Cinco escritores argentinos comentan su relación con Cien años de Soledad, una obra insoslayable.
Entusiastas, agradecidos o algo más distantes, María Rosa Lojo, Luis Chitarroni, Alicia Dujovne Ortiz, Carlos Bernatek y Pablo de Santis recrearon a pedido de La Prensa su experiencia como lectores desde la primera vez que se internaron en la saga de los Buendía. También revisaron el lugar que ocupa el resto de la obra de García Márquez en su canon personal.
MARÍA ROSA LOJO
La narrativa de García Márquez redescubre a su manera los viejos mitos y los cruza con la realidad cotidiana, transfigurándolo todo. Transfiguración poética y fluidez que hipnotiza como un encantamiento, caracterizan sus relatos. Produce un intenso placer, gusta a cualquiera, desde los lectores principiantes hasta los más eruditos y sofisticados, siempre que no tengan prejuicios contra la narrativa placentera.
Hay algunas personas del mundo académico muy convencidas de que si un texto te agrada, si se lo puede seguir sin esfuerzo aparente, llevados por su seducción, es porque no vale, porque es deleznable, primario, para tontos. Nada más equivocado, a mi juicio, ni más "puritano", en cierto sentido (como si la lectura gozosa fuese un pecado). Esa prosa tersa, resplandeciente, que parece lograda "naturalmente" requiere de una inmensa maestría artística. El "arte natural" del que hablaba Garcilaso de la Vega, es el que más trabajo da al artífice. Por otro lado, las estructuras de muchas de sus obras (empezando por Cien años de soledad) son sumamente complejas y elaboradas; los hilos temporales son intrincados. Y aun así, vamos siguiéndolos, sin poder abandonar el libro.
Sí, García Márquez está en mi canon, como maestro del buen narrar y poeta de la prosa. Chapeau! y larga vida a su obra.
PABLO DE SANTIS
Leí hace muchos años Cien años de soledad y me encantó, pero nunca volví a leerla, no sé por qué. En cambio leí varias veces Crónica de una muerte anunciada, que me parece una novela corta perfecta. Ahí García Márquez utiliza una técnica periodística para contar una historia absolutamente inventada. Es uno de esos juguetes literarios que uno observa con atención para ver cómo están hechos, pero sin descubrir el secreto. Y hace poco leí por primera vez la otra "crónica": Noticia de un secuestro, un magnífico libro periodístico sobre la violencia en Colombia. La historia es trágica y a la vez está llena de humor.Gabriel García Márquez es un escritor extraordinario por la creación de un mundo personal original y terriblemente fuerte, y al mismo tiempo por un saber técnico que lo convierte en un escritor culto y popular a la vez.
CARLOS BERNATEK
Con Cien años de soledad, por motivos personales de lectura, he tenido un vínculo cambiante: cuestiones que pasan por los tiempos de la lectura, por el momento en que el libro llega a uno. En cambio, sería ingenuo negar la volubilidad que ha tenido cierta crítica con la novela: de obra maestra en los "60, al velado desprecio pintoresquista en los "90. El rigor y los imperativos políticos de los tiempos no han sido ajenos a esos calificativos. También suma en esas adjetivaciones, a qué negarlo, la consideración de tipo personal que se ha hecho sobre García Márquez. Lo cierto es que Cien años... proyectó a un autor casi desconocido a una exposición extrema con sus múltiples traducciones y sus más de treinta millones de ejemplares desparramados por el mundo. Que la primera edición se haya hecho en Buenos Aires habla también de un mundo prolífico y, lamentablemente en ese aspecto, pasado. Pero sin melancolía, y más allá de la amenidad que evoco de mi primera lectura del libro, hoy no es ese precisamente el García Márquez que prefiero.
El recuerdo a veces no resulta confiable, porque las lecturas que recordamos solemos asociarlas al lector que entonces fuimos, a las circunstancias de la vida, a ciertas ingenuidades que pueden enternecer o provocar vergüenza. No he vuelto a leer Cien años de soledad, y dudo que lo haga en el futuro. Preferiría volver sobre El coronel no tiene quien le escriba, o Crónica de una muerte anunciada, o tal vez aquella compilación de notas periodísticas de título fascinante, como la mayoría de sus títulos: Cuando era feliz e indocumentado. Pero esos son gustos personales; nada de esto va en desmedro del grandísimo autor que fuera García Márquez, ni de la enorme generosidad que su obra proyectó sobre toda la literatura latinoamericana y aún hoy deberíamos agradecerle.
ALICIA DUJOVNE ORTIZ
Una revelación. No encuentro otra palabra para describir la impresión que en su momento me produjo la lectura de este libro. Creo haber dicho ya en estas páginas que para mí la influencia de Borges no fue determinante, la de García Márquez sí. Al descubrirlo me sentí como una aspirante a escritora barroca perdida en un país demasiado sobrio. Me costaba creerlo, me repetía a mí misma "estoy soñando, no es posible ver el mundo de un modo tan sabroso, para usar una palabra que en la Argentina decimos poco". Los otros libros de Gabo volaron menos que su bella Remedios, pero la felicidad que nos produjo Cien años de soledad merece gratitud eterna.
LUIS CHITARRONI
En 1967, en junio, creo, Sudamericana publicó Cien años de soledad, una novela extraordinaria que tuvo un éxito correspondiente (que no dejaba de ser, claro, fuera de lo común). A poco, con la colaboración valetudinaria del esforzado y culto periodismo de la época, integró una especie de hipérbole hecha a medida de las aspiraciones llamada "boom latinoamericano". Esa generosa acuñación ligeramente tilinga, incorporó al mercado libros tan distintos como La ciudad y los perros, las novelas y cuentos de Onetti e, inesperadamente, Paradiso, del escritor cubano José Lezama Lima (comprado, pero no leído). Accidental o deliberadamente, dejó un poco de lado otra gran novela que se publicó en Barcelona el mismo año (y que celebra, por lo tanto, la misma efeméride): Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. La novela de García Márquez, de estructura, trama y ejecución casi perfectas, adquirió con el curso de los años entre intelectuales una especie de mala reputación equivalente al mal aliento. El éxito y la popularidad son difíciles de perdonar. Me gustaría, como se dice hoy de tantas cosas, hacerle un poco de justicia. Tiene, es cierto, un solo defecto, aunque grande. Es el que detectó César Vallejo en esta observación magnífica de su libro Contra el secreto profesional: "Renán decía de Joseph de Maistre: "Cada vez que en su obra hay un efecto de estilo, ello es debido a una falta del francés". Lo mismo puede decirse de todos los grandes escritores de los diversos idiomas".
Cien años... está escrita en un castellano preciso y a veces desbordante, con el diccionario de la RAE a mano y el de María Moliner (cuya primera edición es de 1966) muy cerca. De ahí que sus efectos de estilo no puedan extenderse a los defectos de la lengua sino del autor.
PÁGINA 10 – POESÍA ARGENTINA: BUENOS AIRES
LAURA BEATRIZ CHIESA
BESOS DE AGUA
Oscuridad de mares. Rara dama
coquetea en el fondo. Allí despliega
seducciones y formas que no niega,
pues desea encontrar lo que reclama.
Un macho silencioso le proclama
su novel intención. Ella no es ciega
y abanica volados que repliega,
aceptando convites. No lo llama,
lo esquiva, lo persigue, lo desdeña.
Omite aquel instinto que es la seña
y busca soslayar las intenciones.
Finalmente desiste del escape.
Acepta que se acerque, que la atrape
y comienzan su danza de emociones.
CARLOS BARBARITO
Si yo gritara, ¿alguien me escucharía
del otro lado de la niebla?
Raro y ancho mundo de cópulas secretas
y públicos crímenes, de sogas,
de tierras quemadas, de calles quemadas.
Si yo diese nombre a lo que veo,
¿despertarían los animales de sus sueños,
cada sombra obtendría perfecta capa de dicha?
Se librará la noche de su destino
y el día de su azar, está escrito.
Pero, ¿y esta escoria,
esta tabla quebrada vacía de ley,
este perfil oculto tras un deber inútil,
un confuso existir, este pozo
adonde van a dar amor y lenguaje?
Si yo enterrase mi vida en el lodo,
¿qué crecería?
LAURA MALATESTA
PUNTA DE FLECHA
La dirección mortalmente exacta
fue desde siempre tu designio.
Pequeño triángulo solar petrificado
bajo la luna de un destino de muerte.
Y fue testigo la herida
y el animal acechado
y la sangre que humedeció tu huella
y el crepúsculo que sepultó el grito definitivo
y el brazo del aborigen y sus ojos
fueron testigos también
del último dictamen.
El viento copió tu exacto itinerario
hasta los puntos cardinales
y desde allí se trazó la historia.
JORGE BOCCANERA
SUMA
Los días no contaban para mí,
bastaba la palabra.
Yo escuchaba en cuclillas cómo alguna palabra
conversaba con otra.
No contaban los días.
Pero extravié palabras y los días me siguieron de
cerca con sus largos abrigos.
Yo iba mirando el suelo.
"Ese no cuenta el cuento", vaticinaron unos.
Yo no escuchaba a nadie, yo contaba con ellas.
Los días fueron como trapos mojados en los pies.
Habité días feroces porque perdí palabras.
Eran contadas y eran, al fin, las que contaban
El tiempo es implacable.
El que pierde palabras tiene los días contados.
MIRIAM MIKI GONZALEZ
NOVIAS DE LA MUERTE
Las carnes arratonadas por los bajos fondos
que no limitan con Ítaca, Nueva York o Tokio,
ni con ninguna ciudad que deja el estiércol
bajo la falseada fe de sus habitantes;
ésas, las chichas que sólo han viajado por los bastardos ojos
de las alcantarillas de mi pueblo paria,
son la remisión de los llantos de las viejas plañideras
que saben que la guadaña es menopáusica pero no indulgente.
van, despacio, sangrando el antónimo de la tierra prometida.
