su repertorio de gestos habituales. Y lo completó: Se puso a leer el diario en la mesita rústica de forma circular, de madera de quebracho, cerca del acondicionador de aire.
A los diez minutos, ,más o menos, llegó Rosa, mi compañera de trabajo; una mujer madura, muy buena amiga, que no ve la hora de jubilarse y con la que, por supuesto, conversamos mucho, nos lamentamos de la rutina y también festejamos las bromas con que humanizamos nuestra permanencia cotidiana en el diario. En seguida apareció Diego, que venía a rendir la cuenta semanal de los ejemplares colocados por la distribuidora. Quiero aclararles que trabajamos en una corresponsalía, en una oficina de cinco metros de ancho por diez de fondo. Un moderno mostrador revestido con laminado plástico separa la zona de trabajo de un espacio que obra de sala de lectura y de recibo y que tiene más o menos tres metros de extensión.
Diego inició su conversación con Rosa, ya entregada a sus cálculos de todos los días, y yo continué con la planilla de gastos. Fue en el instante en que irrumpió, muy sonriente, Pablo, el publicitario, que venía de pregunta por el jefe y gerente, de vacaciones en las sierras de Córdoba. Pareció dispuesto a irse en seguida, pero prefirió emprender un comentario sobre el último discurso presidencial con don Pedro: “La situación es cada vez más difícil” “La crisis no la debe pagar el pueblo” “Los políticos son unos charlatanes”. “Menos cháchara y más sacrificio”. Don Pedro la lectura y se sonó la nariz con fuerza. Entonces irrumpió en el local el senador Pinotti, con un bigote que le daba a su aspecto reminiscencias de Alfredo Palacios. Traía su colaboración periódica que nosotros -sobre mediante- enviamos a la central en un camión del diario. Pinotti es un hombre campechano, aunque bastante astuto, y habla a los gritos, por lo que la situación comenzó a complicarse, ya que inició un análisis del tema de su colaboración. La conversación entre don Pedro y don Pablo continuaba, mientras Rosa no levantaba la vista de las planillas. Como Pinotti también mantenía su vociferante exposición, se produjo una confusa masa sonora en la que se mezclaban conceptos de los oradores y el resultado era algo así como: “Una tormenta de nieve en Estados Unidos... yo analizo los últimos años de la vida política...en el interior del vehículo encontraron tres cadáveres....y muestro como los factores de poder.... con picos y palas tenían que abrirse camino a través de cincuenta centímetros de nieve”
Después ya no presté atención y todo quedó como una molesta letanía de fondo. Entretanto Diego aguardaba con aire impaciente que Rosa le entregara unas facturas. Fue en ese momento cuando entraron dos estudiantes para pedirnos la colección del diario del mes de agosto de 1970. Los atendí. Querían consultar una nota sobre la Antártida Argentina que había salido en una de las veinte páginas de promedio que tiene cada número del diario, de uno de los treinta y un días de agosto. Por supuesto, si se me traslucía el fastidio, pensarían que yo era un infame burócrata, etc. Y no se equivocarían mucho, porque probablemente no soy un infame, pero en ese momento me sentía muy burócrata. De cualquier manera fui a buscar al archivo; una piecita bastante pequeña e incómoda ubicada en el fondo del local, el tomo correspondiente a agosto de 1970. Afuera el sol resplandecía en un glorioso día de septiembre y algunas hermosas muchachas desparramaban gracia a su paso, mezclándola en una eficaz combinación con la luz solar. Cuando me introducía en la piecita y se producía un desagradable, un repugnante desbande de cucarachas y arañas, oí que la puerta de calle volvía a abrirse (no sé por qué la habían cerrado: hacía calor) y entraban otras personas, alegremente, porque una de ellas cantaba una canción de moda y otra charlaba animosamente. Desde allá, desde la piecita se oía como el ensayo de un coro desafinado, un verdadero desconcierto de voces, entre las que se destacaban, tal vez por resultarme conocidas, las de Pinotti, siempre a los gritos, o el tono ronco de don Pedro. De vez en cuando se insertaba algún monosílabo de Rosa. Ya empezaba a ser dificultoso tener en cuenta todo lo que ocurría en el local.
