Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL

Reconocimiento Nacional a GACETA VIRTUAL
Feria del Libro Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Año 2012

Rediseñada para ofrecer una mayor difusión de la escritura en castellano.

Dirección: Norma Segades - Manias
directoragaceta@gmail.com

GACETA LITERARIA Nº 105– SEPTIEMBRE de 2015– Año IX – Nº 9




Imágenes:Fabián Pérez (Buenos Aires-Argentina)

PÁGINA 1 – REFLEXIONES

EDUARDO GALEANO
(Uruguay/1940-2015)

DEFENSA DE LA PALABRA

4

Uno escribe para despistar a la muerte y estrangular los fantasmas que por dentro lo acosan; pero lo que uno escribe puede ser históricamente útil sólo cuando de alguna manera coincide con la necesidad colectiva de conquista de la identidad. Esto, creo, quisiera uno: que al decir: "Así soy" y ofrecerse, el escritor pudiera ayudar a muchos a tomar conciencia de lo que son. Como medio de revelación de la identidad colectiva, el arte debería ser considerado un artículo de primera necesidad y no un lujo. Pero en América Latina el acceso a los productos de arte  y cultura está vedado a la inmensa mayoría. Para los pueblos cuya identidad ha sido rota por las sucesivas culturas de conquista, y cuya explotación despiadada sirve al funcionamiento de la maquinaria del capitalismo mundial, el sistema genera una "cultura de masas". Cultura para masas, debería decirse, definición más adecuada de este arte degradado de circulación masiva que manipula las conciencias, oculta la realidad y aplasta la imaginación creadora. No sirve, por cierto, a la revelación de la identidad, sino que es un medio de borrarla o deformarla, para imponer modos de vida y pautas de consumo que se difunden masivamente a través de los medios de comunicación. Se llama "cultura nacional" a la cultura de la clase dominante, que vive una vida importada y se limita a copiar, con torpeza y mal gusto, a la llamada "cultura universal", o lo que por ella entienden quienes la confunden con la cultura de los países dominantes. En nuestro tiempo, era de los mercados múltiples y las corporaciones multinacionales, se ha internacionalizado la economía y también la cultura, la "cultura de masas", gracias al desarrollo acelerado y la difusión masiva de los medios. Los centros de poder nos exportan máquinas y patentes y también ideología. Si en América Latina está reservado a pocos el goce de los bienes terrenales, es preciso que la mayoría se resigne a consumir fantasías. Se vende ilusiones de riqueza a los pobres y de libertad a los oprimidos, sueños de triunfo para los vencidos y de poder para los débiles. No hace falta saber leer para consumir las apelaciones simbólicas que la televisión, la radio y el cine difunden para justificar la organización desigual del mundo. Para perpetuar el estado de cosas vigente en estas tierras donde cada minuto muere un niño de enfermedad o de hambre, es preciso que nos miremos a nosotros mismos con los ojos de quien nos oprime. Se domestica a la gente para que acepte "este" orden como el orden "natural" y por lo tanto eterno; y se identifica al sistema con la patria, de modo que el enemigo del régimen resulta ser un traidor o un agente foráneo. Se santifica la ley de la selva, que es la ley del sistema, para que los pueblos derrotados acepten su suerte como un destino; falsificando el pasado se escamotean las verdaderas causas del fracaso histórico de América Latina, cuya pobreza ha alimentado siempre la riqueza ajena: en la pantalla chica y en la pantalla grande gana el mejor, y el mejor es el más fuerte. El derroche, el exhibicionismo y la falta de escrúpulos no producen asco, sino admiración; todo puede ser comprado, vendido, alquilado, consumido, sin exceptuar el alma. Se atribuye a un cigarrillo, a un automóvil, a una botella de whisky o a un reloj, propiedades mágicas: otorgan personalidad, hacen triunfar en la vida, dan felicidad o éxito. A la proliferación de héroes y modelos extranjeros, corresponde el fetichismo de las marcas y las modas de los países ricos. Las fotonovelas y los teleteatros locales transcurren en un limbo de cursilería, al margen de los problemas sociales y políticos reales de cada país; y las series importadas venden democracia occidental y cristiana junto con violencia y salsa de tomates.



PÁGINA 2 – NUESTRA POESÍA

SERGIO BARTÉS
(Santa Fe-Argentina)

INTERROGANTES

Se fractura
el gesto de la razón,
todo se vuelve hueco
como un pozo
de humo infinito.
¿La mente piensa
o es pensada?
¿En qué tiempo
del anti-pensamiento
acechan sus desvaríos?
¿Son demonios
o dioses desterrados?

MARÍA DEL ROSARIO ALARCÓN
(Santa Fe-Argentina)

MIRADA DE AGUA

A veces
la laguna, me sorprende.
Es vientre
fecundado de aguas 
que le traen las corrientes. 
Es pampa de ola adormecida,
refugio del espejo que me mira,
la cómplice de mis pasos embarrados
y testigo susurrante en la caída.
A veces
la laguna, me desprende
se lleva los suspiros entre las redes
y llena mi boca de los cantos
que dejan los llantos de otras gentes.
A veces
la laguna, me convoca
me llama con voces
ancestrales que la nombran.
Me trae, en camalotes embalsados
girando locamente en el remanso.
A veces,
este espejo de los tiempos
acuerda con el canto de las ninfas
que enciendan de luces y reflejos
el beso, que deja a la luna,
el sol enamorado, cada día.
A veces,
la laguna no me mira,
devuelve mi mirada…
en otras vidas.

ROSA FASOLÍS
(Rosario-Santa Fe-Argentina)

heredades I

en el preludio estacional
-antelación de hojas que se entregan-
los jardines despliegan un último relente: la tensa pasión
de los verdes intensos

comprendo
                   la palabra momento
                   la reverberación de los vitrales
                   el sabor del recuerdo

recuerdo que se desliza / terso / en la juventud
de la sangre /
en el rosedal  de la abuela /
en un plato / en una sonrisa de a tres :
arroz con leche
y canela

heredades:
                   el mantel de hilo blanco
                   el delantal de mi madre
madroños
y caireles
retazos de seda
y ese olor a nardos viniendo suavecito
desde  la vereda

HÉCTOR BERENGUER
(Rosario-Santa Fe-Argentina)

CARTA POSTAL DE 1948

La niña de la fotografía
que envejeció con ella y ahora le sobrevive
va vestida con delantal bordado,
parece una una muchachita anhelante
y enigmática de un cuento de Chéjov.
La luz le viene de lo alto danzante y le hace sombras
en la mirada oscura.
Allí donde aun la soledad no tiene nombres ni rupturas.
Está ligeramente volcada hacia adelante,
el cuerpo de mimbre claroscuro en el arrobo del instante capturado.
Ella es libre,
libre por estar recién casada
pero aun no aprendió esos papeles todavía.
Tiene los labios hinchados como quien ha besado largamente
y ahora representa su rol convencional.
Esa sonrisa perece decir que es bien amada y digna,
hacia abajo las manos cortas y fuertes con uñas al ras,
esas blandas manos secas
y en el medio la linea de la vida
Tan marcado todo por venas azuladas,tan azuladas...
Hay allí flores,
niños,animales,responsabilidad,solicitud,debilidad
y alguna vez ternura.
Pero siempre el deber y el abandono.
Las fotos se hacen a si mismas
mientras les falta lo que pasa y queda de una vida.
Esa oscura mitad fundamental.
Después por un resquicio vemos sonrisas
que el tiempo ya ha borrado.
Señales y miradas,
imposibles de devolver.
A mi madre : Maria Antonia Yensina 

BELKYS SORBELLINI
(Santa Fe-Argentina)

MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS.

Más allá de las palabras y del tiempo.
Más allá del silencio y del espacio
Más allá de mí y mi geografía
llego a un punto de materialidad inexistente.
La paradoja se hace cargo del cuerpo yacente y su significado se cruza eternamente con las parábolas y las metáforas.
La palabra vuelve a ser significante
más allá de mí, del tiempo y del espacio.
Y no sé cómo materializar tu cuerpo, tus palabras, tu geografía.
Sí el espacio que ocupabas ha quedado vacío y la nada se hace cargo de un cuerpo inexistente, imperceptible.
Porque más allá de las palabras, aquí huele a silencio.



PÁGINA 3 – CUENTO

NECHI DORADO
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)

SUEÑO ENTRE NIEBLAS

Llevaba tres días  sin pegar un ojo en toda la noche. Larga como un áspid aparece la penumbra cuando el sueño se declara en huelga, cuando los ojos  decretan rebeldía y el cerebro parece montado sobre un carrusel de giro descontrolado. Se acostaba tratando de no pensar en nada de lo terrible que había vivido, solo quería dormir tranquila para retomar las fuerzas que los años le iban arrebatando sin permiso, dueños de ese extraño espíritu libertario que se grafica en calendarios que van quedando calvos de a poco.
Sin embargo, el sueño permanecía atrapado en un tejido interminable, entre redes de hilo cada vez más entramadas. Parecían  urdimbres tan escarpadas como los caminos que le tocó transitar durante toda su existencia.
Se sintió Penélope[1] esperando el fin de su propia guerra interna, remate que tal vez pudiera permitirle recuperar lo perdido, pero su Odiseo no regresaría y así lo interpretaba  desde su pesadilla despierta. Morfeo[2] había perdido su reinado dejándolo acéfalo, se introdujo como exiliado en algún laberinto intrincado o al menos así  lo sentía ella luego de aquellas tres interminables noches en vela forzada. Parecía como si la oscuridad estuviera haciendo  un recuento de glóbulos pinchándole las venas a su tiempo.
En medio de su pesadilla despierta y sin darse cuenta que el sueño, como dije, estaba ausente, creyó ver a Herodes[3] sumergido en una tina con cerveza, dándose un baño entre la espuma etílica perfumada con lúpulo. Los granos de cebada eran  cancerberos danzando apretadas canciones de cuna que Medea[4] se empeñaba en tararear desafinadamente.
Cronos, en el rincón más descuidado de la habitación, desarmaba un reloj de colección. Cambiaba de lugar cada pieza; semejante desatino produjo, al pretender rearmarlo, que las manecillas que indicaban la hora anduvieran  como artrósicas, emitiendo un cric crac más parecido al arrastre de una pierna anquilosada transitando un camino adoquinado, que haría imaginar a cualquiera que podría perder la rótula en el primer pocito del camino.
En medio del marasmo en que se hallaba sumergida se interpretó como Diana Cazadora, solo que esa vez su flechazo se ensartaba en el centro de los tubos de Malpigio de una mosca que pasaba por la habitación, despreocupa, logrando con semejante puntería que la vida del insecto se escapara por el final de su aparato excretor. ¡Y ella no había nacido siquiera para matar a un insecto!
–De haberme dado cuenta antes de semejante puntería, pensó, hoy estaría durmiendo apaciblemente, como siempre antes, pero al fin sabido es que aquila non capit muscas…[5]
Se sintió descender al Tártaro[6] sobreviviendo a desgano entre la humedad reinante cuando una voz lejana, apócrifa, irrumpió en la soledad de su cuarto poblado de fantasmas avisándole que era el momento de levantarse.
Algo alejado de allí Herodes sacó su pie derecho de la tina con cerveza para apoyarlo en el suelo. Dejó que la brisa de la aurora  evaporara la espuma etílica perfumada con lúpulo. Hecho eso, se dirigió  hacia la puerta de entrada donde llamaba Pilato[7], impecable como siempre, aunque acorde a los tiempos que corrían pese a las manecillas artrósicas. Antes de fundirse en un apretado abrazo fraternal, propio de los degenerados, Pilato  abrió su botella de alcohol en gel, se frotó las manos y ambos sonrieron complacidos.
La tina volvía a llenarse, lentamente, de cerveza.


[1] Esposa del rey de Itaca, Odiseo. Para alejar a sus pretendientes mientras su marido estaba en la Guerra de Troya, ella prometía aceptar cuando terminara de tejer un sudario, por lo que tejía de día y destejía de noche.
[2] En la mitología griega era el hijo del dios de los sueños
[3] El que ordenara matar a todos los niños menores de dos años pretendiendo asesinar a Jesús Niño.
[4] Arquetipo de bruja o hechicera
[5]Del latín: El águila no caza moscas
[6] En la mitología griega era un profundo abismo donde las almas eran juzgadas después de su muerte.
[7] Quién se lavó las manos tras el asesinato  de Jesús diciendo: “inocente soy yo de la muerte de este justo.



PÁGINA 4 – ENSAYO

EDUARDO DALTER
(Buenos Aires-Argentina)

ACERCA DE LA POESÍA ARGENTINA
UN APUNTE PERSONAL

Creo que desde siempre tuve una relación muy singular con la poesía argentina, y que en no pocos momentos me fue maravillando o me dejó pensando. Recuerdo, y cada tanto releo, aquellos poemas de Enrique Molina que se suceden en su reverberante antología Hotel pájaro, editada en 1967. También, en aquellos distantes años así como en éstos del nuevo siglo, no deja de atraerme la poesía de Alejandra Pizarnik en sus distintos libros, sobre todo aquella que se abre en Los trabajos y las noches, editado en 1965. Por otra parte, Raúl Gustavo Aguirre, con sus Señales de vida, de 1962, y Edgar Bayley, con su “es infinita esta riqueza abandonada” siempre me tuvieron en sus cercanías, o como lectores que siempre hallan un brillo más, o una certeza más en sus poéticas. Todo ello además de algunos poemas de José Portogalo, de Juanele Ortiz, de Raúl González Tuñón, de Romilio Ribero, de Miguel Ángel Bustos y del siempre vital Oliverio de Persuasión de los días, libro que desde siempre entendí como una crítica inspirada hacia los tiempos de la impiadosa Década Infame nacional.

Claro que hay más ejemplos que a menudo me revolotean, y que me puedo olvidar de alguno, o de algunos, de aquellos o de estos tiempos, no así de las letras de algunos tangos de Homero Manzi, de Discepolo, y de Celedonio Flores. Creadores cada uno, en fin, de una poética tan genuina y entrañable como sustentada. Y de estas cercanas décadas, asimismo, se fue imponiendo en mí, a veces siento que más allá de mi voluntad e inclusive de mi gusto, ese extenso poema del poemarioAlambres, de 1987, titulado “Hay cadáveres”, del ya desaparecido Perlongher, nativo como Pizarnik de la barriada populosa de Avellaneda, y la intensa Crónica gringa, con varias relecturas, del poeta del sur de Santa Fe, Jorge Isaías. Pero también siempre busqué o necesité de otras poéticas. Otras ventanas, inclusive para poder adentrarme mejor en los versos nacionales. Algo así como quien también necesita cada tanto ir hacia el puerto en búsqueda de otros aires, otros espacios y otras gentes. O dicho de otro modo: para estar aquí siempre necesité de una ventana abierta...

Por otra parte –y siempre lo consideré como un tema algo extraño–, la poesía de los poetas de las provincias nunca tuvo una libre o abierta circulación en los ámbitos poéticos y culturales de Buenos Aires, bien porque se corresponde con ediciones de pequeñas editoriales o bien porque la administración cultural porteña sesgada a sus cánones (una mezcla de gustos citadinos a la moda y una mezquindad corta de vista) solamente se desplaza entre sus salsas y sus esquinas. No obstante, sabido es que la poesía del país acontece y se produce en el país, no sólo en la gran ciudad canónica. Así, distintos tramos de la poética del bardo santafesino Juan Manuel Inchauspe, a los que siempre volví, significan momentos enriquecedores de la poesía argentina de estas décadas, también los poemarios de la poeta de Jesús María, Susana Cabuchi, titulados Patio solo (1986) y Álbum familiar (2000), ambos con edición en la ciudad de Córdoba, por dar sólo dos ejemplos, además de las poéticas insoslayables gestadas estas décadas en la ciudad de La Plata, con algunos libros reveladores en su haber.

Traspasar fronteras, por otra parte, siempre me dije, es un fundamento esencial de toda poética, poética a la que nada en el mundo, con sus caminos y puertos, le es ajeno. Nunca pude así saber hasta qué punto Fayad Jamís, Sonny Rupaire y Wayne Brown, no son de mi nacionalidad y de mi vecindad, porque más bien siento que ellos tuvieron deseos cercanos y preocupaciones similares, y latidos, a los que yo tengo y tuve. Caminos y vientos del mundo, pesares y sueños del mundo, todos distintos, como cada poema, como el dibujo de cada mano, y como cada mirada. Así, Buenos Aires, tan única, es una inolvidable ciudad del mundo, con sus cielos y sus pozos, que también ha venido dando maravillosos poetas, por lo menos desde Oliverio o desde González Tuñón hasta Perlongher, y aun algo más acá, creadores siempre de avenidas y de aires. Para que todo sea. (Aunque con las provincias prácticamente en estado de ausencia.) Neruda una vez dijo: “Un poeta debe ser un profesor de esperanza”. Y un poco de eso también se trata, sobre todo en los días que pareciera no prometen demasiado. 



PÁGINA 5 – CUENTO

ELISA ROSETTI
(Santa Fe-Argentina)

UN AMOR EN LA ESTACIÓN      
                                                    
El principio fue el hechizo de la imagen. Como el  inicio del universo: un punto que  estalla y a partir de ese instante… la luz, el tiempo, el espacio, el movimiento…
Catalina se ajustó  el cinturón  del tapado  color marfil que llevaba puesto y volvió a mirarse en el espejo, pues no siempre  estaba de acuerdo con la imagen que éste le devolvía. Sus piernas   lucían elegantísimas por el recorrido que sobre sus pantorrillas hacían  las finas   rayas  de las medias de seda,  que terminaban dentro de los zapatos negros de  tacón  .El peinado recogido le quedaba bien  y los labios   marcados con un rojo suave  hacían que el verde de los ojos quedara en evidencia. Se sintió satisfecha  de su propia  imagen,  muy a pesar de sus inseguridades y de su timidez. Decidida, tomó el ramo  que había  preparado con las mejores rosas y otras flores del jardín, saludó a los de la casa y partió hacia la estación.
 Cata, como la llamaban en la  familia, se iba a visitar a su hermana mayor  recién casada, que  vivía en una ciudad cercana, a una hora de viaje en tren.
 Era sábado, un sábado otoñal de mayo. Los árboles mostraban su casi plena desnudez y el sol tenue  apenas calentaba  las veredas por las cuales caminaba, presurosa, Catalina.
Estaba contenta de poder ir: era la primera vez que lo hacía y todas las ansiedades y las curiosidades de la nueva vida  de su hermana, la tenían en  estado de excitación.
Con veinticuatro años, ella  llevaba una vida rutinaria de trabajo en la máquina de coser. No tenía novio lo cual la colocaba en  la boca lastimera de las vecinas, como una probable  soltera de por vida. Si bien esto la tenía sin cuidado, las abundantes y permanentes lecturas  de la literatura romántica que devoraba  noche  tras noche, habían creado en su imaginación un mundo de amores  platónicos o terrenales demasiado idílicos, que la alejaban de la realidad  y a pesar de que había tenido varios  pretendientes, ninguno llegaba a ser su príncipe azul. Catalina  esperaba, pero no sabía  a quién.
Subió al tren y se acomodó en el asiento junto a la ventanilla, dejó a su lado con mucho cuidado el ramo de flores y esperó  el sonido de la campana que anunciaría la partida.