Es que las caléndulas y sus adeptos
siempre han sido genocidas a tiempo completo,
entonces, las patrias como la mía,
(que han sido novias de la muerte por los besos verdugos y no por amor a primera vista),
se visten de blanco camino al manicomio
y mastican ansiolíticos como caramelos de anís y purpurina.
y por todos los “ismos”,
seduciendo a países castrados por navajas de gangrena intolerante.
La igual putrefacción de las banderas prometidas con anillos de chatarras
que masturban los penes tiesos de la tiesa parca…
Inmortalmente…
temblando bajo la mirada de vírgenes y solteros bisturíes.
Y se levanta el velo y muestra dos cuencas vacías
rellenas de la historia mendaz narrada por los héroes de turno.
Y estira los labios a la espera del ósculo sagrado,
gual a los laureles que supimos conseguir…
comerán carroña con champagne por varios siglos…
Embriones de hediondos dioses que no han creado nada
Y se sacan la liga de la pierna amputada por el populismo
-“Daré el sí en el patíbulo esta noche"- dice mi tierra
Y los invitados al festín se frotan las manos.
GABRIEL IMPAGLIONE
ACTA DE DEFUNCIÓN
La muerte de un infame
Se murió el gran gusano el cretino la gran hiena
ahogado en su propia baba de bilis antropófaga
se murió el capitán de cloacas y lavabos el nefasto
ahogado en su mar de venenos en su gran ola de muertos.
Se murió el genitor de esmas el patrón de la mierda
el húmedo árbitro de vidas y vuelos de la muerte
se murió el palmípedo voraz el emplumado fósil
ahogado en la viscosidad de su saliva tóxica
una diarrea con moscas muertas se le agolpó en la boca de
comulgar y compraventa y le asfixió las órdenes
los dictados de tortura y bala de picana eléctrica
se murió la bolsa de basura el vejete extorsionador relleno de soberbia
un pedazo de la bestia carnívora
ahogado en tanta sangre ajena
tanto festín de putas delirios de grandeza oh todopoderosa cría
del infierno! Se murió ahogado el decrépito rapaz
el violador el gran escupitajo del último círculo
se murió de un derrame infecto el verdugo
el desaparecedor el capo del espanto
en la cama de un hospital el muy secuestrador
tan cama-pozo-negro alabado por ratas cuervos
hienas escuerzos y alacranes tan rodeado de muro
de pura luzmemoria que le mordió los huesos.
PÁGINA 11 – NARRATIVA
SILVIA LOUSTAU
(Argentina)
LAS MÁSCARAS DE PAPÁ
Papá, ¿por qué te escondés detrás del diario? Ahora que soy un hombre te recuerdo como un cuadro de Magritte y te veo bajo el título: Hombre sin rostro.
Yo era chico y me preguntaba cuánto tarda un grande en leer las noticias, sí serían tan importantes. A vos te interesaban los nombres de los muertos, quién ganaba o perdía, que se vendía o permutaba. Qué tremendamente largos eran los diarios del domingo. Los veía inacabables. Y los ritos del domingo. La mesa bien tendida y vos, mamá, Freddy, casi bebé, Moni y yo, alrededor del blanco mantel almidonado que la abuela había traído de Irlanda. Y el silencio. Un silencio que me cerraba la garganta. Yo miraba la comida y desaparecía el hambre.
Los almuerzos eran un tenso silencio, cortado por el ruido de los cubiertos sobre la loza y mamá levantaba las cejas sobre sus ojos, observando. Que nadie dijera nada inconveniente, ni un solo tono más alto del debido. Y vos:
−Moni, baja los codos de la mesa.−
−Jimmy, cerrá la boca para masticar.−
−Maria, mirá, Freddy mete los dedos en la salsa.
Y después tu café con gotas. El sillón. Tu sillón de pana verde y el diario. Y ya no tenías más rostro, papá.
−No deben hacer ruido. Ni correr. Ni pelearse, cuando papá lee el diario.
Entonces yo jugaba con mis plastilinas o los soldaditos hasta que el sonido de aquella radio Philips empezaba a aturdirnos con el fútbol.
Y allá sonaba trémula la voz baja de mamá:
−No hay que molestar a papá mientras escucha el partido.−
Y la tensión se llenaba con la voz de Fioravanti, y con tu cara que ahora aparecía, pero era como si no, porque tus ojos se perdían en el aire mirando aquel match invisible.
Tardes de domingo.
Cuando comencé la escuela me hice amigo de chicos que jugaban con el padre. Que conocían la cara, los ojos, las caricias. Porque yo busco en el bolso azul de los recuerdos (como dice el poema de una amiga) y no encuentro ni el más leve roce de tus manos. Sí me acuerdo que eran blancas, tersas, anchas, que cerrabas fuerte los puños cuando tenías bronca y los nudillos se ponían pálidos y las manos coloradas y yo sentía el miedo caminando por mi pecho. Pero no recuerdo ni una caricia en las mejillas, un revoltijo en el pelo. Ni siquiera me dabas la mano cuando me llevabas por la calle. Al principio me tomabas por el cuello, entre el índice y el pulgar, como una pinza, y yo me sentía como una marioneta a la que manejabas a tu antojo. A veces me animaba y:
−Papá, me pesás en la espalda.−
−Mirá donde caminás −respondías.
Cuando fui un poco más grande apoyabas tu mano sobre mi hombro, y yo, de no más de ocho años, temía terminar enterrado en el asfalto.
¿Por qué nunca entrelazaste tus dedos entre los míos, papá?
Es como si la imagen se esfumara cuanto más te recuerdo. Papá cara de diario. Papá sin cara. Papá sin manos, sin caricias, hombre con tenazas de cangrejo.
Y una tarde después del ritual dominguero me llevaste a la cancha, creo que tenía cinco años. Y para tu desilusión a mi no me gustó. No entendía a todos esos hombres corriendo detrás de una pelota, y pensé porque no le daban una a cada uno.
Sabés, ahora creo que vos tenías miedo que no fuera bien macho cuando creciera, porque a los machos les gusta el fútbol, los caballos, la caza. Todo eso era parte de tu mundo. Tal vez fueran las diferentes máscaras detrás de las que siempre te escondiste.
−Los hombres no lloran.− me dijiste amenazador cuando se murió Colita, aplastado por un auto.
Había otros ritos. El de los sábados. A la hora de la siesta limpiabas tus rifles y escopetas. Extendías las gamuzas, los largos cepillos, la vaselina. Aún hoy siento en mis fosas nasales el olor del Penetrit. Acariciabas los rifles. Mirabas el caño. Los lustrabas. Ellos sabían de tus manos. Pero yo nunca quise comer aquellas perdices en escabeche, o los guisos de liebre, que tus amigos festejaban entre vasos de un buen borgoña.
Y justo a mí, que miraba a los pobres bichos muertos y sentía una pena intensa, justo a mí me llevaste una tarde de cacería. Una cacería de patos. Me pareció tan hermosa la laguna, tan calma, con sus altos juncos acariciados por la brisa. Tendría siete, ocho años y recuerdo que debíamos caminar despacio, sigilosamente. Me sentía como en un cuento de suspenso .Pero la magia fue rota por los estampidos, los aleteos desesperados y los setters que volvieron con tres patos convulsionando entre sus fauces. Entonces, yo vomité. Y tu amigo Juan me sostuvo la frente mientras las arcadas me daban vuelta y él decía:
−Es que se asustó.− Y yo te miré y sentí tu enojo como un fuego, quemándome.
...Pero recién ahora comprendo, tantos años después, que ese fuego que me quemó desde tus ojos era fuego frio. Un fuego de hielo. Un hielo que congeló mis abrazos, mis secretos, mis sueños. Esos secretos, esos sueños, esos abrazos que nunca conociste. Porque siempre te escondiste detrás de tus máscaras y ahora, ahora que podríamos hablar de hombre a hombre, ahora, te escondiste detrás de tu última máscara. Te escondiste detrás de la muerte, papá.
PÁGINA 12 – POESÍA AMERICANA: CUBA
CARIDAD ATENCIO
El vientre que gotea como un ojo se escuda en un abismo.
Ya volverán por mí, me falta una obsesión. Rozaba los objetos del insomnio, el gesto zigzagueante en la antesala.
Sé que le presto sangre al lado muerto.
Clavada en mi señal yo recupero el mundo,
sobredivido la permanencia íntima.
El estupor refleja el fondo de la noche,
La crueldad con que una nube tapa la luna.
DOMINGO ALFONSO
LA JOVEN MADRE
La joven madre
que cruza de pronto la estancia
muy débilmente iluminada,
lleva en sus brazos al enemigo.
un ser poderoso y reciente
que surge sin cesar de nuestra sangre,
se instala en palacios que fueron nuestros,
y alienta sus raíces de las personas antiguas.
de cierta esencia que disminuye de nosotros para siempre.
Es una carga de corazones nuevos,
Él se va formando sin cesar
NANCY MOREJÓN
APODACA
brillando en el corazón sin habla
de la peregrina,
entro hacia tus corrientes
sumida por ahora bajo las presiones
de un golfo mudo
que toca el fondo de las islas.
Un mono pequeñito
asoma sus ojazos de lechuza intranquila
y acecha en la penumbra la sombra de la Reina;
monito vivaz
como un colibrí chiapaneco.
como un agua tibia que saltara entre piedras,
ante cada puerta vieja,
ante cada umbral de humo,
entre vitrales cenicientos y rejas escondidas,
destartaladas,
enrojecidas por el sano viento del Prado.
Y rueda la mañana
para que esta peregrina vaya recorriendo
la estrecha y larga calle habanera que llaman
Apodaca.
Todavía despoblada,
Y un gavilán levanta vuelo.
Transcurren las horas
EDEL MORALES
SOLO ARDIENDO
Las piernas recogidas,
el pelo cansado,
distinta.