Volví con el tomo, puse la mejor cara de amabilidad de que era capaz y me salió una mueca, que me recordó a un adocenado actor cómico de la televisión. La conversación continuaba tan ininteligible y caótica como antes o tal vez un poco peor. Pinotti se había puesto rojo, don Pablo se reía, no sé de qué. Rosa mostraba s signos incipientes de impaciencia; Diego leía el diario, quizás para disimular su impaciencia, ya intervalos se agregaba a la conversación de Pedro y Pablo. Y por la puerta apareció ahora un viejito que por su aspecto desamparado y su ropa rotosa me hizo presumir que venía a pedir limosna. Se abrió paso como pudo, se apoyó en el mostrador y allí quedó, aguardando su turno. La cosa era con nosotros, evidentemente. Le pregunté al que cantaba en que podía servirlo; me dijo que quería publicar un aviso clasificado, “de qué medidas señor?”; no sabía bien; ensayé mi sonrisa-mueca; me habló de la venta de un terreno, sí - le señalé , la palabra cuesta tanto; “es muy caro”, observó; “es la nueva tarifa, señor” “ya no se puede vivir”; “claro, la situación es muy difícil” Una pausa. “Piense usted en el texto, por favor”. Continuamos un largo rato, sin entendernos del todo, mientras no se interrumpía el acceso de más y más personas, sin que saliera ninguna. Parecíamos ya un colectivo atestado de pasajeros. El viejito proseguía en su posición, imperturbable, con una mirada que me recordaba la de un juez. No sé como encontré un resquicio para preguntarle qué quería. Su voz era muy débil y había que adivinar lo que decía. Interpreté que pedía diarios viejos; le alcancé ejemplares del mes pasado, me dijo que no con la cabeza; entonces sonó el teléfono; Rosa suspiró, pero nadie dejó de hablar y tuvo que atender mientras Pinotti atronaba con su vozarrón y los estudiantes se ubicaban como podían en torno de la mesita redonda y saturaban la oficina con el humo de sus cigarrillos. En ese mismo instante entraron dos jóvenes norteamericanos, los típicos mormones, con camisa blanca y pantalón oscuro. Se dirigieron, empujando aquí y allá, hacia el mostrador, exhibiendo una peculiar habilidad para conseguir espacio, y nos contemplaron atónitos. Pinotti, por primera vez en muchos minutos, interrumpió su maratónico discurso y los observó con cierta desconfianza, haciéndole un comentario por lo bajo a don Pablo. Rosa no escuchaba bien lo que le decían desde la central y hacía señas nerviosas a la multitud para que bajara el tono. Los mormones emprendieron su previsible solicitud de un reportaje y me endilgaron comentarios bíblicos, la referencia consabida a Joseph Smith. Claro, traté de hacerles entender que ese no era el momento, que observaran en su derredor y que volvieran en otra oportunidad, cuando estuviera nuestro redactor que los escucharía con atención y pasaría alguna información por la teletipo. Y ya se estaban por ir, pero don Pablo se despachó con un comentario despectivo sobre las religiones y a partir de allí se inició una discusión con los jóvenes, que le citaban pasajes bíblicos. Entretanto, el viejito continuaba esperando que yo lo atendiera y lo entendiera y el del aviso clasificado que le entregáramos el recibo. A esa altura, como se desprende del relato, el desconcierto se incrementaba progresivamente, más todavía cuando pocos minutos después ingresaron tres boy scouts, que se quedaron cerca de la vidriera aguardando una probable descongestión. Ya no era posible arrimarse al mostrador. Rosa seguía al teléfono sin oír nada y sin poder hacerse oír. Pinotti, con signos de desaliento porque nadie lo escuchaba, no dejaba, sin embargo, de hablar. Diego, el de la distribuidora, por si alguno se olvidó, miraba a uno y otro lado con espanto. A todo esto, era ya el mediodía, hora que marcaba el tope matutino de nuestra tarea, pero cómo haríamos para irnos: quien iba a lograr siquiera que lo escucharan. Yo ya tenía mis sospechas de que toda la ciudad se encaminaba hacia la corresponsalía. Parece broma, pero no lo es, uno lee demasiados cuentos fantásticos y de pronto la realidad desnuda su condición fantástica. Algo estaba pasando, como siempre pasa en lo fantástico, pero nos tocaba de verdad y nadie nos creería después si sobrevivíamos. Tres viejos jubilados fueron los últimos que pudieron entrar. Se formaron grupos, núcleos que respiraban con dificultad y alguien desde afuera forcejeaba pretendiendo todavía meterse, pero no pudo. Entonces, tocó el timbre. Eran las doce y treinta; faltaba oxígeno; le hice señas a Rosa para que llamara a la policía, a los bomberos, a cualquiera que pudiera auxiliarnos, indicándole la lista que tenemos adherida a un armario con los teléfonos de los servicios de urgencia; pero no me entendió; no sé cómo me las ingenié p ara lograr encontrar un espacio y escribirle una notita. Ella colgó el teléfono, resignada a renunciar al diálogo con la central y trató de discar el número de la policía, supongo. Respirábamos con dificultad. En la calle, según pude comprobar subiéndome a una silla, había más gente esperando. Nadie me creerá, estoy seguro. No sé cómo haremos para salir. Dejo estas líneas para que quede constancia....