Manuel hubiese preferido, si se dejaba llevar  por sus deseos e intereses, salir a recorrer las quintas o  los campos cercanos, tal como solía hacer los fines de semana, por puro placer de respirar el aire fresco y disfrutar de la naturaleza. Pero ese sábado, les dijo que sí al pedido de sus amigos  para  que los acompañara  a la Estación.
 Era común que los jóvenes  se encontraran  allí los sábados  por la tarde, en los que el andén se convertía en una suerte de escenario y devenidos actores improvisados: las chicas especialmente, lucían sus atuendos  y en la  actuación  ponían a prueba la gracia y el talento  para la conquista amorosa.  En el pueblo, hay que decirlo, en aquella época  de los años 40  no había muchos lugares  que posibilitaran esa suerte de juego o coqueteo y la estación, sin lugar a dudas, era uno de  los más apropiados.
A las cuatro de la tarde, Manuel llegó a la estación vestido impecablemente con un traje gris, cruzado,  que armonizaba con sus ojos celestes; éstos hablaban de una  herencia gringa y ponían un toque distinguido a su esbelta figura.  Las chicas del grupo de amigos,  al verlo, se mostraron atentas y complacientes, ya que  era un buen partido para conquistar, según se decía en el pueblo. Él  se mostraba como un  excelente amigo pero, hombre perspicaz, sabía  cómo sortear  las embestidas femeninas y ser un buen picaflor  sin caer en la trampa.
En esa tarde, cualquiera que predispusiese  el oído , podía sentir  el murmullo de las conversaciones , las risas , los pasos   sobre el piso de cemento áspero de la  estación de  paredes blancas en las que resaltaban las ventanas, enmarcadas  por  un  grueso  reborde rojo característico del estilo  de las construcciones del ferrocarril inglés.
El gran reloj octogonal de madera, prendido sobre la blancura, marcó las diecisiete, la campana sonó y una voz que llegaba desde el altoparlante anunciaba “el arribo  del tren proveniente de Estación Lacroze “… e informaba los cambios y trasbordos posibles, a los pasajeros.

 Catalina había viajado metida en cierto  adormecimiento producto del  rítmico y sonoro movimiento del tren, pero  cuando  los frenos de las ruedas chirriaron  sobre los rieles y, por fin,  el tren se detuvo volvió a su plena lucidez.   Tomó el ramo de flores, lo acomodó para componer alguna que otra rosa salida de lugar, estiró su falda para borrar los pliegues ocasionales y caminó despacio hacia la puerta del vagón…

En el andén se hizo silencio. Las miradas se fijaron en la gran mole de hierro que acababa de resoplar  y expandir  al ras del piso, el blanco vapor de agua, como toro cansado.
Catalina  apoyó sobre el pasamano  su mano izquierda  para descender por la pequeña escalerita que tocaba el andén…

 Manuel,  parado justo  frente a ella, no vio un tapado color  marfil,  ni unos zapatos negros… Vio  una mujer  que,  con su cabeza salpicada de azahares, le sonreía enfundada en un largo vestido blanco,  sosteniendo dos   rosas  rojas con su mano derecha. Sintió de inmediato que  un par de esmeraldas   se colgaban como estrellas  sobre su mirada  y fue  ese  instante…el punto de explosión en que el espacio, el tiempo y el amor de Catalina y Manuel,  inscribieron  el inicio de  la historia de sus vidas, unidas  por un capricho del  destino.



PÁGINA 6 – POESÍA ARGENTINA

SUSANA CABUCHI
(Jesús María-Córdoba-Argentina)

A Jeannette Kabouchi. A Siria.

I

Ha despertado
seguramente temblorosa.
Ha escuchado los ayes
ascender las piedras de Sednaya,
ondular sobre las cambiantes dunas
hacia el desierto,
reptar entre los arcos de Palmira,
crecer en los olivos.
Por favor querida, dice
desde ciudades inolvidables
a la hora del sueño.
Por favor querida,
insiste,
escriba sobre Siria.

II

Juntas hemos visto
los juegos del Mediterráneo
frente a las costas de Latakia
y las manchas lejanas de la tierra turca
a través del mar.
Sabe que escuché, conmovida,
cinco veces al día
el hondo llamado a la oración
que surge, poderoso y verdadero, desde
las mezquitas, desde sus altos minaretes.
Sabe que me gustaba caminar
hacia el zoco Al-Hamidiyah
para oler los tejidos
y las especias.
En mitad de la noche
ha querido llamarme. A pesar
de los años y la distancia.
Debió recordar que en la Feria
del Libro de Damasco
me vio adquirir obras
escritas en un idioma que no leo
y que algo en mí reconoció los signos,
esas suaves y delgadas canoas
sobre el papel, esas líneas
de arenas y de vientos.

III

Jeannette,
la prima de mi padre,
no usa velo.
Simplemente lo prefiere así.
Ella es cristiana, Fayez
su esposo, musulmán.
Hemos viajado al mar,
hemos nadado juntas
vestidas con trajes de baño occidentales
como las cristianas y las judías
mientras las musulmanas jugaban
en el agua
con sus largos vestidos mojados
adheridos al cuerpo, más sugestivas
que las turistas europeas
que extendían sus claras
y desnudas figuras
en las playas doradas.

IV

Qué sé, qué desconozco para que ella repita
varios meses después, Susana, no lo olvide
-suena firme su voz en el teléfono-
escriba sobre Siria.
Qué espera, qué me pide?
Hablaré de Quneitra,
del pasto crecido sobre los escombros,
de los testimonios del Golán?
Ibrahim me muestra unos montículos de nada
y dice: esta era mi casa.
Por esta calle iba a la escuela cada mañana.
Y señala la escuela, lo que debo
creer que fue una escuela,
cemento y hierros
arrasados por las topadoras.
De quiénes eran las tumbas?
Cuántos lloraban entre los olivos?
Alguien preguntó
sobre la poesía después de Auschwitz,
también yo lo pregunto
desde las ruinas de Quneitra,
sus hospitales muertos, sus calles incendiadas,
las infinitas filas de cruces blancas sobre
la vergüenza del mundo.
De quiénes son las tumbas?
Cuántos lloran entre los olivos?



PÁGINA 7 – CUENTO

MARÍA ISABEL CLUCELLAS
(Ciudad Autónoma-Buenos Aires-Argentina)

LA ESCRITURA, ESE FLUIR LÍQUIDO DEL TIEMPO

Me pesa el silencio, piensa. Me pesan las palabras que no digo porque no tienen destino. Sí, me pesa el silencio de quienes un día caminamos juntos durante tanto tiempo. Vivir largo es soledad anticipada. Una tarde vacía de ecos se estira hacia la noche del solo recuerdo.
El ayer regresa, breve, fugaz, escapa de las sombras y es apenas un esbozo cargado de nostalgias: mitiga la sed... y desaparece sin ruido.
¡Dios!, me pesa, ¡cómo me pesa el silencio!
¿Dónde, dónde van el ayer que vuelve, se detiene un instante y luego pasa? ¿Dónde los afectos? ¿Dónde leas experiencias vividas, la sustancia íntima de lo ocurrido? Los días, la brevedad del goce, del deslumbre, las horas de sufrimiento, las emociones, los sentires, dónde los hechos? ¿Se esfuman, se desvanecen como si nunca hubiesen sido? ¿En qué espacio, en qué ámbito se esconden, se disimulan, se agazapan, dispuestos a saltar tras una presa deseosa e indefensa?
La mujer se estruja las sienes, el pelo revuelto, los codos apoyados sobre la mesa, la ventana un parche oscuro por encima de la calle.
Todo, piensa, todo lo que tiene movimiento y evolución pasa y va pasando. Siempre habrá un anterior y un siguiente. Lo que se vive es continuo y lo que pasa ¿dónde va? ¿dónde se almacena, dónde se oculta? ¿qué plano del universo visible o invisible lo conserva?
Una frase, una imagen difusa se empieza a perfilar, ¿fija? contornos, engloba una definición ambigua, la teoría del fluir líquido del tiempo, de la realidad inquietante de lo cotidiano.
Los codos se resbalan, la cabeza cae sobre las manos, los dedos se alzan, la contienen.
Resucitar las vivencias. Mirando por encima del hombro todo vuelve, regresa. La luz se recompone, el color brilla, se levantan las sombras, las palabras repiten antiguos ecos, los de entonces que son los mismos, inmutables, sin dejar por eso de seguir siendo.
Vivir una vez más, repasar el libreto. Nada puede gastarse, nada perder significado ni esplendor. Renace en versión original con la fuerza de la mejor obra, del mejor texto.
La mujer se incorpora. A través del vidrio le llegan estrellas.
Sí, todo vuelve. El universo se abre, la mujer recupera el tiempo. El brazo se extiende, la mano tantea, acerca el papel, ciñe el lápiz, escribe. Ya no existe el silencio.
El círculo se cierra, la realidad regresa. El espiral de la vida se hace presente y continúa fluyendo. El arte redime del eventual olvido.



PÁGINA 8 – ENSAYO

GLORIA CEPEDA VARGAS
(Cali-Colombia)

EL DISCRETO ENCANTO DE LA BURGUESÍA

Genio y figura hasta la sepultura, dice el refrán. La reciente tronamenta que agita el cielo político en Colombia, lo confirma. El clan “aristocrático” o burgués  que desde tiempos remotos nos gobierna, pela el cobre a lo largo del espectáculo. Un presidente-candidato y un ex gobernante en perpetuo jadeo de poder, son susprotagonistas cada vez más osados y caraduras.
Si de algo puede presumir nuestra dirigencia política es de su capacidad creativa. Inimaginable ayer y hoy convertido en realidad, el panorama de sus desvelos patrios cambia con el último retorcijón o  el más reciente campanazo. No hay tiempo para el aburrimiento ¿Cuál será la fiera amaestrada en la función de hoy? ¿En qué cuerda se pondrá de cabeza el volatinero mayor? ¿Cuyos los escarceos del payaso de turno?
Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe, ayer compinches en la ejecución de trapisondas  talla X, hoy se repelen a muerte. No hay límites para la saña o la desvergüenza. Forjados en el mismo molde, acuñados con la misma arcilla, torcidos en la misma arrogancia, a dentelladas defienden el feudo que les otorgaron las ingenuidades, miserias o vilezas empoderadas en los intereses del momento, aunque al presidente-candidato habría que abonarle el beneficio de la duda. Llegó a la Casa de Nariño blindado con la aureola de su antiguo jefe y decidió escoger su propio arsenal. Como sus antecesores y en derecho, gobierna de acuerdo a sus aciertos y limitaciones. Fue  discípulo sobresaliente de un maestro cegado por el incienso y la megalomanía;es decir,  su producto estrella. Tan ladinassonlas jugadaspresidenciales, que ni siquiera el oráculo de Delfos habría predicho semejante laberinto  y Uribe no es una  bola de cristal ni una profecía de Nostradamus.
El discreto encanto de la burguesía, tituló Buñuel el film genial de toques surrealistas, intención caricaturesca y denuncias irónicas,acerca de las costumbres corruptas instaladas en un segmento de la llamada burguesía. Con nuestra “élite” política el film concuerda en lo taimado y descompuesto del comportamiento, no en su calificativo. La falta de dignidad que ataca lo que nos queda de sensatez, presente como nunca en esta campaña presidencial, es su polo opuesto. No hay aquí ni sutileza ni elegancia. Solo un encontronazo barriobajero, una exposición descarada de esta caricatura de liderazgo político que nos regresa a las intemperies y gruñidos de los primeros días del planeta.
Para hacer más lucida la representación  de este sainete donde el público bosteza o se involucra, un nuevo personaje hace su aparición: el ex presidente Francisco Santos que no sabe en qué balsa, canoa o lancha de última generación se hará a la mar. Ayer aquí, hoy allá y mañana “en cualquier lugar del mundo”, el patético fruto de este árbol  sostenido por inercia, repta, corre, nada o se encarama. Y ahí van con sus garras al aire o su vocación servilmente perruna,  tahúres y comodines juntos hasta que la muerte los separe. 



PÁGINA 9 – CUENTO

JORGE ISAÍAS
(Los quirquinchos-Santa Fe-Argentina)

TORDOS.

Estuvimos mucho tiempo entretenidos observando el alto vuelo de los tordos que hienden el aire con su brillo de carbón lustrado. Hoy nadie perdería el tiempo con esos entretenimiento de verdadero papamoscas,n diría mi abuelo que no tenía muchas pulgas, para no decir que no tenía ninguna.
De todos modos, hoy escribo lejos del teatro de los acontecimientos, como supo escribir Sarmiento, en esa máquina de furia y de mentira con la que inventó para siempre ese híbrido, el ensayo en estas tierras. Pero hizo algo más, escribió con la excitante respiración de su apasionado modo de convencer. Hizo más: nos construyó una lengua inimitable, pero tan necesaria que sin esa su pulsión incontenible de proponernos palabras para que se supiera que él nos iba a perseguir para siempre, con su entonación única, irrepetible y que hizo que fuera el Facundo y no el Martín Fierro, como dijo Borges, el que nos construyó como Nación. O en todo caso fueron los dos y fueron, como son los grandes textos fundacionales, obras de coyuntura. Es decir cuando las condiciones políticas y sociales que los provocaron no existen más, ese texto palpitante nos recuerda a cada momento que es un ser vivo.
Pero no era de estos textos que quería escribir aquí o a los cuales quería referirme. Se me fue la mano y, coincidente con esa frase de mi amigo Alfredo Veiravé, debo expresar que la literatura es una sucesión de relaciones interminables.
Venía a dejar sentado que aquel paisaje tan bucólico aletea desde el fondo de los años, inscripto en ese tiempo estático o en el ala de una mariposa que sucumbe al fluir del recuerdo, el que nos sumerge en las sensaciones que traen un perfume o el olor de las comidas que hacían mi madre, mis tías o mis abuelas. Es decir todas aquellas mujeres que nos dieron su incondicional amor aunque lo expresaron con palabras sino con esa forma silenciosa que usaban no sé si por su condición de inmigrantes o de mujeres o por las dos cosas a la vez. Todas ellas, sí lo expresaban en la meticulosa pasión que ponían en cocinar, en estar muy atentas a aquel manjar que era nuestra debilidad o nuestra preferencia. En mi casa, lo referí varias veces, era exclusiva y excluyente la cocina italiana, y allí surgía la herencia de mis dos abuelas (abruzzesa una y marchegiana la otra). Abruzzeza también era mi madre, ya que la habían traído de muy pequeña y es obvio entonces que en la mesa de mi casa pesara ese gusto sobre otros.
A mi madre, por tradición, no le interesaba la comida criolla y no creo haber comido un locro o una mazamorra salidos de sus manos.
Y recordando los olores característicos de la infancia y de ese tiempo, estaban los que producían las tareas rurales. El olor que guardaba el galpón que hacía de garage en la chacra de tío Domingo, con su fuerte olor a cemento, a aceite, a nafta, a gasoil, a semilla que se guardaba en bolsas, elegidas para la siembra.
Y dentro de la casa un olor fuerte a vainilla que tía María usaba para sus tortas y sus pasteles y ese otro, penetrante a frituras, prueba de las destrezas heredadas o el arte
Y adquirida de mi abuela, que ella usaba como una cosa natural, sin ningún alarde, porque era su lugar en el mundo, como lo comprendía también mi madre. Por eso, cuando un plato se les festejaba mucho no lo consentían pero se sentían halagadas. Era la forma de mostrarnos su amor.
Y si yo cierro un instante los ojos, veo como si pudiera tocarlo, ese cielo tan celeste que semeja un lienzo, "un cielo de lino dado vuelta", podrían decir Manauta o Pedroni, o algunos de aquellos padres de nuestros paisaje que lo vieron antes que nosotros y si digo que al entrecerrar no dejan de pasar esas bandadas altas como un puñado brillante, negro como granos que de tan negro se azulan dejándonos esa sensación oscura de horizonte que se va ensanchando y va a la búsqueda de nuestro sueño más lejano, el que acunamos tal vez mientras nos llegaban de la cocina las voces y el olor de esas delicias de las mujeres que nos amaron tanto y que producían en nosotros tanta felicidad que luego nunca más fue recuperada en el fragor de la miseria de todos los tiempos.



PÁGINA 10 – POESÍA ARGENTINA

HUGO FRANCISCO RIVELLA
(Rosario de la Frontera-Salta-Argentina)

AGOSTO ES LA MEMORIA DE HIROSHIMA

El día estaba tenso. La mañana era un dardo que caía sobre la isla mientras los hombres trabajaban y los niños corrían por el borde del mar persiguiendo delfines, algas de colores, 
los restos de casco de algún barco pirata naufragado.
Agosto es la memoria de Hiroshima
A las mujeres le colgaban largas cabelleras de peces cilíndricos, de cristales que repiten al sol entre los pájaros que cantan en la sombra.
El Enola Gay apuntaba su muerte de imperio y de crueldad.
Otra vez el Imperio, desplomaba su odio sobre los indefensos, sobre aquellos que alimentan el fuego, que sin saber de números porque saben de música, del amor que los cruza como el viento que demora los ríos, como el sabor del té bajo la luna, como una mujer desnuda a orillas del crepúsculo mientras sueñan sus ojos con distancias que ignora.
Agosto es la memoria de Hiroshima.
Los pájaron llenaron los árboles de confusas historias. Paralizaron la lluvia en las últimas ramas, huyeron hacia dios como los elefantes que corren por la selva escapando del cazador furtivo, del puño que golpea al hombre que ha caído.
-Allá- Por detrás del naranjo-
-A la izquierda del campanario de la vieja iglesia-
-Allá viene el avión-
El Enola Gay despedazaba la mañana con su carga de acero.
-Ya lo ví- Ya lo ví- gritaban las mujeres.
Las abuelas dejaron el pan sobre la mesa para mirar al cielo.
Los hombres corrieron al encuentro de una luz sin medida.
Los niños brincaban y dejaban las huellas de sus pies sobre la arena de un mar que los lamía.
Los peces danzaban antiguos ritos de fertilidad de los sembrados y en el aire lucían sus escamas traslúcidas.
Agosto es la memoria de Hiroshima.
El dedo se posó sobre el botón del espanto. Corrió por el tablero de mando como un beso de la muerte.
¿Quién ha armado esta Guerra?
¿Qué importa si una niña ha roto su muñeca?
En el vuelo del Aguila, el dólar ha dejado una marca de espanto en donde el símbolo se come lo que encuentra.
La bomba fue al encuentro del niño que tomaba la teta de su madre.
Fue al encuentro del viejo colibrí que aprisionó en sus alas el color de la tierra.
Fue al encuentro de la rosa que había enceguecido a los poetas y por sus pétalos lloraba.
¿Quién ha dejado el mar en mi ventana?
Fue al encuentro de las manzanas, de las hojas de té, del perro que corría por el césped del trueno.
Fue al encuentro de los caballos que aplastaban el sorgo y a los arrozales sin dañarlos
La bomba fue al encuentro de la vida en nombre de la muerte.
Fue al encuentro de los hombres, pero los hombres no estaban.
Agosto es la memoria de Hiroshima.
Agosto es la memoria del odio en la tormenta.
La bomba en Hiroshima fue el comienzo de otras bombas que siguen estallando.
Que estallan en el jugo del naranjo.
Que laceran los pies del ocultado.
Que se ensañan con la música del viento resucitado por las quenas y los sicus.
Que caen por las ciudades despiadadas para impedir que el hombre se levante.
Para impedir el amor en las mujeres.
Para quebrar al hombre por el medio.
La bomba en Hiroshima fue el comienzo de otras bombas que siguen estallando.
Que estallan en los hombres que resisten la demencia del hambre y la injusticia.
Que estallan en el Norte junto al niño que sueña una luna de azúcar
y en el Sur de los olvidos golpea su corazón de hielo.
Que estallan en esta patria que aún puede volar como los cóndores
y es en la altura un miedo derrotado
El cazador nunca entendió por que no pudo matar al corazón de la paloma.
En Hiroshima después del genocidio y de la tierra calcinada, crecieron millones de flores amarillas, tímidamente hubo un temblor en la luz y en el incendio el cielo fue azul de la memoria
Agosto es la memoria de todos los hombres de la tierra
Agosto es la memoria en Hiroshima.