Ha dejado su temor junta al último café,
ahora goza mi presencia.
La semipenumbra
y los discos moviéndose en la madrugada,
permiten un espacio para el deslumbramiento.
Está sentada sobre el piso
y mira sin palabras
la esperma que deja en los mosaicos
la vela de la fortuna.
Escucha una canción de ángeles.
Goza en su cuerpo mi presencia.
La limpieza de su cutis y la lentitud de abril
me ofrecen en el espejo manchado
la otra cara de la luna
ODETTE ALONSO
LOS HÉROES Y LOS FANTASMAS
En un tiempo creía que mis héroes
no eran como los héroes de la patria
cabalgando sobre el lomo de la historia.
Creía en esos héroes
que fundaban la vida en sus guitarras
en el mural obsceno
con el ojo aguzado
que ve el derrumbe detrás de los fantasmas
y predice.
Esos héroes sin hijos
no aguantaban la sangre en la garganta
y escupían verdades a diestra y a siniestra
sin esperar a cambio ni un aplauso.
Pude haber sido también uno de aquellos
conocí el agua fría
el alacrán sin nombre
la traición en la punta de la lengua.
Pude llenarme la cuenca de los ojos
de palabras aguerridas y tatuajes
pude firmar un par de manifiestos
mientras sentía en mi piel el filo de la espada.
Cuando el mar puso la orilla al otro lado
y apagó a golpes el fuego de los años
con el verde brillante y los perdones
fui el fantasma predicho
y nunca un héroe
ni siquiera un costal
donde enterrar la espada.
ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
FELICES LOS NORMALES
A Antonia Eiriz
Felices los normales, esos seres extraños.
Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,
Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,
Los que no han sido calcinados por un amor devorante,
Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más,
Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,
Los satisfechos, los gordos, los lindos,
Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,
Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura,
Los flautistas acompañados por ratones,
Los vendedores y sus compradores,
Los caballeros ligeramente sobrehumanos,
Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos,
Los delicados, los sensatos, los finos,
Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles.
Felices las aves, el estiércol, las piedras.
Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan
Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos
Que sus padres y más delincuentes que sus hijos
Y más devorados por amores calcinantes.
Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.
Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños.
PÁGINA 13-RELATOS BREVES.
J.M.TAVERNA IRIGOYEN
(Argentina)
I
Dios cobija a los pobres de espíritu. Y esa gracia divina, no debe impulsarnos a parodiar un grado de inocencia. Felisberto Hernández escribe libros para él. Los pule para él. Y los encierra bajo cuatro vueltas de llave en su escritorio, para él. Alguien los descubre, los publica y lo eterniza. Felisberto Hernández no se da cuenta, pero deja de escribir y empieza con sus recitales de piano.
II
Acaba de comprender que no tiene espacio para llorar. Su voluntad de resistir no alcanza. Y si bien no llora a gritos (tampoco solloza) siente que sus lágrimas importunan. Llorar para adentro no puede. Sin embargo, de a poco su mirada glauca se pronuncia. Sendas cataratas ocupan sus ojos.
III
Todos los santos la siguen a Eleuteria Gómez. Ella es devota, sí, pero los santos se arrodillan ante ella, le hacen promesas y le cuelgan exvotos, le dejan limosnas para los pobres…Eleuteria Gómez acepta, gozosa de que la busquen y que logre responder. Una cosa: a todos les ha dicho que lo hará mientras pueda. A veces, las piernas no la sostienen…
IV
Dos veces ha negado a la muerte. Y dos veces lo aceptó la vida. Sin embargo, José López López entiende que el juego tiene un final seguro. Y apura las conclusiones.
V
Virginal, ella pasa por la vida como una azucena. (Si usted prefiere otra flor, dígalo ya).Y presiente que los demás la miran con ojos raros. Seguramente, seguramente, nunca entenderán que en la vida sólo quiere ser una flor.
VI
Hay dos estilos: hablar de corrido, fluidamente, o con las pausas de una reflexión dubitativa. Los une a los dos, según las consecuencias que desea asumir: inteligente y persuasivo, angelical y prudente. Hoy descendió al Purgatorio. No le aceptaron ninguno de los dos estilos.
VII
Por un dólar me llevan a Uganda. ¿Qué no puede ser? Pregunte a la agencia. Voy sin seguro, claro, y la nave puede hacer tierra o hacer agua en cualquier momento. Pero eso es un problema para los escépticos.
VIII
El estado de gracia de mi prima es que nació con cabeza grande. Creo que hablaron en un principio de hidrocefalia. Le sobraba líquido en la cabeza. Pero muy pronto la familia no habló más del caso y mi prima se dedicó a comer. A toda hora. Está gordísima, ya no le alcanza la silla para contener su anatomía. Un día se me ocurrió que el agua se le había metido en el resto del cuerpo. Y la empecé a pinchar con una aguja de tejer. Desde ese día no me dejaron verla más.
IX
Erótica, erótica pura es la que imparte la institutriz francesa a los niños. No es educación sexual: es el uso de los dedos. ¡Pobres niños! El padre no sabe si despedirla o denunciarla. Opta por silenciar el hecho. Y continúa dejando la puerta de su habitación abierta…
X
No sé si es bueno o zonzo. Lo cierto es que su forma de ser exaspera. Todo está bien aunque esté mal. En todo está de acuerdo, aunque le juegue en contra. Y ni una palabra, la peor, lo moviliza. Esta tarde lo llevaron de voluntario de guerra. Concedió que eso es bueno, ya que, finalmente, así se llegará a la paz.
PAGINA 14 -POESÍA AMERICANA: PARAGUAY
LILIAN SOSA
ADORMILADOS
Acostados, en un balanceo continuo, una voz temblorosa y entrecortada dio paso al susurro. Mientras, la aurora fregaba sus ansias en la cintura del cielo, con el sol adormilado. Nosotros en el cuarto, si cabe, cada vez más juntos, de tan juntos, tan sólo uno. Tus manos escurridizas, corazón de viento ligero, sobre mi cuerpo trajina, cubriéndome. Y desde el cántaro codiciado el anhelo rezuma rocío, el arrebato arrasa nuestros cuerpos, hay angustia, temor, inquietud, y en la penumbra se cubre de ardor. A horcajadas el amanecer cabalga en la cintura del cielo. Y en el cuarto, el murmullo va lamiendo las raíces del silencio. Entonces el suspiro camina adentro, con él, y junto a él germina en el ensueño.
Sujeto a palos en cruz,
un hombre, quieto,
sobre dos palos en cruz,
con sogas entre los huesos.
Y abajo el viento.
Acaso atada mi tierra
como un tamborón de cuero
sobre dos palos en cruz.
Y enfrente el viento.
¡Toda la patria en el suelo
sobre dos palos en cruz!
¡Y encima el viento!
Con su traje único
esperando inútilmente
debajo de la tierra.
La muerte como un ancla
amarrando
sus huesos,
la eternidad como gusano
taladrando
sus carnes.
Seco su tiempo,
la noria mutilada,
debe pesar tanto vacío
al hombro,
la agrimensura
triste
de nivelar las sombras
y de medir en vano
la altura
de la muerte.
Frío el rincón. El muro
derribado. La desembocadura
de Dios. El litoral del infierno.
El polvo ha recobrado de nuevo
su estatura.
La eternidad duerme otra vez
La nada, empieza.
Lejos
muy lejos...
El peregrino adónde irá?
Más allá del tiempo...
Estaba ahí
absorto en la llanura
"enfermo de universo"
frente al cerro lejano
Vengo del Sur
de ese país en grietas...
Vengo con dos milenios
y el polvo de Hiroshima
formando nubes
de horror
en la memoria...
Soy el viajero
El que pregunta
Llego al Yvypyté
sin asirme a nada
en el silencio del tiempo
escuchando
los antiguos cantos...
Ellos me dicen:
Aquí nacieron
los primeros árboles
las aves y animales
el hombre y la mujer!
Soy el viajero
El que viene de un país en sombras!
Me encuentro en la tierra del origen...
el yvypuru'a* del mundo...
Un espacio sagrado que hollar al fin!
No podrá persuadirme la muerte cotidiana.
Apartad de mi casa sus signos de ceniza, su aliento de murciélago, su cráter amarillo. Ya sé que sus heraldos sombríos multiplican en ventanas y sótanos, en mercados y sábados, el olor implacable de sus esquinas húmedas.
Apuesto por la vida.
A pesar del espía que soborna silencios y el sabueso de sangre, traición, infamia y lodo. A pesar del comercio diario del saludo. Apuesto por la vida, lo nuevo y lo posible, la cíclica sonrisa de las uvas la silenciosa nostalgia fluvial del arroyito, la silenciosa nostalgia marítima del río, la silenciosa nostalgia terrícola del mar,¡este sueño de arcilla!
Algunos secretos alfareros están imaginando la silueta del día.
¿Por qué ha de estar eternamente prohibida
La alegría?
ELVIO ROMERO
AGUAFUERTE
Sujeto a palos en cruz,
un hombre, quieto, sobre dos palos en cruz, con sogas entre los huesos. Y abajo el viento. Acaso atada mi tierra como un tamborón de cuero sobre dos palos en cruz. Y enfrente el viento. ¡Toda la patria en el suelo sobre dos palos en cruz! ¡Y encima el viento!
DELFINA ACOSTA
HADES
La primera señal: te salen lágrimas,
y escribes, sin querer, mejores versos.
Se apagan los faroles de la cuadra,
pero tus ojos brillan más atentos.
Y hay dos señales: si con él te cruzas
es como si te diste vuelta a verlo.
La cerrazón que cae sobre tu alma
te lleva a presumir que ya es invierno.
Si habré escuchado historias en mi vida:
Érase una que bajó al infierno
donde perdió a su amante. Y hubo un ánima
por siempre enamorada de un espectro.
Y hay más relatos. Y éste es muy contado:
Dirá que al bosque irá por un momento.