PÁGINA 14 – Narrativa

Puente sobre el Paraná

Por Darío Schvetz (Corrientes/Argentina)

Todos los días, Hugo frena y detiene su automóvil en la esquina de la farmacia. Subo y me acomodo junto a él, en el asiento adelante. "Todo bien", pregunta. "Todo bien", respondo.

Salvo por enfermedades o feriados, hace tres años hacemos el mismo viaje. Compartimos códigos similares. Si tiene algún problema, me avisa la noche anterior, para que yo me levante media hora antes y tome el autobús. Diez minutos es el tiempo que demoramos para cruzar el puente si está despejado. Si nos ubicamos atrás de algún camión de esos que van a cuarenta y no podemos pasar; todo se complica. Trabajamos en la misma agencia y nos pusimos de acuerdo para compartir los gastos de combustible y peaje. Luego de tanto tiempo, uno conoce bastante a su compañero de ruta. Y como en el matrimonio, se acostumbra a un determinado aliento, que malo o agradable, termina siendo familiar. Reconoce enseguida el mal humor de su acompañante, su ansiedad o su excitación. Hugo se pone insoportable cuando anda con poco dinero. En la agencia no tenemos contacto. Trabajamos en oficinas que están en pisos diferentes. Pero entre la ida y la vuelta compartimos casi una hora. El tiempo ideal del psicólogo y su paciente; y como dos cómplices hacemos nuestra terapia gratuita.

Recuerdo el primer mes de nuestro convenio viajero. Cada uno fingiendo sus éxitos y su felicidad. Ahora ya las caretas se han evaporado y nuestros rostros de rutina y hastío han quedado a la intemperie. Nuestro placer, putear juntos por cualquier cosa.

"Mirá acá abajo", me dijo ayer, mientras cruzábamos el puente con una mañana invernal. Toqué lo que me señalaba. Era algo frío y duro. Lo saqué de su lugar y me encontré sosteniendo un revólver. "La gorda que me tiró las cartas dijo que voy a matar a alguien, un día de estos", comentó con su voz aflautada. Continuamos nuestro camino y yo me concentré en las noticias de la radio. No hablamos más hasta detenernos en el puesto de peaje. Avanzó unos pocos metros y detuvo el automóvil a un costado de la ruta. Tomó el revólver y se dirigió a la cabina recaudadora. Miré por el espejo retrovisor, lo vi discutir y gesticular exasperadamente. Levantó el revólver y apuntó. Pensé en ese momento que la gorda que le tiró las cartas había acertado. Subí el volumen de la radio para no escuchar el ruido del disparo. Cuando regresó se sentó nuevamente al volante y me gritó "Hubieras visto la cara del pendejo cuando le puse el caño en la cabeza, como temblaba el muy cagón. El hijo de puta no quería reconocer que me dio mal el vuelto, te juro que la próxima lo mato ¡Seguro, lo mato!

La radio anunció que los sueldos se seguirían pagando recién la semana que viene. Anoté en mi agenda "avisar a mi esposa lo que dijo la radio".

PÁGINA 15 – Poesía allende el mar

Extraña piensa

Ella lloró todos sus ojos.
Más tarde los guardará en el estuche.

Ahora su mirada es un fuego
que expide cada brasa
en el suelo de un crudo mes de hielo.

Antes, saltando como una loca por la vida,
atravesaba jardines de dueños extraños
y dormía entre manojos de manos.

El paso del tiempo, devorador
de los paneles de su vida,
le hizo amar círculos
de único centro.

Celmiro Koryto (Israel)

Buenos días Libertad.

En tu nombre
ondean banderas,
suenan
tambores y trompetas.
Pero tú
bien discreta,
alcanzas los corazones
de quienes de veras
te respetan.
Humilde te instalas,
y suave,
aleccionas con tu esencia.
A nosotros
ignorantes humanos
que tanto hablamos,
y tan poco sabemos de ella.
Con paso firme y generoso,
te expandes
entre todos los seres
creciendo y madurando,
en este prisionero planeta.

María Eugenia Lizeaga (Euskal Herria)

Poesía

A veces me pregunto
que será de ti
ave pasajera
ojos de luz
quizás junto a la monotonía
que trae la vejez
encuentres un orificio
en el tiempo
para ver los detalles
de mi letra
que juega con mi mente
por escapar
de los inviernos
y
encontrar mi mentón neurótico
con pensamientos
frescos como el verano
de
hoy.