ERNESTINA ELORRIAGA
(Córdoba-Argentina)

POEMA VII

Soy la desesperación
la misma
la mismita
la que va sintiendo que el miedo
es un fino estilete de espina de caldén
hincado en su corazón
que ahora retumba como tambor endiablado
la que clama y grita al cielo
no me lleves
ay diosito
mírame
ay mamá
mamita
ayúdame
la tormenta cerca nuestros cuerpos
mientras el relámpago del verano acecha
en el terraplén de vientos de la pampa
se encabrita la tarde por tus vasos
y tú te empinas para empujar el cielo
acerado furioso
tus crines resplandecen bajo el látigo de los truenos
yo te imploro
que despegues de la tierra
que te vuelvas pájaro tú lo intentas
pero tu cuerpo cae caemos
ya desmoronados
acerco mis miedos a tus belfos
tibios de luz en tanto infierno
los ángeles pastosos de tu lengua
me serenan.
No es ni será olvido la infancia de azúcar de tu nombre

MANUEL PADILLA
(Mendoza-Argentina)

literatura para enterrados

combato las palabras con las mismas palabras
y me hundo en el sonido
del vacío
¿será tal vez que algunas caen como brevas de la higuera?
me las como así
machucadas
con la piel estriada
en el suelo que piso
¿qué suelo es la baldosa?
no hay tierra para todos
habrá que irse de aquí
a los campos abandonados
y hacer pozos
esconder palabras secretas
escritas
en papeles
y borrar la huella
varios escritos en pozos
con túneles
como hacen las hormigas
bibliotecas bajo tierra
para que lean los muertos enterrados
en cualquier parte
digo
llenar de pozos los campos
y taparlos
eso
y no las flores.

MARTHA OLIVERI
(Ciudad Autónoma-Buenos Aires-Argentina)

MELANCOLÍA

A mi también me mueren por adentro
los dioses del olvido han dejado su daga
como pequeñas púas clavadas en el centro
y allí donde el sueño acunaba los párpados.
se abre el día inválido de símbolos.
A mi también me mueren por adentro.
Un inicio de albatros que se remonta inútil
demasiado pequeño para el vuelo
sí a mi también ...sobre la escarcha
de amaneceres rotos
me exilian desde adentro
en muertes diminutas
y entre todo padecer
el mayor, el mas cáustico
es saber que este doler ya no me duele.

CRISTINA VILLANUEVA
(Ciudad Autónoma-Buenos Aires-Argentina)

CURA

ÉL es un mar viviente verde. Ella lo nada, se hunde, respira en los abrazos de
las hojas.

El hombre llegado desde el naufragio, la bebe, la alisa, la cubre del
arañazo de las ramas.

La mujer busca  esa señal,  ese brillo. Se repliega para envolverlo.
El hombre  se expande, dispuesto a preñarla a fructificarla, a hacerle
saltar hijos, pájaros, palabras.

Bordean lo blanco

Son juntos, la herida y el remedio.



PÁGINA 11 – CUENTO

AMANDA PEDROZO
(Asunción-Paraguay)

EL RESUCITADO

La única que se animó a vivir con el resucitado, además de su perro Aniceto, fue Ester. Vecinos, amigos y también parientes procuraban olvidar que lo conocían aunque sea de vista. Los que no podían borrarlo de su entendimiento dejaron de dormir y dejaron de comer porque no soportaban la responsabilidad del misterio. Decían que Nicolás Teodolito había muerto una vez y que desconsideradamente volvió a la vida cuando ya lo llevaban a darle cristiana sepultura. Uno contó haciendo en el nombre del Padre por si acaso que en noches de luna llena que es cuando se gestan las niñas y los empayenamientos (1) hacen efecto, el resucitado arrastraba su maldición por las calles del pueblo con cuerpo de perro negro y cara de infelicidad.
Matilde Asunción Resquín, la madre de Nicolás Teodolito, no pudo aguantar más tiempo sin abrir las piernas. El miedo no la dejaba respirar tranquila y aunque estuviera en el catre yacía como bien muerta, no sea que el propio hijo de sus entrañas le pasara por en medio y le trasmitiera la marca de la desgracia.
Consecuentemente y considerando su tendencia natural que era contraria a tanta modosidad en el sentarse y pararse, llenó de pindo karai (2) trenzado el nicho de San Miguel y como ya no tuvo tiempo para pedirle protección, dejó prendida una vela y fue a instalarse para toda la vida en la casa de su cuñado, con quien en vida de su marido se le había ido la rienda tres veces seguidas pero [14] sólo por necesidad carnal y sin pecar verdaderamente, puesto que se arrepintió como es debido con la ayuda de la Virgencita, a quien regaló en agradecimiento sus zarcillos de filigrana.
Cuando los vecinos, amigos y también parientes la vieron abandonar al hijo de sus entrañas, los que habían podido olvidar que conocían a Nicolás Teodolito recordaron de repente y los otros pudieron confirmar así el espanto. Entre lunes y miércoles y en la hora en que todo el pueblo tenía los ojos más abiertos y las piernas más cerradas se escuchaba por todas partes la preocupación de los perros y era en ese momento justo que Ester abrió el portón de tacuara (3) para hacerle el favor al resucitado y de paso a sí misma puesto que ya había cumplido sobradamente su obligación de viuda con el que en vida fuera.
Nadie supo nunca en qué momento Ester comenzó a parecerse a su compañero. De su palidez se dieron cuenta los vecinos repentinamente cuando la vieron arrancando hojas de ruda (4) en el patio, y enseguida todos hablaban de premoniciones y sueños extraños. A los pocos días Matilde Asunción Resquín volvió por única vez a pisar la casa, para mirar a su nuera muerta y cumplir su sagrado deber de madre contándole a su hijo lo que se andaba diciendo.
-Creen que le pasaste entre las piernas a Ester.
-Dios me libre y guarde.
-Y que le chupaste la respiración.
...
Era lunes de luna llena cuando un perro negro con cara de infelicidad cruzó el cementerio. Era martes antes del cocido (5) y la tortilla cuando los vecinos llegaron allí corriendo con el pálpito en el alma. Con esa mirada de los que ya sabían abarcaron por turno el cajón abierto, la tapa arrancada, los pedazos comidos de Ester, la que se animó a vivir con el muerto. [15]
Matilde Asunción Resquín procuró cruzarse con su hijo para contarle lo que se andaba diciendo.
-Creen que fuiste vos.
-Dios me libre y guarde.
-Y tenga misericordia de la finada.
Al día siguiente de eso, Nicolás Teodolito murió desangrado. Nadie supo nunca si se mató de vergüenza o de dolor. Los vecinos, amigos y también parientes que entraron al fin a la casa después de nombrar uno a uno los misterios, tuvieron tiempo de ver cómo el perro Aniceto todavía estaba desgarrando, revolviendo pedazos, seleccionando huesos, comiendo. [17]



PÁGINA 12 – RESEÑA

JUAN EUGENIO RODRÍGUEZ
(Ramos Mejía-Buenos Aires-Argentina)

ROLANDO REVAGLIATTI
PICTÓRICA

Vivir en el incendio que resta, un movimiento de apertura. Ir al encuentro de una mujer conmovedora sentada frente a mí que me nombra.
La voz  poética, es esa otra voz en la muchacha de los bulevares del desnudo rojo,
en las nueve ninfas que danzan en el parnaso, en las meretrices del salón, la voz del poeta invocando a la Virgen de la Escala bella, bellísima y reímos juntos mientras la magia se pinta de blanco desnudo saltando corriendo, asaltando el blanco desnudo. Reímos. Me detengo y digo,

¡yo ya estuve aquí!

sombreros y bonetes, estrellitas erectas, franjitas erectas, Labios o peces de los arrabales, entonces sólo lo ajeno, lo extraño, me es posible.
Ella sigue allí, mujer conmovedora sentada frente a mí, un seno rubio despierto
frente a mí. En mí como sed, como otredad, como deseo.
Abres mis ojos, espíritu que no vives en ninguna forma. Reinas en el silencio
donde arden todas las formas.

Vivir
en el incendio
que resta

un artificio ante la fatalidad irremediable, un acto poético.

Pictórica

palabra en busca de la palabra.



PÁGINA 13 – CUENTO

LUIS FIGUEROA
(Pinar del Río-Cuba)

FIDELINA

Chicho se sintió cautivado por El Cuentero desde el primer día en que se conocieron, sus narraciones le hicieron  un asiduo a las conversadas de limonada y maní tostado. No dejo de ir  por las tardes a “La Tarraya”. Aprendió a disfrutar de  la acogedora sombra del aguacatero, donde recordaba a su familia.
Allí  ocurren  hermosos atardeceres  de un profundo color naranja sumergido en el horizonte de pinos que bordean la parte occidental del paisaje.
Chicho, unas veces acompañaba a Braulio en las faena del campo y otras salían a caminar juntos por la campiña., pero siempre terminaban  haciéndose cuentos.
Así comenzó esa amistad   que no tiene fin. Chicho vivió y disfrutó  aquellos sentimientos que  lo sorprendieron  en su  corta vida.
Una  tarde vio como  una guanaja, grande y de color cenizo  guiaba a  diez pichones hacia el ateje. De inmediato, Braulio le tomó del brazo y lo  llevó hasta la sombra, donde la madre y sus pichones ya comían del rojo frutillo que caía del árbol, y le dijo:
-Aquí te presento al ave de corral más fiel de mi finca, mi hija no se equivocó cuando le puso de nombre “Fidelina”. Hoy por hoy es la preferida , por su constancia ¡yo creo que hasta tiene su  personalidad!
A  Chicho le pareció que Braulio exageraba, y por  su expresión de sorprendido  el cuentero se dio cuenta  de haberlo capturado “in fraganti”  así, se aprovechó:
- Siéntate que vas a conocer una hermosa historia, pero como todas mis historias es la pura verdad, no lo tengo que jurar. Recostado al tronco del árbol   Braulio se frotó las manos con un gesto de alegría y comenzó:
“! Fidelina caray! Ahí donde tú la ves, llegó a mi finquita por un capricho: Resulta que un día  de  feria agropecuaria  nos fuimos para el mercado en busca de las cosas necesarias para la casa, tú sabes: sal, azúcar, ropas y algunas conservas,  lo que nosotros no podemos hacer acá, porque no  salen de la tierra. Nada, que andando y mirando por las tarimas: Tina, mi niña le cogió lástima  a una guanajita to desplumá, la agarró y se la puso debajo del brazo con la decisión de traerla pa la finca. No hubo Dios  que le quitara la idea y mientras más tratábamos de convencerla ¡más plantá la chiquilla!, hasta que se le encaramó a la cabeza lo de rubia-jabá y en una ráfaga de palabras me dijo:
-¡Mire papá si usted no la compra yo me gasto el dinerito que tengo ahorrado para  mis quince, y me la llevo!
– Yo no sé que le vio ella a ese bicho porque estaba feo a más no poder,  en fin, la compré y aquí está, tan Fidelina como la ves.
Chicho se impacientó, porque Braulio no acostumbraba   a introducciones tan largas.
-Está bien pero no te molestes,.
“La verdadera complicación en la historia de Fidelina comenzó cuando se enamoró de un guanajote grandísimo que empezó a darle vueltas todos los días por la orilla de la presita. El animal impresionaba a cualquiera, se inflaba y abría las alas como un dragón y no cesaba de gritar el “Glu- bu- bu- lú” como advirtiendo a los otros animales que él era el dueño y señor de Fidelina. De  más estaría decirte que se aparearon y como todas las guanajas, Fidelina empezó a prepararse para tener familia”
-     ¡Ahí la tienes, esta es su cuarta generación de guanajitos! dijo Braulio satisfecho y orgulloso a la vez.
-  El asunto se siguió complicando al darnos cuenta de que Fidelina desaparecía de la finca todos los días, desde que amanecía hasta que comenzaba el anochecer. Llegaba al gallinero desatinada, cansada y las plumas alborotadas, casi no comía y enseguidita se subía en su lugar de dormir. Al otro día volvía a hacer lo mismo y así estuvo un tiempo  hasta que decidí seguirla y  esperé al domingo. Con el cantío del primer gallo  me tiré de la cama y sin  tomar café me aposté en la guardarraya, detrás del mango macho, para que Fidelina  no me viera  . Pasó por mi lado como alma que lleva el diablo y enfiló camino al paradero del tren. El animalito llegó justo con el pitazo de la locomotora para salir, y se subió al cabú con  increíble destreza. Tuve que apurarme para poder subir en el último vagón .
Dos horas  duró aquel viaje, yo no pude ver que hacía en el cabú durante el trayecto pero cuando el tren se acercaba al paradero de Artemisa y disminuyó su marcha, vi como Fidelina se lanzó al crucero de los caminos que van hacia Cayajabos. Me tiré del tren  y seguí a la guanajita por más de cien metros  monte adentro, hasta que llegó al patio de una casa grande con un portal corrido y techo de guano. Una vez allí desapareció, y no tuve otro remedio que esperar hasta la hora del almuerzo. Los dueños de la casa estaban para las faenas de la tierra.
“ ¡ Porque yo tenía necesidad  saber!  Había hecho el viaje y  a esa hora ya estaba con los sesos en agua, sin encontrar una explicación lógica para  las preguntas que se me ocurrían”.
Braulio  hizo una pausa, se quitó un momento el sombrero para rascarse la cabeza y cambiando el tono de su voz, con cierto artilugio , comentó:
-       ¡No, si cuando yo lo digo! –Mira pa´cá –dijo, tocando la rodilla a Chicho y siguió-¡Nada hay en el mundo más efectivo que un ratico  atrás de otro! ! que un día atrás de otro!  ¡que un año atrás de otro!  ¡El tiempo lo dice todo! ! lo descubre to-di-ti-co!
El pícaro campesino continuó:
-       Sólo tuve que esperar un poco.
El primero en llegar fue  el señor al que Tina le compro la guanajita despeluza. Venía riéndose con la mano extendida, como si me reconociera. Es que los guajiros acogemos las  visita con mucho entusiasmo. Después de explicar a la familia completa lo que me había traído a su casa y de soportar sus carcajadas, me invitaron a comer un rico plato de harina con boniato y manteca de puerco. ¡Que bien venían a esa hora! Durante el almuerzo, los muchachos de la casa no dejaban de reírse. A cada momento uno de ellos se soltaba a reír y los demás lo seguían hasta llegar  al llanto. Ya eso me molestaba.
Fue el  mercader  quien me tiró el brazo por encima y me llevó hacia el patio, más atrás de la arboleda de mangos donde estaba el gallinero y  me  dijo:
-     Mire Braulio, todos los días, poco después que se siente el pitazo del tren, se nos aparece la misma guanaja que usted ha venido siguiendo. Llega con mucho apuro y se sube al cajón de las ponedoras y ahí se pasa el día echada hasta que siente el regreso del tren y sale como una tromba rumbo al crucero. Todo esto lo sabemos por que también nos picó la curiosidad y durante varios días los muchachos la estuvieron siguiendo. ¡Claro, hasta ahora no sabíamos de donde venía! Sólo llegaba, ponía su huevo y en la tarde  se iba. Nunca le cerrábamos las puertas del gallinero !por si las moscas! ¡Mírese usted! ahora se me aparece  y resulta que es el dueño. Y también nos propusimos respetar a… Fidelina ¿dice usted que así se llama la guanaja?
-     ¡Si…si!…ese nombre se lo puso mi hija, la misma que se la compró a usted en el mercado de La Línea.
-¡Vaya usted a saber por qué ella ha seguido viniendo hasta aquí!- exclamó el hombre. ¿Acaso no tienen su orgullo los animales?”
Braulio se levantó  y dando pequeños paseítos de impaciencia, trató de concluir su historia.
“Lo cierto es que nunca más  nos hemos vuelto a preocupar por el viajeteo de Fidelina. Cada vez que se pierde, sabemos que  comienza a poner y sólo tenemos que ir  a la finca del mercader y recoger la cría cuando saca sus pichones, nada más que para ayudarlos a subirse en el cabú del tren
¡Para decir la verdad! Yo siempre he pensado que esa actitud de Fidelina no es  otra cosa que su apego por el terruño en que nació. Braulio terminó la historia y  quedó en silencio durante un rato, como si sintiera el deseo de seguir meditando acerca del asunto.
Chicho  no tuvo ningún comentario que hacer, pero cuando decidieron regresar a la casa, iba cabizbajo pensando.



PÁGINA 14 – POESÍA ARGENTINA

HERNÁN SCHILLAGI
(San Martín-Mendoza-Argentina)

ESLABÓN DE LUJO

un niño ayuda a su padre a tender la ropa
juntos hacen una cadena efímera de manos y palabras
el niño pregunta y el padre cuelga las dudas
las aprisiona con los broches para que no se vuelen
para que sea más fácil luego plancharlas
pero el niño se queda solo en el patio eleva la cara
contra el sol así las gotas de las respuestas
golpean una a una en su cabeza esa piedra llena de poros
olvido y caricias húmedas de cien por ciento algodón
como si una fina lluvia en mangas de camisa
viniera a revelarle un deseo que ya conocía
y la piedra bajo un efecto de erosión inusitada
se abre para siempre

LAURA BEATRIZ CHIESA
(Ciudad Autónoma-Buenos Aires-Argentina)

 HOMBRE

 Como el gusano repta y se desplaza
 hacia ignotos senderos por comida,
 es el hombre llegada y es partida
 con memoria que vuelve, que no pasa.

 Como el ave que anida y se solaza
 en las corrientes cálidas, es vida,
 pues transmite su voz engrandecida
 con el paso del sol que es su coraza.

 Posee la ilusión como lucero.
 Transmite su experiencia con esmero
 y trata de llegar a ver su herencia.

 Él se vuelca, en ella, como espejo.
 Son los hijos y nietos su reflejo
 producto del desvelo y la paciencia.

ALDO LUIS NOVELLI
(Neuquén-Argentina)

CARONTE

le dí al barquero tres monedas
para que me llevara
a la otra orilla del río.
era un viejo parco y gruñón
de sombrías arrugas cadavéricas
en el rostro.
durante el viaje hablamos
de las oscuras trampas del agua
y de las traiciones inmemoriales de los hombres.
me contó de algunos viajeros
que tenían una luz propia
"iluminaban la noche como la luna en el cielo"
recordaba vagamente el nombre de algunos:
Socrates Hegel Niesztche Guevara Zapata Sandino Gandhi…
-Uno de aquellos viajeros- me dijo
-regresó al tercer día
caminando sobre las aguas-.
en la mitad del cauce
una inesperada turbulencia en el río
hizo girar la barca como un remolino.
cuando se detuvo
el viejo se incorporó gruñendo
y siguió remando sin hablar.
al tiempo divisamos la costa
era la misma de donde habíamos partido
el viejo malhumorado me dijo:
-usted no estaba listo aún poetastro
no me haga perder el tiempo
y vaya sabiendo
que los óbolos que me pagó
son míos
me lo he ganado en buena ley.

ANÍBAL DE GRECIA
(Oberá-Misiones-Argentina)

SIGUE LLOVIENDO EN OBERÁ

Es un día propicio para nostalgiar con ganas
                              para sumarle lágrimas a la lluvia
desatar con ella los más exquisitos llantos

sean de dolor acá a la vuelta
o de alegría en el pasillo

que sé yo
a mí
eso de andar seco en tus tormentas no me va.

ILDIKO NASSR
(Jujuy-Argentina)

JUEGOS DE SEDUCCIÓN

afuera los niños cantan
Antón Pirulero
adentro, la cama destendida
vos en mí

cada cual atiende su juego 



PÁGINA 16 –  ENSAYO

HAROLD ALVARADO TENORIO
(Bogotá-Colombia)

PEDRO PÁRAMO CUMPLE 60 AÑOS.