Te besará como quien va por más
cerillas. Nunca volverás a verlo.
ROQUE VALLEJOS
ME PREOCUPAN LOS MUERTOS.
Con su traje único esperando inútilmente debajo de la tierra...
La muerte como un ancla amarrando sus huesos, la eternidad como gusano taladrando sus carnes...
Seco su tiempo, la noria mutilada, debe pesar tanto vacío al hombro, la agrimensura triste de nivelar las sombras y de medir en vano la altura de la muerte...
Frío el rincón. El muro derribado.
La desembocadura de Dios. El litoral del infierno.
El polvo ha recobrado de nuevo su estatura.
La eternidad duerme otra vez.
La nada, empieza.
RAQUEL CHAVES
¿EL PEREGRINO ADÓNDE VA?
Lejos... muy lejos...
El peregrino ¿adónde irá?
Más allá del tiempo... Estaba ahí
absorto en la llanura
"enfermo de universo"
frente al cerro lejano.
Vengo del Sur
de ese país en grietas...
Vengo con dos milenios
y el polvo de Hiroshima
formando nubes
de horror en la memoria...
Soy el viajero.
El que pregunta.
Llego al Yvypité
sin asirme a nada
en el silencio del tiempo
escuchando
los antiguos cantos...
Ellos me dicen:
Aquí nacieron
los primeros árboles
las aves y animales
el hombre y la mujer!
Soy el viajero.
El que viene de un país en sombras!
Me encuentro en la tierra del origen...
el yvypuru´a* del mundo...
Un espacio sagrado que hollar al fin!
*ombligo
JUAN MANUEL MARCOS
APUESTO POR LA VIDA
No podrá persuadirme la muerte cotidiana.
Apartad de mi casa sus signos de ceniza,
su aliento de murciélago,
su cráter amarillo.
Ya sé que sus heraldos sombríos multiplican
en ventanas y sótanos,
en mercados y sábados,
el olor implacable de sus esquinas húmedas.
Apuesto por la vida.
A pesar del espía que soborna silencios
y el sabueso de sangre, traición, infamia y lodo.
A pesar del comercio diario del saludo.
Apuesto por la vida, lo nuevo y lo posible,
la cíclica sonrisa de las uvas,
la silenciosa nostalgia fluvial del arroyito,
la silenciosa nostalgia marítima del río,
la silenciosa nostalgia terrícola del mar,
¡este sueño de arcilla!
Algunos secretos alfareros
están imaginando la silueta del día.
¿Por qué ha de estar eternamente
prohibida la alegría?
PÁGINA 15 - NARRATIVA
MARÍA ROSA LOJO
(Argentina)
TÉ DE ARAUCARIA
“Bajó la vista hacia la joven que caminaba a su lado...Una hija del desierto que marchaba sobre la faz de un mundo muerto junto a un hijo de la selva virgen.”Edgar Rice Burroughs, El regreso de Tarzán
I
–No. No voy a jugar ese anillo. Es mi anillo de compromiso –dijo la dama.
–¿Por qué no, Lady Cavendish? Si su marido no vale tanto. Dígale que lo ha perdido y pronto le comprará otro.
–Tal vez para usted ningún marido, o ningún compromiso valgan tanto, querida. Yo no pienso lo mismo. De todos modos, creo que no me hará falta empeñar nada. Aquí tiene. Escalera real.
Sobre los naipes opacos las uñas largas se quedaron quietas. Cinco zapatitos de charol carmesí subiendo a la cumbre de una montaña de oro.
Mrs. Van Tappen se encogió de hombros.
–Muy bien. Debo reconocer que su habilidad o su suerte son extraordinarias. Con lo que me ha ganado este mes podría poner una joyería. Pero hoy, si me disculpa, le extenderé un cheque. Deme por lo menos una pista. ¿Cómo lo hace?
–Intuición. Segunda vista. Me viene de familia, supongo. Mi abuelo y mi bisabuelo ganaron miles de leguas y miles de caballos con la guerra y el juego. Y también los perdieron.
Lady Cavendish abrió un bolso brillante y diminuto. Sonrió a las otras dos jugadoras, que le entregaron sendos cheques sin pronunciar palabra, para no darle el gusto de alguna otra jactancia.
Aquellos dientes siempre ferozmente limpios a pesar de los cigarrillos perfumados eran insultantes, pensó Miss Pitt.
–Ni siquiera tiene el buen gusto de ocultar un poco su satisfacción –le susurró Edna Partridge al oído.
–Ahora me voy, si me disculpan. Francis me espera.
–¿Los veremos en el baile de los Kein, esta noche?
–Supongo que sí.
Mrs. Van Tappen la miró levantarse y alejarse. La seda blanca contrastaba demasiado con la piel oscura, tersa como otra seda, que su contrincante exhibía con el mayor desenfado en un país de gente clara. Así eran los millonarios sudamericanos (¿de dónde venía la muchacha?, ¿del Brasil?, ¿acaso del Perú?...). Irresponsables y arrogantes, a pesar de su sangre mezclada, protegidos por su inagotable caja de caudales, donde viajaban como en carroza de uno a otro lado del planeta. Y si esa caja de caudales llevaba un blasón nobiliario en la puerta, tanto mejor. ¿Por qué otra razón podría haberse casado esa niña con un inglés extravagante que ya iba para viejo?
La señora Van Tappen llamó a su doncella. Cada vez le costaba más levantarse sin ayuda, y sus compañeras de juego no estaban en mejores condiciones para ofrecérsela. Cuando llegaron hasta el coche, se dejó caer sobre los almohadones de pluma y cerró los ojos, pero no se durmió. Esas partidas de poker siempre le daban qué pensar. Había algo decididamente raro en Lady Cavendish, más allá de sus dientes provocativos, su piel oleosa y sus astucias de tahúr. ¿Por qué perdía las mañanas de la Costa Dorada jugando a las cartas con tres señoronas ricas y aburridas? No tenía amigas de su edad –aunque las mujeres bellas rara vez las tienen–, pero lo más extraño de todo era que tampoco se le conocieran amantes.
Los Cavendish alquilaban una casa muy cerca de la playa. No se necesitaba coche para volver caminando cómodamente. Y ésa era tal vez para Lady Cavendish la mejor hora del día. Con los zapatos en la mano, y las medias discretamente envueltas en el bolso brillante, iba dejando sobre la arena una huella angosta, que era borrada casi de inmediato por la marea. Le gustaba el mar, a ella que había pasado toda su infancia y adolescencia tierra adentro. El mar era el único animal que no se hubiera atrevido a domesticar y que tampoco huía de los seres humanos, como lo hacen otros animales, aun los más temibles. Siempre estaba allí, inalterable, idéntico a sí mismo. Y en los constantes cambios de los últimos años, Lady Cavendish, que casi había olvidado otra desaforada obstinación: la de la pampa, estaba agradecida a esa lealtad.
–¿Ya llegaste, Dolly? Te estaba esperando para almorzar.
Su marido seguía siendo incapaz de pronunciar claramente el nombre de “Manuela”. Ella se había resignado. El “Dolly” sonaba más justo en un mundo de voces que cercaban las cosas con consonantes líquidas y vocales cerradas.
Subió a cambiarse de ropa y a ponerse nuevamente medias y zapatos. Francis y la mesa servida la aguardaban en la galería. Había budín de pescado, que a Dolly no le gustaba mucho, aunque la fascinara el mar, y aunque cediera normalmente con agrado a las preferencias de Lord Cavendish. Todo estaba bien: los narcisos en el búcaro de cristal. La porcelana, las copas, las jarras para el vino y el agua fresca, los cubiertos de plata. Pero nada era suyo, pensó Dolly o Manuela. Alquilaban la casa con toda su vajilla y todo su mobiliario. Unicamente para las grandes cenas desembalaban manteles y servilletas con el monograma y el escudo familiar de los Cavendish. De todas maneras, Dolly o Manuela se había acostumbrado a que nada fuera suyo por mucho tiempo ni por entero, ni siquiera su marido, gentil pero también indiferente, que guardaba para ella zonas opacas y memorias inaccesibles.
Todo hubiera sido tolerable, todo hubiera quedado, no obstante, dentro del Orden, si la mujer no hubiera aparecido, mejor dicho, si su marido no la hubiera traído con la buena intención de complacerla. “¿Qué te parece, Dolly? Viene muy bien recomendada. Habla poco y es de entera confianza. Te entenderás con ella mejor que con las americanas. Siempre es bueno contar con alguien de la propia tierra.” La mujer de la tierra que ya no era propia se hacía llamar Luisa. Vestía de lana negra, aun en verano. Llevaba un cuello de encaje blanco y pendientes redondos de plata maciza. Era inaudible, y Dolly la sentía de pronto a sus espaldas, sin previo aviso, o la veía emerger súbitamente –una sombra en los juegos de la luz– en el descanso de una escalera, o en el vano de algún umbral.
Luisa la miraba sin hablarle, atenta a sus escasos requerimientos. O tal vez le hablaba a veces: palabras casi susurradas, en una lengua muy antigua –la lengua madre–, que no era el castellano, y que Dolly o Manuela creía reconocer, aunque quizás eso era también una ilusión cambiante como los desplazamientos de la luz. Dolly se habituó a esperarla como los místicos esperan sus visiones imprevisibles, y dependía de ella de la misma manera, aunque Luisa, que no tenía en la casa función determinada, se limitaba simplemente a estar ahí, y a servir el té. No sólo se trataba del English tea, o el té de las cinco, que preparaba mejor que muchas inglesas, sino de toda clase de tés, digestivos, calmantes, estimulantes, para los cólicos y para el espíritu, para la meditación, para el amor y para el sueño, para olvidar, y para recordar. Eso: recordar, era lo que Dolly o Manuela hacía con más frecuencia últimamente.