Roberto Marranillo (Bélgica)

Bustarviejo

I

El cielo azul-carmín de la sierra
silencio y soledad de féretro
El cansancio pesa en los huesos
y en los ojos sangrientos
El corazón triste
sin poder dar con el sosiego
La lágrima solitaria
se desliza en silencio
Mientras la araña maldita
urde su red de trampas -
agazapada en un rincón
esperando la hora de su venganza

II

El viento se revuelca enloquecido
agotado de la soledad de la sierra,
intenta penetrar los cálidos hogares,
interrumpe el sueño de los amantes
y ruge ferozmente.
Mete su lengua de hielo en cada rendija
y vuelan las vacas,
las puertas, los corazones.
Apagando llamas, alborotando flores...
La noche es su capa
y las estrellas su sombrero de caballero errante
que enloquecido como el hijo de Cervantes
ataca molinos de niebla.

Silvia Cuevas-Morales (Australia)

Árbol azul

Cuando tus ojos se encuentran con mi soledad
El silencio se convierte en frutas
Y el sueño en temporal
Se entreabren puertas prohibidas
Y el agua aprende a sufrir.

Cuando mi soledad se encuentra con tus ojos
El deseo sube y se derrama
A veces marea insolente
Ola que corre sin fin
O savia cayendo gota a gota
Savia más ardiente que un tormento
Comienzo que nunca se cumple.

Cuando tus ojos y mi soledad se encuentran
Me entrego desnuda como la lluvia
Generosa como un seno soñado
Tierna como la viña que madura el sol
Múltiple me entrego
Hasta que nazca el árbol de tu amor
Tan alto y rebelde
Tan rebelde y tan mío
Flecha que vuelve al arco
Palmera azul clavada en mis nubes
Cielo creciente que nada detendré.

Joumana Haddad (Beirut/Líbano)

PÁGINA 16 – Narrativa

Crónicas prohibidas

Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe/Argentina)