Escritor tardío y autodidacta, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, alias Juan Rulfo (Apulco, 1918-1986), fue una especie de anacronismo en el mundo literario: conocía poco, cuando escribió sus cuentos y su novela, a los clásicos de la literatura de su país, y despreciaba los escritores españoles de la Generación del Noventa y ocho. Prefería autores como los escandinavos Knut Hamsun, HalldórLaxness y Selma Lagerlöf o los rusos Vladímir Korolenko y Leonid Andréyev. Alrededor de los años cuarenta comenzó a escribir una extensa novela, que destruyó, porque su lenguaje no expresaba lo que quería decir. Decidió entonces crear personajes que se acercaran a la gente real de Jalisco, en un español del siglo XVI, con léxico escaso, “o no hablaban del todo”.
El llano en llamas (1953), son quince cuentos acerca de campesinos e indígenas en un mundo violento e insensible; vidas que acosadas por la pobreza, la ignorancia, el clima y el paisaje no han podido elegir sus destinos: una muchacha prostituida por las circunstancias, adúlteros que ahogan al marido cornudo en una peregrinación, campesinos revolucionarios que huyen de sus tierras hacia las montañas, felices de abandonar lugares de miseria, todos empujados por fuerzas que no pueden controlar. Desoladas historias contadas de una manera muy lejana al realismo de protesta social de las novelas surgidas durante la Revolución. Impersonales y crueles en el tono, carecen de juicios políticos o morales: perseguidor y perseguido, ganadores y perdedores todos son víctimas de un llano que los quema. La compasión de Rulfo por ellos surge de la poesía de esta prosa lapidaria, en las desnudas, intensas y repicantes frases parecidas a la tierra seca que le sirve de apoyo. El llano en llamas  es la elegía a un mundo que desaparece. Todo se ha hecho piedra tras las quemas. Piedra el tiempo, piedra las esperanzas, piedra la inacabable resignación. Bandidos y víctimas están oprimidos por los muertos, que pesan más que los vivos.

Con Pedro Páramo (1955), la única novela que publicó, el folklorismo y las militancias de la novela de la Revolución fueron superadas. En vez de retratar con los ojos de la civilización occidental los efectos y causas de la contienda, decide ponerla frente a nosotros en carne viva. Su estilo, parco y severo, se depura hasta crear un tono inolvidable e inigualable en las historia de las literaturas de todos los tiempos, un mundo sostenido por la magia y los sueños que sólo la poesía puede crear. Una poesía de los pueblos abandonados, el polvo interminable, las pestes, las insolaciones, las míseras alegrías que dejan las pobres cosechas, el cansancio y la muerte. Es un libro que en su apariencia trata de las desgracias amorosas de un viejo y rico hacendado con un muchacha que enloquece. Una historia de amor imposible y maldito.
Juan Preciado, uno de los tantos hijos de Pedro Páramo regresa a Comala en su busca luego de la muerte de su madre:

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo cuando ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo.

Así se abre este poema de la desolación y la vida fantasmal de una América Latina poblada por las voces de los muertos vivos que han amado, odiado y lastimado a sí mismos y a los otros, atrapados en la búsqueda de inalcanzables ilusiones donde Pedro Páramo, el sensual, y despótico terrateniente es la viva llama de un mundo hecho de muerte.
Comala es un pueblo hecho de voces y ecos del ayer, del hoy y del mañana. Preciado se entera por boca de Abundio, otro de los hijos naturales del terrateniente, que su padre ha muerto. Pero también están muertos todos los que habitaron el pueblo. Es Agosto con su calor sofocante. Va de un lado a otro dando con espejismos y fantasmas. La muerte en pecado hace que deambulen, sin reposo, por la tierra.
Pedro Páramo había heredado la Media Luna de su padre Lucas, luego de ser asesinado por un peón. El hijo recibe la tierra y el odio por las gentes del mundo. Joven, enamoradizo y pendenciero, el deseo de venganza le lleva a sobornar o expulsar a sus vecinos, falsifica escrituras, corre los cercos, asesina sin piedad, no paga deudas. Para saldar una de éstas casa con Dolores Preciado. La Media Luna avanza hacia una luna de llena de prosperidades. Un día llega la Revolución. La sombra de Pancho Villa ronda el mundo. Luego los Cristeros. Páramo se pone del lado de la Revolución para sacar partido de ella. Acoge rebeldes, promete dinero, hace militar sus secuaces en las filas rebeldes, les vigila. Los intereses del patrón de la Media Luna son favorecidos.
Pero el poder no ha logrado dar a Pedro Páramo lo que más desea: a Susana  San Juan, la compañera de juegos de infancia, con quien se bañaba desnudo en los arroyos y elevaba cometas. Susana, una belleza que no era de este mundo, había quedado huérfana de madre muy joven siendo víctima de las pasiones de su padre. Susana casa con Florencio, pero Páramo ordena darle muerte. Tras treinta años de ausencia, su anciano padre acepta los favores de Páramo y vienen a vivir con él. Susana, de sesenta y dos años, se hace su esposa. La locura la posee. En la cama gime por Florencio. Cuando muere Páramo hace que las campanas repiquen por tres días.

Allá hallarás mi querencia, -había dicho a Juan Preciado su madre-. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas, como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un puro murmurar; como si fuera un puro murmullo de la vida..

La modernidad de Pedro Páramo radica en el uso de técnicas narrativas que imitando la sintaxis del cine revolucionaron la literatura finisecular: reducción del papel del narrador, uso del monólogo interior, ruptura de tiempo y espacio, lentitud descriptiva, ausencia de desenlace y uso múltiple de diálogos. Pero todo ello sería ineficaz si no existiese la voz de Rulfo, la milenaria voz de la poesía:

Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.

Rulfo nació en Saluya, una región de Jalisco, donde tuvieron origen los mariachis y las rancheras, pobre, aislada y devastada por los vientos y el calor, tierra de moribundos, arrayanes y naranjos. Los críticos han creído que sirvió de modelo para Comala.  Su abuelo paterno fue abogado y el materno hacendado. Su padre fue asesinado, cuando el hijo tuvo siete años, durante la revuelta de los Cristeros. De esta época son sus primeras lecturas, en casa de una de sus abuelas, donde un cura había dejado una pequeña biblioteca parroquial. Al morir su madre vivió un tiempo con su abuela en San Gabriel y luego fue enviado a un orfanato en Guadalajara. Logró hacerse contador y se fue a vivir a México en 1933 donde estudió leyes, trabajó en las oficinas de inmigración y entre 1947-1954 en el departamento de publicidad de una fábrica de llantas. En ciudad de México, alrededor de 1940 redactó El hijo del desaliento: «una novela un poco convencional, un tanto hipersensible, pero que más bien trataba de expresar cierta soledad... Quería desahogarme por ese medio de la soledad en que había vivido, no en la ciudad de México, pero desde hace muchos años, desde que estuve en el orfelinato». Entre 1953 y 1954, gracias a una beca de la Fundación Rockefeller, escribió Pedro Páramo. A finales de los cincuentas hizo guiones para televisión. En 1962 ingresó al Instituto Indigenista, ayudando a las comunidades nativas a integrarse en la sociedad mexicana. Traducido a numerosos idiomas poco a poco fue recibiendo reconocimientos como el Premio Xavier Villaurrutia, 1956; Premio Nacional de las Letras Mexicanas, 1970 y Príncipe de Asturias 1983. Como Borges y Onetti, ni el Nobel ni el Cervantes merecieron a Rulfo.

A Juan Rulfo debió habérsele otorgado el Premio Cervantes y darle las gracias por aceptarlo, recordó Juan Carlos Onetti.  Pero es verdad que sólo publicó dos libros. Y también es verdad que durante 30 años se resignó al silencio. Sabía que su obligación literaria había concluido. Era un hombre honrado y respetó su decadencia. Hermoso ejemplo para aquellos que, en el vasto mundo, siguen fatigando máquinas impresoras fingiendo no enterarse.



PÁGINA 17 – CUENTO

IRMA VEROLÍN
(Ciudad Autónoma-Buenos Aires-Argentina)

COMIDA PARA LOS ASTRONAUTAS

Mi padre se enfermó como se enferman los canarios. De golpe y porrazo sus piernas se doblaron y ya no pudo ponerse en pie. Hubo que llevarlo y traerlo, aunque mejor sería decir que tuvimos que arrastrarlo mientras él apretaba las mandíbulas arrugando toda la cara. La contraía en tal forma que daba la impresión de que le hacía una mueca de disgusto al mundo. Le desaparecían los ojos y los dientes postizos se le resbalaban hasta hundirle los pómulos. Sin decir una palabra, nosotros lo agarrábamos de las axilas y lo empujábamos.
Dicen que a su edad cuando alguien se cae ya nunca vuelve a ser el mismo. Y yo creo que él se empeñaba en tratar de ser el mismo para desmentir eso que todos sabíamos y por un motivo fundamental: mi padre confiaba por encima de cualquier cosa en que su persona jamás se traicionaría. Parecerse a lo que siempre fue, más que un acto de lealtad hacia sí mismo, era para él un rasgo de cordura. Lo que cambia, según el turbio criterio de papá, era un descalabro de la vida. Si para mí la vida es como el agua, algo que corre y no tiene forma, algo que no se puede tocar: un sueño, para mi padre era una barra de metal, algo fijo, inmutable, con lo que perfectamente es posible armarse contra cierta clase de adversidad que bien podría ser la muerte. De modo que mi padre había empuñado su vida contra cualquier futuro cambio.
Pero allí estaba, tendido sobre el mundo con las piernas inútiles, siendo llevado y traído de las axilas para que su cara se transformara desfavorablemente ante nuestros ojos asombrados y nuestros brazos cansados de sostener y empujar. Mal que nos pesara, debíamos rendirnos ante la evidencia: la tierra había comenzado a llamarlo y su cuerpo no se resistía. A nosotros nos correspondía luchar contra la fuerza de la tierra para ponerlo en pie o al menos para trasladarlo de un sitio a otro.
Era una tarea demoledora y triste que nos cansaba y entristecía mucho más si contemplábamos la cara de papá hecha un acordeón.
Ya sabemos que una enfermedad comienza por algún sitio y termina en algún otro y que, mientras tanto, hace estragos y que el cuerpo de la gente se deja estragar porque esa es su ley primera. El cuerpo de papá, en este caso, no fue una excepción. A sus piernas muertas, les sobrevino la falta de apetito. Al principio su boca pareció empequeñecerse, pero luego sucedió al revés, se volvió más grande.
- Si alguien no come, se muere- opinó el médico.
Yo pensé que para decir semejante pavada no se necesitaba ser médico. En fin.
Por lo visto era cuestión de sobornar el apetito de papá o seducirle el estómago, como bien dio a entender un pariente lejano. ¿Qué otra cosa quedaba por hacer?
Entonces, de un día para el otro, los cajones de la cocina se abarrotaron de libros con hojas laminadas llenas de ilustraciones gastronómicas, de recetarios hedonistas que recomendaban masticar con fruición y realzar las comidas con espesuras, salsas exóticas y condimentos perfumados. Desgraciadamente papá no comía con los ojos y la sensualidad que mayormente lo había atraído hasta aquel momento había sido muy distinta. A lo mejor, su falta de apetito era más recalcitrante que cualquiera de nuestros operativos de seducción. De manera que hubo que volver al médico luego de la derrota y, encima, con el papá más flaco.
El médico no dijo nada. Le golpeó las piernas con un martillo de juguete y lo miró a los ojos como desafiándolo o desafiando su inapetencia. Después nos miró a nosotros uno por uno y empuñó la lapicera. Sin decir ni media palabra llenó una receta. Debajo de “R/P” trazó unos signos francamente indescifrables y nos extendió el papel con cierto aire de triunfo. No quisimos preguntar nada más, porque claramente pudimos leer: Un tarro por día. Por lo visto la medicina se suministraba en tarros y, a juzgar por la cara de satisfacción con que el médico nos había entregado la receta, debía de ser efectiva.
Arrastramos a papá por el pasillo del consultorio y, al final, la gran bocanada de luz que llegaba desde la calle nos recordó que el mundo era ancho y ajeno y que la fuerza de gravedad no se toma descanso. La cuestión es que el largo tramo que nos separaba del coche se nos hizo larguísimo; aunque papá estuviera más flaco los tramos largos siempre nos extenuaban. Supongo que los días de arrastrarlo y arrastrarlo, al irse sumando, socavaron nuestras fortalezas y buenas predisposiciones. No hay nada que hacerle, a veces el tiempo se pone en contra de nosotros, lamentablemente este era uno de esos casos. Fui a comprar la medicina a la farmacia. Volví con una sensación de dicha gritando que no era un remedio sino una especie de alimento. Así me lo había explicado la farmacéutica. Tenía un nombre pretencioso que sonaba a metal con alguna que otra resonancia futurista.
- Ah, también me dijo la farmacéutica que esta fue la comida de los astronautas cuando viajaron a la luna – agregué.
De repente a papá se le iluminaron los ojos.
Depositamos grandes esperanzas en esos tarritos con inscripciones en inglés.
Venían en varios sabores con etiquetas alegóricas: marrón para chocolate, rosado para frutilla y blanco para vainilla. Papá eligió el blanco y a nosotros nos pareció muy bien, ya que la luna es de ese color y, a aquella altura de los hechos, no podíamos menos que relacionar a los tarritos con el evento más destacado de nuestro siglo: la conquista del satélite terrestre.
Papá bebía el líquido lechoso y espeso con cierta repugnancia. Nosotros lo mirábamos ilusionados y confiados en que ese líquido iba a resbalársele por las piernas hasta llenarlas de vigor. Estábamos prácticamente convencidos de que esos tarritos lo salvarían porque, después de todo, si los astronautas habían logrado poner su pie en la luna realizando la epopeya de vencer la falta de gravedad en ese terreno menos fortachón que la tierra, para sacarnos de la rutina con semejante episodio, eso se debía, sin la menor duda, al contenido de los tarritos. Por el mismo motivo considerábamos que el líquido lechoso iba a apartar a papá de la muertepara atraerlo hacia nosotros y devolverle a sus piernas su propia vida y, de paso, aliviar a la familia de la faena de arrastrarlo de aquí para allá.
Los naturistas no se equivocan cuando dicen que uno es lo que come. Eso creíamos nosotros ferviente y ardorosamente al verlo a mi padre inclinando hacia atrás su cabeza para vaciar los tarritos que sustentaron el prodigio de que el hombre hubiese llegado a la luna. Claro que también, al contemplarlo bebiéndose tarro tras tarro, no podíamos olvidar la información que circuló por el barrio un tiempo después del gran evento: el segundo astronauta que puso su pie sobre la luna se había hecho alcohólico. Nada más ni nada menos, pero no por haber bebido esos tarritos alimenticios sino por un desacuerdo con las leyes inflexibles de este mundo que habitamos. El astronauta había sufrido, allá en la luna, un shock emocional.
Mirábamos a papá bebiéndose su líquido salvador en aquel tiempo blanco que escapaba a la rutina y que todos en casa convinimos en llamar “convalecencia”, sabiendo que no era así, ya que a su edad cualquier convalecencia es por demás dudosa. La vida es frágil, demasiado frágil, acaso laxa, se desparrama tan fácilmente por los costados y se va por la canaleta. La vida es nutritiva, aunque siempre se va.
Llegamos a pensar en hacerle beber muchos tarritos a papá, más de uno por día, para que la fuerza de gravedad se volviera más fortachona bajo sus pies o para que la tierra no lo llamara o para que, al menos, él no escuchara ese llamado. Nosotros pensábamos tantas cosas. Por otra parte que los tarritos vinieran de varios colores era también un motivo de nuestro pensamiento. ¿No eran entonces iguales entre sí o igualmente efectivos? ¿Dependía su posible recuperación de la hora del día en que los bebiera o en la forma de hacerlo? Lo cierto es que nuestras esperanzas, todas nuestras esperanzas, estaban puestas en esos tarritos. Cada vez que abríamos una latita, a mi padre le temblaban las piernas porque él sabía que, para bien o para mal, aquellas latitas propiciaban grandes cambios.
Una sobrina mía tuvo la poco feliz idea de hacer artesanías con los tarros vacíos.
Quiso agujerearlos en la base y ponerles un hilo. Lo consideramos un reverendo sacrilegio. Si bien aquellos tarritos vaciados de vida se habían vuelto inútiles,
representaban lo que eran: el recipiente mismo de la salvación. Nos opusimos a que se desvirtuara su sentido y los guardamos tal cual estaban en un aparador.
Daba pena tirarlos a la basura una vez que papá los bebía. Se me antojaba que eran como naves espaciales vagando por el espacio sin astronauta y sin destino.
Por fin llegó un momento en la vida de papá en que un hecho concordó con los tarritos del líquido lechoso. Fui yo quien lo llevó, hicimos juntos el viaje. Tomamos un taxi en la esquina. Con gran pachorra arrastré a mi padre hacia aquel inmenso hospital. Entramos en una habitación blanca en cuyo centro una cama se introducía en cierto tubo metálico donde angostos discos plateados echaban luces que encandilaban. Como mi padre estaba más sordo que no sé qué y ya no había remedio para eso y como, además, debían darle órdenes por un altoparlante, yo me quedé junto a él. Me pusieron un delantal azul de hule relleno de plomo. Un enfermero me indicó que cuando la voz del parlante dijera: “No respire”, le tapara la nariz a papá, eso era más seguro. Y que cuando escuchara: “Respire con normalidad” se la destapara. Así lo hice mientras los discos de plata giraban alrededor del torso de mi padre que permaneció estático y obediente, ya sea respirando con normalidad o permitiendo que mi mano interrumpiera el camino del aire sin decir ni mu. Enseguida me dolió la espalda por el peso del delantal de hule y por estar agachada con mi cabeza metida también dentro de ese tubo. Le tapaba la nariz y se la destapaba siguiendo las indicaciones de la voz pastosa y rulemánica que surgía cada tanto del parlante. Tapar y destapar la nariz de mi padre. Sí, así lo hice. Él mantuvo los ojos bien abiertos. Como si se muriera atentamente y renaciera adentro de ese tubo que iba a captar el secreto funcionamiento de sus órganos, con la misma fidelidad con que las cámaras de los astronautas habían captado las imágenes de la tierra y del sol, pleno de redondeces indiscutibles y colores tornasolados y distantes.
Cuando salió de aquel tubo, papá se sintió mareado y, a pesar de que lo tomé por las axilas, trastabilló. Daba la impresión de que, de verdad, había regresado de la luna. Por alguna razón un poco ingenua pensé que ahora sí podíamos esperar todo de él. De él y del futuro.
Llevamos a papá al médico con los resultados de aquella exquisitez de estudio medicinal. El médico casi no dijo palabra. Movió constantemente su cabeza dando a entender un “no”, o algo parecido a un “no”.
Dormí mal aquella noche y soñé con el gran tubo en el que había metido a mi padre y con mi voz diciendo que respirara y que no respirara como si yo hubiese sido Dios dando vida y dando muerte. Hasta que, de esa forma inesperada en que suceden las cosas en los sueños, me vi flotando en el aire. También lo vi a mi padre, pero debajo de él estaba la luna, tierna y polvorosa, la gran luna lunar, llena de majestades, a pocos centímetros por debajo de sus pies. Era una luna completamente plateada. Una luna de ésas que usan en el cine, una luna fellinesca y sabía que si hubiese acercado mis manos al piso se hubiera deshecho entre mis dedos. Los pies de papá flotaban sin apoyarse, no porque él no hubiese sido capaz de hacerlo, ya que por algo había bebido y bebido las latitas merecedoras de tanta gloria sino porque estaba enterado de las consecuencias que acarrean tamañas hazañas. De modo que siguió flotando en la blandura de un Universo chato, que amagaba disolverse al menor pestañeo, mientras el espacio infinito y la tierra allá lejos lo convertían en un auténtico astronauta. Claro que no llevaba traje ni casco ni nada. Su cara relajada y sus piernas sueltas en el aire opaco. Y millones de latas vacías sin el alimento con líquido lechoso flotaban graciosamente a su alrededor.
“Es sólo un sueño”, me repetía y traté de despertarme y no pude. Me quedé pensando en lo oscuro que era el cielo abierto, en lo oscuro y lo grande que se veía en realidad, por eso el interior de las latitas vacías relampagueaba y los ojos verdosos de mi padre se parecían a los de pez fuera de su escenario natural. Todo eso pensaba mientras seguía tratando de despertar. Pero no pude. No pude. Vaya a saber cuánto tiempo estuvimos sin que nada pasara. De repente se me cruzó un pensamiento revelador: “¡Este no es mi sueño! Estoy metida en el sueño de papá”.
Al principio no me gustó nada el pensamiento y me puse muy tensa. Menos mal que después recapacité y decidí aflojarme. Hice bien, porque cualquiera en mi lugar hubiera sospechado que aquel iba a ser un sueño muy pero muy largo.
Zurcir el vacío*
Las manos de mi madre bordeando los huecos de la memoria. Otra vez zurciendo la toalla, dejando el agujero mayor -enorme como Júpiter- para una próxima ocasión.
De alguna manera el hilo que intenta cerrar abre a la vez.
La abuela italiana, madre de mi padre, envió esta toalla junto con otros presentes para una fecha importante, un cumpleaños quizás. La toalla llegó, pero el resto de los regalos se los quedo una conocida que había ofrecido traerlos a la vuelta de su viaje a Italia.
Esta obstinación por no tirar esta toalla, o lo que queda de ella después de décadas de uso. Ese recurso desesperado por defender una memoria endeble.
Las manos de mi madre luchando contra el vacío. Contra los huecos que nos asedian el día a día.