Esa tarde, después del flan con peras a la menta, Dolly subió a dormir la siesta. Había dejado a Lord Cavendish, que nunca llegó a adquirir ese vicio latino, con un beso en la frente y un libro en la mano a la sombra de una pérgola. Antes de entrar a su cuarto, no vio a Luisa, pero sí escuchó –esta vez claramente– las palabras de la canción que ella misma había cantado, del otro lado del mundo, tantas veces.
Algún día
Se acostó boca abajo, sin desvestirse. El té digestivo de Luisa –¿sería realmente un té digestivo?– sólo había logrado revolverle el estómago.
A la hora de la merienda todavía el calor era intenso. Dolly acababa de despertarse, con el pelo corto y grueso pegado a las sienes, como sus malos sueños. Respondió apenas a los golpes sobre la puerta.
–El señor la espera abajo, Milady. Hay un invitado.
Se vistió esmeradamente y bajó con desgano. Los amigos de Francis solían ser demasiado solemnes o demasiado frívolos y en ambos casos le resultaban insoportables. Desde la escalera, los dos hombres estaban de espaldas a sus ojos. Cuando se levantaron para recibirla, vio un varón joven, algo más brusco y algo más atlético de lo que solían ser los invitados de Francis. Dolly se echó levemente hacia atrás, como si el visitante pudiera alcanzarla y dañarla con algún inesperado movimiento.
–Querida, quiero que conozcas a John Clayton, Lord Greystoke, un caballero admirable, aunque no se haya formado en academias ni universidades precisamente.
El hombre besó la mano que Dolly había extendido con cautela.
–Mi amigo se crió en las selvas africanas, sólo entre los monos. Sus padres se salvaron por milagro de un naufragio, pero murieron allí sin ser rescatados, a poco de nacer él.
–Puede decirse que recibí los beneficios de la civilización muy tardíamente, Lady Cavendish –dijo Clayton, y la voz jugaba, casi burlona, con la forma de las palabras.
–Pero eso no le ha hecho mella, querida mía, como ves. Al contrario, John ha sabido unir los refinamientos de la cultura con la fuerza y la nobleza del hombre primitivo, aún incontaminado por nuestros vicios.
Luisa llenó las tazas de té de Lord Greystoke y de Manuela. A ella le pareció que la infusión era más espesa que de costumbre, y que exhalaba un aroma lejano y familiar. Tal vez el de las hojas del pehuén: el árbol sagrado de los bosques australes que los botánicos llaman araucaria.
–Pero tengo otros vicios, mi buen Francis. Aúllo en las noches de luna llena, y sigo prefiriendo la carne cruda a la cocina francesa.
–Lo de la carne cruda puedo entenderlo. He visto comer hígado y pulmones de vaca crudos, aunque sazonados. ¿Pero por qué aullar?
–Por pura nostalgia de los míos, señora.
–Si en realidad usted ha vuelto con los suyos. Si todos los de su sangre están en Inglaterra.
–No es tan sencillo. Cuando supe de dónde venía mi familia, ya formaba parte de otro mundo. Nací y crecí en el Africa, no lo olvide.
El hombre hablaba poco. Sin embargo, en su voz reticente Dolly presintió jirones de vegetación y saltos de leopardo. Había también pozos cavados por lluvias torrenciales donde flotaban pequeños animales muertos. Había mariposas de colores indescriptibles, y maracas ceremoniales hechas con la calavera de los enemigos.
–¿Y por qué está aquí ahora, Lord Greystoke?
–Mi esposa es de Baltimore. Siempre pasamos los veranos en la Costa Oeste.
–¿No ha vuelto al Africa?
–¿Para qué? A ella no le gusta, y la tentación de quedarme sería demasiado fuerte. En cambio lleno cuadernos con las aventuras que correría si estuviese allí.
–¿Las veremos publicadas algún día?
–¿Me toma por literato, Francis? No se burle de mí. Nada de eso. Tal vez las lean mis descendientes y se diviertan con ellas. Supondrán que su antepasado ha sido primero un turista curioso y luego un viajero de biblioteca, como tantos ingleses.
La conversación se ocupó luego de automóviles y de caballos. Greystoke parecía ser experto en ambos rubros. La primera impresión de extrañeza se había disuelto en esos temas previsibles. Dolly pensó, incluso, si toda aquella historia de Africa no sería alguna broma preparada por su marido. Con intención piadosa, o acaso irónica, Francis se empeñaba en convencerla de que su caso no era único en el planeta.
Se despidieron luego hasta la noche, en el baile de los Kein. John Clayton volvió a besar la mano extendida.
–Espero que me conceda una pieza, Lady Cavendish. Y espero también que me confiese lo que hace usted en la Costa Dorada.
Dolly volvió a quitarse los zapatos. Caminaría por la playa mientras durase el sol. Necesitaba escuchar solamente sus pensamientos. La historia de John Clayton podía ser fraguada, y también absurda. Pero no era más absurda que la suya propia. La República Argentina, colgada en un extremo del globo como un largo y oscilante pendiente de plata, estaba tan lejos como el Africa. Y para los aristócratas ingleses o los millonarios yankees entre los que ahora transcurría su vida, un rey zulú era un personaje no menos estrambótico que su abuelo Manuel Namuncurá, jefe supremo de un vasto imperio de jinetes que habitaban en toldos y tenían harenes, como los beduinos, que bebían sangre de yegua recién degollada y que se engrasaban el cuerpo de pies a cabeza antes de ir al combate.
Cuando conoció a Francis, que también había sido un turista curioso antes de convertirse en viajero de biblioteca, ese tiempo había pasado ya. Manuel Namuncurá, los Catriel, Sayhueque, Pincén... todos: los salineros y los vorogas, los pehuenches y los tehuelches, los manzaneros y los ranqueles... todos habían perdido la guerra quizá porque nunca supieron ni quisieron unirse contra el enemigo común. Su abuelo había pactado, finalmente. Había muerto casi centenario, mirando caer la nieve. Estaba enterrado en el cementerio de los huincas, “los de afuera”, envuelto en su uniforme de coronel cristiano. Y su joven tío Ceferino, el menor de los hijos del viejo Namuncurá, había fallecido aun antes que él, en Roma, mientras estudiaba para convertirse en cura.
Algunos se quedarían en las pocas tierras que les habían dejado, en el Neuquén. Otros, como ella, como Ceferino, se pondrían un disfraz para sobrevivir: un uniforme de sacerdote o militar, o el uniforme sin galones, pero de raso y plumas, que las damas lucían en los saraos y que acaso ella ya no podía distinguir de su piel.
Se sentó en un montículo rocoso para mirar el océano, que traicionaba siempre al que no lo conocía, y donde los barcos podían perderse y hundirse, como se habían perdido tantos regimientos de los huincas, derrotados sin disparar un solo tiro en ese otro mar que ellos llamaban el desierto, pero que para la gente de la tierra había sido siempre la patria, la mapú. ¿Por qué Francis había querido llevársela consigo cuando la vio, hacía ya diez años, en Aluminé? ¿Simplemente se había apoderado de ella como el conocedor que recoge un objeto raro, caído por azar en una calle de tierra, pero que podría ganar mucho con la reparación, el cuidadoso pulido, y la posterior exhibición en una vidriera que realzara sus ocultos esplendores, y también su precio a los ojos de los otros? ¿No era en cierto modo la casa de Londres esa vidriera? ¿No la presentaba él allí como la lejana princesa de un reino inexistente, a un grupo de amigos selectos, que por lo general venían sin sus mujeres? Entonces ella bajaba por otra escalera que era como el escenario de un teatro, pero ataviada con el chamal de lana negra, la faja de colores, y todas sus joyas de plata. No las que le había regalado Francis, y que podría fabricar cualquier artífice europeo, sino las suyas, que habían sido hechas a martillo bajo un cielo remoto que los joyeros de Europa no habían visto y acaso no verían jamás: pesados pectorales, con flores y con cruces que no eran cristianas. Zarcillos enormes que alargaban los lóbulos. Cascabeles sujetos en anchas vinchas de lana que resonaban con cualquier movimiento de la cabeza. Entonces aún llevaba largas las trenzas, que eran parte indispensable del traje araucano. Hasta que se cansó de aquella representación para hombres solos y quiso cortarse el pelo, so pretexto de estar a la moda. Francis, que disimulaba mal su disgusto, tenía las trenzas guardadas en un estuche. Si ella llegara a morirse antes que él –pensaba a veces Manuela–, su marido las colocaría en alguna vitrina del salón, junto con las alhajas mapuches y la túnica de lana, como si fuesen piezas de museo. Quizá después de la muerte de ambos, pasarían, en efecto, al Museo Británico.
¿Por qué Francis se había casado con ella? Manuela lo hubiera acompañado de todos modos, sin exigirle papeles ni bendición nupcial. Entre los suyos no se le pedían cuentas de sus actos a una mujer soltera. Por otra parte, su padre estaba muerto, y su madre demasiado ocupada con sus otros hermanos y con sus muchas tristezas. Era probable que Francis, tanto mayor que ella, que se preciaba de ser un caballero, y que lo era, en efecto, la mayor parte de las veces, quisiese dejarla protegida ante las leyes huincas, ya que se la llevaba tan lejos. Pero en Inglaterra, a medida que aprendía la lengua, adivinó también otras razones. Que Francis había elegido diseñar su vida como si fuera un libro: uno de esos relatos de aventuras soñadas que los blancos llamaban “novelas”. Dentro de esa novela, desposar a la nieta adolescente de un gran cacique en un país exótico, había sido un episodio tan bello como extraordinario: casi el broche de oro para un galán maduro que también había dado la vuelta al mundo como Phileas Phogg, aunque tardase más tiempo. A diferencia de Phogg, Francis no era un solterón. Había enviudado dos veces, y carecía de hijos. Lo que le haría sospechar que tampoco iba a tenerlos con Manuela. El título nobiliario pasaría a su sobrino mayor, y no a un mestizo, aunque pudiera reservar buena parte de su fortuna para la mujer que lo seguía acompañando lealmente, y con quien había jugado un juego maravilloso. Quizá por eso la llamaba Dolly: porque había sido y continuaba siendo para él, una muñeca.