Ella se fue desnudando con la lentitud del pecado. Era ese caer de prendas. Era ese no volver de muselinas. En el contorno del aire, se dibujaba la silueta del calor porque era verano en aquellas tierras donde las miradas poseían la costumbre de perderse. Tierras que llegaban del mar al monte, sin permitir la piedad de las fronteras. La estación de los frutos se batía a duelo con los muros y las formas. Todo, en percutiente asonancia de moscardones contra los vidrios; en aséptica presencia de mimbres en el salón.
El dormitorio de la mujer abría y cerraba su abanico de oscuridades forzadas en plena siesta cuando se trataba de descansar. No era correcto que la fatiga impidiera que las señoras visitaran las iglesias o los sitios de esparcimiento donde se mostraban, entre otras cosas, las novedades traídas de España. Se escuchaban, no tan lejos, los golpes breves del martillito de los plateros, formando, a puro repique, vasijas de metales nobles. Los artesanos, ocultos por la sombra fresca de la galería del convento, hablaban poco y golpeaban con un ritmo suavemente violento, como una oración. Ella los oía. Pero el hombre que tenía delante parecía ausente a estos ruidos. Él, se limitaba a reclinar sus ojos sobre ella, sobre su piel oscura de española joven, tan reconocida en esa ciudad como la flor que trajeron los barcos.
Era oriunda de Sevilla pero el acento de sus palabras se había diluido detrás de muchas siestas, en los brazos de muchos hombres. Aún conservaba el gusto por los colores rojos y por esa música que se atrevía a tocar ni bien el mal sabor de la nostalgia le jugaba una mala pasada. Su padre la había dejado en esa tierra porque contrabandeaba plata y reemplazó a su hija por unas cuantas piezas para la reina, sin dejar de prometer el regreso en su busca. Su madre la lloró al despedirla en la playa. Ahora, a aquellas alturas de su abandono, de esos dos seres subiendo en el barco quedaba una imagen perdida como las gaviotas.
El hombre, sentado en el sillón bordado con crin de caballo, cargaba con el peso de unos ojos vidriosos. Era joven. Quizás, si la costumbre del baño hubiera calado hondo en la cotidianeidad de sus placeres, habría olido mejor. Le habían dicho que era conde, que solía llevar una espada hecha con el mejor acero de Toledo, y que su trabajo consistía en buscar esclavos indios para las cortes europeas. Algunos lo llamaban "el turco". Otros, se tiraban a sus pies, buscando limpiar el suelo que pisaba.
Se habían visto esa mañana en el mercado. Ella iba con su esclava a comprar lo necesario para la fiesta que daría la noche después. Detrás de los duraznos y de los membrillos frescos y pintones, la figura bizarra de aquél hombre ocupó toda la inmediatez de su mirada.
Albergados por la soledad de la alcoba tan llena de olores vencidos, ellos asistían a una ceremonia de seducción y abandono lo mismo que los pájaros. Ese país del calor era propicio para los encuentros que no podían demorarse. Las casas bajas, los barcos irrumpiendo cada día como un aguacero en el puerto, las tierras y los hombres que cultivaban lo que fuera para satisfacer a los españoles, eran algunos de los acontecimientos que conformaban el rutinario panorama del lugar. Pero además existían las mujeres de la vida. Algunas, ricas muchachas de frente sedienta y mirada rebuscadora de brocatos y manos fuertes, se entregaban por la posición que daban los blasones y las espadas, los terciopelos y la estatura del mando.
Algunas se lo describieron golpeando mujeres. Hubo una mulata con la mejilla abierta y una criadita de quince años con el himen partido y la espalda surcada por los latigazos. Por otra parte ese era su oficio. A un hombre acostumbrado a tratar con indios rebeldes, era lógico que los golpes le brotaran de las manos como los frutos de un limonero. No debía sentirse sorprendida. ¿O acaso ella no había recibido comentarios de sus sirvientes, cuando comenzó a fijarse en el turco, respecto a las cacerías de indios para comerciar, o a la llegada de los barcos negreros en cuyos vientres, aterrados como animales, se congregaban seres de piel negra, amontonándose contra la madera podrida, contra los excrementos, contra la voz maloliente del guardia que los llamaba igual que a corderos? Claro que lo sabía. Había oído hablar también del látigo hilando atrevidos diseños en cada espalda como en un telar siempre nuevo para ser tatuado. El turco tenía olor a viejo en el cuello y a bebida con gusto fuerte. Tenía también los brazos firmes al apretar y los dedos dispuestos a buscar debajo de las enaguas.
Ellos dos. Un rumor de paños que se codician. Una piel y los ojos de vidrio. El aceite en las lámparas y los murmullos que se amontonan detrás de alguna pared. En tanto, su boca intuía que los besos serían de cera y que las manos, aferradas a otro cuerpo, no podrían contener la inmensidad de aquella tarea corrosiva de ser una mujer permeable a las cuestiones del amor. Las prendas caídas emanaban un olor a perfumes caros, a ceremonia maldecida por muchos.
A veces, por aquellas tierras donde el sol pega de pronto como una mordida, la esclavitud era otra forma de hablar de libertades. Nadie era libre después de todo. Ella, sin ir más lejos, se sometía a aquellos amores de feria como a una última esperanza.
Cuando el velo cayó sobre la cama, el látigo de cuerdas emitió un chasquido quebrado, de algo que golpea suavemente el torso de las cosas. El hombre, de pie frente a ella, dibujó una sonrisa seca entre las mejillas de su cara. Las enaguas dispersas en el lecho simulaban las cuentas de un collar, conservando un silencio manso.