PÁGINA 18 – POESÍA AMERICANA

JORGE VINITZKY
(Ciudad Autónoma-Buenos Aires-Argentina)

Voy tras los huesos,
desde mi alma en vilo.
Voy tras los huesos
con una decisión azul,
con marcha firme.
Voy con la presteza de la vida,
a mi cita con los esqueletos.
Voy tras los huesos
de aquellos que me precedieron.
Voy en busca del túmulo
de piedras calizas,
que yace en la pradera del silencio.
Llevo una piedrecilla
en mi mano derecha.
Llego con el viento
de recuerdos y premoniciones.
No hay flores en el páramo.
Dejo sobre el antiguo sepulcro
la piedra de mi memoria.
Mi humilde presente.
El tributo a mis muertos.

EMILIA MARCANO QUIJADA
(Ciudad Ojeda-Zulia-Venezuela)

Soy dueña de una caja donde vive 
la locura, 
ama de muchos desafueros. 
Voy dos pasos atrás, dos más.
Tengo un nombre y una pregunta:
Me llamo atardecer 
en la basura,
contemplando el silencio.
Me llamo libertad desconocida,
me llamo
mancha de semen en la pared.
Me llamo ejército de liendres
que bailan melodías de espanto.
Me llamo miedo,
claridad de los faros de la calle,
me llamo espíritu de humo y piedra,
trashumante de las esquinas.
¿Qué espero?
Espero el día,
la muerte
tocando el suelo,
viviendo
de remembranzas,
de tiempos prestados,
suerte distinta,
silencio mío, vida propia,
migaja de paz.

ROSSANA AICARDI CAPRIO
(Pando-Canelones-Uruguay)

INSPIRACIÓN

Cuando llegas
          sin nombre
y te instalas frente a mí
como un espejo
       lágrimas de tinta
                                  corren
sobre la hoja  seca
…y brota el verso.

YANARYS VALDIVIA MELO
(Ciego de Ávila-Cuba)

ACTÚO DESDE MI CUERPO

Realizo este acto de peregrinaje desde mi cuerpo,
en un ómnibus que no lleva a otro sitio, que a mí misma.
A mis ojos no les está permitido descansar,
tienen un enorme camino desandado,
mientras esta pradera se extiende
hacia nuevos dominios que nos pertenecen.
Realizo este acto frente a todos,
mientras el verde de tu poema se escurre tras el cristal
de esta mañana en que estás solo en mí.
El tiempo es ahora virgen, fuga hacia tus ojos que me esperan.
En un escape definitivo
amé y me bebí el poema
como tú lo hiciste esa noche en mi cuerpo.
Quiero morir antes.
No quiero ver otro día sin tu rostro,
no quiero escuchar otras palabras que tu nombre,
no me quiero salvar si no estás en mi cuerpo,
si no esperas mis manos, si no rompes mi silencio.

CARLOS LÓPEZ DZUR
(Orange County-California-USA)

Toma lo sagrado de la Naturaleza
como ética, aquí está Yocajú Bagua Maorocoti,
Opiel Guobiran, Baibrama, Corocote
y Maketauri Guayaba,
y observa lo que les dicen porque yo
los envío y yo los alimento
para que también les ofrezcan
corazones valientes,
sin estómagos vacíos.

Pueden cazar a pequeños roedores,
coman de la jutía, la iguana,
y la higuaca, y pesquen la mar
dulce y salada; pero, ésta
es la mayor riqueza.

Sean un pueblo de pan de amor.
Acarician la tierra porque el pan lo puse
dentro de la esencia del humus,
no sobre ninguna hornilla
o piedras de fuego.
El pan tiene en sí mi trabajo,
su afán,
nuestro secreto.

Sean un pueblo de yuca,
aunque pesquen,
aunque atrapen serpientes e iguanas
aunque cacen y beban uicú
de yuca amarga.

En los coyes de mi superficie.
arrullen como a recién nacido
cada fruto en el alba
y en cama de leña coman
y cuando coman, canten a quien
sembró primero, su Madre
YaYa, canten para ella
y que suban sus areitos y tambores
espíritus de vida y goeiza de alegría
al Coaybay.



PÁGINA 19 – CUENTO

MABEL PEDROZO
(Asunción-Paraguay)

LOS LUCIOS

     Lucio Grondola dejó la casa el 17 de julio para irse a vivir con la mujer que esperaba un hijo suyo. El otro, el hijo que ya tenía, preguntó por él dos días después, cuando abrió el placard y encontró las perchas vacías. Mamá, dónde está papá. Se fue. Dónde. No sé. Cuándo va a venir. Ya te dije que no sé.
     También se llamaba Lucio, como él. Tenía sus ojos, su pelo desteñido, su andar vacilante. Era un niño de 8 años silencioso, apegado únicamente al aparato de televisión que le instalaron en su dormitorio cuando cumplió cinco años. No volvió a preguntar por su padre hasta que escuchó su voz en el teléfono. Voy a pasar a buscarte. Bueno. Vamos a irnos al parque. Bueno. ¿Y mamá? No está. Y después ella preguntando: Qué quería. Llevarme el sábado al parque. Y qué le dijiste. Que bueno. ¿Te preguntó por mí? Sí. Qué le dijiste. Que no estabas.
     Lucio Hijo extrañaba a su padre pero no lo decía. Ni siquiera cuando él le preguntó (el primer sábado que salieron juntos) habló de eso. Se quedó callado, viendo con esos ojos que eran idénticos, al hombre que amaba. Estaban en la camioneta, frente a un semáforo. Lucio Padre le pasó la mano por el hombro y él se retiró con un gesto de desagrado. No me tengas rabia, hijo, yo nunca voy a dejar de ser tu papá. ¿Me escuchás? Sí. ¿Querés decirme algo? No. ¿No? No.
     Fueron salidas de dos a seis de la tarde, un helado, una película, un shopping, el hastío pero también la alegría del niño cuando veía a Lucio Padre desde la ventana, llamándolo con la bocina para no tener que entrar a la casa y encontrarse con los ojos amargos de su ex mujer. Y luego ella, a la noche, interrogándolo como si no le importase, como si le hablase de eso como podía hacerlo de cualquier otra cosa, esforzándose por apretar las lágrimas hasta que alguna se le escapaba y le mojaba el rímel de las pestañas. ¿Pero qué más te dijo, habló de mí, de la casa, te dijo si iba a venir a dejar la mensualidad? Y él, vencido por el sueño y el aburrimiento, queriendo irse de una vez a la cama para dejarla llorar en paz.
     La vida cambió para todos en el verano, cuando nació el otro hijo, el que se llevó a papá de la casa. No hubo paseo ese sábado. Una llamada telefónica sirvió para pedir disculpas, para escuchar la voz emocionada de papá contándole que nació su hermanito, que también se llamaría Lucio, como ellos. Quedaron para el sábado próximo, pero nunca volvió a ser como antes.
     Se arregló que Lucio Hijo visite la casa nueva de papá porque de todas formas ya era tarde para esperar una reconciliación. Además, la sicóloga de la escuela lo recomendaba para que el niño acepte su nueva situación familiar. Mamá le dio un beso en la puerta como si lo fuese a perder, aquella tarde de enero.
     Fue la primera vez que Lucio Hijo vio a Teresa, la mujer de papá que no era su mamá. No la podía querer, eso lo sabía, aunque de no ser tan fiel a mamá a lo mejor le hubiese gustado su pelo almendrado que le caía en ondas sobre los hombros. A la orilla de una cuna cubierta de tules, papá sonreía mostrándole el bulto colorado que dormía. Es tu hermano, hijo. Bueno. Crees que se parece a mí. No sé. Pero acercate, vení que no te va a morder. Bueno. ¿Y, se parece a papá? No sé.
     A veces papá reincidía en los sábados sólo de ellos, en las caminatas silenciosas por el parque y los palitos de helados de chirimoya. Eran los momentos más felices en la vida de Lucio Hijo. Sentía la mano enorme de papá sosteniéndole, no porque hiciese falta, sino porque era una manera de estar lo más cerca posible. Cómo te va en la escuela. Bien. Y las calificaciones. Bien. Querés irte ya a casa. No, quiero otro helado. Y papá sabía que aunque le doliese el estómago seguiría pidiendo helados para quedarse un poquito más a su lado, ellos dos, solos, en el parque.
     La ausencia de papá se sintió aún más en la casa cuando mamá comenzó a olvidarlo. El niño lo notó antes de que le cuente nada, antes de que ella le diga que también tenía derecho, que su vida no era vida y que ya era hora de que Dios se acuerde de ella. Un día dejó de preguntarle qué le dijo papá, cómo iba vestido, si seguía mascando chicles de anís y arrastrando los pies cuando caminaba.
     Luego vino la confesión. Mamá está saliendo con una persona muy especial. Él va a venir a conocerte, a conversar contigo, a que le muestres tus juegos de combate. Vas a ser bueno con él, porque mamá quiere que sean amigos. Y después él, su olor a cigarrillo ensuciando la sala, sus manos de extraño tocando la rodilla de mamá, el ruido de besos cuando el niño se hundía en la cama para no escuchar lo que siempre terminaba escuchando.
     Pasaron cuatro años para que Lucio Papá se preocupe en serio. Al principio pensó que el tiempo lo arreglaría todo, y así fue con algunas cosas, pero no con aquélla. Claro que entendía que a Lucio Hijo no le agrade el novio de mamá o Teresa, pero ¿por qué rechazaba a su hermano? El pequeño lo adoraba. Los sábados lo esperaba sentado en su sillita de plástico y cuando lo veía llegar con papá él abría los brazos pidiendo upa. Siempre era papá el que lo alzaba, de lástima, para no dejarlo de balde, para que Teresa no comience a protestar.
     ¿Acaso podía obligarlo a querer al pequeño? Intentó hablarle pero cuando comenzaba no sabía qué decirle. A sus 12 años Lucio Hijo ya había sufrido mucho en la vida (por culpa de él, en buena medida) de manera que costaba imaginar hasta dónde valía la pena amargarle las pocas horas que pasaban juntos reprochándole su conducta. Por eso se le ocurrió una manera de acercar a sus hijos sin decir una palabra.
     Era un luminoso sábado de setiembre cuando papá llevó a Lucio Hijo a una ferretería. Compraron un rociador de insecticida, un frasco de veneno para hormigas, abono natural, una azadita para el pequeño, sobrecitos de semillas y dos rastrillos. Papá quería un jardín cultivado por los tres Lucios. Dijo que sería el más hermoso de todos, y esa misma tarde se pusieron en campaña.
     Lucio Hijo aprendió a mezclar y a cargar el insecticida en el depósito de metal. Papá le pidió que rocíe los linderos del jardín mientras él y el pequeño descargaban las semillas en un recipiente. También ayudó Teresa, que después trajo jugo de naranja en vasitos de plástico y se sentó en el regazo de papá haciéndole cosquillas con la lengua mientras él no dejaba de mirar a Lucio Hijo como si se sintiese culpable.
     A las cinco llamó mamá. Dice que internaron a tu abuela y que te quedes a dormir; dice que quiere hablar contigo. Papá le pasó el tubo. Mi amor, es sólo esta noche. Está bien. ¿No estás enojado con mamá? No. ¿Te vas a portar bien? Sí. Papá tiene el teléfono del hospital por si algo pasa. Bueno. Que duermas bien, tesoro. Bueno.
     A Teresa no le cayó bien la noticia, pero se calló porque papá le miró con esa cara de que no le perdonaría si decía algo en presencia de su hijo. Por eso se fueron a discutir en la pieza, tan tontos los dos, olvidando que Lucio Hijo estaba del otro lado de la ventana, matando las hormigas con el rociado de insecticida.
     Por qué tenemos que cuidarlo nosotros; no es nuestro problema. No es tu problema, Teresa, pero el mío sí si te acordás que estamos hablando de mi hijo. «Tu» hijo, como si sólo tuvieses uno. ¿Viste cómo sos, cómo torcés las cosas para hacerme sentir mal? Yo sé que tengo dos hijos, pero en este caso estoy hablando de uno de ellos, no de los dos.
     Perdoname Lucio, pero no me trago ese cuento de la abuela enferma, y si te digo la verdad creo que tu ex hace eso para amargarme la vida, porque nunca me perdonó que te saque de su lado. No comiences, Teresa; ¿sabés qué cansado estoy de esa cantinela?
     Lucio Hijo se puso en puntas de pie para ver dentro de la pasta claroscura del dormitorio. Ya habían dejado de discutir. Teresa se levantó la solera para sentir la boca húmeda de Lucio Padre en el pecho, para arrastrarlo encima de ella aunque él miraba hacia la puerta, aunque demoraba los cierres y los botones porque no es el momento Teresa, pero ella insistiendo, pero si nadie nos ve, pero si están jugando en el patio, pero si te deseo ahora.
     En el bulto gimiente papá ya no era papá, era una cosa volteándose dentro de las piernas de Teresa, perdido en un mundo de sábanas, de uñas arañando la espalda, un mundo que no tenía nada que ver con los otros dos Lucios que estarían en el jardín tratando de quererse porque no tenían más remedio.
     Papá los encontró como los dejó, al pequeño haciendo agujeros con la azada y a Lucio Hijo rociando el lindero que faltaba. Papá olía a camisa limpia y a champú. ¿Querés acompañarme, hijo? No. ¿Seguro? Sí. Bueno, después que termines con eso entrá a bañarte y esperame, que voy a traer las hamburguesas para ponerlas en la parrilla. El chico lo veía a su lado aunque jamás apartó los ojos del caño azul por donde el veneno salía en chorros cristalinos. Lucio Padre subió a la camioneta y se fue.
     Detrás suyo, Teresa apareció por la puerta de la cocina. Traía en la mano una caja de fósforos que dejó sobre la mesita, al lado de los vasos de plástico, cuando vio a su hijo embadurnándose con la tierra. Le dijo algo, regañándole, le sacó las ropas y con la manguerilla de regar plantas le tiró un chorro de agua. Le ordenó que no se mueva de allí mientras traía un jabón y volvió a desaparecer por la puerta de la cocina.
     Lucio Hijo acomodó en su espalda el reservorio del insecticida, ajustó la cinta que iba unida al rociador y caminó, sin apartar el dedo pulgar del disparador. Pisó dos o tres montoncitos de tierra, obra de los juegos del pequeño, sin detenerse.
     La tarde comenzaba a mancharse de colores pasteles. El niño lo vio frente a él y levantó los brazos. No sintió la diferencia, excepto el olor agrio, entre el agua de la manguerilla que le derramó mamá y el líquido con que su hermano de padre le humedeció la cintura, el sexo, las piernas. El niño todavía tenía los brazos en alto, pidiendo que lo levanten, cuando Lucio Hijo fue hasta la mesita, buscó los fósforos y volvió. Acercó la cerilla prendida a la piel del pequeño y casi vio los ojos de Lucio Padre en él, antes de que el fuego tome contacto con el insecticida impregnado en su piel.
     Después pasaron muchas cosas. Teresa gritando. Un vecino corriendo hacia la casa. Alguien hablando de pedir una ambulancia. Lucio Hijo se escondió en el zaguán con la vista pegada a la calle. Pronto vendría papá. Pronto sabría si después de todo se quedaría a dormir en esa casa, o si tal vez le dejarían llamar a mamá para pedirle que lo venga a buscar.


PÁGINA 20 – ENSAYO

RODOLFO ALONSO

(Ciudad Autónoma-Buenos Aires-Argentina)

PALABRA DE PAVESE


Piamontés universal, Cesare Pavese es sin duda uno de los más significativos escritores italianos del siglo XX. Nacido el 9 de septiembre de 1908 en el medio campesino de Santo Stefano Belbo, hijo de un secretario de juzgado en Turín, iba a concluir poniendo fin a su vida (“Palabras no. Un gesto. No escribiré más”, son las líneas finales de su indeleble diario, El oficio de vivir), en un cuarto de hotel en Turín, el 27 de agosto de 1950. Esa vida y esa obra se irían cubriendo (y los argentinos fuimos tal vez de los primeros en percibirlo fuera de Italia) de significados a la vez entrañables y nítidos, donde conviven voces ancestrales y moderna lucidez, cuya riqueza, perfección formal, perdurabilidad y resonancia permiten considerarlo un auténtico clásico.
Dueño de una apasionada inteligencia, una bella sensibilidad y una indomable voluntad de raciocinio, en pocos como en él se reunieron en su época, a la vez como evidencia estética y como testimonio intelectual, por un lado la entereza de un humanismo capaz de pensar y de intentar un mundo para todos (“en medio de la sangre y el fragor de los días que vivimos va articulándose una concepción distinta del hombre. El hombre nuevo será puesto en condiciones de vivir la propia cultura y de reproducirla para los otros, no en abstracto, sino en un intercambio cotidiano y fecundo de vida”). Junto a ello, la devoción por una belleza que no se niega a ninguna verdad, por aparentemente oscura que parezca (“La fuente de la poesía es siempre un misterio, una inspiración, una conmovida perplejidad ante lo irracional, tierra desconocida”). En esa tensión, que no supo dejar fuera a su propia vida, alcanza una hondura y calidad especialmente tocantes. Y aunque el suicidio parece constituir el broche de la angustia, una tozuda, lúcida y fecunda voluntad de vida, de belleza y de trabajo emerge limpiamente de sus palabras.
Su juventud creció con el fascismo, que lo arrestó el 15 de mayo de 1935 y lo confinó, como opositor político, en Brancaleone Calabro, de donde volvió en marzo de 1936. Pero no cambiado. A la bochinchera y grandilocuente cultura oficial del fascismo supo enfrentarse, lúcidamente, como su impar compañero de generación, Elio Vittorini, con la traducción y el análisis crítico de la gran literatura norteamericana. Heredero de un mundo campesino que nunca cesó de nutrirlo, su primer libro, Trabajar cansa (Solaria, 1936, con reedición aumentada de Einaudi, 1943), es un nuevo ciclo abierto y cerrado por él en la poesía italiana moderna, tanto como una revisión exhaustiva de ese mundo natal, lleno de atavismos que, a pura luz de razón, se convierten en auténticas iluminaciones. Y ese mundo está siempre presente en su gran narrativa. Y hasta en sus resplandecientes ensayos, donde la percepción del claro espacio mítico que es el campo, la viña, el bosque, la sangre, la noche, los astros, se convierte en alimento de esclarecedoras conclusiones.
Llegó a triunfar en Turín, la gran ciudad de sus sueños de infancia, como intelectual y como artista: pudo ser director literario de la prestigiosa editorial Einaudi y poco antes de morir recibió el consagratorio Premio Strega. “Narrar es como nadar”, supo decir, aludiendo a los ritmos combinados con que el nadador desplaza su cuerpo en el agua, y también “Narrar es monótono”, por supuesto en el sentido de la insistencia, de la persistencia en un tono, en un clima, que nunca es puramente verbal aunque está hecho de lenguaje. Las palabras de los hombres a las que supo aludir cálida y sabiamente como “esas tiernas cosas, intratables y vivas”.
Italo Calvino advirtió lo imposible de imaginar hacia dónde habrían llevado a Pavese las inquietudes etnográficas y antropológicas que lo apasionaban. Y percibió su compleja y angustiada personalidad, esa voluntad de razón iluminista que sin embargo no abandona una temblorosa auscultación instintiva. Mucho de ello se advierte en los inteligentes y lúcidos ensayos que reunimos y tradujimos con Hugo Gola, no mucho después de su muerte, con el título de El oficio de poeta (Nueva Visión 1957), donde en “El mito” escribe: “Antes que fábula, casi maravilloso, el mito fue una simple norma, un comportamiento significativo, un rito que santificó la realidad. Y fue también el impulso, la carga magnética que pudo, ella sola, inducir a los hombres a realizar obras”.
Hay en todo Pavese la felicidad del trabajo consumado, esa satisfacción por el logro tras el esfuerzo, pero también la insatisfacción permanente ante el vacío posterior, ante la incapacidad de volver a colmarlo o el temor de no lograrlo. A ese vacío aludió como uno de los motivos de su suicidio, y aunque nunca lo sepamos con exactitud (¿quién podría?), se hace imposible no advertir que el hombre capaz de realizar en sólo 42 años de vida una obra semejante, difícilmente estuviera terminado como artista. El mismo que, horas antes de tomar una trágica decisión, escribía en su diario: “Mi parte pública la he hecho –lo que podía–. He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos”.
No pocas veces reiteró Pavese que consideraba a Diálogos con Leucó “la cosa menos infeliz que yo haya escrito”. ¿Cómo no coincidir con él ante esos diálogos de transido lirismo y honda resonancia, que logran el casi milagroso resurgir, como una moderna fuente de vida, de los fundacionales mitos griegos? Y recordemos que ese libro quedó abierto junto a su lecho, en el cuarto de hotel donde se suicidó. Que su palabra fue escuchada, lo probaron tanto su persistente repercusión como la estima de sus contemporáneos. Emilio Cecchi lo dijo quizá mejor que nadie: “Reconozcamos, una vez más, que de su generación Pavese fue de los espíritus no sólo artísticamente más dotados, sino, en el conjunto de todas las facultades, intelectual y moralmente más ejemplares”.