Cuando volvió a la casa ya atardecía. Por un momento, el mar le pareció petrificado en una plancha de cobre. Deseó furiosamente un caballo para galopar por encima de esa superficie enceguecedora y golpearla con los cascos como los plateros labraban el metal con el cincel. Alguna figura surgía siempre de esos golpes precisos y brutales, aunque no sin sufrimiento.
En su cuarto, la esperaba su vestido de fiesta planchado sobre la cama. Sobre una mesita, humeaba el té de Luisa. Aspiró profundamente el fuerte dejo a araucaria que trascendía de la tetera, y bebió el contenido hasta la última gota.
¿Era Greystoke el varón más hermoso que había visto en su vida? ¿Por qué esa pieza de baile, normalmente anodina con cualquier otro compañero, le causaba tal sobresalto en la respiración? ¿O era el deseo, que a veces nada tenía que ver con la belleza, lo que le estaba aplastando el pecho con un dolor difuso? No, no era exactamente eso, tampoco. Algo le decían aquellos ojos que ningún hombre blanco le había dicho. Le costó dominar sus manos para que los dedos no saltaran en el aire, por sí mismos, y acariciasen con desvergüenza la única mirada que acaso tenía el poder de comprenderla tal como era.
–¿Es verdad que usted fue criado por los monos?
–Claro que no. ¿Quién podría hacerse hombre entre los animales? Me educó una comunidad africana. De ellos aprendí todo lo necesario. En cualquier latitud los seres humanos quieren y odian las mismas cosas: adoran a una divinidad, hacen la guerra, tienen hijos, poseen una lengua que les dice cómo vivir, se visten y se adornan, estudian lo que pueden en el libro de la Naturaleza, cuentan historias.
–¿Y por qué insisten aquí con lo de los monos?
–¿No le digo que en todas partes gustan las fábulas? Pero hay otra razón peor, si quiere. Mis compatriotas prefieren que todo lo deba a los monos y a mí mismo, antes que a los negros. ¿Y su gente? ¿Qué me dice de los suyos?
–No sé si ese mundo era mejor o peor que éste. Depende de cómo se lo mire y de lo que uno busque. Pero al menos era el mío, eso sí.
–¿Por qué era? ¿Ya no lo es?
–También allí las cosas han cambiado. Y sobre todo, he cambiado yo. Quizá soy yo la que no tengo mundo.
Salieron a la noche exterior. Adentro, la alegría del charleston hacía girar collares y lentejuelas en el aire luminoso. Manuela vio a su marido de perfil. Era el centro de un pequeño grupo y el único que hablaba. Siempre encontraba un auditorio propicio y rara vez caía en la vulgaridad de repetir la misma anécdota. Envejecía casi imperceptiblemente, contento con un destino que había logrado dibujar a su gusto, según creía, con un pincel de artista.
Greystoke se agachó. Se estaba desatando los zapatos. Cuando los tuvo en la mano le sonrió a Manuela.
–¿Por qué no hace lo mismo, amiga mía? ¿No es una hermosa noche para caminar por la playa?
A la mañana siguiente Lord Cavendish despertó con el sol casi en el cenit. Nunca dormía tanto, aunque las fiestas se prolongasen hasta la madrugada. Un sabor en la lengua que no conseguía identificar le recordó un té espeso que Luisa le había dejado sobre la mesa de noche, y que tomó casi de un trago, antes de acostarse.
Llamó primero a Luisa, luego a Dolly, sin obtener respuesta. La casa vacía se llenó de ecos. Su mujer podía haberse demorado en la cotidiana partida de poker. Pero, ¿y Luisa? Pronto no necesitó buscar más. Sobre la mesa del desayuno halló una nota que le estaba dirigida, junto con el anillo de compromiso que le regalara a Manuela. Ella no había querido llevarse otra cosa que una valija con ropas y sus alhajas araucanas. También las joyas y los cheques ganados en el juego.
Pronto se supo que John Clayton, Lord Greystoke, había desaparecido esa misma mañana. Las murmuraciones no duraron mucho: en el vértigo lujoso de la Costa Dorada un escándalo tapaba pronto al otro. Por lo demás, el fin del verano era inminente, y las mansiones comenzaban a quedarse quietas y desiertas, como vastas escenografías abandonadas.
Si Cavendish y Lady Greystoke tuvieron noticias de sus respectivos cónyuges, nunca lo comunicaron a nadie. Mrs. Clayton volvió a casarse con un hacendado tejano, no bien se cumplió el tiempo legal como para declarar a Greystoke oficialmente muerto.
Cavendish falleció en Londres, pocos años después. Sus sobrinos heredaron la casa y dinero en acciones y en metálico. En su testamento donó al Museo Británico las colecciones reunidas durante sus viajes, y pidió que se hicieran las diligencias oportunas para entregar a Manuela Namuncurá, dondequiera que ésta se hallara, un estuche con unas trenzas negras.
PÁGINA 16 - POESÍA AMERICANA: PERÚ
MIGUEL ILDEFONSO
ME CUIDE DE VOLVER A LA CALLE FANTASMAL
Bajé del bus ante el espejo negro del lago, había
tibias estrellas y fresca hierba. Pegué mi cara
contra la muralla de alambre, vi la luna también,
lejos como mi corazón. Al amanecer, el sol tocaba
mis pies, años atrás en otra frontera había tocado
un sueño de cactus. Yo caminaba por el jirón Puno,
tenía una botella de pisco, atrás el Lago me enviaba
una nube. "Qué maravilla en el vientre del Titicaca,
niña querida", dije, pero en realidad lo había dicho
Gamaliel Churata en la esquina cuando lo vi,
sentado en una tienda bebiendo alcohol puro, eso
bebía, del Lago le habían enviado los Uros un pez
de oro. Yo doblaba entonces por el jirón Lima, así
como he doblado miles de esquinas y bebido miles
de botellas. Carlos Oquendo de Amat, me detuvo,
Miguel, dijo todo flaquito, cómprame este bono de
pre-publicación. ¿Cuánto?, le pregunté, diez soles.
Sus Cinco Metros también hablaban de mi niña
querida. Ella dormía en el fondo del Lago, ella no
sabía lo que sentía mi corazón ahora lejano y solo.
"Cargado de nubes, que más parecían formaciones pétreas,
babeaba el cielo con la salvaje urgencia y
la misma candidez de la bestia
que se dispone a amar, así, enrumbé al Lago. Cargado de lágrimas,
mi propio lago se iba sumergiendo en el otro Lago.
Cargado de lágrimas, todas las lágrimas del Perú,
todas las nubes que conté desde mi infancia, ahora
entraban en el Lago. Yo decía no llores, niña
querida, ¿no sabes que así me desesperas?
GLORIA DÁVILA
SE DE LA PENUMBRA EN VUELOS Y HIELOS PÉTREOS.
que escarban en gritos, a mis carnes, a sus huesos
atizan su magma; en odios,
y cuando epitafios se escriben en mi nombre
danzo, conmigo y todos mis demonios.
y después de tanto más no poder,
canto en silencios sepulcrales,
en donde nudos de sierpes
son falanges llamando
a mis almas todas
y en razonamientos y teorías
de Empédocles, escrutan mi muerte.
Soy polvo del desierto,
frágil espécimen,
desteñida sonrisa,
mientras en tu exilio disparo al sol
el borde de mis abismos en vorágines y fauces
al verme exhalando mis esencias
cual desnudas mariposas
sin alas ni pigmentos. Y,
después de berrear al hartazgo;
soy el fuego que perfila en el nombre
de las sombras del marque como ecos en sus rocas perdidas,
vuelven sus miradas extasiadas para ser
el agua, el fuego, el aire de Anaxímedes.y la tierra por donde escudan mis lenguas.
Escribo en mis ojos, los mares
que jamás anudan calzados
porque aquellas no la cubren, en tanto
mis clavos y maderos en pies y sus olas son talladas rosas de verano
y a pesar que ella no sabe nada de nada, y
desiertos irrumpen tragedias,
mi patria es el río.
Apenas habito lo inhabitable,
me lanzo hiriendo silencios,
en donde soy acordeones en piel,
en las que descubro que no hay edad sin embriaguez
y sin más muertes que las mías,
mientras visto de cenizas
fagocitando esquinas
mis plumas acuáticas, se erigen.
Por manías de saberme abismos
pervivo en su tiempo
como popa de un barco
zarpando en un tren de sierpes
como escudo,
en donde mi espuma
es logia negra
y sus mantos,
fauces gritando a sus piedras…¡Piedad…!
Ten piedad por mí...
Y aún al borde del miedo, que escupe la roca,
el amor devasta su antorcha
ésa que me erige en su grito; en ese mismo grito
en el que la noche inunda sus pasos
para hundir su daga en mi alma
al filo de mi coraza.
Dormito en mi garganta
y la rosa erosiona mi nombre hasta el morir;
la noche astilla mi rostro,
para darme espejos de Ichic Ollgos.
Mi música es:
canto de cuervos y alacranes al rojo vivo,
trashumantes anquilosando su iris;
fluyendo como germen del caos
en los odios que se escriben en mi piel
como epígrafes en su elixir.
No hay gruta cerrada
ni llaves en caminos,
el mundo escribe su epitafio
con mi nombre por vez nona.
Te debo todo lo que soy:
hiel,
musgo,
ciénaga
estío en fuegos fríos
piedra laja
acantilados;
y al final de mi voz
en donde el péndulo es sicario
aún mi sangrar no sea mar
sino roca menuda en su aorta
me oirás caer, y gritaré con el tiempo
como espuma en orillas de monzones.