Para ella, fue verlo atroz, con los puños cerrados en torno al látigo. Fue casi lo mismo que probar, en ese mismo instante en el que se olvidan los miedos y las lujurias pasan a ser un pliegue en el pliegue de la realidad, que el turco ya no era el turco sino un escalón que seguir hasta donde concluye la esclavitud misma de perseguir esa forma tan vulnerable de la riqueza.
La masa de cabellos negros, sostenida intrépidamente por un alfiler de hueso, se insinuó en la semioscuridad del cuarto. El turco veía los cabellos de la española y hasta parecía que los espíritus, que por esas horas moraban la siesta, surgían de las paredes ante sus parpadeos.
El látigo inició su litigio con la carne de la mujer. Algo similar al rencor se suspendió de los cordeles del cortinado inaugurando un vacío de gemidos y gritos de hombre. El turco abría una manera nueva de muerte en eso de esperar al amor a golpes de cuero sobre carnes oscuras. O de otras que habían terminado sus días en la cama del negrero. Muchos hijos de éste recorrían las playas de esas tierras. Como una casta sin nombre, como un adefesio de honra, pasaban cada día sin que la española lo supiera, frente a la ventana de su casa y hasta puede que la hubieran saludado.
La mujer recibió los golpes con cierta fiereza en el mentón y cierto ahínco en la forma de poner los brazos en cruz sobre las colchas. Los recibió sin asustarse demasiado porque había algo en los ojos del turco que le hacían tener confianza. A pesar de los latigazos que sonaban iracundos en las dimensiones soporíferas del cuarto, ella notaba en él la seguridad que le faltaba. Que podía confiar su cuerpo a los deseos del turco sin que corriera ningún peligro. Esas manos golpeadoras la defenderían contra los otros, tal vez porque ellas querían guardarse el privilegio de ser las únicas implicadas en la tarea de lastimar el cuerpo de la española.
Un hilo de sangre brotó de los encajes que aún no se habían distanciado de ella. Su espalda, sus brazos y sus hombros, serían un camino de estrías ensangrentadas. Pero eso no le importó a la mujer. Le pareció más propio de atención el pensamiento que le dedicó a su padre. Lo vio delante de ella, despidiéndose en el barco, con las manos levantadas y los dedos jugueteando en el aire, animándola a quedarse. Lo vio tan de ella entre los golpes y los gemidos, frente a todos los improperios que le dedicara al verse sola en ese Perú donde el fuego no deja de ajustar su cuerda alrededor de la gente. Su padre, para siempre irreparable, tocado sólo por su memoria y por algún accidentado rencor de los que le conocieron otras traiciones. Prohibido a pesar del dolor. Hermoso a pesar de la lejanía.
El chirrido de la cama contra la pared le sonaba dentro de la cabeza como un garrote. El turco, desnudo igual que ella, extendía el cuerpo entre sus piernas y suspiraba con los labios morados y la lengua entre los dientes. Empujaba. Irrumpía en ella con el mismo tesón y la misma rabia con que la había castigado antes.
Los cabellos, sostenidos por el alfiler, se desprendían del sujetador y enarbolaban toda su victoria entre las manos ya agresivas del negrero. Este decía algo sobre su silueta de bruja inocente, de diablo traído de España. Y no era su padre pero tenía los ojos igualmente verdes, igualmente pacíficos y cobardes. Lo vio subir y bajar sobre ella en un balanceo que hacia crujir los miembros y el perfil de los frascos sobre la mesa de noche. Ese era el ritmo. Subir y bajar. Arriba y abajo en un sinfín de agitaciones, de roces, de sabores agrios y dulces desprendiéndose de la piel y de las sábanas.
Y la española pensó que a ese hombre ya no se le conocía el hechizo, la dulzura posible, el furor escondido que le vio en el mercado o en la calle del paseo. Ahora era una barba raspándole el cuello seguida de intrépidas salivaciones formando lazadas en la humedad de sus axilas. Pensó también en aquella cercanía con su padre. En los parecidos, en el odio aglutinándose durante muchos veranos adentro del pecho hasta quitar el aire. Ese odio vestido con ropas de viaje, con casacas de partida sin retorno.
Sacó la pieza de hueso. Como quien toma unas tijeras y corta las hebras de un bordado, ella desechó la última dulce posibilidad de sufrimiento. Aguardó una nueva agitación del turco, un próximo jadeo, quizás un hilo de saliva rodando por su hombro.
Al ir empujando el alfiler hubo una convulsión, un echarse hacia atrás sin medir la caída. Había muerto. Mientras la española lo apartaba de ella con la fuerza minúscula de sus brazos y de sus piernas pensó que los golpes, ese acicate ferozmente tierno, no volverían. Su padre se había llevado con él, otra vez, ese sufrimiento gozoso de posesión y abandono, de amor y batallada censura.
Cuentan los cronistas que después de varias noches sin encontrarla, la vieron caminando cerca de la casa de los mineros. Vestía las ropas del turco. La armadura lustrosa, el casco sobre el cabello abierto en la mitad, cayendo en bucles a los costados del rostro. En la mano derecha, el látigo trenzado chasqueaba sobre las piedras del camino, quitándoles diminutas chispas blancas con cada golpe.
También quedó escrito en los libros que sobrevivieron a la destrucción de las guerras y al enmudecimiento de las revisiones posteriores, que repetía el nombre de su padre y que se adjudicaba su muerte.
Hubo controversias respecto al deceso de la española. Según los cronistas, murió loca, recluida en las mazmorras de la catedral de Lima, alimentándose con insectos y con trozos de su propia piel que mordía en los arrebatos de furia. Muchos testimonios posteriores refutan este final. Prefieren trocarlo por uno menos ingrato a las lecturas. Dicen que se suicidó arrojándose bajo las ruedas de un carruaje, que no sufrió demasiado, y que su cuello se quebró como un junco en la tormenta.