PÁGINA 21 – ENSAYO

J.M.TAVERNA IRIGOYEN
(Santa Fe-Argentina)

LUIS DI FILIPPO: EJEMPLARIDAD DE UN PENSADOR                                                                                                   

Este año se cumplen 19 años de la desaparición de Luis Di Filippo: un santafesino comprometido con su tiempo, intelectual alerta, pensador sin concesiones.

La obra de Di Filippo observa una línea reflexiva de incontrovertible coherencia..El hilo del pensamiento crítico adquiere, en su palabra, una continuidad que –por sobre aspectos analíticos determinados- revelan de manera inequívoca su verbo preciso, un estilo directo y  punzante, la seducción por la verdad .

Su obra ofrece la fortaleza de un verdadero credo. No sólo por lo que aporta desde su convicción y formación libertaria, sino fundamentalmente por su pasión para abrir espacios de confrontación investigativa; por la fuerza de introducción en túneles discursivos que revelen ; por el rigor intelectual con que están escritas todas y cada una de sus páginas.

La política, quizá uno de los campos de la sociología más apasionante y polémica, está en su obra casi como una constante. Parte él de la política para encontrar un hombre nuevo;  se posiciona en el poder para descubrir debilidades y denunciar apostasías;  convoca a los utopistas para abrir el abanico siempre necesario de la esperanza. Su versación, su ánimo de estudioso, su permanente inconformismo, construyen parte de una dialéctica enriquecida y a la vez orientadora. Nunca su pluma se moja en falsas impostaciones de erudición o enciclopedismo. Si está Sócrates, si está Platón o aparecen los humanistas del medioevo o del renacimiento, por algo es. El discurso, su metodología discursiva, va a veces apropiándose de conceptos ajenos, para dimensionar su propia resolución. Así, le son familiares y muy queridos Tomás Moro, Pico de la Mirándola y Campanella. Así también Macchiavelo entra en sus fervores tanto como Marx y Engels. En cada uno avizora siempre la dignidad del hombre, sus conflictos de lucha, sus posiciones e ideales.

Di Filippo va, seguramente, tras el sentido de la existencia. Sin ser ateo ni ser agnóstico, tiene conciencia de Dios. Y así como lee y se impregna de algunos textos de sor Juana Inés de la Cruz para saber quién es el hombre, así también puede citar con elocuente oportunidad a Santa Catalina de Siena o al pobrecito de Asís para tratar de discernir con prudencia acerca de las llamadas sociedades organizadas.

¡Cuánto respetó a Erasmo de Rotterdam, a Miguel de Unamuno, a Read, a Russell! ¡Cuánto disintió con ellos! Abierto al trance polémico, a la lúcida confrontación, jamás se sumergió en dialécticas farragosas y contradictorias , en caminos cerrados. Discordia, uno de sus libros primigenios, es una auténtica lección  del más puro pensamiento ideológico. A esa obra le seguirían La política y su máscara, La ruta de la concordia, entre tantos más. Y obras que, de pronto, constituyeron verdaderos ejercicios de humor pensante: como La antena hechizada, construida alrededor de la noticia y su glosa, o su Antología humorística del refranero: un caudaloso río  de paradojas e ingenio.

Alguna vez afirmamos que Luis Di Filippo tuvo la estatura de un magíster, aunque no dejara discípulos. Poseía la capacidad de convocar (como lo hacen los auténticos pensadores), de incentivar el interés de los jóvenes, de propiciar el diálogo esclarecedor o polemizante. Además, lograba contagiar  el vicio de la lectura: tal su punzante agudeza frente a determinados temas y la amplia gama de sus aportes ante tiempos sociales del siglo que le tocó vivir.

Así, no es extraño que su prosa, elegante e incisiva, abra la puerta a Sarmiento y a Ortega, tanto como se nutra de los aportes y las posturas de Proudhon y de Bakunin. ¡Con qué brillo reconquista alguna línea de Anatole France o de Emile Zola! Humanista sereno y a la vez crítico empecinado , su trabajo ubica siempre en primer plano el protagonismo que le cabe como hombre de su tiempo. Como pensador sin claudicaciones. Como visionario y propulsor de una libertad sin cerrojos.

Entre sus muchos ensayos figura el profético La agonía de la razón. En tiempos como los que corren, en que tal marco pareciera constituir un abismo cada vez más profundo e inexorable, ¡cuán necesitados estamos de voces como la suya para alertar los ánimos, para despertar tantas conciencias dormidas!
                              


PÁGINA 22 – POESÍA AMERICANA

FRANK PEREIRA HENNESSEY
(Barranquilla-Colombia)

OCULTAR EL TIEMPO

 la tierra y las cosas
que están en ella,
y el mar y las cosas
que están en él,
que el tiempo no sería mas.
Apocalipsis 10.6
Ocultar el tiempo
de una colina
silvestre,
eclipsa
la mente veloz de los pájaros .
en el intersticio fugaz,
que viaja
en los ríos de sangre
con el rumor de una violeta,
oculta
en el zaguán de la noche.

ANDRÉ CRUCHAGA
(San Salvador-El Salvador)

FIRMAMENTO

Bostezan las grietas del firmamento como esos viejos esplendores del oleaje.
De no haber recuerdos despertaríamos sin paracaídas.
A veces le quitamos con desmesura lo pegajoso a los vacíos, o al tacto
que rota en una ráfaga de gaviotas.
Ante el cambio de estación de los muñones, olvido las pócimas de memoria
que he perdido junto a la piel lacerada por los girasoles.
Uno camina a través de los sudarios de la noche para enterrar el caballo
del olfato, la estampida a quemarropa de los fósforos, el mercado 
de las postrimerías con todos los bolsillos vapuleados.
Toda el alma llega a un punto de lo inaudito: ¿existen los manubrios 
de los brazos, el convoy de alientos como una sonaja?
En el firmamento incinerado del minuto, cabe el contrabando de la sed,
y los funerales que sorben la piel.
En el mundo interno de la caverna, la carne sea con nosotros.
Desventurado el párpado ante los murciélagos: en la aldea se enarbolan
al unísono los espejos, mientras la ceremonia sigue su enmarañamiento.
Nada nos ofrece el firmamento, salvo la elegía agolpada de los moscardones,
salvo el tímido invierno sobre el quinqué,
salvo los pujidos hondos de la granazón que se vive en los sueños.
El zumo nos llega como la hojarasca podrida de la tristeza; en cada infancia,
el tiempo guarda sus látigos de oscuridad: contrario a la ternura, el sinfín
como una brasa oscura, páramo atornillado en los zapatos…

ARTHUR SZE
(Estados Unidos, 1950)

LA OPORTUNIDAD

Las montañas negro azulosas están grabadas 
con hielo. Manejo hacia el sur bajo la luz desfalleciente.
Las luces de mi auto están frente a mí
y desaparecen ante mis mismos ojos. 
Y como ya casi tengo treinta años, ¿son más cortas
las distancias de lo que supongo? La mente
viaja a la velocidad de la luz. ¿Pero para 
cuántas personas son las pasiones 
como quiebrahacha que se endurece y se endurece?
Considera al ex músico, al vendedor de seguros
que se vende a sí mismo una póliza de su propia vida;
o al mago que se hace encerrar en un baúl
y lanzado al mar sólo para descubrir entonces
que está atrapado por sus propias cadenas. 
Yo quiero una pasión que crezca y crezca. 
Sentir, pensar, actuar, y ser definido 
por tus acciones, pensamientos, sensaciones. 
Como los huesos de una mano en una radiografía, 
quiero que la clara luz blanca funcione
contra los bordes confusos borrosos de la oscuridad
aunque si la oscuridad nos precede y nos sigue
tenemos la oportunidad, brevemente, de brillar.
(Traducción: Nicolás Suescún)

WLADIMIR ZAMBRANO
(Guayaquil-Ecuador)

Mensaje de texto enviado: Hoy a las 00 horas

Tú,

mi querida devorgiástica,
mi enorme vidactiva
consumiendo
y consumiendo:
Disolución…

Tú,

la punta de mis dedos en cicatriz de luz
una mancha que crece y crece
hasta que me olvida de todos,
de todo…

Tú:

Mi tiempo para mover las manos
Mi tiempo para borrarme de la honra
Mi tiempo para convencerme de que todos somos: múltiples
cambiantes /renovables
pues así como reiné sobre la vida de las fotos  en  Facebook
así reinare en  los horarios
y en las familias de poses incompletas,           
manos cortadas,
manchas de sol,
secuelas  de varicela
(cicatrices…)
como la muerte que fuma y fuma
sobre lo más oscuro
y la frente donde me besa el señor

Sobre lo más: Yo
3  meses – 20 días
Solo bastaba esto para deshacer el tiempo.

FERNANDO RENDÓN
(Medellín-Colombia)

ÁFRICA

Se viaja sin moverse
Los ritmos del tigre del lago Nyassa, gravemente herido, se desordenan.
El agua del río no adelanta a sí misma.
Casi ha muerto su especie entre sordos rugidos.
Sólo que a la vez es un feroz cazador de sí.
La pesadilla de la que debe despertar, originada por su cercanía a las líneas ferroviarias del hombre, ha alterado su canto adentro.
Ya no lo escucha, gime. Insensibilizado como un iceberg, no puede olfatear más que el vacío, lejos de su bosque encantado.
Sólo cierta densa imagen que despunta veloz como la luna plateada en la noche del tigre del lago Nyassa, fruto de un tardío azar, lo retornará instintivamente a la sensación de ser centro de sí, aún en el momento fatal.
Abrirá otra vez los ojos al infinito, al anuncio de la primavera más larga de sus días, un sol llameante que narcotiza sus heridas renovando la calma, y el gozo descendiendo como lenta catarata de agua blanca desde su pecho, 
irrigando el resto de su cuerpo para siempre.



PÁGINA 23 – CUENTO

SERGIO BORAO LLOP. 
(Zaragoza-España)

DE PASO

Lo pensó así en el momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.

Pero ¿a qué venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.

Tal vez fue ese detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no queda registro en parte alguna...

Vio las vías perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.

Así sucede -pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.

Desencuentros... Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero -atinó a pensar más o menos confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.

Los desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:

"Hablar de nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí en esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.

¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.

Un día, no muy lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?

Un vacío tan grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.
De los dos jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.

Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:

- ¿Qué estará haciendo ahí?

Después de un rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:

- Está esperando.

El joven le mira, incrédulo.

- ¿El tren? Pero entonces tal vez deberíamos decirle...

- Probablemente él sabe.

- Pero si supiera, entonces...

El viejo calla. Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.

- Hay gente que va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora espera. Nada más.

Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.



PÁGINA 24 – ENSAYO

OCTAVIO PAZ
(México 1914/1998)

[Embajada de México]
Delhi, a 23 de abril de 1967
Querido amigo:
Me apresuro a contestar su carta. De otro modo no lo haré nunca.
Espero con impaciencia la aparición de su artículo en Ínsula. Una impaciencia natural: su artículo anterior fue de tal modo generoso que no sé si le di las gracias como debía…
Recibí también Tres poemas.* Me pide usted un juicio sobre ellos. Le daré algo menos pero tal vez más directo: mi impresión. Ante todo: usted es un poeta (de eso no hay duda) y todo lo que usted escriba será escritura de poeta. La cita o epígrafe es irónica pero no sé si los poemas, salvo en momento aislados, lo sean realmente. El tono es muy distinto a Arde el mar. Quiere ser más recogido y proceder por alusiones más que por menciones. Quiere usted contar no sucesos sino emociones o descubrimientos psíquicos dentro de un contexto real, preciso, prosaico. Todo eso me parece muy bien como programa aunque me recuerde el programa de cierta poesía en lengua inglesa. Pero me parece que entre su programa y su lenguaje, entre su idea y su temperamento, hay un espacio en blanco. No lo veo en ese realismo psicológico como no veo a Aleixandre, que ha intentado algo parecido recientemente. Además, su lenguaje no se presta a esa clase de realidades. Habría que hacerlo más sobrio, y más coloquial, por una parte, y, por la otra, más <<científico>>.** Ustedes perdóneme la franqueza y acéptela como lo que es: interés apasionado ven la realidad o como algo grotesco y terrible (ahí casi siempre aciertan) o de un modo sentimental. Y ese género de poesía reclama objetividad extrema. Es lo que no encuentro en sus tres poemas ni en la mayoría de los que ahora se escribe en España bajo el rótulo del <<realismo>>, sea o no <<social>>. Habría que usar un lenguaje más ascético, más decididamente prosaico o más desgarrado, más seco… y sobre todo, que no se oiga la voz del autor, que la moral la extraiga el lector sin que el poeta se lo diga. Yo veo en la actual poesía española dos notas que no son modernas: el sentimentalismo y el didactismo juicios sobre el mundo y expresiones sentimentales. Por otra parte, en sus poemas la frase, a mi juicio, es demasiado larga, abundan los adjetivos y muchas veces son los previstos. Pero como usted es poeta, una y otra vez la poesía vence al estilo, destruye la manera e irrumpe: <<planeta de agua incandescente>> = espejo con sol o luz, es memorable. La alusión a la muerte de Hitler también es eficaz pero la descripción que la precede es demasiado larga y convencional. (Ya sé que usted quiere que sea convencional pero podría lograrlo con mayor economía, y de una manera que hiera más al lector). Aquello de la iglesia saqueada, el dragón y demás, merecía más que una enumeración y sustantivos y adjetivos más enérgicos… Pero es posible que me equivoque. A mí me gusta más, muchísimo más, Arde el mar. Ese libro me entusiasmó. Rompía usted, precisamente, con esa poesía a la que ahora regresa y con la que estoy en desacuerdo, ya le dije, por dos razones; la primera porque no encuentro en ella la precisión, la ironía, las iluminaciones de ciertas zonas sombrías del alma o de la vida diaria, que me da la poesía de lengua inglesa y de la cual la española es, a un tiempo, una adaptación y una amplificación, a veces romántica (Cernuda, usted) y otras, las más, retórica; la segunda, porque esa poesía, inclusive en lengua inglesa, no es moderna ni representa la <<vanguardia>> (para emplear ese vulgar y antipático término). La poesía moderna en lengua inglesa es lo que está después, no antes, de Pound y W.C Williams; en Francia, lo que vienedespués del surrealismo (que es bien poco); en lengua española, lo que hay después dePoeta en Nueva York, Altazor, La destrucción o el amor, Poemas Humanos, Residencia en la tierra. En Hispanoamérica sí han ocurrido cosas después de esos libros: Lezama Lima, Parra, Enrique molina y otros más. Pero ¿en España? En España hubo un regreso y por eso yo saludé su libro con entusiasmo. Me pareció, me parece, que reanudaba la gran tradición moderna de la poesía de nuestra lengua y que no era un regreso como dice la nota de Tres poemas a la vanguardia de 1914 (eso es no saber lo que fue esa vanguardia), sino una ruptura del pseudorrealismo. Arde el mar fue inactual en España porque usted escribió un libro de poesía contemporánea y con un lenguaje de nuestros días, hacia adelante, en tanto que la poesía de la España actual es inactual por ser una poesía pasada. De nuevo: perdone la brutalidad de mis juicios pero crea que no se los comunicaría si no contase de antemano, primero, con su inteligencia y, en seguida, con su generosidad. Por último: los poetas contemporáneos en todo el mundo excepto en España, en donde el realismo descriptivo, nostálgico y didáctico sigue imperando como si viviésemos a fines del siglo XIX están fascinados por las relaciones entre la realidad y el lenguaje, por el carácter fantasmal de la primera, por los descubrimientos de la lingüística y la antropología, por el erotismo, por la relación ente las drogas y la psiquis y, en fin, por construir o destruir el lenguaje. Pues lo que está en juego no es la realidad sino el lenguaje. Y lo está de dos modos: la realidad del lenguaje y el no menos formidable lenguaje de la realidad. En ese sentido no en el de la retórica verbal el surrealismo ha pasado aunque, como es natural y con otro nombre, reaparecerá, reaparece ya en la búsqueda de los poetas nuevos. Querido Gimferrer: ponga en duda a las palabras o confíe en ellas pero no trate de guiarlas ni de someterlas. Luche con el lenguaje. Siga adelante la exploración y la explosión comenzada en Arde el mar. Hoy, al leer en un periódico una noticia sobre no sé qué película, tropecé con esta frase: el hombre no es un pájaro. Y pensé: decir que el hombre no es un pájaro es decir algo que por sabido debe callarse. Pero decir que un hombre es un pájaro es un lugar común. Entonces… entonces el poeta debe encontrar la otra palabra, la palabra no dicha y que los puntos suspensivos de <<entonces>> designan como silencio. Así, luche con el silencio.
El destino de un poeta como el de todo ser humano es imprevisible y misterioso. Quizá usted debería haber escrito Madrigales. Quizá sin Madrigales usted no escribirá lo que un día debe escribir y que será la negación de esos poemas y de Arde el mar. Si es así (y no lo dudo) esta carta es una necedad que no tiene otra excusa que ésta: la he escrito como si me la escribiera a mí mismo.
Su amigo,
Octavio Paz.