Sé de la penumbra en vuelos,
de espuelas y hielos pétreos
vientres pañuelos
en donde el tallo es su voz en eclipses
mis ojos sus piedras,
mis manos sus ríos
y en tanto su eje no sea el mundo
no habré parido mil veces en sábados, la sed de mis
caminos…Tú dirás... mejor así…
porque la rosa será en su cáliz
piedra feroz cargada a su pez,
rostro iluminado en pellejos viejos,
corazón de pumas en águilas rapaces;
y por fin, el perdón de penumbras
en pensamientos infinitesimales,
en donde el Céfiro en memorias de una fábula antigua,
sea hervidero apocalíptico
de espada blindada en siete cabezas girando.
y en su sed de zarpar, los vientos.
MANUEL LIENDO
VIII
Serás mi guía el lenguaje exacto el níscalo geográfico un periplo de pruebas formará
un lunar mirado por astros desconocidos para instantes ambiguos de plurales rarezas
de piedras que caen eufóricas y tiranas nos calza vestimentas y el límite es perfecto libidinosa es la inconfesable aparición escinde el cosmos para escuchar lo que nadie escucha porque muecas a tus gentes para girar como planetas y no ser heroicos
ser asonancias negando los signos en el fondo clandestinos lejos lo encrático
lejos las esferas vecinas como rivales como guerreros alzando la regla el deseo
expectación de interiores somos lo discontinuo la atopía de una falsa oposición
pulsa lo divino la náusea del enlace la melodía muda no tenemos nada
palabras ajenas robamos en el grito del hueco que somos zona ulterior
de la sustancia neutra fotogenia parásita flotamos en las rutas de la euforia
a nuestro lenguaje le pasa algo irremplazable que no marca el tacto sino el reparto
de las fuerzas diseminadas incita mi amor el reflujo de las pérdidas
aritmética de nosotros y los astros sonríe inquieta el lenguaje de los otros
somos los primeros fantasmas que se tocan anudamos soslayos para decretar el exceso deshacidos en halos conocemos la fuerza de la desdicha función social parcela el placer arroja tus perros al amor expulsado de mi cuerpo que muerdan con vigor mi corona
déjala sin desvelos su purísima piedra te hará estirpe de mi trono decoro de todas
las poses para mi antorcha ciega sabor de luces trifásicos anchan venas recaen
las pertenencias de signo maldito que fisura la lógica del miedo
la sordina rechina eslá eslá zaaaaaaa suuuuuuu ahhhhhh flameo en tu viento cursi
me acerco al sonido que nadie escucha para adentrarnos sin marchitez sin el rostro
de otrora imaginario para dos arcos hacemos puentes donde camina la angustia
la impasible negación del castigo brusco anochecer que no deja ver tu higo abierto pelipedingudito cachituerto y sudito suculencias sus ramas metidas en el ojo
hacerlo comúnmente para ser otro trepan trepan para quedar encaramados
nómina de órganos bañados en sangre echados sobre un lienzo de barcos hundidos
tocas farallones para levitar enrojecida bruma que destella desde el pozo
recibe estos náufragos del último Arión que ahoga sus voces arrechura infernal que trepida en los nidos salinos doblega la redondez del calcio y evita la pavura del gozne
así nacimos en aceitoso ajuste en dispar lozanía envueltos en tormentas de sangre
encona los bulbos dulces disfuerzo del pistilo esbelto casi punta fina langa para tu ñoco distancia es desvío preconiza tundras acampados desdenes siluetas atroces
en otros cuerpos brillarán por nosotros y no estarás y no estaré seremos amagos
del gran encendido desiertos invadidos ahora vientos en sus faldas danzan
al centro alza su cubierta de sal a punta de ritmo fruslería en la túnica del beso
levanta mi cuello para levantarte para pesar tu alma y comérmela todita.
INDIRA ANAMPA
BRINDIS
Bebo por la casa devastada, por el dolor de mi vida,por la soledad en pareja,y también bebo, brindo, por ti.Por el falso labio que me traicionó,por el frío mortal en los ojos,porque es el mundo adusto y brutaly porque no nos ha salvado Dios.Anna Ajmátova
Él no entendió por el tamaño de mis ojos
Nadie sabe que lo alimenté con pájaros negros
Albergué su sentencia de muerte
Quiero un descanso eterno, repetía
un dios imperfecto que no me escupa por haberlo dejado morir
Del parquet brota pasto,
Del caño salen lágrimas,
La ducha sabe.
(Por ahí podría entrar un venado si es que
simplificara su cabeza).
El cuadro es un vacío sin marco.
La televisión un médium de masa.
Los muebles se sacuden el polvo y hacen turno ante la cola del baño.
Las sillas, en cuclillas, meditan.
La refrigeradora interrumpe su ronquido, y la nevera se calienta.
Los parlantes tienen la lengua afuera.
El tocadiscos se inyecta, el disco pide a gritos
una camisa de fuerza.
El teléfono entra al baño.
El despertador siente que se le viene.
El foco espera triste:
Di.
PATRICIA TEMPLE
239 músculos trenzan mi cuerpo.
300 gramos de piel amoratada por golpes antiguos, heridas varias.
Frágiles nervios de filigrana de plata me recorren.
5 kilos por cada pierna de bailarina.
110 gramos, el rostro curtido en mil batallas.
En el pecho arde el alma.
239 músculos trenzan mi cuerpo.
Frágiles nervios de filigrana de plata me recorren.
2 kilos de brazos estirados , alas de ave.
Ingrávido, mi cuerpo cuando emprendo vuelo .
Impávidos, mis ojos ante la belleza.
Cálida, la amistad.
En el pecho arde el alma .
239 músculos trenzan mi cuerpo.
Frágiles nervios de filigrana de plata me recorren.
1 kilo, cada mano de poeta.
Un torrente de sangre revolucionaria.
Un litro de salitre derramo emocionada.
La cabeza gobernada por pasiones,
La mente, algo trastornada .
En el pecho arde el alma .
Una hoguera en llamaradas,
me consume
cuando amo como yo amo.
Siendo una piedra desplomada
me dejo llevar por la corriente
sin haber sabido que la vida era un nudo con detalles
porque el tiempo no se detuvo
y me condenó a seguir viviendo
de la gracia
de la mano fría
de un cadáveral que hubo que llorarle
y alimentarlo con la realidad mal cocida
de la vida a flor de piel.
la naturaleza de vivir con el corazón en la boca.
con años y la terrible piel de la vejez.
como un cuchillo que me abrigó bajo la almohada
el lado más vulnerable del cuello
y se acomodó hasta sus últimos días en mi pecho
como un pájaro muerto.
o a lo mejor unos brazos fuertes que no se rompan
o lo dejen caer
un hueco donde descansar
una morada donde sólo hayan de cabalgar los fantasmas
donde la triste muerte se derrumbe a llorar desnuda
donde se puedan lavar las manos los hijos de sus hijos
donde las Magdalenas lapidadas hagan Babeles y manzanos
o un Sodoma reinventado para los dos
una mujer que vaya verlo hasta que su carne sea polvo
una mujer que nunca seré yo.
PÁGINA 17 – ENSAYO
EDUARDO GALEANO
(Uruguay)
El ORIGEN DE LOS NADIE
Los nadie, refiriéndose a las imágenes invisibles de nuestra realidad, las personas ocultas que enfrentan el desprecio y la indiferencia; y se llevan la peor parte: el hambre, la pobreza y la miseria. A ellos los vemos sin querer verlos al caminar por las calles o en las noticias catastróficas de desastres naturales causados por los abusos de las superpotencias, aferrados a creencias religiosas y a supersticiones o a ambas para no perder la esperanza, sin ser pesimistas una esperanza en vano. Este es un ciclo repetitivo y demuestra la incapacidad del hombre para corregir los errores del pasado.
Empecemos entonces por la historia de la sociedad latinoamericana, siempre impresionada por las cosas extrañas ofrecidas por extranjeros. Las baratijas ofrecidas por los conquistadores a cambio de toda la riqueza que los indígenas no consideraban como tal, a diferencia de la visión materialista del hombre blanco y la civilización europea. El costo de este intercambio las enfermedades desconocidas por los aborígenes, la violencia y la esclavitud. Nuevamente los nadie, los grupos raciales considerados como mano de obra, mercancía y animales sin alma. El desprecio de quienes se consideraban de sangre pura a quienes para ellos no lo eran.
Ahora regresemos un poco a nuestra realidad, a nuestro tiempo. Luego de la independencia habitamos en países libres de la esclavitud ya fuera por parte de la corona española o la portuguesa, pero, ¿somos realmente libres? Los avances tecnológicos desarrollados por las potencias son las baratijas que ahora nos impresionan y las ponemos a cambio de algo muchísimo más importante que todo el oro que se llevaron los europeos. Cambiamos aire puro por automóviles de último modelo que son en realidad lo que destruyo el aire puro en los países industrializados. Este es solo un ejemplo de que el desarrollo nos llega de último, no queriendo con esto decir que el avance sea malo. Los nadie son aquellos esclavos de los avances y que a cambio de esto destruyen los recursos o que no les dan el valor suficiente y los malgastan o lo regalan porque no les sirve.
De forma similar a los españoles los gobernantes del primer mundo miran a los ignorantes del tercer mundo porque mientras ellos saben la importancia de lo que tenemos; nosotros en cambio no. De ello surgen contratos comerciales que en la realidad no nos dejan sino una muy mínima ganancia por una gran pérdida. Esta vez los nadie son los que se aseguran de poner sus intereses personales sobre el bien colectivo o común.
En general hemos nombrado los factores más determinantes que dieron paso a la sociedad de los nadie. Los pocos que tienen oprimen a los que no tienen ni son dueños de nada y sufren por acomodar a los que están arriba. Es un poco irónico, aunque esté alguien en un escalón superior, alguien o algo siempre irá por encima. Demos el ejemplo de la clase política: sobre ellos está algo más global, la economía y sobre ella el motor que la impulsa, el consumo. Paradójicamente quienes mantienen este esquema son los nadie que se aferran a la ilusión de que las promesas pueden realmente cambiar algo.