PÁGINA 17 – Artículo ensayístico

Carisma y catástrofe

Por Ivonne Bordelois (Buenos Aires/Argentina)

"MORIR es un arte, como todo / yo lo hago excepcionalmente bien." La extraña y sobrecogedora jactancia de estas líneas de "Lady Lazarus", uno de los más célebres poemas de Sylvia Plath, remite sin embargo a la reflexión inevitablemente complementaria: vivir es también un arte, tan difícil como morir, y Sylvia Plath padeció su vivir como un arte descuartizador al cual nunca escamoteó su terquedad indomable, su equivocado coraje, el tenaz voluntarismo típico de los años 50, que ejerció sin desmayo a través de sus brillantes y trágicos treinta años. De algún modo, la parábola Plath excede la vida y la figura de la poetisa y pasa a ser una imagen fidedigna de la cultura norteamericana durante la Guerra Fría: la confianza en una suerte de America über Alles (de la cual en estos días experimentamos las consecuencias), la decisión inquebrantable de renovar, tras Auden, la poética del inglés, la indomable defensa de una vocación que precisa sin embargo las señales materiales del éxito para sustanciarse a sí misma.
Egresada del elegante y exigente Smith College, precoz ganadora de premios y concursos, incisiva, ambiciosa y enormemente dinámica, Sylvia Plath parece haber sabido desde el principio, sin embargo, que a través de su infatigable carrera hacia la obtención de un prestigio poético excepcional, lo que la aguardaba tras el escalamiento de honores y fortunas no era la consagración final sino aquella fría mañana de Londres en la cual, habiendo sellado con su habitual pulcritud y eficacia las puertas de la cocina, dejando al lado de sus dos hijos sendos vasos de leche, abrió la llave de gas del horno y se entregó a los poderes de una instancia que no sabe de glorias literarias.
La más brillante de las poetisas de su época moría abandonada por su marido, el hermoso y famoso Ted Hughes (que se encontraba con una mujer que correría, años más tarde, la misma suerte que Sylvia), en un invierno particularmente despiadado, bloqueada en un departamento con goteras y caños congelados, sin poder ser derivada a la ayuda psiquiátrica necesaria y fuera de todo amparo que sosegara su irrefrenable angustia y ansiedad.
Pacto singular: durante su matrimonio, Sylvia es la ardiente propulsora de su marido, su mejor publicista, la que no se arredrará ante su postergación a una clara retaguardia con respecto a la obra de Ted. Luego de su muerte, que la conduce a una fama lúgubre y refulgente a la vez, será Ted el emisario del nombre de la cónyuge hermosa, abandonada y genial. De los Diarios de Plath faltan dos cuadernos finales: uno fue eliminado por Hughes, que se justifica diciendo, estremecedoramente, que "el olvido es una condición de la sobrevivencia"; otro, simplemente, "ha desaparecido".
La historia Plath-Hughes parece escrita por un autor que fuera a la vez Ibsen y Tennessee Williams: todas las trampas de la llamada "condición femenina", todas las luminosas hipocresías de los 50, el brillo intelectual y literario de Massachusetts y Cambridge, toda la joven poesía inglesa de posguerra con sus apuestas, sus magníficos giros y sus tajantes desafíos; la sonrisa Kolynos de Sylvia y la de la calma y hermosa Irlanda que resplandece en Ted: todo conduce al apogeo de una ilusión o mentira extraordinaria, y todo se despeña abruptamente con un teléfono arrancado de la pared en el momento en que una amante invasora busca a Ted subrepticiamente. Luego, la separación, y con Ariel, los poemas más hermosos del siglo XX norteamericano, firmados por una mujer que ha necesitado la traición de su marido para escribirlos.
Como muchas mujeres de su generación (que no por azar fueron remplazadas por la segunda ola feminista), Sylvia fue educada para complacer, y rindió las más brillantes notas en esa exasperante, incesante e inclemente carrera. Complacer primero al padre, un alemán austero, Otto Plath, diplomado en Harvard; complacer a Aurelia, la madre, a pesar de su asfixiante intrusividad; complacer, finalmente (y acaso esto fue la traición más grave y la más gravemente culpabilizante para Sylvia), a los editores arbitrarios e imprevisibles, doblegándose al estilo del día, para lograr la efímera gloria de la publicación. Esta lucha, sin embargo, la exalta, como le confía a una amiga: "Tengo centenares de cartas de rechazo. Me enorgullece: son la prueba de que estoy tratando de hacer algo".
Como los héroes de la tragedia griega, la figura de Sylvia Plath convoca a la vez la compasión y la admiración. Digna de compasión su compulsiva competitividad, que la hace menospreciar a colegas tan válidas como Adrienne Rich; digno de compasión su obsesivo perfeccionismo, que la lleva a escribir sus poemas al lado de un Webster, para controlar las palabras más inesperadas o resbaladizas; dignas de compasión sus múltiples andanzas entre amantes brillantes y negligentes que explotaban su belleza y su prestigio y a los que ella, a su vez, manipulaba sin escrúpulos, hasta que llega el Príncipe Azul, el impresionante Ted Hughes, poeta brillante, suave halcón, y con él la exaltación de un matrimonio que se concreta en cinco meses y que promete ser (y lo es al principio) una permanente conversación poética, caza de alto vuelo, unión arquetípica de rebelión y hermosura: ambos renuncian a las eventuales y clásicas carreras docentes que podrían sustentarlos (pero también refrenarlos) para dedicarse única y exclusivamente a la poesía.