PÁGINA 25 – CUENTO

ALFREDO DI BERNARDO
(Santa Fe-Argentina)

NUEVE MINUTOS

Los viajes en el tiempo son posibles. Brevísimos, es cierto, casi imperceptibles, tan modestos que ni siquiera provocan efecto verificable alguno, pero son posibles. Lo sé por experiencia; lo sé porque los hago habitualmente desde aquella mañana soleada de julio en que descubrí por casualidad el secreto para llevarlos a cabo.

Ignoro por completo las razones científicas que los sustentan, pero me consta que realizarlos es mucho más sencillo de lo que podría suponerse investigando las teorías que versan sobre tan compleja materia. Mucho más simple, incluso, que lo que se podría fantasear viendo películas de ciencia-ficción referidas al tema. No hay involucradas aquí máquinas estrambóticas, ni es necesario contar con un vehículo o un dispositivo específicamente diseñados para la ocasión. Cualquier persona puede hacer estos viajes sin tener que prepararse para ellos. De hecho, involuntariamente, cada día hay miles de viajeros que los cumplen; lo que sucede es que, al parecer, hasta ahora nadie, excepto yo, se ha dado cuenta.

La cosa funciona así. Uno va caminando por la peatonal de Santa Fe en dirección norte-sur y, unos metros antes de llegar a Primera Junta, mira el reloj electrónico que está plantado a la altura del Banco de Galicia. Al hacerlo, comprueba sin mayores sobresaltos que son, pongamos, las 8.07. Cruza la calle y camina una cuadra más sin que nada extraño acontezca. Pero al mirar el reloj electrónico (idéntico al anterior) que está ubicado unos metros antes de llegar a calle Mendoza, uno descubre con gran sorpresa que son las 7.58.

 Seguramente, los espíritus cínicos que siempre se muestran renuentes a aceptar la irrupción de lo fantástico en sus ordenadas vidas cotidianas, argumentarán –con intachable lógica, habrá que reconocerlo- que se trata simplemente de una falla de sincronización entre los distintos relojes digitales instalados en la peatonal de Santa Fe. No voy a negar que la primera vez pensé lo mismo; al fin y al cabo, si uno sigue caminando un par de cuadras más hacia el sur, el próximo reloj con el que uno se topa, el que está ubicado cerca de Lisandro de la Torre, se encarga de marcar, impertérrito, las 8.13, como si el desatino de su hermano mellizo le resultara completamente ajeno. Pero sucede también que, desde entonces, cada vez que cumplo con este recorrido -y conste que, de lunes a viernes, lo hago prácticamente todas las mañanas- compruebo que el desajuste se mantiene inalterable, independientemente de la hora, el día o el mes en que uno pase por el lugar. Y como soy de esos espíritus lúdicos que siempre se muestran renuentes a aceptar la irrupción de las explicaciones cotidianas en el terreno de lo fantástico, tamaña persistencia me ha llevado a conjeturar que no se trata de un mero desperfecto técnico, sino que efectivamente todos los que circulamos de norte a sur por esa cuadra logramos el efímero prodigio de retroceder nueve minutos en el tiempo.

 Confieso, no obstante, que aún no he podido desentrañar cuál es el sentido de tan asombroso fenómeno. Las personas que llegan desde el norte dispuestas a cruzar Mendoza no se dan cuenta de que han rejuvenecido nueve minutos. Me pregunto entonces de qué sirve un viaje en el tiempo tan minúsculo que nadie es capaz de advertirlo. Por otra parte, ¿qué tan significativos pueden ser para alguien los nueve minutos previos a ese tránsito anodino por la cuadra de San Martín al 2300? ¿Qué terrible omisión podría ser salvada viviéndolos por segunda vez, qué tremendo desacierto podría enmendarse? ¿Qué amores vencidos podrían ser resucitados, qué decisiones existenciales podrían reverse?

 La imposibilidad de obtener respuestas satisfactorias autoriza a concluir que estos fugaces regresos constituyen una hazaña demasiado pobre, tan intrascendente como improductiva, una broma del universo. Y sin embargo, por más mínimos que sean estos retrocesos, cada vez que recorro los cien metros que van desde el Banco de Galicia al Gran Doria, experimento cierto vértigo. No por el retroceso en sí, que es tan minúsculo que no se nota, sino porque invariablemente me pongo a hacer cálculos y pienso que, si la ruta mantuviera ese parámetro de nueve minutos por cuadra, uno podría llegar a la Plaza de Mayo habiendo retrocedido el nada despreciable lapso de una hora y doce minutos. De ahí a enredarme en problemas matemáticos de regla de tres simple hay un solo paso: ¿cuántas cuadras más hacia el sur debería entonces caminar una persona para reencontrarse con su adolescencia perdida? ¿Y para regresar a aquel abrazo bajo aquella lluvia? ¿Y para retornar al punto fundacional desde el cual reedificar toda su vida?

 Se trata, por supuesto, de especulaciones vanas. Si lograra precisar con exactitud milimétrica el sector de la ciudad por donde pasa el meridiano que le da continuidad a esta falla cronológica, podría tal vez corroborar mis hipótesis y aspirar a proezas más notables. Día a día, con terca esperanza, emprendo mi marcha hacia el sur pensando que esta vez sí, que esta vez ocurrirá la maravilla. Sin embargo, con idéntica tenacidad, los números rojos del reloj que está situado cerca de Lisandro de la Torre me informan sistemáticamente, con insobornable rectitud, que son las 8.13, que el viaje ha concluido sin pena ni gloria, que estoy de vuelta en el presente.

 Cada tanto siento la tentación de recorrer la cuadra de San Martín al 2300 en sentido inverso para ver qué pasa. Aunque nunca he percibido alteración alguna en los rostros de quienes se cruzan conmigo a lo largo de esos cien metros, todo conduce a suponer que los transeúntes que lo hacen también viajan en el tiempo, pero hacia adelante. No puedo asegurarlo, pues jamás me animé a comprobarlo. Cuando tengo que caminar de sur a norte evito la peatonal, prefiero tomar por San Jerónimo o 25 de Mayo. Tal vez sea sólo un estúpido gesto de superstición, pero uno nunca sabe. La vida es demasiado corta como para, encima, andar robándole nueve minutos al futuro cada mañana.



PÁGINA 26 – ENSAYO

RAÚL GUSTAVO AGUIRRE:
(Argentina: 1927-1983)

CINCO TESIS SOBRE POESÍA

En 1975, Raúl Gustavo Aguirre ofreció una conferencia en la Biblioteca Argentina de Rosario cuyo título fue “Cinco tesis sobre poesía”. Un año después, Francisco Gandolfo le pidió el texto para publicar en su revista el lagrimal trifurca, incluyéndolo en el número 14, de agosto de 1976, que sería el último. Desde entonces ese ensayo ha permanecido en algunas hemerotecas y en manos de los pocos lectores que conservaran el ejemplar. La mojarra desnuda tuvo acceso a él por gentileza de Juan Carlos Moisés y la generosidad de Marta Aguirre que nos permite publicarlo. No es casual que la obra de Aguirre haya cobrado nueva vigencia y que merezca una atención que nunca debió perder; mencionemos por ejemplo la publicación por parte de la Biblioteca Nacional de los dos tomos facsimilares de poesía buenos aires que Aguirre dirigió entre 1950 y 1960 y la reciente Obra poética que publicara Ediciones del Dock con compilación y prólogo de María Malusardi. Contribuimos así a difundir una parte de la obra oculta durante muchos años de un poeta cardinal.

Primera tesis: LA POESÍA NO EXISTE

El día de Todos los Santos del año del Señor de 1517, Martín Lutero clavó en la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg sus célebres noventa y cinco tesis sobre las Indulgencias. Entiendo que noventa y cinco tesis sobre poesía serían excesiva falta de consideración hacia el prójimo, pero estas cinco que me atrevo a formular, de alguna manera evocan, en su título, aquel acontecimiento que produjo, luego, tan trascendentales transformaciones en la historia del mundo.
En esta evocación termina, por otra parte, el paralelo. Obvio es agregar que mis tesis no pretenden producir ni de lejos semejantes consecuencias. De sobra quedará cumplido su propósito si consiguen llamar la atención hacia el examen de algunos supuestos corrientes acerca de la poesía y los poetas. Parten de la sospecha de que, si se exageran un poco las dudas sobre estos supuestos, tal vez sea posible adquirir una mayor claridad con respecto a ciertas importantes implicaciones que la poesía quizá puede tener para nuestras existencias.
Paradójicamente, como es factible observar, estoy hablando de la poesía y no obstante mi primera tesis dice así, sencilla y rotundamente: LA POESÍA NO EXISTE. Esto puede entenderse en varios sentidos, pero desearía evitar un juego de sutilezas e ir directamente a lo que en este momento me interesa esclarecer.
La poesía no existe en cuanto algo concreto que pueda ser, definido fuera de la literatura. Por ejemplo, yo puedo decir que la poesía existe como género literario, tradicionalmente opuesto a la prosa y también tradicionalmente subdividido por la retórica en varias clases: épica, lírica, dramática... Se puede hablar de poesía y de poetas en este sentido literario, o a partir de este sentido. Es decir, incluso podemos negar la poesía en cuanto literatura y expresar, como los dadaístas, por ejemplo, que la poesía no es literatura sino una manera de vivir. Pero para proceder así tengo que partir de la poesía como literatura y luego negarla; de lo contrario, no sería comprensible esta concepción de la poesía no como literatura sino como una manera de vivir.
Por lo tanto, aquí digo que no se trata de escribir o sólo de escribir, sino más bien de algo que tiene menos que ver con la escritura que con la vida. Y el dadaísta puro, en rigor, tendría que negarse a escribir una sola palabra. Este fue -digamos de paso- el callejón sin salida en que se halló el dadaísmo, como por otra parte, se halla todo nihilismo: no creo en nada, pero debo creer en lo que creo, o sea, debo creer que no creo en nada. Los dadaístas negaron la literatura sin dejar de ser literatos, sin dejar de escribir. Pero nos dieron, sin embargo, una importante indicación. Nos inspiraron una fértil sospecha. Señalaron hacia algo que tiene, como creo y trataré más adelante de demostrar, muchísima importancia.
Pero regresemos ahora, para concluir con esta primera tesis, al punto de partida: LA POESIA NO EXISTE. Esta proposición quiere decir, en suma, que la poesía -fuera de su formal definición como género literario- no tiene existencia real y concreta, no es un ente, una entidad, algo que pueda ser aislado y buscado más allá de la palabra. Por esta razón ha sido siempre tan difícil a los propios poetas explicar qué es la poesía.



PÁGINA 27 – CUENTO

MIGUEL ANGEL GAVILÁN
(Santa Fe-Argentina)

LA INMORTALIDAD DE TERESA

Sabe que Teresa es inmortal. Gira por el cuarto en sombras viendo las baldosas negras y blancas bajo sus pies y se convence: es inmortal.
Cada momento estalla en la  oscuridad de la pieza solo interrumpido por el crujido de la persiana ablandada al sol. Ella intuye que afuera las tropas del General Villafañe esperan el almuerzo: choclos, carne de cerdo, hierbas, todo formando sancocho en la profundidad de la olla que el fuego ennegrece.
-Simona, la capa-repite sin que la negra, sorda desde hace años, la escuche. Lo curioso es comprobar que no hay capa. Hace tiempo que se la llevaron junto con otros objetos de valor en otros saqueos que la ley ampara. No obstante, igual que cada día, pide la capa imaginando que la negra, tras la puerta cerrada, la oye.
Está asustada. Como todos en la estancia. Tenerlo a Villafañe cerca es un castigo. Esos hombres desdentados que eructan al hablar y pasan preñando chinitas como animales. Claro está que a ella no la tocaron, no la tocarían de hecho, no se atreverían con la hija del Corregidor. Sabe que está asustada y sin embargo, la costumbre le arranca ese pedido constante, ese ruego que por años no se le ha quitado de la boca.
-La de alamares, Simona. Rápido.
Hay un dejo familiar en esa soledad de claustro que le macera el alma. No puede explicarlo. Siente como si la presencia de su padre en el retrato español la siguiera con los ojos. No puede ser. “Teresa es inmortal” quiere repetir pero las palabras le dejan un gusto amargo en los labios. Y recuerda el día aquel que vio por última vez a su padre. Fue en la Catedral, abajo. Tenía los ojos amoratados por los golpes. Le habían arrancado las uñas.
El mediodía acompasa la risa de los soldados haciendo de  esa mezcolanza agria de sudor y saliva el único perfume que arrastra el aire.
Uno de ellos, de uniforme, la casaca desprendida, el cabello ligeramente peinado, mira la casa con curiosidad.
-Poca gente en casa-ha dicho el General ni bien llegaron. Apenas una negra sorda, la señora loca y una cuantas sirvientas mirándolo con rencor.-Descansen que el viaje es largo-agregó al desmontar.
A esas alturas ya no quedan habitación ni cuerpo de mujer sin tocar. Ni oscuridades ni frescuras desconocidas.
El soldado apura la jarra de vino y mientras los otros se distraen jugando al monte o esperando la comida, él se acerca a la puerta que nadie ha abierto, esa que el mismo Villafañe ordenó que no fuera volteada cuando la negra, los brazos en cruz, se puso delante para que no lo hicieran.
No se explicaron porqué su jefe con esa voz galopante, atiborradas de tabacos y llanuras ordenó que esa puerta siguiera así, “que nadie tocara esa puerta”. Siendo tan fácil, pensó el soldado, una patada en el medio, un golpe con la culata del rifle. Pensó, “siendo tan fácil”.
La curiosidad toda la noche hizo estragos en las tentaciones del cadete. ¿Y si el oro estaba?, ¿y si la plata?, ¿y si las piedras preciosas y las monedas que tan morosa aunque implacablemente el Corregidor Agustino Tancredo de las Marras y sus secuaces le habían ido robando a su pueblo con un esmero opaco durante su gobierno?. ¿Y si su secreto, ese que no lograron sacarle durante semanas de tortura referido al dinero tuviera su respuesta en ese cuarto?. Un golpe. Sería tan fácil.
Mientras avanza escondiéndose en las columnas de la galería, las hojas de la parra recortan el sol a su tamaño, ocultándole el rostro de verde.
-La de alamares no. La de paño turquesa- pide mirándose el espejo pegoteado de tierra imaginando que la negra la escucha desde su sordera.
Después piensa “es mejor no escuchar”. Ella que conserva intacto ese sentido ha oído el griterío afuera, el ladrido de los perros, el peso de los caballos encima del pasto.
Después de todo no puede hablar mal de Villafañe. Cuando mataron a su padre él mismo lo trajo hasta la estancia para que lo enterraran. Ella recibió el cuerpo sin quererlo ver.
Con eso quedaba saldada la deuda con el General. Quería la muerte de su padre y la tuvo. Así como había tenido la muerte de Teresa. Dos personas. Dos tumbas en la vida de aquel muchacho con mirada triste que había llegado a dirigir un ejercito. Ese mismo que años atrás iba a la casa del Corregidor para dialogar con la muchacha rara, ausente que era Teresa y de la que todos hablaban.  Y ese baile en el teatro de la Unión, donde lució por primera vez su capa de piel traída de Europa. Quedaba bien salir con la hija de un gobernante. Y esa relación fugaz entre madreselvas y convulsiones de fiebre que la agotaban y que se hicieron frecuentes cada vez que Villafañe se iba por meses. Ese amor  en definitiva que las ambiciones del hombre despojaron de toda importancia.
Pero tanta memoria le ha hecho olvidar su vestimenta. Abre el ropero. Una niebla de polillas le sobrevuela el cabello suelto. En el espejo, la imagen en camisón de la muchacha que ya no es imita al retrato de su padre en la pared de al lado. “Mejor no llorar”, insiste.
La puerta sede ante la presión del hombro. “No estaba cerrada después de todo”, balbucea el muchacho al entrar. Que poco cuidado con los tesoros, que poco cuidado con la intimidad.
-La de astracán, Simona-se escucha en el fondo como el murmullo del agua en el interior de un aljibe.-Esa con el cuello de visón.
Sus ojos se tratan de  acostumbrar a la oscuridad. Pronto reconocen un cuadro, unas mesitas con lámparas, un arcón de cuero. Allí estaría la fortuna del Corregidor cree sin darle importancia a la voz que ya no se oye, esa palpitación de viento en el interior de la alcoba.
Una mosca, en la cocina distrae las labores de la sirvienta. Mosca zumbona que no oye, viejas moscas de estancia revoloteando encima de la comida como un minúsculo punto de ruido.
Se rasca la crencha motosa, el pañuelo absorbe el sudor de la frente. Supone que al cocido le falta agua, y echa líquido en la olla sintiendo con una sonrisa glotona el olor del refrito. En eso levanta los ojos y ve abierta la puerta donde está encerrada su ama. Lo que no escuchó ahora se le insinúa como una visón de muerte. ¿Y si salió?¿y si entraron esos brutos para aprovecharse de la señora? ¿y si la mataron?. Pero Villafañe prometió no abrir la puerta. Pero Villafañe.
La negra deja la cuchara junto a la olla y sale.
En ese momento el General que ha estado escribiendo junto al pozo de agua, ve el revuelo de faldas en la claridad de la galería y se incorpora.
La inmortalidad de Teresa empezó con ese amorío corto. Ella se propuso no morir hasta no volver a enamorarse. ¿Pero enamorada de quien si está más sola que nadie, más abandonada y perdida que la casa misma?.
En eso escucha el ruido del arcón. Casi un roce, el desliz de la tapa. Se va acercando al ver la luz que entra por la puerta entornada. Ve el cuerpo inclinado de un joven hurgar en el cajón. Siente que ha llegado su hora. Él no la ha visto. Ella tampoco se dejaría ver.- Se conduce con cuidado hasta pasar detrás del hombre que revuelve el traperío como buscando  quien sabe que cosas entre los andrajos de sus recuerdos. Al llegar a la puerta vuelve a cerrarla con pudor.
El joven comprueba que no hay luz para ver mejor las chucherías de las que pronto se cree dueño. No siente miedo hasta que comienza a caminar tanteando, chocándose con cosas, con formas duras que lo lastiman. Saca un cuchillo del cinto. Hay rumores de que quedan gentes fieles al Corregidor en lugares perdidos como ese. No sabe bien porque pero comienza a cortar el aire con el arma.
La negra golpea la puerta y una mano de  hombre la detiene. Se miran un momento hasta que sobreviene el grito desde el interior. Entonces el General rompe la puerta.
-Nadie ha visto mi capa de astracán?
El soldado ve a la mujer más de cerca. Unos ojos enloquecidos lo hacen retroceder. Siente el líquido caliente entre los dedos, el pegote espeso y seguramente rojo. Por eso se asusta y grita.
Cuando la puerta cae la luz contornea la forma de una mujer que se desangra lentamente.
Lo hace mientas el soldado huye con las manos sucias rodeado de polvo y telarañas. mientras la negra se cubre la cara con un trapo, mientras los otros hombres de la tropa beben y juegan bajo los árboles, mientras el retrato del Corregidor cae encima del espejo y la estancia se cubre  con la modorra de la siesta.
Sigue desangrándose cuando Villafañe le levanta la cabeza apenas caída sobre el hombro y le besa la frente pronunciando su nombre con el más dulce de los amores.
Recién termina de morir, terminará de morir solamente cuando vea ese reflejo en los ojos del hombre que la tiene en brazos, esa claridad de lágrima como una mueca triste en la mirada. Y se convenza de que es inmortal a pesar de todo.