Es una costumbre arraigada por nuestra tradición religiosa esperar un Mesías que nos lleve al camino del progreso. Sin embargo dicho progreso nos está costando caro. La inconciencia o mejor el desconocimiento por parte de aquellos que están debajo los hace servir a los ideales de los grandes. Ideales en beneficio de los señores de corbata y camisa. Desafortunadamente todo hoy en día nos lleva a querer pertenecer allí. La estrategia fundamental consistió en generar una meta común a todos desviándonos de la realidad de nuestro entorno, de los miles y miles que están donde nadie quiere voltear a mirar
¿A quién se refiere entonces el poema? Sí a los desarraigados y desvalidos, a los que sufren violencia hambre y destierro, a quienes no tienen un lugar porque no saben adónde pertenecen. A los que tuvieron que cambiar sus costumbres para adaptarse a la vida moderna y a pesar de eso no tienen más que el suelo que les permite dormir. A las culturas olvidadas y enterradas por el hombre moderno. A las tribus que subsisten durante siglos. Esa es la relación que ofrece. Pero su planteamiento nos lleva a profundizar en las verdaderas causas de ello. Anteriormente definimos a los grandes como los causantes de la hecatombe latinoamericana, que dejo sus tradiciones y vendió su tierra por pedazos de papel y círculos de metal. A la máquina destructiva que dejamos entrar como pedro por su casa, para llevarse nuestro más valioso tesoro: el medio ambiente, los recursos naturales y nadie tiene más autoridad sobre su casa más que el mismo dueño y dicho dueño está dormido porque prefiere estar soñando en el mundo que le han creado artificialmente.
Es así como estamos todos en las nubes ignorando lo que pasa a nuestro alrededor, divagando, anhelando tener más, esperando por comprar un celular, un computador de último modelo, la chaqueta, el jean, las zapatillas, la camisa, el carro, el puesto como alto ejecutivo. No significa esto que debamos estar limitados a no avanzar, generar nuevas ideas, a generar progreso. No es conformarse con las cosas sino detenerse un segundo y decir o por lo menos pensar que todo lo que yo haga afecta a alguien o algo. En ese orden de ideas ¿realmente los nadie son aquellos desvalidos de Galeano? ¿No será mejor que los nadie sean aquellos que se aprovechan de todo cuanto tienen a su alcance y engañan y utilizan a esos mismos a quienes les han quitado todo? ¿No serán los nadie quienes tienen un fin egoísta? ¿No serán los nadie quienes pasan frente a sus semejantes desprotegidos y solo les dan la espalda? Piensa por un instante quien es verdaderamente nadie, solo un momento basta para saber si estas allí o no.
PÁGINA 18 –PROSA POÉTICA
NORMA SEGADES-MANIAS
(Argentina)
ACERCA DE LA SAVIA.
Trasladaron sus cepas a través de las aguas hace ya tanto tiempo que ninguno conserva la agreste geografí
la historia de sus reyes, el perfil de sus nombres.
En la primera edad estuvieron desnudos, heridos, en letargo,
avergonzados ante los naranjos, pomelos, limoneros
que expulsaban azahares con esa dadivosa prepotencia de quien ha superado la nostalgia.
En la primera edad no dieron frutos.
Se alimentaban sólo de silencios y sangraban de noche un dolor caudaloso.
Y aprendieron que siempre se está solo en medio de las sombras, del destierro, cuando nada permite adivinar los lindes,los lejanos confines de un milagro,
los altos horizontes
y todo desamparo es más intenso.
Sobre todo bajo una luna artera, despojada de asombros, recorriendo la piel de los almácigos
–acelgas en hilera, temblores de lechuga, corazones de papas o repollos- como quien no comprende,
como quien nada sabe de la ausencia.
De a ratos se escuchaban sus sollozos.
Y hasta los colibríes despertaban en sus nidos de seda, sus columpios de sólida ternura para indagar el llanto.
Y los palomos.
Y las golondrinas.
Trasladaron sus cepas hace ya tanto tiempo que ninguno conserva el perfil de sus nombres.
Sin embargo
aún existe ese ardiente secreto en el idioma antiguo de la savia.
Como una permanencia. Como una sed magnífica.
Como azules fragancias de cierta eternidad nunca vivida.
Una cuestión de zumos, de linfas, de sustancias.
Una cuestión de música, palabras, exorcismos.
Tal como si los santos, los druidas o los ángeles
salmodiaran recuerdos con su voz de durazno.
Después de tanto eclipse no es sencillo determinar las huellas.
Aunque el aire vigile los rincones donde ciruelos, nísperos, higueras y algunos mandarinos.
Hubo tantos olvidos habitando detrás de los vitrales
que es casi un imposible.
Y nombrar los olivos es nombrar las penumbras,
los fantasmas, los sueños primordiales.
Por eso no se puede hablar de los olivos.
PÁGINA 19 –POESÍA
MARIA ELENA WALSH (1930-2011)
(Argentina)
LA MONA JACINTA
La mona Jacinta
se ha puesto una cinta
Se peina, se peina
y quiere ser reina
Ay, no te rías de sus monerías
Mas la pobre mona
no tiene corona
Tiene una galera
de hoja de higuera
Ay, no te rías de sus monerías
Un loro bandido
le vende un vestido
un manto con plumas
y un collar de espumas
Ay, no te rías de sus monerías
al verse en la fuente
dice alegremente:
"Qué mona preciosa
Parece una rosa"
Ay, no te rías de sus monerías
Levanta un castillo
de un solo ladrillo
rodeado de flores
y sapos cantores
Ay, no te rías de sus monerías
La mona cocina
con leche y harina
Prepara la sopa
y tiende la ropa
Ay, no te rías de sus monerías
Su marido mono
se sienta en el trono
sus hijas monitas
en cuatro sillitas
Ay, no te rías de sus monerías
PÁGINA 20 - CUENTO INFANTIL
CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA
(Chile)
LOS DIOSES DE LA LUZ
Adaptación de una antigua leyenda de Chile
Hace cientos de años, al sur de Chile, vivían los indígenas conocidos como mapuches. Los miembros de estas tribus se refugiaban en grutas, no conocían el fuego y sobrevivían gracias a lo que la naturaleza les regalaba.
Cada día salían a cazar algún animal para comer y recolectaban todos los frutos que podían para poder alimentar a sus familias. Si querían realizar todas estas tareas, tenían que levantarse muy temprano y aprovechar al máximo la luz de día, pues uno de sus mayores temores, era enfrentarse a la oscuridad ¡Jamás salían del poblado cuando se iba el sol!
Una noche, un hombre mapuche llamado Caleu, se sentó a contemplar la luna en la entrada de su cueva. Su familia dormía dentro y el silencio lo invadía todo. De repente, vio una enorme estrella de larga cola dorada que atravesaba el cielo. Un resplandor cegó sus ojos e iluminó por momentos todo el valle.
¡Caleu se asustó muchísimo porque no tenía ni idea de qué era eso! A toda prisa y temblando como un flan, entró en la caverna y se acurrucó en una esquina. Permaneció despierto hasta el alba y, aunque se moría de ganas de contar a todos lo que había visto, decidió no decir nada a nadie para que el temor no se extendiese por la aldea. Sí, guardaría el secreto.
Esa mañana en cuanto salió el sol, su esposa y su hija se fueron en busca de comida. Acompañadas por otras mujeres y niños del pueblo, subieron la montaña más cercana y durante horas, estuvieron entretenidas haciendo acopio de comestibles para pasar el invierno, que ya estaba a la vuelta de la esquina.
Todos trabajaban con tanta de dedicación, que la noche les pilló desprevenidos. Recogieron rápidamente sus cestas e intentaron bajar la montaña lo más deprisa que pudieron, pero sin luz tuvieron desistir. Era imposible guiarse entre tinieblas para encontrar el camino de vuelta al poblado. Por suerte, descubrieron una gruta abandonada y se refugiaron en ella a la espera del nuevo día.
Fue entonces cuando, en medio de la oscuridad, vieron pasar la enorme estrella de cola dorada que Caleu había visto la noche anterior, y que por segunda vez atravesaba el cielo a gran velocidad. A su paso, una lluvia comenzó a caer haciendo sonar un gran estruendo. Pero no, no era de agua, sino de piedras que se estrellaron sobre la montaña y rodaron sobre la ladera, provocando multitud chispas al chocar contra el suelo de roca.
Una de esas chispas fue a parar a un árbol y el tronco comenzó a arder, iluminando todo a su alrededor. Cuando el torrente de piedras cesó, las mujeres se acercaron al árbol en llamas con los asustados niños agarrados a sus piernas y descubrieron que, gracias al fuego, podían verse unos a otros entre las sombras. También notaron que junto al árbol ardiente, sus cuerpos entraban en calor y era una sensación muy agradable ¡Aquello era realmente mágico!
Los hombres de la aldea, atraídos por la luz, salieron a comprobar de qué se trataba y encontraron a sus familias sentadas alrededor de la enorme fogata. Estaban felices y todos se juntaron para compartir un momento tan especial, entonando cantos y dando palmas.
Empezó a amanecer y llegó la hora de que cada uno regresara a su hogar. Caleu cogió una rama que había en el suelo y la acercó al fuego del árbol. Se quedó fascinado al comprobar que las llamas pasaban de un sitio a otro con facilidad. Todos los hombres hicieron lo mismo y tomaron el camino a casa portando grandes antorchas. Durante el trayecto de vuelta, las mujeres les contaron que habían visto que al chocar unas piedras contra otras se producían chispas, y que éstas, al contacto con la madera, se convertían en llamas.
Así fue cómo los mapuches descubrieron el fuego. A partir de ese día, perdieron el miedo a la oscuridad, pudieron calentarse durante los crudos inviernos y añadieron a su menú diario la riquísima carne cocinada en las brasas.