Una suerte de omnipotencia infantil, típicamente norteamericana, lleva a Sylvia a buscar la nota más alta y la más adecuada en todo, en una carrera de obstáculos en que cada victoria presagia trágicamente un futuro peligro y enmascara el último fracaso, el ineluctable. Pero cuando se leen sus extraordinarios Diarios (en los cuales, en prosa magnífica, duda paradójicamente acerca de su capacidad de escribir prosa), el lector no puede menos que sentirse sobrecogido: detrás de esa voluntad de agradar y sobresalir late un huracanado volcán de resentimiento y lucidez, que hace el mundo que le arranca estas concesiones tan despreciable como su propia, impotente y permanente disponibilidad de ceder a las demandas de ese mundo.
No podemos dejar de admirar, por otra parte, su exigencia feroz, que la hace corregir o destruir una y otra vez sus manuscritos; su insistencia en la máxima intensidad, para ella, indudablemente, la forma más alta de la verdad, que resplandece en sus escritos más que en la mascarada forzosa y forzada de su vida social; digna de admiración, sobre todo, es esa insólita incandescencia a la que conduce al inglés con una energía desacostumbrada en un escritor o escritora de su época, esa soberbia ferocidad con la que dice por ejemplo: "Your body hurts me / as the world hurts God" ("Tu cuerpo me duele/ como el mundo duele a Dios"). Porque esta niña de rostro de almanaque entre Shirley Temple y Marilyn Monroe, que merece una tapa de la elegante Mademoiselle, no ha trepidado en medirse con los poderes de un lenguaje que no perdona, con un verbo que la transporta en su carroza de fuego en un viaje sin regreso. Desde sus más tempranos poemas (el primero es publicado por el Sunday Boston Herald, cuando tiene ocho años de edad), se advierte en ella el ímpetu infalible que da al inglés esa mordiente furia, esa velocidad de grutas, esa brillante oscuridad que late en la voz de los verdaderos grandes, desde Shakespeare hasta Dylan Thomas.
Por contraste, pienso en una gran suicida nuestra, Alejandra Pizarnik, que eligió exactamente la vía opuesta. Desafiante y despectiva de las reglas más elementales de la mundanidad, ella es en muchos sentidos la antípoda de Sylvia Plath. Mientras Sylvia desprecia a su padre, al que trata de nazi en su célebre "Daddy", Alejandra, que solía tratar con rudeza al suyo en vida, a su muerte levanta un bellísimo y desesperado canto al "rey que flota en el río y mueve los ojos y sonríe pero está muerto y muerto está".
Pero las semejanzas son más profundas que las apariencias. Ambas temen y conocen por experiencia propia el tenebroso mundo del internamiento psiquiátrico y ambas lo denuncian y lo niegan a la vez en sus comunicaciones sociales; ambas practican un humor despiadado; ambas son despiadadas consigo mismas; ambas profesan la poesía como un absoluto más allá de todo compromiso y enfrentan ese destino con una terca valentía inquebrantable. Ambas se vuelven realmente famosas sólo después del suicidio, que las lanza a una engañosa publicidad pero también las enaltece como signos inequívocos del peligro candente de una poesía que es algo más que afán de belleza.
La comparación de sus destinos es también una advertencia para los apresurados que quisieran condenarlas por el extremismo que profesaron, cada una a su manera. Sugiere que ni la bohemia transgresora de Pizarnik ni el aparente conformismo social de Plath fueron pasaportes válidos cuando se trató de pactar con la "vida" de todos los días. Ciertamente, hay quienes pactan y sobreviven en un difícil y deliberado equilibrio, pero acaso, y éste es el precio, y éste es el enigma, no siempre las mejores.
El paralelo sugiere una meditación sobre el destino de las grandes poetisas de este mundo: Safo, Woolf, Plath, Parra, Tsvetaeva, Pizarnik. ¿Es un azar el que la línea de las altas cumbres de la poesía escrita por mujeres que marcaron -o hubieron de marcar- la literatura mundial coincida tantas veces con la línea del suicidio? ¿Qué significaría para nuestra cultura el que Shakespeare, San Juan de la Cruz, Verlaine y Leopardi se hubieran suicidado? ¿Cuál es la tenebrosa relación que une el don de palabra entregado en excelsitud a mujeres excepcionales y el costo de este terrible privilegio?
De algún modo Plath presintió que la poesía no es la Reina de Saba sino una niña descalza, inadvertida; supo definitivamente que no estaba destinada a transformar el Universo sino, fundamentalmente, a hablar al oído de unos pocos. Lo que su breve y dramática vida no le permitiría saber, sino acaso intuir sólo muy lejanamente, es que su poesía modificaría la lengua poética americana, la desalojaría de los miasmas de la autocompasión y el sentimentalismo, abriría las puertas al gran viento de la noche humana y haría imposible el regreso a ningún conformismo verbal. De su currículum impecable de niña excepcionalmente inteligente y aplicada había brotado una fuerza mayor que ella misma, que acabó, es cierto, por destruirla, pero no sin antes desembocar en esa luz que resplandece en las tinieblas, aun cuando las tinieblas no hayan querido ni quieran reconocerla.


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