PÁGINA 28 – CUENTO

MARTA ORTIZ
(Rosario-Santa Fe-Argentina)

GATO ENCERRADO

Los ojos de los tíos centellean más preocupados que furiosos en la alta oscuridad sobre baldosas geométricas.
El zaguán es largo y poco ventilado, pero hoy parece interminable. Se respira adrenalina sobre vaho añejo a orín de gato, dulzón y acre, toquecitos secos de aserrín y humedad de pana raída.
-A Félix se lo tragó la tierra; ¿mish, mish? –informan, hacen como que rastrean, un poco al tuntún, agitan nerviosos las manos y los brazos como aspas destacando su palidez en la sombra.
-Mentira –dice Orfelina, tan bajito que los tíos no pescan ni jota –lo escondieron, lo doparon, lo prestaron. Parecen máscaras de talco en la oscuridad, piensa. Juega a medir el tiempo con saltitos cortos y ruidosos; revisa la niña una a una las habitaciones de la casa chorizo.
–Cuatro patas tiene el gato una dos tres cuatro, se escapó, se murió, el minino se extravió -canta.
Para un felino todo piso es campo de algodón y aunque ella estira las orejas no oye más que el tintineo de las pulseras de su tía. Oye también el chasquido del arco invisible que en el aire trazan sus propios saltitos. Detrás, los cuatro ojos incrustados en las caras de talco, vigilan. Restregándose inquietas, las garras al final de los brazos mienten un desasosiego ridículo.
-Minino nones –se resigna Orfelina.
A la niña nadie le pierde pisada. La leyenda dice que siendo más niña aún, decoró la cola de su gato con un moño de elástico. Y la cola se quebró. En su descargo ella declaró que cintas para adornarlo no encontró, que en el costurero había solo elástico, y que entonces blá, blá y blá.
Trascendidos los lindes de su casa, la noticia giró la vuelta al barrio y a la ciudad y aún a las otras ciudades y se presume que al mundo, a juzgar por la conducta de los tíos de Pergamino cada vez que ella viaja con sus padres de visita a esa ciudad.
-Que se lo coman asado, que lo planten en el jardín. ¡No es más que un huevo peludo, minino estúpido y retacón! –bosteza Orfelina.
Se deshace del oscuro abrazo del zaguán como quien se sacude pétalos de lluvia y pelos de Félix.
Digna, promueve el descarado fru-fru de su vestidito de piqué. Rítmica como entró, a saltos de cigüeña, sale a la luz. Piensa en las moras moradas en el baldío, casa por medio: promesa de juego jugoso, la tarde entera con su primo Andrés.



PÁGINA 29– POESÍA EUROPEA

DENNIS BRUTUS
(Suráfrica, 1924-2009)

TAMBIÉN ESTÁ BIEN

También está bien morir en nuestra cama
sobre una almohada limpia
y entre amigos.
Está bien morir, una vez,
con las manos cruzadas sobre el pecho
vacíos y pálidos
sin arañazos, sin cadenas, sin banderas,
y sin pedir nada.
Está bien tener una muerte sin polvo,
sin agujeros en la camisa,
sin marcas en las costillas.
Está bien morir
con una almohada blanca, no la acera, bajo las mejillas,
las manos descansando en las de los que amamos
rodeados de médicos y enfermeras desesperados,
sin nada pendiente salvo una elegante despedida,
sin prestar atención a la historia,
dejando el mundo tal como es,
esperando que, algún día, algún otro
lo cambie.
Traducción de León Blanco

SOPHIA DE MELLO BREYNER ANDRESEN
(Oporto, 1919-Lisboa 2004)

LA PEQUEÑA PLAZA

Mi vida había adquirido la forma de esa pequeña plaza
en aquel otoño en el que tu muerte se organizaba meticulosamente
me aferraba a la plaza porque tú amabas
la humanidad humilde y nostálgica de las tienduchas
donde los dependientes doblan y desdoblan cintas y telas
intentaba convertirme en ti porque te estabas muriendo
y la vida entera cesaba allí de ser la mía
intentaba sonreír como tú sonreías
al quiosquero al estanquero
y a la mujer sin piernas que vende violetas
pedí a la mujer sin piernas que rezara por ti
encendía velas en todos los altares
de las iglesias que dan a esta plaza
pero apenas abrí los ojos y vi fue para leer
la vocación de lo eterno escrita en tu rostro
convocaba las calles los lugares las personas
que habían sido testigos de tu rostro
para que te llamaran para que deshicieran
la tela que la muerte estaba tejiendo en ti.

DOAN THI DIEM
(Vietnam 1705-1748)

LAMENTO DE LA ESPOSA DEL GUERRERO

Te fuiste de aquí al viento y a la arena.
En esta luz lunar, ¿dónde podrías reposar?
La historia cuenta cuán horrible es la batalla,
Millas y millas de distancia sin casas, tanta adversidad y dificultades.
Ante el viento frío, el rostro de un hombre se tornó triste y atrevido.
Donde el río corría profundo, los caballos temían pisar.
En vez de almohadas, todos abrazan el sillín, o se aferran al tambor
Y duermen sobre blanca arena o bancos verdes de musgo.
Cuando vengan los Hans, Bach Thanh estará cerrada
O los Hunos entrarán, observando desde su Thanh Hai.
Montañas, arroyos cercanos y lejanos
Se unen y luego se rompen, en las alturas y en los llanos.
En picos de montañas, cae rocío como una tormenta al atardecer.
Llevar agua a la corriente, el canal es profundo.
Compadécete de los pobres hombres que han usado su armadura tanto tiempo.
Pasan por la aldea, sus rostros nostálgicos de penumbra.
Detrás de su pantalla brocada, ¿sabrá el rey?
¿Quién podría dibujar la cara del soldado para él?
Has vagado durante todos estos años,
Si no en Han Hai, entonces en Tieu Quan.
Enfrentaste enormes obstáculos, nidos de serpientes y guaridas de tigres.
Te congelaste en lugares de viento y rocío.
Subí y observé una franja de nubes;
¿Qué corazón podría abstenerse de este profundo anhelo?
Empiezas a mudarte a la región sureste;
¿Dónde lanzas ahora tu ataque contra el enemigo?
Aquellos que han sido expertos guerreros
A veces ven sus vidas no más que como hojas de hierba.
Fortalecidos por su energía, pagan su gran deuda.
Han enfrentado estos lugares peligrosos, ¿hasta qué edad llegarán?
La luna solitaria cuelga sobre el Monte Ky.
Cadáveres se apilan sobre las colinas de Phi Quay.
El viento aúlla y aúlla en los fantasmas de los asesinados en la guerra.
La luna brilla sobre los rostros de los guerreros.
Oh guerreros, oh muertos en la guerra, ¿cuántos hay allí
Que pintarían sus rostros, o clamarían por sus almas?

SUTARDJI CALZOUM-BACHRI
(Indonesia, 1941)

PIEDRA

piedra rosa
piedra cielo
piedra llanto
piedra deseo
piedra aguja
piedra muda
¿eres tú
el rompecabezas
que no tiene
respuesta?
con mil montañas el cielo no se derrumba con mil vírgenes
no desfallece el corazón con mil cosas por hacer no se mata el tedio
y bajo mil árboles banyan no se apaga el deseo. Entonces,
¿a quién me quejo? ¿Por qué sigue latiendo el reloj
mientras la sangre no avanza? ¿Por qué estallan las montañas
cuando no alcanzan el cielo? ¿Por qué se abrazan con tanta fuerza los cuerpos
si la piel es inútil? ¿Y por qué se alzan las manos aún
si nada se logra con ello? ¿Tú lo sabes?
piedra inquieta
piedra apedreada
tu piedra y la mía
piedra desolada
piedra herida
piedra muda
¿eres tú
el rompecabezas
que no tiene
respuesta?
(Traducción: Claire Pye)

DESMOND EGAN
(Irlanda, 1936)

HIROSHIMA

Hiroshima tu sombra candente
se graba en el granito de la historia
y conserva para nosotros peregrinos
un espacio amplio y solemne
donde uno puede llorar en silencio
llevo alojada en mi mente
una bala de cristal
el recuerdo de ese epicentro donde
cien mil almas
se fundieron en un instante
y la imagen de un soldado
ofreciendo con ternura una taza de agua
a un niño quemado que no puede hablar
y las delicadas grullas de papel
(Traducción: Patrich Serrín y Enrique Cámara)



PAGINA 30 – ENSAYO

PEDRO NIÑO MOGOLLÓN.
(Sucre-Miranda-Venezuela)

CULPABILIDAD

Al  Dr. Gustavo Colmenares E.,maestro de traducción y literatura,In Memoriam.

Traductor, traidor, en castellano; translator, traitor, en inglés; traduttore, traditore, en italiano, o en cualquier otro idioma de los tantos que dominaba, este par de antiquísimas palabras  perturbaba a Javier, le dejaba la sensación de no poder cumplir a cabalidad con su trabajo o el sentimiento de culpa de haberlo realizado mal. Traductor y traidor  ─decía─  derivan de la misma raíz, y repetía el equivalente en latín, aprendido en los años de estudios en el seminario local: “Traducere et tradere habent ipsam radicem.”  Se esforzaba para que en sus traducciones no apareciera el más mínimo rastro de traición, pero la duda lo atormentaba.
Por momentos, se sentía inocente argumentando que aunque alguien lograse ver en sus versiones un asomo de  traición,  él estaba libre de culpa  porque se  había ceñido en lo posible al principio de la fidelidad, revisando una y otra vez que no faltara información del original, pecado por omisión, o que no sobrara, pecado por adición, hasta donde la capacidad humana se lo permitía. En ocasiones, había sacrificado la belleza del texto por la fidelidad al original, teniendo presente aquello, atribuido al gran Borges, de que “Las traducciones se parecen a las mujeres: si son bellas, no son fieles; y si son fieles, no son bellas.”  Y culpaba entonces del asomo de traición a un espíritu bromista, un duendecillo, de los que aparecen en casi toda actividad humana.
Pero las obsesiones, al igual que las buenas ideas, regresan a la mente, el mejor ordenador del mundo, y, en consecuencia, el más delicado de programar y ajustar a normas. Se laceraba pensando que alguna de sus traducciones ya publicadas fuese una traición al original. No se lo había propuesto, pero cabía la posibilidad de que en un momento de debilidad, cansancio u olvido involuntario, hubiese engendrado alguna hija espuria, como llamaba cariñosamente a este tipo de traducciones. Consideraba que los textos dados a la luz pública eran definitivos, no subsanables, ya se habían  escapado de sus manos, como los hijos  que el ciclo de la  vida obliga a abandonar el hogar en que nacieron, pertenecían ya a los lectores, pero los defectos que tuvieran eran solamente suyos, de Javier Arias, el supuesto progenitor.
Cotejaba minuciosamente sus traducciones, la versión contra el original, buscando detectar traiciones. Solicitaba los servicios de un lector, en voz alta y con excelente pronunciación para el texto de llegada mientras él fijaba los ojos en el texto de partida, en absoluto silencio. Cuando sentía que algo le olía a traición, interrumpía al instante al lector, hacía acotaciones en el texto y luego le pedía que continuara con la lectura. Al final, tomaba en sus manos los dos textos, se dirigía a la biblioteca  y arrodillado, levantaba la vista, orando en voz muy baja frente a la imagen de San Jerónimo, patrono de los traductores,  y  se daba golpes de pecho.
Pero el arrepentimiento no terminaba ahí. Se fijaba tareas que parecían más una tortura que una actividad curativa; por ejemplo, escribir mil veces la palabra u oración mal interpretada; aprenderse de memoria  las diferentes acepciones de un término mal empleado, con sus equivalencias en el idioma a traducir; indicar con los ojos cerrados, en un diccionario de gran tamaño, el número de la página en la cual se encontraba una determinada palabra guía. Y  otros ejercicios repetitivos, que se imponían como castigo en la época en que se aceptaba el principio de que “La letra con sangre entra.”
Algunas veces, con el deseo de minimizar su culpa, se inclinaba más por la interpretación, la traducción oral, la simultánea, como le dice la gente. Se adueñaba del proverbio latino, “Verba volant, scripta manent “, lo que traducido en el castellano menos torpe posible equivaldría a  “Las palabras vuelan, los escritos permanecen.”  Pensaba que el intérprete gozaba de cierta libertad, vedada al traductor, porque sus traiciones no quedaban rigurosamente impresas para siempre  en el papel y además la audiencia era menor, lo que disminuía las posibilidades de que la infracción se diseminara fácilmente  por el mundo. Reconocía que el intérprete necesitaba mayor preparación momentánea para ejercer su difícil labor triple, oír en la lengua de partida, procesar al instante y  decirlo en la lengua meta, mientras que la actividad traductora se realizaba en la tranquilidad de una oficina, rodeado de ayudas de todo tipo y sin la premura de la entrega inmediata. Mientras la traición del intérprete ─decía en voz casi imperceptible─  puede considerarse como un pecado venial, la del traductor es un pecado mortal.
Pedía perdón por sus traiciones y las de algunos colegas que ni siquiera se detenían a pensar que podían estar fallando, por ejemplo, aquellos que mutilan el sentido original con textos plagados de contrasentidos, información oscura y, lo que es peor, faltas de  ortografía. De buena gana, hubiera recogido todos los textos traicioneros, los hubiera corregido, si la capacidad del cerebro humano y la disponibilidad de tiempo se lo hubiesen permitido. Pero debía aceptar que tal pretensión era una utopía y  era mejor dedicar sus esfuerzos a luchar por la misma causa en otro frente de ataque.
Y puso sus ojos inquisidores en la traducción automática. A diario le llegaban para corrección textos pésimamente traducidos por la máquina, o como dice la gente, por el computador. Sirva solamente como muestra una de las quejas que recibía cotidianamente en su casa: “Maestro, no entiendo nada de lo traducido ahí. Yo hablo castellano, pero eso parece estar otro idioma. Un montón de palabras colocadas en forma de párrafos pero que no dicen nada, como un desorden lingüístico. ¿Usted me lo puede arreglar?”

Javier pensaba que era un engaño, una verdadera traición, decirle a un cliente que el producto de la máquina era una traducción y no, un incipiente borrador de la actividad traductora. La máquina ─reflexionaba en silencio─ procesa sólo lo que se le introduce, en nuestro caso, glosarios y oraciones bilingües aisladas de un contexto, que no puede combinar en un discurso coherente porque todavía no posee las habilidades superiores del cerebro humano.
Le hubiera gustado expresar su pensamiento en voz alta, a los cuatro vientos, pero prefería guardar la prudencia necesaria, con la esperanza de que un día cercano, la máquina pudiera realizar traducciones perfectas que desplazaran al traductor humano, ahorrando tiempo y velocidad, pero todavía con la necesidad de un operario, la mano del hombre. Y sutilmente contestaba a los clientes decepcionados por la traducción automática: “Se podría arreglar el texto pero sería una labor más dispendiosa que intentar la traducción de nuevo. Disgregar y luego recomponer el texto sería desperdiciar tiempo y energía. ¿No te parece?”
Cada vez crecía más en Javier ese sentimiento de mea culpa, de lucha consigo mismo, mezclado con el peso de la impotencia ante la irresponsabilidad de tantos colegas traidores al oficio de pasar información fiel de un idioma a otro.
Y en un estado de desesperación, típico de la locura, se ubicó, tan rígido como una estatua, en la parte más alta de una concurrida plaza, con la mordaza en la boca y sosteniendo en las manos una  pancarta donde se podía leer: “¡Me encuentro en huelga de hambre, protestando contra mis colegas traidores!”


SUPLEMENTO INFANTIL Y JUVENIL



PÁGINA 30 -CUENTO

NORMA SEGADES-MANIAS
(Santa Fe-Argentina)

LAS ESFERAS DE FUEGO

Las llaman fuegos fatuos, damas de las antorchas o limníades, aquellas que iluminan…
Son pequeñas burbujas. Glóbulos donde el fuego engendra nuevas luces que engendran nuevas luces.
Los seres que habitaban la génesis del tiempo las pensaron como almas que aguardan un castigo. Espíritus sin tiempo errando los caminos al caer de las sombras.
Pero ellas pertenecen al reino de las hadas.
Tienen identidad de patrocinio, de confraternidad, de intermediario entre la omnipotencia de los dioses y las necesidades de los hombres.
Bajo su influencia el vientre de la tierra, con sus frutos, sus flores, sus promesas, afina melodías en la profundidad de los torrentes.
Si hay nubes avanzando a contracielo sobre la palidez de las estrellas es posible que quieran revelarte su esencia de violetas.
Porque cuando el amor paseaba su inocencia por las ondulaciones montieleras, supieron visitar a los antiguos que andaban concibiendo los días de tu sangre.
Era la edad en que las apetencias saqueaban las entrañas de los bosques.
Formaron en parábola su corro iluminado, estrecharon los lazos de cintura a cintura y cubrieron su espalda, como un manto.



PÁGINA 31– POESÍAS

SILVIA SCHUJER
(Olivos-Buenos Aires-Argentina)

Planté una birome
creció una palabra
floreció la tarde
¡abracadabra!
La regué con agua
de mi regadera
desbordaba tinta
como enredadera.
Fue un día de otoño
que se deshojó
un abracadabra
de este corazón.
Y empecé de nuevo
con la lapicera
a escarbar la tierra
de mi primavera.

******
Te regalo una palabra
con cinta y moño
de estas que se desatan
cualquier otoño.
Una palabra blanda
con piel de espuma
para soplarle al viento
y llenar la luna.
Luna de una palabra
que, soñadora,
vive cuando se duerme
y muere con la aurora.
Te regalo una palabra
sin decir nada
porque la traigo escrita
en tu mirada.
Una palabra enorme
con nuez y ruido
de las que no se pierden
cuando se han ido.
Te la regalo ahora
porque es urgente
que te des vuelta y veas
que estoy enfrente.

******
Contame un cuento de hadas
para soñar esta noche
letras doradas.

Contame un cuento liviano
para que duerma esta noche
bajo mi mano.

Contame un cuento que flote
sobre mi almohada
porque detrás del silencio
no escucho nada.

Contámelo poco a poco
muy despacito
que cuando cierro los ojos
lo necesito.

******
La historia que aquí se cuenta
le aconteció a una princesa
que tenía pajaritos
trinándole en la cabeza.
Los pajaritos le hablaban
de las delicias de andar
volando sobre los ríos,
sobre los campos y el mar.
(La princesa suspiraba
y volvía a suspirar.)
El papá de la muchacha
era el rey de Mala Gana,
se apoltronaba en su trono
a mirar por la ventana.
Le apretaba la corona
lo aburría la batalla:
él quería hacer castillos
con arena de la playa.
(Mi reino, pensaba el rey,
lo cambio por una malla.)
La reina madre vivía
contándole a los espejos
que soñaba irse en un barco
y llegar lejos… muy lejos.
La cosa es que la realeza
en realidad se aburría
cada cual con su tristeza
planificaba su huida.
Hasta la vez que ocurrió
el milagro de un carruaje
que se detuvo en el palacio
para emprender largo viaje.
El carruaje era carroza
con seis caballos alados
con hélice en el techo
y ruedas a los costados.
Los reyes y la princesa
emprendieron aquel día
el viaje que se llevó
por siempre a la monarquía.



PÁGINA 32 – CUENTO

FRANCISCO BRIZ HIDALGO

EL ÁNGEL DE LOS NIÑOS

Cuenta una antigua leyenda que un niño, que estaba a punto de nacer, le dijo a Dios:
- Me dicen que me vas a mandar mañana a la Tierra, pero... ¿cómo viviré tan pequeño e indefenso como soy?
- Entre muchos ángeles escogí uno para ti, que te está esperando, él te cuidará.
- Pero aquí en el cielo, no hago más que cantar y sonreír; eso basta para ser feliz.
- Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tú sentirás su amor y serás feliz.
- ¿Y cómo entenderé a la gente que me hable, si no conozco el extraño idioma que hablan los hombres? ¿Y qué haré cuando quiera hablar contigo?
- Tu ángel te juntará las manitas y te enseñará el camino para que regreses a mi presencia, aunque yo siempre estaré a tu lado.
En ese instante, una gran paz reinaba en el cielo, pero ya se oían voces terrestres y el niño presuroso, repetía suavemente:
- Dios mío, si ya me voy, dime su nombre... ¿cómo se llama mi ángel?
- Su nombre no importa, tú le dirás «mamá»...



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